jueves, 18 de diciembre de 2014

Accidente.

Accidente[Cuento. Texto completo.]Naguib Mahfuz
Hablaba por el teléfono de una tienda con voz bastante alta para hacerse oír a pesar del jaleo de la ruidosa calle de Al-Geis, inclinándose hacia el fondo de la tienda para alejarse lo más posible del bullicio. Acabó con un "espérame, voy en seguida'', colgó, cogió del mostrador una cajetilla de Hollywood y pagó al dependiente los cigarrillos y la llamada. Giró, ya en la acera, para dirigirse a la calzada. Tendría unos sesenta, más o menos. Alto, enjuto. Frente y ojos abombados. Barbilla roma. En la pulimentada superficie de su calva no quedaba más que algunos hilos blancos, iguales a los que le nacían en la barba. Su aspecto evidenciaba despiste, producto quizá de la edad, o de la manera de ser, o ensimismamiento. Aparte de esto gozaba de una vitalidad exuberante: sus ojos brillaban con vivacidad y alegría; encendió un cigarrillo y le dio una profunda chupada, parecía estar más pendiente de lo que iba pensando que de lo que sucedía en la calle. Dio otra media vuelta a la derecha y marchó paralelamente a una fila de camiones aparcados junto a la acera, hasta que encontró un sitio accesible para bajar a la calzada. Sonriéndose sacudió la ceniza del cigarrillo y miró a la acera de enfrente. Estaba ya sobrepasando la parte anterior del último camión cuando sintió el impacto de un coche que se le vino encima a gran velocidad. Uno de los testigos diría después que si se hubiera echado para atrás, a pesar de que el coche venía muy de prisa, aún se habría salvado, pero que, por alguna causa -quizá el susto o un error de cálculo o el Destino- saltó hacia adelante gritando: "¡Santo Dios!"Desde luego hay accidentes a cada momento.
La víctima dio un grito parecido a un aullido, simultáneo a los gritos de horror de la gente que había en la acera y en la plataforma del tranvía. El hombre aún se levantó y caminó por espacio de unos metros, para caer luego como un saco. El frenazo del Ford produjo un ruido gutural, convulsivo, desgarrado, y el coche resbaló por el suelo aunque las ruedas ya se habían inmovilizado. Mucha gente se precipitó hacia la víctima, como una bandada de palomas, formando una espesa muralla que iba engrosando desordenadamente.
Ni un solo movimiento agitaba el cuerpo; estaba de bruces y nadie se atrevía a tocarlo. Un pie sobre el otro y remangado el pantalón de una pierna delgada y muy peluda; había perdido un zapato. Exhalaba un silencio que contrastaba con la marea de alrededor; parecía ajeno a todo el asunto.
El conductor del Ford apoyaba su espalda en el coche con circunspección y se había puesto a hablar al grupo de curiosos que le miraban:
-La culpa no fue mía, salió de pronto por delante del camión, muy de prisa, sin mirar a la izquierda como debía...
Y como ninguno le hiciera eco siguió perorando:
-No pude evitar el atropello...
Salió del caído un quejido, como un escape de aire. Hizo un movimiento completamente inesperado que duró sólo un segundo y a continuación volvió a quedar exánime
-¡No ha muerto! ¡Vive!...
-A lo mejor se trata de una herida superficial...
-Pero ¡cómo voló por el aire, Dios mío!
-Ya lo creo; ¡que Dios le asista...!
-¿No hay sangre?
-Junto a la boca, ¡mira!
-Sin parar están ocurriendo casos así...
Llegó apresuradamente un policía, abriéndose paso a golpes a través de la muralla humana, gritando a la gente que se alejasen. Se hicieron atrás unos pasos, unos pocos pasos solamente, sin apartar los ojos del caído ni ceder en su tensión mezcla de curiosidad y pena.
Un hombre dijo:
-¿¡Le vamos a dejar que se muera ahí sin hacer nada!?
El policía le contestó preventivo:
-Si el golpe no le ha matado la Brigada de Tráfico se hará cargo de él.
El suceso afectó a aquella banda de la calzada y los coches se veían obligados a rodear la muralla humana, mientras que el tranvía, preso en sus raíles, iba abriéndose paso poco a poco entre dos filas laterales de gente que le increpaban por la molestia; algunos de los viajeros dirigían de paso miradas de interés a la víctima y luego apartaban los ojos del espectáculo con horror.
Llegó la Brigada de Tráfico tras su característica sirena creciente y decreciente. El impulso que traía dejó al coche junto al caído. El Inspector era decidido y enérgico; dio órdenes de que se despejase la multitud. Echó un vistazo al hombre y preguntó al policía:
-¿No han llegado de la Casa de Socorro?
Como la pregunta estaba de más, no hubo respuesta. Preguntó también:
-¿Hay testigos?
Se presentaron un limpiabotas, el conductor del camión y un niño que vendía kebab y que andaba por allí con su bandeja vacía. Repitieron al Inspector lo que había ocurrido a partir de cuando el desconocido estaba hablando por teléfono.
Llegó una ambulancia y sus ocupantes rodearon al accidentado. El enfermero jefe le examinó cuidadosamente puesto en cuclillas a su lado. Luego se incorporó y fue hacia el Inspector que se le anticipó diciendo:
-¿Cree necesario trasladarlo a la Casa de Socorro?
El otro contestó con voz que sonaba como la sirena de su ambulancia:
-Donde hay que llevarlo es al Hospital Damardash.
El Inspector comprendió lo que quería decir. El de la Casa de Socorro añadió:
-Me parece que la cosa ha sido muy grave.
El hombre yacía en la Sala de Urgencia del Hospital Damardash. Ya se venía encima la noche cerrada. Le estaba examinando el Médico Jefe en persona. Al acabar se volvió a su ayudante:
-Tiene una herida grave en el pulmón izquierdo, el corazón ha sido seriamente afectado.
-¿Operación?
Negó con la cabeza:
-Está muriéndose.
El pronóstico del médico era correcto: el hombre hizo un movimiento parecidísimo a un escalofrío, su pecho se agitó en una cadena de estertores, emitió un suave quejido, y quedó inmóvil. Los dos médicos habían estado observándole. El director se dirigió a su ayudante:
-Acabó...
Llegó el Inspector y el hombre seguía allí tendido con todas sus ropas puestas, excepto el zapato que se le había perdido.
El médico dijo:
-¡¿Cuándo acabarán estos accidentes?!...
El Inspector señaló al muerto:
-Las declaraciones de los testigos no están a su favor.
Se acercó a la cama:
-Espero que encontremos alguna información sobre su persona.
Y puso manos a la obra al tiempo que su ayudante extendía una hoja en una mesa preparándose a tomar nota de los efectos.
El Inspector introdujo con cuidado la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cartera vieja, de tamaño mediano; la registró compartimento a compartimento y dictó al ayudante:
-Cuarenta y cinco piastras en billetes. Una receta del doctor Fauzi Sulaymán...
Echó una mirada formularia a la lista de medicinas y vio que más abajo había unas líneas; sus ojos las recorrieron por inercia: "No tomar bebidas alcohólicas, huevos ni grasas: se recomienda prescindir de estimulantes, tales como café, té y chocolate". El Inspector sonrió para sí, su médico le había hecho las mismas recomendaciones aquel mismo mes. Prosiguió su faena y sus dedos siguieron extrayendo el contenido de la cartera:
-Un breviario de azoras coránicas.
Al no encontrar nada más, comentó preocupado:
-¡No hay carnet de identidad!
Buscó en el bolsillo de fuera y en seguida dijo desilusionado:
-Tres piastras y media en calderilla.
Encontró también una cajita. Levantó la bien encajada tapa y encontró una materia extraña parecida al café molido, la olió un poco y no tardó en estornudar profundamente, volvió la tapa a su sitio y dijo con ojos llorosos todavía:
-Comprobado... rapé.
Siguió el registro:
-Un pañuelo... una cajetilla de cigarrillos Hollywood... un llavero... un reloj de pulsera...
Lo último que le encontró encima fue una hoja de cuaderno doblada, la desplegó y vio que era una carta sin sobre todavía. Tuvo esperanzas de descubrir en ella alguna pista sobre la personalidad del individuo en cuestión. Miró la firma pero sólo decía: "Tu hermano Abdallah". Subió al encabezamiento, pero la carta estaba dirigida solamente a"Mi querido hermano que Dios guarde". Se sintió molesto por las dificultades que encontraba y se decidió a seguir: "Mi querido hermano que Dios guarde: hoy se ha realizado 1a mayor ilusión de mi vida". Hizo una pausa para levantar los ojos a la fecha: 20 de febrero, es decir, hoy mismo. Su mirada fue desde las líneas hasta el pálido rostro que iba tiñéndose de un azul terrible, aquel rostro impenetrable como un enigma, inanimado como una estatua ¡ese era el que acababa de ver cumplida la mayor ilusión de su vida!
El médico preguntó:
-¿Se aclara algo?
Volvió a la realidad y sonrió desdeñosamente, que era su modo de decir que nada:
-"Hoy se ha realizado la mayor ilusión de mi vida" así empieza la carta.
Volvió a la lectura apartando su mirada de los ojos del médico:
-"Las amargas preocupaciones han abandonado mi pecho, todas se fueron ya gracias a Dios. Amina, Bahiya y Zaynab están en sus casas y este Ali ya tiene un empleo. Cuando recuerdo el pasado sus dificultades fatigas angustia y penuria... doy gracias a Dios Bienhechor nuestra Providencia Evidente."
Echó otra mirada furtiva al muerto, del que nadie sabía su domicilio, cuyo aislamiento, silencio y resistencia a salir del anonimato producían asombro. "¡Las dificultades, fatigas, angustia y penuria, la gran esperanza, la Providencia Evidente!"
-"Después de pensarlo bien he decidido dejar el trabajo." (Es un dato) "ya que tengo comprobado que mi salud está muy lejos de mejorar cuando estoy en la ciudad. He echado cuentas y me he encontrado sirviendo al Gobierno por tres guineas, o sea la diferencia entre el sueldo que tenía y la pensión que me queda, así que he decidido pedir la excedencia. Pronto volveré al pueblo y a la agradable tertulia en casa de Abd al-Tawwád, el jefe de Policía. Ahora todo marcha como no podía haber soñado antes".
Dijo el Inspector mientras doblaba la carta:
-Era funcionario, por lo que se deduce de la carta: pero no hay ningún dato más sobre su persona.
El médico:
-Seguiremos los procedimientos usuales. Lo normal es que la familia aparezca en un plazo de tiempo prudencial y retire el cadáver del Depósito.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

El muerto en el mar de Urca.

El muerto en el mar de Urca[Cuento. Texto completo.]Clarice Lispector
Yo estaba en el apartamento de doña Lourdes, costurera, probándome el vestido pintado por Olly, y doña Lourdes dijo: murió un hombre en el mar, mire a los bomberos. Miré y solo vi el mar que debía estar muy salado, mar azul, casas blancas. ¿Y el muerto?
El muerto en salmuera. ¡No quiero morir!, grité, muda dentro de mi vestido. El vestido es amarillo y azul. ¿Y yo? Muerta de calor, no muerta en el mar azul.
Voy a decir un secreto: mi vestido es lindo y no quiero morir. El viernes el vestido estará en casa, el sábado me lo pondré. Sin muerte, solo mar azul. ¿Existen las nubes amarillas? Existen doradas. Yo no tengo historia. ¿El muerto la tiene? Tiene: fue a tomar un baño de mar a Urca, el bobo, y murió; ¿quién lo mandó? Yo tomo baños de mar con cuidado, no soy tonta, y solo voy a Urca para probarme el vestido. Y tres blusas. Ella es minuciosa en la prueba. ¿Y el muerto? ¿Minuciosamente muerto?
Voy a contar una historia: era una vez un joven a quien le gustaban los baños de mar. Por eso, fue una mañana de jueves a Urca. En Urca, en las piedras de Urca, está lleno de ratones, por eso yo no voy. Pero el joven no les prestaba atención a los ratones. Ni los ratones le prestaban atención a él. Y había una mujer probándose un vestido y que llegó demasiado tarde: el joven ya estaba muerto. Salado. ¿Había pirañas en el mar? Hice como que no entendía. No entiendo la muerte. ¿Un joven muerto?
Muerto por bobo que era. Solo se debe ir a Urca para probarse un vestido alegre. La mujer, que soy yo, solo quiere alegría. Pero yo me inclino frente a la muerte. Que vendrá, vendrá, vendrá. ¿Cuándo? Ahí está, puede venir en cualquier momento. Pero yo, que estaba probándome un vestido al calor de la mañana, pedí una prueba a Dios. Y sentí una cosa intensísima, un perfume intenso a rosas. Entonces, tuve la prueba. Dos pruebas: de Dios y del vestido.
Solo se debe morir de muerte natural, nunca por accidente, nunca por ahogo en el mar. Yo pido protección para los míos, que son muchos. Y la protección, estoy segura, vendrá.
Pero, ¿y el joven? ¿Y su historia? Es posible que fuera estudiante. Nunca lo sabré. Me quedé solamente mirando el mar y el caserío. Doña Lourdes, imperturbable, preguntándome si ajustaba más la cintura. Yo le dije que sí, que la cintura tiene que verse apretada. Pero estaba atónita. Atónita en mi vestido nuevo.
FIN

martes, 16 de diciembre de 2014

El cojedor de piedras.

El cojedor de piedras.
Cuento XXXVIII
Lo que sucedió a un hombre que iba cargado de piedras preciosas y se ahogó en un río[Cuento. Texto completo.]Juan Manuel
Un día dijo el conde a Patronio que tenía muchas ganas de quedarse en un sitio en el que le habían de dar mucho dinero, lo que le suponía un beneficio grande, pero que tenía mucho miedo de que si se quedaba, su vida correría peligro: por lo que le rogaba que le aconsejara qué debía hacer.-Señor conde -respondió Patronio-, para que hagáis lo que creo que os conviene más, me gustaría que supierais lo que sucedió a un hombre que llevaba encima grandes riquezas y cruzaba un río.
El conde preguntó qué le había sucedido.
-Señor conde -dijo Patronio-, un hombre llevaba a cuestas una gran cantidad de piedras preciosas; tantas eran que pesaban mucho. Sucedió que tenía que pasar un río y como llevaba una carga tan grande se hundía mucho más que si no la llevara; al llegar a la mitad del río se empezó a hundir aún más. Un hombre que estaba en la orilla le comenzó a dar voces y a decirle que si no soltaba aquella carga se ahogaría. Aquel majadero no se dio cuenta de que, si se ahogaba, perdería sus riquezas junto con la vida, y, si las soltaba, perdería las riquezas pero no la vida. Por no perder las piedras preciosas que traía consigo no quiso soltarlas y murió en el río.
A vos, señor conde Lucanor, aunque no dudo que os vendría muy bien recibir el dinero y cualquier otra cosa que os quieran dar, os aconsejo que si hay peligro en quedaros allí no lo hagáis por afán de riquezas. También os aconsejo que nunca aventuréis vuestra vida si no en defensa de vuestra honra o por alguna cosa a que estéis obligado, pues el que poco se precia, y arriesga su vida por codicia o frivolidad, es aquel que no aspira a hacer grandes cosas. Por el contrario, el que se precia mucho ha de obrar de modo que le precien también los otros, ya que el hombre no es preciado porque él se precie, sino por hacer obras que le ganen la estimación de los demás. Convenceos de que el hombre que vale precia mucho su vida y no la arriesga por codicia o pequeña ocasión; pero en lo que verdaderamente debe aventurarse nadie la arriesgara de tan buena gana ni tan pronto como el que mucho vale y se precia mucho.
Al conde gustó mucho la moraleja, obró según ella y le fue muy bien. Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo hizo poner en este libro y escribió unos versos que dicen así:
A quien por codicia la vida aventura,
la más de las veces el bien poco dura.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Ante la ley.

Ante la ley[Parábola: Texto completo.]Franz Kafka
Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.
FIN

viernes, 12 de diciembre de 2014

El castillo de la Bella Durmiente.

El castillo de la Bella Durmiente
[Cuento. Texto completo.]Pierre Loti
Con frecuencia he lanzado una llamada de auxilio a mis amigos desconocidos para que me ayudaran a socorrer las penurias humanas, y siempre han escuchado mi voz. Hoy se trata de socorrer árboles, nuestros viejos robles de Francia que la barbarie industrial se empeña en destruir por todas partes, y vengo a implorar: «¿Quién quiere salvar de la muerte a un bosque, con un castillo feudal en el centro, un bosque cuya edad ya no conoce nadie?»

Viví en este bosque doce años de mi infancia y primera juventud; todos sus peñascos me conocían, y todos sus robles centenarios, y todos sus musgos. El terreno pertenecía por entonces a un anciano que no venía jamás, que vivía enclaustrado en otro lugar, y que en aquellos tiempos yo me representaba como una especie de invisible personaje de leyenda. El castillo estaba confiado a un administrador, rústico solitario y algo huraño, que no le abría la puerta a nadie; no se visitaba, no entraba nadie en él; yo ignoraba lo que podían ocultar las altas fachadas sin ventanas y me limitaba a mirar de lejos sus grandes torreones; mis paseos infantiles por el bosque se detenían al pie de las terrazas musgosas, envueltas en la oscuridad verdosa de los árboles.

Después, me marché a recorrer la Tierra, pero el castillo cerrado y sus profundos robledales obsesionaron siempre mi imaginación; en medio de mis largos viajes, regresaba como un peregrino piadosamente conducido por el recuerdo, diciéndome cada vez que nada de los países lejanos era más sosegante ni más hermoso que aquel rincón ignorado de nuestra Saintonge. El lugar, por otra parte, permanecía inmudable: en los mismos recodos de los bosques, entre las mismas rocas, yo encontraba las mismas gramíneas finas, las mismas florecillas exquisitas y escasas; en los claros, sobre las alfombras de líquenes jamás holladas veía, por aquí y por allá como antes, las pequeñas plumas azules semejantes a turquesas, caídas del ala de los gálgulos; en los foscarrales, los zorros al pillaje lanzaban sus mismos aullidos nocturnos. No cambiaba nada; sólo los musgos espesaban su terciopelo sobre los peldaños de las escalinatas, los culantrillos delicados invadían lentamente las terrazas y, en los pantanos de abajo, los helechos acuáticos alcanzaban tamaño gigante.

Y resulta que esta situación de abandono, inverosímil en nuestra época utilitaria, se había prolongado por más de medio siglo y se decía que el sueño de aquel castillo tal vez durara mucho más aún, como le ocurrió al de la Bella Durmiente. Pero he aquí que el anciano invisible acaba de fallecer harto de días; sus herederos van a vender la propiedad encantada y los explotadores de la madera están dispuestos a comprarla para derribar los árboles: ¡imagínense, obtendrían madera por valor de doscientos mil francos realizables de inmediato, y además el terreno!

¡Con cuánta melancolía regresé allí hace unos días, una tarde de finales de verano, para hacer una peregrinación que bien podría ser la última! Uno de los nuevos herederos -hasta entonces desconocido para mí- avisado de mi visita, había tenido la amabilidad de precederme para poder recibirme. Pero yo quería primero estar a solas y, dejando mi automóvil a una media legua del castillo, como conocedor de aquellos bosques, me deslicé por estrechos senderos hasta el barranco en el que, en tiempos de mi infancia yo había tenido mis visiones más apasionadas de naturaleza y exotismo.

Es sin duda un lugar único en nuestro clima. El pequeño riachuelo sin nombre que atraviesa todo el bosque por un valle en pendiente, que se entretiene allí rodeado de rocas, oculto bajo un montón de vegetación silvestre, se expande en medio de las turbas y de los herbazales para formar algo similar a un pantano tropical. Antes de que yo hubiera contemplado las verdaderas flores exóticas, aquel barranco se las revelaba ya a mi imaginación de niño. Los árboles que forman aquí una oscuridad verdosa son singularmente altos, esbeltos, agrupados por manojos que se inclinan como los bambúes. Al abrigo de esas bóvedas de ramas y de esa especie de acantilado que protege como un muro del viento invernal, toda una reserva de naturaleza virgen permanece acurrucada en una humedad y una tibieza casi subterráneas; los juncos brotan de cepas tan viejas y tan altas que se les diría subidos sobre un tronco como las dracenas; lo mismo cabría decir del mayor de nuestros helechos, la osmunda, que ahí parece casi arborescente. Es también la región de los musgos prodigiosos que parecen plumas rizadas sobre todas las piedras del suelo, y de otras mil plantas desconocidas en otros lugares, de una fragilidad y desconfianza extremas, que no se arriesgan a brotar sino sobre terrenos tranquilos desde siempre.

Habría que preservar celosamente estos edenes sin duda milenarios que ninguna voluntad, ninguna fortuna serían capaces de recrear. En la penumbra del sotobosque, tomo el sendero, más bien la incierta senda, que pasa justo al pie del acantilado de cerco. Las rocas sobresalen, rocas de un gris algo rosado, hasta tal punto frotadas por los siglos que ya no tienen sino superficies redondeadas. He aquí en primer lugar en esta muralla una extraña y adorable hornacina, completamente festoneada de estalactitas y cairelada de culantrillo, de la que brota una fuente. Un poco más lejos, las rocas lisas, que parecen plisarse como colgaduras que se levantan, descubren poco a poco profundas entradas oscuras que son las grutas prehistóricas abiertas a lo largo de este sombrío lapachar; nada ha debido cambiar en los alrededores desde los tiempos en los que sus huéspedes primitivos afilaban allí sus cuchillos de sílex. Muchas de esas grutas se comunican y muestran atrios de medio punto, o dentados y de diseño ojival. Finalmente, llego a la más grande, cuya sala de entrada tiene como una cúpula de iglesia; la media luz verdosa de la frondosidad no penetra hasta muy lejos y, al fondo, entre los pilares compactos que le han construido las estalactitas, se ven pasillos que van a perderse en la más completa oscuridad. Antaño, me gustaba aventurarme por ellos con una lámpara y un hilo conductor, y recuerdo que una vez, hacia mis quince años, había estado a punto de perderme en el dédalo de aquellas galerías tapizadas por densas coladas de nieve o de leche, que poseían todas la misma blancura de sudario.

El sendero, siempre cubierto y semioscuro pero cada vez más fácil, remonta finalmente hasta el nivel de la llanura entre bosques densos donde la flora es totalmente diferente sobre un terreno seco alfombrado de musgos diversos.

Ahora, una amplia avenida recta en dirección al norte va a conducirme al castillo. Pasa por en medio de los bosques; en primavera las pervincas le forman alfombras completamente azules y los robles la recubren dándole el aspecto de una interminable nave; en cualquier otro lugar se contentarían con estos robles, pero son árboles de unos sesenta años, es decir, arbolillos si se les compara con los que me esperan más lejos.

Al extremo de la avenida, la oscuridad verde se hace más densa de repente; aquí los grandes robles tienen siglos, los musgos y los helechos se han instalado sobre sus vigorosas ramas. Y, por fin, empieza a surgir la morada de la Bella Durmiente. Siempre en la misma penumbra, primero se ve la vieja verja de hierro forjado y la musgosa escalinata de una inmensa y real terraza de balaústres y luego, más allá, aún lejos, en una perspectiva entre las ramas, una fachada y unas torres doradas por el sol otoñal. Dos edificios Luis XIII, cerrados desde hace cien años, emergen en los ángulos de aquella terraza desierta que domina desde una altura de treinta o cuarenta pies el río encajonado, el mundo estremecido de los álamos y de las coscojas, la brega de herbajes, de juncos, de helechos de agua y de nenúfares, es decir, toda la inextricable jungla de abajo...

Uno de los nuevos propietarios, que me esperaba, vino a mi encuentro. Va a permitirme el acceso al castillo junto al que he vivido tanto tiempo sin poder entrar en él. Veo un primer portal en piedra rojiza donde bajorrelieves de hace cuatro siglos representan leones dormidos. Luego un torreón avanzado de vigilancia, un antiguo puente levadizo, un patio de honor. Las torres del castillo están en estos momentos por encima de nuestras cabezas, con sus almenas de la Edad Media feudal y sus tejados de pizarra añadidos durante el Renacimiento.

La puerta se abre y entramos. Aunque las murallas exteriores no tuvieran grietas, yo preveía un deterioro propio de un edificio abandonado. Pero no, nada se ha deteriorado. Las paredes, es cierto, están enjalbegadas con una modesta cal rústica, pero todos los techos han conservado sus enormes vigas, pintarrajeadas durante el Renacimiento y bastaría un lavado para hacer resucitar en ellas por completo los dibujos originales y el colorido. Aquí y allá, muebles algo ajados, sedas apagadas, de estilo Luis XV, Luis XVI o del Directorio... Realmente, un adquisidor suficientemente refinado como para apreciar este tipo de sencillez señorial que fue la de nuestros castillos provinciales a finales del siglo XVIII, no tendría más que tomar posesión e instalarse.

Una sala, no obstante, desentona por su lujo más recargado. Los artistas del Renacimiento italiano, mandados llamar por los señores de entonces, habían prodigado en ella las pinturas y las cinceladuras; en los muros y en el techo, marcos esculpidos en madera, de gran finura, rodean curiosos cuadros de una época imprecisa y transitoria, en los que determinados rostros tienen la ingenuidad de los primitivos, mientras que los claroscuros y los detalles de los músculos hacen pensar en una influencia de Miguel Ángel.

Pero lo que no tiene precio, lo que no tiene igual en ningún sitio, es la vista que se tiene desde las ventanas de arriba y de las habitaciones de los torreones: más allá de las grandes terrazas superpuestas y de los viejos jardines a la francesa, por todas partes, no importa donde se mire, una lontananza que hace olvidar el siglo actual, una lontananza que no indica ninguna época de la historia; o si se quiere, es la Edad Media, o incluso la época de los galos; no hay nada más que un apacible despliegue de ramas, la paz infinita de las cosas que el hombre no ha trastocado aún. Se respira el eterno aroma de los árboles, de los musgos y de la tierra. Hacia el sur, están bosques por los que he venido y que caen hacia el barranco de las grutas. Por todo el oeste, por encima del río y de una línea rocosa, hay otros bosques muy intrincados donde conozco enterramientos galorromanos y que, fuera del campo de visión, encierran un extraño y pequeño desierto de grava. Finalmente, hacia el norte, hay un encrespamiento de cumbres más altas y más sombrías, de un verde intenso donde el otoño no pone jamás sus tonos de herrumbre: es el bosque de carrasca que visitaremos dentro de poco.

Y, adivinando por las maneras de mi anfitrión, por su espíritu distinguido, que sabrá comprenderme, le hago ver qué tipo de crimen cometerían al entregar aquella propiedad a los bárbaros. Efectivamente, él era de mi misma opinión, pero por cuestiones de partición (son numerosos herederos todos dispersos y establecidos en otros lugares) había que vender y los explotadores de árboles renovaban sus ofertas apremiantes.

-¡Cómprelo usted! -me dijo.

Evidentemente, la respuesta era previsible. Sería una fantasía poco razonable, y además para no volver jamás allí porque yo también he establecido ya mi vida en otro lugar...

Al atardecer fuimos a terminar la peregrinación al bosque de color oscuro que, por el lado norte, comienza de inmediato, tan pronto como acaban las terrazas y los viejos balaústres.

He dicho que el barranco de las grutas es un lugar único; lo mismo podría decirse respecto a este bosque; recorriendo el mundo, no he encontrado nada que se le asemeje si no es quizá algún rincón perdido de Grecia. La carrasca, que en Francia no existe en estado de árbol sino en nuestras regiones del suroeste atemperadas por la brisa marina, luce hojas de un tono oscuro, algo grisáceas por debajo como las del olivo y, en invierno, cuando todo se desnuda a su alrededor, ella permanece en plena gloria. Es un árbol de vida muy lenta que necesita períodos infinitos para alcanzar su pleno desarrollo. Cuando ha podido desarrollarse en una tranquilidad inviolable, como aquí, su tronco múltiple se reúne en forma de haz, de manojo gigantesco; entonces, con su ramaje tupido de arriba abajo que llega hasta el suelo, con su hermosa forma redondeada, llega casi a la majestad del baniano de la India. Y resulta que este trozo de bosque no ha sido tocado a lo largo de los tiempos, se ha formado como ha querido, los árboles no están apretados unos junto a otros, sino explayados con tranquilidad, dejando entre ellos intervalos como en una especie de misterioso jardín. El suelo es aquí de una rara calidad: una meseta sobre la que los siglos sólo han depositado una leve capa de humus, que no es adecuada sino para pacientes esencias de árboles, así como para exquisitas pequeñas gramíneas, para musgos y líquenes. Por zonas, son los líquenes los que dominan; entonces, los céspedes adoptan tonos de un gris muy suave, el mismo gris que se ve aquí sobre todas las ramas y el envés de toda la frondosidad, y es un poco como si la ceniza de los años hubiera polvoreado el bosque. Antaño habían trazado a través de los robledales dos o tres anchas avenidas; antaño, ya no se sabe cuándo; subsisten sin que haya necesidad de mantenerlas, pues este terreno no conoce ni el barro, ni las aulagas, ni las zarzas; esas avenidas son adorables, sobre todo en diciembre, porque las grandes carrascas y las phyllireas, que a veces forman viales a sus pies, no pierden nunca la hoja; se puede caminar más de media legua sin ver nada más que esos árboles magníficamente similares, y cuando al fin se llega al borde de la muralla rocosa que circunda la meseta y sus arboledas para descender a la zona más baja de juncos y agua corriente, el horizonte que se descubre es, de nuevo, un horizonte sin edad.

Y el encanto tan singularmente soberano de este bosque es el espacio, los grandes pasajes libres por todas partes. Entre las espesuras majestuosas de los follajes verde bronce atenuados por las grisallas, se circula cómodamente sobre alfombras muy finas, y ello da una impresión de bosque sagrado, de parque elíseo. Estancia para la calma apenas nostálgica o incluso para el definitivo olvido, en la envoltura de los viejos árboles y de los viejos tiempos...

Cuando regresábamos sobre los terciopelos delicadamente matizados de los musgos verdes o grises, y cuando las torres del castillo, enrojecidas por el ocaso, empezaban a reaparecer entre los enormes robles tranquilos, mi anfitrión me dijo de repente:

-¡No! ¡es demasiado hermoso y seríamos demasiado culpables! Escuche, vamos a tratar de retrasar la venta si usted quiere ayudarnos a encontrar un comprador que no destruya todo esto...

He ahí pues por qué dirijo esta llamada a todos, y verdaderamente soy consciente de cumplir un deber para con mi provincia de Saintonge, incluso para con mi país. Habrá imbéciles, lo sé, que digan que hago una petición interesada, pero me va a dar igual, porque ellos serán los únicos que se lo crean.

En nuestra época, que es la de la fealdad invasora, la rabia desvergonzada de talar por todas partes llega a su paroxismo y, cuando nuestros descendientes comprendan al fin la dimensión de nuestra estupidez salvaje, será demasiado tarde, porque se necesitan siglos y siglos para volver a tener verdaderos bosques. En los Pirineos había uno, el de Iraty, que era inmenso y en el que el hacha no había penetrado jamás, y resulta que, muy pronto, quedará arrasado hasta el suelo por los fabricantes de no sé que clase de cartón. Todos los del este han sido vendidos a judíos alemanes, y el de Amboise está condenado a muerte. El Instituto de Francia que, supuestamente, debería ser el guardián de toda belleza, da ejemplo de todo lo contrario. Cerca de Hendaye donde tengo mi refugio, dos ancianos que yo respetaba mucho, habían donado en 1902 a la Academia de las Ciencias su castillo y sus bosques que se extendían hasta el borde de los acantilados marinos; avisado por el rumor público, muy acusador, fui ayer para comprobar su estado: desgraciadamente, ya no he hallado rastro de las avenidas por las que antes me paseaba con mis venerables amigos; los robles han sido cortados y en algunos lugares incluso se han arrancado los tocones. Así, una compañía de hombres distinguidos o ilustres que, por separado, lo desaprobarían todos, han cerrado los ojos ante este acto de vandalismo.

Sin embargo, en nuestro país no todos los ricos son vulgares hombres de negocios que lo derriban todo para alimentar las serrerías mecánicas o las fábricas de papel. A mi llamada tal vez surja un comprador de élite, digno de habitar en el castillo encantado y capaz de respetar en sus alrededores la vida de los grandes robles seculares. ¡Pero que se dé prisa, porque la amenaza es apremiante! Por discreción hacia él, me comprometería a renunciar a la peregrinación que hacía todos los años por determinados senderos, contento con la certeza de que el querido bosque en el que se quedaron todos mis sueños de niño, proseguirá el curso indefinido de su vida, incluso después de que yo haya dejado de existir.

Post-scriptum. Es necesario, no obstante, que me resigne a hacer una especie de anuncio más preciso porque me doy cuenta de que tal vez no sepan de qué estoy hablando. Se trata del castillo y del bosque de La Roche-Courbon, situado en Saintonge, a veintidós kilómetros de Rochefort, a unos treinta y cinco de Royan y a once de la estación más próxima.
FIN

jueves, 11 de diciembre de 2014

Nadie lo sabe.

Nadie lo sabe[Cuento. Texto completo.]Sherwood Anderson
George Willard se levantó del escritorio que ocupaba en las oficinas del Winesburg Eagle, miró cautelosamente a su alrededor y salió con precipitación por la puerta trasera. La noche era calurosa y el cielo estaba cubierto de nubes; aunque no habían dado las ocho todavía, la callejuela a la que daba la parte trasera de las oficinas delEagle estaba oscura como la pez. Un tronco de caballos atado por allí a un poste invisible pataleó en el suelo duro y calcinado. De entre los mismos pies de George Willard saltó un gato v echó a correr, perdiéndose entre las tinieblas. El joven estaba nervioso. Durante todo el día había trabajado como si estuviese atontado debido a un golpe. Al pasar por la callejuela temblaba como aterrorizado.

George Willard fue avanzando en la oscuridad por la callejuela, caminando con cuidado y precaución. Las puertas traseras de las tiendas de Winesburgo estaban abiertas y pudo ver a muchas personas sentadas a la luz de las lámparas. En el tienda Myerbaum's Notion vio a la señora de Willy, el dueño de la taberna, de pie junto al mostrador, con una cesta en el brazo; la atendía un empleado que se llamaba Sid Green. Éste le hablaba con gran interés, inclinaba el cuerpo sobre el mostrador sin dejar de hablar.
 
George Willard se agazapó y atravesó de un salto el reguero de luz que se proyectaba a través del hueco de la puerta. Echó a correr hacia adelante en medio de las tinieblas. El viejo Jerry Bird, que era el borracho del pueblo, estaba dormido en el suelo detrás de la taberna de Ed Griffith. El fugitivo tropezó con las piernas del borracho que estaba despatarrado. Éste se echó a reír con risa entrecortada.

George Willard se había lanzado a una aventura. No había hecho en todo el día otra cosa que reunir ánimos para lanzarse a esa aventura, y ahora estaba ya metido en ella. Desde las seis había estado sentado en las oficinas del Winesburg Eagle haciendo esfuerzos por concentrar el pensamiento.

No llegó a tomar ninguna resolución. No hizo más que ponerse en pie de un salto, pasar precipitadamente junto a Will Henderson, que se encontraba leyendo pruebas en la imprenta, y echar a correr por la callejuela.

George Willard anduvo calles y calles, evitando encontrarse con la gente que pasaba. Cruzó una y otra vez la carretera. Cuando pasaba por debajo de un farol se echaba el sombrero hacia adelante para taparse la cara. No se atrevía a pensar. Lo dominaba el miedo, pero el miedo que ahora sentía era distinto del de antes. Temía que aquella aventura en que se había metido se estropease, que le faltase el valor y que se volviese atrás.

George Willard encontró a Louise Trunnion en la cocina de la casa de su padre. Estaba lavando los platos a la luz de una lámpara de petróleo. Allí estaba, detrás de la puerta de la pequeña cocina situada en la parte trasera de la casa. George Willard se detuvo junto a una empalizada e hizo un esfuerzo para dominar el temblor de su cuerpo. Ya sólo lo separaba de su aventura un estrecho sembrado de papas. Transcurrieron cinco minutos antes de que recobrase aplomo suficiente para llamarla.

-¡Louise! ¡Eh, Louise! -exclamó. El grito se le pegó a la garganta. Su voz fue sólo un susurro áspero.

Louise Trunnion se acercó, atravesando el sembrado de papas, con el trapo de secar los platos en la mano.

-¿Cómo sabes que voy a salir contigo? -dijo ella refunfuñando-. Muy seguro parece que estás.

George Willard no contestó. Permaneció mudo en la oscuridad, con la empalizada de por medio.

-Sigue adelante; papá está en casa. Yo iré detrás de ti. Espérame junto al pajar de William.

El joven reportero de periódico había recibido una carta de Louise Trunnion. Había llegado aquella misma mañana a las oficinas del Winesburg Eagle. La carta era concisa. «Soy tuya, si tú lo quieres», decía. Le molestó que allí, en la oscuridad, junto a la empalizada, hubiese afirmado que no había nada entre ellos. «¡Qué caprichosa! En verdad es muy caprichosa», murmuraba al mismo tiempo que seguía calle adelante, atravesando una hilera de solares sin edificar, sembrados de trigo. El trigo le llegaba hasta los hombros, y estaba sembrado hasta el mismo borde de la acera.

Cuando Louise Trunnion salió por la puerta frontera de su casa llevaba el mismo vestido de percal que tenía cuando estaba lavando los platos. No llevaba sombrero; el muchacho la vio detenerse con la mano en el picaporte de la puerta hablando con alguien que estaba dentro de casa, con el viejo Jake Trunnion, su padre, sin duda alguna. El tío Jake era medio sordo, y la chica le hablaba a gritos.

Se cerró la puerta, y el silencio y la oscuridad reinó en la pequeña callejuela. George Willard se echó a temblar con más fuerza que nunca.

George y Louise permanecieron en la sombra del pajar de William sin atreverse a decir palabra. Ella no era demasiado hermosa que digamos, y tenía a un lado de la nariz una mancha negra. George pensó que ella se había frotado la nariz con el dedo después de andar con las cacerolas. El joven rompió a reír nerviosamente.

-Hace calor -dijo.

Intentó tocarle con la mano.

«Soy poco decidido -pensó-. Sólo el tocar los pliegues de su vestido de percal debe ser un placer exquisito.» Eso se decía George, pero ella empezó con evasivas.

-Tú crees, ser mejor que yo. No digas lo contrario, lo adivino -dijo acercándose más a él.

George Willard rompió a hablar sin trabas. Se acordó de las miradas que la joven le dirigía a hurtadillas cuando se encontraban en la calle y pensó en la nota que le había escrito. Esto alejó de él toda duda. También lo animaron las cosas que se susurraban en la población acerca de ella Y se convirtió en el macho, audaz y agresivo. En el fondo no sentía por ella simpatía alguna.

-Bueno, vamos, no pasará nada. Nadie lo sabrá. ¿Quién lo va a contar? -insistió.

Fueron caminando por una estrecha acera enladrillada, por entre cuyas grietas crecían grandes yerbajos. Faltaban algunos ladrillos y la acera tenía muchos altibajos. La cogió de la mano, que también era áspera, y le pareció deliciosamente menuda.

-No puedo ir lejos -dijo la joven con voz tranquila y serena.

Cruzaron un puente sobre un minúsculo arroyuelo y atravesaron otro solar sin edificar, sembrado de trigo. Allí acababa la calle. Siguiendo por el sendero paralelo a la carretera, tuvieron que ir uno detrás de otro. Junto a la carretera estaba el fresal de Will Overton, en el que había un montón de tablas.

-Will va a construir un cobertizo donde guardar las canastas para las fresas -dijo George al tiempo que se sentaban sobre las tablas.

***

Eran más de las diez cuando George Willard volvió a la calle principal; había empezado a llover. Anduvo tres veces la calle de un extremo a otro; la farmacia de Sylvester West estaba abierta todavía. Entró y compró un puro. Se alegró al ver que el mozo, Shorty Crandall, salió a la puerta con él. Los dos permanecieron conversando cinco minutos, al abrigo del toldo del edificio. George Willard estaba satisfecho. Sentía un deseo incontenible de hablar con un hombre. Dobló una esquina y marchó hacia la New Willard House silbando muy bajito.

Se paró frente al vallado con cartelones de circo que había al lado del colmado de Winny y, dejando de silbar, permaneció inmóvil en la oscuridad, con el oído atento, como si escuchase una voz que lo llamaba por su nombre. Luego volvió a reírse nerviosamente.

-No tendrá forma de presionarme. Nadie lo sabe -murmuró con un arranque enérgico; y siguió su camino.

FIN

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Las hermanas.

Las hermanas[Cuento. Texto completo.]James Joyce
No había esperanza esta vez: era la tercera embolia. Noche tras noche pasaba yo por la casa (eran las vacaciones) y estudiaba el alumbrado cuadro de la ventana: y noche tras noche lo veía iluminado del mismo modo débil y parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo, vería el reflejo de las velas en las oscuras persianas, ya que sabía que se deben colocar dos cirios a la cabecera del muerto. A menudo él me decía: "No me queda mucho en este mundo", y yo pensaba que hablaba por hablar. Ahora supe que decía la verdad. Cada noche al levantar la vista y contemplar la ventana me repetía a mí mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempre me sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomo en Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.El viejo Cotter estaba sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a cenar. Mientras mi tía me servía mi potaje, dijo él, como volviendo a una frase dicha antes:
-No, yo no diría que era exactamente... pero había en él algo raro... misterioso. Le voy a dar mi opinión.
Empezó a tirar de su pipa, sin duda ordenando sus opiniones en la cabeza. ¡Viejo estúpido y molesto! Cuando lo conocimos era más interesante, que hablaba de desmayos y gusanos; pero pronto me cansé de sus interminables cuentos sobre la destilería.
-Yo tengo mi teoría -dijo-. Creo que era uno de esos... casos... raros... Pero es difícil decir...
Sin exponer su teoría comenzó a chupar su pipa de nuevo. Mi tío vio cómo yo le clavaba la vista y me dijo:
-Bueno, creo que te apenará saber que se te fue el amigo.
-¿Quién? -dije.
-El padre Flynn.
-¿Se murió?
-El señor Cotter nos lo acaba de decir aquí. Pasaba por allí.
Sabía que me observaban, así que continué comiendo como si nada. Mi tío le daba explicaciones al viejo Cotter.
-Acá el jovencito y él eran grandes amigos. El viejo le enseñó cantidad de cosas, para que vea; y dicen que tenía puestas muchas esperanzas en este.
-Que Dios se apiade de su alma -dijo mi tía, piadosa.
El viejo Cotter me miró durante un rato. Sentí que sus ojos de azabache me examinaban, pero no le di el gusto de levantar la vista del plato. Volvió a su pipa y, finalmente, escupió, maleducado, dentro de la parrilla.
-No me gustaría nada que un hijo mío -dijo- tuviera mucho que ver con un hombre así.
-¿Qué quiere usted decir con eso, señor Cotter? -preguntó mi tía.
-Lo que quiero decir -dijo el viejo Cotter- es que todo eso es muy malo para los muchachos. Esto es lo que pienso: dejen que los muchachos anden para arriba y para abajo con otros muchachos de su edad y no que resulten... ¿No es cierto, Jack?
-Ese es mi lema también -dijo mi tío-. Hay que aprender a manejárselas solo. Siempre lo estoy diciendo acá a este Rosacruz: haz ejercicio. ¡Como que cuando yo era un mozalbete, cada mañana de mi vida, fuera invierno o verano, me daba un baño de agua helada! Y eso es lo que me conserva como me conservo. Esto de la instrucción está muy bien y todo... A lo mejor acá el señor Cotter quiere una lasca de esa pierna de cordero -agregó a mi tía.
-No, no, para mí, nada -dijo el viejo Cotter.
Mi tía sacó el plato de la despensa y lo puso en la mesa.
-Pero, ¿por qué cree usted, señor Cotter, que eso no es bueno para los niños? -preguntó ella.
-Es malo para estas criaturas -dijo el viejo Cotter- porque sus mentes son muy impresionables. Cuando ven estas cosas, sabe usted, les hace un efecto...
Me llené la boca con potaje por miedo a dejar escapar mi furia. ¡Viejo cansón, nariz de pimentón!
Era ya tarde cuando me quedé dormido. Aunque estaba furioso con Cotter por haberme tildado de criatura, me rompí la cabeza tratando de adivinar qué quería él decir con sus frases inconclusas. Me imaginé que veía la pesada cara grisácea del paralítico en la oscuridad del cuarto. Me tapé la cabeza con la sábana y traté de pensar en las Navidades. Pero la cara grisácea me perseguía a todas partes. Murmuraba algo; y comprendí que quería confesarme cosas. Sentí que mi alma reculaba hacia regiones gratas y perversas; y de nuevo lo encontré allí, esperándome. Empezó a confesarse en murmullos y me pregunté por qué sonreía siempre y por qué sus labios estaban húmedos de saliva. Fue entonces que recordé que había muerto de parálisis y sentí que también yo sonreía suavemente, como si lo absolviera de un pecado simoniaco.
A la mañana siguiente, después del desayuno, me llegué hasta la casita de la Calle Gran Bretaña. Era una tienda sin pretensiones afiliada bajo el vago nombre de Tapicería. La tapicería consistía mayormente en botines para niños y paraguas; y en días corrientes había un cartel en la vidriera que decía: Se Forran Paraguas. Ningún letrero era visible ahora porque habían bajado el cierre. Había un crespón atado al llamador con una cinta. Dos señoras pobres y un mensajero del telégrafo leían la tarjeta cosida al crespón. Yo también me acerqué para leerla.
1 de Julio de 1895
El Reverendo James Flynn (quien que perteneció a la parroquia de la
Iglesia de Santa Catalina, en la calle Meath) de sesenta y cinco años de edad,
ha fallecido.
R. I. P.
Leer el letrero me convenció de que se había muerto y me perturbó darme cuenta de que tuve que contenerme. De no estar muerto, habría entrado directamente al cuartito oscuro en la trastienda, para encontrarlo sentado en su sillón junto al fuego, casi asfixiado dentro de su chaquetón. A lo mejor mi tía me habría entregado un paquete de High Toast para dárselo y este regalo lo sacaría de su sopor. Era yo quien tenía que vaciar el rapé en su tabaquera negra, ya que sus manos temblaban demasiado para permitirle hacerlo sin que derramara por lo menos la mitad. Incluso cuando se llevaba las largas manos temblorosas a la nariz, nubes de polvo de rapé se escurrían entre sus dedos para caerle en la pechera del abrigo. Debían ser estas constantes lluvias de rapé lo que daba a sus viejas vestiduras religiosas su color verde desvaído, ya que el pañuelo rojo, renegrido como estaba siempre por las manchas de rapé de la semana, con que trataba de barrer la picadura que caía, resultaba bien ineficaz.
Quise entrar a verlo, pero no tuve valor para tocar. Me fui caminando lentamente a lo largo de la calle soleada, leyendo las carteleras en las vitrinas de las tiendas mientras me alejaba. Me pareció extraño que ni el día ni yo estuviéramos de luto y hasta me molestó descubrir dentro de mí una sensación de libertad, como si me hubiera librado de algo con su muerte. Me asombró que fuera así porque, como bien dijera mi tío la noche antes, él me enseñó muchas cosas. Había estudiado en el colegio irlandés de Roma y me enseñó a pronunciar el latín correctamente. Me contaba cuentos de las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte y hasta me explicó el sentido de las diferentes ceremonias de la misa y de las diversas vestiduras que debe llevar el sacerdote. A veces se divertía haciéndome preguntas difíciles, preguntándome lo que había que hacer en ciertas circunstancias o si tales o cuales pecados eran mortales o veniales o tan sólo imperfecciones. Sus preguntas me mostraron lo complejas y misteriosas que son ciertas instituciones de la Iglesia que yo siempre había visto como la cosa más simple. Los deberes del sacerdote con la eucaristía y con el secreto de confesión me parecieron tan graves que me preguntaba cómo podía alguien encontrarse con valor para oficiar; y no me sorprendió cuando me dijo que los Padres de la Iglesia habían escrito libros tan gruesos como la Guía de Teléfonos y con letra tan menuda como la de los edictos publicados en los periódicos, elucidando éstas y otras cuestiones intrincadas. A menudo cuando pensaba en todo ello no podía explicármelo, o le daba una explicación tonta o vacilante, ante la cual solía él sonreír y asentir con la cabeza dos o tres veces seguidas. A veces me hacía repetir los responsorios de la misa, que me obligó a aprenderme de memoria; y mientras yo parloteaba, él sonreía meditativo y asentía. De vez en cuando se echaba alternativamente polvo de rapé por cada hoyo de la nariz. Cuando sonreía solía dejar al descubierto sus grandes dientes descoloridos y dejaba caer la lengua sobre el labio inferior -costumbre que me tuvo molesto siempre, al principio de nuestra relación, antes de conocerlo bien.
Al caminar solo al sol recordé las palabras del viejo Cotter y traté de recordar qué ocurría después en mi sueño. Recordé que había visto cortinas de terciopelo y una lámpara colgante de las antiguas. Tenía la impresión de haber estado muy lejos, en tierra de costumbres extrañas. "En Persia", pensé... Pero no pude recordar el final de mi sueño.
Por la tarde, mi tía me llevó con ella al velorio. Ya el sol se había puesto; pero en las casas de cara al poniente los cristales de las ventanas reflejaban el oro viejo de un gran banco de nubes. Nannie nos esperó en el recibidor; y como no habría sido de buen tono saludarla a gritos, todo lo que hizo mi tía fue darle la mano. La vieja señaló hacia lo alto interrogante y, al asentir mi tía, procedió a subir trabajosamente las estrechas escaleras delante de nosotros, su cabeza baja sobresaliendo apenas por encima del pasamanos. Se detuvo en el primer rellano y con un ademán nos alentó a que entráramos por la puerta que se abría hacia el velorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo vacilaba, comenzó a conminarme repetidas veces con su mano.
Entré en puntillas. A través de los encajes bajos de las cortinas entraba una luz crepuscular dorada que bañaba el cuarto y en la que las velas parecían una débil llamita. Lo habían metido en la caja. Nannie se adelantó y los tres nos arrodillamos al pie de la cama. Hice como si rezara, pero no podía concentrarme porque los murmullos de la vieja me distraían. Noté que su falda estaba recogida detrás torpemente y cómo los talones de sus botas de trapo estaban todos virados para el lado. Se me ocurrió que el viejo cura debía estarse riendo tendido en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos hasta la cabecera, vi que ni sonreía. Ahí estaba solemne y excesivo en sus vestiduras de oficiar, con sus largas manos sosteniendo fláccidas el cáliz. Su cara se veía muy truculenta, gris y grande, rodeada de ralas canas y con negras y cavernosas fosas nasales. Había una peste potente en el cuarto: las flores.
Nos persignamos y salimos. En el cuartito de abajo encontramos a Eliza sentada tiesa en el sillón que era de él. Me encaminé hacia mi silla de siempre en el rincón, mientras Nannie fue al aparador y sacó una garrafa de jerez y copas. Lo puso todo en la mesa y nos invitó a beber. A ruego de su hermana, echó el jerez de la garrafa en las copas y luego nos pasó éstas. Insistió en que cogiera galletas de soda, pero rehusé porque pensé que iba a hacer ruido al comerlas. Pareció decepcionarse un poco ante mi negativa y se fue hasta el sofá, donde se sentó, detrás de su hermana. Nadie hablaba: todos mirábamos a la chimenea vacía.
Mi tía esperó a que Eliza suspirara para decir:
-Ah, pues ha pasado a mejor vida.
Eliza suspiró otra vez y bajó la cabeza asintiendo. Mi tía le pasó los dedos al tallo de su copa antes de tomar un sorbito.
-Y él... ¿tranquilo? -preguntó.
-Oh, sí, señora, muy apaciblemente -dijo Eliza-. No se supo cuándo exhaló el último suspiro. Tuvo una muerte preciosa, alabado sea el Santísimo.
-¿Y en cuanto a lo demás...?
-El padre O'Rourke estuvo a visitarlo el martes y le dio la extremaunción y lo preparó y todo lo demás.
-¿Sabía entonces?
-Estaba muy conforme.
-Se le ve muy conforme -dijo mi tía.
-Exactamente eso dijo la mujer que vino a lavarlo. Dijo que parecía que estuviera durmiendo, de lo conforme y tranquilo que se veía. Quién se iba a imaginar que de muerto se vería tan agraciado.
-Pues es verdad -dijo mi tía. Bebió un poco más de su copa y dijo:
-Bueno, señorita Flynn, debe de ser para usted un gran consuelo saber que hicieron por él todo lo que pudieron. Debo decir que ustedes dos fueron muy buenas con el difunto.
Eliza se alisó el vestido en las rodillas.
-¡Pobre James! -dijo-. Sólo Dios sabe que hicimos todo lo posible con lo pobres que somos... pero no podíamos ver que tuviera necesidad de nada mientras pasaba lo suyo.
Nannie había apoyado la cabeza contra el cojín y parecía a punto de dormirse.
-Así está la pobre Nannie -dijo Eliza, mirándola-, que no se puede tener en pie. Con todo el trabajo que tuvimos las dos, trayendo a la mujer que lo lavó y tendiéndolo y luego el ataúd y luego arreglar lo de la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O'Rourke no sé cómo nos hubiéramos arreglado. Fue él quien trajo todas esas flores y los dos cirios de la capilla y escribió la nota para insertarla en el Freeman's General y se encargó de los papeles del cementerio y lo del seguro del pobre James y todo.
-¿No es verdad que se portó bien? -dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y negó con la cabeza.
-Ah, no hay amigos como los viejos amigos -dijo.
-Pues es verdad -dijo mi tía-. Y segura estoy que ahora que recibió su recompensa eterna no las olvidará a ustedes y lo buenas que fueron con él.
-¡Ay, pobre James! -dijo Eliza-. Si no nos daba ningún trabajo el pobrecito. No se le oía por la casa más de lo que se le oye en este instante. Ahora que yo sé que se nos fue y todo, es que...
-Le vendrán a echar de menos cuando pase todo -dijo mi tía.
-Ya lo sé -dijo Eliza-. No le traeré más su taza de caldo de res al cuarto, ni usted, señora, me le mandará más rapé. ¡Ay, James, el pobre!
Se calló como si estuviera en comunión con el pasado y luego dijo vivazmente:
-Para que vea, ya me parecía que algo extraño se le venía encima en los últimos tiempos. Cada vez que le traía su sopa me lo encontraba ahí, con su breviario por el suelo y tumbado en su silla con la boca abierta.
Se llevó un dedo a la nariz y frunció la frente; después, siguió:
-Pero con todo, todavía seguía diciendo que antes de terminar el verano, un día que hiciera buen tiempo, se daría una vuelta para ver otra vez la vieja casa en Irishtown donde nacimos todos, y nos llevaría a Nannie y a mí también. Si solamente pudiéramos hacernos de uno de esos carruajes a la moda que no hacen ruido, con neumáticos en las ruedas, de los que habló el padre O'Rourke, barato y por un día... decía él, de los del establecimiento de Johnny Rush, iríamos los tres juntos un domingo por la tarde. Se le metió esto entre ceja y ceja... ¡Pobre James!
-¡Que el Señor lo acoja en su seno! -dijo mi tía.
Eliza sacó su pañuelo y se limpió los ojos. Luego, lo volvió a meter en su bolso y contempló por un rato la parrilla vacía, sin hablar.
-Fue siempre demasiado escrupuloso -dijo-. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y su vida, también, fue tan complicada.
-Sí -dijo mi tía-. Era un hombre desilusionado. Eso se veía.
El silencio se posesionó del cuartito y, bajo su manto, me acerqué a la mesa para probar mi jerez, luego volví, calladito, a mi silla del rincón. Eliza pareció caer en un profundo embeleso. Esperamos respetuosos a que ella rompiera el silencio; después de una larga pausa dijo lentamente:
-Fue ese cáliz que rompió... Ahí empezó la cosa. Naturalmente que dijeron que no era nada, que estaba vacío, quiero decir. Pero aun así... Dicen que fue culpa del monaguillo. ¡Pero el pobre James, que Dios lo tenga en la Gloria, se puso tan nervioso!
-¿Y qué fue eso? -dijo mi tía-. Yo oí algo de...
Eliza asintió.
-Eso lo afectó mentalmente -dijo-. Después de aquello empezó a descontrolarse, hablando solo y vagando por ahí como un alma en pena. Así fue que una noche lo vinieron a buscar para una visita y no lo encontraban por ninguna parte. Lo buscaron arriba y abajo y no pudieron dar con él en ningún lado. Fue entonces que el sacristán sugirió que probaran en la capilla. Así que buscaron las llaves y abrieron la capilla, y el sacristán y el padre O'Rourke y otro padre que estaba ahí trajeron una vela y entraron a buscarlo... ¿Y qué le parece, que estaba allí, sentado solo en la oscuridad del confesionario, bien despierto y así como riéndose bajito él solo?
Se detuvo de repente como si oyera algo. Yo también me puse a oír; pero no se oyó un solo ruido en la casa: y yo sabía que el viejo cura estaba tendido en su caja tal como lo vimos, un muerto solemne y truculento, con un cáliz inútil sobre el pecho.
Eliza resumió:
-Bien despierto y riéndose solo... Fue así, claro, que cuando vieron aquello, eso les hizo pensar que, pues, que no andaba del todo bien...
FIN

martes, 9 de diciembre de 2014

Cambiadores.

Cambiadores[Cuento. Texto completo.]Baldomero Lillo
-Dígame usted, ¿qué cosa es un cambiador?
-Un cambiador, un guardagujas como más propiamente se le llama, es un personaje importantísimo en toda línea ferroviaria.
-¡Vaya, y yo que todavía no he visto a ninguno y eso que viajo casi todas las semanas!
-Pues, yo he visto a muchos, y ya que usted se interesa por conocerlos, voy a hacerle una pintura del cambiador, lo más fielmente que me sea posible.
Mi simpática amiga y compañera de viaje dejó a un lado el libro que narraba un descarrilamiento fantástico, debido a la impericia de un cambiador, y se dispuso a escucharme atentamente.
-Ha de saber usted -comencé, esforzando la voz para dominar el ruido del tren lanzado a todo vapor- que un guardagujas pertenece a un personal escogido y seleccionado escrupulosamente.
Y es muy natural y lógico que así sea, pues la responsabilidad que afecta al telegrafista o jefe de estación, al conductor o maquinista del tren, es enorme, no es menor la que afecta a un guardagujas, con la diferencia de que si los primeros cometen un error puede éste, muchas veces, ser reparado a tiempo; mientras que una omisión, un descuido del cambiador es siempre fatal, irremediable. Un telegrafista puede enmendar el yerro de un telegrama, un jefe de estación dar contraorden a un mandato equivocado, y un maquinista que no ve una señal puede detener, si aún es tiempo, la marcha del tren y evitar un desastre, pero el cambiador, una vez ejecutada la falsa maniobra, no puede volver atrás. Cuando las ruedas del bogue de la locomotora muerden la aguja del desvío, el cambiador, asido a la barra del cambio, es como un artillero que oprime aún el disparador y observa la trayectoria del proyectil.
Por eso, el guardagujas no es un cualquiera, y aunque su trabajo, de una sencillez extrema, no requiere gran instrucción, posee la suficiente para comprender que en sus manos está la vida de los viajeros y que con sólo poner la barra del cambio a la derecha, en vez de hacerlo a la izquierda, puede sembrar la muerte y la destrucción con la celeridad del rayo.
El sueldo que se le paga está en relación con la responsabilidad que gravita sobre él. Vive, pues, modestamente, en una limpia casita cerca de la línea, y sus hijos andan aseados y van a la escuela. Cuando no está de turno cultiva su huertecillo y maneja el serrucho o la garlopa: la taberna le es desconocida. Por eso su cabeza está siempre despejada y ni el alcohol ni la miseria entorpecen sus facultades. Su mirada es segura, jamás vacila al mover las agujas y ni se paralogiza ni se equivoca nunca.
-Con mucho entusiasmo habla usted de los cambiadores. ¿Se les ve desde el tren?
-¡Sí, que se les ve! En cuanto nos aproximemos a una estación, voy a mostrarle alguno, si no vamos con mucha velocidad.
-A propósito de velocidad, ¿quiere decirme usted a qué obedece la rapidez con que pasamos por las estaciones?
-A la confianza que a todos inspira el guardagujas. No hay ejemplo de que un cambiador sea culpable de un accidente, como el que relata el escritorzuelo trasnochado, autor de ese libro.
-Trataré de no desperdiciar la oportunidad de conocer a tan simpático personaje. Pero, y perdone usted mi ignorancia, ¿siempre ha habido cambiadores o guardagujas, como usted los llama? Porque es extraño que nunca me haya fijado en ellos.
-Voy a decirle a usted. Cambiadores ha habido siempre, pero, y por inverosímil que esto parezca, no se le daba antes al oficio la importancia que merecía. Parece mentira, pero así lo aseguran algunos ancianos, de que los cambiadores se reclutaban en un tiempo entre los últimos empleados de la línea férrea. Eran casi siempre inválidos o lisiados que, siendo palanqueros, aceitadores o carrilanos, habían perdido un brazo o una pierna, gente buena si se quiere, pero que por su índole, condición, y la miserable paga que recibían, eran gran parte inhábiles para la delicada tarea que exige, antes de todo, conciencia del deber, serenidad y nervios tranquilos,
Su salario, admírese usted, era de un peso al día. Con eso tenía que comer y vestirse él, su mujer y los hijos. Claro es que con este sistema los accidentes y descarrilamientos eran frecuentísimos. Y yo mismo sé de una catástrofe que me refirió un ex cambiador años atrás. Para que usted se dé cuenta de cómo pasó, voy a relatarle todos los detalles del suceso.
Fue a fines de mes, en esos días tan tristes para los que ganan poco salario, y entre esto se contaba el cambiador y su familia. En el cuarto, una pocilga estrecha y sucia, la mujer, malhumorada siempre por la miseria y el excesivo trabajo, regañaba de día y de noche, mientras los chicos haraposos y hambrientos lloraban pidiendo más. El marido y padre, con una rabia sorda que le mordía el alma, contemplaba ese cuadro y luego se marchaba al trabajo mudo y colérico. No era borracho, pero la tristeza de su hogar, por el que sentía odio adversión, lo impulsaba a veces a la taberna y bebía para olvidar, para aturdirse algunas horas siquiera. En la noche de ese día bebió algunas copas de aguardiente y durmió mal. Tenía la cabeza pesada y la vista torpe, mientras caminaba entre los desvíos ejecutando su trabajo con dejadez. Cuando la campanilla de la estación anunció al expreso, fue a la vía y examinó las agujas. Estaban donde debían estar y dejaban al rápido la vía franca y expedita.
Faltaban ocho minutos para que cruzara el tren y tenía tiempo de descansar. Hacía mucho calor y los párpados pugnaban por caer sobre sus ojos soñolientos. Después de un momento le pareció sentir un pitazo débil y medio se incorporó en el banco. De repente, una trepidación sorda conmovió la casucha. Se levantó asustado, frotándose los ojos. Delante de él, avanzando a toda velocidad, percibió al expreso. Miró hacia el desvío y los cabellos se le erizaron. Dio un salto gigantesco y abalanzándose a la barra la volvió de un golpe. Instantáneamente resonó un grito encima de su cabeza y vio cómo las ruedas embieladas de la locomotora giraban brusca y vertiginosamente en sentido contrario a la marcha del convoy, haciendo bailar sobre los rieles la enorme mole de la máquina que, a pesar de todo, resbaló por el desvío en dirección del otro tren, como un alud que se descuelga de la montaña.
No esperó el choque y, y soltando la barra del cambio, se lanzó como un loco con las manos en los oídos para no oír el estruendo de la colisión a través de los terraplenes, huyendo desesperado. Pero, a pesar de esa precaución, el tremendo crujido del choque lo alcanzó cuando saltaba una zanja y con él los gritos y lamentos de los moribundos.
El infeliz, al despertarse medio soñoliento, creyó ver que la barra del cambio estaba a la derecha, y eso fue todo.
-Vaya qué miedo me ha dado usted con su relato. ¿Dónde sucedió eso?
-En la estación de Tinguiririca, pero...
Algo insólito me cortó la palabra y salí del asiento disparado como por una catapulta. Caí en medio de un montón de maletas y sacos de viaje y, mientras pugnaba por levantarme, oí una horrorosa gritería seguida de lamentos desgarradores.
Cuando después de atravesar a gatas por entre las tablas del despedazado vagón, me encontré en el andén delante de un funcionario que parecía el jefe de estación, lo único que se me ocurrió decir fue:
-¿Cuánto gana el cambiador?
Me miró con los ojos azorados y me contestó:
-Ahora gana la delantera a los que lo persiguen, pero no se aflija usted porque pronto le darán alcance, pues además de ser sordo, es tuerto de un ojo, zunco de un brazo, cojo de una pierna y está borracho como una cuba.
-¡Desgraciado! -exclamé-, entonces es el mismo. -Y mostrando el puño empecé a vocear-: ¡Es el de Tinguiririca, el de Tinguiririca!
El jefe, cada vez más azorado me tomó de un brazo y profirió:
-En Tinguiririca estamos, pero, permítame señor decirle que debe usted haber recibido un golpe que le ha removido los sesos. Déjeme que lo lleve al carro ambulancia...
..........................................
Abrí los ojos y lo primero que vi fueron los gruesos caracteres que en la décima página de El Mercurio decían:
“Choque de trenes en Tinguiririca”.

lunes, 8 de diciembre de 2014

El barranco.

El barranco[Cuento. Texto completo.]José María Arguedas
En el barranco de K'ello-k'ello se encontraron, la tropa de caballos de don Garayar y los becerros de la señora Grimalda. Nicacha y Pablucha gritaron desde la entrada del barranco:-¡Sujetaychis! ¡Sujetaychis! (¡Sujetad!)
Pero la piara atropelló. En el camino que cruza el barranco, se revolvieron los becerros, llorando.
-¡Sujetaychis!
Los mak'tillos Nicacha y Pablucha subieron, camino arriba, arañando la tierra.
Las mulas se animaron en el camino, sacudiendo sus cabezas; resoplando las narices, entraron a carrera en la quebrada, las madrineras atropellaron por delante. Atorándose con el polvo, los becerritos se arrimaron al cerro, algunos pudieron volverse y corrieron entre la piara. La mula nazqueña de don Garayar levantó sus dos patas y clavó sus cascos en la frente del "Pringo". El "Pringo" cayó al barranco, rebotó varias veces entre los peñascos y llegó hasta el fondo del abismo. Boqueando sangre murió a la orilla del riachuelo.
La piara siguió, quebrada adentro, levantando polvo.
-¡Antes, uno nomás ha muerto! ¡Hubiera gritado, pues, más fuerte! -Hablando, el mulero de don Garayar se agachó en el canto del camino para mirar el barranco.
-¡Ay señorcito! ¡La señora nos latigueará; seguro nos colgará en el trojal!
-¡Pringuchallaya! ¡Pringucha!
Mirando el barranco, los mak'tillos llamaron a gritos al becerrito muerto.
La Ene, madre del "Pringo", era la vaca más lechera de la señora Grimalda. Un balde lleno le ordeñaban todos los días. La llamaba Ene, porque sobre el lomo negro tenía dibujada una letra N, en piel blanca. La Ene era alta y robusta, ya había dado a la patrona varios novillos grandes y varias lecheras. La patrona la miraba todos los días, contenta:
-¡Es mi vaca! ¡Mi mamacha! (¡Mi madrecital).
Le hacían cariño, palmeándole en el cuello.
Esta vez, su cría era el "Pringo". La vaquera lo bautizó con ese nombre desde el primer día. "El Pringo", porque era blanco entero. El Mayordomo quería llamarlo "Misti", porque era el más fino y el más grande de todas las crías de su edad.
-Parece extranjero -decía.
Pero todos los concertados de la señora, los becerreros y la gente del pueblo lo llamaron "Pringo". Es un nombre más cariñoso, más de indios, por eso quedó.
Los becerreros entraron llorando a la casa de la señora. Doña Grimalda salió al corredor para saber. Entonces los becerreros subieron las gradas, atropellándose; se arrodillaron en el suelo del corredor; y sin decir nada todavía, besaron el traje de la patrona; se taparon la cara con la falda de su dueña, y gimieron, atorándose con su saliva y con sus lágrimas.
-¡Mamitay!
-¡No pues! ¡Mamitay!
Doña Grimalda gritó, empujando con los pies a los muchachos.
-¡Caray! ¿Qué pasa?
-"Pringo" pues, mamitay. En K'ello-k'ello, empujando mulas de don Garayar
-¡"Pringo" pues! ¡Muriendo ya, mamitay!
Ganándose, ganándose, los becerreros abrazaron los pies de doña Grimalda, uno más que otro; querían besar los pies de la patrona.
-¡Ay Dios mío! ¡Mi becerritol ¡Santusa, Federico, Antonio...!
Bajó las gradas y llamó a sus concertados desde el patio.
-¡Corran a K'ello-k'ello! ¡Se ha desbarrancado el "Pringo"! ¿Qué hacen esos, amontonados allí? ¡Vayan, por delante!
 Los becerreros saltaron las gradas y pasaron al zaguán, arrastrando sus ponchos. Toda la gente de la señora salió tras de ellos.
Trajeron cargado al "Pringo". Lo tendieron sobre un poncho, en el corredor. Doña Grimalda, lloró, largo rato, de cuclillas junto al becerrito muerto. Pero la vaquera y los mak'tillos, lloraron todo el día, hasta que entró el sol.
-¡Mi papacito! ¡Pringuchallaya!
-¡Ay niñito, súmak'wawacha! (¡Criatura hermosa!).
-¡Súmak' wawacha!
Mientras el Mayordomo le abría el cuerpo con su cuchillo grande; mientras le sacaba el cuerito; mientras hundía sus puños en la carne, para separar el cuero, la vaquera y los mak'tillos, seguían llamando:
-¡Niñucha! ¡Por qué pues!
-¡Por qué pues, súmak'wawacha!
Al día siguiente, temprano, la Ene bajaría el cerro bramando en el camino. Guiando a las lecheras vendría como siempre. Llamaría primero desde el zaguán. A esa hora, ya goteaba leche de sus pezones hinchados.
Pero el Mayordomo le dio un consejo a la señora.
-Así he hecho yo también, mamita, en mi chacra de las punas -le dijo.
Y la señora aceptó.
Rayando la aurora, don Fermín clavó dos estacas en el patio de ordeñar, y sobre las estacas un palo de lambras. Después trajo al patio el cuero del "Pringo", lo tendió sobre el palo, estirándolo y ajustando las puntas con clavos, sobre la tierra.
A la salida del sol, las vacas lecheras estaban ya en el callejón llamando a sus crías. La Ene se paraba frente al zaguán; y desde allí bramaba sin descanso, hasta que le abrían la puerta. Gritando todavía pasaba el patio y entraba al corral de ordeñar.
Esa mañana, la Ene llegó apurada; rozando su hocico en el zaguán, llamó a su "Pringo". El mismo don Fermín le abrió la puerta. La vaca pasó corriendo el patio. La señora se había levantado ya, y estaba sentada en las gradas del corredor.
La Ene entró al corral. Estirando el cuello, bramando despacito, se acercó donde su "Pringo"; empezó a lamerle, como todas las mañanas. Grande le lamía, su lengua áspera señalaba el cuero del becerrito. La vaquera le maniató bien; ordeñándole un poquito humedeció los pezones, para empezar. La leche hacía ruido sobre el balde.
-¡Mamaya! ¡Y'astá mamaya! -llamando a gritos pas- del corral al patio, el Pablucha.
La señora entró al corral, y vio a su vaca. Estaba lamiendo el cuerito del "Pringo", mirándolo tranquila, con sus ojos dulces.
Así fue, todas las mañanas; hasta que la vaquera y el Mayordomo, se cansaron de clavar y desclavar el cuero del "Pringo". Cuando la leche de la Ene empezó a secarse, tiraban nomás el cuerito sobre un montón de piedras que había en el corral, al pie del muro. La vaca corría hasta el extremo del corral, buscando a su hijo; se paraba junto al cerco, mirando el cuero del becerrito. Todas las mañanas lavaba con su lengua el cuero del "Pringo". Y la vaquera la ordeñaba, hasta la última gota.
Como todas las vacas, la Ene también, acabado el ordeño, empezaba a rumiar, después se echaba en el suelo, junto al cuerito seco del "Pringo", y seguía, con los ojos medio cerrados. Mientras, el sol alto despejaba las nubes, alumbraba fuerte y caldeaba la gran quebrada.
FIN