jueves, 30 de abril de 2015

El príncipe que tenía una luna en la frente y una estrella en la barbilla.

El príncipe que tenía una luna en la frente y una estrella en la barbilla

En una ciudad de la India, vivía un pobre matrimonio que tenía siete hijas. Como no podía pagarles ninguna distracción dejaba que cada tarde fuesen a jugar con la hija del jardinero de Palacio.
– Cuando yo me case -decía la joven- tendré un hijo que llevará una luna en la frente y una estrella en la barbilla.
Al oír esto, las siete hermanas se echaban siempre a reír. Sin embargo, un día el rey acertó a pasar cerca del grupo y prendado de la hermosura de la hija del jardinero, se detuvo a oír lo que hablaban, oyéndole decir que al casarse tendría un hijo hermosísimo.
Esto agradó aún más al rey, a quien sus demás esposas no habían dado hijos, y al día siguiente llamó al jardinero y le pidió la mano de su hija.
El hombre accedió entusiasmado a la petición del rey, y a los pocos días se celebraron las bodas.
Pasó un año, y la joven comunicó a su esposo que iba a nacer un niño. El rey la abrazó complacido y dio órdenes para que las demás esposas la cuidasen con todo amor.
Pero éstas eran unas envidiosas, y a los pocos días dijeron a la favorita:
– Nuestro señor el Rajá marcha cada día de caza. Sería conveniente que le pidieras que no se alejase tanto, pues podría nacer el niño, sin que él lo viese.
Aquella noche, la joven dijo a su esposo lo que le habían indicado las demás mujeres, y el Rajá contestó:
– La caza es el mayor de mis placeres. Como no puedo dejarla, te daré un tambor muy grande y si por casualidad te encuentras mal o me necesitas, no tienes más que hacerlo sonar. Yo lo oiré y esté donde esté acudiré enseguida.
Cuando las demás esposas vieron el tambor, preguntaron a la favorita para qué servía, y ésta se lo explicó:
– Hazlo andar para ver si es verdad que nuestro esposo lo oye -dijo una.
– No me atrevo; podría castigarme al ver que le he llamado sin necesidad.
Pero tanto insistieron las mujeres, que la joven golpeó el tambor.
Aún no había transcurrido media hora, cuando ya el rey estaba en la habitación de su esposa, preguntándole qué le ocurría.
– Nada; sólo quería verte.
El soberano besó a su mujer y le dijo que no volviera a tocar el tambor sin necesidad.
La joven prometió hacerlo así, mas al día siguiente, apenas había partido el rey, las demás esposas insistieron en que volviera a tocar el tambor.
– No quiero hacerlo porque mi esposo se disgustaría conmigo.
– Te quiere demasiado para disgustarse -dijo una de las mujeres.
– No quiero hacerlo.
– Anda hazlo, así veremos si es verdad que está dispuesto a sacrificarse por ti.
Y tanto insistieron, que al fin la joven golpeó el tambor, cuyo sonido llegó hasta el rey, haciéndole interrumpir la caza y volar hacia el palacio.
– ¿Qué ocurre? -preguntó al ver a su esposa.
– Nada, sólo quería ver si me sigues queriendo.
– ¿Sólo por eso me has hecho interrumpir la caza? En adelante, no vuelvas a hacerlo, pues me disgustaría mucho contigo.
Con los ojos bañados en lágrimas, la joven prometió no hacerlo más; pero al día siguiente se encontró muy mal y pidió a sus esclavas que hicieran sonar el tambor.
El rey lo oyó perfectamente, pero creyendo que se trataba de otro capricho de su mujer, siguió cazando.
Entretanto nació un niño hermosísimo, con una luna en la frente y una estrella en la barbilla.
Las otras esposas del Rajá, llenos de envidia, cogieron al recién nacido y metiéndolo en una caja ordenaron a un esclavo que fuera a enterrarlo en el jardín. Para sustituir al niño, metieron en la cuna una piedra, y cuando llegó el Rajá le dijeron que aquello era el hijo que le había dado su esposa.
El monarca se enfureció grandemente y ordenó que la joven fuese ocupada en los más bajos menesteres.
El esclavo que debía enterrar al niño hizo lo que le habían ordenado, pero Chankar, el perro del Rajá, le vio y cuando se hubo retirado, desenterró al niño. Al verlo tan hermoso, decidió salvarle la vida, y como no tenía dónde ocultarlo, se lo tragó.
Al cabo de seis meses, el perro salió al campo y sacando al niño vio que seguía viviendo. Lo acarició muy contento y cuando se hubo cansado de jugar con él volvió a tragarlo.
Pasaron otros seis meses, y de nuevo Chankar fue al campo a ver al niño de la luna en la frente y la estrella en la barbilla, que entonces contaba ya un año. Jugó con él y se lo tragó de nuevo. Por desgracia, el guardián de los perros le había seguido y le vio, yendo enseguida a comunicar la noticia a las esposas del Rajá, diciéndoles:
– Dentro del perro de Su Majestad, hay un niño con una luna en la frente y una estrella en la barbilla.
Al oír esto, las mujeres creyeron morir de miedo, y enseguida desgarraron sus ropas y fueron a ver al Rajá, diciéndole:
– Vuestro perro Chankar nos ha mordido. Hacedle matar.
– Perfectamente -contestó el soberano.- Mañana por la mañana morirá.
El perro oyó por casualidad su sentencia de muerte, y temiendo por la vida del niño que llevaba en el estómago, decidió dejarlo al cuidado de alguien. Este alguien resultó ser la vaca Suri, que estaba en el establo del palacio.
– Óyeme, Suri -le dijo;- quisiera que me guardases algo, pues mañana el rey me hará matar.
– Enséñame eso que quieres que te guarde -replicó la vaca.
El perro mostró el principito a la vaca, la cual lanzó un mugido de asombro ante su belleza.
– Lo guardaré con muchísimo gusto -declaró. Y después de besar al niño se lo tragó.
Al día siguiente, Chankar fue muerto por el guardián, y las esposas del Rajá respiraron tranquilas.
Al cabo de un año, Suri, la vaca, quiso ver al principito, y quedó más prendada que nunca de su hermosura. Para librarlo de todo mal, volvió a tragárselo, y así lo guardó diez años.
Por desgracia, un día la vio el guardián del establo, quien enseguida corrió a decir a las reinas que la vaca tenía dentro un hermoso joven con una luna en la frente y una estrella en la barbilla.
Las cuatro esposas del Rajá se estremecieron de miedo, y rasgándose sus vestiduras, fueron a ver a su esposo, diciéndole:
– Señor, vuestra vaca ha entrado en nuestras habitaciones y nos ha roto los vestidos. Ha sido un verdadero milagro que no nos haya matado. De ahora en adelante tendremos mucho miedo.
– No temáis -les tranquilizó el monarca.- Mañana mismo haré matar a la vaca.
Un pajarillo comunicó a Suri su sentencia de muerte, y la buena vaca sólo pensó en el principito que guardaba en su estómago. Royendo la cuerda que la ataba al pesebre, fue en busca de Katar, un caballo salvaje que se guardaba en las cuadras.
– Óyeme, Katar -le dijo.- Mañana moriré, y antes quisiera pedirte que me guardases una cosa.
– Enséñame la cosa que es, y entonces te diré si quiero guardarla -contestó el caballo.
Suri mostró a Katar el hermoso príncipe, y el caballo accedió enseguida a guardarlo.
Al día siguiente, la buena vaca fue sacrificada por el matarife de palacio.
Katar era un caballo al que nadie había podido montar jamás. Era tanta su fiereza, que tenía aterrorizados a todos los guardianes de las cuadras. Sin embargo, nadie sabía que era un caballo encantado.
Cinco años guardó Katar el príncipe de la luna en la frente y la estrella en la barbilla. Cada seis meses lo sacaba de su estómago para recrearse con su vista, y en una de estas ocasiones, fue visto por el palafrenero mayor de palacio, quien, lleno de miedo, comunicó su descubrimiento a las cuatro reinas.
Estas creyeron morir del susto. El príncipe que ellas creían muerto volvía a resucitar; y como temían por sus cabezas, corrieron al Rajá, después de desgarrar sus vestiduras, y le dijeron:
– Vuestro caballo Katar ha irrumpido en nuestras habitaciones y nos ha destrozado las ropas. Desde hoy no podremos comer en paz. Siempre temeremos ser destrozadas por ese salvaje animal.
– No temáis -las tranquilizó el Rajá.- Mañana mismo haré matar a Katar.
Como el caballo era muy fiero, el rey no se atrevía a hacerlo matar por un hombre solo, y por ello mandó formar a todos sus soldados, ordenándoles que lanzaran sus flechas contra el caballo en cuanto éste saliera de la cuadra.
El mismo se armó de un arco, para tomar parte en la ejecución.
Pero Katar, como ya hemos dicho, era un caballo mágico, y cuando oyó llegar a los soldados comprendió a lo que iban. Sacando al príncipe, le dijo:
– Entra en ese cuarto de la derecha y en él encontrarás una silla de montar que me pondrás enseguida. También encontrarás un traje de príncipe y una armadura de oro. Son para ti.
El príncipe entró en la habitación indicada y ensilló el caballo, poniéndose él el traje y la armadura, que Katar le había regalado, creándolos gracias a su magia.
Fuera de las cuadras, el Rajá había ordenado formar a todo su ejército, pero antes de que los soldados pudieran poner las flechas en los arcos, se abrió la puerta del establo y Katar, montado por el príncipe de la luna en la frente y la estrella en la barbilla, se precipitó fuera a todo galope, perdiéndose en la lejanía antes de que los asombrados cipayos pudieran disparar sus flechas.
Como el mismo rey había sido burlado no les castigó, y para evitarse la vergüenza de la derrota, no dijo nada a sus mujeres, que respiraron tranquilas, creyendo muerto al príncipe.
Mas éste no estaba muerto, sino que cabalgaba sobre Katar, brillando al sol su armadura, y golpeándole las piernas la hermosa espada.
Días y días cabalgó sin descansar, hasta que al fin Katar se detuvo a las puertas de una rica ciudad, a la que afluían gran número de personas.
– ¿Qué ocurre? -preguntó el príncipe.
– Esta es la ciudad de Calcuta, la más hermosa de la India -contestó Katar.- Te he traído aquí para que tomes parte en el gran torneo que se celebrará. El ganador obtendrá la mano de la princesa Armina, la más bella entre las bellas.
– Pero yo no sé luchar -replicó el príncipe.
– No temas -le dijo el caballo.- La espada que llevas al cinto está encantada, y con ella ganarás a todos los enemigos que se pongan ante ti.
Al entrar en el palenque donde debía celebrarse la justa, el príncipe de la luna en la frente y la estrella en la barbilla, causó verdadera sensación, sobre todo en la princesa Armina, que enseguida quedó enamorada de él, y deseó con toda su alma que fuese el vencedor en la lucha.
Empezó ésta, entre trescientos príncipes de todas las regiones de la India, y hasta de Egipto y Arabia. La espada del joven hacía maravillas, y pronto tuvo derribados a más de treinta enemigos. Al fin sólo quedaron dos, un gigantesco árabe y el príncipe de la luna en la frente y la estrella en la barbilla.
El árabe poseía un hacha mágica y como la espada del príncipe también lo era, la lucha estaba completamente igualada. Fue Katar quien lo solucionó, derribando al caballo del árabe de un fuerte mordisco.
El Rajá de Calcuta entregó su hija al vencedor, y al día siguiente se celebraron los esponsales, que fueron los más brillantes que se habían celebrado en la ciudad. Tres meses duraron las fiestas, y cuando hubieron terminado, el príncipe y su esposa fueron a visitar al padre del joven.
El Rajá, enterado de la visita del yerno del rey de Calcuta, preparó una fiesta muy grande, a la que fue invitado todo el mundo.
Cuando el príncipe de la luna en la frente y la estrella en la barbilla fue recibido con toda pompa, y cuando él y su esposa entraron en la sala del festín, todos los cortesanos y el pueblo se levantaron en señal de admiración, ya que la belleza de ambos esposos era enorme.
– ¿Está todo el pueblo aquí? -preguntó el príncipe.
– Todo -contestó el Rajá.
– ¿No falta la hija de vuestro jardinero, que en un tiempo fue vuestra esposa? -siguió preguntando el joven, a quien Katar había enterado de su historia.
– En efecto, me olvidé de invitarla -dijo el rey, ordenando enseguida que fueran a buscarla en su mejor palanquín.
Los criados que partieron en busca de la antigua reina, la bañaron en agua perfumada, la peinaron con el mayor cuidado, la vistieron con trajes magníficos y al fin le acompañaron ante el príncipe, quien inclinándose ante ella la saludó con estas palabras:
– Que el Señor sea con vos, madre mía.
La antigua reina reconoció enseguida al hijo con quien tanto había soñado, y presa de gran emoción, cayó en sus brazos, llenos de lágrimas los ojos.
Cuando madre e hijo se separaron, éste desenvainó su espada, y de un solo tajo cercenó las cuatro cabezas de las mujeres del Rajá, que mudas de espanto asistían a la escena.
Después explicó a su padre la verdad de lo ocurrido, y el Rajá se prosternó ante su esposa, pidiéndole humildemente perdón por su injusto comportamiento.
La reina, que había adorado siempre a su esposo, le perdonó de buen grado, y las fiestas con que el monarca celebró el hallazgo de su hijo duraron un año entero.
Al terminarse, murió el Rajá de Calcuta, y este reino se unió con el del padre del príncipe, formando la mayor nación de la India.
En cuanto a Katar, cumplido ya su cometido, desapareció de las cuadras, y sólo reaparece cuando nace un príncipe en Calcuta. Y por eso, allí los caballos, son animales sagrados, que sólo pueden montar los hijos del rey.

miércoles, 29 de abril de 2015

Aua, la huerfanita.


Aua, la huerfanita


Había una vez un hombre viudo que tenía una hija llamada Aua. El hombre casó de nuevo y de este matrimonio hubo otra hija, que era tan querida como odiada aquélla.
Una noche, mientras la pequeña Aua dormía, se le apareció su madre y le habló de esta manera:
– Hija mía, mañana tu madrastra te dará una piel de carnero para que la laves en el río Amarillo. No le contestes. Ponte en camino para lavar la piel que tu hermanastra Alimata ha ensuciado. Vete sin temor, pues dondequiera que tú vayas, yo estaré siempre cerca de ti.
A la mañana siguiente, sucedió cómo había advertido la aparición.
Y Aua fue enviada al río Amarillo a lavar la piel de carnero.
Hallábase en camino cuando estalló una espantosa tormenta. Aua divisó una choza a lo lejos y corrió para refugiarse en ella.
Pero la choza huía, huía de la muchacha. Hasta que Aua consiguió darle alcance, no sin haberse calado hasta los huesos.
Un perro peludo guardaba la choza y el perro dijo:
– Linda Aua, puedes entrar.
Aua no se hizo rogar. Penetró en la choza y en el fondo del albergue vio colgada una enorme pierna de buey.
El peludo perro era el esclavo y guardián de esta pierna de buey que, a su vez, dijo al perro:
– Haz sentar a esta niña en la esterilla.
El enorme perro peludo invitó a Aua a sentarse, y la niña se sentó.
Al cabo de un rato, la Pierna de Buey ordenó al perro, su esclavo:
– Dale a la niña algo con que pueda preparar su comida.
Y el perro dio a la niña dos granos de arroz, y cuando ella los puso a cocer en la marmita, los granos se hincharon hasta llenarla por completo.
Cocido el arroz, Aua lo sacó de la marmita y vio, sorprendida, que estaba condimentado con grasa. Y comió, Aua, hasta que hubo satisfecho su apetito y, entonces, lo que quedaba en la marmita desapareció como por encanto.
Aua pasó así ocho días en esta choza, habiendo por compañía al perro fiel y a la hospitalaria Pierna de Buey. Día y noche se alimentaba de arroz con carne grasa, y el manjar mucho le apetecía.
En la noche del octavo día, la Pierna de Buey dijo al perro:
– Di a la niña que venga a darme masaje.
Sin hacerse rogar, la niña prestó sumisa el servicio pedido.
Entonces la Pierna de Buey dijo:
– Veo que realmente eres una niña dechado de bondad. Vuelve a casa de tu padre, pero, antes de partir, toma estos dos huevos. Cuando llegues a un sitio donde no oigas ninguna voz, rómpelos.
Aua tomó los dos huevos y se puso en camino para regresar a la choza paterna. No se hallaba muy lejos de la de Pierna de Buey, cuando oyó voces de gentes invisibles que le gritaban:
– ¡Rompe los huevos, que nosotros los sorberemos!
La pequeña Aua prosiguió su ruta sin impresionarse por las voces misteriosas que le gritaban órdenes.
Por fin llegó a un sitio solitario; no había ni un solo guijarro y no se percibía el menor ruido.
Entonces dejó caer uno de los huevos sobre el suelo y el huevo se rompió.
Caballeros, guerreros armados de fusiles, esclavos y esclavas, salieron de aquel huevo.
Aua rompió el otro huevo: montones de alhajas, vestidos suntuosos y toda clase de animales domésticos salieron de éste.
Mandó entonces a uno de los caballeros:
– Di a mi padre que estoy de vuelta para abrazarle.
El caballero entró en el pueblo en el momento en que el jefe, habiendo convocado a todos los hombres por medio del tambor, tomaba disposiciones para rechazar a la escolta de la huerfanita, a quien tomara por una columna enemiga.
El rey, acompañado del padre de Aua, salió al encuentro de la joven y la condujeron, montada en un soberbio caballo, a la choza paterna.
Pasaron unos días, y la madrastra, celosa de ver a Aua tan parecida a una reina, dio a su hija Alimata la piel de carnero que antes confiara a su hijastra, para que fuera a lavarla, también, al río Amarillo.
Alimata obedeció. Como anteriormente su hermanastro, ella encontró la choza fugitiva.
Como Aua, también la persiguió en medio de una espantosa tormenta y se caló hasta los huesos.
Llegó por fin delante de la choza de Pierna de Buey. El enorme perro peludo la invitó a entrar.
– ¡Ah! – exclamó ella -. ¡Cuanto más vieja una se hace, más cosas se ven! ¡Un perro que habla!
Y así que hubo entrado, la Pierna de Buey ordenó al perro que la invitase a sentarse.
– ¡Otra maravilla! – exclamó -. ¡Carne que habla!
A la noche, siempre obedeciendo las órdenes de Pierna de Buey, el enorme perro peludo dio a Alimata dos granos de arroz para que preparase su cena.
La atolondrada se enfadó y gritó:
– ¡Ah! ¿Así obsequian a los forasteros? ¿Qué plato puede prepararse con dos granos de arroz?
Y acostóse sin haber comido.
A la mañana siguiente, Pierna de Buey la despidió, no sin haberle regalado dos huevos, que le recomendó no rompiera hasta pasar por un lugar donde no se percibiera voz ninguna.
Alimata partió sin dar ni siquiera las gracias.
Pronto oyó voces que le gritaban:
– ¡Rompe los huevos! ¡Rompe los huevos!
Y apresuróse a romperlos, dejándolos caer sobre una piedra.
Al instante, ciegos, cojos, bestias feroces, sapos, escorpiones y alacranes, salieron de los dos huevos rotos contra las recomendaciones de Pierna de Buey.
Y se lanzaron todos sobre ella, y la mordieron, picaron y destrozaron, teniendo Alimata un fin tan horroroso, como feliz había sido el de la obediente y bondadosa Aua.

martes, 28 de abril de 2015

El cisne tomado por ganso.

El cisne tomado por ganso

Un hombre muy rico alimentaba a un ganso y a un cisne juntos, aunque con diferente fin a cada uno: uno era para el canto y el otro para la mesa.
Cuando llegó la hora para la cual era alimentado el ganso, era de noche, y la oscuridad no permitía distinguir entre las dos aves.
Capturado el cisne en lugar del ganso, entonó su bello canto preludio de muerte. Al oír su voz, el amo lo reconoció y su
canto lo salvó de la muerte.
Antes de tomar una acción sobre alguien o algo, ya sea que le beneficie o perjudique, primero debemos asegurarnos de su verdadera identidad.

lunes, 27 de abril de 2015

El ladrón arrepentido.

El ladrón arrepentido

Un Muchacho a quien su Madre le ha bía enseñado a robar, creció hasta ser hombre, y se convirtió en Funcionario Pú blico profesional. Un día fue sorprendido con las manos en la masa y condenado a muerte. Mientras marchaba al lugar de la ejecución pasó junto a su Madre, y le dijo:
-¡Contempla tu obra! ¡Si no me hubie ras enseñado a robar, yo no habría llegado a eso!
-¡Claro! -dijo la Madre-. ¿Y quién, dime, te enseñó a que te descubran?

viernes, 24 de abril de 2015

El cisne y su dueño.

El cisne y su dueño

Se dice que los cisnes cantan justo antes de morir. Un hombre vio en venta a un cisne, y habiendo oído que era un animal muy melodioso, lo compró.
Un día que el hombre daba una cena, trajo al cisne y le rogó que cantara durante el festín. Mas el cisne mantuvo el silencio.
Pero un día, pensando el cisne que ya iba a morir, forzosamente lloró de antemano su melodía. Al oírle, el dueño dijo:
–Si sólo cantas cuando vas a morir, fui un tonto rogándote que cantaras en lugar de inmolarte.
Muchas veces sucede que tenemos que hacer a la fuerza lo que no quisimos hacer de voluntad.

jueves, 23 de abril de 2015

El gato y las ratas.

El gato y las ratas

Había una casa invadida de ratas. Lo supo un gato y
se fue a ella, y poco a poco iba devorando las ratas.
Pero ellas, viendo que rápidamente eran cazadas,
decidieron guardarse en sus agujeros.
No pudiendo el gato alcanzarlas, ideó una trampa para que salieran. Trepó a lo alto de una viga, y colgado de ella se hizo el muerto. Pero una de las ratas se asomó, lo vio y le dijo:
— ¡Oye amiguito, aunque fueras un saco de harina,
no me acercaría a ti!
Los malvados, cuando no pueden dañar a sus víctimas directamente, buscan un atrayente truco para lograrlo. Cuídate siempre de lo que te ofrecen como muy lindo y atrayente.

miércoles, 22 de abril de 2015

La víbora y la zorra.

La víbora y la zorra

Arrastraba la corriente de un río a una víbora enroscada
en una maraña de espinas.
La vio pasar una zorra que descansaba y exclamó:
— ¡Para tal clase de barco, tal piloto!
Personas perversas siempre conectan con situaciones perversas

martes, 21 de abril de 2015

Los ratones y las comadrejas.

Los ratones y las comadrejas

Se hallaban en continua guerra los ratones y
las comadrejas. Los ratones, que siempre eran
vencidos, se reunieron en asamblea, y pensando
que era por falta de jefes que siempre perdían,
nombraron a varios estrategas. Los nuevos jefes
recién elegidos, queriendo deslumbrar y distinguirse
de los soldados rasos, se hicieron una especie de
cuernos y se los sujetaron firmemente.
Vino la siguiente gran batalla, y como siempre, el ejército de los ratones llevó las de perder. Entonces todos los ratones huyeron a sus agujeros, y los jefes, no pudiendo entrar a causa de sus cuernos, fueron apresados y devorados.
Cuando adquieras puestos de alto nivel, no te vanaglories, pues mucho mayor que la apariencia del puesto, es la responsabilidad de cumplir lo encomendado.

lunes, 20 de abril de 2015

El ratón campesino y el ratón cortesano.

El ratón campesino y el ratón cortesano

Un ratón campesino tenía por amigo a otro de la corte, y lo invitó a que fuese a comer a la campiña. Mas como sólo podía ofrecerle trigo y yerbajos, el ratón cortesano le dijo:
— ¿Sabes amigo, que llevas una vida de hormiga? En cambio yo poseo bienes en abundancia. Ven conmigo y a tu
disposición los tendrás.
Partieron ambos para la corte. Mostró el ratón ciudadano a su amigo trigo y legumbres, higos y queso, frutas y miel. Maravillado el ratón campesino, bendecía a su amigo de todo corazón y renegaba de su mala suerte. Dispuestos ya a darse un festín, un hombre abrió de pronto la puerta.
Espantados por el ruido los dos ratones se lanzaron
temerosos a los agujeros. Volvieron luego a buscar higos
secos, pero otra persona incursionó en el lugar, y al verla,
los dos amigos se precipitaron nuevamente en una rendija para esconderse. Entonces el ratón de los campos, olvidándose de su hambre, suspiró y dijo al ratón cortesano:
— Adiós amigo, veo que comes hasta hartarte y que estás
muy satisfecho; pero es al precio de mil peligros y constantes temores. Yo, en cambio, soy un pobrete y vivo mordisqueando la cebada y el trigo, mas sin congojas ni temores hacia nadie.
Es tu decisión escoger el disponer de ciertos lujos y ventajas que siempre van unidos a congojas y zozobras, o vivir un poco más austeramente pero con más serenidad.

viernes, 17 de abril de 2015

Los dos políticos.

Los dos políticos

Dos Políticos cambiaban ideas acerca de las recompensas por el servicio público.
-La recompensa que yo más deseo-di jo el Primer Político- es la gratitud de mis conciudadanos.
-Eso sería muy gratificante, sin duda -dijo el Segundo Político-, pero es una lástima que con el fin de obtenerla tenga uno que retirarse de la política.
Por un instante se miraron uno al otro, con inexpresable ternura; luego, el Primer Político murmuró:
-¡Que se haga la voluntad del Señor! Ya que no podemos esperar una recom pensa, démonos por satisfechos con lo que tenemos.
Y sacando las manos por un momento del tesoro público, juraron darse por satis fechos.

jueves, 16 de abril de 2015

El pez de oro.

El pez de oro

En una isla muy lejana, llamada isla Buián, había una cabaña pequeña y vieja que servía de albergue a un anciano y su mujer. Vivían en la mayor pobreza; todos sus bienes se reducían a la cabaña y a una red que el mismo marido había hecho, y con la que todos los días iba a pescar, como único medio de procurarse el sustento de ambos.
Un día echó su red en el mar, empezó a tirar de ella y le pareció que pesaba extraordinariamente. Esperando una buena pesca se puso muy contento; pero cuando logró recoger la red vio que estaba vacía; tan sólo a fuerza de registrar bien encontró un pequeño pez. Al tratar de cogerlo quedó asombrado al ver que era un pez de oro; su asombro creció de punto al oír que el Pez, con voz humana, le suplicaba:
-No me cojas, abuelito; déjame nadar libremente en el mar y te podré ser útil dándote todo lo que pidas.
El anciano meditó un rato y le contestó:
-No necesito nada de ti; vive en paz en el mar. ¡Anda!
Y al decir esto echó el pez de oro al agua.
Al volver a la cabaña, su mujer, que era muy ambiciosa y soberbia, le preguntó:
-¿Qué tal ha sido la pesca?
-Mala, mujer -contestó, quitándole importancia a lo ocurrido-; sólo pude coger un pez de oro, tan pequeño que, al oír sus súplicas para que lo soltase, me dio lástima y lo dejé en libertad a cambio de la promesa de que me daría lo que le pidiese.
-¡Oh viejo tonto! Has tenido entro tus manos una gran fortuna y no supiste conservarla.
Y se enfadó la mujer de tal modo que durante todo el día estuvo riñendo a su marido, no dejándole en paz ni un solo instante.
-Si al menos, ya que no pescaste nada, le hubieses pedido un poco de pan, tendrías algo que comer; pero ¿qué comerás ahora si no hay en casa ni una migaja?
Al fin el marido, no pudiendo soportar más a su mujer, fue en busca del pez de oro; se acercó a la orilla del mar y exclamó:
-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
El Pez se arrimó a la orilla y le dijo:
-¿Qué quieres, buen viejo?
-Se ha enfadado conmigo mi mujer por haberte soltado y me ha mandado que te pida pan.
-Bien; vete a casa, que el pan no os faltará.
El anciano volvió a casa y preguntó a su mujer:
-¿Cómo van las cosas, mujer? ¿Tenemos bastante pan?
-Pan hay de sobra, porque está el cajón lleno -dijo la mujer-; pero lo que nos hace falta es una artesa nueva, porque se ha hendido la madera de la que tenemos y no podemos lavar la ropa; ve y dile al pez de oro que nos dé una.
El viejo se dirigió a la playa otra vez y llamó:
-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
El Pez se arrimó a la orilla y le dijo:
-¿Qué necesitas, buen viejo?
-Mi mujer me mandó pedirte una artesa nueva.
-Bien; tendrás también una artesa nueva.
De vuelta a su casa, cuando apenas había pisado el umbral, su mujer le salió al paso gritándole imperiosamente:
-Vete en seguida a pedirle al pez de oro que nos regale una cabaña nueva; en la nuestra ya no se puede vivir, porque apenas se tiene de pie.
Se fue el marido a la orilla del mar y gritó:
-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
El Pez nadó hacia la orilla poniéndose con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia el anciano, y le preguntó:
-¿Qué necesitas ahora, viejo?
-Constrúyenos una nueva cabaña; mi mujer no me deja vivir en paz riñéndome continuamente y diciéndome que no quiere vivir más en la vieja, porque amenaza hundirse de un día a otro.
-No te entristezcas. Vuelve a tu casa y reza, que todo estará hecho.
Volvió el anciano a casa y vio con asombro que en el lugar de la cabaña vieja había otra nueva hecha de roble y con adornos de talla.
Corrió a su encuentro su mujer no bien lo hubo visto, y riñéndolo e injuriándolo, más enfadada que nunca, le gritó:
-¡Qué viejo más estúpido eres! No sabes aprovecharte de la suerte.
Has conseguido tener una cabaña nueva y creerás que has hecho algo importante. ¡Imbécil! Ve otra vez al mar y dile al pez de oro que no quiero ser por más tiempo una campesina; quiero ser mujer de gobernador para que me obedezca la gente y me salude con reverencia.
Se dirigió de nuevo el anciano a la orilla del mar y llamó en alta voz:
-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
Se arrimó el Pez a la orilla como otras veces y dijo:
-¿Qué quieres, buen viejo?
Éste le contestó:
-No me deja en paz mi mujer; por fuerza se ha vuelto completamente loca; dice que no quiere ser más una campesina; que quiere ser una mujer de gobernador.
-Bien; no te apures; vete a casa y reza a Dios, que yo lo arreglaré todo.
Volvió a casa el anciano; pero al llegar vio que en el sitio de la cabaña se elevaba una magnífica casa de piedra con tres pisos; corría apresurada la servidumbre por el patio; en la cocina, los cocineros preparaban la comida, mientras que su mujer hallábase sentada en un rico sillón vestida con un precioso traje de brocado y dando órdenes a toda la servidumbre.
-¡Hola, mujer! ¿Estás ya contenta? -le dijo el marido.
-¿Cómo has osado llamarme tu mujer a mí, que soy la mujer de un gobernador? -y dirigiéndose a sus servidores les ordenó-: Coged a ese miserable campesino que pretende ser mi marido y llevadlo a la cuadra para que lo azoten bien.
En seguida acudió la servidumbre, cogieron por el cuello al pobre viejo y lo arrastraron a la cuadra, donde los mozos lo azotaron y apalearon de tal modo que con gran dificultad pudo luego ponerse en pie.
Después de esto, la cruel mujer le nombró barrendero de la casa y le dieron una escoba para que barriese el patio, con el encargo de que estuviese siempre limpio.
Para el pobre anciano empezó una existencia llena de amarguras y humillaciones; tenía que comer en la cocina y todo el día estaba ocupado barriendo el patio, porque apenas cometía la menor falta lo castigaban, apaleándolo en la cuadra.
-¡Qué mala mujer! -pensaba el desgraciado-. He conseguido para ella todo lo que ha deseado y me trata del modo más cruel, llegando hasta a negar que yo sea su marido.
Sin embargo, no duró mucho tiempo aquello, porque al fin se aburrió la vieja de su papel de mujer de gobernador. Llamó al anciano y le ordenó:
-Ve, viejo tonto, y dile al pez de oro que no quiero ser más mujer de gobernador; que quiero ser zarina.
Se fue el anciano a la orilla del mar y exclamó:
-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
El Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo:
-¿Qué quieres, buen viejo?
-¡Ay, pobre de mí! Mi mujer se ha vuelto aún más loca que antes; ya no quiere ser mujer de gobernador; quiere ser zarina.
-No te apures. Vuelve tranquilamente a casa y reza a Dios. Todo estará hecho.
Volvió el anciano a casa, pero en el sitio de ésta vio elevarse un magnífico palacio cubierto con un tejado de oro; los centinelas hacían la guardia en la puerta con el arma al brazo; detrás del palacio se extendía un hermosísimo jardín, y delante había una explanada en la que estaba formado un gran ejército. La mujer, engalanada como correspondía a su rango de zarina, salió al balcón seguida de gran número de generales y nobles y empezó a pasar revista a sus tropas. Los tambores redoblaron, las músicas tocaron el himno real y los soldados lanzaron hurras ensordecedores.
A pesar de toda esta magnificencia, después de poco tiempo se aburrió la mujer de ser zarina y mandó que buscasen al anciano y lo trajesen a su presencia.
Al oír esta orden, todos los que la rodeaban se pusieron en movimiento; los generales y los nobles corrían apresurados de un lado a otro diciendo: «¿Qué viejo será ése?» Al fin, con gran dificultad, lo encontraron en un corral y lo llevaron a presencia de la zarina, que le gritó:
-¡Ve, viejo tonto; ve en seguida a la orilla del mar y dile al pez de oro que no quiero ser más una zarina; quiero ser la diosa de los mares, para que todos los mares y todos los peces me obedezcan!
El buen viejo quiso negarse, pero su mujer lo amenazó con cortarle la cabeza si se atrevía a desobedecerla. Con el corazón oprimido se dirigió el anciano a la orilla del mar, y una vez allí, exclamó:
-¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí!
Pero no apareció el pez de oro; el anciano lo llamó por segunda vez, pero tampoco vino. Lo llamó por tercera vez, y de repente se alborotó el mar, se levantaron grandes olas y el color azul del agua se obscureció hasta volverse negro. Entonces el Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo:
-¿Qué más quieres, buen viejo?
El pobre anciano le contestó:
-No sé qué hacer con mi mujer; está furiosa conmigo y me ha amenazado con cortarme la cabeza si no vengo a decirte que ya no le basta con ser una zarina; que quiere ser diosa do los mares, para mandar en todos los mares y gobernar a todos los peces.
Esta vez el pez no respondió nada al anciano; se volvió y desapareció en las profundidades del mar.
El desgraciado viejo se volvió a casa y quedó lleno de asombro. El magnífico palacio había desaparecido y en su lugar se hallaba otra vez la primitiva cabaña vieja y pequeña, en la cual estaba sentada su mujer, vestida con unas ropas pobres y remendadas.
Tuvieron que volver a su vida de antes, dedicándose otra vez el viejo a la pesca, y aunque todos los días echaba su red al mar, nunca volvió a tener la suerte de pescar al maravilloso pez de oro.

martes, 14 de abril de 2015

La tela de Penélope.

La tela de Penélope o quién engaña a quién

Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.
Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.

lunes, 13 de abril de 2015

Basilisa la hermosa.

Basilisa la hermosa

En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su única hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir la niña los ocho años se puso enferma su madre, y presintiendo su próxima muerte llamó a Basilisa, le dio una muñeca y le dijo:
-Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo.
Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió.
El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entro todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.
El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba.
Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella.
Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos:
-No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.
Y después de haber despedido a los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.
Un día el comerciante tuvo necesidad de hacer un viaje y se marchó.
Entretanto, la madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente, aunque nadie lo había visto, vivía la terrible bruja Baba-Yaga; nadie osaba acercarse a aquellos lugares, porque Baba-Yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.
Después de instaladas en el nuevo alojamiento, la madrastra, con diferentes pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero a pesar de todas sus astucias la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no permitía que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.
Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa le mandó hilar, obligándolas a presentarle cada día una cierta cantidad de trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, excepto una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas estaban trabajando, se formó en la vela un pabilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras.
-¿Qué haremos ahora? -dijeron las jóvenes-. No había más luz que ésta en toda la casa y nuestras labores no están aún terminadas. ¡Habrá que ir en busca de luz a la cabaña de Baba-Yaga!
-Yo tengo luz de mis alfileres -dijo la que hacía el encaje-. No iré yo.
-Tampoco iré yo -añadió la que hacía las medias-. Tengo luz de mis agujas.
-¡Tienes que ir tú en busca de luz! -exclamaron ambas-. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba-Yaga!
Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Basilisa se dirigió sin luz a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y le dijo:
-Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga y ésta me comerá. ¡Pobre de mí!
-No tengas miedo -le contestó la Muñeca-; ve donde te manden, pero no te olvides de llevarme contigo; ya sabes que no te abandonaré en ninguna ocasión.
Basilisa se metió la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. La pobrecita iba temblando, cuando de repente pasó rápidamente por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; en seguida empezó a amanecer.
Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y en seguida empezó a levantarse el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y sólo al atardecer del día siguiente llegó al claro donde se hallaba la cabaña de Baba-Yaga; la cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas humanas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. De pronto apareció un jinete todo negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al aproximarse a las puertas de la cabaña de Baba-Yaga desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra; en seguida se hizo de noche. No duró mucho la obscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.
De pronto se oyó un tremendo alboroto: los árboles crujían, las hojas secas estallaban y la espantosa bruja Baba-Yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Acercose a la puerta, se paró, y husmeando el aire, gritó:
-¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?
Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:
-Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.
-Bueno -contestó la bruja-, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.
Luego, dirigiéndose a las puertas, exclamó:
-¡Ea!, mis fuertes cerrojos, ¡abríos! ¡Ea!, mis anchas puertas, ¡dejadme pasar!
Las puertas se abrieron; Baba-Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:
-¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno!
Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba-Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.
Se preparó para acostarse y dijo a la nueva doncella:
-Mañana tempranito, después que me marche, tienes que barrer el patio, limpiar la cabaña, preparar la comida y lavar la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.
Después de esto, Baba-Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:
-Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado que haga un trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago todo.
La Muñeca contestó:
-No temas nada, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana arreglaremos todo.
Al día siguiente despertose Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar y desaparecer al jinete blanco, y en seguida amaneció. Baba- aga salió al patio, silbó, y ante ella apareció el mortero con el mazo y la escoba.
Pasó a todo galope el jinete rojo, e inmediatamente salió el sol. La bruja se sentó en el mortero y salió del patio arreando con el mazo y barriendo con la escoba.
Basilisa se quedó sola, recorrió la cabaña, se admiró al ver las riquezas que allí había y se quedó indecisa sin saber por cuál trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.
-¡Oh mi salvadora! -exclamó Basilisa-. Me has librado de ser comida por Baba-Yaga.
-No te queda más que preparar la comida -le contestó la Muñeca al mismo tiempo que se metía en el bolsillo de Basilisa-. Prepárala y descansa luego de tu labor.
Al anochecer, Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba-Yaga. Ya anochecía cuando pasó rápidamente el jinete negro, e inmediatamente obscureció por completo; sólo lucieron los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba-Yaga, que fue recibida por Basilisa.
-¿Está todo hecho? -preguntó la bruja.
-Examínalo todo tú misma, abuelita.
Baba-Yaga recorrió toda la casa y se puso de mal humor por no encontrar un motivo para regañar a Basilisa.
-Bien -dijo al fin, y se sentó a la mesa; luego exclamó-: ¡Mis fieles servidores, venid a moler mi trigo!
En seguida se presentaron tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba-Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:
-Mañana harás lo mismo que hoy, y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para separar los granos de tierra.
Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Ésta repitió la misma contestación de la víspera:
-Acuéstate tranquila después de haber rezado. Por la mañana se es más sabio que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.
Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió todas sus obligaciones. Al anochecer volvió Baba-Yaga a casa, visitó todo y exclamó:
-¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, venid a prensar mi simiente de adormidera!
Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.
-¿Por qué no me cuentas algo? -preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa-. ¿Eres muda?
-Si me lo permites, te preguntaré una cosa.
-Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.
-Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?
-Es mi Día Claro -contestó la bruja.
-Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montando un corcel rojo. ¿Quién era éste?
-Es mi Sol Radiante.
-¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?
-Es mi Noche Obscura.
Basilisa se acordó de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.
-¿Por qué no preguntas más? -dijo Baba-Yaga.
-Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuanto más sepa seré más vieja.
-Bien -repuso la bruja-; bien haces en preguntar sólo lo que has visto fuera de la cabaña y no en la cabaña misma, pues no me gusta que los demás se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?
-La bendición de mi madre me ayuda -contestó la joven.
-¡Oh lo que has dicho! ¡Vete en seguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!
Y expulsó a Basilisa de la cabaña, la empujó también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:
-He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.
La muchacha echó a correr alumbrando su camino con la calavera, que se apagó ella sola al amanecer; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Acercose a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de aquella boca sin dientes, que decía: «No me tires, llévame contigo.» Miró entonces a la casa de su madrastra, y no viendo brillar luz en ninguna ventana, decidió llevar la calavera consigo.
La acogieron con cariño y le contaron que desde el momento en que se había marchado no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en casa.
-Acaso la luz que has traído no se apague -dijo la madrastra.
Trajeron la calavera a la habitación y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Intentaban esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer estaban ya las tres completamente abrasadas; sólo Basilisa permaneció intacta.
Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y se instaló allí esperando que volviese su padre. Un día dijo Basilisa a la anciana:
-Me aburro sin trabajo, abuelita. Cómprame del mejor lino e hilaré, para matar el tiempo.
La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. El trabajo avanzaba con rapidez y el hilo salía igualito y finito como un cabello.
Pronto tuvo un gran montón, suficiente para ponerse a tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. La muchacha pidió ayuda a su Muñeca, y ésta en una sola noche, le preparó un buen telar.
A fines del invierno el lienzo estaba ya tejido y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:
-Vende, abuelita, el lienzo y guárdate el dinero.
La anciana miró la tela y exclamó:
-No, hijita; ese lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en palacio.
Se dirigió a la residencia del zar y se puso a pasear por delante de las ventanas de palacio.
El zar la vio y le preguntó:
-¿Qué quieres, viejecita?
-Majestad -contestó ésta-, he traído conmigo una mercancía preciosa que no quiero mostrar a nadie más que a ti.
El zar ordenó que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.
-¿Qué quieres por él? -preguntó.
-No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.
El zar le dio las gracias y la colmó de regalos. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. La buscaron largo tiempo, y al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:
-Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza tienes que saber coserme las camisas.
-No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una hermosa joven que vive conmigo.
-Bien; pues que me cosa ella las camisas.
Volvió la anciana a su casa y contó a Basilisa lo sucedido y ésta repuso:
-Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.
Se encerró en su habitación y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera.
Al poco rato vio entrar en la casa a un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven dijo:
-Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.
Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar.
Apenas éste la vio se enamoró perdidamente de ella.
-Hermosa joven -le dijo-, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.
Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.
Cuando volvió el padre de Basilisa tuvo una gran alegría al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.

viernes, 10 de abril de 2015

Página suelta.

Página suelta

El destacamento había marchado toda la mañana, y, después de un breve alto, fue preciso seguir la caminata emprendida para acampar, ya anochecido, como Dios dispusiese, en la linde del bosque. La lluvia (rara en aquel clima durante el mes de diciembre) no había cesado de caer en hilos oblicuos, apretados y gruesos. Sorprendidos por el capricho de las nubes, desprovistos de mantas y capotes, soldados y oficiales se resignaron, o, mejor dicho, se chancearon con el agua; y era preciso todo el azogue de la juventud, todo el ánimo del soldado, todo el estoicismo del carácter peninsular, para no darse al mismo demonio al sentirse empapados como esponjas. Hacía calor, y el chorreo del agua no parecía sino que aumentaba la densidad de la temperatura pegajosa, sofocante, y con la marcha, irresistible. ¡Sudar el quilo y mojarse a un tiempo, caramba! Y no había otro remedio que seguir andando, a socorrer al pueblecillo cercado por los insurrectos, donde hacían desesperada y heroica
defensa los moradores, capitaneados por el párroco, un fraile dominico muy terne… La idea de salvar a españoles y españolas de la muerte y de los ultrajes alentaba al destacamento y le ponía alas en los pies, aunque el barro, que subía hasta las rodillas, se los calzase de plomo.
Por necesidad, porque no se veía, y también porque las fuerzas humanas tienen un límite, se detuvieron a la entrada de la selva. Casi en el mismo instante cesó el aguacero, cual si algún tifón lo hubiese barrido, y apareció un trozo de cielo limpio de nubes. A buen presagio lo tuvieron los españoles, que se dispusieron a acampar al pie de un copudo y añoso tamarindo, cuyos frutos, de ácida pulpa, sabían que son seguro remedio contra el cansancio y la fiebre. La luna, que filtraba ondas de luz gris perla al través del espeso ramaje enredado de lianas y tupido por los helechos colosales, fue acogida como una amiga; a su claridad añadieron la llama de una hoguera que no quería arder, y soldados y oficiales medio se secaron, abanicándose con hojas de cocotero, porque aquel calor húmedo asfixiaba.
Colocados ya los centinelas, los soldados buscaron en el sueño, o más bien en un inquieto y pesado letargo, el descanso indispensable después de tan fatigosa jornada; pero el capitán, alto, moreno, enjuto, apoyado en el tronco del tamarindo, y el teniente, muy joven, aniñado, de dulce cara femenil, se quedaron un instante en pie, abiertos los ojos, como si interrogasen a la noche.
-Pepe -dijo de pronto el capitán-, ¿sabes que me da el corazón que cuando lleguemos se habrán rendido? Por mi gusto…, ¡ahora mismo los hago levantar a todos y monto a caballo, y seguimos, hombre, seguimos para adelante!
-La tropa está que no puede con su alma -objetó el teniente, que se caía de sueño-. Dicen que tienen los pies como carbones ardiendo y los huesos calados…
-¡Bah!, en cuanto dormiten un cuarto de hora, los azuzo y se enderezan frescos como lechugas… ¡Si conoceré yo a mi gente! Son de hierro…, forjados en Eibar.
-Pero ¿de dónde sacas tú que allá se han rendido? Hay armas, municiones y, por sabido se calla, corazón; la iglesia y su torre son fuertes; hay una buena empalizada de bambú y otra de tapial; con menos que eso se resiste a un ejército; y los que quieren entrar en Arringuay son cuatro gatos.
-Tienes razón -declaró el capitán- menos en lo de los cuatro gatos, porque son centenares y no sé si millares de gatos los que están allí; pero ¿sabes lo que más me desespera de esta parada? ¿Tú no te acuerdas de la noche que es hoy? Como van ocho días que no sosegamos, como aquí hace verano cuando allá invierno…, qué, ¿no sabes que es…?
-¡Nochebuena! -exclamó con acento penetrado el teniente, cuyos ojos garzos se velaron de nostalgia-. ¡Nochebuena! ¡Y yo que no me acordaba, chico! ¡Nochebuena! ¡Ay, quién comiese hoy la sopita de almendra y la compota rajada de canela, en casa de tía Dolores! ¡Con las primillas, al lado de Fanny! ¡Está uno tan harto de ver caras amarillas y juanetudas! ¡Ole las mujeres de nuestra España!
-España es también aquí -respondió seriamente el capitán-. ¡Lo que es el mundo! Tú te acuerdas de las muchachas…, y yo, de mi nene, que ha nacido hace tres meses… No lo conozco aún…
-¡Nochebuena! -repitió el teniente de la cara afeminada-. Mira tú: ello será tontería o chifladura…; pero me acaba de dar por el alma no sé qué cosa rara, chico, y me pasa como a ti…: que me gustaría hacer algo gordo esta noche.
-¡Para escribirlo allá!
-¡No, que sería para contárselo al emperador de la China!
Las manos de los amigos se buscaron y se estrecharon enérgicamente; la hoguera, casi extinguida por la humedad del suelo, lanzó un reflejo rojo sobre el semblante de los dos oficiales; y el teniente, despabilado, electrizado, dijo en voz opaca y ardiente como un ruego:
-¡A despertarlos, chico, a despertarlos! Tres o cuatro leguas que faltan, se andan pronto… El guía me ha dicho a mí que sabe un atajo…
Quince minutos después, ni uno más ni uno menos, el destacamento caminaba otra vez, mejor dicho, se arrastraba penosamente, cortando con hachas las espesas lianas y los bejucales, hundiéndose en charcos donde la amarillenta sanguijuela les adhería a las piernas su ventosa y oyendo deslizarse en la maleza la iguana y la venenosa serpiente palay. Cubierta otra vez la luna por nubarrones, la oscuridad era casi total, y la tropa avanzaba a tientas, riendo y renegando, pero sin quejarse, sin echar de menos el interrumpido reposo. El que tropezaba en un tronco de árbol y daba de bruces, juraba y se incorporaba, sin pensar siquiera en enterarse del daño recibido. ¡Sí, para mimitos estaba el tiempo! ¡Cuando tal vez ardía Arringuay y destripaban a sus moradores los condenados rebeldes! ¡A menear las patas! Y una calentura de voluntad, de deseo, de abnegación, impulsaba los cuerpos exhaustos, despejaba las cabezas cargadas de modorra y prestaba fuerzas a los más endebles, y a los que
menos podían consigo… Iban como se va en una pesadilla.
Medianoche era por filo cuando avistaron al enemigo. Para decir verdad, lo que avistaron fue un caserío envuelto en llamas, un grupo de chozas de donde salían clamores. El capitán había adivinado: Arringuay se encontraba ya en poder de los asaltantes. Parapetados en la iglesia, resistían aún algunos hombres, mandados por el párroco fraile; hacia la plaza sonaban disparos; el pueblo, inerme ya, encontrábase entregado al saqueo y a la matanza. Los españoles se precipitaron en él, y se luchó confusamente entre las sombras o a la luz del incendio, pisando muertos lívidos, acribillados de heridas; vivos, palpitantes aún, agarrándose con los bandidos y cruzando con sus raras armas de salvajes, sus campaniles y sus krises ondeados como sierpes, las leales espadas y las limpias bayonetas. La pelea, sin embargo, duró poco; la horda, con exclamaciones nasales, con atiplados chillidos, que delataban a la vez el despecho, la ferocidad y la cautela, se comunicó la orden de retirada, y
dejando en la plaza y en las calles otra nueva hornada de cadáveres -porque la tropa, cansada y todo, pegaba duro-, huyeron a la desbandada los rebeldes, y los defensores de Arringuay, llorando de gozo, bajaron de la torre, en cuyos escombros pensaron envolverse. El fraile, empuñando todavía su rémington, corrió al encuentro del capitán, y aquellos dos hombres que no se conocían, que no se habían visto nunca, pero que eran, en el momento de encontrarse, una misma idea habitando dos cuerpos diferentes, se abrazaron con esa efusión larga, ardorosa, con que sólo se abrazan los que se quieren mucho…
La tropa, reanimada ya, ni pensaba en comer ni en dormir. Iban de casa en casa ayudando a apagar el incendio. Y el fraile y el capitán, comprendiendo que no era hora de entregarse a desahogo se pusieron de acuerdo en breves palabras, empezaron a dar órdenes y a ejecutarlas en persona. Los moradores, como el rebaño después de la acometida del lobo, juntáronse en la plaza: la madre buscaba al hijo, el hermano al hermano, se llamaban, se contaban; algunos sacaban a cuestas a los heridos. Un sargento trajo en brazos a un niño de pecho; acababa de encontrarle en una casuca que empezaba a arder, y donde sólo había una mujer muerta, nadando en un charco de sangre. Era la criatura un muñeco amarillo, que se descuajaba llorando; pero al capitán la vista del muñeco le avivó deseos y afanes, con más viveza en aquella noche, en que especialmente son sagrados los pequeñuelos; inclinóse y besó tiernamente al huérfano, y el teniente, con bonita sonrisa juvenil, le alzó entre sus manos y le
enseñó a la multitud, diciendo humorísticamente:
-¡Miren qué Niño Dios nos cae hoy!
-Es bien feo el condenado, mi teniente -declaró el sargento.
-¡No tenemos otro!…
Y el niño de raza malaya, fue festejado, y compadecido, y chillado, hasta que le tomó de su cuenta una chica que le acercó a su seno oblongo y a la cual el capitán deslizó en la mano todo el dinero que llevaba.

jueves, 9 de abril de 2015

La década perdida.

La década perdida

Personas de todo tipo entraban en la redacción del semanario y Orrison Brown mantenía toda clase de relaciones con ellas. Cuando acababa el horario de oficina era «uno de los redactores-jefe», pero durante el trabajo sólo era un hombre de pelo rizado que hacía un año había sido director del Jack-O-Lantern de Dartmouth y ahora se contentaba con asumir las tareas menos deseables de la redacción: desde corregir originales ilegibles a desempeñar las funciones de un botones sin serlo.
Había visto a aquel individuo entrar en el despacho del director: un individuo pálido y alto, de unos cuarenta años, con el pelo rubio impecablemente peinado, y ademanes que no eran ni huraños ni tímidos, ni sobrenaturales como los de un monje, pero que tenían algo de las tres cosas. El nombre que aparecía en su tarjeta, Louis Trimble, le traía vagos recuerdos, pero, al no encontrar un punto de referencia, Orrison se despreocupó, hasta que un timbre sonó en su escritorio y, por experiencias anteriores, adivinó que el señor Trimble iba a ser el primer plato del almuerzo del día.
—El señor Trimble… El señor Brown —dijo la fuente del dinero de todos los almuerzos—. Orrison, el señor Trimble ha estado ausente mucho tiempo. O por lo menos a él le parece que ha sido mucho tiempo: casi doce años. Mucha gente se consideraría afortunada si hubiera perdido la última década.
—Así es —dijo Orrison.
—Hoy no tengo tiempo ni para comer —continuó el jefe—. Llévalo a Voisin, o al Veintiuno o a donde quiera. El señor Trimble cree que se ha perdido muchas cosas.
Trimble objetó educadamente:
—Bueno, me las puedo arreglar.
—Lo sé, camarada. Nadie conocía esta ciudad como tú. Y si Brown se empeña en explicarte los carros sin caballo, me lo mandas inmediatamente. Y a las cuatro te vienes para acá, ¿de acuerdo?
Orrison cogió el sombrero.
—¿Ha estado fuera diez años? —preguntó mientras bajaban en el ascensor.
—Estaban empezando a construir el Empire State Building —dijo Trimble—. ¿En qué año fue?
—En 1928, poco más o menos. Pero, como ha dicho el jefe, ha tenido la suerte inmensa de perderse muchas cosas —y, como sondeándolo, añadió—: Seguramente usted tenía cosas más interesantes que ver.
—Creo que no.
Llegaron a la calle y, por la manera en que Trimble contrajo la cara ante el fragor del tráfico, Orrison hizo otra conjetura.
—¿Ha vivido lejos de la civilización?
—En cierto sentido —las palabras fueron pronunciadas de una manera tan comedida, que Orrison llegó a la conclusión de que aquel hombre sólo hablaría si se lo pedían, y al mismo tiempo se preguntó si habría pasado los años treinta en la cárcel o el manicomio.
—Éste es el célebre Veintiuno —dijo—. ¿Prefiere comer en otro sitio?
Trimble guardó silencio unos segundos, mientras miraba con atención el edificio de piedra caliza roja.
—Recuerdo cuando el nombre del Veintiuno empezó a hacerse famoso —dijo—, más o menos el mismo año que el Moriarity —inmediatamente continuó casi en tono de excusa—: Pensaba que pasearíamos un rato por la Quinta Avenida y comeríamos donde nos apeteciera: en algún sitio donde pudiéramos ver gente joven.
Orrison le echó una mirada rápida y volvió a pensar en rejas y muros grises y más rejas; se preguntaba si entre sus deberes se incluiría presentarle al señor Trimble chicas complacientes. Pero al señor Trimble no parecía habérsele ocurrido semejante posibilidad: tenía una expresión de absoluta y profunda curiosidad, y Orrison trató de relacionar su nombre con la expedición perdida en el Polo Sur del almirante Byrd o con los aviadores desaparecidos en la jungla brasileña. Era, o había sido, todo un personaje: era evidente. Pero la única pista definitiva para averiguar su procedencia —y a Orrison aquella pista poco le decía— era que, como hombre de ciudad, respetaba los semáforos y prefería ir por la acera y no por mitad de la calle. De pronto se paró a mirar el escaparate de una camisería.
—Corbatas de crespón —dijo—. No veía corbatas así desde que dejé la universidad.
—¿Dónde estudió?
—En el Instituto Tecnológico de Massachusetts.
—Magnífico sitio.
—La semana que viene iré a hacerle una visita. Podemos comer algo en algún sitio de por aquí… —habían pasado la calle 50—. Elija usted.
Había un buen restaurante con una pequeña marquesina a la vuelta de la esquina.
—¿Qué prefiere ver? —preguntó Orrison cuando se sentaron.
Trimble se quedo pensativo un instante.
—Bueno… La nuca de la gente —sugirió—. El cuello… Cómo la cabeza se une al cuerpo. Me gustaría oír qué le están diciendo a su padre aquellas dos chicas. No exactamente lo que están diciendo, sino sólo si las palabras flotan o se hunden, y cómo se cierran sus labios cuando acaban de hablar. Sólo es una cuestión de ritmo: Colé Porter volvió a Estados Unidos en 1928 porque intuyó que había nuevos ritmos en el ambiente.
Orrison creyó haber encontrado por fin una pista segura, y, con amable delicadeza, no siguió por aquel camino ni un milímetro, incluso reprimió un repentino deseo de decirle que había un buen concierto en el Carnegie Hall aquella noche.
—El peso de las cucharas —dijo Trimble—, tan liviano. Un cuenco pequeño pegado a un mango. El ligero estrabismo de ese camarero. Lo conozco desde hace mucho tiempo, pero seguro que no se acuerda de mí.
Pero, al irse del restaurante, el camarero miró a Trimble como si dudara, como si estuviera a punto de reconocerlo. Cuando salieron a la calle, Orrison se echó a reír:
—Diez años bastan para olvidar.
—Estuve aquí en mayo —Trimble se interrumpió bruscamente.
Orrison llegó a la conclusión de que todo aquello era un poco descabellado, y de repente decidió convertirse en una especie de guía.
—Desde aquí puede ver el Rockefeller Center —señaló animosamente— y el edificio Chrysler y el Armistead, el padre de todos los nuevos edificios.
—El edificio Armistead —Trimble miró hacia aquella zona, obediente—. Sí, lo proyecté yo.
Orrison negó con la cabeza y sonrió. Estaba acostumbrado a tratar con toda clase de gente. Pero la broma de que había comido en el restaurante en mayo…
Se detuvo ante la placa de bronce que había en la piedra angular del edificio: «Construido en 1928».
Trimble hizo un gesto de asentimiento.
—Empecé a emborracharme aquel año, a emborracharme de verdad. Así que es la primera vez que lo veo.
—Ah —Orrison titubeó—. ¿Quiere entrar?
—He entrado muchas veces, muchas. Pero no lo he visto. Y ahora no es lo que me gustaría ver. Ahora mismo sería incapaz. Sólo quiero ver cómo camina la gente y cómo son los vestidos, los sombreros, los zapatos. Y los ojos y las manos. ¿Le importaría estrecharme la mano?
—En absoluto, señor.
—Gracias, gracias. Es muy amable. Me figuro que parecerá extraño, pero la gente creerá que nos estamos despidiendo. Voy a pasear un rato por la avenida, así que es verdad que nos tenemos que despedir. Diga en el semanario que volveré a las cuatro.
Orrison lo siguió con la mirada cuando empezó a alejarse, casi esperando ver cómo se metía en un bar. Pero no había nada en Trimble que sugiriera o hubiera sugerido alguna vez que bebiera.
«Jesús», dijo para sí, «diez años borracho.»
Súbitamente palpó el tejido de su abrigo y luego alargó la mano y apretó el pulgar contra el granito del edificio.