La arañita agradecida
Autor: Anónimo, cuentos Argentinos
Consuelo era una niñita muy buena y estudiosa que todas las mañanas se
levantaba con el canto de los gallos para hacer sus deberes, después
tomaba su desayuno y se dirigía entre saltos y canciones a la escuela que
distaba apenas tres manzanas de su casa.
A la hora del almuerzo regresaba al hogar y dando un beso a sus padres,
se sentaba a la mesa para comer, con toda gravedad, los diversos platos
que le presentaba una vieja sirvienta que hacía muchos años que estaba
en la casa.
Consuelo había descubierto durante su almuerzo, colgando de su telita
transparente, a una pequeña arañita que ocultaba su vivienda colgante de
uno de los adornos que pendían del techo.
– ¡Querida amiguita! -había dicho la niña alborozada, mientras agitaba su
mano en señal de saludo.- ¡Eres mi compañera de comida y no es justo
que te quedes mirándome, mientras yo termino mi plato de dulce! ¡Tú
también debes acompañarme!
La arañita, como si hubiera entendido el discurso de la pequeña, salió de
su tela y se deslizó casi hasta el borde de la mesa, pendiente de un hilo
casi invisible.
– ¿Me vienes a visitar? ¡No eres fea! ¡Diminuta y negra como una gota de
tinta! Seremos amigas, ¿no te parece? Desde hoy dialogaremos todos los
días y mientras yo te cuento cómo me ha ido en el colegio y te digo cuantos
juguetes nuevos me compran mis padres, tú me dirás todo lo que
contemplas desde un sitio tan elevado como ese en que tienes tu frágil
vivienda.
La arañita se balanceaba en su hilillo al escuchar a la niña, como si
comprendiera las palabras que le dirigían y subía y bajaba graciosamente,
en el deseo de agradar a su linda amiguita.
De pronto se escucharon ruidos en el pasillo que conducía al comedor.
– ¡Sube! ¡Sube pronto a tu telita, que si te ven te echarán con el plumero! –
gritó la pequeña, alarmada, haciendo señas a la arañita para que se diera
cuenta del peligro que la amenazaba.
El arácnido, como si hubiera comprendido, inició el rápido ascenso y bien
pronto se perdió entre las molduras del colgante, en donde tenía escondido
su aposento de cristal.
La amistad entre estos personajes tan distintos se arraigó cada día más y
conforme la niña se sentaba para almorzar, la arañita bajaba de su
escondite y se colocaba casi al nivel de los ojos de la alegre criatura, como
si quisiera darle los buenos días.
Así pasaron muchas semanas, hasta que una vez la desgracia llamó a la
puerta de ese hogar, al ponerse enferma de mucho cuidado la hermosa
criatura, que por su estado febril hubo de guardar cama, con el
consiguiente sobresalto de los padres que se desesperaban ante el peligro
de muerte que corría el rayo de sol de la casa. La pequeña, dolorida y presa de una modorra permanente producida por
la alta temperatura, creía ver entre sueñas a su diminuta compañera, que
se balanceaba sobre su cabeza y le sonreía cariñosamente, colgada de su
hilillo invisible.
– ¡Buenas noches, querida mía! -susurraba la niña alargando sus
manecitas.- ¡no puedo moverme, pero te agradezco la visita! ¡Estoy muy
malita y creo que me moriré!
Los padres escuchaban estas palabras y creían, como es natural, que eran
ocasionadas por la fiebre que abrasaba el cuerpo de la enfermita.
Mientras tanto, la arañita del comedor, al no ver más a su amiga, había
abandonado la tela y deslizándose por las paredes, pudo llegar, venciendo
muchas dificultades, hasta el dormitorio en donde reposaba Consuelo.
El animalito quizá no se dio cuenta cabal de todo lo que ocurría, pero se
extrañó mucho de que su compañerita no pudiera levantarse de la cama,
que a ella le parecía, desde las alturas, un campo blanco de tamaño
inconmensurable.
Pero, como la simpatía y el amor existe en todos los seres de la creación,
nuestra amorosa arañita se conmovió mucho de la situación de su
graciosa amiga y decidió acompañarla, formando otra tela sobre la
cabecera de la cama, escondida tras un cuadro que representaba al niño
Jesús.
– Aquí estaré bien -pensó mientras trabajaba afanosamente en el
maravilloso tejido. – ¡Desde este sitio podré observar a mi compañera y
cuidar su sueño!
La enfermedad de la criatura seguía, mientras tanto, su curso y los
médicos, graves y ceñudos, examinaban su cuerpecito calenturiento,
recetando mil cosas de mal sabor y peor aspecto.
La arañita, entristecida desde su frágil vivienda, miraba todo aquello con
profundo dolor y no sabía cómo serle útil a la paciente, que se revolvía
entre los cobertores, inquieta por la fiebre.
La primavera mientras tanto había llegado y las plantas del jardín se
cubrieron de flores de mil coloridos que alegraban la vista y perfumaban el
ambiente.
Todo era paz y alegría en el exterior, pero en la habitación de la criatura la
muerte rondaba sin apiadarse de la fragilidad e inocencia de su víctima.
Muchas veces el olor de los remedios y el vapor de ciertas mezclas que
quemaban en la alcoba, molestaban mucho a nuestra diminuta arañita,
pero su voluntad de mantenerse cerca de la enferma vencía su temor de
caer asfixiada por aquellas emanaciones, y se encerraba dentro de la tela
como mejor podía, para defenderse de tales peligros.
Por fin, gracias a Dios y a la juventud de Consuelo, se inició la difícil
convalecencia, pudiendo sentarse en la cama y mirar por la abierta
ventana su jardín cubierto de colores y lleno de trinos. La felicidad de nuestra araña no tenía límites y, aprovechando la ausencia
de seres indiscretos en la pieza, se deslizó por su invisible hilillo y se
columpió ante los ojos de su amiga que la contemplaba con una sonrisa de
inmensa dicha.
– ¡Hola, compañerita mía! -exclamó la niña.¡
Mucho te eché de menos los
pasados días! ¡Muy pronto volveremos a almorzar juntas!
La arañita escuchaba las palabras extrañas y sólo atinaba a acercarse
más, como dando con ello muestras de su desbordante felicidad.
Con el calor, llegaron al jardín mil plagas de insectos que, sin solicitar
permiso, penetraron en la habitación de la enferma y cubrieron sus
sábanas blancas, cuando no revoloteaban junto a la luz de los
candelabros.
Para la pobre niña, esto era un martirio, ya que los mosquitos no le
dejaban conciliar el sueño de noche y le cubrían el rostro de feas y
peligrosas ronchas.
Inútil era que los padres combatieran esta plaga quemando ciertos
preparados insecticidas y otros productos; lo único que conseguían era
mortificar a la convaleciente.
– ¿Qué haremos? -preguntó una noche la madre, alarmada al contemplar
la cara de la niña llena de puntos rojos.
– ¡No lo sé! -respondió el padre, desesperado al no encontrar el remedio
para terminar con los dañinos insectos.
La arañita, desde su punto de observación, había escuchado todo, y en su
diminuto mente concibió una idea maravillosa para socorrer a su querida
amiga y enseguida la puso en práctica.
Aquella noche, nuestro arácnido se deslizó de su tela y corriendo lo más
velozmente que le permitían sus patitas, sobre las verticales paredes, llegó
al desván de la casa, en donde, como es natural, habitaban miles de
arañas de todas las clases y tamaños.
– ¡Vengo a pedir ayuda! -gritó el animalito, en cuanto estuvo cerca de sus
congéneres.- ¡Necesito de vuestros servicios!
– Estamos a tus órdenes -respondieron las arañas a coro.
La patudita, entusiasmada con tan preciosa alianza, explicó en pocas
palabras de lo que se trataba y muy pronto miles de arañas, dirigidas por
ella, abandonaron sus telas y en formaciones dignas de un ejército
disciplinado, se dirigieron a la habitación donde reposaba Consuelo,
molestada a cada instante por los mosquitos sanguinarios y otros insectos
molestos.
– Debemos protegerla -dijo tan pronto llegaron. -¡A trabajar todas!
Las arañas, al escuchar esta orden terminante, se dividieron en varios
grupos y comenzaron a formar telas, desde la cabecera hasta los pies de la
cama, dejando en pocos instantes a la criatura bajo de un tejido
maravilloso, en donde los mosquitos y otros bichos, se enredaban y morían atacados sin tregua por las arañas que no daban un minuto de reposo a
su humanitaria tarea.
En contadas horas la pieza quedó libre de insectos y la niña convaleciente,
sin nada que la molestara, pudo continuar descansando en su cama,
cubierta por tan extraño palio que más bien parecía un tejido de hadas
sobre el lecho de un ángel.
Una vez terminada la tarea, las arañas regresaron al desván y la arañita de
nuestra historia volvió a su casita de tul, prendida tras el cuadro del Niño
Jesús, desde donde continuó contemplando el plácido sueño de su amiga
del alma, pagando con esto, la amistad que la niña le había dispensado en
los ya lejanos días del comedor.
Así, el frágil animalito, probó ante el mundo que el amor y la lealtad no
son sólo patrimonio de algunos corazones humanos.
levantaba con el canto de los gallos para hacer sus deberes, después
tomaba su desayuno y se dirigía entre saltos y canciones a la escuela que
distaba apenas tres manzanas de su casa.
A la hora del almuerzo regresaba al hogar y dando un beso a sus padres,
se sentaba a la mesa para comer, con toda gravedad, los diversos platos
que le presentaba una vieja sirvienta que hacía muchos años que estaba
en la casa.
Consuelo había descubierto durante su almuerzo, colgando de su telita
transparente, a una pequeña arañita que ocultaba su vivienda colgante de
uno de los adornos que pendían del techo.
– ¡Querida amiguita! -había dicho la niña alborozada, mientras agitaba su
mano en señal de saludo.- ¡Eres mi compañera de comida y no es justo
que te quedes mirándome, mientras yo termino mi plato de dulce! ¡Tú
también debes acompañarme!
La arañita, como si hubiera entendido el discurso de la pequeña, salió de
su tela y se deslizó casi hasta el borde de la mesa, pendiente de un hilo
casi invisible.
– ¿Me vienes a visitar? ¡No eres fea! ¡Diminuta y negra como una gota de
tinta! Seremos amigas, ¿no te parece? Desde hoy dialogaremos todos los
días y mientras yo te cuento cómo me ha ido en el colegio y te digo cuantos
juguetes nuevos me compran mis padres, tú me dirás todo lo que
contemplas desde un sitio tan elevado como ese en que tienes tu frágil
vivienda.
La arañita se balanceaba en su hilillo al escuchar a la niña, como si
comprendiera las palabras que le dirigían y subía y bajaba graciosamente,
en el deseo de agradar a su linda amiguita.
De pronto se escucharon ruidos en el pasillo que conducía al comedor.
– ¡Sube! ¡Sube pronto a tu telita, que si te ven te echarán con el plumero! –
gritó la pequeña, alarmada, haciendo señas a la arañita para que se diera
cuenta del peligro que la amenazaba.
El arácnido, como si hubiera comprendido, inició el rápido ascenso y bien
pronto se perdió entre las molduras del colgante, en donde tenía escondido
su aposento de cristal.
La amistad entre estos personajes tan distintos se arraigó cada día más y
conforme la niña se sentaba para almorzar, la arañita bajaba de su
escondite y se colocaba casi al nivel de los ojos de la alegre criatura, como
si quisiera darle los buenos días.
Así pasaron muchas semanas, hasta que una vez la desgracia llamó a la
puerta de ese hogar, al ponerse enferma de mucho cuidado la hermosa
criatura, que por su estado febril hubo de guardar cama, con el
consiguiente sobresalto de los padres que se desesperaban ante el peligro
de muerte que corría el rayo de sol de la casa. La pequeña, dolorida y presa de una modorra permanente producida por
la alta temperatura, creía ver entre sueñas a su diminuta compañera, que
se balanceaba sobre su cabeza y le sonreía cariñosamente, colgada de su
hilillo invisible.
– ¡Buenas noches, querida mía! -susurraba la niña alargando sus
manecitas.- ¡no puedo moverme, pero te agradezco la visita! ¡Estoy muy
malita y creo que me moriré!
Los padres escuchaban estas palabras y creían, como es natural, que eran
ocasionadas por la fiebre que abrasaba el cuerpo de la enfermita.
Mientras tanto, la arañita del comedor, al no ver más a su amiga, había
abandonado la tela y deslizándose por las paredes, pudo llegar, venciendo
muchas dificultades, hasta el dormitorio en donde reposaba Consuelo.
El animalito quizá no se dio cuenta cabal de todo lo que ocurría, pero se
extrañó mucho de que su compañerita no pudiera levantarse de la cama,
que a ella le parecía, desde las alturas, un campo blanco de tamaño
inconmensurable.
Pero, como la simpatía y el amor existe en todos los seres de la creación,
nuestra amorosa arañita se conmovió mucho de la situación de su
graciosa amiga y decidió acompañarla, formando otra tela sobre la
cabecera de la cama, escondida tras un cuadro que representaba al niño
Jesús.
– Aquí estaré bien -pensó mientras trabajaba afanosamente en el
maravilloso tejido. – ¡Desde este sitio podré observar a mi compañera y
cuidar su sueño!
La enfermedad de la criatura seguía, mientras tanto, su curso y los
médicos, graves y ceñudos, examinaban su cuerpecito calenturiento,
recetando mil cosas de mal sabor y peor aspecto.
La arañita, entristecida desde su frágil vivienda, miraba todo aquello con
profundo dolor y no sabía cómo serle útil a la paciente, que se revolvía
entre los cobertores, inquieta por la fiebre.
La primavera mientras tanto había llegado y las plantas del jardín se
cubrieron de flores de mil coloridos que alegraban la vista y perfumaban el
ambiente.
Todo era paz y alegría en el exterior, pero en la habitación de la criatura la
muerte rondaba sin apiadarse de la fragilidad e inocencia de su víctima.
Muchas veces el olor de los remedios y el vapor de ciertas mezclas que
quemaban en la alcoba, molestaban mucho a nuestra diminuta arañita,
pero su voluntad de mantenerse cerca de la enferma vencía su temor de
caer asfixiada por aquellas emanaciones, y se encerraba dentro de la tela
como mejor podía, para defenderse de tales peligros.
Por fin, gracias a Dios y a la juventud de Consuelo, se inició la difícil
convalecencia, pudiendo sentarse en la cama y mirar por la abierta
ventana su jardín cubierto de colores y lleno de trinos. La felicidad de nuestra araña no tenía límites y, aprovechando la ausencia
de seres indiscretos en la pieza, se deslizó por su invisible hilillo y se
columpió ante los ojos de su amiga que la contemplaba con una sonrisa de
inmensa dicha.
– ¡Hola, compañerita mía! -exclamó la niña.¡
Mucho te eché de menos los
pasados días! ¡Muy pronto volveremos a almorzar juntas!
La arañita escuchaba las palabras extrañas y sólo atinaba a acercarse
más, como dando con ello muestras de su desbordante felicidad.
Con el calor, llegaron al jardín mil plagas de insectos que, sin solicitar
permiso, penetraron en la habitación de la enferma y cubrieron sus
sábanas blancas, cuando no revoloteaban junto a la luz de los
candelabros.
Para la pobre niña, esto era un martirio, ya que los mosquitos no le
dejaban conciliar el sueño de noche y le cubrían el rostro de feas y
peligrosas ronchas.
Inútil era que los padres combatieran esta plaga quemando ciertos
preparados insecticidas y otros productos; lo único que conseguían era
mortificar a la convaleciente.
– ¿Qué haremos? -preguntó una noche la madre, alarmada al contemplar
la cara de la niña llena de puntos rojos.
– ¡No lo sé! -respondió el padre, desesperado al no encontrar el remedio
para terminar con los dañinos insectos.
La arañita, desde su punto de observación, había escuchado todo, y en su
diminuto mente concibió una idea maravillosa para socorrer a su querida
amiga y enseguida la puso en práctica.
Aquella noche, nuestro arácnido se deslizó de su tela y corriendo lo más
velozmente que le permitían sus patitas, sobre las verticales paredes, llegó
al desván de la casa, en donde, como es natural, habitaban miles de
arañas de todas las clases y tamaños.
– ¡Vengo a pedir ayuda! -gritó el animalito, en cuanto estuvo cerca de sus
congéneres.- ¡Necesito de vuestros servicios!
– Estamos a tus órdenes -respondieron las arañas a coro.
La patudita, entusiasmada con tan preciosa alianza, explicó en pocas
palabras de lo que se trataba y muy pronto miles de arañas, dirigidas por
ella, abandonaron sus telas y en formaciones dignas de un ejército
disciplinado, se dirigieron a la habitación donde reposaba Consuelo,
molestada a cada instante por los mosquitos sanguinarios y otros insectos
molestos.
– Debemos protegerla -dijo tan pronto llegaron. -¡A trabajar todas!
Las arañas, al escuchar esta orden terminante, se dividieron en varios
grupos y comenzaron a formar telas, desde la cabecera hasta los pies de la
cama, dejando en pocos instantes a la criatura bajo de un tejido
maravilloso, en donde los mosquitos y otros bichos, se enredaban y morían atacados sin tregua por las arañas que no daban un minuto de reposo a
su humanitaria tarea.
En contadas horas la pieza quedó libre de insectos y la niña convaleciente,
sin nada que la molestara, pudo continuar descansando en su cama,
cubierta por tan extraño palio que más bien parecía un tejido de hadas
sobre el lecho de un ángel.
Una vez terminada la tarea, las arañas regresaron al desván y la arañita de
nuestra historia volvió a su casita de tul, prendida tras el cuadro del Niño
Jesús, desde donde continuó contemplando el plácido sueño de su amiga
del alma, pagando con esto, la amistad que la niña le había dispensado en
los ya lejanos días del comedor.
Así, el frágil animalito, probó ante el mundo que el amor y la lealtad no
son sólo patrimonio de algunos corazones humanos.