lunes, 31 de agosto de 2015

El mandil de cuero.

El mandil de cuero

No creáis que esto que voy a referir sucedió en nuestros días ni en nuestras tierras, ni que es invención o ficción. Si encierra alguna moraleja aprovechable, consistirá en que la historia tiene sentido y enseñanza. ¡Ay del género humano si la Historia se redujese a la opresión del débil por el fuerte, al triunfo de la violencia!
Érase que se era un rey de Persia, a quien muchos llaman Nemrod, pero que según versiones más fundadas, debió de llamarse Doac, y fue matador y sucesor de aquel Yemsid cuyo pecado consistía en creerse perfecto. Este Doac era mago brujo y sabidor; pero en vez de ejercer su ciencia según la habían ejercitado sus predecesores -fundando ciudades, enseñando y propagando artes e industrias, venciendo en singular batalla a los divos o genios del mal, estableciendo las primeras pesquerías de perlas, horadando las primeras minas de turquesas, popularizando el conocimiento del alfabeto y de los signos que, trazados sobre ladrillo o piedra, conservan al través de las edades el recuerdo de los hechos insignes-, el empecatado Doac sólo utilizó su magia para componer y destilar filtros y venenos y refinar ingeniosos suplicios, porque se deleitaba en el dolor, y los gemidos eran para él regalada música. Hasta el reinado de Doac, no sabían los persas cómo desgarra las carnes un haz de
varillas, ni cómo aprieta la nuez una soga. Cuando se pregunta qué enseñó Doac a sus súbditos, la crónica responde que enseñó a azotar y ahorcar.
Cansado sin duda el Cielo, infligió a Doac un padecimiento cruel y vergonzoso. Una mañana, al disponerse a gozar las delicias del baño, notó el rey que en cada hombro le había salido gruesa verruga, tamaña como un huevo y de la mismísima figura que una cabeza de serpiente: chata, verdosa, horrible.
Al principio no dolían las tales excrecencias; pero no tardaron en ulcerarse y causar atroz martirio, que determinaba en Doac accesos de rabia, siendo lo peor que como no quería enseñar a los médicos ni a persona viviente su asqueroso alifafe, tenía que lavarse, curarse y vestirse solo, y atender a las úlceras con las plastas y ungüentos que encontraba en su repertorio mágico.
Desesperado ya de tantas recetas que habían salido vanas, y realizando nuevos conjuros, un día amaneció con la persuasión de que el único remedio eran los sesos de un hombre, aplicados calientes aún a las enconadas heridas.
No vaya nadie a asustarse de la ignorancia que esto acusa en los tiempos de Doac, pues aún en los nuestros hemos podido ver que se receta el redaño del carnero, el pichón abierto en canal y el trozo de carne de buey sobre el lupus. Que la sangrienta medicina sería algo eficaz se demuestra con que poco a poco fueron vaciándose las prisiones del reino de Persia; diariamente ejecutaban a dos presos para sacarles el meollo. Mas no hay en el mundo cosa que no se agote, y también los criminales encerrados; así es que, cuando faltó la ración de meollo fresco, se fijó un tributo de dos hombres por día, que cobraban sayones y verdugos enviados aquí y allá a requisar. Solían éstos elegir, entre las familias numerosas, el individuo enfermizo, deforme, imposibilitado, el viejo, el inútil. Y ocurrió que, enterándose Doac de esta circunstancia, montó en furiosa cólera, jurando que si seguían dándole el desecho y lo peor de los sesos de sus vasallos, los degollaría a todos. Entonces los
verdugos resolvieron sacrificar lo más florido de Yspahan, para dejar al rey satisfecho.
No se determinaron, sin embargo, a buscar víctimas entre la gente poderosa (magnates, empleados de la casa real); pero, en los primeros instantes, acordándose de que un pobre herrero, llamado Cavé, tenía dos hijos como dos pinos de oro, gallardos en extremo y diestros en todos los ejercicios corporales; y pareciéndoles buena presa, los sorprendieron en la plaza pública, los degollaron, les abrieron el cráneo y llevaron a Doac su masa cerebral caliente todavía.
Hallábase Cavé trabajando en su forja, cuando los vecinos, entre compasivos e indiscretos, acudieron a darle la fatal nueva. Al pronto pareció como si el mísero padre no se hubiese enterado de la inaudita desventura que le comunicaban: helado, inmóvil, mudo, escuchó la relación del atroz caso. De súbito, su pena estalló formidable, cual transporte de león que rompe la cadera y arranca de un zarpazo los hierros de la jaula. Lo que hizo salvar a Cavé fue saber que precisamente por ser sus hijos fuertes, inteligentes y hermosos, los habían señalado para la cuchilla. “¡No dejarme ni siquiera uno para consuelo! ¡Ah! ¡Juro por la luz eterna del sol que me vengaré!” Y el herrero, gritando así, blandía su enorme martillo y al blandirlo, montañas de carne bronceada, endurecida por el trabajo, se acumulaban en su brazo desnudo y negro de escoria.
Desciñéndose el amplio mandilón de cuero que le protegía, Cavé lo ató a la punta de un palo, y con el mandil por estandarte y el martillo por arma, salió a la plaza profiriendo clamores de maldición contra Doac. A la voz del desesperado padre, sucedió un extraño fenómeno: los habitantes de Yspahan, que yacían aletargados y helados de miedo, recobraron energía, sacudieron la modorra; al ver que existía un hombre que se atrevía a enarbolar un estandarte, corrieron a rodearle locos de entusiasmo, y la sedición estalló tan repentina, que el tirano sólo tuvo tiempo de huir vergonzosamente con sus mujeres y sus tesoros.
Lejos ya de Yspahan, juntó Doac un ejército de más de cien mil hombres, y volvió dispuesto a disolver las hordas que un artesano capitaneaba y que tenían por bandera sucio y denegrido mandil de cuero. Pero avínole mal, porque el bordado guión de Doac, de seda y oro, recamado de perlas, ostentando por emblema los siete planetas y la luna, hubo de retroceder ante el pedazo de suela que solo lucía los estigmas del trabajo y las huellas del humano sudor, y la cabeza de Doac, goteando sangre, lívida, contraída por la mueca de la agonía, quedó hincada en el palo que sostenía el mandil de cuero, mientras las tropas de Cavé, habiendo despojado al tirano de sus vestiduras, se reían a carcajadas de las dos verrugas que en sus hombros figuraban cabezas de serpiente…
Al ser saludado rey por su ejército, el herrero se negó rotundamente a aceptar la corona. Él mismo señaló para reinar al príncipe Feridún, que después fue un gran monarca y un sabio profundo, y enseñó a los persas la astronomía, la medicina y la botánica. La única gloria que cupo a Cavé, el herrero, se cifró en su mandil, que Feridún tomó por estandarte regio. Siempre que al entrar en batalla Feridún, sin falso rubor ni respetos humanos, colocaba ante sí aquel trozo de suela que representaba la santidad del trabajo y la protesta contra la injusticia y el abuso del poder, era como si llevase un talismán: tenía la victoria segura. Cuando se avergonzaba del mandil de cuero, salía derrotado. Por haberse perdido en las revueltas y vicisitudes de la invasión griega el mandil, símbolo de que no debe el monarca colmar la copa de la iniquidad para que no se desborde la de la ira celeste; por haber desaparecido, digo, el estandarte de Cavé y su tradición de independencia, llegaron los
persas, pueblo nobilísimo en su origen y de altas facultades intelectuales, al atraso, al servilismo y a la abyección en que hoy se pudren.

viernes, 21 de agosto de 2015

De barro estamos hechos.

De barro estamos hechos

Descubrieron la cabeza de la niña asomada en el lodazal, con los ojos abiertos, llamando sin voz. Tenía un nombre de Primera Comunión, Azucena. En aquel interminable cementerio, donde el olor de los muertos atraía a los buitres más remotos y donde los llantos de los huérfanos y los lamentos de los heridos llenaban el aire, esa muchacha obstinada en vivir se convirtió en el símbolo de la tragedia. Tanto transmitieron las cámaras la visión insoportable de su cabeza brotando del barro, como una negra calabaza, que nadie se quedó sin conocerla ni nombrarla. Y siempre que la vimos aparecer en la pantalla, atrás estaba Rolf Carlé, quien llegó al lugar atraído por la noticia, sin sospechar que allí encontraría un trozo de su pasado, perdido treinta años atrás.
Primero fue un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón, encrespándolos como una espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus máquinas de medir con semanas de anticipación y ya sabían que la montaña había despertado otra vez. Desde hacía mucho pronosticaban que el calor de la erupción podía desprender los hielos eternos de las laderas del volcán, pero nadie hizo caso de esas advertencias, porque sonaban a cuento de viejas. Los pueblos del valle continuaron su existencia sordos a los quejidos de la tierra, hasta la noche de ese miércoles de noviembre aciago, cuando un largo rugido anunció el fin del mundo y las paredes de nieve se desprendieron, rodando en un alud de barro, piedras y agua que cayó sobre las aldeas, sepultándolas bajo metros insondables del vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis del primer espanto, los sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas, las iglesias, las blancas plantaciones de algodón, los sombríos bosques del café y los potreros de los toros sementales habían desaparecido. Mucho después, cuando llegaron los voluntarios y los soldados a rescatar a los vivos y sacar la cuenta de la magnitud del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había más de veinte mil seres humanos y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un caldo viscoso. También habían sido derrotados los bosques y los ríos y no quedaba a la vista sino un inmenso desierto de barro.
Cuando llamaron del Canal en la madrugada, Rolf Carlé y yo estábamos juntos. Salí de la cama aturdida de sueño y partí a preparar café mientras él se vestía de prisa. Colocó sus elementos de trabajo en la bolsa de lona verde que siempre llevaba, y nos despedimos como tantas otras veces. No tuve ningún presentimiento. Me quedé en la cocina sorbiendo mi café y planeando las horas sin él, segura de que al día siguiente estaría de regreso.
Fue de los primeros en llegar, porque mientras otros periodistas se acercaban a los bordes del pantano en jeeps, en bicicletas, a pie, abriéndose camino cada uno como mejor pudo, él contaba con el helicóptero de la televisión y pudo volar por encima del alud. En las pantallas aparecieron las escenas captadas por la cámara de su asistente, donde él se veía sumergido hasta las rodillas, con un micrófono en la mano, en medio de un alboroto de niños perdidos, de mutilados, de cadáveres y de ruinas. El relato nos llegó con su voz tranquila. Durante años lo había visto en los noticiarios, escarbando en batallas y catástrofes, sin que nada le detuviera, con una perseverancia temeraria, y siempre me asombró su actitud de calma ante el peligro y el sufrimiento, como si nada lograra sacudir su fortaleza ni desviar su curiosidad. El miedo parecía no rozarlo, pero él me había confesado que no era hombre valiente, ni mucho menos. Creo que el lente de la máquina tenía un efecto extraño en él, como si lo transportara a otro tiempo, desde el cual podía ver los acontecimientos sin participar realmente en ellos. Al conocerlo más comprendí que esa distancia ficticia lo mantenía a salvo de sus propias emociones.
Rolf Carlé estuvo desde el principio junto a Azucena. Filmó a los voluntarios que la descubrieron y a los primeros que intentaron aproximarse a ella, su cámara enfocaba con insistencia a la niña, su cara morena, sus grandes ojos desolados, la maraña compacta de su pelo. En ese lugar el fango era denso y había peligro de hundirse al pisar. Le lanzaron una cuerda, que ella no hizo empeño en agarrar, hasta que le gritaron que la cogiera, entonces sacó una mano y trató de moverse, pero en seguida se sumergió más. Rolf soltó su bolsa y el resto de su equipo y avanzó en el pantano, comentando para el micrófono de su ayudante que hacía frío y que ya comenzaba la pestilencia de los cadáveres.
–¿Cómo te llamas? –le preguntó a la muchacha y ella le respondió con su nombre de flor–. No te muevas, Azucena –le ordenó Rolf Carlé y siguió hablándole sin pensar qué decía, sólo para distraerla, mientras se arrastraba lentamente con el barro hasta la cintura. El aire a su alrededor parecía.tan turbio como el lodo.
Por ese lado no era posible acercarse, así es que retrocedió y fue a dar un rodeo por donde el terreno parecía más firme. Cuando al finestuvo cerca tomó la cuerda y se la amarró bajo los brazos, para que pudieran izarla. Le sonrió con esa sonrisa suya que le achica los ojos y lo devuelve a la infancia, le dijo que todo iba bien, ya estaba con ella, en seguida la sacarían. Les hizo señas a los otros para que halaran, pero apenas se tensó la cuerda la muchacha gritó. Lo intentaron de nuevo y aparecieron sus hombros y sus brazos, pero no pudieron moverla más, estaba atascada. Alguien sugirió que tal vez tenía las piernas comprimidas entre las ruinas de su casa, y ella dijo que no eran sólo escombros,también la sujetaban los cuerpos de sus hermanos, aferrados a ella.
–No te preocupes, vamos a sacarte de aquí –le prometió Rolf. A pesar de las fallas de transmisión, noté que la voz se le quebraba y me sentí tanto más cerca de él por eso. Ella lo miró sin responder.
En las primeras horas Rolf Carlé agotó todos los recursos de su ingenio para rescatarla. Luchó con palos y cuerdas, pero cada tírón era un suplicio intolerable para la prisionera. Se le ocurrió hacer una palanca con unos palos, pero eso no dio resultado y tuvo que abandonar también esa idea. Consiguió un par de soldados que trabajaron con él durante un rato, pero después lo dejaron solo, porque muchas otras víctimas reclamaban ayuda. La muchacha no podía moverse y apenas lograba respirar, pero no parecía desesperada, como si una resignación ancestral le permitiera leer su destino. El periodista, en cambio, estaba decidido a arrebatársela a la muerte. Le llevaron un neumático, que colocó bajo los brazos de ella como un salvavidas, y luego atravesó una tabla cerca del hoyo para apoyarse y así alcanzarla mejor. Como era imposible remover los escombros a ciegas, se sumergió un par de vece para explorar ese infierno, pero salió exasperado, cubierto de lodo, escupiendo piedras. Dedujo que se necesitaba una bomba para extraer el agua y envió a solicitarla por radio, pero volvieron con el mensaje de que no había transporte y no podían enviarla hasta la mañana siguiente.
–¡No podemos esperar tanto! –reclamó Rolf Carlé, pero en aquel zafarrancho nadie se detuvo a compadecerlo. Habrían de pasar todavía muchas horas más antes de que él aceptara que el tiempo se había estancado y que la realidad había sufrido una distorsión irremediable.
Un médico militar se acercó a examinar a los niños y afirmó que su corazón funcionaba bien y que si no se enfriaba demasiado podría resistir esa noche.
–Ten paciencia, Azucena, mañana traerán la bomba –trató de consolarla Rolf Carlé.
–No me dejes sola –le pidió ella. –No, claro que no. Les llevaron café y él se lo dio a la muchacha, sorbo a sorbo. El líquido caliente la animó y empezó a hablar de su pequeña vida, de su familia y de la escuela, de cómo era ese pedazo de mundo antes de que reventara el volcán. Tenía trece años y nunca había salido de los límites de su aldea. El periodista, sostenido por un optimismo prematuro, se convenció de que todo terminaría biem llegaría la bomba, extraerían el agua, quitarían los escombros y Azucena sería trasladada en helicóptero a un hospital, donde se repondría con rapidez y donde él podría visitarla llevándole regalos. Pensó que ya no tenía edad para muñecas y no supo qué le gustaría, tal vez un vestido. No entiendo mucho de mujeres, concluyó divertido, calculando que había tenido muchas en su vida, pero ninguna le había enseñado esos detalles. Para engañar las horas comenzó a contarle sus viajes y sus aventuras de cazador de noticias, y cuando se le agotaron los recuerdos echó mano de la imaginación para inventar cualquier cosa que pudiera distraerla. En algunos momentos ella dormitaba, pero él seguía hablándole en la oscuridad, para demostrarle que no se había ido y para vencer el acoso de la incertidumbre.
Ésa fue una larga noche.
A muchas millas de allí, yo observaba en una pantalla a Rolf Carlé y a la muchacha. No resistí la espera en la casa y me fui a la Televisión Nacional, donde muchas veces pasé noches enteras con él editando programas. Así estuve cerca suyo y pude asomarme a lo que vivió en esos tres días definitivos. Acudí a cuanta gente importante existe en la ciudad, a los senadores de la República, a los generales de las Fuerzas Armadas, al embajador norteamericano y al presidente de la Compañía de Petróleos, rogándoles por una bomba para extraer el barro, pero sólo obtuve vagas promesas. Empecé a pedirla con urgencia por radio y televisión, a ver si alguien podía ayudarnos. Entre llamadas corría al centro de recepción para no perder las imágenes del satélite, que llegaban a cada rato con nuevos detalles de la catástrofe. Mientras los periodistas seleccionaban las escenas de más impacto para el noticiario, yo buscaba aquellas donde aparecía el pozo de Azucena. La pantalla reducía el desastre a un solo plano y acentuaba la tremenda distancia que me separaba de Rolf Carlé, sin embargo yo estaba con él, cada padecimiento de la niña me dolía como a él, sentía su misma frustración, su misma impotencia. Ante la imposibilidad de comunicarme con él, se me ocurrió el recurso fantástico de concentrarme para alcanzarlo con la fuerza del pensamiento y así darle ánimo. Por momentos me aturdía en una frenética e inútil actividad, a ratos me agobiaba la lástima y me echaba a llorar, y otras veces me vencía el cansancio y creía estar mirando por un telescopio la luz de una estrella muerta hace un millón de años.
En el primer noticiario de la mañana vi aquel infierno, donde flotaban cadáveres de hombres y animales arrastrados por las aguas de nuevos ríos, formados en una sola noche por la nieve derretida. Del lodo sobresalían las copas de algunos árboles y el campanario de una iglesia, donde varias personas habían encontrado refugio y esperaban con paciencia a los equipos de rescate. Centenares de soldados y de voluntarios de la Defensa Civil intentaban remover escombros en busca de los sobrevivientes, mientras largas filas de espectros en harapos esperaban su turno para un tazón de caldo. Las cadenas de radio informaron que sus teléfonos estaban congestionados por las llamadas de familias que ofrecían albergue a los niños huérfanos. Escaseaban el agua para beber, la gasolina y los alimentos. Los médicos, resignados a amputar miembros sin anestesia, reclamaban al menos sueros, analgésicos y antibióticos, pero la mayor parte de los caminos estaban interrumpidos y además la burocracia retardaba todo. Entretanto, el barro contaminado por los cadáveres en descomposición amenazaba de peste a los vivos.
Azucena temblaba apoyada en el neumático que la sostenía sobre la superficie. La inmovilidad y la tensión la habían debilitado mucho, pero se mantenía consciente y todavía hablaba con voz perceptible cuando le acercaban un micrófono. Su tono era humilde, como si estuviera pidiendo perdón por causar tantas molestias. Rolf Carlé tenía la barba crecida y sombras oscuras bajo los ojos, se veía agotado. Aun a esa enorme distancia pude percibir la calidad de ese cansancio, diferente a todas las fatigas anteriores de su vida. Había olvidado por completo la cámara, ya no podía mirar a la niña a través de un lente. Las imágenes que nos llegaban no eran de su asistente, sino de otros periodistas que se habían adueñado de Azucena, atribuyéndole la patética responsabilidad de encarnar el horror de lo ocurrido en ese lugar. Desde el amanecer Rolf se esforzó de nuevo por mover los obstáculos que retenían a la muchacha en esa tumba, pero disponía sólo de sus manos, no se atrevía a utilizar una herramienta, porque podía herirla. Le dio a Azucena la taza de papilla de maíz y plátano que distribuía el Ejército, pero ella la vomitó de inmediato. Acudió un médico y comprobó que estaba afiebrada, pero dijo que no se podía hacer mucho, los antibióticos estaban reservados para los casos de gangrena. También se acercó un sacerdote a bendecirla y colgarle al cuello una medalla de la Virgen. En la tarde empezó a caer una llovizna suave, persistente.
–El cielo está llorando –murmuró Azucena y se puso a llorar también.
–No te asustes –le suplicó Rolf–. Tienes que reservar tus fuerzas y mantenerte tranquila, todo saldrá bien, yo estoy contigo y te voy a sacar de aquí de alguna manera.
Volvieron los periodistas para fotografiarla y preguntarle las mismas cosas que ella ya no intentaba responder. Entretanto llegaban más equipos de televisión y cine, rollos de cables, cintas, películas, vídeos, lentes de precisión, grabadoras, consolas de sonido, luces, pantallas de reflejo, baterías y motores, cajas con repuestos, electricistas, técnicos de sonido y carnarógrafos, que enviaron el rostro de Azucena a millones de pantallas de todo el mundo. Y Rolf Carlé continuaba clamando por una bomba. El despliegue de recursos dio resultados y en la Televisión Nacional empezamos a recibir imágenes más claras y sonidos más nítidos, la distancia pareció acortarse de súbito y tuve la sensación atroz de que Azucena y Rolf se encontraban a mi lado, separados de mí por un vidrio írreductible. Pude seguir los acontecimientos hora a hora, supe cuánto hizo mi amigo por arrancar a la niña de su prisión y para ayudarla a soportar su calvario, escuché fragmentos de lo que hablaron y el resto pude adivinarlo, estuve presente cuando ella le enseñó a Rolf a rezar y cuando él la distrajo con los cuentos que yo le he contado en mil y una noches bajo el mosquitero blanco de nuestra cama.
Al caer la oscuridad del segundo día él procuró hacerla dormir con las viejas canciones de Austria aprendidas de su madre, pero ella estaba más allá del sueño. Pasaron gran parte de la noche hablando, los dos extenuados, hambrientos, sacudidos por el frío. Y entonces, poco a poco, se derribaron las firmes compuertas que retuvieron el pasado de Rolf Carlé durante muchos años, y el torrente de cuanto había ocultado en las capas más profundas y secretas de la memoria salió por fin, arrastrando a –su paso los obstáculos que por tanto tiempo habían bloqueado su conciencia. No todo pudo decírselo a Azucena, ella tal vez no sabía que había mundo más allá del mar nitiempo anterior al suyo, era incapaz de imaginar Europa en la época de la guerra, así es que no le contó de la derrota, ni de la tarde en que los rusos lo llevaron al campo de concentración para enterrar a los prisioneros muertos de hambre. ¿Para qué explicarle que los cuerpos desnudos, apilados como una montaña de leños, parecían de loza quebradiza? ¿ Cómo hablarle de los hornos y las horcas a esa niña moribunda? Tampoco mencionó la noche en que vio a su madre desnuda, calzada con zapatos rojos de tacones de estilete, llorando de humillación. Muchas cosas se calló, pero en esas horas revivió por primera vez todo aquello que su mente había intentado borrar. Azucena le hizo entrega de su miedo y así, sin quererlo, obligó a Rolf a encontrarse con el suyo. Allí, junto a ese pozo maldito, a Rolf le fue imposible seguir huyendo de sí mismo y el terror visceral que marcó su infancia lo asaltó por sorpresa. Retrocedió a la edad de Azucena y más atrás, y se encontró como ella atrapado en un pozo sin salida, enterrado en vida, la cabeza a ras de suelo, vio juntos a su cara las botas y las piernas de su padre, quien se había quitado la correa de la cintura y la agitaba en el aire con un silbido inolvidable de víbora furiosa. El dolor lo invadió, intacto y preciso, como siempre estuvo agazapado en su mente. Volvió al armario donde su padre lo ponía bajo llave para castigarlo por faltas imaginarias y allí estuvo horas eternas con los ojos cerrados para no ver la oscuridad, los oídos tapados con las manos para no oír los latidos de su propio corazón, temblando, encogido como un animal. En la neblina de los recuerdos encontró a su hermana Katharina, una dulce criatura retardada que pasó la existencia escondida con la esperanza de que el padre olvidara la desgracia de su nacimiento. Se arrastró junto a ella bajo la mesa del comedor y all.í ocultos tras un largo mantel blanco, los dos niños permanecieron abrazados, atentos a los pasos y a las voces. El olor de Katharina le llegó mezclado con. el de su propio sudor, con los aromas de la cocina, ajo, sopa, pan recién horneado y con un hedor extraño de barro podrido. La mano de su hermana en la– suya, su jadeo asustado, el roce de su cabello salvaje en las mejillas, la expresión cándida de su mirada. Katharina, Katharina… surgió ante él flotando como una bandera, envuelta en el mantel blanco– convertido en mortaja, y pudo por fin llorar su muerte y la culpa de haberla abandonado. Comprendió entonces que sus hazañas de periodista, aquellas que tantos reconocimientos y tanta fama le había dado, eran sólo un intento de mantener bajo control su miedo más antiguo, mediante la treta de refugiarse detrás de un lente a ver si así la realidad le resultaba más tolerable. Enfrentaba riesgos desmesurados como ejercicio de coraje, entrenándose de día para vencer los monstruos que lo’ atormentaban de noche. Pero había llegado el instante de la verdad y ya no pudo seguir escapando de su pasado. Él era Azucena, estaba enterrado en el barro, su terror no era la emoción remota de una infancia casi olvidada, era una garra en la garganta. En el sofoco del llanto se le apareció su madre, vestida de gris y con su cartera de piel de cocodrilo apretada contra el regazo, tal como la viera por última vez en el muelle, cuando fue a despedirlo al barco en el cual él se embarcó para América. No venía a secarle las lágrimas, sino a decirle–que cogiera una pala, porque la guerra había terminado y ahora debían enterrar a los muertos.
–No– llores. Ya no me duele nada, estoy bien –le dijo Azucena al amanecer.
–No lloro por ti, lloro por mí, que me duele todo –sonrió Rolf Carlé.
En el valle del cataclismo comenzó el tercer día con una luz pálida entre nubarrones. El–Presidente de la República se trasladó a la zona y apareció en traje de.campaña para confirmar que era la peor desgracia de este siglo, el país estaba de duelo, las naciones hermanas habían ofrecido ayuda, se ordenaba estado de sitio, las Fuerzas Armadas serían inclementes, fusilarían sin trámites a quien fuera sorprendido robando o cometiendo otras fechorías. Agregó que era imposible sacar todos los cadáveres ni dar cuenta de los millares de desaparecidos, de modo que el valle completo se declaraba camposanto y los obispos vendrían a celebrar una misa solemne por las almas de las víctimas. Se dirigió a las carpas del Ejército, donde
se amontonaban los rescatados, para entregarles el alivio de promesas inciertas, y al improvisado hospital, para dar una palabra de aliento a los médicos y enfermeras, agotados por tantas horas de penurias. Enseguida se hizo conducir al lugar donde estaba Azucena, quien para entonces ya era célebre, porque su imagen había dado la vuelta al planeta. La saludó con su lánguida mano de estadista y los micrófonos registraron su voz conmovida y su acento paternal, cuando le dijo que su valor era un ejemplo para la patria. Rolf Carlé lo interrumpió para pedirle una bomba y él le aseguró que se ocuparía del asunto en persona. Alcancé a ver a Rolf por unos instantes, en cuclillas junto al pozo. En el noticiario de la tarde se encontraba en la misma postura: y yo, asomada a la pantalla como una adivina ante su bola de cristal, percibí que algo fundamental había cambiado en él, adiviné que durante la noche se habían desmoronado sus defensas y se había entregado al dolor, por fin vulnerable. Esa niña tocó una parte de su alma a la cual él mismo no había tenido acceso y que jamás compartió conmigo. Rolf quiso consolarla y fue Azucena quien le dio consuelo a él.
Me di cuenta del momento preciso en que Rolf dejó de luchar y se abandonó al tormento de vigilar la agonía de la muchacha. Yo estuve con ellos, tres días y dos noches, espiándolos al otro lado de la vida. Me encontraba allí cuando ella le dijo que en sus trece años nunca un muchacho la había querido y que era una lástima irse de este mundo sin conocer el amor, y él le aseguró que la amaba más de lo que jamás podría amar a nadie, más que a su madre y a su hermana, más que a todas las mujeres que habían dormido en sus brazos, más que a mí, su compañera, que daría cualquier cosa por estar atrapado en ese pozo en su lugar, que cambiaría su vida por la de ella, y vi cuando se inclinó sobre su pobre cabeza y la besó en la frente, agobiado por un sentimiento dulce y triste que no sabía nombrar. Sentí cómo en ese instante se salvaron ambos de la desesperanza, se desprendieron del lodo, se elevaron por encima de los buitres y de los helicópteros, volaron juntos sobre ese vasto pantano de podredumbre y lamentos. Y finalmente pudieron aceptar la muerte. Rolf Carlé rezó en silencio para que ella se muriera pronto, porque ya no era posible soportar tanto dolor.
Para entonces yo había conseguido una bomba y estaba en contacto con un general dispuesto a enviarla en la madrugada del día siguiente en un avión militar. Pero al anochecer de ese tercer día, bajo las implacables lámparas de cuarzo y los lentes de cien máquinas, Azucena se rindió, sus ojos perdidos en los de ese amigo que la había sostenido hasta el final. Rolf Carlé le quitó el salvavidas, le cerró los párpados, la retuvo apretada contra su pecho por unos minutos y después la soltó. Ella se hundió lentamente, una flor en el barro.
Estás de vuelta conmigo, pero ya no eres el mismo hombre. A menudo te acompaño al Canal y vemos de nuevo los videos de Azucena, los estudias con atención, buscando algo que pudiste haber hecho para salvarla y no se te ocurrió a tiempo.
O tal vez los examinas para verte como en un espejo, desnudo. Tus cámaras están abandonadas en un armario, no escribes ni cantas, te queda durante horas sentado ante la ventana mirando las montañas. A tu lado, yo espero que completes el viaje hacia el interior de ti mismo y te cures de las viejas heridas. Sé que cuando regreses de tus pesadillas caminaremos otra vez de la mano, como antes

martes, 18 de agosto de 2015

El pescador y su esposa.

El pescador y su esposa

Había una vez un pescador que vivía con su esposa en una choza miserable, a la orilla del mar, y quien todos los días iba a pescar.
Estaba un día sentado con su caña en la ribera, con la vista dirigida hacia las claras aguas, cuando de repente vio hundirse el anzuelo y bajar hasta lo más profundo y cuando lo sacó, tenía un Gran Pez Azul, el cual le dijo:
-“Te suplico que me dejes vivir, pues no soy un pez verdadero, soy un príncipe encantado. ¿qué bien te haría el matarme? No soy bueno como comida, ponme en el agua y déjame ir.”-
-“Bien”- le dijo el pescador, -“no hay necesidad de tantas palabras, pues a un Gran Pez Azul que habla, ciertamente que lo dejaré ir.”-
Y lo puso en las claras aguas, y el Gran Pez Azul bajó al fondo, dejando un hilo de sangre detrás de él. Entonces el pescador regresó a su choza donde su esposa.
-“Esposo”- le dijo, -“¿no has cogido nada hoy?
-“Nada para traer”- contestó el marido, -“solamente he cogido un gran Gran Pez Azul que me ha dicho ser un príncipe encantado y lo he dejado libre de nuevo.”-
-“¿Y a cambio, no le pediste nada para tí?”- preguntó la mujer.
-“No”- repuso el hombre, -“¿y qué había de pedirle?”-
-“¡Ah!”- respondió la mujer, -“es tan triste vivir siempre en un tugurio como éste, que podrías haberle pedido una casa pequeñita para nosotros. Vuelve y llama al Gran Pez Azul, y dile que quisiéramos tener una casa pequeñita pero cómoda, pues nos la dará de seguro.”-
-“¡Ah!”- dijo el marido, -“¿y por qué he de ir de nuevo allí?”-
-“¿Que por qué?”- dijo la mujer, -“Ya lo capturaste una vez y lo dejaste ir. De seguro te complacerá. Ve de inmediato.”-
Al pescador no le gustaba mucho la idea, pero para no contradecir a su esposa, volvió al mar.
Cuando llegó, el mar estaba todo verde y amarillo, y nada tranquilo, así que se quedó mirando y dijo:
-“Pez azul, Gran Pez Azul,
ven, te lo suplico, ven donde estoy.
Por mi esposa, la buena Isabel,
que un deseo te quiere pedir.”-
Entonces el Gran Pez Azul llegó nadando hasta donde él y preguntó:
-“Bueno, ¿y qué es lo que pide?”-
-“Ah”- dijo el hombre, -“yo te capturé, y mi esposa dice que realmente debí haberte pedido algo por haberte dejado ir. Ella ya no quiere vivir más en nuestro tugurio. Ella quisiera tener una pequeña y decente casita.”-
-“Ve entonces”- dijo el Gran Pez Azul, -“ya la tiene.”-
Cuando el hombre regresó a casa, ya su mujer no estaba en un tugurio, sino en una pequeña casita, y ella se encontraba sentada en una banca junto a la puerta. Entonces lo tomó de la mano y le dijo:
-“Ven adentro y mira, ¿no es todo esto mucho mejor ahora?”-
Entraron, y había una pequeña sala, una linda alcoba, un comedor y una cocina equipada con los más completos y mejores utensilios conocidos, y de todo lo que había deseado. Y detrás de la casita había un pequeño patio con gallinas y patos, y un pequeño jardín con flores y frutas.
-“Mira”- dijo la esposa, -“¿No es bello todo esto?”-
-“¡Claro!”- dijo el esposo, -“y así debemos verlo siempre. Ahora viviremos tranquilos y contentos.”-
-“Ya lo pensaremos.”- dijo ella.
Con todo eso, cenaron y fueron a dormir.
Todo marchó muy bien por una semana, al cabo de la cual la esposa dijo:
-“Hark, tú, esposo mío, esta casita es muy pequeña para nosotros, y el jardín y el patio también son muy chiquitos. El Gran Pez Azul que cogiste justamente debería darnos una casa más grande. Me gustaría vivir en un gran castillo de piedra. Búscalo de nuevo y pídele que nos dé un castillo.”-
-“Pero esposa”- dijo el hombre, -“esta casita es suficiente para nosotros, ¿para qué vivir en un castillo?”-
-“¿Qué?”- dijo la mujer, -“Ve de una vez. El Gran Pez Azul siempre complacerá.”-
-“No, esposa”- respondió el pescador, -“ya el Gran Pez Azul nos dió esta casita, no quiero regresar a buscarlo tan pronto, eso podría molestarlo.”-
-“Ve”- dijo la esposa, -“para él es muy fácil, y le gustará hacerlo. Simplemente llámalo.”-
El corazón del pescador se apesadumbró, y no deseaba ir. Él se dijo a sí mismo:
-“No es correcto.”- pero siempre fue.
Y cuando llegó, el agua estaba color violeta y azul oscuro y muy espesa. No se veía ya más verde y amarilla, aunque estaba tranquila. Él se paró allí y dijo:
-“Pez azul, Gran Pez Azul,
ven, te lo suplico, ven donde estoy.
Por mi esposa, la buena Isabel,
que un deseo te quiere pedir.”-
-“Bien”- dijo el Gran Pez Azul, -“¿Qué es lo que ella quiere, entonces?”-
-“Caray”- dijo el hombre medio asustado, -“ella quiere vivir en un gran castillo de piedra.”-
-“Ve para allá. Ella está junto a la puerta.”- dijo el Gran Pez Azul.
Entonces el hombre regresó, creyendo que volvía a casa, pero al llegar, se encontró con un gran palacio de piedra, y su esposa estaba justamente junto a las gradas de ingreso, y lo tomó de la mano y le dijo:
-“Entra.”-
Así que él fue con ella, y en el castillo había una gran sala de piso de mármol, muchos sirvientes que abrían las amplias puertas, y las paredes bellamente decoradas con hermosos colgantes, y en los cuartos sillas y mesas de oro puro, y candelabros colgando del techo, y todos los dormitorios con alfombras, y encima de todas las mesas alimentos y vinos de lo mejor, que parecían querer quebrarse por su peso. En la parte de atrás, había un enorme patio con establos, caballos y ganado, y con los mejores coches. Había también un grande y precioso jardín, con las flores más hermosas y árboles con las más exquisitas frutas. Además un parque como de un kilómetro de largo en el que se veían cabras, venados, liebres y todo tipo de fauna no salvaje.
-“Ves”- dijo la esposa, -“¿no es todo eso hermoso?”-
-“Sí, por supuesto.”- contestó el pescador, -“que sea así, y vivamos ya felices con este bello castillo.”-
-“Ya lo consideraremos.”- respondió ella, -“y durmamos con él.”-
Cenaron y fueron a dormir.
A la mañana siguiente la esposa despertó de primero, y observando la salida del sol, vio el bello territorio que yacía frente sus ojos. Su esposo apenas se estaba estirando, cuando ella lo tocó con su codo y le dijo:
-“Hey, esposo, levántate y asómate por la ventana. Mira, ¿Qué te parece que seamos los reyes de todos esos territorios?, ve donde el Gran Pez Azul y pídele que seamos los reyes.”-
-“Ay, señora”- dijo el hombre, -“¿Por qué debemos ser reyes? Yo no quiero ser rey.”-
-“Bueno”- dijo ella, -“si no quieres ser rey, yo sí quiero ser reina. Vé donde el Gran Pez Azul, y dile que quiero ser reina.”-
-“Pero mujer”- dijo él, -“¿por qué quieres ser reina? No me gustará pedirle eso.”-
-“¿Por qué no?”- dijo la mujer. -“ve inmediatamente donde él, ¡debo ser la reina!”-
Entonces el hombre partió, y se sentía muy infeliz de que su esposa quisiera ser reina.
-“No es correcto, no es correcto.”- pensaba y pensaba él.
No quería ir, pero siempre fue. Y cuando llegó al mar, estaban las aguas de un color gris muy oscuro, muy crecidas y con un olor putrefacto. Entonces se paró allí y dijo:
-“Pez azul, Gran Pez Azul,
ven, te lo suplico, ven donde estoy.
Por mi esposa, la buena Isabel,
que un deseo te quiere pedir.”-
-“Bien, ¿qué es lo que desea ahora?”- preguntó el Gran Pez Azul.
-“Caray”- dijo el hombre, -“desea ser reina.”-
-“Vuelve con ella, ya es reina.”-
Así que el pescador regresó, y al llegar al palacio, éste era mucho más grande, con su gran torre y magníficos adornos, con un centinela cuidando la puerta, y un gran número de soldados tocando tambores y trompetas. Y cuando entró al interior, vio que todo era de mármol y oro puro, con cobertores de terciopelo y grandes cofres de joyas.
Entonces se abrieron las puertas del salón, y allí estaba toda la corte en su total esplendor, y su esposa sentada sobre un gran trono de oro y diamantes, con una gran corona de oro en su cabeza, y con un cetro de oro puro en sus manos, y a ambos lados de ella sus criadas en espera de órdenes formando una fila, de modo que a cada una le seguía otra de una cabeza más baja que la anterior.
Entonces él fue y se paró junto a ella y le dijo:
-“Oh, esposa, ahora eres reina.”-
-“Sí”- dijo la mujer, -“ahora soy reina.”-
Y él se quedó mirándola. Después de mirarla por un rato, le dijo:
-“Ahora que eres reina, no tienes nada más que desear.”-
-“Nopis, querido esposo.”- dijo ella, con cierta ansiedad -“encuentro que el tiempo pasa rápidamente, y no puedo dejarlo ir. Ve donde el Gran Pez Azul, pues ahora soy reina, pero debo ser emperadora también.”-
-“Caray, esposa, ¿por qué quieres ser emperadora?”- preguntó él.
-“Esposo””- le dijo, -“Ve donde el Gran Pez Azul. Yo seré emperadora.”-
-“Caray, esposa”- dijo el hombre, -“él no te podrá hacer emperadora. No le pediré eso al Gran Pez Azul. Sólo hay un emperador en estas tierras. ¡El Gran Pez Azul no te puede hacer emperadora! ¡Te aseguro que no puede!”-
-“¿Cómo?”- dijo la mujer, -“Yo soy la reina, y tú no eres nada más que mi esposo. ¡Irás ahora mismo! Si él pudo hacerme reina, podrá hacerme emperadora. Y lo seré. ¡Vete ya!”-
Así que se vio forzado a ir. Cuando iba de camino, sin embargo, su espíritu sufría, y pensaba:
-“Esto no terminará bien, nada bien. Emperadora es mucha sinvergüenzada. El Gran Pez Azul terminará hastiado.”-
Pensando en eso llegó al mar, y el mar estaba bien negro y espeso, y hervía a borbollones, y burbujas salían desde el fondo, y un fuerte viento las levantaba, y el hombre estaba muy asustado. Pero se acercó y parándose dijo:
-“Pez azul, Gran Pez Azul,
ven, te lo suplico, ven donde estoy.
Por mi esposa, la buena Isabel,
que un deseo te quiere pedir.”-
-“Bien, ¿que desea ahora tu señora?”- preguntó el Gran Pez Azul.
-“Caray, Gran Pez Azul”- le dijo, -“mi esposa desea ser emperadora.”-
-“Pues ve con ella, ya es emperadora.”-
Entonces el hombre se fue, y cuando llegó, todo el palacio estaba hecho de mármol pulido, con imágenes de alabastro y decoraciones de oro, y había soldados marchando frente a la puerta sonando trompetas, tocando platillos y tambores, y adentro, barones, duques y cortesanos trabajaban como sirvientes. Entonces le abrieron las puertas de oro a él. Y cuando entró, estaba su esposa sentada en un trono hecho de una sola pieza de oro, de muchos metros de alto, y portaba una gran corona de oro, también altísima, decorada con diamantes y esmeraldas, y tenía en una mano el cetro, y en la otra el sello imperial, y a ambos lados de ella estaban dos filas de sus guardas personales, ordenados por altura, desde el más alto, hasta el más pequeño. Y delante de ella estaban de pie una cantidad de duques y princesas.
Entonces el pescador avanzó entre ellos, y dijo:
-“Esposa, ¿eres emperadora ahora?”-
-“Sí, ahora soy emperadora.”-
Él se quedó mirándola muy bien por un rato, y luego dijo:
-“Oh esposa, estarás contenta ahora que eres emperadora.”-
-“Esposo”- dijo ella, -“¿que te quedas haciendo ahí parado? Ahora soy emperadora, pero quiero también ser Super Emperadora. Ve pronto donde el Gran Pez Azul.”-
-“Pero esposa”- dijo el hombre, -“¿qué más no desearás? No puedes ser Super Emperadora. Es demasiado para tí. El Gran Pez Azul no te puede hacer Super Emperadora.”-
-“Esposo, he de ser Super Emperadora. Ve inmediatamente. Debo ser Super Emperadora hoy mismo.”-
-“No, esposa”- dijo el hombre, -“no me gusta pedirle eso, que no lo hará, eso es demasiado. El Gran Pez Azul no te puede hacer Super Emperadora.”-
-“Esposo”- dijo ella, -“seré Super Emperadora. Ve inmediatamente. Debo ser Super Emperadora este mismo día.”-
-“Oh, no, mujer”- replicó él, -“no me gusta pedirle eso, no puede ser, el Gran Pez Azul no te puede hacer Super Emperadora.”-
-“Esposo”- dijo ella, -“¡qué sin sentido! Si pudo hacerme emperadora, podrá hacerme Super Emperadora. Ve directamente donde él. Yo soy emperadora, y tú no eres más que mi esposo. ¿Ya te vas?”-
Entonces él se atemorizó y se fue. Pero se sentía muy débil y conmocionado, y sus piernas y rodilla le temblaban mucho. Y un gran viento sopló sobre la tierra, y la nubes se acumulaban, y con el atardecer todo oscurecía, las hojas caían de los árboles, y las aguas del mar hacían efervescencia como si hirvieran, y golpeaban sobre la arena de la playa. Y en la distancia se veían barcos disparando cañones, balanceándose sobre las olas. Y todavía a mitad del cielo había una pizca de azul, aunque todo el resto era rojo como en una fuerte tormenta. Así, con tanta disparidad, él fue, se paró frente al mar y dijo:
-“Pez azul, Gran Pez Azul,
ven, te lo suplico, ven donde estoy.
Por mi esposa, la buena Isabel,
que un deseo te quiere pedir.”-
-“Bien, ¿que quiere ahora?”- preguntó el Gran Pez Azul.
-“Caray”- dijo el pescador, -“quiere ser Super Emperadora.”-
-“Pues ve donde ella, ya es Super Emperadora.”-
Y se fue donde ella. Cuando llegó, vio lo que parecía ser una gran super palacio, rodeado de palacios menores. Y avanzó entre la muchedumbre. Adentro todo estaba iluminado con miles y miles de candelas, y su esposa estaba vestida en oro, y sentada en un trono aún más grande, con tres grandes coronas de oro, y a todo su alrededor había mucho esplendor real, y a ambos lados de ella una fila de candelas, siendo la más alta de ellas tanto como la torre más elevada, hasta llegar a la más pequeñita de todas. Y todos los emperadores y reyes estaban de rodillas ante ella, besando su pie.
-“Esposa”- dijo el hombre, -“¿Eres Super Emperadora ahora?”-
-“Sí”- dijo ella, -“ahora soy Super Emperadora.”
Y él se quedó mirándola, y era como si estuviera mirando al brillante sol. Después de mirarla por un rato, le dijo:
-“Oh, esposa, si ya eres Super Emperadora, ya quédate ahí.”-
Pero ella permanecía inmutable como un poste, y parecía no mostrar ningún signo de vida. Entonces él le dijo:
-“Esposa, ahora que eres Super Emperadora, quédate satisfecha. Ya no hay nada más grande a qué aspirar.”-
-“Ya lo veré.”- respondió ella.
Y fueron a dormir. Pero ella no se sentía satisfecha, y la inquietud no la dejaba dormir, pues continuamente estaba pensando en que paso podría dar adelante.
El pescador dormía bien y tranquilamente, pues había tenido un día de arduo trabajo. Pero la mujer, del todo no pudo dormir, y se movía de un lado para otro durante toda la noche, pensando siempre en que le faltaría llegar a ser, pero incapaz de obtener una respuesta de su mente.
Cuando empezó el día, y la mujer vio el resplandor del amanecer a través de la ventana, y el sol subiendo sobre las montañas, pensó:
-“¿No podría yo, ordenarle al sol y a la luna cuándo levantarse?”-
-“Esposo”- dijo ella, golpeándole las costillas con sus codos -” ¡despierta!, ve al Gran Pez Azul, y dile que deseo ser igual a como es Dios.”-
Aunque el hombre estaba aún medio dormido, se horrorizó tanto que hasta se cayó de la cama. Creyendo que había oído mal, se frotó los ojos y dijo:
-“¿Que qué?, ¿qué es lo que estás diciendo?”-
-“Esposo”- dijo ella, -“si yo no puedo ordernarles al sol y la luna cuando salir, y ver al sol y la luna levantarse cuando yo lo deseo, no lo podría soportar. No sabré lo que es tener una nueva hora feliz, a menos que pueda controlarles su salida. “-
Entonces lo volvió a ver con una mirada tan terrible que al pobre pescador un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y le agregó:
-“¡Anda de una vez!”-
-“Caray, esposa”- replicó él, lanzándose de rodillas a sus pies -“el Gran Pez Azul no puede hacer eso. Él te hizo emperadora y super emperadora, quédate con lo que tienes como una super emperadora.”-
Entonces ella se encolerizó, y su cabello se levantaba y se movía salvajemente, y gritaba:
-“¡No permitiré esto, ya no soporto más!, ¿vas a ir?”-
Entonces él se puso su ropa y corrió como un desesperado. Pero afuera había una gran tormenta, y el viento soplaba tan fuerte que difícilmente podía mantenerse de pie. Los árboles se doblaban y pegaban contra las casas, las montañas temblaban, las rocas rodaban hacia el mar, el cielo estaba resquebrajado y negro, y había truenos y relámpagos, y el mar se movía con inmensas olas tan altas como las torres de los castillos, y llevaban grandes espumas blancas sobre sus cúspides.
Entonces él gritó:
-“Pez azul, Gran Pez Azul,
ven, te lo suplico, ven donde estoy.
Por mi esposa, la buena Isabel,
que un deseo te quiere pedir.”-
-“Bien, y ¿qué es lo quiere ella?”- preguntó el Gran Pez Azul.
-“Caray”- dijo él, -“ahora desea ser igual a Dios”-
-“Pues ve con ella, la encontrarás en el antiguo miserable tugurio de nuevo.”-
Y que se sepa, allí continuaron viviendo hasta estos días.
Enseñanza:
La ambición sin medida ni respeto, sólo conduce a la desgracia.

viernes, 14 de agosto de 2015

Amor a la vida.

Amor a la vida

Tan sólo esto quedará.
Han apostado y han vivido.
El jugador su parte ganará,
aunque el dado de oro se ha perdido.
Los dos hombres bajaron por la ribera penosamente, cojean­do, y el que iba delante se tambaleó al cruzar el roquedal. Los dos estaban débiles y extenuados, y sus rostros tenían esa tensa expresión de paciencia que es fruto de las largas penalidades. Ambos iban pesadamente cargados con el envoltorio de las man­tas sujeto con correas a sus hombros. Otras correas que pasaban por sus frentes les ayudaban a transportar esta mochila. Cada uno de ellos llevaba un rifle. Iban muy inclinados hacia delante y con la mirada fija en el suelo.
– Ojalá tuviésemos aunque sólo fuera dos de esos cartuchos que están guardados en nuestro escondrijo – dijo el que iba en segundo lugar.
Su voz era ronca y totalmente inexpresiva. Hablaba sin calor. El otro, el que se había tambaleado al pisar las rocas entre las que formaban remolinos las aguas espumosas del arroyo, no le contestó. No se descalzaron. El agua estaba tan fría, que les do­lían los tobillos y tenían los pies como muertos. En algunos lu­gares la rápida corriente les llegaba a las rodillas y los dos viaje­ros se tambaleaban, tratando de conservar el equilibrio.
El que iba en segundo lugar resbaló sobre un guijarro pulido por el agua, y estuvo a punto de caer; pero recobró la posición normal mediante un violento esfuerzo, a la vez que lanzaba una aguda exclamación de dolor. Se diría que estaba desfallecido y sentía vértigos. Cuando vacilaba, tendía su mano libre, como si quisiera apoyarse en el aire. Después de recobrar el equilibrio, siguió avanzando, pero de nuevo se tambaleó y pareció que iba a caerse. Luego se detuvo mirando a su compañero, que no había vuelto la cabeza ni una sola vez.
El hombre permaneció inmóvil durante un minuto, como si sostuviese una lucha interior. Al fin, gritó:
– ¡Oye, Bill! Me he torcido un tobillo.
Bill no se volvió: siguió avanzando con paso vacilante a través de las aguas espumosas. Su compañero le vio alejarse, y aunque su rostro seguía tan inexpresivo como hacía unos momentos, sus ojos parecían los de un ciervo herido.
El otro hombre subió renqueando por la orilla opuesta y pro­siguió su marcha en línea recta, sin volverse para mirar. El que había quedado en el arroyo lo seguía con la mirada. Le tembla ban un poco los labios, y ello comunicaba una visible agitación al áspero bigote castaño que los cubría. Sacó la lengua para humedecérselos.
– ¡Bill!
Era el grito suplicante de un hombre fuerte que se ve en un apuro; pero Bill no volvió la cabeza. Su compañero lo vio ale­jarse, cojeando grotescamente, inclinado hacia adelante, con paso inseguro, subiendo por la larga pendiente hacia la cima de un pequeño otero. Le vio avanzar hasta que traspuso la cumbre y desapareció por el otro lado. Entonces paseó lentamente su mi­rada en derredor, contemplando la extensión circular de mundo que le quedaba después de haberse marchado Bill.
El sol, ya muy cerca del horizonte, parecía una brasa oscura. Estaba velado por cendales de niebla, que daban una impresión de masa intangible y sin contornos. El viajero consultó su reloj, sin dejar de sostenerse con una sola pierna. Eran las cuatro de un día de fines de julio o primeros de agosto. Ignoraba la fecha exacta – podía equivocarse en una o dos semanas -, pero sabía que el sol indicaba aproximadamente dónde estaba el Noroeste. Miró hacia el Sur y se dijo que más allá de los sombríos cerros que se ofrecían a su vista se extendía el lago del Gran Oso. Tam­bién sabía que en aquella dirección estaba el Círculo Polar Ártico, cuyos límites corrían por las yermas tierras canadienses. El arroyo en que se hallaba era un afluente del río Coppermine, que se dirigía al Norte para desembocar en el golfo de la Coronación y el océano Glacial Ártico. Él nunca había estado allí, pero vio el lugar señalado en un mapa de la Compañía de la Bahía de Hudson.
Su mirada recorrió el círculo de mundo que le rodeaba. No era un espectáculo muy alentador. Estaba encerrado por la suave curva del horizonte. Las elevaciones del terreno eran insig­nificantes. No había árboles, matorrales ni hierba. Nada. Sólo una tremenda y espantosa desolación, que envió reflejos de te­mor a sus ojos.
– ¡Bill! – susurró, y repitió -: ¡Bill!
Se agachó, intimidado, en medio del agua espumosa, como si la inmensidad le oprimiese con fuerza abrumadora y le aplastara brutalmente con su terrible grandeza. Empezó a temblar. Se diría que le había acometido un acceso de fiebre. Al fin, el rifle se le escapó de la mano y fue a parar al agua, con sonoro chapoteo. Esto lo despabiló. Luchó contra el miedo que lo dominaba y consiguió sobreponerse. Empezó a hurgar en el agua y al fin recuperó el arma. Pasó al hombro izquierdo el fardo de las mantas para que el tobillo lesionado no tuviese que soportar tanto peso. Luego siguió avanzando, lentamente, con todo cuidado, haciendo gestos de dolor, hasta que llegó a la orilla.
No se detuvo en ella. Con una desesperación que parecía lo­cura, sin hacer caso del dolor que sentía en el tobillo dislocado, subió por la ribera hasta la cumbre de la eminencia tras la que había desaparecido su compañero, cuya figura era mucho más grotesca que la de él, a pesar de su cojera y de su andar vaci­lante. Al llegar a la cumbre, vio a sus pies un valle poco profundo y desprovisto de vida. De nuevo luchó con el miedo y lo venció al fin. Entonces se colocó el fardo aún más a la izquierda y bajó por la ladera dando traspiés.
El fondo del vallecito estaba empapado. El espeso musgo, como si fuese una esponja, mantenía el agua muy cerca de la superficie. A cada paso que daba, el terreno rezumaba agua, y cada vez que levantaba el pie, cuando el musgo húmedo soltaba su presa como a regañadientes, se producía un sonido de ventosa. Avanzó siguiendo las pisadas de su compañero, bordeando las crestas rocosas que surgían como islitas en aquel mar de musgo, o pasando por encima de ellas.
Aunque estaba solo, no se había extraviado. Sabía que más lejos daría con un lugar poblado de abetos muertos, diminutos y resecos, y que este lugar se hallaba a orillas de un pequeño lago: el Titchnnichilie, voz indígena que significaba «la tierra de los bastoncitos». Y en aquel lago desembocaban las aguas de un arroyuelo que no eran lechosas como las del que acababa de cru­zar. En aquel arroyo había junquillos – esto lo recordaba bien -, pero no encontraría leña y tendría que seguirlo hasta que su curso desapareciera en una divisoria de aguas. Entonces cruzaría esta divisoria, hallaría el principio de otro arroyo que discurría hacia el Oeste y lo seguiría hasta el punto donde sus aguas se unían con las del río Dease. Allí encontraría un escondrijo: una canoa volcada y cubierta de piedras. Y en este escondrijo hallaría municiones para su fusil descargado, anzuelos, sedales, una pe­queña red…, en fin, todo lo necesario para cobrar piezas y pro­curarse comida. También encontraría harina, aunque no mucha, una lonja de tocino y una pequeña cantidad de habichuelas.
Bill estaría esperándole allí, y los dos descenderían con la ca­noa hacia el Sur, por el río Dease. Así llegarían al lago del Gran Oso y continuarían hacia el Sur, siempre hacia el Sur, a través del lago, para alcanzar el Mackenzie. Seguirían su viaje hacia el Sur, siempre hacia el Sur, y el invierno intentaría en vano darles alcance, y los remansos se helarían y el viento sería frío y cortan­te. Avanzarían siempre hacia el Sur, hasta alcanzar un cálido y acogedor puesto de la Compañía de la Bahía de Hudson, donde los árboles eran altos y numerosos y la comida jamás escaseaba.
Estos pensamientos cruzaban la mente del viajero mientras avanzaba penosamente. Y a sus esfuerzos corporales se unían los de su espíritu al tratar de persuadirse de que Bill no le había abandonado, de que con toda seguridad le esperaba en el escon­drijo. Se veía obligado a pensar así, ya que sin esta esperanza no habría valido la pena seguir luchando y se hubiera tendido en el suelo para esperar la muerte. Mientras la tenue esfera del sol se hundía lentamente por el Noroeste, él recorrió mentalmente, una vez y otra y palmo a palmo, el trayecto que seguirían Bill y él hacia el Sur antes de que llegase el invierno. Y repasó repetidas veces la comida que contenía el escondrijo y la que encontrarían ;in el puesto avanzado de la Compañía de la Bahía de Hudson. Llevaba dos días sin comer y mucho tiempo sin comer lo sufi­ciente. Se inclinaba con frecuencia para recoger pálidas bayas que se llevaba a la boca, las masticaba y las engullía. Aquellas bayas eran tan sólo minúsculas semillas encerradas en una envoltura casi liquida. El agua se fundía en la boca y la semilla era dura y amarga. El hombre sabía que no tenía ningún alimento, pero las masticaba pacientemente, con una esperanza superior a su convencimiento y que se imponía a la experiencia.
A las nueve introdujo la punta del pie en una hendidura ro­cosa, y su cuerpo débil y exhausto se tambaleó y cayó. Perma­neció algún tiempo tendido de costado y sin moverse. Luego se quitó las correas del fardo y, torpemente, se incorporó hasta que­dar sentado. Aún no había empezado a anochecer. A la luz cre­puscular, buscó a tientas entre las rocas unos puñados de musgo seco. Cuando tuvo un montón, encendió fuego – una fogata que hacía más humo que otra cosa – y puso en él un bote de latón lleno de agua para hervirla.
Desató el fardo y lo primero que hizo fue contar las cerillas que le quedaban. Sesenta y siete. Las contó tres veces para ase­gurarse. Luego las dividió en tres porciones, envolvió cada una de ellas en un trozo de papel aceitado, y colocó un paquetito en su vacía bolsa de tabaco, otro en la badana de su mugriento som­brero y el tercero en su pecho, bajo la camisa. Hecho esto, ex­perimentó un repentino pánico y abrió de nuevo los pequeños envoltorios para volver a contar las cerillas. Seguían siendo se­senta y siete.
Secó su calzado junto al fuego. Los mocasines estaban des­trozados. Los calcetines, hechos con tiras de manta, presentaban una serie de agujeros, y tenía los pies heridos y sangrantes. El tobillo dislocado le latía dolorosamente. Lo examinó. Se había hinchado hasta alcanzar el ancho de la rodilla. Cortó una larga tira de una de sus dos mantas y se ató el tobillo fuertemente. Con otras tiras iguales se envolvió los pies. Estas tiras harían las veces de mocasines y calcetines. Luego se bebió el agua casi hir­viendo del recipiente, dio cuerda a su reloj y se echó bajo las mantas.
Durmió como un tronco. Las fugaces tinieblas de la media­noche llegaron y se fueron. El sol se alzó en el Nordeste, pero él sólo vio el resplandor del amanecer, pues el astro estaba oculto por unas nubes grises.
A las seis se despertó. Quedó inmóvil y tendido de espaldas. Dirigió su mirada a lo alto, al cielo gris, y notó que tenía ham­bre. Cuando se puso de costado para incorporarse sobre el codo, le sorprendió oír un sonoro bufido y vio que un caribú le contem­plaba, curioso y apercibido. El rumiante no se hallaba a más de quince metros de él. En el cerebro del hombre surgió en el acto la visión y el aroma de un bistec de caribú friéndose sobre el fuego. Maquinalmente, tendió la mano hacia el rifle descargado, apuntó y apretó el gatillo. El caribú lanzó un bufido y se alejó saltando. Sus pezuñas repiquetearon al pisar los márgenes ro­cosos.
El hombre lanzó una maldición y arrojó el fusil descargado lejos de sí. Cuando empezó a incorporarse penosamente para ponerse en pie, dejó escapar lastimeros gemidos. ¡Qué difícil le era levantarse! Sus articulaciones parecían goznes mohosos. Fun­cionaban con gran dificultad. Para flexionar o extender sus miem­bros tenía que apelar a toda su fuerza de voluntad. Cuando al fin consiguió ponerse en pie, invirtió otro minuto en despere­zarse, con objeto de poder mantenerse erguido, como debe per­manecer todo hombre.
Penosamente llegó hasta la cumbre de una pequeña loma y desde allí contempló el panorama. No se veían árboles ni arbus­tos: únicamente una gris extensión de musgo, apenas interrum­pida por algunas rocas, lagunas y arroyuelos; asimismo grisáceos. El cielo también era gris. No había ni el menor atisbo de sol. No tenía la menor idea de dónde estaba el Norte y no se acor­daba del camino que había seguido para llegar allí la noche an­terior. Pero no estaba perdido: lo sabía. No tardaría en llegar a la región de los bastoncitos. Tenía el presentimiento de que debía de hallarse a la izquierda, no muy lejos de allí…, tal vez detrás del próximo otero.
Preparó de nuevo su hato para continuar el viaje. Se aseguró de que llevaba los tres paquetitos de cerillas, aunque no se de­tuvo a contarlas. Pero le asaltó la duda antes de cargar con la bolsa cuadrada de piel de alce. No era grande: podía cubrirla con las dos manos. Sabía que pesaba casi siete kilos: tanto como el resto del equipaje. Estaba indeciso y preocupado. Finalmente, la dejó a un lado y procedió a enrollar las mantas. Hizo una pausa y contempló el repleto saquito. Se apoderó de él apresu­radamente, con gesto retador, como si la desolación que le ro­deaba quisiera robársela, y cuando se puso en pie para conti­nuar su vacilante marcha, el saquito formaba parte del fardo que llevaba a modo de mochila.
Avanzó hacia la izquierda. De vez en cuando se detenía para comer bayas. Tenía el tobillo entumecido y cojeaba más que an­tes; pero el dolor del tobillo no era nada comparado con las agudas punzadas del hambre. El vacío que sentía en el estómago parecía roerle las entrañas. Al fin, ni siquiera pudo fijarse en el camino que tenía que seguir para llegar a la región de los bas­toncitos. Las bayas no aplacaban su hambre: sólo servían para llagarle la lengua y arañarle el paladar con su aspereza y su sabor amargo.
Llegó a un valle donde vio unos lagópodos de las rocas que levantaron el vuelo desde los peñascos rodeados de musgo, con sonoros aletazos y lanzando graznidos. Les tiró varias piedras, pero no consiguió hacer blanco. Luego dejó su carga en el suelo y trató de cazarlos como el gato que se lanza a la captura del gorrión. Las cortantes rocas atravesaron la tela de sus pantalo­nes, y al fin sus rodillas dejaron un rastro de sangre. Pero el dolor que esto le producía no era nada comparado con la tortura del hambre. Serpenteó a través del húmedo musgo. Sus ropas se empaparon y notó que el frío penetraba en su cuerpo. Pero nada de esto le importaba: le absorbía totalmente el ansia de comer. Los lagópodos levantaban siempre el vuelo cuando casi los tenía a su alcance. Llegó un momento en que sus graznidos le pare­cieron gritos de burla, y maldijo a aquellos pájaros y se mofó de ellos remedando sus chillidos.
Una vez llegó arrastrándose hasta uno que debía de estar dormido y al que no vio hasta que salió disparado de su nido, oculto entre las rocas. Pasó rozándole la cara e intentó asirlo, mientras mostraba la misma sorpresa que debía de sentir el lagó­podo. En su mano quedaron tres plumas de la cola. Miró con odio al ave que se alejaba volando, como si hubiese recibido de ella una afrenta terrible. Luego volvió en busca de su fardo y se lo echó a la espalda.
Siguió avanzando. Su camino le llevó a varios valles panta­nosos en los que la caza era más abundante. Pasó cerca de él un rebaño de caribúes formado por más de veinte cabezas. Los tuvo a una distancia tan corta, que no habría podido errar el tiro. Sintió un loco deseo de echar a correr tras ellos, seguro de que, si lo hiciera, los alcanzaría. Un zorro negro venía hacia él con un lagópodo en la boca. El viajero le gritó. Fue un grito espan­toso. Pero el zorro, aunque asustado, se alejó saltando, sin soltar la presa.
Al atardecer, siguió un riachuelo de aguas cenagosas que dis­curría entre juncales. Asió un manojo de juncos con mano firme y a ras de tierra, tiró de él y lo arrancó con su raíz. Era ésta un pequeño y tierno bulbo en el que se clavaron sus dientes con un sonoro crujido que pareció una deliciosa promesa de comida. Pero el bulbo era duro. Estaba formado por haces de filamentos correosos saturados de agua como las bayas, y no tenía ningún valor alimenticio. Volvió a despojarse del fardo y penetró en el juncal á. gatas, mientras masticaba con la boca cerrada, como un rumiante. Se sentía exhausto y a cada momento le asaltaba el deseo de descansar, de echarse a dormir. Pero constantemente lo espoleaba su anhelo de llegar a la región de los bastoncitos, y aún le estimulaba más el hambre. Buscaba ranas en las charcas y revolvía la tierra con las uñas, tratando de hallar lombrices y toda clase de gusanos, aun sabiendo que tan al Norte no había gusanos ni ranas.
Examinó en vano todas las charcas. Al fin, cuando empezaba el largo crepúsculo, vio en una de ellas un pececillo solitario. Hundió en el agua el brazo hasta el hombro, pero el pececillo no se dejó atrapar. Trató de capturarlo con ambas manos y re­volvió el fondo fangoso, enturbiando el agua. En su excitación, cayó en la charca, hundiéndose hasta la cintura. Le era imposible ver al pez en aquel barrizal, y se vio obligado a esperar a que el limo se depositase en el fondo.
Cuando el agua estuvo más clara, intentó nuevamente cap­turar al pez. Pero el agua volvió a enturbiarse. Esta vez el via­jero se sintió incapaz de esperar, y, sacando de su equipaje un cazo de latón, empezó a vaciar la charca. Al principio achicaba el agua furiosamente y la arrojaba tan cerca, que volvía a la charca. Después tuvo más cuidado, esforzándose por conservar la calma, aunque el corazón parecía querer saltársele del pecho y las ma­nos le temblaban. Al cabo de media hora, la charca estaba casi vacía. Sólo quedaba en ella un poco de agua. Pero no se veía al pez. Debía de haber encontrado alguna grieta oculta entre las piedras, y así pudo pasar a la charca contigua, que era mucho mayor y que él no la podría vaciar ni en un día entero. De haber sabido que estaba allí aquella hendidura, la habría obturado con una piedra desde el primer momento y el pez hubiera sido suyo.
Esto es lo que pensó, dejándose caer agotado sobre la tierra húmeda. Al principio, lloró quedamente, como para sí mismo; luego su llanto fue más ruidoso y el viajero maldijo la despiadada desolación que lo rodeaba. Durante un buen rato lo sacudieron los violentos sollozos.
Encendió fuego y entró en calor bebiéndose varias tazas de agua caliente. Acampó en un margen rocoso, lo mismo que la noche anterior. Lo último que hizo fue comprobar que sus ce­rillas se conservaban secas y dar cuerda al reloj. Las mantas es. taban húmedas y pegajosas. Sentía en el tobillo dolorosas palpi­taciones. Pero él sólo se daba cuenta de que tenía hambre. Se sumió en un agitado sopor y soñó con regios festines en los que se servían todos los platos imaginables.
Cuando se despertó, estaba helado y sentía un profundo ma­lestar. No había sol. El gris de la tierra y del cielo era de un tono más oscuro. Se había levantado un viento desapacible y las primeras ráfagas de la ventisca habían cubierto de nieve las cum­bres de los contornos. La borrasca fue en aumento y el aire se cargó de copos de nieve, mientras el caminante encendía el fuego y ponía más agua a hervir. Los copos eran grandes, pero la nieve, mitad agua, se fundía apenas llegaba a la tierra. Así ocurrió al principio. No obstante, la nevada continuó y la nieve fue cuajando y cubriéndolo todo. Además, apagó el fuego y mojó la provisión de musgo seco que había de servir para alimentar la hoguera.
Entonces el viajero se echó nuevamente el fardo a cuestas y reanudó la marcha. Ahora iba sin rumbo determinado. Ya no le importaba la región de los bastoncitos, ni Bill, ni el depósito oculto bajo la canoa a orillas del río Dease. La palabra «comer» llenaba totalmente su pensamiento. El hambre trastornaba su cerebro. No se fijaba en el rumbo que seguía; lo único que le importaba era que su camino pasara por valles pantanosos. Hur­gaba en la nieve hasta encontrar aquellas bayas repletas de lí­quido, y, utilizando el tacto más que la vista, arrancaba los jun­cos para obtener su raíz bulbosa. Pero esta comida sin alimento no le satisfacía. Halló un hierbajo de sabor amargo y se lo comió. Buscó más y engulló todo el que encontró, que no fue mucho, porque esta planta, parecida a una enredadera, quedaba oculta incluso bajo la más delgada capa de nieve.
Aquella noche no tuvo fuego ni agua caliente. Se deslizó bajo la manta y se durmió con el sueño intranquilo del hambriento. La ventisca se convirtió en fría lluvia. Se despertó muchas veces al recibir la lluvia en su rostro, pues estaba cara al cielo. Llegó el día, un día gris, sin sol. Ya no llovía. El hambre no le mor­tificaba tan vivamente. En relación con el ansia de comida, su sensibilidad se había agotado. Sentía en el estómago un angus­tioso dolorcillo, pero no vivo y desesperante como el del día an­terior. Estaba más sosegado y su interés se concentró nuevamente en la región de los bastoncitos y en el depósito oculto a orillas del río Dease.
Cortó en tiras los restos de una de sus mantas para vendarse los llagados pies. Luego se ató el tobillo dislocado: así podría andar durante toda la jornada.
Cuando llegó el momento de liar el equipaje, estuvo pensando un buen rato en lo que debía hacer con el saquito de piel de alce y, finalmente, volvió a cargar con él.
La nieve se había fundido bajo la lluvia. Sólo las cumbres conservaban su blanco casquete. Salió el sol, y el viajero consiguió localizar los puntos cardinales. Como suponía, se había extra viado. En su marcha sin rumbo del día anterior, se había desviado hacia la izquierda. Así, pues, con objeto de compensar esta des­viación, se dirigió a la derecha.
Aunque las punzadas del hambre ya no eran tan crueles, notó una extrema debilidad. Se veía obligado a detenerse con frecuen­cia para descansar. Entonces buscaba bayas y juncos. Sentía la lengua seca e hinchada; le parecía que la tenía cubierta de un fino vello, y notaba un sabor amargo en la boca. Su corazón le preocupaba profundamente. Apenas andaba unos minutos, lo sen­tía latir tumultuosamente. Le daba saltos como si quisiera esca­pársele del pecho. A veces, estos latidos eran dolorosos y le ahogaban, lo debilitaban, lo aturdían…
Cerca del mediodía encontró dos pececillos en una gran char­ca. No era posible vaciarla, pero esta vez procedió con calma y logró capturarlos con su cuenco de latón. No eran mayores que su dedo meñique, pero le parecieron suficientes para el hambre que sentía. El dolor que le producía el vacío de su estómago se había atenuado y era ahora como una sorda molestia. Parecía estar dormitando.
Se comió los peces crudos. Los masticó con todo cuidado, pues comía por una exigencia de su razón. No era que sintiese deseos de comer, sino que comprendía que tenía que hacerlo para no morir.
Al anochecer capturó otros tres peces de la misma especie. Se comió dos y se guardó uno para el desayuno.
El sol había secado algunas zonas de musgo, y esto le per­mitió hervir agua para dar calor a su cuerpo.
Aquel día apenas había recorrido quince kilómetros. Al si­guiente sólo recorrió ocho, pues el corazón no le permitió an­dar más.
En cambio, su estómago ya no le causaba molestia alguna: había acabado de dormirse.
El viajero se encontraba en una región para él desconocida, donde abundaban los caribúes…, y también los lobos. Los aulli­dos de estas fieras se oían con frecuencia en aquellos desolados parajes. Una vez, en el curso de su marcha, se encontró con un grupo de tres, que huyó al verle.
Pasó otra noche. Al amanecer, después de reflexionar con calma, desató la correa que cerraba la boca del saquito de piel de alce, y por ella brotó una amarilla cascada de polvo y pepitas de oro. El viajero dividió el tesoro en dos mitades, calculadas a ojo, y ocultó una de ellas junto a una roca prominente, después de envolverla en un trozo de manta, y la otra mitad la introdu­jo de nuevo en el saquito.
Luego cortó varias tiras de la única manta que le quedaba, para envolverse los pies. Pero el rifle no lo soltó: pensaba en que había cartuchos en el escondrijo de la ribera del Dease.
Aquel día el cielo estaba cubierto de nubes. El viajero volvió a sentir hambre. Estaba tan débil, que le daban mareos y los ojos se le nublaban. Tropezaba y caía a cada momento. En una de estas caídas, se encontró sobre un nido de lagópodos. En él había cuatro polluelos recién nacidos: apenas tendrían un día. Eran minúsculos retazos de vida palpitante: no más de un bocado cada uno. El viajero los devoró: se los llevó vivos a la boca y los trituró con los dientes. La madre aleteaba ruidosamente alrede­dor del hombre, y él levantó su fusil y trató de derribarla de un culatazo. Ella esquivó el golpe, y entonces él le arrojó varias pie­dras, una de las cuales alcanzó al pájaro y le rompió un ala.
El animal huyó, utilizando sus patas y arrastrando por el suelo su ala rota, y el viajero se lanzó en su persecución.
Las crías no le habían aplacado el hambre, sino que se la habían avivado. El perseguidor avanzaba a saltos, arrastrando su pie dislocado, arrojando piedras… A veces lanzaba gritos ron­cos y a veces avanzaba en silencio, renqueando, cayendo y le­vantándose, ceñudo y tenaz, frotándose los ojos cuando empezaba a sentirse mareado.
Así llegó al fondo de un valle, donde descubrió unas huellas en el musgo esponjoso. En seguida advirtió que aquellas huellas no eran suyas y se dijo que debían de ser de Bill. Pero no se detuvo, al ver que el ave herida se alejaba. Primero la captu­raría y después volvería para investigar.
El pájaro estaba agotado, pero también lo estaba él. El lagó­podo permanecía postrado y jadeante; también él estaba tendido de costado y jadeaba. Se hallaba a poco más de tres metros del animal herido, pero era incapaz de llegar hasta él. Y cuando se repuso, el ave también se había recobrado y se escapó aleteando en el instante en que el hombre tendió su ávida mano hacia ella. Continuó la persecución hasta que cayó la noche: entonces el ave consiguió escapar. El hombre avanzaba dando traspiés, tan débil se hallaba. Al fin, cayó de bruces con el fardo a cuestas y se hirió en la cara; estuvo largo rato sin moverse; luego hizo girar su cuerpo hasta ponerse de costado, dio cuerda al reloj y siguió echado hasta el amanecer.
Otro día de niebla. La mitad de su última manta se había convertido ya en vendas para sus pies. No consiguió encontrar las huellas de Bill. No le importó. El hambre le dominaba por entero. Únicamente se preguntaba si Bill estaría también perdido como él. A mediodía se le hizo insoportable el peso de su fardo. Volvió a dividir el oro, aunque esta vez se limitó a verter la mitad en el suelo. Por la tarde tiró el resto del precioso metal. Sólo le quedaba media manta, el cazo de latón y el rifle.
Empezó a asediarlo una alucinación. Estaba seguro de que le quedaba un cartucho en la recámara del rifle y lo había olvi­dado. Al mismo tiempo, sabía perfectamente que la recámara estaba vacía. No obstante, la alucinación persistía. Luchó con ella durante horas. Al fin abrió el rifle y comprobó que estaba vacío. La decepción que sintió fue tan profunda como si real­mente hubiese esperado encontrar allí el cartucho.
Avanzó penosamente durante media hora. La alucinación vol­vió a asaltarle y de nuevo luchó con ella, pero el espejismo per­sistía. Finalmente, para salir de dudas, abrió otra vez el rifle. A veces su espíritu parecía adelantarse a su cuerpo, y entonces él avanzaba como un simple autómata, mientras llenaban su ce­rebro extrañas fantasías y caprichosas imágenes. Pero estas in­cursiones a lo irreal eran de breve duración, porque los punzantes dolores del hambre le volvían siempre a la realidad. Una vez lo volvió a ella un espectáculo que le dejó petrificado. Se tambaleó como si estuviese ebrio. Ante él se alzaba un caballo. ¡Un ca­ballo! No podía dar crédito a sus ojos. Una espesa niebla, en la que brillaban centelleantes puntos de luz, se los cubría. Se frotó los ojos furiosamente para aclararlos y ante él vio, no un caballo, sino un gran oso pardo. El animal lo examinaba con belicosa curiosidad.
Ya casi se había echado el rifle a la cara, cuando comprendió lo inútil de su ademán. Bajó el arma y sacó el cuchillo de caza de la vaina cubierta de abalorios que pendía de su cintura. Ante él tenía carne y vida. Pasó el pulgar por el filo del cuchillo de monte. Estaba bien afilado y su punta era aguda. Se arrojaría sobre el oso y lo mataría. Pero el corazón empezó a latirle vio­lentamente a modo de advertencia. Luego le dio un gran salto e inició su desordenada danza, a la vez que el hombre sentía como si un fleje de hierro le oprimiera la frente, y mientras el vértigo penetraba solapadamente en su cerebro.
Su valor desesperado cedió el paso a una súbita oleada de temor. ¿Qué sucedería si el plantígrado le atacaba, hallándose él tan débil? Se irguió con gesto retador, empuñando el cuchillo y mirando de hito en hito al oso. Éste dio un par de pasos torpes, retrocedió y profirió un gruñido de advertencia. Si el hombre echaba a correr, él lo perseguiría. Pero el hombre no huyó, pues se hallaba animado por el valor que nace del miedo. Él también gruñó, de manera salvaje y terrible, expresando el temor que es hermano de la vida y que está mezclado con las más profundas raíces de la existencia.
El oso se apartó a un lado, gruñendo amenazadoramente, tam­bién atemorizado por aquella misteriosa figura que se erguía ante él, sin temor. Pero el hombre no se movió. Permaneció como una estatua hasta que el peligro hubo pasado. Entonces empezó a temblar y se dejó caer sentado sobre el húmedo musgo. Haciendo de tripas corazón, continuó la marcha, dominado por un nuevo temor. No temía ya morir pasivamente de inani­ción, sino ser destruido violentamente, antes de que el cansancio hubiese agotado en él la última partícula de la voluntad que le impelía a seguir sobreviviendo. Allí estaban los lobos. Por aquel lugar desolado erraban sus aullidos, tejiendo en el aire la trama de una amenaza tan tangible, que empezó a bracear para apar­tarla de su lado, como si le hubiera caído encima una tienda abatida por el viento.
De vez en cuando, los lobos, en grupos de dos y tres, pasaban ante él. Pero se mantenían a prudente distancia. Eran pocos y, además, iban a la caza de los caribúes. Éstos no luchaban. En cambio, aquel extraño ser que caminaba erguido, tal vez arañase y mordiese.
A la caída de la tarde encontró unos cuantos huesos espar­cidos, que eran todo cuanto quedaba de una presa de los lobos. Los restos pertenecían a una cría de caribú que media hora antes aún mugía y corría, llena de vida. Contempló los huesos, com­pletamente descarnados y sonrosados por la vida celular que to­davía conservaban. ¿Sería posible que él se hallase también re­ducido a aquel estado antes de que terminase el día? Así era la vida. Algo vano y huidizo. Lo único doloroso era la vida. La muerte no hacía daño. Morir era como dormir. Era el final de todo, el descanso. Entonces, ¿por qué no se alegraba de morir?
Pero no siguió filosofando mucho tiempo. Permanecía en cu­clillas entre el musgo, royendo un hueso, chupando los vestigios de vida que todavía le daban un débil tinte rosado. El dulce sabor de la carne, leve y fugaz, casi como un recuerdo, lo enlo­queció. Apretando las mandíbulas, trituró los huesos, rompién­dolos y rompiéndose a la vez algún diente. Luego trituró los hue­sos entre dos piedras, machacándolos hasta convertirlos en una masa que engulló. Con las prisas, se aplastó los dedos y, por un momento, se sorprendió de que la mano herida no le doliese demasiado.
Siguieron unos días terribles, de lluvia y cellisca. Él no sabía cuándo acampaba ni cuándo proseguía la marcha. Viajaba de día y de noche. Descansaba allí donde caía, para seguir arrastrándose cuando la llama moribunda de la vida que había en él se despa­bilaba y ardía menos tenuemente. Ya no luchaba. Ya no sufría. Tenía los nervios embotados, ateridos, y por su cerebro cruzaban fantásticas visiones y sueños deliciosos.
Pero seguía chupando y royendo los huesos triturados del caribú, cuyos últimos restos llevaba consigo. No cruzó más lo­mas ni divisorias de aguas. Se limitaba a seguir maquinalmente el curso de un gran arroyo que discurría por un valle amplio y poco profundo. No veía ni el arroyo ni el valle. Sólo se daba cuenta de sus visiones. Cuerpo y alma andaban o se arrastraban juntos, pero, al propio tiempo, separados, tan tenue era el hilo que los unía.
Se despertó con la cabeza despejada, tendido en posición su­pina sobre la roca. El sol esparcía su luz cálida y brillante. Muy a lo lejos oyó los mugidos de los caribúes. Le pareció recordar vagamente una tormenta de lluvia, viento y nieve, pero no sabía si la tempestad había durado dos días o dos semanas.
Durante algún tiempo permaneció echado, mientras los rayos bienhechores del sol lo bañaban y daban calor a su cuerpo es­cuálido. «Un día hermoso», pensó. Tal vez podría conseguir si­tuarse. Haciendo un doloroso esfuerzo, se puso de costado. Más abajo discurrían las aguas perezosas de un anchuroso río. Aquella visión poco familiar le sorprendió. Fue siguiendo el río lenta­mente con la mirada. Observó sus meandros entre las tétricas y peladas colinas, más sombrías y desnudas, más achaparradas que todas las que había encontrado en su camino hasta entonces. Lenta y deliberadamente, sin la menor excitación, sólo con un ligero interés, siguió con la vista el curso del río desconocido en dirección a la línea del horizonte y advirtió que sus aguas se vaciaban en un mar resplandeciente. Pero tampoco le impresionó este cuadro. Se dijo que aquel insólito espectáculo debía de ser una visión o un espejismo; sí, una visión, una treta que le jugaba su desordenada mente.. Le confirmó en esta idea la vista de un barco fondeado en las aguas rutilantes del mar. Cerró los ojos un momento y volvió a abrirlos. ¡Era extraño que aquella visión persistiese! Aunque no tan extraño. Sabía que no había mares ni barcos en el corazón de las tierras yermas y desoladas, del mismo modo que había sabido que no había ningún cartucho en su rifle.
Oyó unos pies que se arrastraban a su espalda y a esto siguió un estertor ahogado, una tos. Muy despacio a causa de su ex­traordinaria debilidad y del entumecimiento de sus miembros, se volvió del otro lado. No vio nada en las proximidades, pero esperó pacientemente. Oyó de nuevo el estertor y la tos, y entre dos rocas que estaban a menos de seis metros distinguió la gris silueta de la cabeza de un lobo. Las puntiagudas orejas no esta­ban tan erguidas como las de los lobos que había visto anterior­mente. El animal tenía los ojos legañosos y encarnizados. La ca­beza parecía colgarle sin fuerzas, con expresión desolada. Aque­llos ojos, heridos por los rayos del sol, pestañeaban continuamente. Sin duda, el lobo estaba enfermo. Mientras le miraba, resopló y tosió de nuevo.
No podía dudar de la realidad de lo que estaba viendo, y se volvió hacia el otro lado para ver la realidad del mundo, antes velada por un espejismo. Pero la mar seguía brillando a lo lejos y el barco se veía perfectamente. ¿Y si aquello fuese real? Cerró los ojos para meditar, estuvo así largo rato y entonces lo com­prendió todo. Se había confundido, y en lugar de dirigirse al Este se había dirigido al Norte, alejándose de la divisoria de aguas del Dease y penetrando en el valle del Coppermine. Aquel río amplio y perezoso era el Coppermine. Aquel mar brillante era el océano Glacial Ártico. El barco era un ballenero que se había alejado al Este, muy hacia el Este, de la desembocadura del Mackenzie y estaba fondeado en el golfo de la Coronación. Se acordó del mapa de la Compañía de la Bahía de , visto una vez, hacía mucho tiempo, y entonces todo le pareció claro y lógico.
Se incorporó hasta sentarse y concentró su atención en las cuestiones inmediatas. Había destrozado completamente las tiras hechas con las mantas y sus pies eran informes muñones de carne desollada. Ya no le quedaba ninguna manta. También había per­dido el rifle y el cuchillo. Asimismo, le faltaba el sombrero. Se lo había dejado no sabía dónde, con los fósforos guardados en la badana. Pero las cerillas que llevaba en el pecho estaban seguras y secas dentro de la bolsa del tabaco. Además, las protegía una envoltura de papel aceitado.
Consultó su reloj. Señalaba las once y aún funcionaba. Evi­dentemente, le había ido dando cuerda.
Se sentía tranquilo. Recapacitó. Aunque estaba extremada­mente débil, no experimentaba dolores ni hambre. Pensaba en la comida con indiferencia y todos sus actos estaban regidos úni­camente por la razón. Se desgarró las perneras de los pantalones hasta las rodillas y con ellas se envolvió los pies. Aún conser­vaba el cazo de latón. Bebería un poco de agua caliente antes de iniciar lo que preveía iba a ser una horrible marcha hasta el barco.
Sus movimientos eran lentos. Temblaba como un azogado. Cuando empezó a recoger musgo seco, advirtió que no podía ponerse en pie. Lo intentó una y otra vez y, por último, se con­formó con andar a gatas, valiéndose de manos y rodillas. Una vez, se acercó al lobo enfermo. El animal se apartó de su camino a regañadientes y con gran dificultad, lamiéndose las fauces con una lengua que casi no podía doblar. El viajero observó que aquella lengua no tenía el color rojo de las lenguas sanas: era de un tono pardo amarillento y parecía cubierta de una áspera mu­cosidad medio seca.
Después de beberse un cuartillo de agua caliente, el viajero ya fue capaz de mantenerse en pie, e incluso de andar todo lo bien que puede hacerlo un moribundo. A cada momento tenía que detenerse para descansar. Sus pasos eran débiles e inseguros, como los del lobo que le seguía; y aquella noche, cuando las ti­nieblas cayeron sobre el mar brillante, comprendió que sólo se había acercado unos seis kilómetros y medio hacia la orilla.
Durante la noche oyó la tos del lobo enfermo y, de vez en cuando, los mugidos de los becerros de los caribúes. La vida, una vida fuerte y sana, le rodeaba, y tenía el convencimiento de que el lobo enfermo seguía su rastro porque sabía que estaba no me­nos enfermo que él y esperaba verle morir antes. Por la mañana, al abrir los ojos, vio los del lobo, ávidos y hambrientos, fijos en él. El animal estaba agazapado, con la cola entre piernas, como un can miserable y exhausto. Temblaba al azote del gélido viento matinal e hizo una mueca lastimosa cuando el hombre le habló con una voz que no pasaba de ser un ronco murmullo.
Un sol radiante se alzó sobre el horizonte, y el viajero, aunque tambaleándose y cayendo a veces, no cesó de avanzar durante toda la mañana hacia el barco anclado en el mar resplandeciente. El tiempo era inmejorable: el del fugaz veranillo indio de las altas latitudes. Lo mismo podía durar una semana más que ter­minar al día siguiente o al otro.
Por la tarde encontró un rastro. Era el de un hombre que no andaba, sino que gateaba. Tal vez fuera de Bill. Así lo pensó, pero de un modo vago, sin el menor interés. Nada despertaba su curiosidad. Estaba incapacitado para captar sensaciones y expe­rimentar emoción alguna. No era sensible al dolor. Sus nervios y su estómago se habían dormido. Sin embargo, la poca vida que aún quedaba en él le impelía a seguir avanzando. Su extenuación era extrema, pero se resistía a morir: por eso seguía comiendo bayas y pececillos, bebiendo agua caliente y vigilando con des­confianza al lobo enfermo.
Siguió el rastro del otro hombre y no tardó en llegar a su término. Allí vio unos cuantos huesos relucientes, esparcidos so­bre el húmedo musgo y rodeados de las huellas de una manada de lobos. También vio una repleta bolsa de piel de alce, idéntica a la suya, que agudos colmillos habían surcado de desgarrones. La levantó, aunque su peso era excesivo para sus débiles manos.
Se echó a reír al pensar que Bill había transportado el saquito hasta el final, y que él no moriría y podría llevarlo hasta llegar al barco anclado en el mar brillante. Su júbilo se tradujo en una risa ronca y destemplada, semejante al graznido de un cuervo, a la que se unió el lobo enfermo con sus lúgubres aullidos…
De pronto, dejó de reír. ¿Cómo podía alegrarse si lo que estaba viendo, aquellos huesos limpios y de un blanco sonrosado, eran los restos de Bill…? Dio media vuelta y se alejó. Bill le había abandonado, pero él no se llevaría el oro de Bill ni chu­paría sus huesos.
– Sin embargo – murmuró mientras se alejaba con paso va­cilante -, Bill lo habría hecho si la víctima hubiera sido yo.
En esto vio un charco, y al inclinarse sobre él con la espe­ranza de descubrir algún pececillo, retiró al punto la cabeza como si hubiese recibido una picadura. Había visto su rostro reflejado en el agua y era tan horrible, que su sensibilidad se despertó lo suficiente para que experimentase una sensación de repugnancia.
Había tres diminutos peces en el charco. Viendo que éste era demasiado grande para intentar vaciarlo, trató de capturar los pececillos con el cazo de latón, pero desistió después de tres frustradas tentativas. Temía caerse al agua y ahogarse, a causa de su extrema debilidad. Por esta misma razón no se había atrevido a dejarse llevar por las aguas del río cabalgando en uno de los troncos que arrastraba la corriente y estaban varados en los are­nales.
Aquel día acortó en casi cinco kilómetros la distancia que le separaba del barco. Al siguiente recorrió sólo poco más de tres kilómetros, pues volvía a andar a gatas, como había andado Bill. Y al terminar el quinto día tenía aún el barco a once kilóme­tros, cuando él apenas se sentía capaz de cubrir un kilómetro diario.
Afortunadamente, el veranillo indio continuaba y él podía seguir arrastrándose, entre frecuentes desmayos y llevando al lobo enfermo, que tosía y resollaba, muy cerca de sus talones. Tenía las rodillas desolladas, y aunque había vendado sus pies en carne viva con tiras cortadas de la espalda de su camisa, iba dejando un rastro de sangre en el musgo y las piedras. Una vez que volvió la cabeza, vio que el lobo lamía ávidamente el rastro sangriento, y entonces se dio clara cuenta de cuál sería su fin, a menos que… a menos que él pudiese apresar al lobo… Entonces comenzó la más espantosa lucha por la vida que puede concebir la mente humana: un hombre enfermo y agotado que apenas podía andar, contra un lobo moribundo que apenas se sostenía sobre sus patas…, dos seres que arrastraban sus cuerpos esquelé­ticos por un mundo desierto y desolado y que se acechaban mu­tuamente con el propósito de arrebatarse la vida.
Si el lobo hubiera sido un animal sano, al viajero no le habría parecido la cosa tan intolerable; pero la idea de ir a parar al estómago de aquel ser repugnante y casi sin vida, le producía náuseas. Aunque aún era capaz de sentir estas aprensiones, su mente se veía asaltada de nuevo por frecuentes desvaríos, y sus intervalos de lucidez eran cada vez más raros y breves.
Una vez lo despertó de uno de sus desmayos un resoplido próximo a su oreja. Entonces el lobo retrocedió renqueando, perdió el equilibrio a causa de su debilidad y terminó por caer. El espectáculo era grotesco, pero a él no le causó risa. Tampoco le asustó: estaba demasiado exánime para sentir miedo. Pero su cerebro se despejó momentáneamente y pudo reflexionar. El bar­co estaba a no más de seis kilómetros. Lo vio con toda claridad después de frotarse los ojos para librarlos del velo que los cu­bría, y también vio la vela de una barca que surcaba la brillante superficie del mar.
No le sería posible recorrer arrastrándose aquellos seis kiló­metros. Lo sabía y aceptó con calma este convencimiento. Estaba seguro de que ni siquiera un kilómetro más podría recorrer. Sin embargo, quería vivir; le parecía absurdo morir después de so­portar lo que había soportado. El moribundo se negaba a perecer. Tal vez era una locura, pero cuando se hallaba en las mismas fauces de la muerte, adoptó una actitud retadora y la rechazó.
Cerró los ojos y procuró calmarse. Hizo un esfuerzo sobre­humano para no dejarse dominar por la extrema languidez que iba extendiéndose por todo su ser como una marea creciente. Sí, una marea parecía aquel mortal desfallecimiento que iba progre­sando paulatinamente y adueñándose poco a poco de su concien­cia. A veces, estaba a punto de sumergirse en el mar del olvido y nadaba por él con débiles brazadas, pero en seguida, por obra de alguna extraña alquimia de su alma, hallaba un retazo de voluntad y podía bracear más enérgicamente.
Estaba echado de espaldas, sin hacer el menor movimiento, y cada vez oía más cerca la silbante respiración del lobo mori­bundo. Cada vez más cerca, pero él no se movía. Tenía la im­presión de que aquello duraba una eternidad. Ya lo sentía junto a su oído. Ya notaba en su mejilla la reseca lengua, áspera como el papel de lija. Alargó las dos manos a la vez, o creyó alargarlas. Sus dedos, encorvados como garras, sólo aprisionaron el aire. Los movimientos rápidos y certeros requieren fuerza, y el des­dichado ya no la tenía.
El lobo daba muestras de una paciencia inagotable. Pero no era inferior la del hombre, que permaneció medio día tendido, inmóvil, luchando con la inconsciencia y esperando al ser que quería devorarlo y al que él también quería devorar. A veces, aquella especie de marea le invadía y quedaba sumido en un largo sueño, pero incluso entonces se hallaba en una especie de duermevela que le permitía estar atento a la silbante respiración y esperar el roce de la áspera lengua.
Fue saliendo lentamente de su estado de inconsciencia: había dejado de oír la jadeante respiración mientras notaba en el dorso de su mano el contacto de aquella rígida lengua. Esperó. Los colmillos empezaron a apresar la carne débilmente. Luego la presión fue más vigorosa: el lobo apelaba a sus últimas fuerzas para hundir sus dientes en la carne del hombre, objetivo de su larga y paciente espera… Pero también el hombre esperaba esta ocasión y su mano lacerada se cerró en torno a la mandíbula del animal. Luego, muy despacio, mientras el lobo se debatía débil­mente y la mano humana mantenía la presión con la misma de­bilidad, la otra mano del hombre se deslizó hacia la fiera. Así quedó el animal inmovilizado. Cinco minutos después, el cuerpo del hombre estaba sobre el del lobo, oprimiéndole con todo su peso. Aquellas manos no tenían fuerzas para estrangular a la fiera, pero el viajero había pegado el rostro a la peluda garganta y su boca se abrió, llenándose de pelo. Media hora después, el hombre notó que algo cálido se deslizaba por su garganta. No fue una sensación agradable; le pareció que vertían plomo derre­tido en su estómago… Pero hizo un esfuerzo y siguió tragando. Después dio media vuelta, quedó en posición supina y se durmió.
En el ballenero Bedford viajaban varios miembros de una expedición científica. Desde la cubierta vieron que algo extraño se deslizaba por la playa en dirección al mar. Como hombres de ciencia, se creyeron en el deber de identificar aquello, y al no poder hacerlo desde donde estaban, bajaron a la barca amarrada al costado del ballenero y se trasladaron a tierra. Entonces pu­dieron ver que aquello era un hombre, aunque apenas podía lla­marse así, y que aún vivía. Ciego e inconsciente reptaba por el suelo como un gusano monstruoso. Sus esfuerzos eran poco menos que inútiles; apenas podía avanzar seis metros en una hora; pero él seguía serpenteando, retorciéndose…
Tres semanas después, el viajero está echado en una litera del ballenero Bedford. Mientras las lágrimas corrían por su de­macrado rostro, decía quién era y explicaba lo que había sufrido. También habló, con palabra incoherente, de su madre, de la so leada California, de una casa rodeada de naranjos y flores.
Días después ya podía sentarse a la mesa con los oficiales del buque y los sabios de la expedición. Contemplaba embelesado el espectáculo de la abundancia de comida y observaba ansiosamen­te cómo los alimentos desaparecían en las bocas de los comen­sales. Cada bocado de sus salvadores despertaba en él una an­gustia que se reflejaba en sus ojos. Estaba completamente cuerdo, pero a la hora de comer odiaba a todo el mundo, obsesionado por el temor de que las provisiones se acabasen. Siempre estaba molestando al cocinero, al camarero y al capitán con preguntas acerca de las reservas de víveres. Éstos le tranquilizaban, pero él no los creía y se iba a rondar por el pañol de las provisiones para comprobarlo por sus propios ojos.
Todos advirtieron que aquel hombre engordaba. De día en día aumentaba la redondez de su cuerpo. Los sabios le observa­ban, movían la cabeza y exponían una teoría tras otra.
Se racionó su alimentación, pero el perímetro de su cintura siguió aumentando bajo su camisa.
Los marineros sonreían, pues estaban en el secreto. Y los sabios montaron un servicio de vigilancia que dio el resultado apetecido. Vieron que el viajero, después del desayuno, se desli­zaba furtivamente por la embarcación, llegaba a la proa y allí tendía la mano como un pordiosero al primer marinero que veía. Éste sonreía y le daba un trozo de galleta. Él se apoderaba de ella con un gesto de codicia, la miraba como un pobre miraría una moneda de oro y se la guardaba debajo de la camisa. Luego se dirigía a otros marineros, que le sonreían también y le daban trozos de galleta.
Los hombres de ciencia mostraron la mayor discreción y nada le dijeron. Pero un día examinaron sigilosamente su litera y vie­ron que era un depósito de trozos de galleta. No había rincón ni intersticio que no contuviera uno de estos fragmentos. Sin em­bargo, aquel hombre estaba en su sano juicio. Si procedía así, era porque le dominaba el temor de pasar hambre de nuevo.
Los sabios aseguraron que se curaría de esta obsesión, y así fue: se curó incluso antes de que el ballenero echase el ancla en la bahía de San Francisco.