Las oraciones para la salud
Autor: Giovanni Boccaccio
Había en la ciudad de Siena un joven, llamado Rinaldo, procedente de una familia muy honrada, bien educado, de agraciado rostro y porte gallardo, el cual se enamoró perdidamente de una recién casada, tan linda como joven. Creía el galán que si conseguía hablarla, no tardaría en obtener lo que deseaba; al efecto, buscó un expediente que le puso en estado de verla y conversar con ella, sin hacerse sospechoso al marido. Inés estaba embarazada de seis o siete meses, y al joven se le metió en la cabeza ser el padrino de la criatura. Un día abordó al esposo, a quien conocía, y le expresó su deseo de la manera más cortés y discreta; aquél, muy distante de sospechar las miras de Rinaldo, aceptó la proposición y hasta pareció agradarle en sumo grado. Cuando el joven se vio compadre de Inés, aprovechó la primera ocasión para encontrarse a solas con ella para expresarla de palabra lo que sus suspiros y sus ojos le habían dicho ya tantas veces.
Pintóle la situación de su ánimo, no olvidándose de decirla que su reposo, su dicha, hasta su vida, dependían del modo como correspondiese a su pasión.
Inés, que nada tenía de gazmoña y menos de tonta, no se ofendió por esta declaración; al contrario, pareció que satisfacía su amor propio; empero como era prudente y amaba a su marido, quitó toda esperanza a Rinaldo, prohibiéndole hablarla nunca más de su amor. El amante hizo nuevas tentativas, que tuvieron el mismo resultado que la primera. Despechado, se metió a fraile, y sea que el estado religioso le conviniera, sea otra cosa, lo cierto es que persistió en su resolución; y profesó en la orden, renunciando seriamente al amor y a las demás vanidades mundanas. Durante algún tiempo se mantuvo firme; pero el demonio, más fuerte que su devoción, le hizo, a la larga, volver a sus carneros. Despertóse su pasión por Inés, entregándose a sus pasadas inclinaciones, sin querer por esto abandonar el hábito. Al contrario, tenía a gran honra presentarse en público con su traje religioso, siempre aseado y elegante; en una palabra, era un fraile petimetre. Por todas partes oíasele recitar versos galantes, canciones a su modo, haciendo otras mil diabluras por el estilo. Mas, ¿acaso necesito describiros el lujo que gastaba el hermano Rinaldo? Bastará que os diga que se conducía como los frailes de ahora. En efecto, ¿cuáles son los que siguen el espíritu de su estado? ¡Ay!, para vergüenza de este siglo falaz y corrompido, los frailes, lo sabéis tan bien como yo, tienen el descaro de presentarse en la sociedad gordos, rollizos, colorados, delicados, muy pulcros en sus hábitos, y andando, no como la modesta paloma, sino cual gallos orgullosos que levantan con fiereza su cresta. Sus celdas están llenas de frascos de configuras, de grageas, de esencias, de los mejores vinos de la Grecia y demás países, de licores, de frutas de ambrosía; de manera que más parecen una tienda de especiero o perfumería, que habitaciones para religiosos. Ni siquiera ocultan que están sujetos, la mayor parte, a la gota, que, como es sabido, no ataca a los que ayunan; son temperantes, castos y llevan una vida arreglada, cual conviene a eclesiásticos y, sobre todo, a frailes. En cuanto a mí, a pesar de la indulgencia que me es peculiar, no puedo ver sin sorpresa e indignación cuánto han degenerado y cómo degeneran todos los días. Santo Domingo y San Francisco no poseían tres hábitos para cada uno, ni éstos eran de seda ni de fino paño, ni de bonitos colores, sino de lana basta y sin teñir, únicamente destinados a preservarles del frío, y no como adorno y boato. Dios quiera poner remedio a tales abusos, haciendo que abran los ojos los tontos que los alimentan y los engordan con sus limosnas.
El hermano Rinaldo, vuelto a sus primeras inclinaciones, hacía frecuentes visitas a su comadre, y de día en día se volvía más atrevido, solicitando a la dama con más unción y perseverancia que en otras ocasiones. La buena Inés, que había tenido tiempo de hartarse de su marido, y que se veía muy hostigada, encontrando al hermano Rinaldo más juicioso, gallardo y almibarrado, desde que era fraile, vencida un día por sus ruegos, se atrincheró en esas expresiones vagas de que se sirven las mujeres inclinadas a conceder lo que se las pide.
—¿Cómo se entiende, hermano Rinaldo? —le dijo—; ¿acaso los religiosos hacen esto?
—Cuando me haya quitado el hábito que llevo puesto —repuso el fraile—, veréis en mí, señora, un hombre hecho como todos los demás.
La joven, siguiendo su papel de milindrosa:
—Dios me libre —exclama— de tener semejante condescendencia. ¿No sois mi compadre? El pecado sería demasiado grande, lo cual me impide acceder a vuestros deseos.
—¡Vaya un motivo el que os impide! —replicóle el lascivo fraile—. Confieso que sería un pecado; mas ¿cuántos pecados mucho mayores no perdona Dios cuando el pecador se arrepiente? Por otra parte, os suplico me digáis, ¿es más cercano pariente de vuestros hijos, vuestro marido, que lo engendró, o yo, que lo tuve en mis brazos ante la pila bautismal?
La señora contestó que su marido.
—Perfectamente —repuso el fraile—; ¿y esto impide que tengáis tratos con él?
—No, por cierto —dijo Inés.
—Por lo mismo, no está prohibido que los tengamos los dos, ya que nuestro parentesco no es tan próximo.
La joven, muy poco hábil en el arte de razonar, y que desconcertaba con mucha facilidad, creyó, o fingió creer, que el fraile tenía razón.
—¿Quién es capaz de resistir, compadre —le dice—, vuestra elocuencia?
Dicho lo cual, se entregó, amoldándose a todo lo que el muy taimado quiso. Fácil es comprender que la cosa no se redujo a una sola vez; muy al contrario, el compadre y la comadre se vieron a solas en distintas ocasiones, y con tanta mayor soltura y libertad cuanto que el compadrazgo los ponía al abrigo de toda sospecha.
Un día que el hermano Rinaldo había salido con uno de sus compañeros, creyó que antes de volver al convento debía ir a visitar a su comadre. Sólo encontró en compañía una joven y linda criada; el compadre mandó a su camarada al granero con la niña, para que le enseñara el pater noster. En cuanto a él, entró en el dormitorio con su comadre, que llevaba de la mano a su hijito, y habiendo cerrado la puerta, sentáronse sobre un sofá-cama. Después de prodigarse mutuamente algunas ligeras caricias, el hermano Rinaldo se quitó el hábito para pasar a mayores; mas apenas estos dichosos amantes habían estado juntos una media hora, cuando el marido, que acababa de llegar, empezó a llamar a la puerta del cuarto, pidiendo por su mujer.
—¡Estoy perdida —dice entonces ésta—; ahí está mi marido. Sin duda va a descubrir nuestro trato.
El hermano Rinaldo, sin capuchón ni sotana, empezó a temblar.
—Sí siquiera pudiese ponerme mis hábitos —dijo—, encontraríamos alguna excusa que dar; mas si abrís la puerta y me encuentra en este estado, no sabré qué decir.
—Vestíos con presteza —dijo la joven, rehaciéndose—; luego, tomad en brazos a vuestro ahijado, y escuchad bien lo que yo diga a mi marido, para que vuestras respuestas estén acordes con las mías; alistaos pronto, pues, y dejadme hacer a mí.
Dicho esto:
—Estoy contigo al momento —gritó a su marido.
En seguida corre a abrirle la. puerta, y le dice con el rostro muy alegre:
—Sabréis, amigo mío, que el hermano Rinaldo, nuestro compadre, ha venido a vernos muy a tiempo. Es providencial, pues sin él perdíamos hoy a nuestro hijo.
Al oír estas palabras, el tonto marido creyó desmayarse; estuvo un momento como atontado y sólo despegó los labios para preguntar qué había sucedido.
—¡Ay! —contestó la madre—. Esta pobre criatura ha caído de repente en tal debilidad, que le creí muerto. No sabía cómo hacer para volverle en sí, cuando ha llegado el hermano Rinaldo. Lo examina, lo toma en sus brazos. “Son lombrices, comadre, dice, que le suben hasta la boca del estómago y le ahogarían si no se pusiese remedio al momento. No os inquietéis, yo encontraré las lombrices y antes de abandonaros todas estarán muertas, quedando vuestro niño tan bueno y sano como antes de su desfallecimiento”. Como hacíais falta —prosiguió la señora— para recitar ciertas oraciones y la criada no ha podido encontraros, el hermano Rinaldo las ha hecho rezar a su compañero en el último piso de la casa. He entrado en esta pieza con él, porque nadie más que el padre o la madre del niño pueden presenciar el encantamiento, y, por tanto, habíamos cerrado la puerta a fin de que nadie interrumpiera. Todavía está la criatura en brazos de su salvador, quien piensa que, desde el momento que su compañero haya terminado el rezo, todo quedará corriente, pues el niño ya se encuentra mucho mejor.
Este relato desconcertó de tal manera al imbécil del marido, quien idolatraba a su hijo, que lo tomó todo al pie de la letra.
—¡Ay!, quiero verlo —dijo, ahogando un suspiro.
—No lo hagáis, por Dios —repuso Inés—, pues lo desbarataríamos todo. Aguardad todavía un instante. Voy yo a ver si podéis entrar no habiendo estado presente desde el principio; ya os llamaré.
El hermano Rinaldo, que había tenido tiempo de vestirse durante la conversación, y de la cual no se le había escapado ni una sola sílaba, tomó al niño en brazos, y viendo que el marido había caído en el garlito, exclamó en voz ALTA:
—Comadre, ¿es el compadre el que oigo?
—El mismo, mi reverendo —respondió el marido.
—Venid, si os place —repuso el fraile.
Habiéndose aproximado el Juan Lanas:
—He aquí a vuestro hijo perfectamente sano. Lo único que os pido por el servicio que acabo de haceros es que hagáis poner un niño de cera, de la misma estatura de vuestro hijo, ante la imagen de San Ambrosio, por cuyos méritos el Señor os ha acordado esta gracia.
Cuando el niño vio a su padre, se abalanzó hacia él y lo acarició a su manera; éste lo tomó en brazos derramando lágrimas de ternura y no cesando de besarle y dar gracias al caritativo compadre que le había curado.
El compañero del hermano Rinaldo, que ya había enseñado a la joven sirvienta no uno, sino a lo menos cuatro padrenuestros, y que la regaló una bolsa de seda que él recibiera de manos de una monja, apenas oyó la voz del marido cuando bajó del granero y, de puntillas, fue a colocarse a un sitio desde donde veía y oía perfectamente cuanto pasaba. Al ver que todo había salido a pedir de boca, penetró en la habitación diciendo:
—Hermano Rinaldo, he dicho enteritas las cuatro oraciones que me recomendasteis.
—Has hecho divinamente, caro colega, y me admira la fuerza de tus pulmones. Quisiera tener los míos en tan buen estado, pues sólo había rezado dos cuando llegó mi compadre. Mas el cielo ha tenido en cuenta tu obra y la mía, y ha curado al niño, de lo que estoy muy satisfecho.
El cornudo mandó en el acto traer del mejor vino de su bodega y algunas confituras, regalando lo mejor que supo a los dos religiosos, que, por cierto, necesitaban restaurar sus fuerzas. Después los acompañó hasta la puerta de su casa, dándoles de nuevo las gracias y despidiéndoles. Encomendó con mucho ahínco el niño de cera, el cual fue colocado, como se le había ordenado, ante un San Ambrosio; pero no el de Milán.
Pintóle la situación de su ánimo, no olvidándose de decirla que su reposo, su dicha, hasta su vida, dependían del modo como correspondiese a su pasión.
Inés, que nada tenía de gazmoña y menos de tonta, no se ofendió por esta declaración; al contrario, pareció que satisfacía su amor propio; empero como era prudente y amaba a su marido, quitó toda esperanza a Rinaldo, prohibiéndole hablarla nunca más de su amor. El amante hizo nuevas tentativas, que tuvieron el mismo resultado que la primera. Despechado, se metió a fraile, y sea que el estado religioso le conviniera, sea otra cosa, lo cierto es que persistió en su resolución; y profesó en la orden, renunciando seriamente al amor y a las demás vanidades mundanas. Durante algún tiempo se mantuvo firme; pero el demonio, más fuerte que su devoción, le hizo, a la larga, volver a sus carneros. Despertóse su pasión por Inés, entregándose a sus pasadas inclinaciones, sin querer por esto abandonar el hábito. Al contrario, tenía a gran honra presentarse en público con su traje religioso, siempre aseado y elegante; en una palabra, era un fraile petimetre. Por todas partes oíasele recitar versos galantes, canciones a su modo, haciendo otras mil diabluras por el estilo. Mas, ¿acaso necesito describiros el lujo que gastaba el hermano Rinaldo? Bastará que os diga que se conducía como los frailes de ahora. En efecto, ¿cuáles son los que siguen el espíritu de su estado? ¡Ay!, para vergüenza de este siglo falaz y corrompido, los frailes, lo sabéis tan bien como yo, tienen el descaro de presentarse en la sociedad gordos, rollizos, colorados, delicados, muy pulcros en sus hábitos, y andando, no como la modesta paloma, sino cual gallos orgullosos que levantan con fiereza su cresta. Sus celdas están llenas de frascos de configuras, de grageas, de esencias, de los mejores vinos de la Grecia y demás países, de licores, de frutas de ambrosía; de manera que más parecen una tienda de especiero o perfumería, que habitaciones para religiosos. Ni siquiera ocultan que están sujetos, la mayor parte, a la gota, que, como es sabido, no ataca a los que ayunan; son temperantes, castos y llevan una vida arreglada, cual conviene a eclesiásticos y, sobre todo, a frailes. En cuanto a mí, a pesar de la indulgencia que me es peculiar, no puedo ver sin sorpresa e indignación cuánto han degenerado y cómo degeneran todos los días. Santo Domingo y San Francisco no poseían tres hábitos para cada uno, ni éstos eran de seda ni de fino paño, ni de bonitos colores, sino de lana basta y sin teñir, únicamente destinados a preservarles del frío, y no como adorno y boato. Dios quiera poner remedio a tales abusos, haciendo que abran los ojos los tontos que los alimentan y los engordan con sus limosnas.
El hermano Rinaldo, vuelto a sus primeras inclinaciones, hacía frecuentes visitas a su comadre, y de día en día se volvía más atrevido, solicitando a la dama con más unción y perseverancia que en otras ocasiones. La buena Inés, que había tenido tiempo de hartarse de su marido, y que se veía muy hostigada, encontrando al hermano Rinaldo más juicioso, gallardo y almibarrado, desde que era fraile, vencida un día por sus ruegos, se atrincheró en esas expresiones vagas de que se sirven las mujeres inclinadas a conceder lo que se las pide.
—¿Cómo se entiende, hermano Rinaldo? —le dijo—; ¿acaso los religiosos hacen esto?
—Cuando me haya quitado el hábito que llevo puesto —repuso el fraile—, veréis en mí, señora, un hombre hecho como todos los demás.
La joven, siguiendo su papel de milindrosa:
—Dios me libre —exclama— de tener semejante condescendencia. ¿No sois mi compadre? El pecado sería demasiado grande, lo cual me impide acceder a vuestros deseos.
—¡Vaya un motivo el que os impide! —replicóle el lascivo fraile—. Confieso que sería un pecado; mas ¿cuántos pecados mucho mayores no perdona Dios cuando el pecador se arrepiente? Por otra parte, os suplico me digáis, ¿es más cercano pariente de vuestros hijos, vuestro marido, que lo engendró, o yo, que lo tuve en mis brazos ante la pila bautismal?
La señora contestó que su marido.
—Perfectamente —repuso el fraile—; ¿y esto impide que tengáis tratos con él?
—No, por cierto —dijo Inés.
—Por lo mismo, no está prohibido que los tengamos los dos, ya que nuestro parentesco no es tan próximo.
La joven, muy poco hábil en el arte de razonar, y que desconcertaba con mucha facilidad, creyó, o fingió creer, que el fraile tenía razón.
—¿Quién es capaz de resistir, compadre —le dice—, vuestra elocuencia?
Dicho lo cual, se entregó, amoldándose a todo lo que el muy taimado quiso. Fácil es comprender que la cosa no se redujo a una sola vez; muy al contrario, el compadre y la comadre se vieron a solas en distintas ocasiones, y con tanta mayor soltura y libertad cuanto que el compadrazgo los ponía al abrigo de toda sospecha.
Un día que el hermano Rinaldo había salido con uno de sus compañeros, creyó que antes de volver al convento debía ir a visitar a su comadre. Sólo encontró en compañía una joven y linda criada; el compadre mandó a su camarada al granero con la niña, para que le enseñara el pater noster. En cuanto a él, entró en el dormitorio con su comadre, que llevaba de la mano a su hijito, y habiendo cerrado la puerta, sentáronse sobre un sofá-cama. Después de prodigarse mutuamente algunas ligeras caricias, el hermano Rinaldo se quitó el hábito para pasar a mayores; mas apenas estos dichosos amantes habían estado juntos una media hora, cuando el marido, que acababa de llegar, empezó a llamar a la puerta del cuarto, pidiendo por su mujer.
—¡Estoy perdida —dice entonces ésta—; ahí está mi marido. Sin duda va a descubrir nuestro trato.
El hermano Rinaldo, sin capuchón ni sotana, empezó a temblar.
—Sí siquiera pudiese ponerme mis hábitos —dijo—, encontraríamos alguna excusa que dar; mas si abrís la puerta y me encuentra en este estado, no sabré qué decir.
—Vestíos con presteza —dijo la joven, rehaciéndose—; luego, tomad en brazos a vuestro ahijado, y escuchad bien lo que yo diga a mi marido, para que vuestras respuestas estén acordes con las mías; alistaos pronto, pues, y dejadme hacer a mí.
Dicho esto:
—Estoy contigo al momento —gritó a su marido.
En seguida corre a abrirle la. puerta, y le dice con el rostro muy alegre:
—Sabréis, amigo mío, que el hermano Rinaldo, nuestro compadre, ha venido a vernos muy a tiempo. Es providencial, pues sin él perdíamos hoy a nuestro hijo.
Al oír estas palabras, el tonto marido creyó desmayarse; estuvo un momento como atontado y sólo despegó los labios para preguntar qué había sucedido.
—¡Ay! —contestó la madre—. Esta pobre criatura ha caído de repente en tal debilidad, que le creí muerto. No sabía cómo hacer para volverle en sí, cuando ha llegado el hermano Rinaldo. Lo examina, lo toma en sus brazos. “Son lombrices, comadre, dice, que le suben hasta la boca del estómago y le ahogarían si no se pusiese remedio al momento. No os inquietéis, yo encontraré las lombrices y antes de abandonaros todas estarán muertas, quedando vuestro niño tan bueno y sano como antes de su desfallecimiento”. Como hacíais falta —prosiguió la señora— para recitar ciertas oraciones y la criada no ha podido encontraros, el hermano Rinaldo las ha hecho rezar a su compañero en el último piso de la casa. He entrado en esta pieza con él, porque nadie más que el padre o la madre del niño pueden presenciar el encantamiento, y, por tanto, habíamos cerrado la puerta a fin de que nadie interrumpiera. Todavía está la criatura en brazos de su salvador, quien piensa que, desde el momento que su compañero haya terminado el rezo, todo quedará corriente, pues el niño ya se encuentra mucho mejor.
Este relato desconcertó de tal manera al imbécil del marido, quien idolatraba a su hijo, que lo tomó todo al pie de la letra.
—¡Ay!, quiero verlo —dijo, ahogando un suspiro.
—No lo hagáis, por Dios —repuso Inés—, pues lo desbarataríamos todo. Aguardad todavía un instante. Voy yo a ver si podéis entrar no habiendo estado presente desde el principio; ya os llamaré.
El hermano Rinaldo, que había tenido tiempo de vestirse durante la conversación, y de la cual no se le había escapado ni una sola sílaba, tomó al niño en brazos, y viendo que el marido había caído en el garlito, exclamó en voz ALTA:
—Comadre, ¿es el compadre el que oigo?
—El mismo, mi reverendo —respondió el marido.
—Venid, si os place —repuso el fraile.
Habiéndose aproximado el Juan Lanas:
—He aquí a vuestro hijo perfectamente sano. Lo único que os pido por el servicio que acabo de haceros es que hagáis poner un niño de cera, de la misma estatura de vuestro hijo, ante la imagen de San Ambrosio, por cuyos méritos el Señor os ha acordado esta gracia.
Cuando el niño vio a su padre, se abalanzó hacia él y lo acarició a su manera; éste lo tomó en brazos derramando lágrimas de ternura y no cesando de besarle y dar gracias al caritativo compadre que le había curado.
El compañero del hermano Rinaldo, que ya había enseñado a la joven sirvienta no uno, sino a lo menos cuatro padrenuestros, y que la regaló una bolsa de seda que él recibiera de manos de una monja, apenas oyó la voz del marido cuando bajó del granero y, de puntillas, fue a colocarse a un sitio desde donde veía y oía perfectamente cuanto pasaba. Al ver que todo había salido a pedir de boca, penetró en la habitación diciendo:
—Hermano Rinaldo, he dicho enteritas las cuatro oraciones que me recomendasteis.
—Has hecho divinamente, caro colega, y me admira la fuerza de tus pulmones. Quisiera tener los míos en tan buen estado, pues sólo había rezado dos cuando llegó mi compadre. Mas el cielo ha tenido en cuenta tu obra y la mía, y ha curado al niño, de lo que estoy muy satisfecho.
El cornudo mandó en el acto traer del mejor vino de su bodega y algunas confituras, regalando lo mejor que supo a los dos religiosos, que, por cierto, necesitaban restaurar sus fuerzas. Después los acompañó hasta la puerta de su casa, dándoles de nuevo las gracias y despidiéndoles. Encomendó con mucho ahínco el niño de cera, el cual fue colocado, como se le había ordenado, ante un San Ambrosio; pero no el de Milán.