viernes, 30 de enero de 2015

El marido confesor.

El marido confesor

Hubo, en otra época, en Rímini, un comerciante, muy rico en tierras y en metálico, con mujer bonita y de primaverales años, que se volvió en extremo celoso. ¿Cuál era el motivo? No tenía otro sino que amaba hasta la locura a su mujer, encontrándola perfectamente bonita y bien hecha, y como el anhelo de ella era agradarle, se imaginaba que trataba, a la par, de agradar a los demás, ya que todos la hallaban amable y no cesaban de prodigar elogios a su belleza. Idea original, que sólo podía salir de un cerebro estrecho y enfermizo. Hostigado incesantemente por sus celos, no la perdía un instante de vista; de suerte que aquella infortunada era vigilada con más ahínco que lo son algunos criminales sentenciados a la última pena. Para ella no había ni bodas, ni festines, ni paseos: sólo le era permitido ir a la iglesia los días de gran solemnidad, pasando todo el tiempo en su casa, sin tener libertad de asomar la cabeza a las ventanas de la calle, bajo ningún pretexto. En una palabra, su situación era de las más desdichadas, y la soportaba con tanta mayor impaciencia cuanto que no tenía cosa que reprocharse. Nada más capaz de conducirnos al mal que la torcida opinión que se haya formado de nosotros. Así, pues, aquella mujer, viéndose, sin motivo alguno, mártir de los celos de su marido, creyó que no sería un crimen mayor si estaba celoso con fundamento. Mas ¿cómo obrar para vengarse de la injuria hecha a su discreción? Las ventanas permanecían continuamente cerradas, y el celoso se guardaba de introducir en la casa quienquiera que fuese que hubiese podido enamorarse de su mujer. No teniendo, pues, la libertad de elección, y sabiendo que en la casa contigua a la suya vivía un joven gallardo y bien educado, deseaba que hubiese alguna hendidura en la pared que dividía sus habitaciones, desde la cual pudiese hablarle y entregarle su corazón, si quería aceptarlo, segura de que más tarde le sería fácil encontrar un medio para verse de más cerca y distraerse un tanto de la tiranía de su marido, hasta que este celoso se hubiese curado de su frenética pasión.
De consiguiente, mientras estuvo ausente su marido, no tuvo otra ocupación que inspeccionar la pared por todos lados, levantando con frecuencia la tapicería que la cubría. A fuerza de mirar y remirar, divisó una pequeña hendidura, y, aplicando los ojos en ella, vio un poco de luz al través. Sí bien no le fue posible distinguir los objetos, no obstante, pudo juzgar con facilidad que aquello debía ser una habitación. “Si por casualidad fuese la de Felipe, decía para sí, mi empresa estaría en vías de ejecución. ¡Dios lo quiera!” Su criada, que pusiera de su parte, y que estaba apiadada de su suerte, recibió el encargo de informarse discretamente de lo que le convenía saber. Aquella fiel confidente descubrió que la hendidura daba precisamente al cuarto del joven, y que éste dormía en él sin compañía. Desde aquel momento, no cesó la joven de escudriñar por el agujero, sobre todo cuando sospechaba que Felipe podía estar en su habitación. Un día que le oyó toser, empezó a rascar la hendidura con un bastoncito, y tanto hizo, que el joven se aproximó para ver lo que aquello significaba. Entonces ella le llamó por su nombre suavemente, y, habiéndola reconocido Felipe al timbre de su voz, y contestándole con cariño, apresúrase a declararle la pasión que le inspiraba. Contentísimo el joven por tan feliz coyuntura, trabajó, por su parte, para ensanchar el agujero, teniendo especial cuidado en cubrirlo con la tapicería cada vez que abandonaba la habitación. Al poco tiempo, la hendidura fue bastante grande para verse y tocarse las manos; empero, los dos amantes no podían hacer otra cosa, a causa de la vigilancia del celoso, que raras veces salía de casa, y encerraba a su mujer bajo llave, si se veía obligado a ausentarse por algún tiempo.
Acercaban se las fiestas de Navidad, cuando, una mañana, la mujer dijo a su marido que deseaba confesarse y ponerse en estado de cumplir con sus deberes religiosos el día de la Natividad del Salvador, según práctica entre buenos cristianos.
—¿Qué necesidad tenéis de confesaros —preguntó el marido—, y qué pecados habéis cometido?
¿Creéis, acaso, que soy una santa —replicó la mujer— y que no peco lo mismo que las demás? Mas no es a vos a quien debo confesarme, ya que ni sois sacerdote ni tenéis facultades para absolverme.
No se necesitaba más para hacer nacer mil sospechas en el ánimo del celoso y para que le entraran ganas de saber qué pecados hubiese podido cometer su mujer. Creyendo haber hallado un medio seguro para lograr sus fines, la contestó que no tenía inconveniente en que fuera a confesarse, pero a condición de que lo haría en su capilla y con su padre capellán, o con cualquier otro sacerdote que éste le indicase; entendiéndose que iría muy temprano y regresaría a su casa una vez terminada la confesión. La joven, que no era lerda, creyó entrever algún proyecto en aquella respuesta; empero, sin despertar sus sospechas, díjole que estaba conforme con lo que la exigía.
Llegado el día de la festividad, se levanta al despuntar el alba, vístese y se encamina a la iglesia que su marido le había señalado, a la que llegó él antes que ella, por otro camino. El capellán estaba de su parte, habiéndose concertado los dos sobre lo que se proponía hacer. Vístese en seguida con una sotana y un capuchón o muceta que le cubría el rostro, y se sienta en el coro, así engalanado. Apenas hubo penetrado en la iglesia la señora, cuando preguntó por el padre capellán, rogándole se dignase confesarla. Este la dijo que en aquel momento no le era posible acceder a sus ruegos, mas que le mandaría uno de sus colegas, que no se encontraba tan ocupado como él y que tendría mucho gusto en confesarla. Poco después vio llegar a su marido, con el disfraz de que os he hablado; por más precauciones que tomó para ocultarse, como la señora recelaba de él, lo conoció en seguida, y se dijo en su interior: “¡Alabado sea Dios! De marido celoso, helo aquí convertido en sacerdote. Veremos cuál de los dos será el burlado. Le prometo que encontrará lo que busca: micer Cornamenta va a visitarlo, o yo me equivoco mucho.”
El celoso había tenido la precaución de meterse algunas piedrecitas en la boca para que su mujer no le conociera la voz. La joven, fingiendo tomarle por un clérigo verdadero, se echó a sus pies, y, después de recibir la bendición, empieza a comunicarle sus pecados. Luego le dice ser casada, y acúsase de estar enamorada de un sacerdote que todas las noches dormía con ella. Cada palabra de éstas fue una puñalada para el marido confesor, quien habría estallado, a no detenerlo el deseo de saber nuevas cosas.
—Pero ¿cómo es eso? —dice a la señora—. ¿Acaso vuestro marido no duerme a vuestro lado? —Sí, padre mío.
—Y, entonces, ¿cómo puede dormir con vos un sacerdote?
—Ignoro qué secreto emplea —repuso la penitente—; pero no hay puerta de nuestra casa, por cerrada que esté, que no se abra a su presencia. Más me ha dicho, y es que, antes de entrar en mi dormitorio, tiene costumbre de pronunciar ciertas palabras para adormecer a mi marido, y que sólo cuando queda dormido abre la puerta y se acuesta a mi lado.
—Esto es muy mal hecho, señora mía; y, si queréis obrar bien, no debéis recibir más a ese infeliz sacerdote.
—No puede ser lo que pedís; le quiero tanto, que me fuera imposible renunciar a sus caricias.
—Si es así, siento tener que deciros que no puedo absolveros.
—¡Cómo ha de ser! Mas yo no he venido aquí para decir mentiras. Si me sintiese con fuerzas para seguir vuestro consejo, os lo prometería con mil amores.
—En verdad, señora, que siento os condenéis de esta suerte; no hay salvación para vuestra alma, si no renunciáis a ese comercio criminal. Lo único que puedo hacer en vuestro servicio es rogar al Señor para que os convierta, y espero que atenderá a mis fervientes oraciones. Os mandaré de vez en cuanto un clérigo para saber si éstas se han aprovechado. Si producen buen efecto, adelantaremos un poquito más y podré daros la absolución.
—¡Que Dios os libre, padre mío, de mandar quienquiera que sea a mi casa!: mi marido es tan celoso, que, si llegara a saberlo, nadie le quitaría de la cabeza que hay un mal en ello, y no me dejaría sosegar. Harto sufro ya ahora.
—No os dé cuidado eso, señora, pues arreglaré las cosas de suerte que él no tendrá de qué quejarse.
—Siendo así —repuso la penitente—, consiento de todo corazón lo que me proponéis.
Terminada la confesión, y dada la penitencia, la señora se levantó de los pies del confesor y fue a oír misa. El celoso despojóse de su disfraz, y luego regresó a su casa, con el corazón lacerado y ardiendo de impaciencia para sorprender al sacerdote y darle un mal rato.
La joven no tardó en apercibirse, al ver la cara de vinagre de su marido, que le había herido en lo vivo. Estaba el buen hombre de un humor insoportable. Aunque fingió cuanto pudo para no demostrar lo que pasaba en su interior, resolvió hacer centinela la noche siguiente en un cuartito inmediato a la puerta de la calle, para ver si acudía el sacerdote.
—Esta noche —dijo a su mujer— no vendré a cenar, ni a dormir; de consiguiente, te ruego cierres bien las puertas, y sobre todo la de la escalera y la de tu habitación. En cuanto a la de la calle, yo me encargo de cerrarla, y me llevaré la llave.
—Está muy bien —contestó la mujer—; puedes quedar tan tranquilo como si no te ausentases de casa.
Viendo que las cosas seguían el camino que ella deseaba, espió el momento favorable para dirigirse al agujero de comunicación, e hizo la señal convenida. Al momento se acerca Felipe, y la señora le cuenta lo que hizo por la mañana y lo que la dijo su marido, después de comer. —No creo ni un palabra —prosiguió— de su pretendido proyecto; hasta estoy segura que no saldrá de casa; mas ¿qué importa, con tal que se esté junto a la puerta de la calle, donde, no me cabe duda, permanecerá de centinela toda la noche? Así, pues, querido amigo, tratad de introduciros en nuestra casa por el tejado, y venid a reuniros conmigo cuanto haya oscurecido. Encontraréis abierta la ventana del desván; pero tened cuidado de no caer, al pasar del uno al otro tejado.
—Nada temáis, querida amiga —contestó el joven, en el colmo de su alegría—; la pendiente del tejado no es muy rápida; por lo tanto, no hay peligro alguno.
Llegada la noche, el celoso se despidió de su mujer, fingió salir afuera, y, habiéndose armado, fue a apostarse en el cuarto inmediato a la calle. Por su parte, la mujer hizo como que se encerraba bajo siete llaves, si bien se contentó con cerrar la puerta de la escalera, para que el marido no pudiese acercarse, y en seguida corre en busca de Felipe, que se introduce en su dormitorio, donde emplearon las horas muy agradablemente. No se separaron hasta que comenzó a despuntar la aurora, y eso con pena.
El celoso, armado de pies a cabeza, estaba muriéndose de despecho, de frío y de hambre, pues no había, cenado, y se mantuvo en acecho hasta que se hizo de día. Como el sacerdote no compareciera, se acostó sobre un catre que había en aquella especie de covacha, y, después de dormir dos o tres horas, abrió la puerta de la calle, fingiendo llegar de fuera. El siguiente día, un muchacho, que dijo venir de parte de cierto confesor, preguntó por la mujer, informándose sobre si el hombre en cuestión había acudido la noche pasada. La joven, que estaba sobre aviso, contestó negativamente, y que, si su confesor quería seguir auxiliándola durante algún tiempo, creía poder olvidar la persona por quien sentía todavía inclinación. Difícil será creerlo, pero no deja de ser cierto que el marido, cegado siempre por los celos, continuó acechando por espacio de algunas noches, esperanzado de sorprender al sacerdote. Ya comprenderá el lector que la mujer aprovecharía todas sus ausencias para recibir las caricias de su amante y entretenerse con él de lo agradable que es engañar a un celoso.
Aburrido el marido de tanta fatiga inútil, y perdida la esperanza de poder declarar infiel a su mujer, no lograba, sin embargo, retener los ímpetus de sus celos; por lo tanto, tomó el partido de preguntarla lo que había dicho a su confesor, puesto que la mandaba recados con tanta frecuencia. La señora contestó que no estaba obligada a decírselo. Insistió el marido, y viendo que todo era inútil:
—¡Pérfida, bribonaza! —añadió con acento furioso—. A pesar de tus negativas, ya sé lo que le dijiste, y quiero saber irremisiblemente quién es el sacerdote temerario que, merced a sus sortilegios, ha logrado dormir contigo, y del que estás tan enamorada; ¡o me dices su nombre, o te estrangulo!
Entonces, la mujer negó que estuviese enamorada de ningún sacerdote.
—¿Cómo es eso, desdichada? ¿Acaso no dijiste a tu confesor, el día de Navidad, que amabas a un cura y que casi todas las noches se acostaba a tu lado, mientras yo dormía? Desmiénteme, si te atreves.
—No tengo necesidad de ello —repuso la mujer—; mas reportaos, por favor, y os lo confesaré todo. ¿Es posible? —añadió la joven, sonriendo— que un hombre experto, como sois vos, se deje embaucar por una mujer tan sencilla como yo? Lo más extraño del caso es que nunca habéis sido menos prudente que desde que entregasteis vuestra alma al demonio de los celos, sin saber fijamente por qué. Así, pues, cuanto más torpe y estúpido os habéis vuelto, menos debo vanagloriarme de haberos engañado. ¿Creéis de buena fe que esté yo tan ciega de los ojos del cuerpo como hace algún tiempo lo estáis vos de los del ánimo? Desengañaos, que yo veo muy claro; tan claro, que reconocí perfectamente al sacerdote que me confesó la última vez; sí, vi que erais vos mismo en persona; mas, para castigaros de vuestros curiosos celos, quise haceros pasar un mal rato, y lo sucedido después responde al éxito de mi empresa. No obstante, si hubieseis tenido alguna inteligencia, si los espantosos celos que os atormentan no os hubieran quitado la penetración que antes poseíais, no formaríais tan mala opinión de vuestra esposa, ni creyerais que era verdad lo que os decía, sin suponerla, por esto, culpable de infidelidad. Os dije que amaba a un cura: ¿acaso no lo erais en aquel momento? Añadí que todas las puertas de mi casa se abrían a su paso, si quería dormir conmigo: ¿qué puertas os he cerrado, cuando habéis venido a buscarme? Además, os dije que el susodicho cura se acostaba conmigo todas las noches: ¿acaso habéis faltado de mi lado alguna vez? Y cuando me habéis acompañado y me ha visitado, de parte vuestra, el pretendido clérigo, ¿no he contestado que el cura no había comparecido? ¿Era tan difícil desembrollar este misterio? Sólo un hombre cegado por los celos ha podido no ver claro en el asunto. Y, en efecto, ¿no se necesita ser tonto, y muy tonto, para pasar las noches en acecho y quererme dar a entender que habíais ido a cenar y dormir fuera de casa? En lo sucesivo, no os deis tan inútil trabajo; razonad un poco más, y desechad, como en otras ocasiones, celos y sospechas. No os expongáis a ser el juguete de aquellos que pueden hallarse al tanto de vuestras locuras. Estad persuadido de que, si me encontrara de humor de engañaros y de trataros cual se merece un celoso de vuestra especie, no seríais vos quien me lo impidiese, y, aunque tuvieseis cien ojos, os juro que nada veríais. Sí, amigo mío: os pondría los cuernos, sin que abrigaseis la menor sospecha, si me diese la gana; así, pues, desechad unos celos tan deshonrosos para vuestra mujer como injurioso para vos mismo.
El imbécil del celoso, que, por medio de una treta, creía haber descubierto el secreto de su mujer, encontrándose él mismo cogido en el garlito, no supo qué contestar; y, por lo tanto, dio gracias al cielo de haberse equivocado; consideró a su mitad como un modelo de discreción y virtud, y abandonó sus celos, precisamente en el momento que hubiera podido tenerlos con razón. Su conversión dio una mayor libertad a la señora, que ya no tuvo necesidad de hacer penetrar al amante por el tejado, como los gatos, para solazarse con él. Le hacía entrar por la puerta de la calle, con alguna precaución, y disfrutaba momentos muy felices en su compañía, sin que nada sospechara el marido.

jueves, 29 de enero de 2015

Enemigos.

Enemigos

Después de las nueve de una oscura noche de setiembre, en casa del doctor Kirilov, médico del zemstvo fallecía de difteria su único hijo, Andrés, de seis años de edad. Cuando la esposa del médico se arrodilló ante la camita del niño muerto y se sintió invadida por el primer ataque de desesperación, en el vestíbulo sonó ásperamente el timbre.
A causa de la difteria las criadas habían sido despedidas y el mismo Kirilov, tal como estaba, sin levita, con el chaleco desabrochado, cara mojada y manos quemadas por el ácido fénico, fue a abrir la puerta. El vestíbulo estaba oscuro y en el hombre que había entrado sólo podían distinguirse la mediana estatura, la blanca bufanda y el rostro, grande y pálido en extremo, tan pálido que parecía que con la llegada de aquella persona en el vestíbulo se hizo más luz…
-¿El doctor está en casa? -preguntó deprisa el visitante.
-Estoy en casa -contestó Kirilov-. ¿Qué desea usted?
-Ah, ¿es usted? ¡Me alegro mucho! -exclamó el desconocido, se puso a buscar en la oscuridad la mano del médico, la encontró y la estrechó con fuerza entre sus manos-. ¡Estoy muy, pero muy contento! Nos conocemos… Soy Aboguin… Tuve el placer de verlo en casa de Gnuchev, en verano. Muy contento por haberlo encontrado. Por el amor de Dios, no rehúse acompañarme hasta mi casa… Mi mujer se enfermó gravemente… Tengo el coche conmigo…
Por la voz y por los ademanes del visitante se notaba en él un estado de fuerte excitación. Como asustado por un incendio o por un perro rabioso, apenas contenía su respiración acelerada, hablaba deprisa, con voz temblorosa, y algo verdaderamente sincero, infantil y temeroso resonaba en sus palabras. Igual que todos los asustados y aturdidos, hablaba con frases breves, cortadas y pronunciaba muchas palabras innecesarias, que no venían al caso.
-Temía no encontrarlo -continuó diciendo-. Por el camino sufrí una enormidad… Por Dios, vístase y vámonos… Todo sucedió así: Vinieron a mi casa Papchinsky, Alejandro Semionovich… usted lo conoce… Charlamos durante un RATO… luego nos sentamos a tomar el té; de pronto mi mujer lanza un grito, se lleva la mano al corazón y cae sobre el respaldo de la silla. La llevamos a la cama y… le froté las sienes con amoníaco, le rocié la cara con agua… estaba como muerta… Temo que sea un aneurisma… Venga, por favor… También el padre de ella había muerto de aneurisma…
Kirilov escuchaba en silencio, como si no entendiera el ruso.
Cuando Aboguin volvió a mencionar a Papchinsky y al padre de su mujer y comenzó una vez más a buscar en la oscuridad la mano del doctor, éste sacudió la cabeza y dijo con apatía, alargando cada palabra:
-Perdone, no puedo viajar con usted… Hace unos cinco minutos… ha muerto mi hijo…
-¡Es posible! -susurró Aboguin, retrocediendo un paso-. ¡Dios mío, en qué mala hora he venido! ¡Qué día tan funesto! Es sorprendente… ¡Qué coincidencia! Como si fuera a propósito…
Aboguin asió el picaporte de la puerta y bajó la cabeza pensativo. Vacilaba visiblemente, sin saber qué hacer: irse o seguir rogando al doctor.
-Escúcheme -dijo con calor, asiendo a Kirilov por la MANGA-. ¡Comprendo perfectamente su situación! Me da vergüenza tratar de atraer su atención, pero ¿qué puedo hacer? Juzgue usted mismo, ¿a dónde voy a ir? Aparte de usted, no hay aquí otro médico. ¡Venga, por amor de Dios! No se lo pido por mí… ¡No soy yo el enfermo!
Sobrevino el silencio. Kirilov volvió la espalda a Aboguin; durante un RATOpermaneció inmóvil y luego pasó lentamente del vestíbulo a la sala. A juzgar por sus pasos, inseguros y mecánicos; por la atención con que acomodó la pantalla de una lámpara apagada y hojeó un grueso libro que estaba sobre la mesa, no tenía en estos momentos propósito ni deseo alguno, no pensaba en nada ni, proba­blemente, recordaba ya que en el vestíbulo lo esperaba, de pie, una persona extraña. Por lo visto, el crepúsculo y el silencio de la sala intensificaron su aturdimiento. Al pasar de la sala a su gabinete, levantaba el pie derecho más alto de lo necesario, buscaba con las manos el quicio de las puertas y en toda su figura se sentía entonces cierta perplejidad, como si viniera a parar a una casa ajena o por primera vez en la vida se hubiera emborrachado y se entregase ahora, sorprendido, a la nueva sensación. Sobre una pared del gabinete, a través de los estantes con libros, extendíase una amplia franja de luz; junto con el pesado olor a éter y ácido fénico, esa luz penetraba por la puerta entreabierta y daba al dormitorio… el doctor se sentó en el sillón ante la mesa; durante un minuto contempló, somnoliento, sus libros iluminados, luego se levantó y fue al dormitorio.
Reinaba allí una quietud mortal. Todo, hasta el último detalle, hablaba elocuentemente de la tempestad, recién soportada, del cansancio, y todo re­posaba ahora. Una vela, colocada sobre el taburete en el compacto montón de frascos, cajas y tarritos, y una gran lámpara encima de la CÓMODA iluminaban generosamente toda la habitación. En la cama junto a la ventana, yacía un niño con los ojos abiertos y una expresión sorprendida en el rostro. Estaba inmóvil; parecía, sin embargo, que sus ojos abiertos se tornaban a cada instante más oscuros y más lejanos. Con las manos sobre su cuerpo y escondida la cara en los pliegues de la colcha, la madre estaba de rodillas ante la cama. No se movía, igual que el niño, y sin embargo ¡cuánto movimiento sentíase en las curvas de su cuerpo y en sus brazos! Con la fuerza y el fervor de todo su ser, inclinábase sobre la cama como temiendo alterar la tranquila y cómoda postura que encontró al fin para su fatigado cuerpo. Las colchas, los trapos, las palanganas, los charcos en el suelo, las cucharitas desparramadas por doquier, la gran botella blanca con agua de cal, el mismo aire, pesado y sofocante… Todo parecía sosegado y sumergido en la quietud.
El doctor se detuvo junto a su mujer, metió las manos en los bolsillos de sus pantalones e, inclinando hacia un lado la cabeza, miró a su hijo. Su cara expresaba la indiferencia y sólo por algunas gotas de rocío que brillaban en su barba, se notaba que había llorado.
El repulsivo terror con que suele hablarse de la muerte estaba ausente en el dormitorio. En la paralización general, en la postura de la madre, en la indiferencia del rostro del médico había algo que atraía, algo que conmovía el corazón, aquella leve y difícilmente asible belleza del dolor humano que aún no aprendieron a comprender y describir y que, al parecer, sólo la música sabe trasmitir. Hasta en el sombrío silencio había belleza; Kirilov y su mujer callaban, sin llorar, como si, además del peso de la pérdida, se percatasen también del lirismo de su situación; del mismo modo en que antaño había pasado su juventud, así ahora, junto con este niño, desaparecía para siempre su derecho a tener hijos. El doctor tenía cuarenta y cuatro años, estaba canoso y parecía un viejo; su en­ferma y demacrada mujer tenía treinta y cinco años. Andrés no era sólo el único, sino también el último.
En contraste con su mujer, el doctor pertenecía a la clase de naturalezas que durante el dolor espiritual sienten una necesidad imperiosa de movimiento. Después de permanecer cinco minutos al lado de su mujer, se dirigió, levantando mucho el pie derecho, a una pequeña habitación, la mitad de la cual estaba ocupada por un gran diván; desde allí pasó a CONTINUACIÓN a la cocina. Habiendo deambulado un buen rato entre el horno y la cama de la cocinera, se inclinó y por una pequeña puerta salió al vestíbulo.
Allí vio de nuevo la bufanda blanca y el pálido rostro. -¡Por fin! -suspiró Aboguin, asiendo el picaporte de la puerta-. ¡Vamos, por favor! El doctor se estremeció, lo miró y recordó… -¡Escuche, ya le dije que no puedo ir con usted! -dijo, animándose-. Me extraña…
-Doctor, no soy de piedra, comprendo perfectamente su situación… ¡lo compadezco! -respondió con tono implorante Aboguin, poniendo la mano en la bufanda-. Pero no lo pido por mí… ¡Se está muriendo mi mujer! Si usted oyera aquel grito, viera su cara, entonces hubiera comprendido mi insistencia. ¡Dios mío, yo creí que usted había ido a vestirse! ¡Doctor, el tiempo es oro! ¡Vamos, se lo ruego!
-¡No puedo ir! -dijo lentamente Kirilov y se dirigió a la sala.
Aboguin lo siguió y lo cogió por la manga.
-Usted está apenado, lo comprendo, pero no lo llamo para curar las muelas ni para una consulta, sino para salvar una vida humana -continuó rogando como un mendigo-. ¡Esta vida está por encima de cualquier dolor personal! ¡En fin, le pido un acto de valentía, de heroísmo! ¡En nombre del amor al prójimo!
-El amor al prójimo es un arma de doble filo -dijo Kirilov, irritado-. En nombre de este mismo amor al prójimo le ruego que me deje en paz. Me sorprende, francamente… Usted trata de asustarme con el amor al prójimo, ¡a mí que apenas me sostengo en pie! En este momento no sirvo para nada… y no pienso ir a ningún lado. Y, además, ¿con quién voy a dejar a mi mujer? No, no…
Kirilov agitó las manos y dio un paso atrás.
-¡No me lo pida! -prosiguió, atemorizado-. Perdóneme… Según el tomo trece de las leyes, estoy obligado a ir, y usted tiene derecho de arrastrarme a la fuerza… Muy bien, hágalo si quiere, pero… pero no sirvo para nada… Ni siquiera estoy en condiciones de hablar… Disculpe…
-Hace mal, doctor, en hablar conmigo en ese tono -dijo Aboguin, tomando otra vez al doctor por la manga-. No me importa el tomo trece. No tengo ningún derecho de forzar su voluntad. Si quiere, venga conmigo; si no quiere, Dios sea con usted. Pero no es a su voluntad a quien me dirijo, sino a su sentimiento. ¡Se está muriendo una mujer joven! Dice usted que acaba de fallecer su hijo, ¿quién si no usted debe comprender mi desesperación?
La voz de Aboguin temblaba de emoción; este temblor y el tono eran mucho más convincentes que sus palabras. Aboguin era sincero, pero, sor­prendentemente, todas sus frases resultaban vacuas, inanimadas, de un colorido fuera de lugar, y que parecían ofender tanto el ambiente de la casa del médico como a la mujer que se moría en alguna parte. Lo sentía él mismo y por lo tanto, temiendo ser incomprendido, a toda COSTA trataba de dotar a su voz de un matiz de suavidad y de ternura, para imponerse, si no con las palabras, por lo menos con la sinceridad del tono. En general, la frase, por más bella y profunda que sea, sólo surte efecto sobre los indiferentes, pero no puede satisfacer a las personas felices o desdichadas; por ello la suprema expresión de la dicha o de la desgracia es, la mayoría de las veces, el silencio; los enamorados se comprenden mejor uno al otro cuando están callados, y una apasionado y fervoroso discurso pronunciado ante una tumba sólo conmueve a los extraños, mientras que a la viuda y a los hijos del difunto les parece insignificante y frío.
Kirilov callaba. Cuando Aboguin dijo varias frases más acerca de la elevada vocación del médico, de la abnegación etc., el doctor preguntó en tono sombrío:
-¿Es largo el viaje?
-Son unas trece o catorce verstas. ¡Tengo muy buenos caballos, doctor! Le doy mi palabra de que haremos el viaje de ida y vuelta en una hora. ¡Solamente una hora!
Las últimas palabras hicieron más efecto al doctor que las menciones sobre el altruismo o la vocación del médico. Pensó un rato y dijo con un suspiro:
-¡Bien, vayamos!
Rápidamente, y ya con paso firme, dirigióse a su gabinete y poco después volvió vestido con una larga levita. Correteando a su lado al trotecillo menudo, el reanimado Aboguin le ayudó a ponerse el sobretodo y, junto con él, salió de la casa.
Afuera había más claridad que en el vestíbulo. Ya se distinguía en las tinieblas la alta y algo encorvada figura del doctor con su barba larga y estrecha y con su nariz aguileña. En cuanto a Aboguin, aparte de su pálido rostro, se veían su cabeza grande y la pequeña gorrita de estudiante que apenas le cubría la coronilla. La blanca bufanda no se le notaba sino por delante, ya que por atrás la ocultaban sus largos cabellos.
-Créame, yo sabré apreciar su generosidad -murmuró Aboguin, ayudando al doctor a subir al coche-. No tardaremos en llegar. Lucas, querido, llévanos lo más rápido posible. ¡Te lo ruego!
El cochero emprendió una marcha veloz. Primero pasaron a lo largo de la fila de ordinarios edificios del hospital; todo estaba a oscuras y sólo en el fondo del patio una intensa luz irrumpía por la ventana; además, las tres ventanas del piso superior parecían más claras que el aire. Luego el coche penetró en las tinieblas más espesas; olía allí a hongos húmedos y se oía el murmullo de los árboles; las cornejas, despertadas por el ruido de las ruedas, se movieron entre las hojas y comenzaron a lanzar gritos angustiosos y lastimeros, como si supiesen que al doctor se le había muerto el hijo y que Aboguin tenía la mujer enferma. Luego pasaron raudamente árboles aislados, extensiones de arbustos; brilló melancólicamente un estanque sobre el cual dormían grandes sombras negras; un poco más y el coche rodó por una llanura. El grito de las cornejas resonaba aún sordamente y pronto cesó del todo.
Durante casi todo el viaje Kirilov y Aboguin callaban. Sólo una vez Aboguin suspiró hondamente y masculló:
-¡Qué estado tan penoso! Uno nunca ama tanto a los seres queridos como en los momentos en que hay riesgo de perderlos.
Y cuando el coche vadeaba cuidadosamente el río, Kirilov se estremeció, como asustado por el chapoteo del agua, y comenzó a moverse.
-Escuche… déjeme ir -dijo, angustiado-. Más tarde iré a su casa. Sólo quiero avisar al enfermero para que vaya a acompañar a mi mujer. ¡Está sola!
Aboguin callaba. El carruaje, balanceándose y golpeando contra las piedras, atravesó la arenosa orilla y continuó la marcha. Kirilov agitóse en su asiento y miró en derredor. Atrás, iluminado por la escasa luz de las estrellas, se alargaba el camino; los sauces de la orilla desaparecían en la oscuridad. A la derecha, yacía la llanura, tan ilimitada y pareja como el cielo; lejos, acá y acullá, probablemente sobre los pantanos de turba, ardían opacas lucecitas. A la izquier­da, paralelamente al camino, se extendía una colina que parecía peluda por los pequeños arbustos que la cubrían; sobre la colina pendía, inmóvil, una gran media luna roja, levemente envuelta en la niebla y rodeada por menudas nubecillas que parecían observarla por todas partes y vigilarla para que no se escapara.
En toda la naturaleza se sentía algo desesperado, doliente; la tierra, igual que una mujer caída que está sola en una habitación oscura y trata de no pensar en el pasado, languidecía con sus recuerdos de la primavera y del verano y esperaba, con apatía, la inevitable llegada del invierno. Dondequiera que uno mirase, la naturaleza aparecía como un oscuro pozo, infinitamente profundo y frío, del cual no había salida para Kirilov, ni para Aboguin, ni para la roja media luna…
Cuanto más se acercaba el coche a su destino, más impaciente se tornaba Aboguin. Se levantaba de un salto, se movía, miraba hacia adelante por encima del hombro del cochero. Por fin el carruaje se detuvo ante el pórtico finamente adornado con lona a rayas, y cuando Aboguin miró las iluminadas ventanas del primer piso su respiración se hizo temblorosa.
-Si algo ocurre… no lo voy a soportar -dijo, entrando con el doctor en el vestíbulo y frotándose las manos a causa de la emoción-. Pero no se oye ningún alboroto, quiere decir que no hay nada grave aún -añadió, prestando atención al silencio.
En el vestíbulo no se oían voces ni pasos y toda la casa parecía dormida, a pesar de la intensa iluminación. Ahora el doctor y Aboguin, que hasta este momento habían permanecido en la oscuridad, ya podían verse el uno al otro. El doctor era alto, un poco encorvado, vestía con negligencia y su cara era más bien fea. Sus gruesos labios de negro, su nariz aguileña y su mirada indiferente y opaca, expresaban algo severo, duro, áspero. La cabeza mal peinada, las sienes hundidas, las canas prematuras en la estrecha y larga barba, a través de la cual traslucía el mentón; el color gris pálido de la piel y los modales, negligentes y algo torpes, sugerían la idea acerca de las necesidades vividas, de la mala suerte, del cansancio de la vida y de las gentes. Viendo su seca figura, uno no podía creer que este hombre tuviera mujer y que pudiera llorar la muerte de su hijo.
Aboguin, en cambio, representaba algo diferente. Era un hombre robusto, rubio, de cabeza grande, de facciones amplias pero suaves, vestido con elegancia, según la última moda. En su porte, en su levita, cuidadosamente abrochada, en su melena y en su rostro percibíase algo noble, leonino; caminaba con la cabeza erguida y con el pecho arqueado, hablaba con agradable voz de barítono, y los ademanes con que se quitaba la bufanda o arreglaba sus cabellos revelaban una finura delicada, casi femenina. Ni siquiera la palidez y el miedo infantil con que, quitándose el abrigo, miraba arriba, a la escalera, alteraban su porte ni afectaban la salud y el aplomo que respiraba toda su figura.
-No hay nadie ni se oye nada -dijo, subiendo la escalera-. No hay ningún alboroto. ¡Quiera Dios!
Después de atravesar el vestíbulo se llegaba a una gran sala, en la que había un piano negro y pendía una araña cubierta con funda blanca, ambos entraron en un saloncito bello y acogedor, sumido en una agradable penumbra rosada.
-Bueno, doctor, espéreme un poco aquí -dijo Aboguin-. Volveré enseguida… Iré a ver… y a avisar.
Kirilov quedó solo. El lujo del salón, la suave penumbra y su propia presencia en esta casa desconocida, que tenía el carácter de una aventura, no lo conmovían, por lo visto. Estaba sentado en el sillón examinando sus manos quemadas por el ácido fénico. Sólo fugazmente vio una pantalla de un color rojo muy vivo y un estuche de violonchelo; además, al volver la cabeza hacia el lado donde se oía el tictac de un reloj, notó el cuerpo disecado de un lobo, tan satisfecho y circunspecto como el propio Aboguin.
La casa permanecía silenciosa… En una habitación lejana alguien emitió en voz alta el sonido de «¡Ah!», resonó una puerta de vidrio, probablemente, de un armario, y de nuevo se hizo el silencio. Habiendo esperado unos cinco minutos, Kirilov dejó de observar sus manos y miró la puerta detrás de la cual había desaparecido Aboguin.
En el umbral de esta puerta estaba Aboguin, mas no era el que había salido. El aire de satisfacción y de fina elegancia se había esfumado de su figura, y su rostro, sus manos y su porte se hallaban desfigurados por una repugnante expresión de terror o de torturante dolor físico. La nariz, los labios, los bigotes, todos sus rasgos se movían y parecían tratar de despegarse de la cara, mientras que sus ojos parecían reír de dolor…
Con pasos largos y pesados avanzó hacia el medio del salón, se encorvó, gimió y agitó los puños.
-¡Me ha engañado! -gritó, subrayando con fuerza la sílaba “ña”-. ¡Me ha engañado! ¡Se fue! Fingió estar enferma y me mandó a buscar al médico para poder huir con ese payaso de Papchinsky. ¡Dios mío!
Pesadamente, Aboguin dio un paso hacia el doctor, y agitando ante la cara de éste sus blancos puños, continuó vociferando:
-¡Se fue! ¡Me ha engañado! ¿Por qué esta mentira? ¡Dios mío! ¿Por qué este truco sucio, este diabólico juego de víbora? ¿Qué le he hecho yo?
Las lágrimas saltaron de sus ojos. Giró sobre un talón y se puso a caminar por el cuarto. Con su corta levita, con sus estrechos pantalones de moda, con los cuales sus piernas parecían desproporcionadamente delgadas; con su cabeza grande y su melena, la semejanza que tenía con un león era ahora extraordinaria. En el indiferente rostro del doctor encendióse una chispa de curiosidad. Se levantó y observó a Aboguin.
Permítame, ¿dónde está la enferma? -preguntó.
¡La enferma! ¡La enferma! -gritó Aboguin, riendo y llorando al tiempo que agitaba los puños-. ¡No es la enferma, sino la maldita! ¡Una bajeza, una infamia que el mismo Satanás no hubiera ideado mejor! Me hizo salir de la casa para escapar; escapar con ese payaso, ese estúpido saltimbanqui. ¡Dios mío, más le valdría morir! ¡No podré soportarlo!
El doctor se irguió. Sus ojos parpadearon y se llenaron de lágrimas; su estrecha barba se movió hacia la derecha y hacia la izquierda junto con la man­díbula.
-Permítame, ¿cómo es eso? -preguntó, mirando alrededor con curiosidad-. Se me ha muerto un hijo, mi mujer está sola en la casa, con su angustia… Yo mismo apenas me sostengo en pie, no he dormido tres noches… y ¿qué ocurre, ahora? Me obligan a tomar parte en una vulgar comedia, hacer el papel de un objeto de utilería. ¡No… no lo comprendo!
Aboguin abrió un puño, arrojó al suelo una arrugada esquela y la pisó como un insecto que uno tiene ganas de aplastar.
-¡Y yo sin saber nada… sin comprender! -decía con dientes apretados, agitando el puño cerca de su cara y con la expresión del hombre a quien pisaron un callo-. No me daba cuenta de que venía todos los días; no reparé en que hoy había llegado en la berlina. ¿Por qué en la berlina? Y yo sin ver nada… ¡Cabeza de chorlito!
-No… no comprendo… -balbuceó el doctor-. ¿Cómo es eso? No es sino una burla, un mofarse del sufrimiento humano. Es algo increíble… ¡por primera vez en mi vida veo algo semejante!
Con la embotada sorpresa del hombre que acaba de comprender una grave ofensa que le han causado, el doctor se encogió de hombros, separó los brazos y, sin saber qué decir ni qué hacer, se dejó caer, exhausto, en el sillón.
-Muy bien, me ha dejado de amar, se ha enamorado de otro, que Dios sea con ella, pero ¿para qué esta infame y traicionera maniobra? -decía Aboguin con voz llorosa-. ¿Para qué? ¿Y por qué? ¿Qué le he hecho? Escuche, doctor -dijo con vehemencia, acercándose a Kirilov-. Usted es involuntario testigo de mi desgracia y no le voy a ocultar la verdad. Le juro que amaba a esta mujer, la amaba como a una diosa, la amaba como un esclavo… Por ella lo sacrifiqué todo: reñí con mi parentela, dejé el empleo y la música; a ella le perdoné cosas que no hubiera perdonado a mi madre o a mi hermana… Nunca le dirigí una mirada recelosa… nunca le di un motivo de enojo. ¿Por qué, entonces, esta mentira? No exijo amor, pero ¿para qué este vil engaño? Si no me quiere, ¿por qué no me lo dice directa, honestamente, tanto más que conoce mi opinión a ese respecto?
Con lágrimas en los ojos y temblando con todo el cuerpo, Aboguin sinceramente abría su alma ante el doctor. Hablaba con calor, estrechando ambas manos contra el corazón; sin ninguna vacilación revelaba sus secretos familiares y hasta parecía contento de poder arrojarlos, por fin, de su pecho. De haber hablado de esta manera una hora o dos, desnudando su alma, sin duda se hubiera sentido aliviado. Y quien sabe, de haberlo escuchado el doctor, de haberlo aconsejado amigablemente, quizás se hubiera reconciliado con su pena sin protestas, como suele ocurrir, y sin hacer innecesarias tonterías… Pero sucedió en forma distinta. Mientras Aboguin hablaba, el ofendido doctor cambiaba de aspecto. En su rostro, la indiferencia y la sorpresa poco a poco cedían lugar a una expresión de amargura, de indignación y de ira. Sus facciones se tornaron aun más duras, ásperas y desagradables. Cuando Aboguin acercó a sus ojos la fotografía de una mujer joven, con un rostro bello pero inexpresivo y seco, como el de una monja, y le preguntó si uno podía admitir que ese rostro fuese capaz de expresar una mentira, el doctor se levantó de un salto, y, con los ojos brillantes, dijo, recalcando cada palabra:
-¿Para qué me dice usted todo eso? ¡No quiero escucharlo! ¡No quiero! -gritó, dando un puñetazo sobre la mesa-. ¡No necesito sus vulgares secretos, que el diablo los lleve! ¡No tiene usted derecho a contarme esas vulgaridades! ¿O cree usted, por ventura, que aun no estoy suficientemente ofendido? ¿Que soy un lacayo a quien se puede ofender hasta el final? ¿No es así?
Aboguin retrocedió unos pasos y fijó en Kirilov una mirada de asombro.
-¿Para qué me trajo usted aquí? -prosiguió el doctor, sacudiendo la barba-. Si a usted se le ocurre casarse y luego armar escándalos y montar melodramas, ¿qué tengo yo que ver con ello? ¿Qué tengo que ver con sus romances? ¡Déjeme en paz! ¡Ejercite su noble derecho de fuerza, dése tono con las ideas humanitarias, toque -el doctor miró de reojo el estuche del violonchelo- el contrabajo y el trombón, engorde cuanto le plazca, pero no se mofe del ser humano! ¡Si no sabe respetarlo, por lo menos, libérelo de su atención!
-Pero… ¿Qué significa todo eso? -preguntó Aboguin, enrojeciendo.
-Eso significa que no se debe jugar con la gente. Es una acción indigna, despreciable. Yo soy médico; a los médicos y, en general, a los trabajadores que no huelen a perfumes y a prostitución, ustedes nos consideran como sus lacayos y hombres mauvais ton… Y bien, pueden hacerlo, pero nadie les da derecho a tratar al hombre que sufre como si fuera un objeto de utilería.
-¿Cómo se atreve usted a hablar conmigo de ese modo? -preguntó Aboguin en voz baja y su cara volvió a estremecerse, esta vez de cólera. -¿Cómo usted, conociendo mi desgracia, se atrevió a traerme aquí para escuchar vulgaridades? -gritó el doctor y volvió a golpear en la mesa con el puño-. ¿Quién le dio derecho para burlarse así del dolor ajeno?
-¡Está usted loco! -gritó Aboguin-. No es nada generoso de su parte… Yo mismo soy profundamente desdichado y… y…
-Desdichado, desdichado dice -Sonrió despectivamente el doctor-. No toque siquiera esa palabra, ella no tiene nada que ver con usted en absoluto. Los haraganes que no encuentran dinero para pagar sus deudas también son desdichados. El capón agobiado por la excesiva grasa también es desdichado. ¡Menuda futilidad!
-¡Señor mío, usted se olvida! -chilló Aboguin-. ¡Palabras como las suyas se pagan a puñetazos! ¿Comprende? Apresuradamente Aboguin metió la mano en el bolsillo, extrajo la billetera, sacó dos billetes y los arrojó sobre la mesa. -¡Aquí tiene usted! -dijo, moviendo las aletas de la nariz-. ¡Su visita está pagada! -¿Cómo se atreve a ofrecerme dinero? -gritó el doctor, barriendo con la mano los billetes-. ¡Una ofensa no se paga con dinero!
Aboguin y el doctor estaban frente a frente y, encolerizados, proseguían infiriéndose mutuamente inmerecidas ofensas. Parecía como si nunca en su vida, ni siquiera delirando, hubiesen pronunciado tantas palabras injustas, crueles y absurdas. En los dos revelóse marcadamente el egoísmo del desgraciado. Los desgraciados son egoístas, maliciosos, injustos, crueles y menos capaces aun que los tontos de comprenderse uno al otro. La desgracia, en lugar de unir, separa a la gente, y hasta allí donde parecería que los hombres debieran estar ligados por el dolor común, se cometen muchas más injusticias y crueldades que en un medio relativamente satisfecho.
-¡Sírvase disponer mi regreso! -gritó jadeante el doctor.
Aboguin dio un brusco campanillazo. Como nadie acudiera a su llamado, hizo sonar la campanilla otra vez y la arrojó al suelo; aquélla golpeó sordamente contra la alfombra, emitiendo el lastimero gemido de un moribundo. No tardó en aparecer un lacayo.
-¿Dónde, diablos, os habéis escondido todos? -se le echó encima el amo, apretando los puños-. ¿Dónde estaba ahora? ¡Vé a decir que traigan de inmediato el coche a este señor y que preparen la berlina para mí! ¡Espera! -gritó al lacayo cuando éste ya se disponía a irse-. ¡No quiero que mañana quede ningún traidor en esta casa! ¡Afuera todos! ¡Tomaré gente nueva! ¡Víboras!
Mientras esperaban a los coches, Aboguin y el doctor guardaban silencio. El primero había recobrado ya su expresión satisfecha y sus finos modales. Caminaba por el salón, sacudía la cabeza con elegancia y, por lo visto, tramaba algo. Su ira no se había aplacado aún, pero trataba de aparentar indiferencia hacia su enemigo… El doctor, en cambio, estaba de pie, apoyándose con una mano en el borde de la mesa, y miraba a Aboguin con el profundo desprecio, algo cínico y feo, con que sólo saben mirar el dolor y el infortunio cuando ven frente a sí el bienestar y la elegancia.
Cuando, poco tiempo después, el doctor tomó asiento en el coche y emprendió la marcha, sus ojos continuaban aún mirando con desprecio. La oscu­ridad estaba más densa que una hora antes. La roja media luna se había ocultado detrás de la colina y las nubes que la vigilaban yacían junto a las estrellas en forma de manchas oscuras. Una berlina con luces rojas se adelantó al doctor con estrépito. Era la de Aboguin, que iba a protestar y hacer tonterías…
Durante el viaje el doctor estaba pensando no en su mujer ni en su hijo, sino en Aboguin y en la gente que vivía en la casa que él acababa de abandonar. Sus pensamientos eran injustos y cruelmente inhumanos. Condenaba a Aboguin, a su mujer, a Papchinsky y a cuantos vivían en la rosada penumbra y olían a perfume, y durante todo el camino sentía en su alma odio y un doloroso desprecio hacia ellos. Y en su mente se formó una firme convicción acerca de aquellas personas.
Pasará el tiempo; pasará también el dolor de Kirilov, pero esta convicción ­injusta, indigna del corazón humano- no pasará. Quedará en la mente del doctor hasta la misma tumba.

miércoles, 28 de enero de 2015

Los bebedores de sangre.

Los bebedores de sangre

Chiquitos:
¿Han puesto ustedes el oído contra el lomo de un gato cuando runru nea? Háganlo con Tutankamón, el gato del almacenero. Y después de ha berlo hecho, tendrán una idea clara del ronquido de un tigre cuando anda al trote por el monte en son de caza.
Este ronquido que no tiene nada de agradable cuando uno está solo en el bosque, me perseguía desde hacía una semana. Comenzaba al caer la no che, y hasta la madrugada el monte entero vibraba de rugidos.
¿De dónde podía haber salido tanto tigre? La selva parecía haber per dido todos sus bichos, como si todos hubieran ido a ahogarse en el río. No había más que tigres: no se oía otra cosa que el ronquido profundo e incan sable del tigre hambriento, cuando trota con el hocico a ras de tierra para percibir el tufo de los animales.
Así estábamos hacía una semana, cuando de pronto los tigres de saparecieron. No se oyó un solo bramido más. En cambio, en el monte volvieron a resonar el balido del ciervo, el chillido del agutí, el silbido del tapir, todos los ruidos y aullidos de la selva. ¿Qué había pasado otra vez? Los tigres no desaparecen porque sí, no hay fiera capaz de hacer los huir.
¡Ah, chiquitos! Esto creía yo. Pero cuando después de un día de mar cha llegaba yo a las márgenes del río Iguazú (veinte leguas arriba de las cataratas), me encontré con dos cazadores que me sacaron de mi ignorancia. De cómo y por qué había habido en esos días tanto tigre, no me supieron decir una palabra. Pero en cambio me aseguraron que la causa de su brusca fuga se debía a la aparición de un puma. El tigre, a quien se cree rey incon testable de la selva, tiene terror pánico a un gato cobardón como el puma.
¿Han visto, chiquitos míos, cosa más rara? Cuando le llamo gato al puma, me refiero a su cara de gato, nada más. Pero es un gatazo de un me tro de largo, sin contar la cola, y tan fuerte como el tigre mismo.
Pues bien. Esa misma mañana, los dos cazadores habían hallado cua tro cabras, de las doce que tenían, muertas a la entrada del monte. No es taban despedazadas en lo más mínimo. Pero a ninguna de ellas les queda ba una gota de sangre en las venas. En el cuello, por debajo de los pelos manchados, tenían todas cuatro agujeros, y no muy grandes tampoco. Por allí, con los colmillos prendidos a las venas, el puma había vaciado a sus víctimas, sorbiéndoles toda la sangre.
Yo vi las cabras al pasar, y les aseguro, chiquitos, que me encendí tam bién en ira al ver las cuatro pobres cabras sacrificadas por la bestia sedien ta de sangre. El puma, del mismo modo que el hurón, deja de lado cual quier manjar por la sangre tibia. En las estancias de Río Negro y Chubut, los pumas causan tremendos estragos en las majadas de ovejas.
Las ovejas, ustedes lo saben ya, son los seres más estúpidos de la crea ción. Cuando olfatean a un puma, no hacen otra cosa que mirarse unas a otras y comienzan a estornudar. A ninguna se le ocurre huir. Sólo saben es tornudar, y estornudan hasta que el puma salta sobre ellas. En pocos mo mentos, van quedando tendidas de COSTADO, vaciadas de toda su sangre. Una muerte así debe ser atroz, chiquitos, aun para ovejas resfriadas de miedo. Pero en su propia furia sanguinaria, la fiera tiene su castigo. ¿Saben lo que pasa? Que el puma, con el vientre hinchado y tirante de sangre, cae rendido por invencible sueño. El, que entierra siempre los restos de sus víc timas y huye a esconderse durante el día, no tiene entonces fuerzas para moverse. Cae mareado de sangre en el sitio mismo de la hecatombe. Y los pastores encuentran en la madrugada a la fiera con el hocico rojo de san gre, fulminada de sueño entre sus víctimas.
¡Ah, chiquitos! Nosotros no tuvimos esa suerte. Seguramente cuatro cabras no eran suficientes para saciar la sed de nuestro puma. Había huido después de su hazaña, y forzoso nos era rastrearlo con los perros.
En efecto, apenas habíamos andado una hora cuando los perros eriza ron de pronto el lomo, alzaron la nariz a los cuatro vientos y lanzaron un corto aullido de caza: habían rastreado al puma.
Paso por encima, hijos míos, la corrida que dimos tras la fiera. Otra vez les voy a contar con detalles una corrida de caza en el monte. Básteles saber por hoy que a las cinco horas de ladridos, gritos y carreras desesperadas a través del bosque quebrando las enredaderas con la frente, llegamos al pie de un árbol, cuyo tronco los perros asaltaban a brincos, entre deses perados ladridos. Allá arriba del árbol, agazapado como un gato, estaba el puma siguiendo las evoluciones de los perros con tremenda inquietud.
Nuestra cacería, puede decirse, estaba terminada. Mientras los perros “torearan” a la fiera, ésta no se movería de su árbol. Así proceden el gato montés y el tigre. Acuérdense, chiquitos, de estas palabras para cuando sean grandes y cacen: tigre que trepa a un árbol, es tigre que tiene miedo. Yo hice correr una bala en la recámara del winchester, para enviarla al puma entre los dos ojos, cuando uno de los cazadores me puso la mano en el hombro diciéndome:
-No le tire, patrón. Ese bicho no vale una bala siquiera. Vamos a darle una soba como no la llevó nunca.
¿Qué les parece, chiquitos? ¿Una soba a una fiera tan grande y fuerte como el tigre? Yo nunca había visto sobar a nadie y quería verlo.
¡Y lo vimos, por Dios bendito! El cazador cortó varias gruesas ramas en trozos de medio metro de largo y como quien tira piedras con todas sus fuerzas, fue lanzándolos uno tras otro contra el puma. El PRIMER palo pasó zumbando sobre la cabeza del animal, que aplastó las orejas y maulló sor damente. El segundo garrote pasó a la izquierda lejos. El tercero, le rozó la punta de la cola, y el cuarto, zumbando como piedra escapada de una hon da, fue a dar contra la cabeza de la fiera, con fuerza tal que el puma se tam baleó sobre la rama y se desplomó al suelo entre los perros.
Y entonces, chiquitos míos, comenzó la soba más portentosa que ha ya recibido bebedor alguno de sangre. Al sentir las mordeduras de los pe rros, el puma quiso huir de un brinco. Pero el cazador, rápido como un ra yo, lo detuvo de la cola. Y enroscándosela en la mano como una lonja de rebenque comenzó a descargar una lluvia de garrotazos sobre el puma. ¡Pero qué soba, queridos míos! Aunque yo sabía que el puma es co bardón, nunca creí que lo fuera tanto. Y nunca creí tampoco que un hom bre fuera guapo hasta el punto de tratar a una fiera como a un gato, y zu rrarle la badana a palo limpio.
De repente, uno de los garrotazos alcanzó al puma en la base de la na riz, y el animal cayó de lomo, estirando convulsivamente las patas traseras. Aunque herida de muerte, la fiera roncaba aún entre los colmillos de los perros, que lo tironeaban de todos lados. Por fin, concluí con aquel feo es pectáculo, descargando el winchester en el oído del animal.
Triste cosa es, chiquillos, ver morir boqueando a un animal, por fiera que sea, pero el hombre lleva muy hondo en la sangre el instinto de la ca za, y es su misma sangre la que lo defiende del asalto de los pumas, que quieren sorbérsela.

martes, 27 de enero de 2015

La señorita leona.

La señorita leona

Una vez que el hombre, débil, desnudo y sin garras, hubo dominado a los demás animales por el esfuerzo de su inteligencia, llegó a temer por el destino de su especie.
Había alcanzado ya entonces las más altas cumbres del pensamien to y de la belleza. Pero por bajo de estos triunfos exclusivamente men tales, obtenidos a costa de su naturaleza original, la especie se moría de anemia. Tras esa lucha sin tregua, en que el intelecto había agotado cuanto de dialéctica, sofismas, emboscadas e insidias caben en él, no quedaba al alma humana una gota de sinceridad. Y para devolver a la raza caduca su frescura primordial, los hombres meditaron introducir en la ciudad, criar y educar entre ellos a un ser que les sirviera de vi viente ejemplo: un león.
La ciudad de que hablamos estaba naturalmente rodeada de murallas. Y desde lo alto de ellas los hombres miraban con envidia a los animales de frente en fuga y sangre copiosísima, correr en libertad.
Una diputación fue, pues, al encuentro de los leones y les habló así:
-Hermanos: Nuestra misión es hoy de paz. Oigannos bien y sin te mor alguno. Venimos a solicitar de ustedes una joven leona para educarla entre nosotros. Nosotros daremos en rehén un hijo nuestro, que ustedes a su vez criarán. Deseamos criar una joven leona desde sus primeros días. Noso tros la educaremos, y el ejemplo de su fortaleza aprovechará a nuestros hi jos. Cuando ambos sean mayores, decidirán libremente de su destino.
Largas horas los leones meditaron con ojos oblicuos ante aquella fran queza inhabitual. Al fin accedieron; y en consecuencia se internaron en el desierto con un hombrecito de tres años que acompañaban con lento paso, mientras los hombres retornaban a la ciudad llevando con exquisito cuida do en brazos a una joven leona, tan joven que esa mañana había abierto las pupilas, y fijaba en los hombres que la cargaban, uno tras otro, la mirada clarísima y vacía de sus azules ojos.
Un día hablaremos del hombrecito. En cuanto a la leona, no hay ponde ración bastante para los cuidados que se le prodigaron. La ciudad entera veía en el débil ser como un extraño y divino Mesías, del que esperaban su salvación.
Se crió y educó a la salvaje y tierna pupila con el corazón palpitante de amor. No informaban las gacetas de la salud del rey con tanta solicitud como de los progresos de la joven fiera. Ni los filósofos y retóricos se esforzaron nun ca en iniciar un alma como aquélla en los divinos misterios de su arte. Cien cia, corazón, poesía, todo se esperaba de ella. Y cuando la señorita leona vistió su PRIMERtraje largo para ser presentada oficialmente a la ciudad, los periódi cos interpretaron fielmente, en sus crónicas exaltadas, el corazón del pueblo.
La joven leona aprendió a hablar, a moderar sus movimientos, a son reír. Aprendió a vestir ropas humanas, a sonrojarse, a meditar con la barbi lla en la mano. Aprendió cuanto puede y debe aprender una hermosísima hija de los hombres. Pero lo que aprendió, sobre todas las cosas, fue el di vino arte del canto.
No podemos nosotros darnos ahora cuenta cabal de la seducción, del chic y la gracia de una joven leona vestida como una hija de los hombres, que debuta en un salón, sonrojada de timidez.
Porque nunca, en efecto, las más íntimas finuras del corazón humano habían hallado tal órgano de expresión vocal. ¿Fluidez de un alma virgen, sorprendida por la poesía desde su primer albor? ¡Quién lo sabe! Y nadie menos que la divina criatura, pues es ocioso advertir que la educación ha bía hecho de ella una humana adolescente, con todas las ideas, ternuras y modalidades de la mujer.
Entretanto, como en los tiempos de su primera infancia, la señorita leona solicitaba sobre sí la atención pública. Era ella la esperanza de todo un pueblo, cada anuncio de un concierto suyo despertaba en el corazón de la ciudad tumultuosas albricias.
Ya desde la primera nota, los habitantes reconocían estremecidos su propia alma humana exhalada en aquella voz. ¿Cómo la salvaje criatura po día expresar así, mejor que ellos mismos, el lirismo, las esperanzas y los so llozos de un alma ajena a ella?
“Un alma que no poseía…”
Esta llegó a ser, poco a poco, la impresión de la ciudad… Reconocíasele supremo arte; pero no era la asimilación de sus ensueños lo que los hombres habían buscado al criar en su seno a la joven leona. No. Es peraban de ella frescura ingénita, sinceridad salvaje, grito de libertad, cuanto en suma había perdido el alma humana en su extenuante corre ría mental.
Exclusivamente “humana”: tal era la excelencia de su voz. Y se le exi gía más que esto.
También a este respecto las gacetas expresaron el sentimiento general:
“Un nuevo triunfo alcanzó anoche en su concierto la suprema artista, y no podríamos ahora sino repetir las alabanzas constantemente prodigadas en su honor. Sin embargo, interpretando la impresión popular, siempre tan fervorosamente adicta a nuestra pupila, procede declarar que desearíamos oír en su divina voz una nota, una sola nota de íntima frescura que acuse su PERSONALIDAD. Ni uno solo de sus más hondos acentos nos es desconoci do. Hasta hoy, la eximia artista ha interpretado magistralmente al alma humana; pero nada más que esto. Sobrada ‘humanidad’, nos atreveríamos a decir. El fresco y libre grito de su alma extraña, sincero y sin trabas, es lo que aguardamos ansiosos de ella”.
Sin esfuerzo podemos creer que fue ese golpe el más inesperado e in justo con que podía soñar la delicada artista.
-¿Qué he hecho -sollozaba- para que me traten así?
-No tiene usted la culpa -consolábanla-. Su voz es siempre tan pura como su corazón, y todos sufrimos ahora como ayer su encan to. Pero… tiene alguna razón el pueblo. Falta un poco de sinceridad a su acento. Usted canta adorablemente; mas la pasión de su voz es la de una mujer.
-¡Pero yo soy mujer! -lloraba la desconsolada criatura.
Temblando de emoción subió al estrado de su nuevo concierto. Mas por bajo de los aplausos correctísimos de siempre, pudo sentir el corazón retraído de la ciudad.
-¿Cómo es posible -le observaron- que no nos dé usted una nota agreste de la inmensa y libre expresión, el salvaje acento de su raza, y que nuestra especie ha gastado ya e ignora desde miles de años? Déjese ir libre mente por sus ensueños cuando cante; olvide todo lo que ha aprendido de nosotros, y nos dará usted una pura y suprema nota de arte.
-No… No puedo… ¡No puedo…! -sacudía la cabeza la artista.
La ciudad entera acudió otra vez a oír a la joven, ante la esperanza de un milagro; sabíase la ardiente solicitud que la rodeaba.
Trémula e incierta, la joven comenzó a cantar. Sintió, mientras canta ba, el aliento de la ciudad suspenso de su voz, y recordó las esperanzas en ella cifradas. Cerrando los ojos, borró con supremo esfuerzo de su memoria la hora presente; un soplo CÁLIDO barrió su alma como un vendaval, y la jo ven volcó en una nota suprema la pasión despertada.
La sala quedó helada: aquella nota de pasión había sido un “rugido”. Pura e incontestablemente, la joven había rugido.
Más sorprendida y espantada de su propia voz que todos:
-Lo hice sin querer… -sollozaba-. ¡No sé qué me pasó…!
Si bien mortalmente desengañada de la artista, la ciudad ofrecióle en un concierto extraordinario, la ocasión de echar un velo sobre aquella in fausta velada. Pero cuando la cantante, dominada por su arte, tornó a abrir cuan grandes eran las aherrojadas puertas de su alma, rugió otra vez.
Ya no era posible más. La ciudad deliberó -si bien con el corazón desgarrado-, fríamente:
Lamentamos haber puesto en un ser ajeno a nosotros las esperanzas de nuestra raza. Hemos criado, con más calor que a nuestros propios hijos, una criatura extraña. Hemos infundido en su alma las más excelsas cualidades del alma humana. Y cuando hemos exigido de su voz la suprema nota de sinceridad y frescura… ha rugido.
Y acompañaron hasta las puertas de la ciudad a la pobre criatura, que caía a cada instante implorando piedad con las manos juntas.
Ya había cerrado la noche. La joven caminó como una autómata, in ternándose en el desierto, hasta que el viento caliente que pasaba en la os curidad azotándole los cabellos, le hizo abrir los ojos. Su nariz dilatóse en tonces ampliamente a los vahos agrestes que le llegaban sin roces quién sa be desde dónde, y deteniéndose, vuelta a la ciudad, se desvistió. Quitóse el traje, todo cuanto había disimulado hasta ese instante su condición prime ra, hasta quedar desnuda. Y plantándose entonces con la cola rígida y los duros ojos fosforescentes, la leona rugió.
Durante largo rato, sola y como alargada por la tensión de sus ijares, rugió hacia la ciudad decrépita, hundiendo los flancos hasta el esqueleto, como si en cada rugido cantara, libre y sin trabas por fin, la voz pura y pro funda de sus entrañas vírgenes.

lunes, 26 de enero de 2015

El nadador.

El nadador

Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: «Anoche bebí demasiado.» Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de GOLF y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.
—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.
—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.
—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí ¡demasiado clarete.
El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesiano con un alto porcentaje de hierro, tenía una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaban las nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se aproximara— que podían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde de la piscina, tenía una mano dentro del agua, y sostenía con la otra una copa: ginebra. Neddy era un hombre enjuto que parecía conservar aún la peculiar esbeltez de la juventud, y, aunque los días de su adolescencia quedaban ya muy lejos, aquella mañana se había deslizado por el pasamanos de la escalera, y en su camino hacia el olor a café que salía del comedor, había dado un sonoro beso en la broncínea espalda a la Afrodita del vestíbulo. Podría habérselo comparado con un día de verano, en especial con las últimas horas de uno de ellos, y aunque le faltase una raqueta de tenis o una vela hinchada por el viento, la impresión era, decididamente, de juventud, de vida deportiva y de buen tiempo. Había estado nadando y ahora respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar en sus pulmones los ingredientes de aquel momento, el calor del sol, y la intensidad de su propio placer. Era como si todo le cupiera dentro del pecho. Doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro hermosas hijas habrían terminado de almorzar y quizá jugasen al tenis en aquel momento. Fue entonces cuando se le ocurrió que si atajaba por el suroeste podría llegar nadando hasta allí.
No había nada de opresivo en la vida de Neddy, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad de evasión. Le pareció ver, con mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el condado. Se trataba de un descubrimiento, de una contribución a la geografía moderna, y le pondría el nombre de Lucinda, en honor a su esposa. Neddy no era ni estúpido ni partidario de las bromas pesadas, pero tenía una clara tendencia a la originalidad, y se consideraba a sí mismo —de manera vaga y sin darle apenas importancia— una figura legendaria. El día era realmente maravilloso, y le pareció que un baño prolongado serviría para acrecentar y celebrar su belleza.
Se desprendió del suéter que le colgaba de los hombros y se tiró de cabeza a la piscina. Neddy sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Nadó a crol pero de forma poco organizada, respirando unas veces con cada brazada y otras sólo en la cuarta, y sin dejar de contar, de manera casi subconsciente, el un-dos, un-dos, del movimiento de los pies. No era un estilo muy apropiado para largas distancias, pero la utilización doméstica de la natación ha gravado ese deporte con ciertas costumbres, y en la par-te del mundo donde habitaba Neddy, el crol era lo habitual. Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas, y a Neddy le hubiese gustado nadar sin bañador, pero eso no resultaba posible, debido a la naturaleza de su proyecto. Salió a pulso de la piscina por el otro extremo —nunca usaba la escalerilla—, y comenzó a cruzar el césped. Cuando Lucinda le preguntó que adonde iba, respondió que iría nadando hasta casa.
Sólo podía utilizar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales, pero eso era suficiente. Primero estaban los Graham, y a continuación los Hammer, los Lear, los Howland, y los Crosscup. Cruzaría Ditmar Street para llegar a casa de los Bunker y después de andar un poco pasaría por casa de los Levy y de los Welcher, para utilizar así también la piscina pública de Lancaster. Luego venían los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era estupendo, y vivir en un mundo con tan generosas reservas de agua parecía poner de manifiesto la misericordia y la caridad del universo. Neddy se sentía en plena forma, y atravesó el césped corriendo. Volver a casa utilizando un camino desacostumbrado lo hacía sentirse peregrino, explorador; lo hacía sentirse un hombre con un destino, y estaba seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto; no tenía la menor duda de que sus amigos ocuparían las orillas del río Lucinda.
Atravesó el seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la de los Graham, anduvo bajo algunos manzanos en flor, pasó junto al cobertizo que albergaba la bomba y el filtro y salió al lado de la piscina de los Graham.
—¡Hola, Neddy! —dijo la señora Graham—, ¡qué agradable sorpresa! Me he pasado toda la mañana tratando de hablar contigo por teléfono. Déjame que te prepare algo de beber.
Neddy comprendió entonces que, como cualquier explorador, necesitaría hacer uso de toda su diplomacia para conseguir que la hospitalidad y las costumbres de los nativos no le impidieran llegar a su destino. No deseaba desconcertar a los Graham ni mostrarse antipático, pero tampoco disponía de tiempo para quedarse allí. Hizo un largo en la piscina y se reunió con ellos al sol; unos minutos más tarde, la llegada de dos automóviles cargados de amigos que venían de Connecticut le facilitó las cosas. Mientras todos se saludaban efusiva y ruidosamente, Neddy pudo escabullirse. Salió por la puerta principal de la finca de los Graham, pasó por encima de un seto espinoso y cruzó un solar vacío para llegar a casa de los Hammer. La dueña de la casa, al levantar la vista de las rosas, vio a alguien que pasaba nadando, pero no llegó a saber de quién se trataba. Los Lear lo oyeron cruzar la piscina a nado a través de las ventanas abiertas de la sala de estar. Los Howland y los Crosscup habían salido. Al dejar la casa de los Howland, Neddy cruzó Ditmar Street y se dirigió hacia la finca de los Bunker, desde donde, ya a aquella distancia, le llegaba el alboroto de una fiesta.
El agua devolvía el sonido de las voces y de las risas, y daba la impresión de dejarlas suspendidas en el aire. La piscina de los Bunker estaba en alto, y Neddy tuvo que subir unos cuantos escalones hasta llegar a la terraza, donde unas veinticinco o treinta personas charlaban y bebían. Rusty Towers era el único que se hallaba dentro del agua, flotando sobre una balsa de goma. ¡Qué hermosas eran las orillas del río Lucinda y qué maravillosa vegetación crecía en ellas! Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría. Sobre sus cabezas, una avioneta roja de las que se utilizaban para dar clases de vuelo daba vueltas y más vueltas, y sus evoluciones hacían pensar en el regocijo de un niño subido en un columpio. Ned sintió un momentáneo afecto por aquella escena, una ternura que era casi como una sensación física, motivada por algo tangible. Oyó un trueno a lo lejos. Enid Bunker se puso a gritar nada más verlo.
—¡Mirad quién está aquí! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda dijo que no podías venir, creí que iba a morirme.
Neddy se abrió camino entre la multitud en su dirección, y cuando terminaron de besarse, Enid lo llevó hacia el bar; avanzaron lentamente porque Ned tuvo que pararse para besar a otras ocho o diez mujeres y estrechar la mano de otros tantos hombres. Un barman sonriente que había visto ya antes en un centenar de fiestas le dio una ginebra con tónica, y Ned se quedó allí un instante, temeroso de tener que participar en alguna conversación que pudiera retrasar su viaje. Cuando parecía que iba a verse rodeado, se tiró a la piscina y nadó pegado al borde para evitar la balsa de Rusty. Al salir por el otro lado se cruzó con los Tomlinson; los obsequió con una cordial sonrisa, y echó a andar rápidamente por el sendero del jardín. La grava le hacía daño en los pies, pero ésa era la única sensación desagradable. La fiesta sé celebraba únicamente en los alrededores de la piscina y, al llegar junto a la casa, Ned notó que se había debilitado el sonido de las voces. En la cocina de los Bunker alguien oía por la radio un partido de béisbol. Domingo por la tarde. Tuvo que avanzar en zigzag entre los coches aparcados y llegó hasta Alewives Lane siguiendo el césped que bordeaba el camino de grava de los Bunker. Ned no quería que lo vieran en la carretera en traje de baño, pero no había tráfico y cruzó en seguida los pocos metros que lo separaban del sendero de grava de los Levy, con un cartel de Propiedad Privada y un recipiente cilíndrico de color verde para el New York Times. Todas las puertas y las ventanas de la amplia casa estaban abiertas, pero no había signos de vida; ni siquiera un perro que ladrara. Ned rodeó el edificio y al llegar a la piscina vio que los Levy acababan de marcharse. Sobre una mesa al otro extremo de la piscina, cerca de un cenador adornado con linternas japonesas, había una mesa con vasos, botellas y platos con cacahuetes, almendras y avellanas. Después de atravesar la piscina a nado, Ned se sirvió ginebra en un vaso. Era la cuarta o la quinta copa, y había nadado aproximadamente la mitad del curso del río Lucinda. Se sentía cansado, limpio, y, en ese momento, satisfecho de encontrarse solo; satisfecho con el mundo en general.
Iba a haber una tormenta. La masa de nubes —aquella ciudad— se había elevado y oscurecido, y mientras descansaba allí un momento, oyó otra vez el retumbar de un trueno. La avioneta roja seguía dando vueltas, y a Ned casi le parecía oír la risa placentera del piloto flotando en el aire de la tarde; pero al oír el fragor de otro trueno se puso de nuevo en movimiento. El pitido de un tren lo hizo preguntarse qué hora sería. ¿Las cuatro, las cinco? Se imaginó la estación local, donde, en ese momento, un camarero con el esmoquinoculto bajo un impermeable, un enano con un ramo de flores envuelto en papel de periódico y una mujer que había llorado esperarían el tren de cercanías. Estaba oscureciendo de pronto; era el instante en que los pájaros más estúpidos parecían transformar su canto en un anuncio, preciso y bien informado, de la proximidad de la tormenta. Se produjo entonces un agradable ruido de agua cayendo desde la copa de un roble, como si alguien hubiera abierto una espita. Después, el ruido como de fuentes se extendió a las copas de todos los árboles altos. ¿Por qué le gustaban las tormentas? ¿Por qué se animaba tanto cuando las puertas se abrían con violencia y el viento que arrastraba gotas de lluvia trepaba a empellones por las escaleras? ¿Por qué la simple tarea de cerrar las ventanas de una casa antigua le parecía tan necesaria y urgente? ¿Por qué los primeros compases húmedos de un viento de tormenta constituían siempre el anuncio de alguna buena nueva, de algún suceso reconfortante y alegre? En seguida se oyó una explosión, acompañada de un olor como de pólvora, y la lluvia azotó las linternas japonesas que la señora Levy había comprado en Kyoto dos años antes, ¿o hacía sólo un año?
Ned se quedó en el cenador de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había enfriado el aire, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. La fuerza del viento había arrancado las hojas secas y amarillas de un arce y las había esparcido sobre la hierba y el agua. Como estaban aún a mitad de verano, Ned supuso que el árbol se hallaba enfermo, pero sintió una extraña tristeza ante ese signo del otoño. Hizo unos movimientos gimnásticos, apuró la ginebra y se dirigió hacia la piscina de los Welcher. Eso significaba cruzar el picadero de los Lindley, y le sorprendió encontrar la hierba demasiado crecida y los obstáculos desmantelados. Se preguntó si los Lindley habrían vendido sus caballos o si se habrían ausentado durante el verano, dejando sus animales al cuidado de otras personas. Le pareció recordar que había oído algo acerca de los Lindley y de sus caballos, pero no sabía exactamente qué. Siguió adelante, notando la hierba húmeda contra los pies descalzos, en dirección a la casa de los Welcher, donde se encontró con que la piscina estaba vacía.
Esa ruptura en la CONTINUIDAD de su río imaginario le produjo una absurda decepción, y se sintió como un explorador que busca las fuentes de un torrente y encuentra un cauce seco. Ned notó que lo dominaba el desconcierto y la decepción. Era bastante normal que los vecinos de aquella zona se marcharan durante el verano, pero nadie vaciaba la piscina. Los Welcher se habían ido definitivamente. Las sillas, las mesas y las hamacas de la piscina estaban dobladas, amontonadas y cubiertas con lonas. Los vestuarios, cerrados, y lo mismo sucedía con todas las ventanas de la casa, y cuando la rodeó hasta llegar al camino de grava que llevaba hasta la puerta principal se encontró con un cartel que decía: «Se Vende», clavado en un árbol. ¿Cuándo había oído hablar de los Welcher por última vez? ¿Cuándo —habría que decir, más exactamente— Lucinda y él se habían disculpado por última vez al recibir una invitación suya para cenar? No daba la impresión de que hubiese transcurrido más de una semana. ¿Le fallaba la memoria o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad? A lo lejos oyó que alguien jugaba un partido de tenis. Aquello lo animó, disipando todas sus aprensiones, y permitiéndole enfrentarse con indiferencia al cielo oscurecido y al aire frío. Aquél era el día en que Neddy Merrill iba a atravesar a nado el condado. ¡Aquel día, precisamente! De inmediato inició la etapa más difícil de su viaje.
Alguien que hubiese salido a pasear en coche aquella tarde de domingo podría haberlo visto, casi desnudo, en la cuneta de la autopista 424, esperando una oportunidad para cruzar al otro lado. Podría habérsele creído la víctima de alguna apuesta insensata, o una persona a quien se le ha estropeado el coche, o, simplemente, un chiflado. Junto al asfalto, con los pies descalzos —entre latas de cerveza vacías, trapos sucios y parches para neumáticos desechados—, expuesto al ridículo, resultaba penoso. Ned sabía desde el principio que aquello era parte de su recorrido, que figuraba en sus mapas, pero al enfrentarse con las largas filas de coches que culebreaban bajo la luzdel verano, descubrió que no estaba preparado psicológicamente. Los ocupantes de los automóviles se reían de él, lo tomaban a broma, y llegaron incluso a tirarle una lata de cerveza, y él no tenía ni dignidad ni humor que aportar a aquella situación. Podría haberse vuelto atrás, regresar a casa de los Westerhazy, donde Lucinda estaría aún sentada al sol. No había firmado nada, no había prometido nada, no se había apostado nada, ni siquiera consigo mismo. ¿Por qué, creyendo como creía que toda humana testarudez era susceptible de ceder ante el sentido común, se sabía incapaz de volver atrás? ¿Por qué estaba decidido a terminar el recorrido, aun a costa de poner en peligro su vida? ¿En qué momento aquella travesura, aquella broma, aquella payasada se había convertido en algo muy serio? No estaba en condiciones de volver atrás, ni siquiera recordaba con claridad las verdes aguas de la piscina de los Westerhazy, ni el placer de aspirar los componentes de aquel día, ni las serenas y amistosas voces que se lamentaban de haber bebido demasiado. En una hora aproximadamente, Ned había cubierto una distancia que hacía imposible el regreso.
Un anciano que conducía a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar hasta la mediana de la autopista, donde había una tira de césped. Allí se vio expuesto a las bromas del tráfico que avanzaba en dirección contraria, pero al cabo de unos diez minutos o un cuarto de hora consiguió cruzar. Desde allí sólo tenía que andar un poco para llegar al centro recreativo situado a las afueras de Lancaster, que disponía de varios frontones y de una piscina pública.
La peculiar resonancia de las voces cerca del agua, la sensación de brillantez y de tiempo detenido eran las mismas que anteriormente en casa de los Bunker, pero aquí los sonidos resultaban más fuertes, más agrios y más penetrantes, y tan pronto como entró en aquel espacio abarrotado de gente, Ned tuvo que someterse a las molestias de la reglamentación: «Todos los bañistas tienen que ducharse antes de usar la piscina. Todos los bañistas deben utilizar el pediluvio. Todos los bañistas deben llevar la placa de identificación.»
Ned se duchó, se lavó los pies en una oscura y desagradable solución y llegó hasta el borde de la piscina. Apestaba a cloro y le recordó a unfregadero. Sendos monitores, desde sus respectivas torres, hacían sonar sus silbatos a intervalos aparentemente regulares, insultando además a los bañistas mediante un sistema de megafonía. Ned recordó con nostalgia las aguas color zafiro de los Bunker y pensó que podía contaminarse —echar a perder su prosperidad y disminuir su atractivo personal— nadando en aquella ciénaga, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que aquello no pasaba de ser un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda. Se tiró al cloro con ceñuda expresión de disgusto y no le quedó más remedio que nadar con la cabeza fuera para evitar colisiones, pero incluso así lo empujaron, lo salpicaron y le dieron codazos. Cuando llegó al lado menos profundo de la piscina, los dos monitores le estaban gritando:
—¡A ver, ése, ese que no lleva placa de identificación, que salga del agua!
Ned lo hizo así, pero los otros no estaban en condiciones de perseguirlo, y, dejando atrás el desagradable olor de las cremas bronceaduras y del cloro, saltó una valla de poca altura y atravesó los frontones. Le bastó cruzar la carretera para entrar en la parte arbolada de la propiedad de los Halloran. Nadie se había preocupado de arrancar la maleza que crecía entre los árboles, y tuvo que avanzar con grandes precauciones hasta llegar al césped y al seto de hayas recortadas que rodeaba la piscina.
Los Halloran eran amigos suyos; se trataba de unas personas de edad avanzada y enormemente ricos, que se sentían felices cuando alguien los consideraba sospechosos de filocomunismo. Eran reformadores llenos de celo, pero no comunistas; sin embargo, cuando alguien los acusaba de subversivos, como sucedía a veces, parecían agradecerlo y sentirse rejuvenecidos. Las hojas del seto de haya también se habían vuelto amarillas, y Ned supuso que probablemente padecían la misma enfermedad que el arce de los Levy. Gritó «¡hola!» dos veces para que los Halloran advirtieran su presencia y de esa forma la invasión de su intimidad no resultara demasiado brusca. Los Halloran, por razones que nunca le habían sido explicadas, no utilizaban trajes de baño. En realidad, no hacía falta ninguna explicación.
Su desnudez era un detalle de su celo reformista libre de prejuicios, y Ned se quitó cortésmente el bañador antes de entrar en el espacio limitado por el seto de hayas.
La señora Halloran, una mujer corpulenta de cabello blanco y expresión serena, leía el Times. Su marido sacaba hojas de haya de la piscina con una red. No parecieron ni sorprendidos ni disgustados al verlo. Su piscina era quizá la más antigua del condado, un rectángulo construido con piedras cogidas del campo, alimentado por un arroyo. Carecía de filtro o de bomba, y sus aguas tenían la dorada opacidad de la corriente.
—Estoy atravesando a nado el condado —dijo Ned.
—Vaya, no sabía que se pudiera hacer eso —exclamó la señora Halloran.
—Bueno, he empezado en casa de los Westerhazy —dijo Ned—. Debo de haber recorrido unos seis kilómetros.
Dejó el bañador junto al extremo más hondo de la piscina, fue andando hasta el otro lado y nadó aquella distancia. Mientras salía a pulso del agua, oyó decir a la señora Halloran:
—Sentimos mucho que te hayan ido tan mal las cosas, Neddy.
—¿Lo mal que me han ido las cosas? No sé de qué me está usted hablando.
—¿No? Hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…
—No recuerdo haber vendido la casa —dijo Ned—. En cuanto a las chicas, no les ha pasado nada, que yo sepa.
—Sí —suspiró la señora Halloran—. Claro…
Su voz llenaba el aire con una melancolía intemporal, y Ned la interrumpió precipitadamente:
—Gracias por el baño.
—Que tengas una travesía agradable —dijo la señora Halloran.
Al otro lado del seto, Ned se puso el bañador y tuvo que apretárselo. Le estaba un poco grande, y se preguntó si era posible que hubiera perdido peso en una tarde. Tenía frío, estaba cansado, y la desnudez de los Halloran y el agua oscura de su piscina lo habían deprimido. Aquella travesía era demasiado para sus fuerzas, pero ¿cómo podía haberlo previsto mientras se deslizaba aquella mañana por el pasamanos de la escalera o cuando estaba sentado al sol en casa de los Westerhazy? Los brazos no le respondían. Las piernas parecían de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor de todo era el frío en los huesos y la sensación de que nunca volvería a entrar en calor. Caían hojas de los árboles y el viento le trajo olor a humo. ¿Quién podía estar quemando hojarasca en aquella época del año?
Necesitaba un trago. El whisky lo calentaría, le levantaría el ánimo, lo sostendría hasta el final de su viaje, renovaría su convicción de que atravesar a nado aquella zona era un proyecto original que exigía valor. Los nadadores que recorren grandes distancias toman coñac. Necesitaba un estimulante. Cruzó la zona de césped delante de la casa de los Halloran, y siguió andando hasta el pabellón que habían construido para Helen, su única hija, y para su marido, Erich Sachs. Ned encontró a los Sachs en su piscina, que era bastante pequeña.
—¡Neddy! —exclamó Helen—. ¿Has almorzado en casa de mi madre?
—No exactamente —dijo Ned—. He entrado un momento a saludar a tus padres. —No parecía que hiciese falta dar más explicaciones—. Siento mucho presentarme así de sorpresa, pero me ha dado un escalofrío de pronto y me preguntaba si podríais ofrecerme una copa.
—Me encantaría hacerlo —dijo Helen—, pero no tenemos nada para beber desde la operación de Eric. Y de eso hace ya tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria, o era acaso que su capacidad para ignorar acontecimientos penosos le había permitido olvidarse de la venta de su casa, de las dificultades de sus hijas, y de la enfermedad de su amigo Eric? La mirada de Ned se desplazó del rostro de Eric a su vientre, donde vio tres cicatrices antiguas, más blancas que el resto de la piel, dos de ellas de treinta centímetros de largo por lo menos. El ombligo había desaparecido, y Ned pensó en el desconcierto de una mano inquisitiva que, al buscar en la cama a las tres de la mañana los atributos masculinos, se encontrara con un vientre sin ombligo, sin unión con el pasado, sin continuidad en la sucesión natural de los seres.
—Estoy segura de que encontrarás algo de beber en casa de los Biswanger—dijo Helen—. Dan una fiesta por todo lo alto. Se los oye desde aquí. ¡Escucha!
Helen alzó la cabeza, y desde el otro lado de la carretera, desde el otro lado de los jardines, de los bosques, de los campos, Ned oyó de nuevo el ruido, lleno de resonancias, de las voces cerca del agua.
—Bueno, voy a darme un remojón —dijo, notando que carecía aún de libertad para decidir sobre su manera de viajar. Se tiró de cabeza al agua fría y faltándole el aliento, casi a punto de ahogarse, cruzó la piscina de un extremo a otro—. Lucinda y yo tenemos muchas ganas de veros —dijo vuelto de espaldas, con el cuerpo orientado ya hacia la casa de los Biswanger—. Sentimos mucho que haya pasado tanto tiempo sin vernos, y os llamaremos cualquier día de éstos.
Ned tuvo que cruzar algunos campos hasta la casa de los Biswanger y los sonidos festivos que salían de ella. Sería un honor para los dueños ofrecerle una copa, se sentirían felices de darle de beber. Los Biswanger los invitaban a cenar —a Lucinda y a él— cuatro veces al año con seis semanas de anticipación. Ellos nunca aceptaban, pero los Biswanger continuaban enviando invitaciones como si fueran incapaces de comprender las rígidas y antidemocráticas normas de la sociedad en la que vivían. Pertenecían a ese tipo de personas que hablan de precios durante los cócteles, que se hacen confidencias sobre inversiones bursátiles durante la cena y que después cuentan chistes verdes cuando están presentes las señoras. No pertenecían al grupo de amistades de Neddy; ni siquiera figuraban en la lista de personas a las que Lucinda enviaba felicitaciones de Navidad. Se dirigió hacia la piscina con sentimientos a mitad de camino entre la conciencia de su superioridad y el deseo de mostrarse amable, y también con algún desasosiego porque parecía que estaba oscureciendo y, sin embargo, aquéllos eran los días más largos del año. La fiesta era ruidosa y había mucha gente. Grace Biswanger pertenecía al tipo de anfitriona que invitaba al óptico, al veterinario, al corredor de fincas y al dentista. No había nadie nadando en la piscina, y el crepúsculo, al reflejarse en el agua, despedía un brillo invernal. Ned se dirigió hacia el bar. Cuando Grace Biswanger lo vio, avanzó hacia él, pero no con gesto afectuoso, como él había esperado, sino de la forma más hostil imaginable.
—Vaya, en esta fiesta hay de todo —comentó alzando mucho la voz—, incluso personas que se cuelan.
Grace no estaba en condiciones de hacerle un feo social, no tenía ni la más remota posibilidad, de manera que Ned no se echó atrás.
—En mi calidad de gorrón —preguntó cortésmente—, ¿tengo derecho a tomar una copa?
—Haga lo que guste —dijo ella—. No parece que las invitaciones signifiquen mucho para usted.
Le dio la espalda y se reunió con otros invitados. Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman se lo sirvió, pero de forma descortés. El mundo de Ned era un mundo en el que los camareros estaban al tanto de los matices sociales, y verse desairado por un barman a media jornada significaba haber perdido puntos en la escala social. O quizá aquel hombre era novato y le faltaba información. En seguida oyó cómo Grace decía a su espalda:
—Se arruinaron de la noche a la mañana; no les quedó más que su sueldo, y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil dólares…
Siempre hablando de dinero. Aquello era peor que llevarse el cuchillo a la boca. Ned se zambulló en la piscina, hizo un largo y se marchó.
La siguiente piscina de la lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si había sufrido alguna herida en casa de los Biswanger, aquél era el lugar ideal para curarla. El amor —los violentos juegos sexuales, para ser más exactos— era el supremo elixir, el remedio contra todos los males, la píldora mágica capaz de rejuvenecerlo y de devolverle la alegría de vivir. Habían tenido una aventura la semana pasada, o el mes último, o el año anterior. No seacordaba. Pero había sido él quien había decidido acabar, y eso lo colocaba en una situación privilegiada, de manera que cruzó la puerta de la valla que rodeaba la piscina de Shirley repleto de confianza en sí mismo. En cierta forma, era como si la piscina fuese suya, porque la persona amada, especialmente si se trata de un amor ilícito, goza de la posesión de la amante con una plenitud desconocida en el sagrado vínculo del matrimonio. Shirley estaba allí, con sus cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua de color azul intenso, iluminada por la luz eléctrica, no despertó en él ninguna emoción profunda. No había sido más que una aventurilla, pensó, aunque Shirley lloraba cuando él decidió romper. Pareció turbada al verlo, y Ned se preguntó si se sentiría aún herida. ¿Acaso iba, Dios no lo quisiera, a echarse a llorar de nuevo?
—¿Qué quieres? —le preguntó ella.
—Estoy nadando a través del condado.
—¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Si has venido buscando dinero —dijo ella—, no voy a darte ni un centavo.
—Puedes darme algo de beber.
—Puedo, pero no quiero. No estoy sola.
—Bueno, me marcho en seguida.
Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos y sus hombros no tenían fuerza; llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro, vio a un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped —ya se había hecho completamente de noche— le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal, y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la vista y comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar.
Era probablemente la primera vez que lloraba en toda su vida de adulto, y desde luego la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y tan desconcertado. No entendía los malos modos del barman ni el mal humor de una amante que se había acercado a él de rodillas y le había mojado el pantalón con sus lágrimas. Había nadado demasiado, había pasado demasiado tiempo bajo el agua, y tenía irritadas la nariz y la garganta. Necesitaba una copa, necesitaba compañía y ponerse ropa limpia y seca, y aunque podría haberse encaminado directamente hacia su casa por la carretera, se fue a la piscina de los Gilmartin. Allí, por primera vez en su vida, no se tiró, sino que descendió los escalones hasta el agua helada y nadó dando unas renqueantes brazadas de costado que quizá había aprendido en su adolescencia. Camino de casa de los Clyde, se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en la piscina, tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido. Encorvado, agarrándose a los pilares de la entrada en busca de apoyo, Ned torció por el sendero de grava de su propia casa.
Todo estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que ya se habían ido a la cama? ¿Se habría quedado su mujer a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Habrían ido las chicas a reunirse con ella o se habrían marchado a cualquier otro sitio? ¿No se habían puesto previamente de acuerdo, como solían hacer los domingos, para rechazar las invitaciones y quedarse en casa? Ned intentó abrir las puertas del garaje para ver qué coches había dentro, pero la puerta estaba cerrada con llave y se le mancharon las manos de orín. Al acercarse más a la casa vio que la violencia de la tormenta había separado de la pared una de las tuberías de desagüe para la lluvia. Ahora colgaba por encima de la entrada principal como una varilla de paraguas, pero no costaría arreglarla por la mañana. La puerta de la casa también estaba cerrada con llave, y Ned pensó que habría sido una ocurrencia de la estúpida de la cocinera ode la estúpida de la doncella, pero en seguida recordó que desde hacía ya algún tiempo no habían vuelto a tener ni cocinera ni doncella. Gritó, golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con el hombro; después, al mirar a través de las ventanas, se dio cuenta de que la casa estaba vacía.