jueves, 26 de febrero de 2015

La señorita leona.

La señorita leona

Una vez que el hombre, débil, desnudo y sin garras, hubo dominado a los demás animales por el esfuerzo de su inteligencia, llegó a temer por el destino de su especie.
Había alcanzado ya entonces las más altas cumbres del pensamien to y de la belleza. Pero por bajo de estos triunfos exclusivamente men tales, obtenidos a costa de su naturaleza original, la especie se moría de anemia. Tras esa lucha sin tregua, en que el intelecto había agotado cuanto de dialéctica, sofismas, emboscadas e insidias caben en él, no quedaba al alma humana una gota de sinceridad. Y para devolver a la raza caduca su frescura primordial, los hombres meditaron introducir en la ciudad, criar y educar entre ellos a un ser que les sirviera de vi viente ejemplo: un león.
La ciudad de que hablamos estaba naturalmente rodeada de murallas. Y desde lo alto de ellas los hombres miraban con envidia a los animales de frente en fuga y sangre copiosísima, correr en libertad.
Una diputación fue, pues, al encuentro de los leones y les habló así:
-Hermanos: Nuestra misión es hoy de paz. Oigannos bien y sin te mor alguno. Venimos a solicitar de ustedes una joven leona para educarla entre nosotros. Nosotros daremos en rehén un hijo nuestro, que ustedes a su vez criarán. Deseamos criar una joven leona desde sus primeros días. Noso tros la educaremos, y el ejemplo de su fortaleza aprovechará a nuestros hi jos. Cuando ambos sean mayores, decidirán libremente de su destino.
Largas horas los leones meditaron con ojos oblicuos ante aquella fran queza inhabitual. Al fin accedieron; y en consecuencia se internaron en el desierto con un hombrecito de tres años que acompañaban con lento paso, mientras los hombres retornaban a la ciudad llevando con exquisito cuida do en brazos a una joven leona, tan joven que esa mañana había abierto las pupilas, y fijaba en los hombres que la cargaban, uno tras otro, la mirada clarísima y vacía de sus azules ojos.
Un día hablaremos del hombrecito. En cuanto a la leona, no hay ponde ración bastante para los cuidados que se le prodigaron. La ciudad entera veía en el débil ser como un extraño y divino Mesías, del que esperaban su salvación.
Se crió y educó a la salvaje y tierna pupila con el corazón palpitante de amor. No informaban las gacetas de la salud del rey con tanta solicitud como de los progresos de la joven fiera. Ni los filósofos y retóricos se esforzaron nun ca en iniciar un alma como aquélla en los divinos misterios de su arte. Cien cia, corazón, poesía, todo se esperaba de ella. Y cuando la señorita leona vistió su primer traje largo para ser presentada oficialmente a la ciudad, los periódi cos interpretaron fielmente, en sus crónicas exaltadas, el corazón del pueblo.
La joven leona aprendió a hablar, a moderar sus movimientos, a son reír. Aprendió a vestir ropas humanas, a sonrojarse, a meditar con la barbi lla en la mano. Aprendió cuanto puede y debe aprender una hermosísima hija de los hombres. Pero lo que aprendió, sobre todas las cosas, fue el di vino arte del canto.
No podemos nosotros darnos ahora cuenta cabal de la seducción, del chic y la gracia de una joven leona vestida como una hija de los hombres, que debuta en un salón, sonrojada de timidez.
Porque nunca, en efecto, las más íntimas finuras del corazón humano habían hallado tal órgano de expresión vocal. ¿Fluidez de un alma virgen, sorprendida por la poesía desde su primer albor? ¡Quién lo sabe! Y nadie menos que la divina criatura, pues es ocioso advertir que la educación ha bía hecho de ella una humana adolescente, con todas las ideas, ternuras y modalidades de la mujer.
Entretanto, como en los tiempos de su primera infancia, la señorita leona solicitaba sobre sí la atención pública. Era ella la esperanza de todo un pueblo, cada anuncio de un concierto suyo despertaba en el corazón de la ciudad tumultuosas albricias.
Ya desde la primera nota, los habitantes reconocían estremecidos su propia alma humana exhalada en aquella voz. ¿Cómo la salvaje criatura po día expresar así, mejor que ellos mismos, el lirismo, las esperanzas y los so llozos de un alma ajena a ella?
“Un alma que no poseía…”
Esta llegó a ser, poco a poco, la impresión de la ciudad… Reconocíasele supremo arte; pero no era la asimilación de sus ensueños lo que los hombres habían buscado al criar en su seno a la joven leona. No. Es peraban de ella frescura ingénita, sinceridad salvaje, grito de libertad, cuanto en suma había perdido el alma humana en su extenuante corre ría mental.
Exclusivamente “humana”: tal era la excelencia de su voz. Y se le exi gía más que esto.
También a este respecto las gacetas expresaron el sentimiento general:
“Un nuevo triunfo alcanzó anoche en su concierto la suprema artista, y no podríamos ahora sino repetir las alabanzas constantemente prodigadas en su honor. Sin embargo, interpretando la impresión popular, siempre tan fervorosamente adicta a nuestra pupila, procede declarar que desearíamos oír en su divina voz una nota, una sola nota de íntima frescura que acuse su personalidad. Ni uno solo de sus más hondos acentos nos es desconoci do. Hasta hoy, la eximia artista ha interpretado magistralmente al alma humana; pero nada más que esto. Sobrada ‘humanidad’, nos atreveríamos a decir. El fresco y libre grito de su alma extraña, sincero y sin trabas, es lo que aguardamos ansiosos de ella”.
Sin esfuerzo podemos creer que fue ese golpe el más inesperado e in justo con que podía soñar la delicada artista.
-¿Qué he hecho -sollozaba- para que me traten así?
-No tiene usted la culpa -consolábanla-. Su voz es siempre tan pura como su corazón, y todos sufrimos ahora como ayer su encan to. Pero… tiene alguna razón el pueblo. Falta un poco de sinceridad a su acento. Usted canta adorablemente; mas la pasión de su voz es la de una mujer.
-¡Pero yo soy mujer! -lloraba la desconsolada criatura.
Temblando de emoción subió al estrado de su nuevo concierto. Mas por bajo de los aplausos correctísimos de siempre, pudo sentir el corazón retraído de la ciudad.
-¿Cómo es posible -le observaron- que no nos dé usted una nota agreste de la inmensa y libre expresión, el salvaje acento de su raza, y que nuestra especie ha gastado ya e ignora desde miles de años? Déjese ir libre mente por sus ensueños cuando cante; olvide todo lo que ha aprendido de nosotros, y nos dará usted una pura y suprema nota de arte.
-No… No puedo… ¡No puedo…! -sacudía la cabeza la artista.
La ciudad entera acudió otra vez a oír a la joven, ante la esperanza de un milagro; sabíase la ardiente solicitud que la rodeaba.
Trémula e incierta, la joven comenzó a cantar. Sintió, mientras canta ba, el aliento de la ciudad suspenso de su voz, y recordó las esperanzas en ella cifradas. Cerrando los ojos, borró con supremo esfuerzo de su memoria la hora presente; un soplo cálido barrió su alma como un vendaval, y la jo ven volcó en una nota suprema la pasión despertada.
La sala quedó helada: aquella nota de pasión había sido un “rugido”. Pura e incontestablemente, la joven había rugido.
Más sorprendida y espantada de su propia voz que todos:
-Lo hice sin querer… -sollozaba-. ¡No sé qué me pasó…!
Si bien mortalmente desengañada de la artista, la ciudad ofrecióle en un concierto extraordinario, la ocasión de echar un velo sobre aquella in fausta velada. Pero cuando la cantante, dominada por su arte, tornó a abrir cuan grandes eran las aherrojadas puertas de su alma, rugió otra vez.
Ya no era posible más. La ciudad deliberó -si bien con el corazón desgarrado-, fríamente:
Lamentamos haber puesto en un ser ajeno a nosotros las esperanzas de nuestra raza. Hemos criado, con más calor que a nuestros propios hijos, una criatura extraña. Hemos infundido en su alma las más excelsas cualidades del alma humana. Y cuando hemos exigido de su voz la suprema nota de sinceridad y frescura… ha rugido.
Y acompañaron hasta las puertas de la ciudad a la pobre criatura, que caía a cada instante implorando piedad con las manos juntas.
Ya había cerrado la noche. La joven caminó como una autómata, in ternándose en el desierto, hasta que el viento caliente que pasaba en la os curidad azotándole los cabellos, le hizo abrir los ojos. Su nariz dilatóse en tonces ampliamente a los vahos agrestes que le llegaban sin roces quién sa be desde dónde, y deteniéndose, vuelta a la ciudad, se desvistió. Quitóse el traje, todo cuanto había disimulado hasta ese instante su condición prime ra, hasta quedar desnuda. Y plantándose entonces con la cola rígida y los duros ojos fosforescentes, la leona rugió.
Durante largo rato, sola y como alargada por la tensión de sus ijares, rugió hacia la ciudad decrépita, hundiendo los flancos hasta el esqueleto, como si en cada rugido cantara, libre y sin trabas por fin, la voz pura y pro funda de sus entrañas vírgenes.

miércoles, 25 de febrero de 2015

La niña de la caja de cristal.

La niña de la caja de cristal

En nuestro pueblo vivía una maravillosa y pequeña muchacha. Era tan delicada, que su preocupada madre la encerró en una caja de cristal. Esta caja debía proteger a la niña del viento y de la lluvia, de la enfermedad y de todo peligro. Ni el menor polvillo podías tocar su blanco vestido, ninguna palabrota ofender su oído. La buena madre quería proteger a su hijita de toda maldad del mundo.
La caja de cristal estaba montada sobre cuatro ruedas, y de esta manera se la podía sacar también al jardín. En éste la niña podía contemplar, a través de los cristales de su casita, las flores, alegrarse cuando los pájaros cantaban y los niños brincaban alegremente. Ella, en cambio, estaba sentada inmóvil en su sillita; estaba delicada, y de día en día se volvía más pálida.
La madre no perdía de vista ni por un momento la caja de cristal. Pero un día tuvo que alejarse de la casa por un par de horas. Entonces penetró por los cristales un pequeño duende y le dijo solamente:
– ¡Jujui!
Como un latigazo sobre un caballo, este grito hizo estremecerse a la niña encerrada en la caja de cristal. Sus ojos se movieron a derecha e izquierda, hacia arriba y hacia abajo, y lo que vieron a su alrededor era alegría y vida.
Fuera reinaba el otoño, y el viento celebraba una fiesta. El viento invitó a ésta a cien mil huéspedes: a todas las hojas pardas, rojas y amarillas de los árboles.
– ¡Venid! – gritóles -. ¡Vamos a bailar!
Las hojas saltaron de las ramas y danzaron. Danzaban solas y en parejas, y danzaban también en grandes corros. Vinieron los niños de la calle y danzaron también alegres con ellas.
Entonces la pequeña niña olvidó que estaba tan delicada que ningún viento ni lluvia, ni polvo podían tocarla ni oír ninguna palabrota. Sin poder contenerse, gritó:
– ¡Esperadme, voy también con vosotros!
Pero las puertas de la casita de cristal estaban cerradas. Fue inútil que las sacudiera y tirara de ellas.
– ¡Abridme! – rogó la niña.
Al oír sus gritos, todos los niños cesaron de danzar y rodearon la pequeña casita de cristal; pero nadie la supo abrir pese a sus esfuerzos.
Entonces vino el viento. Éste no trató de levantar el pestillo. Sacudió e hizo estremecer a toda la casita de vidrio. Y, finalmente, hizo sencillamente: ¡Plaf!, golpeando con sus fuertes puños contra los cristales. ¡Oh, cuán alegre sonó! La casita de cristal quedó rota, y la pequeña prisionera salió de un brinco de su interior.
¡Qué maravilloso era el aire allí fuera! ¡Y cuán grande y amplio era el mundo! Allí se podía danzar. Las hojas danzaban, los niños danzaban. Los delantales y las faldas y las cabelleras danzaban, y, más alegre que ninguno, danzaba también el corazón de la niña. El viento silbaba una cancioncilla, y los niños gritaban jubilosos de alegría.
De repente apareció la madre. Al ver a la niña fuera de la casita, juntando las manos derramó grandes lágrimas. Temía que ahora tendría que enfermar la delicada niña, y moriría.
Pero la niña no se puso enferma ni tuvo tampoco que morir. Sus mejillas se colorearon, brillaron más claros sus ojos, y toda ella floreció y se hizo cada día más bella.
– ¡Jujui! – rió el diablillo, mientras la madre recogía los pedacitos de cristal.
Luego saltó a horcajadas sobre el viento, y éste se lo llevó consigo. ¿Adónde? Esto no lo he sabido yo nunca, pues en su gran prisa se olvidó de contármelo.

martes, 24 de febrero de 2015

La vaquita parda.

La vaquita parda

Éranse en un reino un zar y una zarina que tenían una hija llamada María. Cuando la zarina murió, el zar se casó al poco tiempo con una mujer llamada Yaguichno. De este segundo matrimonio tuvo tres hijas; la mayor tenía un solo ojo, la segunda nació con dos, y la tercera tenía tres ojos.
La madrastra no quería bien a su hijastra María, y un día la vistió con un vestido viejo y sucio, le dio una corteza de pan duro y la envió al campo a apacentar una vaquita parda.
La zarevna condujo a la vaquita a una pradera verde, entró en la vaca por una oreja y salió por la otra, ya comida, bebida, lavada y engalanada.
Limpia y arreglada como una zarevna, cuidó todo el día de la vaquita, y cuando el sol se puso María se quitó su vestido de gala, vistió su traje andrajoso, volvió a casa con la vaquita y guardó el pedazo de pan duro en el cajón de la mesa.
«¿Qué es lo que habrá comido?», pensó la madrastra. Al día siguiente Yaguichno dio a su hijastra la misma corteza de pan duro y la envió a apacentar la vaquita; pero hizo que la acompañase su hija mayor, la que tenía un solo ojo, a la que antes de marcharse dijo:
-Observa, hija mía, qué es lo que come y bebe María, la cual vuelve saciada sin haber probado el pan que le doy.
Llegadas las muchachas a la pradera, María dijo a su hermana:
-Ven, hermanita; siéntate a mi lado y apoya tu cabeza sobre mis rodillas, que te voy a peinar.
Y cuando apoyó la cabeza en sus rodillas, peinándola, dijo:
-No mires, hermanita; cierra tu ojito; duerme, hermanita mía, duerme, querida.
Cuando la hermana se durmió, María se levantó, se acercó a la vaquita, entró en ella por una oreja, salió por la otra comida, bebida y bien vestida, y todo el día, engalanada como una zarevna, cuidó de la vaquita.
Cuando empezó a obscurecer, María se cambió de traje y despertó a su hermana, diciéndole:
-Levántate, hermanita; levántate, querida; es hora ya de volver a casa.
«¡Qué lástima! -pensó entre sí la muchacha-. He dormido todo el día, no he visto lo que ha comido y bebido María y ahora no sabré lo que decir a mi madre cuando me pregunte.» Apenas llegaron a casa, Yaguichno preguntó a su hija:
-¿Qué es lo que ha comido y bebido María?
-¡Yo no he visto nada, madre! -respondió la hija.
La madre la riñó, y a la mañana siguiente envió a su segunda hija, la que tenía dos ojos.
-Ve, hija mía, y mira bien qué es lo que come y bebe María.
Cuando llegaron al campo María dijo a su hermana:
-Ven aquí; siéntate a mi lado y apoya tu cabeza sobre mis rodillas, que te voy a hacer la trenza.
Y cuando apoyó su cabeza María dijo:
-Cierra, hermanita, un ojo; cierra el otro también. Duerme, hermana, duerme, querida mía.
La hermana cerró los ojos y se durmió hasta la noche y, por consiguiente, no pudo ver nada.
El tercer día, Yaguichno envió a su tercer hija, la que tenía tres ojos, diciéndole:
-Observa bien qué es lo que come y bebe María Zarevna y cuéntamelo todo.
Llegaron las dos a la pradera para apacentar a la vaquita parda, y María dijo a su hermana:
-¿Quieres que te peine y te haga las trenzas?
-Házmelas, hermanita.
-Pues siéntate a mi lado y descansa tu cabeza sobre mis rodillas.
Cuando tomó esta postura, María Zarevna pronunció las mismas palabras de siempre.
-Cierra, hermanita, un ojo; cierra el otro también. Duerme, hermana, duerme, querida mía.
Pero olvidó por completo el tercer ojo; así que dos ojos dormían, pero el tercero observaba todo lo que María Zarevna hacía. Ésta se arrimó a la vaquita, entró en ella por una oreja y salió por la otra, comida, bebida y bien vestida.
Apenas se escondió el Sol, María se cambió de vestido y despertó a su hermana:
-Levántate, hermanita, que es ya hora de volver a casa.
Llegaron a casa y María escondió su corteza seca de pan en el cajón de la mesa.
-¿Qué es lo que ha comido María? -preguntó a su hija la madrastra.
La hija contó a su madre todo lo que había visto; entonces ésta llamó al cocinero y le dio orden de matar inmediatamente a la vaquita parda. El cocinero obedeció y María Zarevna le suplicó:
-Abuelito, dame, por lo menos, el rabo de la vaquita.
El viejo se lo dio; ella lo plantó en la tierra, y en poco tiempo creció un arbolito con unos frutos muy dulces, en el que se posaban muchos pájaros que cantaban canciones muy bonitas.
Un zarevich llamado Iván, oyendo hablar de las virtudes y belleza de la zarevna María, se presentó un día a la madrastra, y poniendo un gran plato sobre la mesa, le dijo:
-La muchacha que me llene de fruta este plato se casará conmigo.
La madrastra envió a su hija mayor a coger la fruta; pero los pájaros no la dejaban acercarse al árbol y por poco le quitan el único ojo que tenía. Envió a las otras dos hijas; pero éstas tampoco pudieron coger un solo fruto.
Finalmente, fue María Zarevna, y apenas se acercó con el plato al árbol y empezó a coger frutos, los pájaros se pusieron a ayudarla, y mientras ella cogía uno, los pajaritos le tiraban al plato dos o tres.
En un momento estuvo el plato lleno. María Zarevna puso entonces el plato sobre la mesa e hizo una reverencia al zarevich.
Prepararon la boda, se casaron, tuvieron grandes fiestas y vivieron muchos años muy felices y contentos

lunes, 23 de febrero de 2015

Dos galanes.

Dos galanes

La tarde de agosto había caído, gris y cálida, y un aire ti­bio, un recuerdo del verano, circulaba por las calles. La calle, los comercios cerrados por el descanso dominical, bullía con una multitud alegremente abigarrada. Como perlas luminosas, las lámparas alumbraban de encima de los postes estirados y por sobre la textura viviente de abajo, que variaba de forma y de color sin parar y lanzaba al aire gris y cálido de la tarde un rumor invariable que no cesa.
Dos jóvenes bajaban la cuesta de Rutland Square. Uno de ellos acababa de dar fin a su largo monólogo. El otro, que ca­minaba por el borde del contén y que a veces se veía obligado a bajar un pie a la calzada, por culpa de la grosería de su acompañante, mantenía su cara divertida y atenta. Era rubi­cundo y rollizo. Usaba una gorra de yatista echada frente arri­ba y la narración que venía oyendo creaba olas expresivas que rompían constantemente sobre su cara desde las comisuras de los labios, de la nariz y de los ojos. Breves chorros de una risa sibilante salían en sucesión de su cuerpo convulso. Sus ojos titilando con un contento pícaro echaban a cada momento miradas de soslayo a la cara de su compañero. Una o dos veces se acomodó el ligero impermeable que llevaba colgado de un hombro a la torera. Sus bombaches, sus zapatos de goma blan­cos y su impermeable echado por encima expresaban juven­tud. Pero su figura se hacía rotunda en la cintura, su pelo era escaso y canoso, y su cara, cuando pasaron aquellas olas ex­presivas, tenía aspecto estragado.
Cuando se aseguró de que el cuento hubo acabado se rió ruidoso por más de medio minuto. Luego dijo:
-¡Vaya!… ¡Ese sí que es el copón divino!
Su voz parecía batir el aire con vigor; y para dar mayor fuerza a sus palabras añadió con humor:
-¡Ese sí que es el único, solitario y si se me permite lla­marlo así, recherché copón divino!
Al decir esto se quedó callado y serio. Tenía da lengua can­sada, ya que había hablado toda la tarde en el pub de Dorset Street. La mayoría de da gente consideraba a Lenehan un san­guijuela, pero a pesar de esa reputación, su destreza y elo­cuencia evitaba siempre que sus amigos da cogieran con él. Tenía una manera atrevida de acercarse a un grupo en da barra y de mantenerse sutilmente al margen hasta que alguien lo in­cluía en la primera ronda. Vago por deporte, venía equipado con un vasto repertorio de adivinanzas, cuentos y cuartetas. Era, además, insensible a toda descortesía. Nadie sabía real­mente cómo cumplía da penosa tarea de mantenerse, pero su nombre se asociaba vagamente a papeletas y a caballos.
-¿Y dónde fue que da levantaste, Corley? -le preguntó.
Corley se pasó rápido la lengua sobre el labio de arriba.
-Una noche, chico -de dijo-, que iba yo por Dame Street y me veo a esta tipa tan buena parada debajo del reloj de Waterhouse y cojo y le doy, tú sabes, las buenas noches. Luego nos damos una vuelta por el canal y eso, y ella que me dice que es criadita en una casa de Baggot Street. Le eché el brazo por arriba y da apretujé un poco esa noche. Entonces, el domingo siguiente, chico, tengo cita con ella y nos vemos. Nos fuimos hasta Donnybrook y da metí en un sembrado. Me dijo que ella salía con un lechero… ¡La gran vida, chico! Ci­garrillos todas las noches y ella pagando el tranvía a la ida y a la venida. Una noche hasta me trajo dos puros más buenos que el carajo. Panetelas, tú sabes, de las que fuma el caballe­ro… Yo que, claro, chico, tenía miedo de que saliera premia­da. Pero, ¡tiene una esquiva!
-A do mejor se cree que te vas a casar con ella -dijo Lenehan.
-Le dije que estaba sin pega -dijo Corley-. Le dije que trabajaba en Pim’s. Ella ni mi nombre sabe. Estoy dema­siado cujeado para eso. Pero se cree que soy de buena fami­lia, para que tú do sepas.
Lenehan se rió de nuevo, sin hacer ruido.
-De todos los cuentos buenos que he oído en mi vida -dijo-, ese sí que de veras es el copón divino.
Corley reconoció el cumplido en su andar. el vaivén de su cuerpo macizo obligaba a su amigo a bailar da suiza del contén a la calzada y viceversa. Corley era hijo de un inspector de policía y había heredado de su padre da caja del cuerpo y el paso. Caminaba con las manos al costado, muy derecho y mo­viendo da cabeza de un dado al otro. Tenía da cabeza grande, de globo, grasosa; sudaba siempre, en invierno y en verano; y su enorme bombín, ladeado, parecía un bombillo saliendo de un bombillo. La vista siempre al frente, como si estuviera en un desfile, cuando quería mirar a alguien en la calle, tenía que mover todo su cuerpo desde las caderas. Por el momento es­taba sin trabajo. Cada vez que había un puesto vacante uno de sus amigos de pasaba da voz. A menudo se de veía conver­sando con policías de paisano, hablando con toda seriedad. Sa­bía dónde estaba el meollo de cualquier asunto y era dado a decretar sentencia. Hablaba sin oír do que decía su compañía. Hablaba mayormente de sí mismo: de lo que había dicho a tal persona y do que esa persona de había dicho y lo que él había dicho para dar por zanjado el asunto. Cuando relataba estos diálogos aspiraba la primera letra de su nombre, como hacían dos florentinos.
Lenehan ofreció un cigarrillo a su amigo. Mientras los dos jóvenes paseaban por entre da gente, Corley se volvía ocasio­nalmente para sonreír a una muchacha que pasaba, pero da vis­ta de Lenehan estaba fija en da larga luna pálida con su hado doble. Vio con cara seria cómo da gris telaraña del ocaso atra­vesaba su faz. al cabo dijo:
-Bueno… dime, Corley, supongo que sabrás cómo ma­nejarla, ¿no?
Corley, expresivo, cerró un ojo en respuesta.
-¿Sirve ella? -preguntó Lenehan, dudoso-. Nunca se sabe con las mujeres.
-Ella sirve -dijo Corley-. Yo sé cómo darle da vuelta, chico. Está loquita por mí.
-Tú eres do que yo llamo un tenorio contento -dijo Le­nehan-. ¡Y un don Juan muy serio también!
Un dejo burlón quitó servilismo a da expresión. Como vía de escape tenía da costumbre de dejar su adulonería abierta a interpretaciones de burla. Pero Corley no era muy sutil que digamos.
-No hay como una buena criadita -afirmó-. Te lo digo yo.
-Es decir, uno que las ha levantado a todas -dijo Le­nehan.
-Yo primero salía con muchachas de su casa, tú sabes -dijo Corley, destapándose-. Las sacaba a pasear, chico, en tranvía a todas partes y yo era el que pagaba, o las llevaba a oír la banda o a una obra de teatro o les compraba choco­lates y dulces y eso. Me gastaba con ellas el dinero que daba gusto -añadió en tono convincente, como si estuviera cons­ciente de no ser creído.
Pero Lenehan podía creerlo muy bien; asintió, grave.
-Conozco el juego -dijo-, y es comida de bobo.
-Y maldito sea lo que saqué de él -dijo Corley.
-Idem de ídem -dijo Lenehan.
-Con una excepción -dijo Corley.
Se mojó el labio superior pasándole la lengua. El recuerdo lo encandiló. El, también, miró al pálido disco de la luna, ya casi velado, y pareció meditar.
-Ella estaba… bastante bien -dijo con sentimiento. De nuevo se quedó callado. Luego, añadió:
-Ahora hace la calle. La vi montada en un carro con dos tipos Earl Street abajo una noche.
-Supongo que por tu culpa -dijo Lenehan.
-Hubo otros antes que yo -dijo Corley, filosófico.
Esta vez Lenehan se sentía inclinado a no creerlo. Movió la cabeza de un lado a otro y sonrió.
-Tú sabes que tú no me puedes andar a mí con cuentos, Corley -dijo.
-¡Por lo más sagrado! -dijo Corley-. ¿No me lo dijo ella misma?
Lenehan hizo un gesto trágico.
-¡Triste traidora! -dijo.
Al pasar por las rejas de Trinity College, Lenehan saltó al medio de la calle y miró al reloj arriba.
-Veinte pasadas -dijo.
-Hay tiempo -dijo Corley-. Ella va a estar allí. Siem­pre la hago esperar un poco.
Lenehan se rió entre dientes.
-¡Anda! Tú sí que sabes cómo manejarlas, Corley -dijo.
-Me sé bien todos sus truquitos -confesó Corley.
-Pero dime -dijo Lenehan de nuevo-, ¿estás seguro de que te va a salir bien? No es nada fácil, tú sabes. Tocante a eso son muy cerradas. ¿Eh?… ¿Qué?
Lenehan no dijo más. No quería acabarle la paciencia a su amigo, que lo mandara al demonio y luego le dijera que no necesitaba para nada sus consejos. Hacía falta tener tacto. Pero el ceño de Corley volvió a la calma pronto. Tenía la mente en otra cosa.
-Es una tipa muy decente -dijo, con aprecio-, de ve­ras que lo es.
Bajaron Nassau Street y luego doblaron por Kildare. No lejos del portal del club un arpista tocaba sobre la acera ante un corro de oyentes. Tiraba de las cuerdas sin darle importan­cia, echando de vez en cuando miradas rápidas al rostro de cada recién venido y otras veces, pero con idéntico desgano, al cielo. Su arpa, también, sin darle importancia al forro que le caía por debajo de las rodillas, parecía desentenderse por igual de las miradas ajenas y de las manos de su dueño. Una de estas manos bordeaba la melodía de Silent, O Moyle, mientras la otra, sobre las primas, le caía detrás a cada grupo de notas. Los arpegios de la melodía vibraban hondos y plenos.
Los dos jóvenes continuaron calle arriba sin hablar, segui­dos por la música fúnebre. Cuando llegaron a Stephen’s Green atravesaron la calle. En este punto el ruido de los tranvías, las luces y la muchedumbre los libró del silencio.
-¡Allí está! -dijo Corley.
Una mujer joven estaba parada en la esquina de Hume Street. Llevaba un vestido azul y una gorra de marinero blan­ca. Estaba sobre el contén, balanceando una sombrilla en la mano. Lenehan se avivó.
-Vamos a mirarla de cerca, Corley-dijo.
Corley miró ladeado a su amigo y una sonrisa desagrada­ble apareció en su cara.
-¿Estás tratando de colarte? -le preguntó.
-¡Maldita sea! -dijo Lenehan, osado-. No quiero que me la presentes. Nada más quiero verla. No me la voy a comer…
-Ah… ¿Verla? -dijo Corley, más amable-. Bueno… atiende. Yo me acerco a hablar con ella y tú pasas de largo.
-¡Muy bien! -dijo Lenehan.
Ya Corley había cruzado una pierna por encima de las cadenas cuando Lenehan lo llamó:
-¿Y luego? ¿Dónde nos encontramos?
-Diez y media -respondió Corley, pasando la otra pierna.
-¿Dónde?
-En la esquina de Merrion Street. Estaremos de regreso.
-Trabájala bien -dijo Lenehan como despedida.
Corley no respondió. Cruzó la calle a buen paso, moviendo la cabeza de un lado a otro. Su bulto, su paso cómodo y el sólido sonido de sus botas tenían en sí algo de conquistador. Se acercó a la joven y, sin saludarla, empezó a conversar con ella enseguida. Ella balanceó la sombrilla más rápido y dio vueltas a sus tacones. Una o dos veces que él le habló muy cerca de ella se rió y bajó la cabeza.
Lenehan los observó por unos minutos. Luego, caminó rá­pido junto a las cadenas guardando distancia y atravesó la calle en diagonal. Al acercarse a la esquina de Hume Street encontró el aire densamente perfumado y rápidos sus ojos es­crutaron, ansiosos, el aspecto de la joven. Tenía puesto su ves­tido dominguero. Su falda de sarga azul estaba sujeta a la cintura por un cinturón de cuero negro. La enorme hebilla del cinto parecía oprimir el centro de su cuerpo, cogiendo como un broche la ligera tela de su blusa blanca. Llevaba una cha­queta negra corta con botones de nácar y una desaliñada boa negra. Las puntas de su cuellito de tul estaban cuidadosamente desarregladas y tenía prendido sobre el busto un gran ramo de rosas rojas con los tallos vueltos hacia arriba. Lenehan notó con aprobación su corto cuerpo macizo. Una franca salud rús­tica iluminaba su rostro, sus rojos cachetes rollizos y sus atre­vidos ojos azules. Sus facciones eran toscas. Tenía una nariz ancha, una boca regada, abierta en una mueca entre socarrona y contenta, y dos dientes botados. Al pasar Lenehan se quitó la gorra y, después de unos diez segundos, Corley devolvió el saludo al aire. Lo hizo levantando su mano vagamente y cam­biando, distraído, el ángulo de caída del sombrero.
Lenehan llegó hasta el hotel Shelbourne, donde se detuvo a la espera. Después de esperar un ratico los vio venir hacia él y cuando doblaron a la derecha, los siguió, apresurándose ligero en sus zapatos blancos, hacia un costado de Merrion Square. Mientras caminaba despacio, ajustando su paso al de ellos, miraba la cabeza de Corley, que se volvía a cada minuto hacia la cara de la joven como un gran balón dando vueltas sobre un pivote. Mantuvo la pareja a la vista hasta que los vio subir la escalera del tranvía a Donnybrook; entonces, dio me­dia vuelta y regresó por donde había venido.
Ahora que estaba solo su cara se veía más vieja. Su ale­gría pareció abandonarlo y al caminar junto a las rejas de Duke’s Lawn dejó correr su mano sobre ellas. La música que tocaba el arpista comenzó a controlar sus movimientos. Sus pies, suavemente acolchados, llevaban la melodía, mientras sus dedos hicieron escalas imitativas sobre las rejas, cayéndole detrás a cada grupo de notas.
Caminó sin ganas por Stephen’s Green y luego Grafton Street abajo. Aunque sus ojos tomaban nota de muchos ele­mentos de la multitud por entre la que pasaba, lo hacían des­ganadamente. Encontró trivial todo lo que debía encantarle y no tuvo respuesta a las miradas que lo invitaban a ser atre­vido. Sabía que tendría que hablar mucho, que inventar y que divertir, y su garganta y su cerebro estaban demasiado secos para semejante tarea. El problema de cómo pasar las horas hasta encontrarse con Corley de nuevo le preocupó. No pudo encontrar mejor manera de pasarlas que caminando. Dobló a la izquierda cuando llegó a la esquina de Rutland Square y se halló más a gusto en la tranquila calle oscura, cuyo aspecto sombrío concordaba con su ánimo. Se detuvo, al fin, ante las vitrinas de un establecimiento de aspecto miserable en que las palabras Bar Refrescos estaban pintadas en letras blancas. Sobre el cristal de las vitrinas había dos letreros volados: Cerveza de Jengibre y Ginger Ale. Un jamón cortado se exhibía sobre una fuente azul, mientras que no lejos, en una bandeja, había un pedazo de pudín de pasas. Miró estos comestibles fija­mente por espacio de un rato y, luego, después de echar una mirada vigilante calle arriba y abajo, entró en la fonda, rápido.
Tenía hambre, ya que, excepto unas galletas que había pe­dido y le trajeron dos dependientes avinagrados, no había co­mido nada desde el desayuno. Se sentó a una mesa descubierta frente a dos obreritas y a un mecánico. Una muchacha desali­ñada vino de camarera.
-¿A cómo la ración de chícharos? -preguntó.
-Tres medio-peniques, señor -dijo la muchacha.
-Tráigame un plato de chícharos -dijo-, y una botella de cerveza de jengibre.
Había hablado con rudeza para desacreditar su aire urba­no, ya que su entrada fue seguida por una pausa en la conver­sación. Estaba abochornado… Para parecer natural, empujó su gorra hacia atrás y puso los codos en la mesa. El mecánico y las dos obreritas lo examinaron punto por punto antes de reanudar su conversación en voz baja. La muchacha le trajo un plato de guisantes calientes sazonados con pimienta y vina­gre, un tenedor y su cerveza de jengibre. Comió la comida con ganas y la encontró tan buena que mentalmente tomó nota de la fonda. Cuando hubo comido los guisantes sorbió su cerveza y se quedó sentado un rato pensando en Corley y en su aven­tura. Vio en la imaginación a la pareja de amantes paseando por un sendero a oscuras; oyó la voz de Corley diciendo ga­lanterías y de nuevo observó la descarada sonrisa en la boca de la joven. Tal visión le hizo sentir en lo vivo su pobreza de espíritu y de bolsa. Estaba cansado de dar tumbos, dé halarle el rabo al diablo, de intrigas y picardías. En noviembre cum­pliría treintaiún años. ¿No iba a conseguir nunca un buen tra­bajo? ¿No tendría jamás casa propia? Pensó lo agradable que sería tener un buen fuego al que arrimarse y sentarse a una buena mesa. Ya había caminado bastante por esas calles con amigos y con amigas. Sabía bien lo que valían esos amigos: también conocía bastante a las mujeres. La experiencia lo ha­bía amargado contra todo y contra todos. Pero no lo había abandonado la esperanza. Se sintió mejor después de comer, menos aburrido de la vida, menos vencido espiritualmente. Quizá todavía podría acomodarse en un rincón y vivir feliz, con tal de que encontrara una muchacha buena y simple que tuviera lo suyo.
Pagó los dos peniques y medio a la camarera desaliñada y salió de la fonda, reanudando su errar. Entró por Capel Street y caminó hacia el Ayuntamiento. Luego, dobló por Dame Street. En la esquina de George’s Street se encontró con dos amigos y se detuvo a conversar con ellos. Se alegró de poder descansar de la caminata. Sus amigos le preguntaron si había visto a Corley y que cuál era la última. Replicó que se había pasado el día con Corley. Sus amigos hablaban poco. Miraron estólidos a algunos tipos en el gentío y a veces hi­cieron un comentario crítico. Uno de ellos dijo que había visto a Mac una hora atrás en Westmoreland Street. A esto Lenehan dijo que había estado con Mac la noche antes en Egan’s. El joven que había estado con Mac en Westmoreland Street pre­guntó si era verdad que Mac había ganado una apuesta en un partido de billar. Lenehan no sabía: dijo que Holohan los ha­bía convidado a los dos a unos tragos en Egan’s.
Dejó a sus amigos a la diez menos cuarto y subió por Geor­ge’s Street. Dobló a la izquierda por el Mercado Municipal y caminó hasta Grafton Street. El gentío de muchachos y mu­chachas había menguado, y caminando calle arriba oyó a muchas parejas y grupos darse las buenas noches unos a otros. Llegó hasta el reloj del Colegio de Cirujanos: estaban dando las diez. Se encaminó rápido por el lado norte del Green, apre­surado por miedo a que Corley llegara demasiado pronto. Cuando alcanzó la esquina de Merrion Street se detuvo en la sombra de un farol y sacó uno de los cigarrillos que había reservado y lo encendió. Se recostó al poste y mantuvo la vista fija en el lado por el que esperaba ver regresar a Corley y a la muchacha.
Su mente se activó de nuevo. Se preguntó si Corley se las habría arreglado. Se preguntó si se lo habría pedido ya o si lo había dejado para lo último. Sufría las penas y anhelos de la situación de su amigo tanto como la propia. Pero el recuerdo de Corley moviendo su cabeza lo calmó un tanto: estaba se­guro de que Corley se saldría con la suya. De pronto lo golpeó la idea de que quizá Corley la había llevado a su casa por otro camino, dándole el esquinazo. Sus ojos escrutaron la calle: ni señas de ellos. Sin embargo, había pasado con seguridad me­dia hora desde que vio el reloj del Colegio de Cirujanos. ¿Ha­bría Corley hecho cosa semejante? Encendió el último cigarrillo y empezó a fumarlo nervioso. Forzaba la vista cada vez que paraba un tranvía al otro extremo de la plaza. Tienen que ha­ber regresado por otro camino. El papel del cigarrillo se rompió y lo arrojó a la calle con una maldición.
De pronto los vio venir hacia él. Saltó de contento y pegándose al poste trató de adivinar el resultado en su manera de andar. Caminaban lentamente, la muchacha dando rápidos pasitos, mientras Corley se mantenía a su lado con su paso lar­go. No parecía que se hablaran. El conocimiento del resultado lo pinchó como la punta de un instrumento con filo. Sabía que Corley iba a fallar; sabía que no le salió bien.
Doblaron Baggot Street abajo y él los siguió enseguida, cogiendo por la otra acera. Cuando se detuvieron, se detuvo él también. Hablaron por un momento y después la joven bajó los escalones hasta el fondo de la casa. Corley se quedó para­do al borde de la acera, a corta distancia de la escalera del frente. Pasaron unos minutos. La puerta del recibidor se abrió lentamente y con cautela. Luego, una mujer bajó corriendo las escaleras del frente y tosió. Corley se dio vuelta y fue hacia ella. Su cuerpazo la ocultó a su vista por unos segundos y luego ella reapareció corriendo escaleras arriba. La puerta se cerró tras ella y Corley salió caminando rápido hacia Stephen’s Green.
Lenehan se apuró en la misma dirección. Cayeron unas gotas. Las tomó por un aviso y echando una ojeada hacia atrás, a la casa donde había entrado la muchacha, para ver si no lo observaban, cruzó la calle corriendo impaciente. La ansiedad y la carrera lo hicieron acezar. Dio un grito:
-¡Hey, Corley!
Corley volteó la cabeza a ver quién lo llamaba y después siguió caminando como antes. Lenehan corrió tras él, arre­glándose el impermeable sobre los hombros con una sola mano.
-¡Hey, Corley! -gritó de nuevo.
Se emparejó a su amigo y lo miró a la cara, atento. No vio nada en ella.
-Bueno, ¿y qué? -dijo-. ¿Dio resultado?
Habían llegado a la esquina de Ely Place. Sin responder aún, Corley dobló a la izquierda rápido y entró en una calle lateral. Sus facciones estaban compuestas con una placidez austera. Lenehan mantuvo el paso de su amigo, respirando con dificultad. Estaba confundido y un dejo de amenaza se abrió paso por su voz.
-¿Vas a hablar o no? -dijo-. ¿Trataste con ella?
Corley se detuvo bajo el primer farol y miró torvamente hacia el frente. Luego, con un gesto grave, extendió una mano hacia la luz y, sonriendo, la abrió para que la contem­plara su discípulo. Una monedita de oro brillaba sobre la palma.

viernes, 20 de febrero de 2015

En el campo.

En el campo

I
A tres kilómetros de la aldea de Obruchanovo se construía un puente sobre el río.
Desde la aldea, situada en lo más eminente de la ribera alta, divisábanse las obras. En los días de invierno, el aspecto del fino armazón metálico del puente y del andamiaje, albos de nieve, era casi fantástico.
A veces, pasaba a través de la aldea, en un cochecillo, el ingeniero Kucherov, encargado de la construcción del puente. Era un hombre fuerte, ancho de hombros, con una gran barba, y tocado con una gorra, como un simple obrero.
De cuando en cuando aparecían en Obruchanovo algunos descamisados que trabajaban a las órdenes del ingeniero. Mendigaban, hacían rabiar a las mujeres y a veces robaban.
Pero, en general, los días se deslizaban en la aldea apacibles, tranquilos, y la construcción del puente no turbaba en lo más mínimo la vida de los aldeanos. Por la noche encendíanse hogueras alrededor del puente, y llegaban, en alas del viento, a Obruchanovo las canciones de los obreros. En los días de calma se oía, apagado por la distancia, el ruido de los trabajos.
Un día, el ingeniero Kucherov recibió la visita de su mujer.
Le encantaron las orillas del río y el bello panorama de la llanura verde salpicada de aldeas, de iglesias, de rebaños, y le suplicó a su marido que comprase allí un trocito de tierra para edificar una casa de campo. El ingeniero consintió. Compró veinte hectáreas de terreno y empezó a edificar la casa. No tardó en alzarse, en la misma costa fluvial en que se asentaba la aldea, y en un paraje hasta entonces sólo frecuentado por las vacas, un hermoso edificio de dos pisos, con una terraza, balcones y una torre que coronaba un mástil metálico, al que se prendía los domingos una bandera.
La construcción estuvo pronto terminada: no duró más de tres meses. En el invierno se plantaron árboles en torno de la casa. Cuando llegó la primavera, todo verdeaba alrededor de la nueva finca. Partían en todas direcciones hermosas alamedas; el jardinero y dos jornaleros trabajaban en el jardín; una fontana sonaba melodiosa. Y una bola de cristal verde, colocada ante la puerta, brillaba bajo el Sol, de tal modo, que obligaba a cerrar los ojos.
Se bautizó la finca con el nombre de «Quinta Nueva».
Una mañana, a fines de mayo, llevaron a casa de Rodion Petrov, el herrador de la aldea, dos caballos de «Quinta Nueva» para que les cambiasen las herraduras. Los caballos eran blancos como la nieve, esbeltos, bien cuidados, y se parecían el uno al otro de un modo asombroso.
—¡Verdaderos cisnes! —dijo Rodion admirándolos.
Su mujer, Estefanía, sus hijos y sus nietos salieron también para admirar a los caballos, en torno de los cuales se fue aglomerando la gente. Acudieron los Zichkov, padre e hijo, ambos imberbes, mofletudos y destocados.
Acudió también Kozov, un viejo enjuto y alto, de luenga y estrecha barba, apoyado en un bastón. Guiñaba sin cesar los ojos astutos y se sonreía irónicamente, como si supiera muchas cosas que ignorase el resto de los hombres.
—Son blancos —dijo—; sí, son blancos; pero para el trabajo no valen gran cosa. Si yo mantuviese a mis caballos con avena, como mantienen a éstos, se pondrían no menos hermosos. Yo quisiera ver a estos cisnes arrastrando un arado y recibiendo algunos latigazos.
El cochero del ingeniero le dirigió a Kozov una mirada de desprecio; pero no dijo nada.
Mientras se encendía la fragua, el cochero les dio algunas noticias a los campesinos sobre la vida de sus amos. Fumando pitillo tras pitillo les contó que sus amos eran muy ricos; que la señora, Elena Ivanovna, antes de casarse, era institutriz en Moscú; que tenía muy buen corazón y gozaba socorriendo a los pobres. En la nueva finca, según decía el cochero, no se labraría ni se sembraría: se respiraría el aire del campo y nada más.
Cuando terminó y se encaminó con los caballos a «Quinta Nueva», siguióle una turba de chiquillos y perros. Los perros le ladraban furiosamente.
Kozov, mirándole alejarse, guiñaba los ojos con malicia.
—Vaya unos señores! —dijo con ironía malévola—. Han construido una casa, han comprado caballos; pero parece que no tienen qué comer…
Había sentido desde el primer momento un odio feroz contra «Quinta Nueva». Era un hombre solitario, viudo. Llevaba una vida aburridísima. Una enfermedad le impedía trabajar. Su hijo, dependiente de una confitería de Jarkov, le enviaba dinero para vivir; el viejo no hacía nada; vagaba días enteros por la orilla del río o a través de la aldea, y les daba conversación a los campesinos que estaban trabajando. Cuando veía a uno pescando solía decir que con aquel tiempo no había pesca posible; si el tiempo era seco, aseguraba que no llovería en todo el verano; si llovía, afirmaba que las lluvias durarían mucho y que la humedad pudriría el trigo. Todos sus pronósticos eran pesimistas. Y los hacía guiñando los ojos de un modo maligno, como si supiera algo que ignorase el resto de los hombres.
En «Quinta Nueva» algunas noches había fuegos artificiales. Los propietarios acostumbraban pasearse por el río en una barca iluminada con farolillos de colores.
Una mañana, Elena Ivanovna, la mujer del ingeniero, visitó la aldea con su niña. Llegaron en un coche de ruedas amarillas arrastrado por dos ponney. Llevaban sombreros de paja, de anchas alas, sujetos con cintas.
Los campesinos estaban ocupados en transportar estiércol al campo. El herrador Rodion, alto, enjuto, destocado, descalzo, con un bieldo al hombro, de pie ante su carro, rebosante de estiércol, miraba, boquiabierto, los bien cuidados caballitos. Se advertía que hasta entonces no había visto caballos semejantes.
—¡La señora! ¡La señora! —se oía murmurar.
Elena Ivanovna miraba las casas como eligiendo una; por fin, se detuvo a la puerta de la que le parecía más pobre y a cuyas ventanas se asomaban numerosas cabezas de niño, morenas, rubias, rojas.
Era precisamente la casa de Rodion.
Su mujer, Estefanía, una vieja gorda, apareció al punto en el umbral, mal cubierta la cabeza con una pañoleta. Miraba con asombro el elegante coche, confusa, sonriéndose estúpidamente.
—¡Para tus hijos! —le dijo Elena Ivanovna, dándole tres rublos.
Estefanía, sorprendida, feliz, se echó a llorar y saludó con gran humildad, inclinándose casi hasta el suelo.
Rodion saludó también muy humilde, enseñando su cráneo calvo.
Elena Ivanovna, azorada por aquellas humillaciones, se apresuró a volver a casa.
II
Los Ziclikov, padre e hijo, sorprendieron en un prado de su pertenencia a tres caballos —uno de ellos ponney— y un novillo, todos propiedad del ingeniero. Ayudados por el rojo Volodka, hijo del herrador Rodion, llevaron las bestias a la aldea. Se llamó al alcalde, que, en compañía de los Zichkov, de Volodka y de algunos testigos, encaminóse al prado para proceder a una información sobre los daños causados en él por las bestias.
Kozov, que era de la partida, parecía muy contento.
—¡Muy bien! —decía, guiñando con malicia los ojos—. ¡Que paguen! ¡Se les obligará a pagar! ¡Gracias a Dios, hay tribunales! Habrá que llamar a la policía e instruir un proceso verbal.
—¡Naturalmente, un proceso verbal! —confirmó Volodka.
—¡Si creen que voy a perdonarlos, se llevarán un chasco! —gritaba Zichkov hijo, con tal arrebato, que su imberbe faz se enrojecía—. ¡Ca! ¡No soy tan tonto! ¡Si se les deja, adiós prados! Afortunadamente aún somos amos de nuestros bienes, y también para los señores existen leyes…
—¡Sí, también para los señores existen leyes! —repitió Volodka.
—Hemos vivido hasta ahora sin puente —dijo con voz sombría Zichkov—, y podríamos pasarnos sin él. No lo hemos pedido. ¿Para qué demonios lo necesitamos? ¡Que se lo guarden!
—¡Hermanos cristianos, es preciso que nos paguen todos los perjuicios!
—¡Vaya! —apoyó, guiñando los ojos, Kozov—. ¡Ya verán! Hay que escarmentarlos.
Luego, volvieron todos a la aldea. Por el camino, Zichkov hijo se daba puñetazos en el pecho y gritaba; Volodka gritaba también, repitiendo sus palabras.
En la aldea se agolpó la gente alrededor de los caballos y el novillo, que parecía avergonzado y bajaba la cabeza; pero de pronto echó a correr soltando coces. Kozov, asustado, levantó su garrote, entre las risas de los campesinos.
Encerradas las bestias en una cuadra, la gente esperó.
Al obscurecer, el ingeniero le envió cinco rublos a Zichkov para resarcirle del daño causado en su propiedad. Los caballos y el novillo fueron devueltos, y tornaron a la finca cabizbajos, como sintiéndose culpables y temiendo un severo castigo.
Recibidos los cinco rublos, los Zichkov, padre e hijo, el alcalde y Volodka atravesaron en un bote el río y se dirigieron a la gran aldea de Kriakovo, donde había una taberna. Allí se juerguearon de lo lindo. Cantaron, gritaron, juraron. El que más gritaba era Zichkov hijo.
En Obruchanovo, sus familias no podían conciliar el sueño y estaban muy inquietas. Rodion daba vueltas en la cama y pensaba:
—Han hecho mal. El ingeniero se enfadará y querrá vengarse… Además, es injusto lo que han hecho con él… Ha estado muy mal.
Un día, cuando Rodion y otros campesinos volvían del bosque, se encontraron con el ingeniero. Llevaba una blusa roja y botas altas. Seguíale un perro de caza, con la purpúrea lengua fuera.
—¡Buenos días, amigos! —dijo.
Los campesinos se detuvieron y se quitaron la gorra.
—Hace tiempo que busco una ocasión para hablarles, amigos míos —continuó—. He aquí de lo que se trata: desde principios del verano el rebaño de ustedes se pasea por mi bosque y por mi jardín. Se come la hierba, estropea los árboles. Los cerdos me han puesto hechos una lástima el prado y la huerta. Les he rogado muchas veces a los pastores que tuvieran cuidado, pero no han hecho caso y me han contestado muy mal. Constantemente las vacas y los cerdos de ustedes me están perjudicando, y, sin embargo, no les reclamo nada; ni siquiera me quejo, mientras que ustedes me han hecho pagar cinco rublos porque mis bestias han pasado por el prado de ustedes. ¿Es eso justo? ¿Se portan así los buenos vecinos?
Hablaba con voz suave, sin cólera, esforzándose en convencerlos.
—No, las gentes honradas —prosiguió— no obran así. Hace una semana me robaron del bosque dos encinas jóvenes. ¿Por qué me hacen daño a cada paso? ¿Qué queja tienen de mí? ¡Díganme, en nombre de Dios! Yo y mi mujer hacemos cuanto nos es dable por sostener con ustedes buenas relaciones, ayudamos a los campesinos en la medida de nuestras fuerzas. Mi mujer es muy buena y nunca le niega nada a nadie. No piensa sino en serles útil a ustedes y a sus hijos, y ustedes nos devuelven mal por bien. ¡No, eso no es justo, amigos míos! ¡Considérenlo, se los ruego! Nosotros los tratamos de un modo muy humano, y es preciso que ustedes nos paguen en la misma moneda…
El ingeniero siguió su camino.
Los campesinos permanecieron algunos instantes parados. Luego se cubrieron y continuaron andando.
Rodion, que entendía lo que le decían, no como debía entenderse, sino a su manera, suspiró y dijo:
—Sí, habrá que pagar. ¿No han oído lo que dijo? «Es preciso que nos paguen en la misma moneda.»
Cuando llegó a su casa, Rodion rezó su oración ante el icono, se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer. Cuando estaban en casa siempre estaban así: sentado el uno junto al otro; por la calle iban también juntos; juntos comían, bebían, dormían, y cuanto más viejos iban siendo se querían más. En la casa el aire era pesado, caluroso, estaba todo muy cerrado, se veían por todas partes —en el suelo, en las ventanas, sobre la estufa— criaturas. A pesar de sus muchos años, Estefanía seguía pariendo, y ante tanto chiquillo no era fácil saber a ciencia cierta los que eran de Rodion y los que eran de su hijo Volodka, casado hacía tiempo.
La mujer de Volodka, Lukeria, joven, pero fea, con nariz de pájaro y ojos de buey, cocía pan; su marido estaba sentado en la estufa con las piernas colgando.
—Nos hemos topado en el camino —comenzó Rodion— al ingeniero con su perro…
Hizo una pausa y empezó a rascarse la cabeza y el seno. El relato suponía para él un no pequeño esfuerzo mental.
—Sí, con su perro… Pues bien: hay que pagar, lo ha dicho el señor ingeniero; hay que pagar en moneda… No hay más remedio… Debía hacerse una colecta, poniendo diez kopecs cada vecino, y darle al ingeniero… Se queja de nosotros, y con razón… Le hacemos porquerías…
—Hasta ahora hemos vivido sin puente y podríamos seguir sin él —dijo Volodka con enojo—. No lo necesitamos…
—Es el Gobierno quien lo construye. Nuestra opinión…
—¡Al diablo el puente!
—Nadie te pregunta si lo quieres o no.
—¡Al diablo! —repitió, furioso, Volodka—. ¿Para qué servirá? Si tenemos que atravesar el río lo podemos hacer en barca…
Alguien llamó a la puerta con tanta violencia, que toda la casa pareció estremecerse.
—¿Está ahí Volodka? —se oyó gritar a Zichkov hijo—. Ven, Volodka… Te espero.
Volodka saltó de la estufa y se puso a buscar la gorra.
—¡Más vale que no salgas! —le dijo con timidez su padre—. ¡No vayas con esa gente! Tú no eres muy listo; eres como un niño, y no aprenderás nada bueno. ¡No salgas!
—¡Sí, no vayas con ellos! —suplicó a su vez Estefanía, a punto de llorar—. De fijo irán a la taberna…
—¡A la taberna! —repitió Volodka, burlándose.
—¡Y vendrás otra vez como una cuba! —dijo Lukeria, mirándolo airada—. ¡Sinvergüenza!… ¡Gandul! ¡Que el maldito vodka te queme las entrañas! ¡Satanás sin rabo!
—¡Cállate! la amenazó Volodka.
—Me han casado con este idiota, con este imbécil… ¡Me han perdido, pobre huérfana! —exclamó Lukeria, llorando y secándose las lágrimas con la mano, llena de harina—. ¡No te puedo ver, puerco!
Volodka le dio, al pasar, un puñetazo en las narices, y salió a la calle.
III
Elena Ivanovna y su hijita fueron a la aldea a pie. Un hermoso paseo para ellas.
Era domingo y casi todas las mujeres y las muchachas de la aldea estaban en la calle, ataviadas con trajes de colores chillones.
Rodion y su mujer, sentados el uno junto el otro, en un poyo, a la puerta de su casa, saludaron y sonrieron a Elena Ivanovna y a su niña como antiguos amigos. Más de una docena de niños las miraban por las ventanas con asombro y curiosidad.
—¡La señora! ¡La señora! —murmuraban.
—¡Buenos días! —dijo, deteniéndose, Elena Ivanovna.
Calló un instante y añadió:
—¿Cómo les va a ustedes?
—¡Así, así, señora, a Dios gracias! —contestó Rodion—. Vamos tirando…
—¡Figúrese usted nuestra vida! —dijo sonriendo Estefanía—. Ya sabe usted, buena señora, lo pobres que somos. Hay catorce bocas en casa y sólo dos hombres para ganar el pan. Aunque mi marido es herrero, el oficio le produce poco: muchas veces ni tiene carbón para encender la fragua… ¡Es dura nuestra vida, muy dura!
Y se echó a reír, como si lo que decía fuera donosísimo.
Elena Ivanovna se sentó junto a ellos, abrazó a su hijita y se quedó meditabunda. En la faz de la niña también se pintaba la tristeza y se advertía que ingratos pensamientos torturaban su cabecita. Jugaba con la rica sombrilla de encajes que su madre tenía en la mano.
—Sí, vivimos en la miseria —dijo Rodion—. Siempre angustiados… Trabaja uno como un negro, y, sin embargo… Este verano el tiempo es seco, no llueve y la cosecha será mala. La vida es dura, señora…
—Pero, en cambio, serán felices en la otra —dijo Elena Ivanovna para consolarles.
Rodion no comprendió el sentido de estas palabras, y en vez de contestar, carraspeó.
—No le dé usted vueltas, señora —dijo Estefanía—; hasta en el otro mundo los ricos serán más felices que nosotros. Los ricos mandan decir misas, les ponen velas a los santos, les dan limosna a los mendigos, y Dios, a quien tienen contento, les recompensará en la otra vida; mientras que nosotros, los pobres campesinos, ni siquiera tenemos tiempo para rezar, además de no tener dinero para velas, misas ni limosnas. Luego, nuestra pobreza nos hace pecar… Reñimos, juramos… Y Dios no nos perdonará. No, querida señora, nosotros, los campesinos, no seremos felices ni en este mundo ni en el otro. Toda la felicidad es para los ricos…
Hablaba con acento alegre, regocijado, como si contase algo muy gracioso. Estaba acostumbrada, desde hacía tiempo, a hablar de su vida triste y penosa.
Rodion sonreía también; le enorgullecía tener una mujer tan lista y elocuente.
—Es un error creer fácil la vida de los ricos —dijo Elena Ivanovna—. Cada cual tiene sus penas. Nosotros, por ejemplo… Yo y mi marido no somos pobres; pero ¿cree usted que somos felices? Aunque soy joven todavía, tengo ya cuatro hijos, que casi siempre están enfermos. Yo también lo estoy y necesito cuidarme mucho.
—¿Qué enfermedad padece usted? —preguntó Rodion.
—Una enfermedad de mujer. No puedo dormir y me dan unos dolores de cabeza horribles. Ahora, por ejemplo… Estoy aquí sentada, hablando con ustedes, y siento una gran pesadez de cabeza y un desmadejamiento… Preferiría el trabajo más duro a sufrir así. Luego, mi alma tampoco descansa. Siempre estoy inquieta por mi marido, por mis hijos… Toda familia tiene su cruz. Nosotros también la tenemos. Yo no soy de origen noble. Mi abuelo era un simple campesino, mi padre era también un pobre humilde y tenía una tiendecita en Moscú. Pero mi marido es de una familia muy noble y muy rica. Sus padres se oponían a nuestro matrimonio y él no les hizo caso y rompió con su familia para casarse conmigo. Sus padres no lo han perdonado todavía. Esto lo inquieta, no lo deja vivir tranquilo, pues quiere mucho a su madre. Naturalmente, yo padezco. Vivo en un constante desasosiego…
Ante la casa de Rodion se fueron reuniendo campesinos y campesinas, que escuchaban atentamente lo que decía Elena Ivanovna. Uno de los primeros que se aproximaron fue Kozov. Sacudía su estrecha y larga barba. Acercáronse luego los Zichkov, padre e hijo…
—Además —prosiguió Elena Ivanovna—, no puede ser feliz el que no está en su puesto. Ustedes lo están. Cada uno de ustedes tiene su trocito de tierra, trabaja y sabe para qué. Mi marido trabaja también, construye puentes. Pero yo no hago nada. Yo no tengo ningún trabajo y no puedo sentirme en mi centro. Les digo todo esto para que no juzguen por las apariencias. El que un hombre vaya bien vestido y tenga dinero no significa que sea feliz ni mucho menos.
Se levantó y cogió de la mano a su hijita.
—La paso muy bien entre ustedes —dijo sonriendo.
Se advertía en su sonrisa tímida que, efectivamente, estaba enferma. En su rostro, joven y bello, de cejas y pestañas negras y cabellos rubios, había una delgadez y una palidez mórbidas. La niña se parecía mucho a su madre, incluso en lo delgada y pálida. Ambas olían a perfumes.
—Sí, todo me gusta aquí: el bosque, la aldea. Viviría aquí siempre. Creo que aquí me curaría y encontraría mi verdadero puesto en el mundo. Tengo un gran deseo, un deseo ardiente de ayudarlos, de serles útil, de acercarme a ustedes. Conozco sus penas, sus sufrimientos… Lo que no conozco lo adivino. Estoy enferma, sin fuerzas, y ya no me es posible cambiar de vida, como quisiera; pero tengo hijos y procuraré educarlos en el cariño a ustedes. Procuraré hacerles comprender que su vida no les pertenece a ellos, sino a ustedes. Pero les ruego que confíen en nosotros, que vivan con nosotros como buenos vecinos. Mi marido es un hombre honrado y de buen corazón. No lo irriten. Cualquier pequeñez le llega al alma. Ayer, por ejemplo, el rebaño de ustedes ha pasado por nuestro jardín; alguno de ustedes ha estropeado la cerca de nuestra colmena. Mi marido se desespera… ¡Les ruego…!
Hablaba con voz suplicante, cruzadas las manos sobre el pecho.
—Les ruego que vivan en paz con nosotros. No dice el proverbio a humo de pajas que una mala paz es mejor que una buena riña, y que antes de comprar una casa debe uno enterarse de la condición de los vecinos. Les repito que mi marido es hombre de buen corazón. Si se conducen con nosotros como buenos vecinos, les aseguro que no les pesará: haremos por ustedes cuanto esté en nuestra mano; arreglaremos los caminos, edificaremos una escuela para sus hijos. Lo prometo.
—Está muy bien lo que usted dice —arguyó Zichkov, padre, bajando los ojos—. Ustedes son gente instruida y saben lo que hablan. Pero, ¿qué quiere usted?, en la aldea de Eresnevo, Voronov, un rico propietario, prometió también, entre otras muchas cosas, edificar una escuela. Pues bien: sólo edificó el armazón, y no quiso seguir las obras. Los campesinos, obligados por las autoridades, tuvieron que seguirlas y se gastaron en ellas mil rublos. ¿Qué le parece a usted?… A mí me parece una acción que no tiene perdón de Dios.
—Muy bien! —aprobó Kozov, con una sonrisa maligna—. ¡Muy bien!
—¡No tenemos necesidad de su escuela! —dijo Volodka, ásperamente—. Nuestros hijos van a la escuela de la aldea vecina. Que sigan yendo. ¡No queremos escuela!
Elena Ivanovna perdió de pronto todo aplomo. Pálida, abatida, como si acabase de recibir un golpe en la cabeza, se fue sin decir una palabra. Marchaba presurosa, sin mirar atrás.
—¡Señora! —gritó Rodion siguiéndola—. Espere usted, óigame…
La seguía tenaz, descubierto, hablándole en un tono humilde, como si pidiese limosna.
—Señora, espere… escúcheme.
Cuando estaban ya fuera de la aldea, Elena Ivanovna se detuvo a la sombra de un viejo tilo.
—¡No se enfade, señora! —dijo Rodion—. No vale la pena. Hay que tener un poco de paciencia. Tenga paciencia un año, dos. Nuestros campesinos, en el fondo, son buena gente… Se lo juro a usted. No hay que hacer caso de las palabras de Kozov, de Zichkov ni de mi hijo Volodka. Mi hijo es un infeliz y no hace más que repetir lo que les oye a los demás. Le aseguro a usted que los campesinos no son malos. Los hay nada tontos, pero que no se atreven a hablar… o, mejor dicho, que no pueden, porque no saben decir lo que piensan. Somos gente oscura, sin instrucción, ignorante… No hay que enfadarse. Lo mejor es tener paciencia…
Elena Ivanovna miraba, meditabunda, al ancho río tranquilo, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Aquellas lágrimas turbaban de tal modo a Rodion que el pobre hombre estaba a punto de llorar también.
—No se apure —decía, tratando de tranquilizar a la dama—. Todo se arreglará. Se edificará la escuela, se pondrán en buen estado los caminos. Pero todo a su debido tiempo, por sus pasos contados. Para sembrar trigo en esta colina hay que empezar por quitar la piedra, hay que labrar… Sólo después de preparar el terreno se podrá sembrar. Lo mismo sucede con nuestros campesinos: hay que preparar el terreno…, y eso requiere tiempo…
En aquel momento vieron venir hacia ellos un grupo de campesinos. Cantaban y se acompañaban con un acordeón.
—¡Mamá, vámonos! —dijo la niñita, asustada, apretándose contra su madre y temblando de pies a cabeza—. ¡Vámonos, mamá! No quiero seguir aquí…
—¿Y adónde quieres que nos vayamos?
—¡A Moscú! En seguida, mamá, en seguida…
La niñita se echó a llorar.
Su llanto aumentó la turbación de Rodion, que empezó a sudar, y sacando del bolsillo un pepino, corvo como una hoz, se lo alargó a la criatura.
—Tómalo… para ti… No llores. Mamá te pegará y se lo contará a papá. Torna el pepino, cómetelo…
Elena Ivanovna y su hija siguieron andando. Rodion fue tras ellas largo trecho, intentando decirles algo afectuoso y convincente. Pero al fin se dio cuenta de que, ensimismadas, taciturnas, no le hacían caso, y se detuvo.
Siguiólas largo rato con la mirada, haciéndose sombra con la mano en los ojos. Y no se decidió a tornar a la aldea hasta que desaparecieron en el bosque.
IV
El ingeniero estaba cada día más nervioso, más irritable, y en cualquier pequeñez veía un robo, un atentado. Hasta durante el día la puerta de la finca estaba cerrada con candado. De noche la guardaban dos centinelas. El ingeniero se negó categóricamente a emplear en ningún trabajo a los campesinos de Obruchanovo.
El mal humor del señor Kucheroy subió de punto con motivo de algunas raterías. Un día, un campesino —o acaso un obrero de los que trabajaban en la construcción del puente— colocó en el coche unas ruedas viejas y se llevó las nuevas; algún tiempo después desaparecieron algunas guarniciones.
Hasta la gente de la aldea estaba indignada. Y cuando pidió que se procediese a un registro en casa de los Zichkov y en casa de Volodka, los objetos robados fueron encontrados en el jardín del ingeniero; no cabía duda de que el ladrón, temeroso del registro solicitado, los había llevado allí.
Una tarde, unos campesinos que volvían del bosque tornaron a encontrarse con el ingeniero. El señor Kucherov se detuvo, sin saludarles, y mirando severamente tan pronto a uno como a otro, habló de esta manera:
—Les he rogado que no cojan setas en mi parque, y, no obstante, sus mujeres vienen al salir el Sol y se las llevan todas; de modo que no queda ninguna para mi mujer y mis hijos. No hacen ningún caso de mis ruegos. Las súplicas y las reflexiones son inútiles con ustedes.
Claváronse sus airados ojos en Rodion, y añadió:
—Yo y mi mujer los hemos tratado humanamente, como a hermanos, y ustedes, en cambio… Pero ¿para qué gastar saliva?… No habrá más remedio que romper con ustedes toda clase de relaciones.
Y haciendo visibles esfuerzos para no dejarse arrastrar por la cólera, les volvió la espalda a los campesinos y se fue.
Cuando llegó a casa, Rodion oró ante el icono; se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer.
—Sí… —dijo tras un corto silencio—. Acabamos de toparnos con el ingeniero… Ha visto al salir el Sol a las mujeres de la aldea… Y está enfadado porque no les llevan setas a su mujer y a sus hijos… Luego me ha mirado y me ha dicho no sé qué de relaciones… Sin duda quieren ayudarnos… Como están enterados de nuestra miseria… ¡Dios se lo pague!
Estefanía se persignó y suspiró.
—Son unos señores muy buenos… Ven nuestra pobreza y quieren hacer algo por nosotros. La Santísima Virgen nos envía ese auxilio para nuestra vejez…
El 14 de septiembre era la fiesta del Patrón de la aldea. Los Zichkov, padre e hijo, atravesaron el río muy de mañana, se metieron en la taberna y volvieron por la tarde borrachos perdidos. Paseáronse un rato por la aldea, cantando y jurando; se pegaron luego, y, por último, corrieron a la finca del ingeniero para querellarse uno contra otro.
Entró delante Zichkov padre con un garrote en la mano. En el patio se detuvo tímidamente y se quitó la gorra. En aquel momento el ingeniero y su familia tomaban el té en la terraza.
—¿Qué se te ofrece? —le gritó el ingeniero.
—¡Excelencia! ¡Noble señor! —clamó Zichkov, echándose a llorar—. ¡Apiádese de un pobre viejo!… Mi hijo es un bruto; no puedo ya sufrirle… Me ha arruinado, y ahora me pega…
En esto entró en el jardín Zichkov hijo, destocado y, como su padre, con un garrote en la mano. Se detuvo y dirigió una mirada estúpida, de beodo, a la terraza.
—No tengo que ver con sus riñas —dijo el ingeniero—. Vayan a ver al juez o al jefe del distrito.
—¡Ya he estado en todas partes! —contestó el viejo sollozando—. Ni siquiera me escuchan. ¿Qué recurso me queda?… ¡Mi propio hijo puede pegarme… y matarme si quiere! Matar a su padre… ¡A su propio padre!
Levantó el garrote y le asestó a su hijo un palo en la cabeza. El otro descargó sobre el cráneo calvo del viejo un garrotazo tal que por poco se lo abre. Zichkov padre ni siquiera se tambaleó. Su garrote volvió a levantarse y a contundir la testa filial.
Durante un rato, uno frente a otro, apaleáronse la cabeza metódicamente. Diríase que la contienda era un juego en que cada uno guardaba su turno.
Desde el otro lado de la verja contemplaban la escena otros habitantes de la aldea: hombres, mujeres, niños. Contemplábanla como un espectáculo al que estuviesen habituados desde hacía tiempo. Habían venido a saludar al ingeniero con motivo de la fiesta; pero al ver a los Ziclikov pegarse no se atrevieron a entrar.
A la mañana siguiente, Elena Ivanovna se fue con los niños a Moscú.
Se corrió la voz de que el ingeniero vendía «Quinta Nueva».
V
Todo el mundo se ha acostumbrado al puente, y les es ya difícil a los aldeanos imaginarse sin puente el río en aquel sitio.
Su construcción terminó hace tiempo. Se oye con gran frecuencia el ruido sordo del tren que por él pasa.
«Quinta Nueva» fue puesta en venta y la compró un alto empleado público, que la visita con su familia los días de fiesta, toma té en la terraza y regresa a la ciudad. El indicado personaje les impone a los campesinos un gran respeto, hasta por su manera prócer de hablar y de toser, y cuando lo saludan quitándose la gorra ni siquiera se digna a contestar al saludo.
En la aldea ha envejecido todo el mundo. Kozov se murió. En casa de Rodion ha aumentado el número de niños; Volodka tiene ahora una larga barba roja. La familia sigue muy pobre.
A principios de la primavera, los campesinos suelen tener trabajo en la estación del ferrocarril, donde sierran y cepillan madera. Terminada la faena vuelven a sus casas, tardo el paso, en la faz la luz del Sol poniente. En las frondas de junto al río cantan los ruiseñores. Al pasar por delante de «Quinta Nueva» los campesinos miran prolongadamente a la casa, toda en silencio y como muerta, sobre cuyos tejados vuelan, doradas por el Sol, las palomas.
Rodion, las Zichkov, padre e hijo, Volodka y los demás recuerdan los caballos blancos del ingeniero, los cohetes, los farolillos de colores de la barca, los ponneys; y piensan en Elena Ivanovna, bella, elegante, que iba con frecuencia a la aldea y les hablaba con tanto cariño. Nada de aquello existe ya: todo se ha evaporado como un sueño o un cuento de hadas.
Siguen caminando, unos juntos a otros, cansados, ensimismados, taciturnos.
Los aldeanos —piensan— son, al fin y al cabo, gente buena, temerosa de Dios; Elena Ivanovna era bonísima, muy cariñosa, inspiraba afecto y confianza, y, sin embargo… Sin embargo, no pudieron ponerse de acuerdo y se separaron como enemigos. ¿Por qué? ¿Porque todas aquellas mezquinas naderías —la intrusión de unos caballos en un prado, el hurto de unas guarniciones…— lo echaron todo a perder? ¿Y por qué la gente de la aldea vive bien avenida con el nuevo propietario, que ni siquiera les contesta el saludo?
No saben qué contestar a estas preguntas.
Sólo Volodka murmura algo.
—¿Qué dices? —le pregunta Rodion.
—Digo que maldita la falta que nos hacía el puente —contesta con hosca aspereza—, y que podíamos seguir sin él.
Ningún campesino le responde. Continúan andando en silencio, encorvados, cabizbajos.

jueves, 19 de febrero de 2015

El cura de Varlungo.

El cura de Varlungo

En el pueblo de Varlungo, que como sabréis, por oídas o experiencias, dista poco de Florencia, hubo un cura párroco vigoroso y de lo más hábil para servir a las damas. El buen pastor, que apenas sabía leer siquiera, tenía el talento de divertir a sus ovejas todos los domingos, al pie de un olmo, con sus cuentos y dichos alegres, y cuando se ausentaban los maridos sabía visitar a sus mujeres, a las que otorgaba su bendición y les regalaba, ya unos pastelillos, ya un poco de agua bendita y, a veces, algunos cabos de vela. Entre las feligresas a quienes festejaba de esta suerte, ninguna le agradaba tanto como Belcolore, esposa de un campesino conocido por Bentivegna del Mazzo. En verdad que era una excelente aldeana, rolliza, fresca, pelinegra, bien modelada, tal, en una palabra, como la necesitaba el señor cura. Por otra parte, Belcolore gastaba el mejor humor del mundo; veíase la primera siempre en el baile, en el canto o en tocar el tamboril. Apasionóse de tal suerte el cura, que poco le faltó para que se le trastornara el juicio. Todo el día de acá para allá, con la esperanza de verla; cuando sabía, los domingos y demás días festivos, que estaba en la iglesia, cantaba con toda la fuerza de sus pulmones para persuadirla de que era un gran músico; pero si no le animaba la presencia de su adorada Belcolore, usaba de más moderación. No obstante, por fuerte que fuera su pasión, supo componérselas tan bien, que ni Bentivegna. ni nadie, notaron el amor que le atormentaba. Para hacerse propicio a la que se lo inspiraba, CONTINUAMENTE la hacía regalitos, mandándola, ya una ristra de ajos tiernos, ya algunas cebollas acabadas de arrancar de su huerto; otras veces algunos guisantes, y otras, un ramo de flores. Si la encontraba en alguna parte, la miraba de reojo, lo mismo que un perro que se propone morder a un compañero; pero la aldeana, fingiendo no notarlo, y bien contenta de parecer agreste, pasaba casi siempre sin detenerse. Ese desdén tenía harto mohíno al señor cura, mas no se desanimó, a pesar de la indiferencia de la casadita. El amor había echado ya muy hondas raíces en su corazón para que pudiese librarse de él. Tal es el encanto de esta pasión, que nos agrada hasta cuando nos hace desgraciados. Cierto día que se paseaba, las manos detrás de la espalda y pensativo, quiso la casualidad que se encontrase con Bentivegna, el cual iba montado en un asno cargado de diversos productos de su huerto. El cura le pregunta dónde va.
—Parto a la ciudad, mi buen padre, para un asunto importante, y esas legumbres y frutas que ahí ves van destinadas a Bonaccorri da Ginestreto, a fin de que mire con buenos ojos mi negocio, pues habéis de saber que me ha citado por medio de un procurador, juez de edificios, para que comparezca ante el Tribunal civil.
—Haces bien, querido amigo —dícele el cura, muy contento en su interior—; Dios te guíe, y vuelve lo más pronto que puedas. Si por acaso encuentras a Lapuccio, mi compañero de ministerio, o a mi criado Naldino, ruégote les digas que me traigan engarces para las fallebas de mis puertas.
Bentivegna le prometió que así lo haría, y prosiguió su camino.
El cura cree que es ese momento propicio para hacer una visita a su adorada Belcolore y sondearla nuevamente. Así, pues, se encamina en derechura a su casa, diciendo al entrar:
—¡Qué Dios conceda a este albergue todos los bienes que prodiga a manos llenas!
La aldeana estaba arriba, y habiéndole oído:
—Bienvenido, señor cura —le dice—, ¿y cómo os aventuráis por esos mundos de Dios, con el calor que hace?
—He encontrado a tu marido, que marchaba para la ciudad —contestó el pastor—, y vengo a pasar algunos momentos a tu lado.
Belcolore bajó e hizo que el cura tomara asiento, reanudando su interrumpida tarea, que consistía en escoger semilla de coles, recogida por su marido poco hacía. Aprovechando el cura la entrevista, entabló de esta suerte la conversación:
—¿Está de Dios, querida amiga, que me has de hacer sufrir CONTINUAMENTE?
—¡Yo! ¿Y qué cosa os hago?
—Nada me haces, es verdad; pero ¿no basta que me prives de hacer contigo lo que yo quisiera?
—¿Acaso hacen eso los curas?
—Sin duda, y mejor que los demás hombres. ¿Por qué, pues, no lo haríamos nosotros? ¿No tenemos cuanto necesitamos para el caso? Hasta te diré que somos más hábiles en ello que los otros, pues lo practicamos con más rareza. Déjame trabajar contigo, y te aseguro que quedarás contenta de mí.
—Lo dudo, porque los clérigos sois de lo más avaro que se ha conocido.
—¿Acaso te he negado nunca nada? Pídeme lo que deseas, y estad segura de obtenerlo. ¿Quieres unos zapatos, una cinta, una pañoleta?
—Todo eso lo tengo; pero ya que tanto me amáis, prestadme un servicio y en el acto me plegaré a vuestros deseos.
—Habla —repuso el cura con viveza—; estoy pronto a hacer cuanto quieras en tu obsequio.
—El sábado venidero debo marchar a Florencia —dice Belcolore— para entregar una partida de lana, que he hilado, y hacer componer mi torno; si queréis prestarme cien sueldos, que no dudo tendréis, podría desempeñar mi zagalejo y mi delantal de los días de fiesta, que llevaba cuando me casé. Ved si os place darme esa cantidad; sólo así os concederé lo que deseáis.
—No llevo DINERO encima, pero me comprometo a entregarte los cien sueldos antes del sábado.
—¡Oh!, vosotros, gente de sotana, prometéis mucho y no dais nada. No penséis envolverme como a la crédula Biliuzza, que despedisteis tontamente sin darla un chavo, y que, por culpa vuestra, se ha perdido. Por mi parte, no pienso dejarme engañar. Si carecéis del dinero que os pido, buscadlo.
—Ahórrame, por favor te lo pido, el trabajo de ir a mi casa, ya que tanto aprieta el calor. Por otra parte, piensa que ahora estamos solos, y que tal vez no suceda lo mismo cuando vuelva. Aprovechemos la ocasión, supuesto que tan favorable se nos ofrece.
—Haced lo que os digo; de lo contrario, os juro que no habrá nada.
Viendo el cura que la aldeana estaba resuelta a no otorgar nada, sino un salvum me fac, y deseando él, por su parte, hacer la cosa sine custodia.
—Ya que desconfías de mi palabra —le dice—, pensando que no he de traerte los cien sueldos, toma mi capa, que te dejo en prenda.
—Veamos vuestra capa y cuánto puede valer. —Esta capa es de buen paño de Flandes, de tres cabos y hasta de cuatro, según afirma uno de mis feligreses. Aun no hace quince días que el prendero Lotto vendiómela en diez buenas liras, y Buillet, que, como tú sabes, entiende en eso de géneros, pretende que vale quince. —Algo duro se me hace creer lo que decís; pero acepto el trato. Veremos si sois hombre de palabra.
El cura, que ardía en deseos de satisfacer su pasión, entrególa su capa, y después que Belcolore la hubo puesto bajo llave, le dice:
—Pasemos al TROJE, que media visita.
Siguióla el cura y se divirtió con ella a más y mejor, refocilándose hasta rendirse. Luego, regresó a su domicilio, vestido de sotana, como si viniese de celebrar alguna boda.
Apenas llegado a la Rectoría, cuando, considerando el poco provecho que le producía su curato, arrepintióse de haber dejado su capa, y pensó en el modo de recuperarla, sin verse obligado a desembolsar la cantidad convenida, ya que todas las ofrendas del año apenas hubiesen bastado para ello. Su espíritu maligno y astuto le procuró un expediente. Siendo festivo el día siguiente, mandó al hijo de uno de sus vecinos a casa de Belcolore, suplicándola le prestase su almirez de mármol, pues tenía convidados, lo cual hizo la aldeana con mil amores. A los pocos días se lo devolvió por medio de su ayudante, a la hora en que juzgó que Bentivegna y su mujer habían de estar comiendo.
—El señor cura me ha encargado os diera las gracias —dijo el enviado, dirigiéndose a la mujer— y os reclamase la capa que el muchacho dejó en prenda al pediros prestado el almirez.
Belcolore frunció el ceño al oír esto, e iba a contestar, cuando su marido le cortó la palabra, diciéndola con enfado:
—¿Cómo es que exiges prenda a nuestro párroco? En verdad que merecías te abofeteara, para que aprendieras a desconfiar de esta suerte de nuestro buen pastor. Devuélvele en seguida su capa, y cuida otra vez de no negarle lo que pida sin prenda alguna, aunque fuese nuestro asno.
La mujer se levanta murmurando, saca la capa del cofre donde la tenía guardada, y dice al mensajero, al entregársela:
—Te suplico digas de mi parte al cura que, ya que obra de esta manera, nunca más volverá a moler en mi almirez.
Habiendo el enviado repetido estas palabras al clérigo:
—Acordes —contestó éste—; mas puedes también decir a Belcolore, cuando la veas, que si no me presta su almirez, en cambio no la prestaré mi mano, y por cierto, que la una vale bien el otro.
Bentivenga no se fijó en las palabras de su mujer, creyendo que eran debidas a los reproches que acababa de hacerla. Respecto a Belcolore, durante mucho tiempo se mostró enfadada con el cura; mas vino la vendimia y todo se arregló. El clérigo la regaló un buen tonel de vino nuevo y unas cuantas castañas, recobrando por ese medio el favor perdido.
Vivieron luego en perfecta inteligencia y visitaron a menudo el troje, tomando sus medidas con tal acierto, que nadie llegó a sospechar su intriga.