Pereza y testarudez
Autor: Anónimo, cuentos Españoles
Había una vez un marido y una mujer, ambos campesinos, que habrían
vivido pacíficamente y hasta con alegría, de no haber sido por la pereza,
feísimo vicio que atacaba con intermitencias a uno y otro cónyuge y al que
se unía, para colmo, una testarudez de aragoneses.
Cuando cualquiera de los dos esposos se sentía con pocas o ningunas
ganas de trabajar, empeñábase el otro en hacer lo mismo que su
compañero, o menos.
Cierto día levantase la esposa con unos deseos atroces de no hacer nada.
Apenas si quedaba en la casa pan para desayunar.
El marido, al darse cuenta de la escasez, dijo a su mujer:
– María, tienes que amasar esta misma tarde.
– No serán estas manos las que se metan en harina – respondió ella. –
Amasa tú, si ese es tu gusto.
– ¿Acaso piensas que cenemos sin pan
– Tienes un par de brazos hermosísimos; mucho más fuertes que los míos.
Amasa tú.
– ¡María, no me hagas enfadar!
– ¡Quico, no me pongas nerviosa!
– ¡Yo no amaso!
– ¡Yo tampoco!
– No riñamos.
– Eso, de ti depende.
– Voy a decirte lo que se me ha ocurrido.
– Adivino que es algo para no trabajar.
– Y para no discutir.
– Eso está mejor… ¿Qué es?
– Puesto que tú no tienes ganas de amasar…
– Ni tú tampoco…
– De acuerdo… Puesto que no tenemos ganas de amasar…
– Así.
– Para no enzarzarnos en discusiones, vamos a acordar que el primero que
hable sea el que amase el pan… ¿Conforme?
En vano esperó – el marido respuesta de su esposa, que, aunque perezosa,
no era tonta, y comprendió que, si contestaba, tendría que amasar.
Pasaron horas y horas y ninguno se decidía a hablar.
Sin probar bocado, tal vez por miedo a que, al despegar los labios, pudiera
escapárseles alguna palabra, se acostaron poco después de anochecer.
Tendiéronse en la cama, uno de cara a la pared y el otro dándole la
espalda y se durmieron sin haber abierto la boca.
A la mañana siguiente, cuando se despertaron, miráronse
disimuladamente de reojo. El marido tenía la cara seria. A la mujer le
faltaba poco para romper a reír; pero ninguno se dio por enterado.
Sonaron en la iglesia del pueblo las campanas de las doce y el matrimonio
seguía en la cama, sin haber abierto la boca, como no fuese para bostezar,
pues tenían un hambre espantosa.
Púsose el Sol y seguían del mismo modo y llegó la noche y no hubo
modificación alguna en su actitud, exceptuando, una mayor frecuencia en
los bostezos.
Los vecinos, asombrados de no haber visto en todo el día a ninguno de los
dos, ni haberse abierto en la casa puerta ni ventana alguna, temieron que
una desgracia irreparable fuera la causa de aquel silencio incomprensible.
No tardaron en congregarse los vecinos, que, algo medrosos para obrar por
su cuenta, fuéronse a casa del alcalde para comunicarle lo que
sospechaban.
Tomóse el acuerdo de acudir, sin pérdida de tiempo, al domicilio de Quico
y María, marchando el propio alcalde a la cabeza de la asamblea.
Cuando llegaron a la casa, llamaron a la puerta con gran fuerza, pero
nadie contestó a las llamadas, ni se percibió el menor sonido en el interior.
Los rostros de los vecinos allí congregados empezaron a mostrar temor e
inquietud. Insistieron en las llamadas con el mismo resultado y ante lo
grave de la situación, el alcalde propuso que se derribara la puerta.
La cosa se hizo con rapidez. Entraron en la casa con extremadas
precauciones, temblándoles exageradamente las piernas a muchos de los
reunidos. Temblaba hasta la vara del alcalde; parecía la batuta de un
director de orquesta, de tanto como oscilaba a uno y otro lado.
Por fin llegaron al dormitorio de Quico y María.
Ninguno de ellos se movía ni daba la menor señal de vida. Tenían los ojos
cerrados y las caras pálidas y desencajadas; nada extraño si se piensa que
llevaban ya todo un día y una noche sin probar bocado.
Apoderóse de los allí reunidos un horror general. El alcalde, alzando la
vara, que le temblaba más que antes, tartamudeó emocionado:
– ¡Quico! ¡María! ¡Responded al alcalde!
Pero los perezosos testarudos no pronunciaron palabra alguna ni hicieron
el menor movimiento.
Entonces, la primera autoridad del pueblo se quitó respetuosamente el
sombrero, que hasta entonces había conservado puesto, adoptó un aire
compungido y dijo a los vecinos presentes:
– ¡Rogad a Dios por el alma de estos desgraciados! En cuanto a los
cuerpos, voy a ordenar, ahora mismo, que les den cristiana sepultura.
A una de las vecinas le pareció, que, en el momento en que el alcalde
pronunciaba estas palabras, los cadáveres de Quico y María se
estremecieron o temblaron ligeramente.
Pero como, en buena lógica, esto era imposible, no quiso la vecina hablar
del caso, ni considerarlo más que como una ilusión de sus sentidos.
Poco tardaron en llegar seis fornidos lugareños que cargaron con los
cuerpos inertes, de la infeliz pareja, conduciéndolos camino del
cementerio.
Llegados al lugar de reposo eterno, iluminado por la luz de la luna, dejaron
sobre el suelo los que todos creían despojos mortales de Quico y María.
Y quiso la casualidad que sus cuerpos quedaran de costado y frente a
frente.
Nadie de los presentes y con toda probabilidad ni siquiera la misma luna,
advirtió que el marido y la mujer entreabrieron los ojos y se miraron como
basiliscos. Hubo un instante en que pareció que Quico, desfallecido, iba a
decir una palabra; pero no quiso darse por vencido, y cerrando los ojos, se
apretó la lengua entre los dientes.
María bostezó una vez más, con riesgo de ser vista por los improvisados
sepultureros, que, abierta ya la fosa, aproximáronse a recogerla para
echarla dentro.
Estaba ya en la fosa la mujer, cuando fueron en busca del cuerpo del
marido. De pronto se escapó un chillido de horror de todos los labios y
hombres y mujeres, con el alcalde a la cabeza, echaron a correr como alma
que lleva el diablo.
Y es que el pobre Quico, comprendiendo que estaba a punto de no volver a
contemplar la luz del sol, dióse por vencido ante la horrorosa perspectiva
de ser enterrado vivo, y, abriendo los ojos desmesuradamente, para
demostrar que no estaba muerto, gritó con voz sepulcral, como la de un
fantasma:
– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡No estoy muerto!
No costó poco trabajo convencer a los vecinos y vecinas, con el alcalde a la
cabeza, de que no había expirado el perezoso y testarudo Quico y que, por
consiguiente, no había motivo para asustarse.
Pero el colmo de la sorpresa fue el ver que María, asomando la cabeza y los
brazos por la abertura de la fosa, exclamaba con faz sonriente:
– ¡Ahora amasaras tú!
vivido pacíficamente y hasta con alegría, de no haber sido por la pereza,
feísimo vicio que atacaba con intermitencias a uno y otro cónyuge y al que
se unía, para colmo, una testarudez de aragoneses.
Cuando cualquiera de los dos esposos se sentía con pocas o ningunas
ganas de trabajar, empeñábase el otro en hacer lo mismo que su
compañero, o menos.
Cierto día levantase la esposa con unos deseos atroces de no hacer nada.
Apenas si quedaba en la casa pan para desayunar.
El marido, al darse cuenta de la escasez, dijo a su mujer:
– María, tienes que amasar esta misma tarde.
– No serán estas manos las que se metan en harina – respondió ella. –
Amasa tú, si ese es tu gusto.
– ¿Acaso piensas que cenemos sin pan
– Tienes un par de brazos hermosísimos; mucho más fuertes que los míos.
Amasa tú.
– ¡María, no me hagas enfadar!
– ¡Quico, no me pongas nerviosa!
– ¡Yo no amaso!
– ¡Yo tampoco!
– No riñamos.
– Eso, de ti depende.
– Voy a decirte lo que se me ha ocurrido.
– Adivino que es algo para no trabajar.
– Y para no discutir.
– Eso está mejor… ¿Qué es?
– Puesto que tú no tienes ganas de amasar…
– Ni tú tampoco…
– De acuerdo… Puesto que no tenemos ganas de amasar…
– Así.
– Para no enzarzarnos en discusiones, vamos a acordar que el primero que
hable sea el que amase el pan… ¿Conforme?
En vano esperó – el marido respuesta de su esposa, que, aunque perezosa,
no era tonta, y comprendió que, si contestaba, tendría que amasar.
Pasaron horas y horas y ninguno se decidía a hablar.
Sin probar bocado, tal vez por miedo a que, al despegar los labios, pudiera
escapárseles alguna palabra, se acostaron poco después de anochecer.
Tendiéronse en la cama, uno de cara a la pared y el otro dándole la
espalda y se durmieron sin haber abierto la boca.
A la mañana siguiente, cuando se despertaron, miráronse
disimuladamente de reojo. El marido tenía la cara seria. A la mujer le
faltaba poco para romper a reír; pero ninguno se dio por enterado.
Sonaron en la iglesia del pueblo las campanas de las doce y el matrimonio
seguía en la cama, sin haber abierto la boca, como no fuese para bostezar,
pues tenían un hambre espantosa.
Púsose el Sol y seguían del mismo modo y llegó la noche y no hubo
modificación alguna en su actitud, exceptuando, una mayor frecuencia en
los bostezos.
Los vecinos, asombrados de no haber visto en todo el día a ninguno de los
dos, ni haberse abierto en la casa puerta ni ventana alguna, temieron que
una desgracia irreparable fuera la causa de aquel silencio incomprensible.
No tardaron en congregarse los vecinos, que, algo medrosos para obrar por
su cuenta, fuéronse a casa del alcalde para comunicarle lo que
sospechaban.
Tomóse el acuerdo de acudir, sin pérdida de tiempo, al domicilio de Quico
y María, marchando el propio alcalde a la cabeza de la asamblea.
Cuando llegaron a la casa, llamaron a la puerta con gran fuerza, pero
nadie contestó a las llamadas, ni se percibió el menor sonido en el interior.
Los rostros de los vecinos allí congregados empezaron a mostrar temor e
inquietud. Insistieron en las llamadas con el mismo resultado y ante lo
grave de la situación, el alcalde propuso que se derribara la puerta.
La cosa se hizo con rapidez. Entraron en la casa con extremadas
precauciones, temblándoles exageradamente las piernas a muchos de los
reunidos. Temblaba hasta la vara del alcalde; parecía la batuta de un
director de orquesta, de tanto como oscilaba a uno y otro lado.
Por fin llegaron al dormitorio de Quico y María.
Ninguno de ellos se movía ni daba la menor señal de vida. Tenían los ojos
cerrados y las caras pálidas y desencajadas; nada extraño si se piensa que
llevaban ya todo un día y una noche sin probar bocado.
Apoderóse de los allí reunidos un horror general. El alcalde, alzando la
vara, que le temblaba más que antes, tartamudeó emocionado:
– ¡Quico! ¡María! ¡Responded al alcalde!
Pero los perezosos testarudos no pronunciaron palabra alguna ni hicieron
el menor movimiento.
Entonces, la primera autoridad del pueblo se quitó respetuosamente el
sombrero, que hasta entonces había conservado puesto, adoptó un aire
compungido y dijo a los vecinos presentes:
– ¡Rogad a Dios por el alma de estos desgraciados! En cuanto a los
cuerpos, voy a ordenar, ahora mismo, que les den cristiana sepultura.
A una de las vecinas le pareció, que, en el momento en que el alcalde
pronunciaba estas palabras, los cadáveres de Quico y María se
estremecieron o temblaron ligeramente.
Pero como, en buena lógica, esto era imposible, no quiso la vecina hablar
del caso, ni considerarlo más que como una ilusión de sus sentidos.
Poco tardaron en llegar seis fornidos lugareños que cargaron con los
cuerpos inertes, de la infeliz pareja, conduciéndolos camino del
cementerio.
Llegados al lugar de reposo eterno, iluminado por la luz de la luna, dejaron
sobre el suelo los que todos creían despojos mortales de Quico y María.
Y quiso la casualidad que sus cuerpos quedaran de costado y frente a
frente.
Nadie de los presentes y con toda probabilidad ni siquiera la misma luna,
advirtió que el marido y la mujer entreabrieron los ojos y se miraron como
basiliscos. Hubo un instante en que pareció que Quico, desfallecido, iba a
decir una palabra; pero no quiso darse por vencido, y cerrando los ojos, se
apretó la lengua entre los dientes.
María bostezó una vez más, con riesgo de ser vista por los improvisados
sepultureros, que, abierta ya la fosa, aproximáronse a recogerla para
echarla dentro.
Estaba ya en la fosa la mujer, cuando fueron en busca del cuerpo del
marido. De pronto se escapó un chillido de horror de todos los labios y
hombres y mujeres, con el alcalde a la cabeza, echaron a correr como alma
que lleva el diablo.
Y es que el pobre Quico, comprendiendo que estaba a punto de no volver a
contemplar la luz del sol, dióse por vencido ante la horrorosa perspectiva
de ser enterrado vivo, y, abriendo los ojos desmesuradamente, para
demostrar que no estaba muerto, gritó con voz sepulcral, como la de un
fantasma:
– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡No estoy muerto!
No costó poco trabajo convencer a los vecinos y vecinas, con el alcalde a la
cabeza, de que no había expirado el perezoso y testarudo Quico y que, por
consiguiente, no había motivo para asustarse.
Pero el colmo de la sorpresa fue el ver que María, asomando la cabeza y los
brazos por la abertura de la fosa, exclamaba con faz sonriente:
– ¡Ahora amasaras tú!