martes, 31 de marzo de 2015

La arañita agradecida.

La arañita agradecida

Consuelo era una niñita muy buena y estudiosa que todas las mañanas se
levantaba con el canto de los gallos para hacer sus deberes, después
tomaba su desayuno y se dirigía entre saltos y canciones a la escuela que
distaba apenas tres manzanas de su casa.
A la hora del almuerzo regresaba al hogar y dando un beso a sus padres,
se sentaba a la mesa para comer, con toda gravedad, los diversos platos
que le presentaba una vieja sirvienta que hacía muchos años que estaba
en la casa.
Consuelo había descubierto durante su almuerzo, colgando de su telita
transparente, a una pequeña arañita que ocultaba su vivienda colgante de
uno de los adornos que pendían del techo.
– ¡Querida amiguita! -había dicho la niña alborozada, mientras agitaba su
mano en señal de saludo.- ¡Eres mi compañera de comida y no es justo
que te quedes mirándome, mientras yo termino mi plato de dulce! ¡Tú
también debes acompañarme!
La arañita, como si hubiera entendido el discurso de la pequeña, salió de
su tela y se deslizó casi hasta el borde de la mesa, pendiente de un hilo
casi invisible.
– ¿Me vienes a visitar? ¡No eres fea! ¡Diminuta y negra como una gota de
tinta! Seremos amigas, ¿no te parece? Desde hoy dialogaremos todos los
días y mientras yo te cuento cómo me ha ido en el colegio y te digo cuantos
juguetes nuevos me compran mis padres, tú me dirás todo lo que
contemplas desde un sitio tan elevado como ese en que tienes tu frágil
vivienda.
La arañita se balanceaba en su hilillo al escuchar a la niña, como si
comprendiera las palabras que le dirigían y subía y bajaba graciosamente,
en el deseo de agradar a su linda amiguita.
De pronto se escucharon ruidos en el pasillo que conducía al comedor.
– ¡Sube! ¡Sube pronto a tu telita, que si te ven te echarán con el plumero! –
gritó la pequeña, alarmada, haciendo señas a la arañita para que se diera
cuenta del peligro que la amenazaba.
El arácnido, como si hubiera comprendido, inició el rápido ascenso y bien
pronto se perdió entre las molduras del colgante, en donde tenía escondido
su aposento de cristal.
La amistad entre estos personajes tan distintos se arraigó cada día más y
conforme la niña se sentaba para almorzar, la arañita bajaba de su
escondite y se colocaba casi al nivel de los ojos de la alegre criatura, como
si quisiera darle los buenos días.
Así pasaron muchas semanas, hasta que una vez la desgracia llamó a la
puerta de ese hogar, al ponerse enferma de mucho cuidado la hermosa
criatura, que por su estado febril hubo de guardar cama, con el
consiguiente sobresalto de los padres que se desesperaban ante el peligro
de muerte que corría el rayo de sol de la casa. La pequeña, dolorida y presa de una modorra permanente producida por
la alta temperatura, creía ver entre sueñas a su diminuta compañera, que
se balanceaba sobre su cabeza y le sonreía cariñosamente, colgada de su
hilillo invisible.
– ¡Buenas noches, querida mía! -susurraba la niña alargando sus
manecitas.- ¡no puedo moverme, pero te agradezco la visita! ¡Estoy muy
malita y creo que me moriré!
Los padres escuchaban estas palabras y creían, como es natural, que eran
ocasionadas por la fiebre que abrasaba el cuerpo de la enfermita.
Mientras tanto, la arañita del comedor, al no ver más a su amiga, había
abandonado la tela y deslizándose por las paredes, pudo llegar, venciendo
muchas dificultades, hasta el dormitorio en donde reposaba Consuelo.
El animalito quizá no se dio cuenta cabal de todo lo que ocurría, pero se
extrañó mucho de que su compañerita no pudiera levantarse de la cama,
que a ella le parecía, desde las alturas, un campo blanco de tamaño
inconmensurable.
Pero, como la simpatía y el amor existe en todos los seres de la creación,
nuestra amorosa arañita se conmovió mucho de la situación de su
graciosa amiga y decidió acompañarla, formando otra tela sobre la
cabecera de la cama, escondida tras un cuadro que representaba al niño
Jesús.
– Aquí estaré bien -pensó mientras trabajaba afanosamente en el
maravilloso tejido. – ¡Desde este sitio podré observar a mi compañera y
cuidar su sueño!
La enfermedad de la criatura seguía, mientras tanto, su curso y los
médicos, graves y ceñudos, examinaban su cuerpecito calenturiento,
recetando mil cosas de mal sabor y peor aspecto.
La arañita, entristecida desde su frágil vivienda, miraba todo aquello con
profundo dolor y no sabía cómo serle útil a la paciente, que se revolvía
entre los cobertores, inquieta por la fiebre.
La primavera mientras tanto había llegado y las plantas del jardín se
cubrieron de flores de mil coloridos que alegraban la vista y perfumaban el
ambiente.
Todo era paz y alegría en el exterior, pero en la habitación de la criatura la
muerte rondaba sin apiadarse de la fragilidad e inocencia de su víctima.
Muchas veces el olor de los remedios y el vapor de ciertas mezclas que
quemaban en la alcoba, molestaban mucho a nuestra diminuta arañita,
pero su voluntad de mantenerse cerca de la enferma vencía su temor de
caer asfixiada por aquellas emanaciones, y se encerraba dentro de la tela
como mejor podía, para defenderse de tales peligros.
Por fin, gracias a Dios y a la juventud de Consuelo, se inició la difícil
convalecencia, pudiendo sentarse en la cama y mirar por la abierta
ventana su jardín cubierto de colores y lleno de trinos. La felicidad de nuestra araña no tenía límites y, aprovechando la ausencia
de seres indiscretos en la pieza, se deslizó por su invisible hilillo y se
columpió ante los ojos de su amiga que la contemplaba con una sonrisa de
inmensa dicha.
– ¡Hola, compañerita mía! -exclamó la niña.¡
Mucho te eché de menos los
pasados días! ¡Muy pronto volveremos a almorzar juntas!
La arañita escuchaba las palabras extrañas y sólo atinaba a acercarse
más, como dando con ello muestras de su desbordante felicidad.
Con el calor, llegaron al jardín mil plagas de insectos que, sin solicitar
permiso, penetraron en la habitación de la enferma y cubrieron sus
sábanas blancas, cuando no revoloteaban junto a la luz de los
candelabros.
Para la pobre niña, esto era un martirio, ya que los mosquitos no le
dejaban conciliar el sueño de noche y le cubrían el rostro de feas y
peligrosas ronchas.
Inútil era que los padres combatieran esta plaga quemando ciertos
preparados insecticidas y otros productos; lo único que conseguían era
mortificar a la convaleciente.
– ¿Qué haremos? -preguntó una noche la madre, alarmada al contemplar
la cara de la niña llena de puntos rojos.
– ¡No lo sé! -respondió el padre, desesperado al no encontrar el remedio
para terminar con los dañinos insectos.
La arañita, desde su punto de observación, había escuchado todo, y en su
diminuto mente concibió una idea maravillosa para socorrer a su querida
amiga y enseguida la puso en práctica.
Aquella noche, nuestro arácnido se deslizó de su tela y corriendo lo más
velozmente que le permitían sus patitas, sobre las verticales paredes, llegó
al desván de la casa, en donde, como es natural, habitaban miles de
arañas de todas las clases y tamaños.
– ¡Vengo a pedir ayuda! -gritó el animalito, en cuanto estuvo cerca de sus
congéneres.- ¡Necesito de vuestros servicios!
– Estamos a tus órdenes -respondieron las arañas a coro.
La patudita, entusiasmada con tan preciosa alianza, explicó en pocas
palabras de lo que se trataba y muy pronto miles de arañas, dirigidas por
ella, abandonaron sus telas y en formaciones dignas de un ejército
disciplinado, se dirigieron a la habitación donde reposaba Consuelo,
molestada a cada instante por los mosquitos sanguinarios y otros insectos
molestos.
– Debemos protegerla -dijo tan pronto llegaron. -¡A trabajar todas!
Las arañas, al escuchar esta orden terminante, se dividieron en varios
grupos y comenzaron a formar telas, desde la cabecera hasta los pies de la
cama, dejando en pocos instantes a la criatura bajo de un tejido
maravilloso, en donde los mosquitos y otros bichos, se enredaban y morían atacados sin tregua por las arañas que no daban un minuto de reposo a
su humanitaria tarea.
En contadas horas la pieza quedó libre de insectos y la niña convaleciente,
sin nada que la molestara, pudo continuar descansando en su cama,
cubierta por tan extraño palio que más bien parecía un tejido de hadas
sobre el lecho de un ángel.
Una vez terminada la tarea, las arañas regresaron al desván y la arañita de
nuestra historia volvió a su casita de tul, prendida tras el cuadro del Niño
Jesús, desde donde continuó contemplando el plácido sueño de su amiga
del alma, pagando con esto, la amistad que la niña le había dispensado en
los ya lejanos días del comedor.
Así, el frágil animalito, probó ante el mundo que el amor y la lealtad no
son sólo patrimonio de algunos corazones humanos.

Barba Azul.

Barba Azul

Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le arrancaban.
Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabia qué había pasado con esas mujeres.
Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.
—He aquí, le dijo, las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohíbo entrar a este pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera.
Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él, luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su barba azul que les daba miedo.
De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamás se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del departamento de su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces. Al llegar á la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).
Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.
Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún la restregará con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.
Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado.
—¿Y por qué, le dijo, la llave del gabinete no está con las demás?
—Tengo que haberla dejado, contestó ella allá arriba sobre mi mesa.
—No dejéis de dármela muy pronto, dijo Barba Azul.
Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la llave.
Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
—¿Por qué hay sangre en esta llave?
—No lo sé, respondió la pobre mujer, pálida corno una muerta.
—No lo sabéis, repuso Barba Azul, pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.
Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
—Hay que morir, señora, le dijo, y de inmediato.
—Puesto que voy a morir, respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.
—Os doy medio cuarto de hora, replicó Barba Azul, y ni un momento más.
Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
—Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa.
La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto;
—Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondía:
—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su mujer:
—Baja pronto o subiré hasta allá.
—Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
—Baja ya, gritaba Barba Azul, o yo subiré.
—Voy en seguida, le respondía su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
—Veo, respondió la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este lado.
—¿Son mis hermanos?
—¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.
—¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul.
—En un momento más, respondía su mujer; y en seguida clamaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Veo, respondió ella, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía… ¡Alabado sea Dios! exclamó un instante después, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
—Es inútil, dijo Barba Azul, hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para recogerse.
—No, no, dijo él, encomiéndate a Dios; y alzando su brazo…
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.
Moraleja
La curiosidad, teniendo sus encantos,
a menudo se paga con penas y con llantos;
a diario mil ejemplos se ven aparecer.
Es, con perdón del sexo, placer harto menguado;
no bien se experimenta cuando deja de ser;
y el precio que se paga es siempre exagerado.
Otra Moraleja
Por poco que tengamos buen sentido
y del mundo conozcamos el tinglado,
a las claras habremos advertido
que esta historia es de un tiempo muy pasado;
ya no existe un esposo tan terrible,
ni capaz de pedir un imposible,
aunque sea celoso, antojadizo.
Junto a su esposa se le ve sumiso
y cualquiera que sea de su barba el color,
cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor.

viernes, 27 de marzo de 2015

El bosque de los cuentos.

El bosque de los cuentos

Érase una vez una pequeña chiquilla que importunaba a toda la gente para que le contaran un cuento. Importunaba a su madre, a su abuela, a su tía. Quienquiera que encontrara en su camino, tenía que contarle un cuento. Pero no todos se sentían dispuestos a ello. Todos se deshacían del pequeño espíritu importunador.
Entonces se encaminó la niña tristemente hacia el bosque. Por fortuna, se extendía éste muy cerca, junto a la casa.
En el bosque se encontró con el cuclillo, que estaba sentado sobre una rama y gritaba:
– ¡Cu-cú! ¡cu-cú!
– ¿Por qué cantas siempre la misma canción? – dijo la muchacha -. ¡Explícame más bien un cuento!
Entonces le contó el cuclillo la historia de cómo pone el huevo. El cuco lo lleva en el pico por el aire y lo coloca en un nido extraño. De este huevo sale luego un pequeño pájaro, que crece y crece, y se hace por último mayor que los pajaritos que le alimentan. Pronto se hace el nido demasiado pequeño para el cuclillo. Entonces arroja éste fuera del nido a todos los pequeños pajaritos, crecidos con él en el mismo nido. Pero el buen espíritu del bosque, que lo había visto todo, dijo: “Como castigo, no habrás de vivir tú nunca en un nido propio. Tus huevos habrás de llevarlos siempre en el pico por el aire, y tus hijos deberán clamar durante todo su vida por su madre perdida: ¡Cu-cú! ¡cu-cú!”
El pájaro chilló.
– ¿Es esto un cuento o una historia verdadera? – preguntó la niña.
– ¡Cu-cú! ¡Cu-cú! – se oyó a lo lejos.
Entonces no supo la niña qué pensar, y penetró más profundamente en el bosque.
Así caminando, llegó hasta los sombríos abetos. Bajo sus pies crujía una alfombra de millones de pardas agujas. En lo alto rumoreaba el viento, entre las verdes copas de los altivos abetos gigantes. Pero junto a ellos se alzaban tres pequeños abetos en la oscuridad, los cuales no tenían una sola ramita verde.
– ¿Por qué lleváis vosotros un vestido tan pardo de luto? ¡Oh, explicadme vuestra historia! – rogó la pequeña.
Entonces tomó la palabra el mayor de los tres jóvenes abetos y dijo:
– Nosotros somos los más jóvenes abetos de este bosque, y queríamos levantarnos juntos los tres hacia el sol; pues habíamos oído decir que era hermoso y bueno, y era un rey. Así, pues, nos pusimos nuestros vestidos de fiesta y extendimos los brazos; pero nuestros hermanos mayores nos cerraron el camino.
” – ¡A nosotros nos pertenece el Sol! – dijeron ellos -. Nosotros somos más grandes y hermosos que vosotros. Deberíais avergonzaros. ¡Ocultaos!
” Orgullosos, se elevaron ellos cada vez más altos, más altos, hasta que llegaron al Sol. Entonces celebraron una fiesta e invitaron a todos los pájaros cantores del bosque.
” – ¡Hacednos también un poco de sitio! – rogábamos nosotros cada día.
” No pretendíamos más que ver solamente el manto del rey Sol; pero nuestros hermanos mayores extendían rumoreando sus vestidos y nos ocultaban, para que el Sol no pudiera encontrarnos. Entonces dejamos caer nosotros el vestido verde de fiesta y nos vestimos de pardo luto. Este luto lo conservaremos nosotros hasta nuestra muerte, que bien pronto habrá de venir.”
Entonces preguntó la niña:
– ¿Es esto un cuento o una historia verdadera?
Los tres pequeños abetos guardaron silencio, pero dejaron caer sus agujas, y con esto pareció como si lloraran.
La pequeña muchacha fue a buscar una azada y arrancó con ella, uno después de otro, a los pequeños abetos y los plantó de nuevo en el borde del bosque. Buscó luego agua del manantial y les dio de beber. El Sol se asustó cuando vio a las tres criaturas del bosque con su vestidito de luto. Les acarició con sus rayos y les consoló:
– Pronto será mejor vuestro aspecto. Mis rayos tejerán para vosotros el más hermoso vestido de fiesta, y yo estaré a vuestro lado desde la mañana hasta el anochecer.
Siguió entonces la pequeña muchacha su camino. El sendero del bosque corría recto, y no parecía tener fin.
De repente, sintió la niña un escalofrío en las espaldas; en medio del camino yacía una pequeña ardilla que agonizaba a causa de una herida en el cuello.
– ¿Por qué has muerto tú? – preguntó la niña -. Te hubiera rogado tan a gusto que me contaras un cuento…
Entonces empezó a hablar la roja sangre.
– Allí arriba, entre el verde reino de las hojas, hay una casita redonda. En ella vive una madre con sus cinco hijos. “No salgáis hasta que esté yo de nuevo en casa”, dijo la madre cuando salió en busca de alimento para sus pequeños. Cuatro de ellos supieron obedecer. El quinto, sin embargo, miraba continuamente por la puerta redonda. Cien mil hojas le saludaban y le susurraban: “¡Sal! Te contaremos un cuento”. Entonces salió fuera la pequeña ardilla. Escuchó y escuchó, tan pronto en éste como en aquel árbol, y finalmente quiso marcharse al bosque vecino. Pero en medio del camino fue víctima del pérfido ladrón. “¡Madre!”, gritó todavía; pero la madre estaba muy lejos y no podía oírla. Entonces cerró la pequeña ardilla los ojos.
– ¿Es esto un cuento o una verdadera historia? – preguntó la niña.
La sangre calló, y la muchacha contempló tristemente al pequeño animalito muerto.
– ¡Madre! – gritó de repente la niña, y rompió a llorar.
Luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Corrió hasta perder el aliento, hasta que se encontró de nuevo en casa, abrazada a su madre.
A la mañana siguiente salió, sin embargo, de nuevo al bosque y así cada día; pues allí le explicaban cuentos todas las cosas. ¿O eran tal vez historias verdaderas? La pequeña muchacha no lo sabía, pero las escuchaba a gusto por su vida.

La montaña crujiente.

La montaña crujiente

Erase una vez un abuelito y una abuelita vivían solitos en una casita. Cada día el abuelito se iba a trabajar en el campo, y mientras sembraba arroz cantaba:
“Un grano, y de él miles.”
Cada día también venía después de el abuelito un tejón, que cantaba:
“Un grano y uno solo. Y todos me los comeré.”
Y cuando el viejecito volvía al campo el día siguiente, veía que no le quedaba ni un solo grano. Por culpa de esto, los abuelitos vivían pobremente.
Un día el abuelito, al ver que otra vez el tejón se había comido todo, se enfadó tanto que decidió atrapar al tejón. El abuelito empezó a sembrar y cantar, como siempre, hasta que por fin llegó el tejón. De repente, el abuelito dio un salto, y en un abrir y cerrar de ojos atrapó al tejón malo y le ató con una cuerda fuerte.
Cuando el abuelito llego a casa con su prisionero, le dijo a la abuelita: “Abuelita, ven y mira lo que cogí hoy. Calienta la cazuela y haznos un buen cocido de tejón.” y el abuelito volvió al campo.
La abuelita empezó a moler arroz para hacer galletas para la cena.
El tejón, que era muy taimado, le dijo a la abuela: “Abuelita, mira que eso de moler arroz, usted solita, a sus añitos, deberá ser mucho trabajo. ¿Por qué no me desata para poder darle una mano?” La abuela vacilo, pensando que el abuelito se enfadaría. Pero él tejón insistía tanto como quería ayudarla que, al fin, la abuelita decidió dejarle suelto para un poquito. A lo primero el tejón fingió ayudarla y cogió el mano de mortero; pero en vez de moler arroz le dio un bastazo a la abuelita sobre la cabeza y se fugó corriendo. Cuando el viejecito llegó a casa y encontró a la viejecita ya muerta, se puso a llorar. Una liebre, viéndole llorar, le pregunto el por qué de sus lagrimas, y el viejecito le contó su historia. “Vale, yo me vengar por ti.” dijo la liebre, y se fue hacia las montañas.
La liebre se puso a recoger leña. Después de un rato, el tejón se acerco y le preguntó que qué hacía. “Este invierno va a ser muy frío, y me estoy preparando,” le contesto. El tejón pensó que esto era una buena idea y empezó a ayudar a la liebre. Pronto, tenían un buen montón de leña. Se montaron la leña sobre la espalda y empezaron a bajar la montaña. A medio camino, la liebre empezó a quejarse: “¡Como pesa! ¡Ay, como pesa!” El tejón, para ayudar a su nuevo amigo tanto como para no oírle quejar todo el tiempo, tomó todo la leña de la liebre y se la puso sobre su propia espalda. Al seguir el camino, la liebre, quien caminaba detrás del tejón, comenzó a chocar unas piedras sobre la leña para que se prendiera en fuego.
Cuando el tejón le preguntó que qué era ese ruido, la liebre le contestó que ésta era la Montaña Crujiente, y que el sonido era de los pájaros pegando a loas árboles con los picos. Por fin la leña empezó a quemarse, y al oír las llamas del fuego el tejón le preguntó otra vez a su nuevo amigo lo que era.
“Ese sonido es el llanto de los pájaros, y por eso también le llaman a esta montaña la Montaña de los Pájaros que Llantan.” Al quemarle la piel, el tejón comenzó a gritar pero la liebre se escapó corriendo.
El día siguiente, la liebre se puso esta vez a recoger pimientos rojos para hacer picante. AL verlo el tejón, éste se enfado y le chilló que por su culpa la espalda se le había quedado horriblemente quemada.
La liebre se hizo el tonto y le contestó:
“Las liebres de la Montaña Crujiente son las liebres de la Montaña Crujiente.
Los de la Montaña de los Pimientos son los de la Montaña de los Pimientos.
No s é de lo que hablas.”
El tejón pensó que éso tenía razón. Le pidió en vez a la liebre si por acaso tenía alguna medicina para las quemaduras.
“Vaya suerte, ahora mismo la estoy preparando”, le dijo la liebre al tejón y empezó a cubrirle la espalda con la pimienta. Al principio el tejón no sentía nada, pero poco a poco la pimienta le dejó en peor dolor que antes. En ese momento, la liebre corrió y se escapó otra vez.
El día siguiente la liebre se fue a la montaña de nuevo. Esta vez empezó a cortar árboles, pare hacerse un barco. El tejón llegó, la espalda doliéndole muchísimo, chillándole a la liebre que por culpa de su medicina casi se murió ayer en la montaña de los Pimientos.
La liebre, como si nunca le hubiera conocido, contesto:
“Las liebres de la Montaña de los Pimientos son las liebres de la Montaña de los Pimientos.
Las de la Montana de los Cedros son las de la Montaña de los Cedros.
¿Tú quien eres?”
O la liebre era buen actor o el tejón era bastante crédulo, la cosa es que otra vez el tejón se creyó lo que la liebre le decía. Al enterarse de que la liebre planeaba hacerse un barco, le pregunto por qué.
Cuando la liebre le dijo que era para ir de pesca en el río, el tejón quiso un barco también. “Bueno, yo me hago el barco de color blanco por que la piel la tengo blanca. Tú, ya que tienes pelo marrón, te vendría mejor hacer el barco de tierra.”, le explicó la liebre al tejón. Cada uno acabó de construirse su propio barco y se fueron juntos al río. Ya en el agua, el barco de tierra del badger comenzó a disolverse. En muy poco tiempo, el tejón se encontró hundiéndose en el agua. Se ahogaba y gritaba:”¡ Socorro, socorro, ayudame!” Pero la liebre, impasible, le dijo: “Recuerdate ahora de la pobre abuelita que murió por tu culpa,” y le abandonó.
La liebre se fue al abuelito. Le anunció que el tejón estaba muerto. Pero en vez de alegrarse el viejecito se entristeció. Pensó que la muerte del tejón no le devolvería la abuelita, y que la venganza no valía para nada.

jueves, 26 de marzo de 2015

El pescador y el pescado.

El pescador y el pescado

Un Lobo que pasaba junto al refugio de unos Pastores, miró adentro y vio a los pastores comiendo.
-Entra -dijo uno de ellos irónicamen te-, y sírvete un pedazo de tu plato favo rito, una pata de cordero.
-Gracias -dijo el Lobo, mientras se alejaba-, pero tienen que disculparme: acabo de comerme un cuarto de pastor.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Buen humor.

Buen humor

Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes más conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su verdadero puesto. Tenía que ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de la sangre…; sí, señor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fúnebres.
Bueno, pues ya lo sabéis. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado allá arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No os preocupéis. A lo mejor no es tan malo como lo pintan».
Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también.
Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con él me basta; es el mejor de los periódicos, el que leía también mi padre. Resulta muy útil para muchas cosas, y además trae todo lo que hay que saber: quién predica en las iglesias, y quién lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quién efectúa «liquidaciones», y quién se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daño a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el «Noticiero»; al llegar al final de la vida se tiene tantísimo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y serrín.
El «Noticiero» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que más han hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor.
Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero veníos conmigo al cementerio. Vamos allá cuando el sol brilla y los árboles están verdes; paseémonos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el título, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intríngulis, lo sé por mi padre y por mí mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En él están todos juntos y aún algunos más.
Ya estamos en el cementerio.
Detrás de una reja pintada de blanco, donde antaño crecía un rosal – hoy no está, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquí sus dedos, y más vale esto que nada -, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aún algo más, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponía frenético sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrás, o porque salía una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ¿Acaso tiene eso la menor importancia? ¿Quién repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el público aplaudía demasiado, como no aplaudía bastante. – Esta leña está húmeda -decía-, no quemará esta noche -. Y luego se volvía a ver qué gente había, y notaba que se reían a deshora, en ocasiones en que la risa no venía a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufría. No podía soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquí: hoy reposa en su tumba.
Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su dicha, ya que, por lo demás, nunca habría sido nadie; pero en la Naturaleza está todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrás, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrás otro cordón bueno y recio que hace el servicio. También él llevaba detrás un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo está tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrársele las pajarillas.
Descansa aquí – ¡esto sí que es triste! -, descansa aquí un hombre que se pasó sesenta y siete años reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegría tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno – pues de otro modo no producen efecto -, y de que él, como buen difunto, y según es general creencia, sólo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se ríe, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste.
Aquí reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenía gatos; ¡hasta tanto llegaba su avaricia!
Aquí yace una señorita de buena familia; se moría por lucir la voz en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decía: «Mi manca la voce!» («¡Me falta la voz!»). Es la única verdad que dijo en su vida.
Yace aquí una doncella de otro cuño. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón se tapa los oídos con los dedos. La hermosa doncella entró en la gloria del matrimonio… Es ésta una historia de todos los días, y muy bien contada además. ¡Dejemos en paz a los muertos!
Aquí reposa una viuda, que tenía miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual manera que en días pretéritos el «amigo policía» iba de un lado a otro en busca de una placa de cloaca que no estaba en su sitio.
Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: «Es así», si el benjamín de la casa decía, al llegar de la escuela: «Pues yo lo he oído de otro modo», su afirmación era la única fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no había duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era señal de que rompía el alba, por más que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeñasen en decir que era medianoche.
El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: «Puede continuarse», Lo mismo podríamos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allí con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allí, busco un buen trozo de césped y se lo consagro, a él o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allí se están muertecitos e impotentes hasta que resucitan, nuevecitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y así debieran proceder todas las personas; no tendrían que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el «Noticiero», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros.
Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripción: «Un hombre de buen humor».
Esta es mi historia.

lunes, 23 de marzo de 2015

La casa de huéspedes.

La casa de huéspedes

Mrs Mooney era hija de un carnicero. Era mujer que sabía guardarse las cosas: una mujer determinada. Se había casado con el dependiente de su padre y los dos abrieron una carni­cería cerca de Spring Gardens. Pero tan pronto como su suegro murió Mr Mooney empezó a descomponerse. Bebía, saqueaba la caja contadora, incurrió en deudas. No bastaba con obligarlo a hacer promesas: era seguro que días después volvería a las andadas. Por pelear con su mujer ante los clientes y comprar carne mala arruinó el negocio. Una noche le cayó atrás a su mujer con el matavacas y ésta tuvo que dormir en la casa de un vecino.
Después de aquello se separaron. Ella se fue a ver al cura y consiguió una separación con custodia. No le daba a él ni dinero, ni cuarto, ni comida; así que se vio obligado a enrolarse de alguacil ayudante. Era un borracho menudo, andrajoso y encorvado, con cara ceniza y bigote cano y cejas dibujadas en blanco sobre unos ojitos pelados y venosos; y todo el santo día estaba sentado en la oficina del alguacil, esperando a que le asignaran un trabajo. Mrs Mooney, que cogió lo que quedaba del negocio de carnes para poner una casa de huéspedes en Hardwicke Street, era una mujerona imponente. Su casa tenía una población flotante compuesta de turistas de Liverpool y de la isla de Man y, ocasionalmente, artistas del music-hall. Su población residente estaba compuesta por empleados del co­mercio. Gobernaba su casa con astucia y firmeza, sabía cuándo dar crédito y cuándo ser severa y cuándo dejar pasar las co­sas. Los residentes jóvenes todos hablaban de ella como La Matrona.
Los clientes jóvenes de Mrs Mooney pagaban quince che­lines a la semana por cuarto y comida (cerveza o stout en las comidas excluidos). Compartían gustos y ocupaciones comunes y por esta razón se llevaban muy bien. Discutían entre sí las oportunidades de conocidos y ajenos. Jack Mooney, el hijo de la Matrona, empleado de un comisionista de Fleet Street, tenía reputación de ser un caso. Era dado a usar un lenguaje de ba­rraca: a menudo regresaba a altas horas. Cuando se topaba con sus amigos siempre tenía uno muy bueno que contar y siempre estaba al tanto -es decir, que sabía el nombre de un caballo seguro o de una artista dudosa. También sabía manejar los puños y cantaba canciones cómicas. Los domingos por la noche siempre había reuniones en el recibidor delantero en casa de Mrs Mooney. Los artistas de music-hall cooperaban; y Sheridan tocaba valses, polcas y acompañaba. Polly Mooney, la hija de la Matrona, también cantaba. Así cantaba:
Yo soy pu …ra y santa.
Y tú no te enfades:
Lo que soy, ya sabes.
Polly era una agraciada joven de diecinueve años; tenía el cabello claro y sedoso y una boquita llenita. Sus ojos, grises con una pinta verdosa de través, tenían la costumbre de mirar a lo alto cuando hablaba, lo que le daba un aire de diminuta madona perversa. Al principio, Mrs Mooney había colocado a su hija de mecanógrafa en las oficinas de un importador de granos, pero como el desprestigiado alguacil auxiliar solía ve­nir un día sí y un día no, pidiendo que le dejaran ver a su hija, la había traído de nuevo para la casa y puesto a hacer labores domésticas. Como Polly era muy despierta, la intención era que se ocupara de los clientes jóvenes. Además, que a los jóvenes siempre les gusta saber que hay una muchacha por los alrededores. Polly, es claro, sateaba con los jóvenes, pero Mrs Mooney, que juzgaba astuta, sabía que los hombres no querían más que pasar el rato: ninguno tenía intenciones for­males. Las cosas se mantuvieron así un tiempo y ya Mrs Moo­ney había empezado a pensar en mandar a Polly a trabajar otra vez de mecanógrafa, cuando se dio cuenta de que había algo entre Polly y uno de los inquilinos. Vigiló bien a la pareja y se guardó sus consejos.
Polly sabía que la vigilaban, pero todavía el persistente si­lencio de su madre no daba lugar a malentendidos. No había habido complicidad abierta entre la madre y la hija, ningún
entendimiento claro, y aunque la gente en la casa comenzaba a hablar del asunto, Mrs Mooney no intervenía aún. Polly co­menzó a comportarse de una manera extraña y era evidente que el joven en cuestión estaba perturbado. Por fin, cuando juzgó llegado el momento oportuno, Mrs Mooney intervino. Ella lidiaba con los problemas morales como lidia el cuchillo con la carne: y en este caso ya se había decidido.
Era una clara mañana de domingo al comienzo de un ve­rano que se prometía caluroso, pero. soplaba el fresco. Todas las ventanas de la casa de huéspedes estaban subidas y las cor­tinas de encaje formaban globos airosos sobre la calle bajo las vidrieras alzadas. Las campanas de la iglesia de San Jorge re­picaban constantemente y las feligresas, solas o en grupos, atra­vesaban la diminuta rotonda frente al templo, revelando su propósito tanto por el porte contrito como por el breviario en sus enguantadas manos. Había terminado el desayuno en la casa de huéspedes y la mesa del comedor diurno estaba llena de platos en los que se veían manchas amarillas de huevo con gordos y pellejos de bacon. Mrs Mooney se sentó en el sillón de mimbre a vigilar cómo Mary, la criada, recogía las cosas del desayuno. Obligaba a Mary a reunir las costras y los mendru­gos de pan para ayudar al pudín del martes. Cuando la mesa estuvo limpia, las migas reunidas y el azúcar y la mantequilla bajo doble llave, comenzó a reconstruir la entrevista que tuvo la noche anterior con Polly. Las cosas ocurrieron tal y como sospechaba: había sido franca en sus preguntas y Polly había sido franca en sus respuestas. Las dos se habían sentido algo cortadas, es claro. Ella se hallaba en una situación difícil por­que no quiso recibir la noticia de manera muy desdeñosa o que pareciera que lo había tramado todo y Polly se sintió emba­razada no sólo porque para ella alusiones como éstas eran siempre embarazosas, sino también porque no quería que pen­saran que en su inocencia astuta ella había adivinado las inten­ciones de la tolerancia materna.
Mrs Mooney echó una ojeada instintiva al pequeño reloj dorado sobre la chimenea tan pronto como se hizo consciente a través de su recordatorio de que las campanas de la iglesia
de San Jorge habían dejado de tocar. Eran las once y diecisie­te: tenía tiempo de sobra para arreglar el problema con Mr Do­ran y después alcanzar la breve de doce en Marlborough Street. Estaba segura de que saldría triunfante. Para empezar, tenía todo el peso de la opinión de su parte: era una madre ultrajada. Le había permitido a él vivir bajo su mismo techo, dando por sentada su hombría de bien, y él había abusado así como así de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años de edad, de manera que no se podía poner su ju­ventud como excusa; tampoco su ignorancia podía ser una excusa, ya que se trataba de un hombre que había corrido mundo. Simplemente se había aprovechado de la juventud y de la inexperiencia de Polly: ello era evidente. El asunto era: ¿Cuáles serían las reparaciones a hacer?
En tales casos había que reparar el honor, primero. Estaba muy bien para el hombre: se podía salir con la suya como si no hubiera pasado nada, después de disfrutar y de darse gusto, pero la mujer tenía que cargar con el bulto. Algunas madres se sentirían satisfechas de zurcir un parche con dinero: conocía casos así. Pero ella no haría nunca semejante cosa. Para ella una sola reparación podía compensar la pérdida del honor de su hija: el matrimonio.
Contó sus cartas antes de mandar a Mary a que subiera al cuarto de Mr Doran a decirle que desearía hablarle. Estaba segura de ganar. Era un joven serio, nada mujeriego o parran­dero como los otros. Si se tratara de Sheridan o de Mr Meade o de Bantam Lyons, su tarea sería más difícil. Pensaba que él no podría encarar el escándalo. Los demás huéspedes de la casa conocían aquellas relaciones; algunos habían inventado detalles. Además de que él llevaba trece años empleado en la oficina de un gran importador de vinos, católico él, y la pu­blicidad le costaría tal vez perder su puesto. Mientras que si se transaba, todo marcharía bien. Para empezar sabía que él tenía una buena busca y sospechaba que había puesto algo aparte.
¡Las y media casi! Se levantó y se pasó revista en el espejo entero. La decidida expresión de su carota florida la satisfizo y pensó en cuántas madres conocía que no sabían cómo li­brarse de sus hijas.
Mr Doran estaba de veras muy nervioso este domingo por la mañana. Había intentado afeitarse dos veces, pero sus manos temblaban tanto que se vio obligado a desistir. Una barba ro­jiza de tres días le enmarcaba la quijada y cada dos o tres minutos el vaho empañaba sus espejuelos tanto que se los tenía que quitar y limpiarlos con un pañuelo. El recuerdo de su confesión la noche anterior le causaba una pena penetrante; el padre le había sacado los detalles más ridículos del desliz y, al final, había agrandado de tal manera su pecado que casi estaba agradecido de que le permitieran la vía de escape de una repa­ración. El daño ya estaba hecho. ¿Qué podía hacer ahora ex­cepto casarse o darse a la fuga? No podía ampararse en el descaro. Se hablaría del caso y de seguro se iba a enterar su patrón. Dublín es una ciudad tan pequeña: todo el mundo sabe lo de todo el mundo. Sintió que su agitado corazón se le ponía de un salto en la boca, al oír en su imaginación exaltada al viejo Mr Leonard llamándolo alterado con su voz de lija: A Mr Doran que haga el favor de venir acá.
¡Todos sus años de servicio perdidos por nada! ¡Toda su industriosidad y su diligencia malbaratadas! De joven había corrido mundo, claro: se había jactado de ser un libre-pensador y negado la existencia de Dios frente a sus amigos del pub. Pero eso era el pasado y el pasado estaba enterrado… no del todo. Todavía compraba su ejemplar del Reynolds Newspaper todas las semanas, pero cumplía con sus obligaciones religiosas y las cuatro quintas partes del año vivía una vida ordenada. Tenía dinero suficiente para establecerse por su cuenta: no era eso. Pero su familia la tendría a ella a menos. Antes que nada estaba el desprestigio del padre de ella y luego que la casa de huéspedes de la madre empezaba a tener su fama. Se le ocurrió que lo habían atrapado. Podía imaginarse a sus amigos co­mentando el asunto a carcajadas. En realidad, ella era un poco vulgar; a veces decía o séase y me han escribido. Pero, ¿qué importancia tenía la gramática si la quería de veras? No podía decidir si debía amarla o despreciarla por lo que hizo. Claro que él también tomó su parte. Su instinto lo compelía a man­tenerse libre, a no casarse. Se decía, el que se casa, se des­gracia.
Estando sentado inerme en un lado de la cama en mangas de camisa, tocó ella suavemente a la puerta y entró. Se lo contó todo; cómo se lo había confesado todo a su madre y que su madre iba a hablar con él esa misma mañana. Lloraba y le echó los brazos al cuello, diciendo:
-¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué será de mí ahora?
Le juró que se mataría.
El la animó débilmente, diciéndole que no llorara, que no tuviera miedo, que todo se iba a arreglar. Sintió sus pechos agitados a través de la camisa.
No fue toda su culpa si pasó lo que pasó. Recordaba bien, con esa curiosa memoria paciente del célibe, las primeras ca­ricias casuales que su vestido, su aliento, sus dedos le hicie­ron. Luego, una noche ya tarde cuando se desvestía para acostarse ella llamó a la puerta, toda tímida. Quería encender su vela con la de él, ya que la suya se la había apagado una ráfaga. Le tocaba el baño a ella esa noche. Llevaba un amplio peinador de franela estampada, abierto. Sus blancos tobillos relucían por la abertura de las zapatillas felpudas y su sangre vibraba tibia bajo la piel perfumada. Mientras encendía la vela, de sus manos y brazos se levantaba una tenue fragancia.
En las noches en que regresaba muy tarde ella era quien le calentaba la comida. Apenas se daba cuenta de lo que comía con ella junto a él, solos los dos, de noche, en la casa dormida. ¡Y qué considerada! Por la noche, ya fuera fría, húmeda o tormentosa, era seguro que ella le tenía preparado su vasito de ponche. Tal vez pudieran ser felices los dos…
Solían subir a los altos en puntillas juntos, cada uno con su vela, y en el tercer descanso se decían buenas noches a regañadientes. A veces se besaban. Recordaba muy bien sus ojos, la caricia de su mano y el delirio…
Pero el delirio pasa. Repitió su frase en un eco, para apli­cársela a sí mismo: ¿Qué será de mí ahora? Ese instinto del célibe le avisó que se contuviera. Pero el mal estaba hecho: hasta su sentido del honor le decía que ese mal exigía una reparación.
Estando sentado con ella en un lado de la cama vino Mary a la puerta a decirle que la señora deseaba verlo en la sala. Se levantó para ponerse el chaleco y el saco, más desvalido que nunca. Cuando se hubo vestido se acercó a ella para consolar­la. Todo iba a ir bien; no temas. La dejó llorando en la cama, gimiendo por lo bajo: ¡Ay, Dios mío!
Bajando la escalera sus espejuelos se empañaron tanto con su vaho, que tuvo que quitárselos y limpiarlos. Hubiera de­seado subir hasta el techo y volar a otro país, donde nunca oyera hablar de nuevo de sus líos, y, sin embargo, una fuerza lo empujaba hacia abajo escalón a escalón. Las implacables caras de su patrón y de la Matrona observaban su descon­cierto. En el último tramo se cruzó con Jack Mooney, que subía de la despensa cargando dos botellas de Bass. Se saluda­ron con frialdad; y los ojos del tenorio descansaron por un instante o dos en una grosera cara de perro bulldog y en dos brazos cortos y fornidos. Cuando llegó al pie de la escalera miró hacia arriba para ver a Jack vigilándole desde la puerta del cuarto de desahogo.
De pronto se acordó de la noche en que uno de los artistas del music-hall, un londinense rubio y bajo, hizo una alusión atrevida a Polly. La reunión por poco acaba mal por la violen­cia de Jack. Todo el mundo trató de calmarlo. El artista de music-hall, más pálido que de costumbre, sonreía y repetía que no hubo mala intención; pero Jack siguió gritándole que si alguien se atrevía a jugar esa clase de juego con su hermana él le iba a hacer tragar los dientes: de seguro.
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Polly permaneció un rato sentada en un lado de la cama, llorando. Luego, se secó los ojos y se acercó al espejo. Mojó la punta de una toalla en la jarra y se refrescó los ojos con agua fría. Se miró de perfil y se ajustó un gancho del pelo encima de la oreja. Luego, volvió a la cama y se sentó para los pies. Miró las almohadas un rato y esa visión despertó en ella amorosas memorias secretas. Descansó la nuca en el frío hierro del barandal y se quedó arrobada. No había ninguna perturbación visible en su cara en ese instante.
Esperó paciente, casi alegre, sin alarma, sus memorias gra­dualmente dando lugar a esperanzas, a una visión del futuro. Esa visión y esas esperanzas eran tan intrincadas que ya no vio la almohada blanca en que tenía fija la vista ni recordó que esperaba algo.
Finalmente, oyó que su madre la llamaba. Se levantó de un salto y corrió hasta la escalera.
-¡Polly! ¡Polly!

viernes, 20 de marzo de 2015

La mujer del almacén.

La mujer del almacén

The Woman at the Store, 1912
Durante todo el día hizo un calor terrible. El suelo levantaba un viento cálido, que silbaba entre los montecillos de hierba y se arrastraba por todo el camino, empujando. El blanco polvo calcáreo se elevaba en remolinos, impulsado por el viento, envolviéndonos la cara y posándose sobre nuestros cuerpos como otra piel reseca e irritante. Los caballos iban con paso lento, resoplando. El que llevaba la carga estaba enfermo, con una gran llaga abierta que hería su vientre. De vez en cuando se detenía en seco, giraba la cabeza para mirarnos, como a punto de llorar, ¿relinchando? Cientos de alondras gemían en el aire. El cielo se había teñido de un color brilloso y los gemidos de las alondras me parecieron los que hacía la tiza al escribir en un pizarrón. Se veía sólo una extensión de manojos de hierba, una fila tras otra de montones de hierba, con alguna flor púrpura perdida o zarzas secas cubiertas de telarañas densas.
Jo cabalgaba adelante. Llevaba una camisa azul de tela gruesa, pantalones de pana y botas altas de montar. Un pañuelo blanco con lunares rojos -parecía que acababa de limpiarse la sangre de las narices- le rodeaba el cuello. Bajo las alas anchas de su sombrero se veían mechones de cabellos blancos; sus cejas y el bigote estaban cubiertos de polvo. Jo cabalgaba balanceándose muy suelto sobre la silla y se quejaba de tanto en tanto. Ni una sola vez en el día, cantó aquello que decía:
“No me interesa, porque verás, tengo a mi suegra siempre delante”.
Era el primer día, luego de un mes de estar juntos, en que no le habíamos oído canturrear aquella canción. Su silencio nos ponía melancólicos. Jim iba junto a mí, blanco de polvo, de la cabeza a los pies. Su rostro parecía el de un payaso y sus ojos negros brillaban más que nunca en esa máscara empolvada; a cada rato, sacaba la lengua para humedecerse los labios. Su chaqueta corta, de tela gruesa de algodón y los pantalones azules, sostenidos por un cinturón muy ancho, mostraban su color ante los huecos abiertos en la capa de polvo. Apenas si habíamos cruzado algunas palabras desde el amanecer.
A mediodía nos detuvimos junto al borde barroso de un arroyo para almorzar galletas duras y duraznos.
-Tengo el estómago como buche de gallina -dijo Jo-. Veamos, Jim: tú que eres el guía de nuestro grupo, ¿dónde diablos está ese almacén del que siempre nos hablas? “Por supuesto”, nos dices, “yo conozco un buen almacén, con sus troncos gruesos para atar los caballos y una pradera verde bordeada por un arroyo. Su dueño es un buen amigo mío”, nos has dicho, “un tipo correcto que te ofrece un trago de whisky y luego te da la mano”. Me gustaría ver ese almacén, Jim, aunque sólo fuera para calmar mi curiosidad. No quiero decir con eso que dude de tu palabra, tú lo sabes muy bien, pero…
Jim se echó a reír.
-No olvides que en el almacén hay una mujer, Jo; una hermosa mujer de ojos azules y cabello rubio como el oro, que te ofrece algo mejor que el whisky antes de estrecharte la mano. Métete eso en la cabeza y no lo olvides.
-El calor te debilita la cabeza -comentó Jo, subiendo al caballo. Clavó las espuelas en los ijares y nosotros lo seguimos unos metros más atrás. A poco de andar me quedé medio dormida sobre la silla y, entre sueños, tuve la desagradable sensación de que todos los caballos se detenían. De pronto me vi encima de un caballito de madera y mi madre, que se hallaba detrás de mí, me retaba por levantar tanto polvo de la alfombra. “La has gastado tanto que sus hermosos dibujos desaparecieron”, me decía y se abalanzó sobre mí para darme un golpe en los riñones. Empecé a llorar en voz baja y me desperté asustada y encontré a Jim inclinado sobre mí, sonriendo con malicia.
-Esa sí que es buena -me dijo-. Acabo de sorprenderte. ¿Qué te sucede? ¿En qué mundo andabas?
-Ninguno -le respondí con énfasis, alzando la cabeza-. ¡Gracias a Dios, por fin llegamos a alguna parte!
Estábamos al pie de la colina y, más abajo, se veía un techo de chapa acanalada. Ocupaba el centro de un amplio jardín, distanciado del camino. A su alrededor, una pradera verde se extendía con un arroyo zigzagueante. El paraje estaba aislado por una cantidad de sauces jóvenes. Por la chimenea, ascendía recto un hilillo de humo azul, asomando por un rincón del techo. Mientras observaba la forma de aquel cobertizo vi salir a una mujer seguida por una niña y un perro ovejero. La mujer parecía llevar en la mano una larga vara negra. Nos había visto y estaba haciéndonos alguna seña. Los caballos soltaron un prolongado y sonoro resoplido final. Jo se quitó el ancho sombrero, dio un grito, sacó pecho y empezó a cantar aquello de “no me interesa, porque ya ves…” De repente, el sol reapareció entre las nubes pálidas e iluminó con brillosos resplandores aquella escena. Uno de los rayos acentuó el cabello rubio de la mujer, resplandeció el delantal agitado por el viento y brilló también el rifle que llevaba en la mano. La chiquilla se escondió detrás de su madre, y el perro ovejero, de pelaje blanco y sucio, regresó trotando al cobertizo, con la cola entre las patas. Tiramos de las riendas, los caballos se detuvieron en seco y desmontamos.
-¡Hola! -gritó la mujer-. Creía que eran tres buitres. Mi chica llegó corriendo, azorada. “Mamá”, me dijo, “vienen bajando por la colina tres cosas grises”. Yo me preparé para recibirlas, estén seguros de eso. “Tienen que ser buitres”, le respondí a la chica. No saben la cantidad de buitres que hay por aquí.
La niña nos dirigió la mirada con uno de sus ojos, por detrás de las faldas de su madre, y se ocultó de nuevo.
-¿Dónde está su hombre? -preguntó Jim.
La mujer parpadeó rápidamente, se pasó una mano por la boca y giró la cabeza para observarnos.
-Se fue a la esquila -nos dijo, demorando su respuesta-. Hace casi un mes que anda fuera. Supongo que no permanecerán aquí, ¿verdad? Una tormenta se avecina.
-No se intranquilice, pero nos quedamos -afirmó Jo-. ¿De modo que está sola, señora?
Permaneció quieta, con la cabeza gacha y empezó a acomodar los pliegues del delantal. Luego nos miró de reojo, uno a uno, con una expresión de pajarito hambriento. Me sonreí al pensar en la burla que le había hecho Jim a Jo, hablándole siempre sobre aquella hermosa mujer del almacén. Cierto era que ella tenía los ojos azules y el poco pelo que le quedaba era rubio como el oro viejo, pero no era bonita. Su figura tenía un aspecto ridículo que daba lástima. Al observarla, se tenía la impresión de que bajo su blanco delantal, sólo había palos y alambres retorcidos. Los dientes de delante le faltaban, sus manos largas, agrietadas y enrojecidas, le colgaban inútiles de los brazos y llevaba un par de botas de hombre arrugadas, cubiertas de polvo.
-Voy a soltar los caballos en el prado -dijo Jim-. ¿No tiene por casualidad algún linimento? El pobre Poi tiene una llaga hecha un demonio.
-¡Un momento! -gritó la mujer con algo de histérica. Se quedó en silencio, mirándonos, llena de ira: las narices se le dilataron, temblándole al respirar. Y volvió a gritar con el mismo tono chillón-. Es mejor que no se detengan. Váyanse y se acabó. No quiero que los caballos pasten en mi prado. Tienen que irse; no tengo nada para ofrecerles.
-¡Vaya, que me cuelguen! -dijo Jo sorprendido. Me apartó hacia un costado-. El diablo salió de su cuerpo -murmuró-. Será porque hace tiempo que está sola. Si la tratamos con respeto, volverá a la coherencia.
Pero no fue necesario poner en práctica la propuesta. La mujer había vuelto a sus cabales por sí sola.
-Quédense, si quieren -nos dijo de mala gana, encogiendo los hombros. Luego giró y me dijo-: Si viene conmigo, le daré el linimento para el caballo.
-Muy bien, yo se los llevaré después al prado.
Seguí por el largo sendero que atravesaba el jardín. A ambos lados había plantado repollos y tal vez por eso el lugar olía a agua podrida. También había flores: una fila de amapolas dobles y toda una plantación de arvejillas de olor. Me llamó la atención una porción de tierra removida en medio de las flores, señalada por hileras de conchas y caracoles. Al rato advertí que aquel terreno pertenecía a la niña, porque al pasar frente a él se desprendió de las faldas de su madre y corrió para escarbar esa porción de tierra con una percha rota. El perro atravesaba el umbral de la puerta, matando las pulgas a mordiscos. La mujer lo apartó de nuestro camino, de una patada.
-¡Eh, fuera de aquí, bestia inmunda…! La casa está desordenada. No tuve tiempo de arreglarla… Estuve planchando. ¡Adelante!
La “casa” era tan sólo una habitación amplia cuyas paredes estaban empapeladas con las hojas de viejos diarios londinenses. A primera vista, me pareció que el número más actual era de la época del jubileo de la Reina Victoria. Había una mesa con una tabla de planchar, un cubo de agua, algunos recipientes de madera, un diván desarmado con un forro de crin negro y varias sillas de cañas rotas y apoyadas contra la pared para que no se cayeran. La repisa que se hallaba encima de la estufa estaba adornada con papel encarnado, flores, tallos y hojas secas en floreros cubiertos de polvo y con una imitación de Richard Seddon en colores. Había cuatro puertas: una, por el olor, parecía dar al almacén; la otra, seguramente al patio trasero; en la tercera, que estaba entreabierta, se podía ver una cama. Las moscas, volando en bandada, zumbaban contra el cielo raso. Y sobre las cortinas de la única ventana tenía adheridos papeles matamoscas y un montón de tréboles secos.
De repente me encontré sola en la amplia habitación. La mujer se había ido al almacén a buscar el linimento. Oía sus pasos recios y sus murmullos groseros. Hablaba sola, se preguntaba y se respondía: “Tengo linimento”, decía. “¿Dónde habré puesto la botella? Estará detrás del frasco de los pepinillos… No está”. Desocupé un rincón sobre la mesa para sentarme allí, balanceando las piernas. Oía la lejana voz de Jo, cantando en el prado y los golpes del martillo de Jim clavando las estacas para afirmar la tienda de campaña. Era el momento del crepúsculo. En Nueva Zelanda los días no gozan de la penumbra del poniente: tienen una media hora de luz extraña y siniestra, donde todo es grotesco, deforme y espantoso, como si el alma salvaje del país emergiera de repente sobre antiguos poderes y renegara de lo que contemplaba. Al verme sola en la gran habitación, iluminada por la escabrosa luz del poniente neocelandés, sentí miedo. Aquella mujer tardaba demasiado en encontrar el linimento. ¿Qué estaría haciendo allí dentro? Me pareció que la había oído golpear con las manos alguna mesa y la escuché quejarse otra vez, luego toser y limpiarse la garganta. Tuve deseos de gritar que regresara, pero me contuve y esperé en silencio. “¡Qué vida atroz, Dios mío!”, pensaba yo. “¿Cómo será eso de compartir un día tras otro, con esa niña roñosa y el perro sucio siempre cerca? ¿Qué será eso de planchar aquí y de…? ¡Loca! ¡Claro que está loca! Quisiera saber hace cuánto tiempo que vive aquí. Quisiera que me hablara…”
En ese preciso momento, la mujer asomó su largo perfil por la puerta.
-¿Qué era lo que querían? -me preguntó.
-Linimento.
-¡Ah, me había olvidado! Ya lo encontré. Estaba junto al frasco de pepinillos -al decir esto, me alargó la botella-. Se la ve nerviosa -agregó-. Le voy a preparar unos panecillos dulces para la cena. Hay un poco de lengua en el almacén y si les gusta, cocinaré un repollo.
-Muy bien, gracias -repuse sonriendo-. Luego venga a nuestra tienda, en el prado, y lleve a la niña para que nos acompañe a tomar la merienda.
Sacudió la cabeza, mostrando los labios.
-Oh, no. Creo que no iremos. Les mandaré a la niña con las cosas, cuando termine de cocinar los panecillos. ¿Quiere que le amase algunos más para llevarlos mañana?
-Gracias.
Se quedó de pie en la puerta, apoyada contra el marco.
-¿Qué edad tiene la niña?
-En Navidad cumplirá seis años. Tuve muchos dolores de cabeza con ella, por varias cuestiones. No pude darle leche hasta que la chica tuvo un mes, estaba desnutrida y flaca como una varilla.
-No se parece a usted. ¿Salió a su padre?
Así como se había exaltado antes, cuando nos indujo a que nos fuéramos, ahora se enfadó contra mí.
-¡No! ¡No es verdad! -gritó hecha una furia-. Se parece a mí. Es mi vivo retrato. Hasta un ciego puede verlo. -Luego, se dirigió a la niña, que seguía removiendo su terreno.
-Ven acá, rápido, Else, y deja de remover esa tierra.
Me encontré con Jo pasando sobre el cerco del prado.
-¿Qué tiene la vieja bruja en el almacén? -me preguntó.
-No sé. No entré.
-¡Vaya! ¡Qué tontería! Jim te anda buscando. ¿Qué estuviste haciendo durante todo este tiempo?
-Buscando el linimento. Oye, Jo: qué elegante y bien peinado estás.
Jo se había aseado, traía el pelo reluciente, peinado con raya al medio. Había elegido un saco limpio por encima de la camisa. Me hizo un guiño.
Jim me quitó de las manos la botella de linimento. Me fui sola, a través del prado, donde los sauces se juntan, para bañarme en el arroyo. El agua clara me cubría el cuerpo, suave como el aceite. Entre las hierbas y las raíces de las orillas, el agua formaba orlas de espuma que se agitaban. Me quedé en el agua mirando cómo los sauces movían sus hojas por un momento y luego las dejaba quietas. El aire traía olor a lluvia. Me olvidé de la mujer y de su hija, hasta que regresé a la tienda. Jim estaba tendido sobre el césped, mirando el fuego de la hoguera que acababa de encender. Le pregunté si la chica había traído algo de comer y dónde estaba yo.
-¡Bah! -repuso Jim con disgusto, girando su cuerpo para acostarse de espaldas y observar de cara al cielo-. ¿No te has dado cuenta de que Jo está como embrujado? Se fue al almacén demasiado prolijo y me dijo: “¡Que me cuelguen si esa mujer no es más bonita de noche que de día! De todas maneras, muchacho, es carne de mujer”. Esas palabras me dijo.
-Recuerda que tú tienes la culpa por haber hecho creer a Jo, y a mí también, que había una mujer bella en este almacén.
-No. No se trata de eso. Escucha: no puedo entenderlo. Hace cuatro años pasé por este lugar y permanecí dos días aquí. El marido de esa mujer fue compañero mío cuando ambos deambulábamos por las costas occidentales. Es lo que yo llamo un buen tipo, del tamaño de un toro y con una voz similar a un trombón. La mujer había sido camarera en una cabaña de la costa, hermosa como una muñeca. Cuando estuve en este almacén, cada quince días, la diligencia pasaba. Todo esto era antes de que inauguraran el ferrocarril de Napier. Y puedo asegurar que aquella mujer no perdía el tiempo. Recuerdo que me dijo, en un momento de confesión, que ella besaba de ciento veinticinco maneras diferentes y todas sensuales e irresistibles.
-¡Vamos, Jim! Por supuesto que no se trata de la misma mujer.
-Tiene que serlo…, de otra manera no me lo explico. Lo que yo creo es que su marido se fue y la abandonó. Que engañe a otro con la historia de la esquila. ¡Qué terrible soledad! Los únicos que aparecerán por aquí, de vez en cuando, serán los maoríes.
A pesar de la oscuridad, divisamos el blanco delantal de la niña. Caminaba arrastrándose hacia nosotros, con una enorme canasta al brazo y una olla de leche en la mano. Revisé dentro de la canasta mientras la chica me miraba hacer.
-Ven aquí -le dijo Jim haciéndole gestos con el dedo.
Se acercó. La lámpara que colgaba del techo de la tienda la alumbró de cuerpo entero. Era una pobre criatura escuálida y débil, con el cabello blancuzco y los ojillos tristes. Se había parado con las piernas abiertas y el vientre al aire.
-¿Qué haces durante el día? -le preguntó Jim.
La chica escarbó con el dedo meñique su oreja, miró lo que había sacado y respondió:
-Dibujo.
-¿Eh? ¿Qué dibujas? ¡Deja de escarbarte las orejas!
-Dibujos.
-¿Dónde los haces?
-En papeles llenos de grasa, con el lápiz de mamá.
-¡Vaya! ¡Cuántas palabras de golpe! -Jim la miraba sonriendo, con algo de afecto-. ¿Ovejitas que hacen beee y vaquitas que hacen mu?
-No. Todas las cosas. Los dibujaré a todos antes de que se vayan, a sus caballos y a la tienda y a ésa con ningún vestido en el arroyo -dijo, señalándome a mí-. Yo la veía desde un lugar donde ella no me veía.
-Te felicito -le respondió Jim-. Así llegarás lejos en la pintura.
Entonces, le preguntó algo atrevido:
-¿Dónde está papá?
La chica pareció asustarse y comenzó a balbucear.
-No se lo voy a decir porque no me gusta su rostro. Y volvió a escarbarse la otra oreja.
-Bueno -le dije-. Vete a casa, llévate la canasta y avísale al otro hombre que venga a comer.
-No quiero.
-¡Te voy a dar una cachetada si no obedeces! -la amenazó Jim, con suma violencia.
-¡Ay, ay! Se lo diré a mamá, se lo diré a mamá -dijo la chica y salió corriendo.
Comimos hasta hartarnos. Había llegado la hora del café y los cigarrillos, cuando Jo regresó, muy colorado y contento, con una botella de whisky en la mano.
-Bébanse los dos un trago -nos dijo alzando muy fuerte la voz y sacudiendo la botella en nuestras narices-. ¡Vamos! ¡Levanten las copas!
-Ciento veinticinco maneras distintas… -le murmuré a Jim en el oído.
-¿Eh? ¿Cómo dicen? ¡Basta de eso! -dijo Jo, serio-. ¿Por qué se la agarran siempre conmigo? Parecen niños de escuela dominical en una excursión. Si quieren saberlo, nos ha invitado a los tres para que visitemos su casa esta noche y charlemos. Yo -levantó la mano, como si quisiera detener nuestras felicitaciones antes de tiempo- he sabido tratarla y sé cómo tranquilizarla.
-Te creo -comentó Jim riendo-. Pero ¿te dijo dónde está su marido?
Jo lo miró entre sorprendido e irritado.
-En la esquila. Ella misma te lo dijo, idiota.
La mujer había limpiado y arreglado la habitación, incluso la adornó con un ramo de arvejillas en el centro de la mesa. Fui a sentarme al lado de ella, frente a Jo y Jim. Además de las flores de adorno, sobre la mesa había una lámpara de petróleo, la botella de whisky, vasos y una jarra de agua. La chica, arrodillada en el suelo, dibujaba en un papel de envoltura. Me pregunté, sobresaltada, si acaso no estaría reproduciendo la escena del arroyo.
No había duda de que Jo tenía razón cuando dijo que la mujer se vería mejor de noche. En verdad, esa noche presentaba mejor aspecto. Las hebras de su cabello rubio estaban prolijas, recogidas y alisadas, tenía cierto color en las mejillas y brillaban sus ojos. Y advertimos que sus pies se hallaban apretados, bajo la mesa, por las botas de Jo. Su delantal grasoso había sido reemplazado por una falda de lana negra y una blusa blanca. La chica llevaba una cinta azul en el pelo. Así, en la atmósfera asfixiante de aquella habitación, entre el zumbido de las moscas que giraban en espirales ascendentes hacia el techo y descendían sobrevolando la mesa, nos emborrachamos lentamente.
-Ahora escúchenme -interrumpió la mujer dando puñetazos sobre la mesa-. Hace seis años que me casé y he tenido cuatro abortos. Le dije a mi marido: ¿Quién crees que soy yo para que me tengas aquí? Si estuviéramos en la Costa, te haría colgar por infanticidio. Y le repetía: has doblegado y sometido mi espíritu, me has arruinado el cuerpo, la apariencia. ¿Para qué? ¡Eso es lo que quiero saber! ¿Para qué? -Se agarró la cabeza con las manos, apoyó los codos sobre la mesa, mirándonos fijamente. Y comenzó a hablar de nuevo, con rapidez-. Durante días enteros, que sumados formaban meses, me torturaban la cabeza aquellas dos benditas palabras. ¿Para qué? A veces estaba aquí, frente a la estufa, cocinando papas, y al levantar la tapa de la cacerola para moverlas, oía las mismas palabras de siempre y no sólo aquel “¿Para qué?”, con las papas y con la chica y con… Quiero decir que… quiero decir… -un ataque de hipo la interrumpió-. ¡Usted sabe lo que quiero decir, señor Jo!
-Lo sé -dijo Jo rascándose la cabeza.
-Lo peor era -continuó la mujer, inclinándose sobre la mesa- que me dejaba sola mucho tiempo. Cuando las diligencias dejaron de venir, se iba por muchos días, semanas y hasta meses, dejándome encargada del almacén. Y después regresaba, contento como en Pascuas. “¡Hola!”, me decía. “¿Cómo has estado? Ven aquí y dame un beso”. Y yo iba. Y cuando me negaba a ser afectuosa, él volvía a irse, a desaparecer sin decir nada. Aunque si yo me mostraba complaciente, también se iba. Cuando lo recibía, esperaba hasta hacerme bailar sobre un dedo y después se despedía: “Bueno; hasta siempre. Ya me voy”. ¿Y creen que yo podía retenerlo? ¡No! Yo, no.
-Mamá -gritó la chica-. Hice un dibujo de todos ellos, bajando por la colina, y de ti y de mí y el perro, abajo.
-¡Cállate! -gritó la mujer.
La luz de un relámpago iluminó en forma eléctrica la habitación y a los pocos segundos se oyó el sacudón del trueno.
-Menos mal que se larga -comentó Jo-. El clima nos ha estado sofocando desde hace tres días.
-¿Dónde está ahora su marido? -insistió Jim, acentuando cada palabra.
Metió la cabeza entre sus brazos, apoyados sobre la mesa, y empezó a lloriquear.
-Se ha ido a la esquila y otra vez me dejó -gritó entre gemidos.
-¡Eh! ¡Cuidado con esos vasos! -exclamó Jo-. Levante la cabeza y tome otro trago. No tiene sentido alguno llorar por maridos ausentes. La has hecho buena, Jim.
-Señor Jo -suspiró la mujer, levantando la cabeza y secándose las lágrimas con la solapa de su chaqueta blanca-, usted es un tipo decente. Si yo fuera mujer de secretos, le confiaría todo a usted. Y no crea que me opongo a beberme otro vaso de whisky.
La luz de los relámpagos era cada vez más fuerte, lo mismo que la potencia de los truenos. Jim y yo estábamos en silencio. La chica seguía de rodillas, apoyada en el banco y sin moverse. Tenía la punta de la lengua fuera de la boca y, de vez en cuando, soplaba sobre el papel en que dibujaba.
-Es la soledad -exclamó la mujer, dirigiéndose hacia Jo, que la escuchaba con afecto-. Es la tristeza de estar aquí, como una gallina ponedora en su nido.
Jo extendió su brazo sobre la mesa y tomó la mano de la mujer. A pesar de que la posición de los dos parecía muy incómoda, sobre todo al servirse whisky y al beberlo, mantuvieron unidas sus manos, como si estuvieran adheridas.
Me levanté para acercarme a la niña. Ella, por su parte, se incorporó con decisión y se sentó sobre el banco y los papeles de sus dibujos, mirándome con desconfianza.
-No puede verlos -dijo, desafiante.
-Vamos, no seas tonta.
Jim se acercó a nosotros. Los dos habíamos bebido bastante, tomamos a la niña por los brazos y la arrancamos del banco para ver sus dibujos. Los analizamos y, para mi asombro, estaban bien hechos, algo repulsivos y groseros. Eran las composiciones de un lunático, hechas con la habilidad de un lunático. No había duda de que la niña tenía la mente perturbada. Y ahora se mostraba alegre de que viéramos sus dibujos. A medida que los mostraba, sus nervios eran crecientes, reía, temblaba y tiritaba en nuestros brazos con una fuerza muy particular.
-¡Mamá! -gritó en un momento dado, en un punto extremo de la excitación-. Voy a hacerles el dibujo que tú me dijiste que no hiciera nunca. Lo haré ahora.
Con una velocidad inusitada, la mujer se levantó de la mesa, se lanzó hacia su hija y la golpeó con brusquedad en la cabeza, con las dos manos abiertas.
-¡Te daré azotes desnuda si te atreves a decir eso otra vez! -le gritaba, convertida en una fiera.
Jo estaba muy embriagado como para darse cuenta de lo que sucedía. Jim tomó los brazos de la mujer para que no siguiera pegando a la niña. La niña no lloró ni lanzó un solo grito. Al terminar el forcejeo, se acercó pausadamente a la ventana y se quedó allí despegando las moscas del papel.
Todos volvimos a la mesa. Esta vez me senté junto a Jim para que la mujer se ubicara al lado de Jo y se reclinara sobre su pecho. Nos quedamos los cuatro diciendo estupideces. “Este cayó cerca. Otro más, y otro”, y Jo, justo en medio del estruendo de un trueno: “Ahora viene. Ya está. Agárrense. Ya llega”, hasta que empezaron a caer gotas gruesas sobre el techo de chapas acanaladas, que perturbaban.
-Será mejor que esta noche se queden a dormir aquí -dijo la mujer.
-Así es -afirmó Jo que, por otra parte, estaba más que interesado por el ofrecimiento.
-Saquen lo que necesiten de la tienda. Ustedes dos pueden dormir en el almacén junto con la niña, que ya está acostumbrada a dormir allí y no le importará.
-Nunca he dormido ahí, mamá -interrumpió la niña.
-¡Cállate y no digas mentiras! El señor Jo puede dormir aquí.
La distribución de lugares resultó absurda, pero era inútil cambiar su propuesta. Sin duda, Jo y la mujer ya se habían puesto de acuerdo.
Mientras ella organizaba este plan, Jo permaneció inmóvil en su silla, con una seriedad pocas veces vista en él, con los carrillos enrojecidos y jugando con el bigote.
-Préstanos una linterna -dijo Jim-. Iré a buscar las cosas a la tienda.
Salimos juntos. La lluvia nos golpeaba la cara y al caminar sentíamos debajo de nosotros la tierra blanda, como si fueran cenizas. Como niños frente a una aventura, y corriendo por el prado, saltando, gritando, riendo entre el pavoroso estruendo de los truenos.
Al volver al almacén, la niña ya estaba acostada sobre el mostrador. La mujer nos entregó una lámpara y Jo tomó, de manos de Jim, el bolso con su ropa y salió con la cabeza baja, cerrando la puerta.
-¡Buenas noches! -gritó desde el otro lado.
Jim y yo nos dejamos caer sobre dos bolsas de papas, sin poder aguantar la risa. De las vigas del techo colgaban bolsones repletos de cebollas y piernas de jamón. Por doquiera que miráramos se hallaban los anuncios del “Café Camp” y estantes con latas de carne. Nos los mostrábamos uno al otro, tratando de leer los títulos de letras más pequeñas, entre risas e hipos. La niña nos miraba desde el mostrador, sin otra expresión que su mirada triste. De pronto, arrojó a un costado la frazada y saltó al suelo. Se quedó donde había caído, muy seria, con su camisón de franela gris, rascándose el empeine de un pie con la uña del dedo gordo del otro pie. No le prestamos casi nada de atención.
-¿De qué se ríen? -nos preguntó molesta.
-¡De ti! -repuso Jim, rápido-. De ti y de tu tribu, niña mía.
La niña se ofuscó de pronto y se daba golpes con los puños, gritando:
-¡No quiero…, no quiero que se rían de mí! ¡Malos! ¡Malditos!
Jim se acercó a la chica, la alzó con poca firmeza y la arrojó con violencia sobre el mostrador.
-¡Duérmete y calla! O dibuja, si quieres. Aquí tienes lápiz, y usa si quieres el libro de cuentas de tu mamá.
Nos quedamos sentados en silencio, y entre el murmullo de la lluvia oímos claramente los pesados pasos de Jo en el piso de madera de la habitación vecina, luego una puerta que se abría, y un rato después, cerrarse la misma puerta.
-Es la soledad -murmuró Jim.
-¡Pobre de él! ¡Ciento veinticinco distintas maneras de besar, señor mío!
La chica arrancó violentamente una hoja del libro de cuentas de su madre y, desde el mostrador, la arrojó hacia donde estábamos nosotros.
-¡Allí está! -nos dijo con su voz chillona de niña caprichosa-. Aunque no lo quiere mamá, lo hice. Lo hice porque me encerró aquí, con ustedes. El dibujo que ella no quiere que haga. Dijo que me mataría si lo hacía, pero lo hice igual. ¡No me importa! ¡No me importa!
La chica había dibujado a una mujer disparando un rifle contra un hombre y a la misma mujer haciendo un foso en la tierra para enterrar al muerto. Saltó del mostrador y se puso a caminar por el interior del almacén, mordiéndose las uñas. Jim y yo nos quedamos sentados sobre las bolsas, sin decir palabra, al lado del dibujo, hasta que comenzó a aclarar. La lluvia había cesado y la niña dormía respirando con dificultad. Salimos rápidamente del almacén y corrimos hacia el prado, a nuestra tienda. En el cielo color rosa transitaban pequeñas nubes blancas y soplaba un viento frío con olor a hierba mojada. Cuando montamos para partir, Jo salió de la casa y nos hizo señas de que nos fuéramos.
-Los alcanzaré después -gritó.
En el primer recodo del camino, perdimos de vista aquel lugar.