El hermano limosnero
Autor: Giovanni Boccaccio
Según habréis oído decir, Certaldo es una población del valle de Elsa, que depende del Estado de Toscana. Aunque ahora tiene ese pueblo escasa importancia, lo habitaban en otro tiempo gran número de caballeros y de personas acomodadas. Un religioso de San Antonio, llamado hermano Cebolla, y conventual de Florencia, acostumbraba a visitarlo todos los años para recoger las limosnas de los tontos y los imbéciles. Su misión era tanto más agradable cuanto que la colecta aumentaba y se le recibía perfectamente, no por sus méritos personales, sino más bien por su nombre, pues el territorio de esa comarca produce las mejores cebollas de toda la Toscana. Este hermano Cebolla, de estatura pequeña, rostro coloradote, pelo rojo, gastaba muy buen humor y, a veces, era hasta juguetón; en el fondo, descubríase una crasa ignorancia, empero hablaba tan bien y con tal facilidad, que quien no lo hubiese conocido lo tomara por un gran orador, por no decir un Cicerón o un Quintiliano; por tanto, era bien acogido y apreciado por toda la comarca.
Habiendo, pues, ido a Certaldo, según costumbre, la mañana de un domingo de agosto, a hora en que el pueblo de las cercanías se dirigía a la misa de la parroquia, se colocó a corta distancia de la puerta de la iglesia, y habló en los siguientes términos, a los hombres y a las mujeres reunidos en aquel sitio.
—Ya sabéis, amados oyentes míos, que acostumbráis dar todos los años a los pobres religiosos de San Antonio parte de vuestros trigos y de vuestros ahorros, unos poco, otros más, cada cual según sus medios y su devoción, para que el bienaventurado San Antonio cuide de vuestros rebaños; y aun soléis anualmente honrar la memoria de cuantos han estado afiliados a nuestra congregación. Por lo mismo, me presento hoy en este sitio, por orden de mi superior, a recoger vuestras acostumbradas limosnas; quedáis, pues, advertidos para venir aquí al mediodía, en el momento que oigáis tocar las campanas. Os haré un sermón y podréis besar la santa cruz, según costumbre, a la puerta del templo; y como sé que sois muy devotos del señor San Antonio, y patrono, os enseñaré, por gracia especial, una preciosa y muy santa reliquia que traje yo mismo de la Tierra Santa. Es una pluma del arcángel Gabriel, que se le cayó en la habitación de la Virgen María cuando fue a anunciarle que concebiría y pariría al Salvador del mundo.
Dicho esto, el buen religioso se despidió de la reunión y penetró en el templo para oír misa.
Mientras tanto, dos picaronazos hábiles y gallardos, llamado el uno Juan de la Bragoniera y el otro Blas Pizzini, que habían oído cuanto el fraile acababa de decir al pueblo allí congregado, se conjuraron para jugarle una mala treta, aunque eran amigos y camaradas suyos. La pretendida pluma del ala del arcángel Gabriel les había causado no poca risa, y resolvieron quitársela, para chancearse después de su embarazo cuando tratase de enseñarla a la concurrencia. Aquel día, el hermano Cebolla comió en el castillo; al saber que estaba a la mesa, se encaminaron a la posada donde paraba, conviniendo en que el uno entretendría al criado del fraile mientras el otro buscaría la pluma en su alforja, regocijándose anticipadamente de ver cómo se las compondría para excusarse ante su auditorio, al que había prometido enseñársela.
Antes de pasar más adelante, debo daros a conocer el criado que el amigo Blas tenía encargo de entretener, mientras Juan registraría las alforjas del religioso. Os diré que su nombre era análogo a su facha. Le llamaban Guccio Ballena, como si dijéramos, gran animal, nombrándole varias personas Guccio Zopenco, y otros, Guccio Marrano. Tenía una facha tan grotesca, que el pintor Lippo Topo, autor de innumerables caricaturas, nunca supo imaginar una tan singular ni estrambótica. El fondo parecíase a la superficie: su ingenio era tan romo como la mole de su cuerpo. El hermano Cebolla, que solía divertir a sus amigos con las bestialidades de ese criado, acostumbraba decir que le conocía nueve defectos tan considerables, que uno solo bastara para eclipsar o deslucir todas sus cualidades, todas las virtudes con que brillaron Salomón, Aristóteles, Séneca, a haberlos tenido esos grandes hombres. Figuraos, pues, por lo dicho, qué clase de hombre sería el tal criado. Si se preguntaba al hermano Cebolla cuáles eran los nueve defectos que le conocía, contestaba con ese mal terceto de su cosecha:
Es calmoso, goloso y embustero; maldiciente, ladrón y borrachín; tonto, poco juicioso y marrullero.
—Además de estos vicios, tiene otros muchos que me callo —añadía el fraile—. Y lo más chistoso del caso es que doquiera se encuentra quiera casarse y alquilar una casa para establecerse con su familia; porque tiene la barba negra, fuerte y poblada, se cree un Adonis, y supone que cuantas mujeres le ven, al momento se enamoran de él; y, a permitírselo, correría detrás de ellas como los perros detrás de las liebres. A pesar de todo, debo confesar que me sirve con mucho celo, pues nadie me comunica un secreto sin que en seguida quiera enterarse de lo que me han dicho; y cuando alguno me hace una pregunta, tiene tanto miedo de que yo no sepa contestar, que es el primero en decir sí o no, según cree conveniente…
Mas, volvamos a nuestro cuento.
El hermano Cebolla había dejado a tan débil criado en la posada, con orden de cuidar que nadie se acercara a su equipaje y, sobre todo, a la alforja donde conservaba sus reliquias. Empero, Gucció Zopenco, que le agradaba más estar metido entre cocineros que al ruiseñor sobre la verde enramada, en particular, cuando sabía que había alguna mujer, se dirigió a la cocina de la posada, en la que aderezaba la comida una gruesa cocinera, mal pergeñada, achaparrada y de un rostro angosto, arrugado y más horrible, mucho más horrible que el más feo de los Baronci. Esta pobre criatura, envuelta en humo, sudorosa y embadurnada de manteca, no dejó de parecer a Zopenco un buen bocado. El ansia que había tenido para reunirse con ella hizo que dejara abierta la habitación del hermano Cebolla y su equipaje abandonado. Aunque era el mes de agosto y, por tanto, el calor apretaba, Zopenco se sentó al amor de la lumbre y entabló conversación con la criada, que se llamaba Ñuta. Empezó diciéndola que era gentilhombre por procurador, y que poseía más de mil escudos, sin contar los que debía entregar dentro de poco para saldar ciertos créditos. No hubo alabanza que no hiciera de su persona, y sin parar mientes en que llevaba un sombrero todo grasiento y comido de alas; que su chupa estaba rota en varias partes y remendada con trozos de paño de varios colores; que el pantalón, sonriendo por todos lados, dejaba ver sus piernas negras y velludas como las de un jabalí, y que sus zapatos se le caían de los pies, añadió, como si fuese un gran señor, que quería vestirla de pies a cabeza y sacarla del servicio; que sin tener grandes herencias, se comprometía a procurarla un pasadero bienestar; en una palabra, hízola todo género de promesas retumbantes. Pero como nada indicaba en su persona que estuviese en estado de realizar ninguna, sólo consiguió que la cocinera se riera de él en sus barbas y pasar por un loco rematado a los ojos de aquellas maritornes.
Blas Pizzini y Juan Bragoniera, contentísimos de encontrar a Guccio Marrano ocupado en contar maravillas a la cocinera, penetraron sin dificultad en la habitación del fraile. La primera cosa que les vino a las manos fue precisamente la alforja donde se hallaba la pluma. Abrenla, la registran y encuentran una cajita envuelta en un sinnúmero de pedazos de tafetán, y dentro de la caja, una pluma perteneciente a la cola de un loro verde. Y como están ciertos de que aquélla es la que el fraile prometiera enseñar a los habitantes de Certaldo, se apoderan de ella. Hubiese sido tanto más fácil al hermano Cebolla persuadir al pueblo de Certaldo que dicha pluma había pertenecido al arcángel Gabriel, cuanto que en aquella época los loros no eran muy conocidos. El lujo de Egipto todavía no había penetrado en Toscana, como ha sucedido después, haciendo cada día tantos progresos, por desdicha del Estado. Empero, aún tales plumas no hubiesen sido extrañas para algunas personas, no por esto deja de ser una verdad que fuera fácil al fraile hacer creer a los habitantes de aquella comarca que dicha pluma había pertenecido al arcángel Gabriel. No tan sólo las aves raras eran desconocidas, sino que estoy seguro de que jamás se había oído mentar los loros. Todavía reinaba entre ellos la simplicidad de las costumbres antiguas.
Luego que los dos jóvenes se hubieron apoderado de la pluma, no queriendo, dejar vacía la caja, y para dar una sorpresa más grande al hermano limosnero, imaginaron llenarla de pedazos de carbón, que encontraron en la chimenea.
Apenas terminada la misa mayor, todos los que habían oído la advertencia del hermano Cebolla se apresuraron a regresar a sus casas para traer la noticia a sus amigos, parientes y vecindad. Llegada que fue la hora, las gentes corren en masa al lugar de la cita. Cuando el fraile hubo comido y reposado una horita para que se hiciera mejor la digestión, informado de la multitud de campesinos que le aguardaba con impaciencia, algunos de los cuales acudieron al castillo instándole a que se presentara cuanto antes, mandó recado en seguida a Guccio Ballena para que tocara las campanillas y le trajera su alforja. Mucho trabajo costó al criado abandonar la cocina y la cocinera, cuya conquista esperaba hacer; mas tuvo que obedecer. Reunidos todos los habitantes del lugar y de los contornos, el hermano Cebolla, que no se apercibió de que le hubiesen registrado su alforja, comenzó a predicar, diciendo infinidad de cosas sobre el respeto debido a las santas reliquias. En el acto de ir a enseñar la pluma del arcángel Gabriel, mandó encender dos cirios, se quitó el capuchón, desenvolvió con gran parsimonia la cajita y luego la abrió respetuosamente, después de rezar algunas palabras en honor del arcángel y de su reliquia. Sorprendido de no hallar más que carbón, frunció el ceño de despecho, empero no se desconcertó en lo más mínimo; tampoco le pasó por la mente que su criado pudiese ser el autor de aquella jugarreta, pues no tenía formada tan buena opinión de su ingenio; ni siquiera le reconvino por haber guardado tan malamente su alforja, sino que se acusó a sí mismo de haberla fiado a un hombre que sabía era tan perezoso, desobediente y desprovisto de toda inteligencia. Mas, levantando las manos y los ojos al cielo, exclamó con voz que pudiese ser oída por todos los circundantes:
—¡Bendito sea, oh, Dios, tu poder, y cúmplase tu voluntad en todo tiempo y lugar!
Terminada esta exclamación cierra la cajita, y volviéndose hacia sus oyentes:
—Hermanos y hermanas —les dice en voz alta—: debo deciros que yo era muy joven cuando fui enviado por mi superior a los países orientales, con orden de practicar cuantos descubrimientos pudiesen redundar en beneficio de nuestro país en general, y, en particular, de nuestro convento. Salí de Venecia, pasé por el burgo de los Griegos, y después de haber atravesado el reino de Garbe y de Baldacca, llegué poco después a Parioné, no sin haber sufrido mucho, como comprenderéis, y de allí vine a Cerdeña. Pero ¿acaso necesito daros aquí noticia circunstanciada de los diversos países que he recorrido? Bastará deciros que, cuando hube pasado el Brazo de San Jorge y atravesado la Trufia y la Bufia, que son países muy poblados, pasé a la tierra de la Mentira, donde encontré un sinnúmero de frailes y otros eclesiásticos que huían de las privaciones y del trabajo, todo por amor de Dios, e importándoles muy poco las cuitas de los demás, a no ser que les reportaran algún provecho, y no corriendo más dinero en aquel país que una moneda sin cuño. De allí me trasladé a la tierra de Abruzzi, donde los hombres y las mujeres van patinando por encima de las montañas, y existe la costumbre de vestir a los cerdos con sus propios intestinos. Un poco más lejos encontré un pueblo que acarreaba el pan en toneles y el vino en sacos; después de haber abandonado dicho pueblo, llegué a los montes de Baco, donde corren las aguas bajando siempre, y me interné en este país, que, al poco tiempo, me hallé en la India-Pastinaca, donde, puedo jurarlo por el hábito que llevo, vi volar los cuchillos, cosa que no hay que creerla sin haberla visto. Maso del Saggio, acaudalado comerciante que encontré ocupado rompiendo nueces y vendiendo conchas al menudeo, podrá deciros si yo miento, dado que alguna vez os encontréis con él. Por lo que a mí toca, no hallando en ninguna parte lo que me había movido a viajar, retrocedí para no tener que embarcarme, y volví por la Tierra Santa, donde el pan tierno se vende a cuatro ochavos la libra y el caliente lo dan. Apenas hube entrado en aquel país cuando me encontré con el digno patriarca de Jerusalén, el cual, para honrar el hábito del señor San Antonio, que no abandoné durante mis viajes, me enseñó todas las santas reliquias de que es depositario. Había tantas, que necesitara muchas horas para contároslas; no obstante, diré en vuestro obsequio algo de las más notables. Enseñóme, entre otras cosas, un dedo del Espíritu Santo, tan fresco y sano cual si acabara de ser cortado; el hocico del serafín que apareció a San Francisco; una uña de querubín; una de las costillas del Verbum Caro; varios jirones del traje de la Santa Fe católica; algunos rayos de la estrella que se apareció a los magos de Oriente; un frasquito lleno de gotas de sudor de San Miguel, cuando se peleó con el diablo; la quijada de Lázaro, resucitado por Jesucristo, y otras varias cosas no menos curiosas. Y como le regalara algunas reliquias que tenía duplicadas y que él no había podido hallar, dióme, en recompensa, uno de los dientes de la Santa Cruz, una botellita llena de vibraciones de las campanas del magnífico templo de Salomón y la pluma del arcángel Gabriel, de que os he hablado. También me regaló uno de los patines de San Gerardo de Villa Magna, el cual he dado, no ha mucho, a Gerardo di Bonsi, establecido en Florencia, quien tiene en gran estima dicha reliquia; y, finalmente, me ofreció unos pedazos de carbón que sirvieron para asar al bienaventurado San Lorenzo. Todas esas reliquias las traje a Florencia, con la mayor veneración y respeto. Verdad es que mi superior me tenía prohibido exponerlas al público, mientras no se hubiese cerciorado de que verdaderamente eran auténticas; mas, después que se han disipado sus dudas, por las cartas recibidas del patriarca de Jerusalén y por los distintos milagros que ellas han operado, tengo permiso para enseñároslas; y, como no las quiero confiar a nadie, las llevo siempre conmigo. Sabréis, pues, que para conservar preciosamente la pluma del arcángel Gabriel, la tengo colocada en una cajita, y los carbones que sirvieron para asar a San Lorenzo los conservo, asimismo, en otra caja, tan parecida a la de la pluma, que con frecuencia las confundo. Y es lo que ha sucedido hoy; pues, creyendo llevarme la que encierra la pluma, he tomado la de los carbones. Por otra parte, no considero esa equivocación una simple casualidad, sino más bien como efecto de la voluntad de Dios, cuando reflexiono que la fiesta de San Lorenzo la celebra la Iglesia dentro de dos días; así, pues, la Providencia ha querido que, para despertar en vosotros la devoción que debéis al santo mártir y para disponeros a celebrar dignamente su fiesta, os enseñaré hoy los carbones benditos que sirvieron para martirizarlo, en vez de la pluma del arcángel Gabriel, cuya festividad está aún muy lejana.
Descubrid, pues, vuestras cabezas, queridos hijos míos, y contemplad con el mayor respeto tan augusta reliquia. Debo deciros que todo aquel que sea señalado con el signo de la cruz, por medio de estos carbones, no sufrirá ninguna quemadura en todo el año, y es probado.
Terminado este discurso, digno de un verdaderos charlatán, entonó un cántico en loor de San Lorenzo, abrió la caja y enseñó a aquella imbécil muchedumbre los carbones que contenía. Después que todos los circunstantes los hubieron admirado a su sabor, se apresuraron a hacerse señalar con ellos, dando al fraile una limosna mayor que de costumbre. Por su parte, el hermano Cebolla fue pródigo en cruces, marcándolas sobre las ropas blancas de los hombres y los velos de las mujeres, dando a entender a sus ovejas que, a medida que se gastaba el carbón, aumentaba dentro de la caja, como había tenido ocasión de probar anteriormente; de suerte que, habiendo cruzado, como queda dicho, a todos los habitantes de Certaldo, en provecho de sus alforjas, aplaudíase interiormente de su talento, pues se burló de los que habían querido jugarle una mala treta al quitarle la pluma. Los ladrones habían oído el sermón, y quedaron tan satisfechos del expediente que encontrara el hermano Cebolla, y del giro divertido que había dado al asunto, que poco faltó para que reventaran de risa. Cuando la concurrencia se hubo dispersado, se unieron al fraile, le confesaron lo que habían hecho y le devolvieron su pluma, de la que sacó no menos provecho, al año siguiente, que el que sacara de los carbones.
Habiendo, pues, ido a Certaldo, según costumbre, la mañana de un domingo de agosto, a hora en que el pueblo de las cercanías se dirigía a la misa de la parroquia, se colocó a corta distancia de la puerta de la iglesia, y habló en los siguientes términos, a los hombres y a las mujeres reunidos en aquel sitio.
—Ya sabéis, amados oyentes míos, que acostumbráis dar todos los años a los pobres religiosos de San Antonio parte de vuestros trigos y de vuestros ahorros, unos poco, otros más, cada cual según sus medios y su devoción, para que el bienaventurado San Antonio cuide de vuestros rebaños; y aun soléis anualmente honrar la memoria de cuantos han estado afiliados a nuestra congregación. Por lo mismo, me presento hoy en este sitio, por orden de mi superior, a recoger vuestras acostumbradas limosnas; quedáis, pues, advertidos para venir aquí al mediodía, en el momento que oigáis tocar las campanas. Os haré un sermón y podréis besar la santa cruz, según costumbre, a la puerta del templo; y como sé que sois muy devotos del señor San Antonio, y patrono, os enseñaré, por gracia especial, una preciosa y muy santa reliquia que traje yo mismo de la Tierra Santa. Es una pluma del arcángel Gabriel, que se le cayó en la habitación de la Virgen María cuando fue a anunciarle que concebiría y pariría al Salvador del mundo.
Dicho esto, el buen religioso se despidió de la reunión y penetró en el templo para oír misa.
Mientras tanto, dos picaronazos hábiles y gallardos, llamado el uno Juan de la Bragoniera y el otro Blas Pizzini, que habían oído cuanto el fraile acababa de decir al pueblo allí congregado, se conjuraron para jugarle una mala treta, aunque eran amigos y camaradas suyos. La pretendida pluma del ala del arcángel Gabriel les había causado no poca risa, y resolvieron quitársela, para chancearse después de su embarazo cuando tratase de enseñarla a la concurrencia. Aquel día, el hermano Cebolla comió en el castillo; al saber que estaba a la mesa, se encaminaron a la posada donde paraba, conviniendo en que el uno entretendría al criado del fraile mientras el otro buscaría la pluma en su alforja, regocijándose anticipadamente de ver cómo se las compondría para excusarse ante su auditorio, al que había prometido enseñársela.
Antes de pasar más adelante, debo daros a conocer el criado que el amigo Blas tenía encargo de entretener, mientras Juan registraría las alforjas del religioso. Os diré que su nombre era análogo a su facha. Le llamaban Guccio Ballena, como si dijéramos, gran animal, nombrándole varias personas Guccio Zopenco, y otros, Guccio Marrano. Tenía una facha tan grotesca, que el pintor Lippo Topo, autor de innumerables caricaturas, nunca supo imaginar una tan singular ni estrambótica. El fondo parecíase a la superficie: su ingenio era tan romo como la mole de su cuerpo. El hermano Cebolla, que solía divertir a sus amigos con las bestialidades de ese criado, acostumbraba decir que le conocía nueve defectos tan considerables, que uno solo bastara para eclipsar o deslucir todas sus cualidades, todas las virtudes con que brillaron Salomón, Aristóteles, Séneca, a haberlos tenido esos grandes hombres. Figuraos, pues, por lo dicho, qué clase de hombre sería el tal criado. Si se preguntaba al hermano Cebolla cuáles eran los nueve defectos que le conocía, contestaba con ese mal terceto de su cosecha:
Es calmoso, goloso y embustero; maldiciente, ladrón y borrachín; tonto, poco juicioso y marrullero.
—Además de estos vicios, tiene otros muchos que me callo —añadía el fraile—. Y lo más chistoso del caso es que doquiera se encuentra quiera casarse y alquilar una casa para establecerse con su familia; porque tiene la barba negra, fuerte y poblada, se cree un Adonis, y supone que cuantas mujeres le ven, al momento se enamoran de él; y, a permitírselo, correría detrás de ellas como los perros detrás de las liebres. A pesar de todo, debo confesar que me sirve con mucho celo, pues nadie me comunica un secreto sin que en seguida quiera enterarse de lo que me han dicho; y cuando alguno me hace una pregunta, tiene tanto miedo de que yo no sepa contestar, que es el primero en decir sí o no, según cree conveniente…
Mas, volvamos a nuestro cuento.
El hermano Cebolla había dejado a tan débil criado en la posada, con orden de cuidar que nadie se acercara a su equipaje y, sobre todo, a la alforja donde conservaba sus reliquias. Empero, Gucció Zopenco, que le agradaba más estar metido entre cocineros que al ruiseñor sobre la verde enramada, en particular, cuando sabía que había alguna mujer, se dirigió a la cocina de la posada, en la que aderezaba la comida una gruesa cocinera, mal pergeñada, achaparrada y de un rostro angosto, arrugado y más horrible, mucho más horrible que el más feo de los Baronci. Esta pobre criatura, envuelta en humo, sudorosa y embadurnada de manteca, no dejó de parecer a Zopenco un buen bocado. El ansia que había tenido para reunirse con ella hizo que dejara abierta la habitación del hermano Cebolla y su equipaje abandonado. Aunque era el mes de agosto y, por tanto, el calor apretaba, Zopenco se sentó al amor de la lumbre y entabló conversación con la criada, que se llamaba Ñuta. Empezó diciéndola que era gentilhombre por procurador, y que poseía más de mil escudos, sin contar los que debía entregar dentro de poco para saldar ciertos créditos. No hubo alabanza que no hiciera de su persona, y sin parar mientes en que llevaba un sombrero todo grasiento y comido de alas; que su chupa estaba rota en varias partes y remendada con trozos de paño de varios colores; que el pantalón, sonriendo por todos lados, dejaba ver sus piernas negras y velludas como las de un jabalí, y que sus zapatos se le caían de los pies, añadió, como si fuese un gran señor, que quería vestirla de pies a cabeza y sacarla del servicio; que sin tener grandes herencias, se comprometía a procurarla un pasadero bienestar; en una palabra, hízola todo género de promesas retumbantes. Pero como nada indicaba en su persona que estuviese en estado de realizar ninguna, sólo consiguió que la cocinera se riera de él en sus barbas y pasar por un loco rematado a los ojos de aquellas maritornes.
Blas Pizzini y Juan Bragoniera, contentísimos de encontrar a Guccio Marrano ocupado en contar maravillas a la cocinera, penetraron sin dificultad en la habitación del fraile. La primera cosa que les vino a las manos fue precisamente la alforja donde se hallaba la pluma. Abrenla, la registran y encuentran una cajita envuelta en un sinnúmero de pedazos de tafetán, y dentro de la caja, una pluma perteneciente a la cola de un loro verde. Y como están ciertos de que aquélla es la que el fraile prometiera enseñar a los habitantes de Certaldo, se apoderan de ella. Hubiese sido tanto más fácil al hermano Cebolla persuadir al pueblo de Certaldo que dicha pluma había pertenecido al arcángel Gabriel, cuanto que en aquella época los loros no eran muy conocidos. El lujo de Egipto todavía no había penetrado en Toscana, como ha sucedido después, haciendo cada día tantos progresos, por desdicha del Estado. Empero, aún tales plumas no hubiesen sido extrañas para algunas personas, no por esto deja de ser una verdad que fuera fácil al fraile hacer creer a los habitantes de aquella comarca que dicha pluma había pertenecido al arcángel Gabriel. No tan sólo las aves raras eran desconocidas, sino que estoy seguro de que jamás se había oído mentar los loros. Todavía reinaba entre ellos la simplicidad de las costumbres antiguas.
Luego que los dos jóvenes se hubieron apoderado de la pluma, no queriendo, dejar vacía la caja, y para dar una sorpresa más grande al hermano limosnero, imaginaron llenarla de pedazos de carbón, que encontraron en la chimenea.
Apenas terminada la misa mayor, todos los que habían oído la advertencia del hermano Cebolla se apresuraron a regresar a sus casas para traer la noticia a sus amigos, parientes y vecindad. Llegada que fue la hora, las gentes corren en masa al lugar de la cita. Cuando el fraile hubo comido y reposado una horita para que se hiciera mejor la digestión, informado de la multitud de campesinos que le aguardaba con impaciencia, algunos de los cuales acudieron al castillo instándole a que se presentara cuanto antes, mandó recado en seguida a Guccio Ballena para que tocara las campanillas y le trajera su alforja. Mucho trabajo costó al criado abandonar la cocina y la cocinera, cuya conquista esperaba hacer; mas tuvo que obedecer. Reunidos todos los habitantes del lugar y de los contornos, el hermano Cebolla, que no se apercibió de que le hubiesen registrado su alforja, comenzó a predicar, diciendo infinidad de cosas sobre el respeto debido a las santas reliquias. En el acto de ir a enseñar la pluma del arcángel Gabriel, mandó encender dos cirios, se quitó el capuchón, desenvolvió con gran parsimonia la cajita y luego la abrió respetuosamente, después de rezar algunas palabras en honor del arcángel y de su reliquia. Sorprendido de no hallar más que carbón, frunció el ceño de despecho, empero no se desconcertó en lo más mínimo; tampoco le pasó por la mente que su criado pudiese ser el autor de aquella jugarreta, pues no tenía formada tan buena opinión de su ingenio; ni siquiera le reconvino por haber guardado tan malamente su alforja, sino que se acusó a sí mismo de haberla fiado a un hombre que sabía era tan perezoso, desobediente y desprovisto de toda inteligencia. Mas, levantando las manos y los ojos al cielo, exclamó con voz que pudiese ser oída por todos los circundantes:
—¡Bendito sea, oh, Dios, tu poder, y cúmplase tu voluntad en todo tiempo y lugar!
Terminada esta exclamación cierra la cajita, y volviéndose hacia sus oyentes:
—Hermanos y hermanas —les dice en voz alta—: debo deciros que yo era muy joven cuando fui enviado por mi superior a los países orientales, con orden de practicar cuantos descubrimientos pudiesen redundar en beneficio de nuestro país en general, y, en particular, de nuestro convento. Salí de Venecia, pasé por el burgo de los Griegos, y después de haber atravesado el reino de Garbe y de Baldacca, llegué poco después a Parioné, no sin haber sufrido mucho, como comprenderéis, y de allí vine a Cerdeña. Pero ¿acaso necesito daros aquí noticia circunstanciada de los diversos países que he recorrido? Bastará deciros que, cuando hube pasado el Brazo de San Jorge y atravesado la Trufia y la Bufia, que son países muy poblados, pasé a la tierra de la Mentira, donde encontré un sinnúmero de frailes y otros eclesiásticos que huían de las privaciones y del trabajo, todo por amor de Dios, e importándoles muy poco las cuitas de los demás, a no ser que les reportaran algún provecho, y no corriendo más dinero en aquel país que una moneda sin cuño. De allí me trasladé a la tierra de Abruzzi, donde los hombres y las mujeres van patinando por encima de las montañas, y existe la costumbre de vestir a los cerdos con sus propios intestinos. Un poco más lejos encontré un pueblo que acarreaba el pan en toneles y el vino en sacos; después de haber abandonado dicho pueblo, llegué a los montes de Baco, donde corren las aguas bajando siempre, y me interné en este país, que, al poco tiempo, me hallé en la India-Pastinaca, donde, puedo jurarlo por el hábito que llevo, vi volar los cuchillos, cosa que no hay que creerla sin haberla visto. Maso del Saggio, acaudalado comerciante que encontré ocupado rompiendo nueces y vendiendo conchas al menudeo, podrá deciros si yo miento, dado que alguna vez os encontréis con él. Por lo que a mí toca, no hallando en ninguna parte lo que me había movido a viajar, retrocedí para no tener que embarcarme, y volví por la Tierra Santa, donde el pan tierno se vende a cuatro ochavos la libra y el caliente lo dan. Apenas hube entrado en aquel país cuando me encontré con el digno patriarca de Jerusalén, el cual, para honrar el hábito del señor San Antonio, que no abandoné durante mis viajes, me enseñó todas las santas reliquias de que es depositario. Había tantas, que necesitara muchas horas para contároslas; no obstante, diré en vuestro obsequio algo de las más notables. Enseñóme, entre otras cosas, un dedo del Espíritu Santo, tan fresco y sano cual si acabara de ser cortado; el hocico del serafín que apareció a San Francisco; una uña de querubín; una de las costillas del Verbum Caro; varios jirones del traje de la Santa Fe católica; algunos rayos de la estrella que se apareció a los magos de Oriente; un frasquito lleno de gotas de sudor de San Miguel, cuando se peleó con el diablo; la quijada de Lázaro, resucitado por Jesucristo, y otras varias cosas no menos curiosas. Y como le regalara algunas reliquias que tenía duplicadas y que él no había podido hallar, dióme, en recompensa, uno de los dientes de la Santa Cruz, una botellita llena de vibraciones de las campanas del magnífico templo de Salomón y la pluma del arcángel Gabriel, de que os he hablado. También me regaló uno de los patines de San Gerardo de Villa Magna, el cual he dado, no ha mucho, a Gerardo di Bonsi, establecido en Florencia, quien tiene en gran estima dicha reliquia; y, finalmente, me ofreció unos pedazos de carbón que sirvieron para asar al bienaventurado San Lorenzo. Todas esas reliquias las traje a Florencia, con la mayor veneración y respeto. Verdad es que mi superior me tenía prohibido exponerlas al público, mientras no se hubiese cerciorado de que verdaderamente eran auténticas; mas, después que se han disipado sus dudas, por las cartas recibidas del patriarca de Jerusalén y por los distintos milagros que ellas han operado, tengo permiso para enseñároslas; y, como no las quiero confiar a nadie, las llevo siempre conmigo. Sabréis, pues, que para conservar preciosamente la pluma del arcángel Gabriel, la tengo colocada en una cajita, y los carbones que sirvieron para asar a San Lorenzo los conservo, asimismo, en otra caja, tan parecida a la de la pluma, que con frecuencia las confundo. Y es lo que ha sucedido hoy; pues, creyendo llevarme la que encierra la pluma, he tomado la de los carbones. Por otra parte, no considero esa equivocación una simple casualidad, sino más bien como efecto de la voluntad de Dios, cuando reflexiono que la fiesta de San Lorenzo la celebra la Iglesia dentro de dos días; así, pues, la Providencia ha querido que, para despertar en vosotros la devoción que debéis al santo mártir y para disponeros a celebrar dignamente su fiesta, os enseñaré hoy los carbones benditos que sirvieron para martirizarlo, en vez de la pluma del arcángel Gabriel, cuya festividad está aún muy lejana.
Descubrid, pues, vuestras cabezas, queridos hijos míos, y contemplad con el mayor respeto tan augusta reliquia. Debo deciros que todo aquel que sea señalado con el signo de la cruz, por medio de estos carbones, no sufrirá ninguna quemadura en todo el año, y es probado.
Terminado este discurso, digno de un verdaderos charlatán, entonó un cántico en loor de San Lorenzo, abrió la caja y enseñó a aquella imbécil muchedumbre los carbones que contenía. Después que todos los circunstantes los hubieron admirado a su sabor, se apresuraron a hacerse señalar con ellos, dando al fraile una limosna mayor que de costumbre. Por su parte, el hermano Cebolla fue pródigo en cruces, marcándolas sobre las ropas blancas de los hombres y los velos de las mujeres, dando a entender a sus ovejas que, a medida que se gastaba el carbón, aumentaba dentro de la caja, como había tenido ocasión de probar anteriormente; de suerte que, habiendo cruzado, como queda dicho, a todos los habitantes de Certaldo, en provecho de sus alforjas, aplaudíase interiormente de su talento, pues se burló de los que habían querido jugarle una mala treta al quitarle la pluma. Los ladrones habían oído el sermón, y quedaron tan satisfechos del expediente que encontrara el hermano Cebolla, y del giro divertido que había dado al asunto, que poco faltó para que reventaran de risa. Cuando la concurrencia se hubo dispersado, se unieron al fraile, le confesaron lo que habían hecho y le devolvieron su pluma, de la que sacó no menos provecho, al año siguiente, que el que sacara de los carbones.