martes, 30 de junio de 2015

Pereza y testarudez.

Pereza y testarudez

Había una vez un marido y una mujer, ambos campesinos, que habrían
vivido pacíficamente y hasta con alegría, de no haber sido por la pereza,
feísimo vicio que atacaba con intermitencias a uno y otro cónyuge y al que
se unía, para colmo, una testarudez de aragoneses.
Cuando cualquiera de los dos esposos se sentía con pocas o ningunas
ganas de trabajar, empeñábase el otro en hacer lo mismo que su
compañero, o menos.
Cierto día levantase la esposa con unos deseos atroces de no hacer nada.
Apenas si quedaba en la casa pan para desayunar.
El marido, al darse cuenta de la escasez, dijo a su mujer:
– María, tienes que amasar esta misma tarde.
– No serán estas manos las que se metan en harina – respondió ella. –
Amasa tú, si ese es tu gusto.
– ¿Acaso piensas que cenemos sin pan
– Tienes un par de brazos hermosísimos; mucho más fuertes que los míos.
Amasa tú.
– ¡María, no me hagas enfadar!
– ¡Quico, no me pongas nerviosa!
– ¡Yo no amaso!
– ¡Yo tampoco!
– No riñamos.
– Eso, de ti depende.
– Voy a decirte lo que se me ha ocurrido.
– Adivino que es algo para no trabajar.
– Y para no discutir.
– Eso está mejor… ¿Qué es?
– Puesto que tú no tienes ganas de amasar…
– Ni tú tampoco…
– De acuerdo… Puesto que no tenemos ganas de amasar…
– Así.
– Para no enzarzarnos en discusiones, vamos a acordar que el primero que
hable sea el que amase el pan… ¿Conforme?
En vano esperó – el marido respuesta de su esposa, que, aunque perezosa,
no era tonta, y comprendió que, si contestaba, tendría que amasar.
Pasaron horas y horas y ninguno se decidía a hablar.
Sin probar bocado, tal vez por miedo a que, al despegar los labios, pudiera
escapárseles alguna palabra, se acostaron poco después de anochecer.
Tendiéronse en la cama, uno de cara a la pared y el otro dándole la
espalda y se durmieron sin haber abierto la boca.
A la mañana siguiente, cuando se despertaron, miráronse
disimuladamente de reojo. El marido tenía la cara seria. A la mujer le
faltaba poco para romper a reír; pero ninguno se dio por enterado.
Sonaron en la iglesia del pueblo las campanas de las doce y el matrimonio
seguía en la cama, sin haber abierto la boca, como no fuese para bostezar,
pues tenían un hambre espantosa.
Púsose el Sol y seguían del mismo modo y llegó la noche y no hubo
modificación alguna en su actitud, exceptuando, una mayor frecuencia en
los bostezos.
Los vecinos, asombrados de no haber visto en todo el día a ninguno de los
dos, ni haberse abierto en la casa puerta ni ventana alguna, temieron que
una desgracia irreparable fuera la causa de aquel silencio incomprensible.
No tardaron en congregarse los vecinos, que, algo medrosos para obrar por
su cuenta, fuéronse a casa del alcalde para comunicarle lo que
sospechaban.
Tomóse el acuerdo de acudir, sin pérdida de tiempo, al domicilio de Quico
y María, marchando el propio alcalde a la cabeza de la asamblea.
Cuando llegaron a la casa, llamaron a la puerta con gran fuerza, pero
nadie contestó a las llamadas, ni se percibió el menor sonido en el interior.
Los rostros de los vecinos allí congregados empezaron a mostrar temor e
inquietud. Insistieron en las llamadas con el mismo resultado y ante lo
grave de la situación, el alcalde propuso que se derribara la puerta.
La cosa se hizo con rapidez. Entraron en la casa con extremadas
precauciones, temblándoles exageradamente las piernas a muchos de los
reunidos. Temblaba hasta la vara del alcalde; parecía la batuta de un
director de orquesta, de tanto como oscilaba a uno y otro lado.
Por fin llegaron al dormitorio de Quico y María.
Ninguno de ellos se movía ni daba la menor señal de vida. Tenían los ojos
cerrados y las caras pálidas y desencajadas; nada extraño si se piensa que
llevaban ya todo un día y una noche sin probar bocado.
Apoderóse de los allí reunidos un horror general. El alcalde, alzando la
vara, que le temblaba más que antes, tartamudeó emocionado:
– ¡Quico! ¡María! ¡Responded al alcalde!
Pero los perezosos testarudos no pronunciaron palabra alguna ni hicieron
el menor movimiento.
Entonces, la primera autoridad del pueblo se quitó respetuosamente el
sombrero, que hasta entonces había conservado puesto, adoptó un aire
compungido y dijo a los vecinos presentes:
– ¡Rogad a Dios por el alma de estos desgraciados! En cuanto a los
cuerpos, voy a ordenar, ahora mismo, que les den cristiana sepultura.
A una de las vecinas le pareció, que, en el momento en que el alcalde
pronunciaba estas palabras, los cadáveres de Quico y María se
estremecieron o temblaron ligeramente.
Pero como, en buena lógica, esto era imposible, no quiso la vecina hablar
del caso, ni considerarlo más que como una ilusión de sus sentidos.
Poco tardaron en llegar seis fornidos lugareños que cargaron con los
cuerpos inertes, de la infeliz pareja, conduciéndolos camino del
cementerio.
Llegados al lugar de reposo eterno, iluminado por la luz de la luna, dejaron
sobre el suelo los que todos creían despojos mortales de Quico y María.
Y quiso la casualidad que sus cuerpos quedaran de costado y frente a
frente.
Nadie de los presentes y con toda probabilidad ni siquiera la misma luna,
advirtió que el marido y la mujer entreabrieron los ojos y se miraron como
basiliscos. Hubo un instante en que pareció que Quico, desfallecido, iba a
decir una palabra; pero no quiso darse por vencido, y cerrando los ojos, se
apretó la lengua entre los dientes.
María bostezó una vez más, con riesgo de ser vista por los improvisados
sepultureros, que, abierta ya la fosa, aproximáronse a recogerla para
echarla dentro.
Estaba ya en la fosa la mujer, cuando fueron en busca del cuerpo del
marido. De pronto se escapó un chillido de horror de todos los labios y
hombres y mujeres, con el alcalde a la cabeza, echaron a correr como alma
que lleva el diablo.
Y es que el pobre Quico, comprendiendo que estaba a punto de no volver a
contemplar la luz del sol, dióse por vencido ante la horrorosa perspectiva
de ser enterrado vivo, y, abriendo los ojos desmesuradamente, para
demostrar que no estaba muerto, gritó con voz sepulcral, como la de un
fantasma:
– ¡Socorro! ¡Socorro! ¡No estoy muerto!
No costó poco trabajo convencer a los vecinos y vecinas, con el alcalde a la
cabeza, de que no había expirado el perezoso y testarudo Quico y que, por
consiguiente, no había motivo para asustarse.
Pero el colmo de la sorpresa fue el ver que María, asomando la cabeza y los
brazos por la abertura de la fosa, exclamaba con faz sonriente:
– ¡Ahora amasaras tú!

Los seis Jizos y los sombreros de paja.

Los seis Jizos y los sombreros de paja

Erase una vez un abuelito y una abuelita. El abuelito se ganaba la vida haciendo sombreros de paja. Los dos vivían pobremente, y un año al llegar la noche vieja no tenían dinero para comprar las pelotitas de arroz con que se celebra el Año Nuevo. Entonces, el abuelito decidió ir al pueblo y vender unos sombreros de paja. Cojió cinco, se los puso sobre la espalda, y empezó a caminar al pueblo.
El pueblo caía bastante lejos de su casita, y el abuelito se llevó todo el día cruzando campos hasta que por fin llegó. Ya allí, se puso a pregonar:
” ¡Sombreros de paja, bonitos sombreros de paja!
¿Quién quiere sombreros?”
Y mira que había bastante gente de compras, para pescado, para vino y para las pelotitas de arroz, pero, como no se sale de casa el día de Año Nuevo, pues, a nadie le hacía falta un sombrero. Se acabó el día y el pobrecito no vendió ni un solo sombrero. Empezó a volver a casa, sin las pelotitas de arroz.
Al salir del pueblo, comenzó a nevar. El abuelito se sentía muy cansado y muy frío al cruzar por los campos cubiertos ahora de nieve. De repente se fijó en unos Jizos, estatuas de piedra representando unos dioses japoneses. Había seis Jizos, con las cabezas cubiertas de nieve y las caras colgadas de carámbanos.
El viejecito tenía buen corazón y pensó que los pobrecitos Jizos debían tener frío. Les quitó la nieve, y uno tras uno les puso los sombreros de paja que no pudo vender, diciendo: ” Son solamente de paja pero, por favor, acéptenlos…:
Pero solo tenia cinco sombreros, y los Jizos eran seis. Al faltarle un sombrero, al último Jizo el viejecito le dio su propio sombrero, diciendo: “Discúlpeme, por favor, por darle un sombrero tan viejo .” Y cuando acabó, siguió por entre la nieve hacia su casa.
El abuelito llegaba cubierto de nieve. Cuando la abuelita le vio así, sin sombrero ni nada, le pregunto que qué pasó. El le explicó lo que ocurrió ese día, que no pudo vender los sombreros, que se sintió muy triste al ver esos Jizos cubiertos de nieve, y que como eran seis tuvo que usar su propio sombrero.
Al oír esto, la abuelita se alegró de tener un marido tan cariñoso:
“Hiciste bien. Aunque seamos pobres, tenemos una casita caliente y ellos no.” Abuelito, como tenía frío, se sentó al lado del fuego mientras abuelita preparó la cena. No tenían bolitas de arroz, ya que abuelito no pudo vender los sombreros de paja, y en vez comieron solamente arroz y unos vegetales en vinagre y se fueron a cama tempranito.
A la media noche, el abuelito y la abuelita fueron despiertos por el sonido de alguien cantando. A lo primero, las voces sonaban lejos pero iban acercándose a la casa y cantaban:
“¡Abuelito dio sus sombreros
A los Jizostodos enteros
Alijeros, a su casa, alijeros!”
El abuelito y la abuelita estaban sorprendidos, aún más cuando oyeron un gran ruido, “¡Bum!” Corrieron para ver lo que era, y vaya sorpresa les dio al abrir la puerta.
Paquetes y paquetes montados uno sobre otro, y llenos de arroz, vino, pelotitas de arroz, decoraciones para el Nuevo Año, mantas y quimonos bien calientes, y muchas otras cosas. Al buscar quien les había traído todo esto, vieron a los seis Jizos, alejándose con los sombreros de abuelito puestos. Los Jizos, en reconocimiento de la bondad del abuelito, les habían traído estos regalos para que los abuelitos tuvieran un prospero Nuevo Año.

jueves, 25 de junio de 2015

La casa de Irene.

La casa de Irene

“A Néstor Rosa Giffuni”
I
Hoy fui a la casa de una joven que se llama Irene. Cuando la visita terminó me encontré con una nueva calidad de misterio. Siempre pensé que el misterio era negro. Hoy me encontré con un misterio blanco. Éste se diferenciaba del otro en que el otro tentaba a destruirlo y éste no tentaba a nada: uno se encontraba envuelto en él y no le importaba nada más.
En el primer momento Irene es la persona que con más gusto pondríamos de ejemplo como simpáticamente normal: es muy sana, franca y expresiva; sobre cualquier cosa dice lo que diría un ejemplar de ser humano, pero sin ninguna insensatez ni ningún interés más intenso del que requiere el asunto; dice palabras de más como cuando una persona se desborda, y de menos como cuando se retrae; cuando se ríe o llora parece muy saludable y así sucesivamente. Y sin embargo, en su misma espontaneidad está el misterio blanco.
Cuando toma en sus manos un objeto, lo hace con una espontaneidad tal, que parece que los objetos se entendieran con ella, que ella se entendiera con nosotros, pero que nosotros no nos podríamos entender directamente con los objetos.
II
Hoy volví a la casa de la joven que se llama Irene. Estaba tocando el piano. Dejó de tocar y me empezó a hablar mucho de algunos autores. Entonces vi otra cosa del misterio blanco. Primero, mientras conversaba, no podía dejar de mirar las formas tan libres y caprichosas que iban tomando los labios al salir las palabras.
Después se complicaba a esto el abre y cierre de la boca, y después los dientes muy blancos.
Cuando terminó de conversar, empezó a tocar el piano de nuevo, y las manos se movían tan libre y caprichosamente como los labios. Las manos eran también muy interesantes y llenas de movimientos graciosos y espontáneos. No tenía nada que ver con ninguna posición determinada y no se violentaban porque dejara de sonar una nota o sonara equivocada. Sin embargo, ella se entendía mejor que nadie con su piano, y parecía lo mismo del piano con ella.
Los dos estaban unidos por continuidad, se les importaba muy relativamente de los autores y eran interesantísimos. Después me senté yo a tocar y me parecía que el piano tenía personalidad y se me prestaba muy amablemente. Todas las composiciones que yo tocaba me parecían nuevas: tenían un colorido, una emoción y hasta un ritmo distinto. En ese momento me daba cuenta que a todo eso contribuían, Irene, todas las cosas de su casa, y especialmente un filete de paño verde que asomaba en la madera del piano donde terminan las teclas.
III
Hoy he vuelto a la casa de Irene porque hace un día lindo.
Me parece que Irene me ama; que a ella también le parece que yo la amo y que sufre porque no se lo digo. Yo también tengo angustia por no decírselo, pero no puedo romper la inercia de este estado de cosas. Además ella es muy interesante sufriendo, y es también interesante esperar a ver qué pasa, y cómo será.
Cuando llegué estaba sentada leyendo. Para esto había elegido un lugar muy sugestivo de su inmenso jardín.
Yo la vi desde el camino de tierra que pasa frente a su casa, me introduje sin pedir permiso y la sorprendí.
Ella tuvo mucha alegría al verme, pero en seguida me pidió permiso y salió corriendo.
Apenas se levantó de la silla apareció el misterio blanco. La silla era de la sala y tenía una fuerte personalidad. La curva del respaldo, las patas traseras y su forma general eran de mucho carácter. Tenía una posición seria, severa y concreta. Parecía que miraba para otro lado del que estaba yo y que no se le importaba de mí.
Irene me llamó de adentro porque decidió que tocáramos el piano. La silla que tomó para tocar era igual de forma a la que había visto antes pero parecía que de espíritu era distinta: ésta tenía que ver conmigo. Al mismo tiempo que sujetaba a Irene, aprovechaba el momento en que ella se inclinaba un poco sobre el piano y con el respaldo libre me miraba de reojo.
IV
Hoy encontré a Irene en el mismo lugar de su jardín. Pero esta vez me esperaba. Apenas se levantó de la silla casi suelto la risa. La silla en que estaba sentada la vi absolutamente distinta a la de ayer. Me pareció de lo más ridícula y servil. La pobre silla, a pesar del respeto y la seriedad que me había inspirado el día
antes, ahora me resultaba de lo más idiota y servil. Me parecía que esperaba el momento en que una persona hiciera una pequeña flexión y se sentara. ella con su forma, se subordinaba a una de las maneras cómodas de descanso y nada más. Irene la tomó del respaldo para llevarla a la sala. En ese momento el misterio blanco de Irene parecía que decía: “Pero no le haga caso, es una pobre silla y nada más” y la silla en sus manos parecía avergonzada de verdad, pero ella sin embargo la perdonaba y la quería. Al rato de estar en la sala me quedé solo un momento y me pareció que a pesar de todo, las sillas entre ellas se entendían. Entonces por reaccionar contra ellas y contra mí, me empecé a reír.
También me parecía entonces, que ellas se reían de mí, porque yo no me daba cuenta cuál era la que había visto primero, cuál era la que me miraba de reojo y cuál era la que yo me había reído de ella.
V
Hoy le he tomado las manos a Irene. No puedo pensar en otra cosa que en ese momento. Ocurrió así: cuando las manos estaban realizando su danza en el teclado, empecé a pensar qué pasaría si yo de pronto las detuviera; qué haría ella y qué haría yo; cómo serían los momentos que improvisaríamos. Yo no quise traicionarla al pensar primero lo que haría, porque ella no lo tendría pensado. Y entonces zas. Y apareció una violencia absurda, inesperada, increíble. Ante mi zarpazo ella se asustó y en seguida se paró. A una gran velocidad ella reaccionó en contra y después a favor. En ese instante, en que la reacción fue a favor, en el segundo que le pareció agradable y que parecía que en seguida reaccionaría otra vez en contra, yo aproveché y la besé en los labios.
Ella salió corriendo. Yo tomé mi sombrero y ahora estoy aquí, en casa.
No me explico cómo cambié tan pronto e inesperadamente yo mismo; cómo se me ocurrió la idea de las manos y la realicé; cómo en vez de seguir recibiendo la impresión de todas las cosas, yo realicé una impresión como para que la recibieran los demás.
VI
Anoche no pude dormir: seguía pensando en lo ocurrido. Después que pasó muchísimo rato de haberme acostado y de pensar sobre el asunto, hacía un gran esfuerzo por acordarme de algunas cosas. Hubiera querido volver a ver cómo eran mis manos tomando las de ella. Al querer imaginarme las de ellas, su blancura no era igual, era de un blanco exagerado e insulso como el del papel. Tampoco podía recordar la forma exacta: me aparecían formas de manos feas. Respecto a las mías tampoco podía precisarlas. Me acordaba de haberme detenido a mirarlas sobre un papel, una vez que estaba distraído. Las había encontrado nudosas y negras y ahora pensaba que tomando las de ella, tendrían un contraste de color y de salvajismo que me enorgullecía. Pero tampoco podía concretar la forma de las mías porque el cuarto estaba oscuro. Además, me hubiera dado rabia prender la luz y mirarme las manos. Después quería acordarme del color de los ojos de Irene, pero el verde que yo imaginaba no era justo, parecía como si le hubieran pintado los ojos por dentro.
Esta mañana me acordé que en un pasaje del sueño, ella no vivía sola, sino que tenía una inmensa cantidad de hermanos y parientes.
VII
Hace muchos días que no escribo.
Con Irene me fue bien. Pero entonces, poco a poco, fue desapareciendo el misterio blanco.

miércoles, 24 de junio de 2015

Amigo del demonio.

Amigo del demonio

Lo que sucedió al que se hizo amigo y vasallo del demonio
Una vez el conde Lucanor hablaba con Patronio, su consejero, y díjole así:
-Patronio, un hombre me dice que sabe, por medio de agüeros y brujerías, lo que ha de pasar, y que, si yo quiero, me podré aprovechar de su ciencia en beneficio mío, pero yo temo caer en pecado. Por la confianza que tengo en vos os ruego me digáis lo que os parezca que deba hacer.
-Señor conde -dijo Patronio-, un hombre que había sido rico se quedó tan pobre que no tenía qué comer. Como no hay en el mundo mayor desgracia que el infortunio para el que siempre ha sido dichoso, aquel hombre, que de tanta prosperidad había venido a tanta desventura, estaba muy triste. Un día que iba solo por un monte, muy afligido y muy preocupado, se encontró con el demonio. Como éste sabe todo lo que ha pasado, sabía por qué aquel hombre estaba tan triste: a pesar de ello, le preguntó la causa de su tristeza.
Él le contestó que para qué iba a decírselo, ya que no podía ponerle remedio. Replicole el demonio que si él quería obedecerle le remediaría, y que, para que viera que lo podía hacer, le diría en qué venía pensando y por qué estaba triste. Entonces le contó su propia historia y le dijo el motivo de su tristeza, como quien muy bien lo sabía.
Díjole también que, si quisiera hacer lo que él le dijese, le sacaría de la miseria y le haría más rico que nunca había sido ninguno de su linaje, pues era el demonio y lo podía hacer.
Cuando el hombre le oyó decir que era el demonio, tuvo mucho miedo, pero por la aflicción y penuria en que se encontraba le respondió que si le volvía a hacer rico, haría lo que quisiese.
Tened presente que el demonio busca el momento más a propósito para engañaros: cuando está el hombre en mucha estrechez o mucho abatimiento, o muy acuciado por el temor o el deseo de algo, consigue de él todo lo que quiere; por eso buscó el modo de engañar a este hombre al verle afligido.
Entonces hicieron un convenio y el hombre se declaró su vasallo. Hecho esto, le dijo el demonio que de allí en adelante fuera a robar, pues nunca encontraría puerta ni casa tan bien cerrada que él no se la abriera, y que si por casualidad se viese en algún peligro o le llevaran a la cárcel, no tenía más que llamarle diciendo: “Socorredme, don Martín”, para que él viniera inmediatamente a librarle de aquel peligro. Después de lo cual se separaron.
El hombre se dirigió, cuando vino la noche, a casa de un mercader, pues los que quieren hacer mal aborrecen la luz; al llegar a la puerta se la abrió el demonio, que hizo lo mismo con las arcas, de modo que pudo tomar una gran cantidad de dinero. Al día siguiente hizo un robo muy grande, y después otro, hasta que fue tan rico que ya no se acordaba de la miseria que había pasado.
El desgraciado, no satisfecho con haber salido de pobreza, siguió robando. Tanto robó que acabó por ser preso. En cuanto le prendieron llamó a don Martín. Don Martín llegó muy de prisa y le libró en seguida. Al ver el hombre que don Martín cumplía su palabra, volvió a robar, y tanto robó que llegó a ser muy rico.
En uno de estos robos fue otra vez preso y llamó a don Martín, que no vino tan de prisa como él quisiera. Los jueces del lugar donde había robado habían ya empezado a hacer sus pesquisas. Cuando llegó don Martín, el hombre le dijo:
-¡Ah, don Martín, cuánto miedo he pasado! ¿Por qué no habéis venido antes?
Contestole don Martín que estaba ocupado con un asunto muy urgente y que por eso se había retrasado. Inmediatamente le sacó de la cárcel.
El hombre volvió a robar. Al cabo de muchos robos fue de nuevo preso y, hecha por los jueces la indagación, fue condenado. Dada la sentencia, vino don Martín y le puso en la calle. Viendo que don Martín siempre le libraba, siguió robando. Otra vez fue preso y llamó a don Martín, pero éste no vino hasta que ya había sido condenado a muerte. Recurrió don Martín al indulto real y de este modo volvió a libertarle.
Siguió robando, fue otra vez preso y llamó a don Martín, pero cuando vino estaba el hombre al pie de la horca. Al verle le dijo:
-¡Ay, don Martín, que esto no era broma! No sabéis el miedo que he pasado.
Don Martín le dijo que le traía quinientos maravedíes en una escarcela, que se los diese al juez y que de esta manera quedaría libre. El juez había dado ya la orden de que le ahorcasen y estaban buscando cuerda para ello. Mientras la buscaban, llegó el hombre al juez y le dio la escarcela. Creyendo el juez que le había dado mucho dinero, dijo a las gentes que estaban allí:
-Amigos, ¿quién vio nunca que no hubiera soga para ahorcar a un hombre? Yo creo que éste es inocente y que, como Dios no quiere que muera, falta la soga. Esperemos hasta mañana y veámoslo con más detención, que, si es culpable, tiempo nos queda para hacer justicia.
Esto decía el juez para librarle por el dinero que creía le había dado, pero cuando se apartó y miró la escarcela, en lugar de dinero halló dentro una soga. Inmediatamente le mandó ahorcar. Echándole el verdugo el dogal al cuello le pidió a don Martín que le socorriera. Replicó don Martín que él siempre ayudaba a sus amigos hasta ponerles en un trance así. De este modo perdió aquel hombre la vida y el alma por creer y fiarse del demonio.
Podéis estar cierto que nunca nadie se fió de él que no terminara de mala manera; fijaos en todos los que creen en agüeros o echan suertes, en los adivinos, en los que hacen círculos o encantamientos o cualquier otra cosa de éstas y veréis que siempre acaban mal. Si no me creéis, acordaos de Álvar Núñez y de Garcilaso, que tanto confiaron en agüeros y en brujerías y de cuál fue su fin.
Vos, señor conde, si queréis vivir bien y salvar el alma, confiad mucho en Dios, poned en él toda vuestra esperanza y esforzaos cuanto pudiereis por conseguir lo que os convenga, que Dios os ayudará; pero no creáis ni os fiéis de agüeros ni tentéis a Dios, que éste es uno de los pecados que a Dios más ofende y con los que el hombre más se aparta de Él.
El conde tuvo por muy bueno este consejo que Patronio le daba, obró según él y le fue muy bien.
Como don Juan viera que este cuento era muy bueno, lo hizo poner en este libro y escribió unos versos, que dicen así:
El que en Dios no pone su confianza
tendrá muy mala muerte; sufrirá malandanza

lunes, 22 de junio de 2015

La ley de la vida.

La ley de la vida

Autor: Jack London
El viejo Koskoosh escuchaba ávidamente. Aunque no veía desde hacía mucho tiempo, aún tenía el oído muy fino, y el más ligero rumor penetraba hasta la inteligencia, despierta todavía, que se alojaba tras su arrugada frente, pese a que ya no la apli­cara a las cosas del mundo. ¡Ah! Aquélla era Sit-cum-to-ha, que estaba riñendo con voz aguda a los perros mientras les ponía las correas entre puñetazos y puntapiés. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija. En aquel momento estaba demasiado atareada para pen­sar en su achacoso abuelo, aquel viejo sentado en la nieve, solita­rio y desvalido. Había que levantar el campamento. El largo ca­mino los esperaba y el breve día moría rápidamente. Ella escu­chaba la llamada de la vida y la voz del deber, y no oía la de la muerte. Pero él tenía ya a la muerte muy cerca.
Este pensamiento despertó un pánico momentáneo en el an­ciano. Su mano paralizada vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que había a su lado. Tranquilizado al com­probar que seguía allí, ocultó de nuevo la mano en el refugio que le ofrecían sus raídas pieles y otra vez aguzó el oído. El tétrico crujido de las pieles medio heladas le dijo que habían recogido ya la tienda de piel de alce del jefe y que entonces la estaban doblando y apretando para colocarla en los trineos.
El jefe era su hijo, joven membrudo, fuerte y gran cazador. Las mujeres recogían activamente las cosas del campamento, pero el jefe las reprendió a grandes voces por su lentitud. El viejo Koskoosh prestó atento oído. Era la última vez que oiría aquella voz. ¡La que se recogía ahora era la tienda de Geehow! Luego se desmontó la de Tusken. Siete, ocho, nueve… Sólo debía de quedar en pie la del chaman. Al fin, también la recogieron. Oyó gruñir al chaman mientras la colocaba en su trineo. Un niño llo­riqueaba y una mujer lo arrulló con voz tierna y gutural. Era el pequeño Koo-tee, una criatura insoportable y enfermiza. Sin duda, moriría pronto, y entonces encenderían una hoguera para abrir un agujero en la tundra helada y amontonarían piedras sobre la tumba, para evitar que los carcayús desenterrasen el pequeño cadáver. Pero, ¿qué importaban, al fin y al cabo, unos cuantos años de vida más, algunos con el estómago lleno, y otros tantos con el estómago vacío? Y al final esperaba la Muerte, más ham­brienta que todos.
¿Qué ruido era aquél? ¡Ah, sí! Los hombres ataban los tri­neos y aseguraban fuertemente las correas. Escuchó, pues sabía que nunca más volvería a oír aquellos ruidos. Los látigos restallaron y se abatieron sobre los lomos de los perros. ¡Cómo ge­mían! ¡Cómo aborrecían aquellas bestias el trabajo y la pista! ¡Allá iban! Trineo tras trineo, se fueron alejando con rumor casi imperceptible. Se habían ido. Se habían apartado de su vida y él se enfrentó solo con la amargura de su última hora. Pero no; la nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se detuvo a su lado; Una mano se apoyó suavemente en su cabeza. Agradeció a su hijo este gesto. Se acordó de otros viejos cuyos hijos no se habían des­pedido de ellos cuando la tribu se fue. Pero su hijo no era así. Sus pensamientos volaron hacia el pasado, pero la voz del joven le hizo volver a la realidad.
– ¿Estás bien? – le preguntó.
Y el viejo repuso:
-Estoy bien.
-Tienes leña a tu lado-dijo el joven-, y el fuego arde alegremente. La mañana es gris y el frío ha cesado. La nieve no tardará en llegar. Ya nieva.
– Sí, ya nieva.
– Los hombres de la tribu tienen prisa. Llevan pesados far­dos y tienen el vientre liso por la falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?
– Sí. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeta a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien.
Inclinó sin tristeza la frente y así permaneció hasta que hubo cesado el rumor de los pasos al aplastar la nieve y comprendió que su hijo ya no le oiría si le llamase. Entonces se apresuró a acercar la mano a la leña. Sólo ella se interponía entre él y la eternidad que iba a engullirlo. Lo último que la vida le ofrecía era un manojo de ramitas secas. Una a una, irían alimentando el fuego, e igualmente, paso a paso, con sigilo, la muerte se acercaría a él. Y cuando la última ramita hubiese desprendido su calor, la in­tensidad de la helada aumentaría. Primero sucumbirían sus pies, después sus manos, y el entumecimiento ascendería lentamente por sus extremidades y se extendería por todo su cuerpo. Enton­ces inclinaría la cabeza sobre las rodillas y descansaría. Era muy sencillo. Todos los hombres tenían que morir.
No se quejaba. Así era la vida y aquello le parecía justo. Él había nacido junto a la tierra, y junto a ella había vivido: su ley no le era desconocida. Para todos los hijos de aquella madre la ley era la misma. La naturaleza no era muy bondadosa con los seres vivientes. No le preocupaba el individuo; sólo le interesaba la especie. Ésta era la mayor abstracción de que era capaz la mente bárbara del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella firme­mente. Por doquier veía ejemplos de ello. La subida de la savia, el verdor del capullo del sauce a punto de estallar, la caída de las hojas amarillentas: esto resumía todo el ciclo. Pero la naturaleza asignaba una misión al individuo. Si éste no la cumplía, tenía que morir. Si la cumplía, daba lo mismo: moría también. ¿Qué le importaba esto a ella? Eran muchos los que se inclinaban ante sus sabias leyes, y eran las leyes las que perduraban; no quienes las obedecían. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los an­cianos que él conoció de niño ya habían conocido a otros ancianos en su niñez. Esto demostraba que la tribu tenía vida propia, que subsistía porque todos sus miembros acataban las leyes de la na­turaleza desde el pasado más remoto. Incluso aquellos de cuyas tumbas no quedaba recuerdo las habían obedecido. Ellos no con­taban; eran simples episodios. Habían pasado como pasan las nubes por un cielo estival. Él también era un episodio y pasaría. ¡Qué importaba él a la naturaleza! Ella imponía una misión a la vida y le dictaba una ley: la misión de perpetuarse y la ley de morir. Era agradable contemplar a una doncella, fuerte y de pe­chos opulentos, de paso elástico y mirada luminosa. Pero tam­bién la doncella tenía que cumplir su misión. La luz de su mirada se hacía más brillante, su paso más rápido; se mostraba, ya atre­vida, ya tímida con los varones, y les contagiaba su propia in­quietud. Cada día estaba más hermosa y más atrayente. Al fin, un cazador, a impulsos de un deseo irreprimible, se la llevaba a su tienda para que cocinara y trabajase para él y fuese la madre de sus hijos. Y cuando nacía su descendencia, la belleza la abando­naba. Sus miembros pendían inertes, arrastraba los pies al andar, sus ojos se enturbiaban y destilaban humores. Sólo los hijos se deleitaban ya apoyando su cara en las arrugadas mejillas de la vieja squaw, junto al fuego. La mujer había cumplido su misión. Muy pronto, cuando la tribu empezara a pasar hambre o tuviese que emprender un largo viaje, la dejarían en la nieve, como le habían dejado a él, con un montoncito de leña seca. Ésta era la ley.
Colocó cuidadosamente una ramita en la hoguera y prosiguió sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes y con todas las cosas. Los mosquitos desaparecerían con la primera helada. La pequeña ardilla de los árboles se ocultaba para morir. Cuando el conejo envejecía, perdía la agilidad y ya no podía huir de sus enemigos. Incluso el gran oso se convertía en un ser desmañado, ciego, y gruñón, para terminar cayendo ante una chillona jauría de perros de trineo. Se acordó de cómo él también había abandonado un invierno a su propio padre en uno de los afluentes supe, riores del Klondike. Fue el invierno anterior a la llegada del misionero con sus libros de oraciones y su caja de medicinas. Más de una vez Koskoosh había dado un chasquido con la lengua al recordar aquella caja…, pero ahora tenia la boca reseca y no podía hacerlo. Especialmente el «matadolores» era bueno sobre­manera. Pero el misionero resultaba un fastidio, al fin y al cabo, porque no traía carne al campamento y comía con gran apetito. Por eso los cazadores gruñían. Pero se le helaron los pulmones allá en la línea divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las piedras con el hocico y se disputaron sus huesos.
Koskoosh echó otra ramita al fuego y evocó otros recuerdos más antiguos: aquella época de hambre persistente en que los viejos se agazapaban junto al fuego con el estómago vacío, y sus labios desgranaban oscuras tradiciones de tiempos remotos en que el Yukon estuvo sin helarse tres inviernos y luego se heló tres veranos seguidos. Él perdió a su madre en aquel período de hambre. En verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu espe­raba que llegase el invierno y, con él, los caribúes. Pero llegó el invierno y los caribúes no llegaron. Nunca se había visto nada igual, ni siquiera en los tiempos de los más ancianos. El caribú no llegó, y así pasaron siete meses. Los conejos escaseaban y los perros no eran más que manojos de huesos. Y durante los largos meses de oscuridad los niños lloraron y murieron, y con ellos los viejos y las mujeres. Ni siquiera uno de cada diez de los hombres de la tribu vivió para saludar al sol cuando éste volvió en pri­mavera. ¡Qué hambre tan espantosa fue aquélla!
Pero también recordaba épocas de abundancia en que la carne se les echaba a perder en las manos y los perros engordaban y se movían con pereza de tanto comer, épocas en que ni siquiera se molestaban en cazar. Las mujeres eran mujeres fecundas y las tiendas se llenaban de niños varones y niños mujeres, que dor­mían amontonados. Los hombres, ahítos, resucitaban antiguas rencillas y cruzaban la línea divisoria hacia el Sur para matar a los pellys, y hacia el Oeste para sentarse junto a los fuegos apa­gados de los tananas. Se acordó de un día en que, siendo mucha­cho y hallándose en plena época de abundancia, vio como los lobos acosaban y derribaban a un alce. Zing-ha estaba tendido con él en la nieve para observar la contienda. Zing-ha, que, an­dando el tiempo, se convirtió en el más astuto de los cazadores y terminó sus días al caer por un orificio abierto en el hielo del Yukon. Un mes después le encontraron tal como quedó, con medio cuerpo asomando por el agujero donde le sorprendió la muerte por congelación.
Sus pensamientos volvieron al alce. Zing-ha y él salieron aquel día para jugar a ser cazadores, imitando a sus padres. En el lecho del arroyo descubrieron el rastro reciente de un alce, acompañado de las huellas de una manada de lobos. «Es viejo -dijo Zing-ha examinando las huellas antes que él-. Es un alce viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos lo han se­parado de sus hermanos y ya no le dejarán en paz.» Y así fue. Era la táctica de los lobos. De día y de noche le seguían de cerca, incansablemente, saltando de vez en cuando a su hocico. Así le acompañaron hasta el fin. ¡Cómo se despertó en Zing-ha y en él la pasión de la sangre! ¡Valdría la pena presenciar la muerte del alce!
Con pie ligero siguieron el rastro. Incluso él, Koskoosh, que no había aprendido aún a seguir rastros, hubiera podido seguir aquél fácilmente, tan visible era. Los muchachos continuaron con ardor la persecución. Así leyeron la terrible tragedia recién es­crita en la nieve. Llegaron al punto en que el alce se había dete­nido. En una longitud tres veces mayor que la altura de un hom­bre adulto, la nieve había sido pisoteada y removida en todas direcciones. En el centro se veían las profundas huellas de las anchas pezuñas del alce y a su alrededor, por doquier, las huellas más pequeñas de los lobos. Algunos de ellos, mientras sus her­manos de raza acosaban a su presa, se tendieron a un lado para descansar. Las huellas de sus cuerpos en la nieve eran tan nítidas como si los lobos hubieran estado echados allí hacía un momento. Un lobo fue alcanzado en un desesperado ataque de la víctima enloquecida, que lo pisoteó hasta matarlo. Sólo quedaban de él, para demostrarlo, unos cuantos huesos completamente descar­nados.
De nuevo dejaron de alzar rítmicamente las raquetas para detenerse por segunda vez en el punto donde el gran rumiante había hecho una nueva parada para luchar con la fuerza que da la desesperación. Dos veces fue derribado, como podía leerse en la nieve, y dos veces consiguió sacudirse a sus asaltantes y ponerse nuevamente en pie. Ya había terminado su misión en la vida desde hacía mucho tiempo, pero no por ello dejaba de amarla. Zing-ha dijo que era extraño que un alce se levantase después de haber sido abatido; pero aquél lo había hecho, eviden­temente. El chaman vería signos y presagios en esto cuando se lo refiriesen.
Llegaron a otro punto donde el alce había conseguido escalar la orilla y alcanzar el bosque. Pero sus enemigos le atacaron por detrás y él retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos y hun­diéndolos profundamente en la nieve. No había duda de que no tardaría en sucumbir, pues los lobos ni siquiera tocaron a sus hermanos caídos. Los rastreadores pasaron presurosos por otros dos lugares donde el alce también se había detenido brevemente. El sendero aparecía teñido de sangre y las grandes zancadas de la enorme bestia eran ahora cortas y vacilantes. Entonces oyeron los primeros rumores de la batalla: no el estruendoso coro de la cacería, sino los breves y secos ladridos indicadores del cuerpo a cuerpo y de los dientes que se hincaban en la carne. Zing-ha avanzó contra el viento, con el vientre pegado a la nieve, y a su lado se deslizó él, Koskoosh, que en los años venideros sería el jefe de la tribu. Ambos apartaron las ramas bajas de un abeto joven y atisbaron. Sólo vieron el final.
Esta imagen, como todas las impresiones de su juventud, se mantenía viva en el cerebro del anciano, cuyos ojos ya turbios vieron de nuevo la escena como si se estuviera desarrollando en aquel momento y no en una época remota. Koskoosh se asombró de que este recuerdo imperase en su mente, pues más tarde, cuando fue jefe de la tribu y su voz era la primera en el consejo, había llevado a cabo grandes hazañas y su nombre llegó a ser una maldición en boca de los pellys, eso sin hablar de aquel foras­tero blanco al que mató con su cuchillo en una lucha cuerpo a cuerpo.
Siguió evocando los días de su juventud hasta que el fuego empezó a extinguirse y el frío le mordió cruelmente. Tuvo que reanimarlo con dos ramitas y calculó lo que le quedaba de vida por las ramitas restantes. Si Sit-cum-to-ha se hubiera acordado de su abuelo, si le hubiese dejado una brazada de leña mayor, habría vivido más horas. A la muchacha le habría sido fácil de­jarle más leña, pero Sit-cum-to-ha había sido siempre una criatura descuidada que no se preocupaba de sus antepasados, desde que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, puso los ojos en ella.
Pero ¿qué importaban ya estas cosas? ¿No había hecho él lo mismo en su atolondrada juventud? Aguzó el oído en el silencio de la tundra, y así permaneció unos momentos. A lo mejor, su hijo se enternecía y volvía con los perros para llevarse a su an­ciano padre con la tribu a los pastos donde abundaban los rolli­zos caribúes.
Al aguzar el oído, su activo cerebro dejó momentáneamente de pensar. Todo estaba inmóvil. Su respiración era lo único que interrumpía el gran silencio… Pero ¿qué era aquello? Un esca­lofrío recorrió su espina dorsal. Un largo y quejumbroso aullido que le era familiar había rasgado el silencio… Y procedía de muy cerca… Se alzó de nuevo ante su turbia mirada la visión del alce, del viejo alce de flancos desgarrados y cubiertos de san­gre, con la melena revuelta y acometiendo hasta el último ins­tante con sus grandes y ramificados cuernos. Vio pasar rauda­mente las formas grises, de llameantes ojos, lenguas colgantes y colmillos desnudos. Y vio, en fin, cómo se cerraba el círculo im­placable hasta convertirse en un punto oscuro sobre la nieve pi­soteada.
Un frío hocico rozó su mejilla y, a su contacto, el alma del anciano saltó de nuevo al presente. Su mano se introdujo en el fuego y extrajo de él una rama encendida. Dominado instantánea­mente por su temor ancestral al hombre, el animal se retiró, lan­zando a sus hermanos una larga llamada. Éstos respondieron ávidamente, y pronto se vio el viejo encerrado en un círculo de siluetas grises y mandíbulas babeantes. Blandió como loco la tea, y los bufidos se convirtieron en gruñidos… Pero las jadeantes fieras no se marchaban. De pronto, uno de los lobos avanzó arrastrándose, y al punto le siguió otro, y otro después. Y nin­guno retrocedía…
– ¿Por qué me aferro a la vida? – se preguntó.
Y arrojó el tizón a la nieve. La ardiente rama se apagó con crepitante chisporroteo. Los lobos lanzaron gruñidos de inquietud, pero el círculo no se deshizo. Koskoosh volvió a ver el final de la lucha del viejo alce y, desfallecido, inclinó la cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba la muerte? Había que acatar la ley de la vida.


viernes, 19 de junio de 2015

El trébol de cuatro hojas.

El trébol de cuatro hojas.

Amalia era una niña mimada por su padre, que vivía en las lejanas
regiones de la Patagonia, en donde su familia era poseedora de grandes
extensiones de tierra en donde pululaban grandes rebaños de ovejas.
Según aseguraban los que conocían al padre de Amalia, éste era
propietario de dos millones de estos mansos animalitos que nos dan sus
rizadas lanas para fabricar nuestros vestidos y otras prendas necesarias
para la vida cotidiana.
Amalia poseía virtudes que la hacían querer por racionales e irracionales y
todas las mañanas las dedicaba a recorrer las solitarios extensiones
cuidando los corderillos recién nacidos y acariciando a las madres que
balaban de gusto al verla llegar.
No había persona en cien leguas a la redonda, que no hubiera sido alguna
vez protegida por la buena niña y no tuviera palabras de agradecimiento
para sus bondades y misericordias.
Donde había un enfermo, allí estaba Amalia.
En la choza que entraba la miseria, la mano de la niña llegaba, para
tranquilizar con sus regalos a sus habitantes.
Los chicuelos de los contornos creían ver en ella al Ángel de la Guarda, ya
que se desvivía por llevarles juguetes y golosinas que hacían la dicha de
sus humildes amiguitos.
Hasta los pájaros de la llanura comían en su mano y revoloteaban
confiados sobre su cabeza, agitando alegremente las alas, en bulliciosa
bienvenida.
Amalia poseía un tesoro en su pequeño alazán, caballito manso y fiel, con
el que todas las mañanas recorría los campos montada sobre su lustroso
lomo.
El caballito atendía por el dulce nombre de Picaflor, que le había puesto la
pequeña, comparándolo con el hermoso pajarillo de mil colores que por las
madrugadas llegaba hasta su ventana para libar el néctar de las flores
rojas de un rosal.
Pero, como la felicidad no es duradera en el mundo, el padre de Amalia
perdió completamente su gran fortuna en malos negocios y poco a poco
tuvieron que ir reduciendo sus lujos, hasta llegar a una pobreza terrible.
– ¿Qué haremos ahora? -decía tristemente mientras contemplaba a su
querida hijita.
– ¡Luchar, papá! -respondía Amalia, dándole ánimos al pobre hombre, que
se inclinaba derrotado y dolorido.
Instigado por las palabras de aliento de su pequeña, el padre prosiguió
trabajando, pero la Diosa Fortuna le había dado definitivamente la
espalda.
Como es muy natural en todos estos casos, los amigos, al ver al padre de
Amalia pobre y sin medios para brindarles fiestas y diversiones, se fueron alejando, hasta que un día se encontró solo, sin relaciones y despreciado
por los que antes lo habían adulado en todas las formas.
– ¡Éste es el mundo! -gemía.- El desagradecimiento impera en casi todas
las almas y bien pronto se olvidan de los favores recibidos.
No obstante su gran pobreza, el buen padre conservó unas leguas de tierra
yerma en el lejano territorio del Chubut, las que no había podido convertir
en dinero por no encontrar comprador para tan áridas propiedades.
Efectivamente, los campos eran arenales, sin vegetación y completamente
estériles, en los que sólo moraban los huemules y algunos indios
patagones, pobres y hambrientos.
Amalia, por todos estas desgracias, estaba muy triste y lloraba en silencio
tal desastre, junto al pequeño Picaflor, del que no se separaría por nada
del mundo.
El buen animalito, como dándose cuenta de la pesadumbre que
embargaba a la niña, se acercaba a ella y la acariciaba amorosamente con
su belfo tibio y tembloroso.
Una sombría tarde, el padre resolvió irse a vivir a aquellos solitarios
campos del Chubut, ya que era el único lugar que le brindaba algún
sosiego y sin pensar más se encaminó la familia hacia las lejanos regiones.
Por supuesto, Amalia llevó consigo a su fiel Picaflor, en el que iba montada
para no cansarse de tan fatigoso viaje.
En esas tierras levantaron su humilde hogar y continuaron luchando por
la vida, en la esperanza de que aquellas arenas respondieran con
hermosos frutos a los deseos del buen hombre.
Pero bien pronto una nueva desilusión los entristeció más. Todo aquel
campo era un lugar maldito, en donde sólo imperaba el constante viento
que quemaba las carnes y la dorada arena que cegaba los ojos.
El dolor y la desesperación llegaron con su corte de lágrimas y de quejas.
Amalia sollozaba al ver la pálida cara de su buen papá y rogaba a Dios
noche tras noche, para que los ayudara en tal difícil situación.
Una mañana en que la bondadosa niña recorría los áridos lugares
montada en su fiel Picaflor, contempló algo inesperado que la llenó de
asombro. Ante ella, cortándole el camino, había surgido de la tierra una
divina figura de niño, alto y de ojos celestes, que la miró sonriendo.
– ¿Quién eres? -preguntó Amalia sin temores.
– ¡Soy tu Ángel de la Guarda! -le respondió el hermoso aparecido.
– ¿Mi Ángel de la Guarda?
– ¡Sí! ¡Has de saber, linda Amalia, que todos los niños buenos que existen
en el mundo tienen un Ángel invisible que los cuida y los libra de todo mal!
– ¿Y tú eres el mío? -insistió la niña alegremente.
– ¡Lo has adivinado! ¡Soy tu Ángel tutelar, que al verte llorosa y triste viene
a ayudarte para que la risa vuelva a tu rosado rostro! ¿Qué es lo que
quieres?
– ¡Que ayudes a mi papá! -dijo Amalia pausadamente.- ¡Hace mucho que
trabaja y siempre le va mal! ¡Él no merece tanta desgracia y quiero que
vuelva a ser rico, para que yo pueda ayudar a los necesitados como lo
hacía antes!
– ¡Si ése es tu deseo, tu padre volverá a ser millonario! -respondió el
Ángel.- ¡Tu bondad y tu maravilloso comportamiento para con los
menesterosos, te hacen acreedora a que los seres que nos rigen te ayuden,
buena Amalia!
– ¡Gracias… gracias! -respondió entusiasmada la niña.
– Escucha -continuó el ser divino.- Estas tierras áridas que parecen no
servir para nada, tienen en sus entrañas una fortuna tan grande, que el
que la posea será uno de los hombres más ricos de la tierra. Sigue tu
camino buscando entre estos arenales sin vida, un trébol de cuatro hojas.
En el lugar en que lo encuentres, dile a tu padre que cave y se hará
poderoso. ¡Adiós mi querida niña! -terminó diciendo el hermoso Ángel y
voló hacia los cielos perdiéndose entre las nubes doradas por el sol.
Amalia, loca de contento, prosiguió su camino montada en su inseparable
Picaflor, mirando el arenoso suelo, para ver si encontraba el maravilloso
trébol de cuatro hojas.
– ¿Podrá ser cierto? -murmuraba la niño, contemplando el desierto.- ¡Aquí
no crece ni una brizna de hierba!
Pero su caballito fiel fue el que más tarde le indicó el sitio en donde se
escondía el codiciado trébol. Como si el animalito también hubiera oído las
palabras del Ángel de la Guarda, recorrió el campo paso a paso, hasta que
de pronto se detuvo y relinchó alegremente.
– ¡Aquí está! ¡Aquí está! -parecía decir en su relincho.
La niña se apeó y arrancó de entre unas dunas recalentadas por el sol, la
buscada ramita de trébol, que poseía cuatro hojitas, tal como lo había
indicado la divina aparición.
Bien pronto llegó alborozada a su humilde hogar y conduciendo a su
entristecido padre hasta el sitio del hallazgo, le rogó que llevara
herramientas para cavar, cumpliendo con las órdenes de su buen Ángel
tutelar.
El hombre, quizás alentado por una loca esperanza, obedeció a su buena
hija y comenzó a cavar de tal manera que a las pocas horas había hecho
un profundo pozo.
– ¡No hay nada! -gemía.
– ¡Cava! ¡Cava! -le respondía la niña mirando hacia los cielos.
De pronto, el buen hombre, lanzó un grito de alegría: el tesoro indicado por
el Ángel estaba allí. ¡Sí! ¡Allí! Era un manantial de petróleo que comenzó a
subir por el pozo abierto y pronto inundó parte de la yerma llanura.
– ¡Petróleo! ¡Petróleo! ¡Ahora seremos nuevamente ricos! -exclamaba el
hombre abrazando a su hija.- ¡Éste es un milagro! ¡Bendito sea Dios!
La niña lloraba y reía abrazado a su buen padre, mientras sus pequeños
labios oraban en acción de gracias.
El manso Picaflor también estaba alegre y sus relinchos agudos resonaban
de cuando en cuando en el espacio callado.
Como es natural, poco después comenzó la explotación de tanta riqueza, y
la familia volvió a ser millonaria, pudiendo desde entonces, la buena
Amalia, proseguir sus anhelos de bien, recorriendo en su fiel caballito
todas las viviendas de la comarca, llevando en sus bolsillos oro y en sus
ojos alegría, para el bienestar de los desvalidos y los desgraciados.

jueves, 18 de junio de 2015

Fausto y Dafrosa.

Fausto y Dafrosa

La aguardaba en el embarcadero a boca de noche, y cuando divisó a lo lejos la barca, que avanzaba al empuje de los brazos fuertes de los remeros, abriendo estela de luz verdosa en el mar fosforecente, al corazón de Fausto se agolpó la sangre, y sus ojos se nublaron.
Venía o, mejor dicho, la traían, se la entregaban; en su poder iba a estar aquella por quien tantas veces había pasado la noche en vela, febril, paladeando acíbar, desesperando y mordiéndose los puños de rabia, o esperando insensatamente.
¿Insensatamente? Criminalmente se diría mejor. Por aquella que se reclinaba en la proa, envuelta en blancos velos, en actitud pensativa, Fausto había descendido a la delación y al espionaje como un liberto, echando negra mancha sobre el decoro de su estirpe consular. Por ella había deslizado en los oídos del emperador “apóstata” el consejo fatal al ex prefecto Flaviano, y más de una velada, a la claridad indecisa de la triple lámpara cubicularia, las sombras del cortinaje dibujaron ante los ojos espantados de Fausto la pálida figura de un varón ilustre marcado en la frente con el hierro que estigmatiza a los facinerosos… Pero en aquel instante el musical chapaleteo de los remos ahuyentaba remordimientos y angustias, y de lo profundo de las aguas la voz de las sirenas de la felicidad subía como un himno…
Descendió Fausto al muelle con precipitación, y cogiendo de manos de los esclavos el taburete de cedro, lo presentó al pie de Dafrosa, que prontamente, sin hacer hincapié, saltó a las puntiagudas piedras. A la salutación, al “¡Ave!” que en temblorosa voz articuló Fausto, respondió ella con una sonrisa triste. Y echaron a andar hacia la villa, sin que Fausto se atreviese a ofrecer el antebrazo para que Dafrosa se apoyase. Un poco de sobrealiento de la matrona indicaba, sin embargo, que no hubiese sido superfluo el auxilio.
En la terraza de la villa, alumbrada por antorchas fijas en la pared, estaba dispuesto un refresco de bienevenida; leche, frutas, pan en flor, peces cocidos -los sencillos manjares de que gusta una cristiana-. Se lo hizo observar Fausto a Dafrosa, la cual, rompiendo uno de los panes, los llevó a los labios, no sin hacer antes la señal de la cruz. Quedáronse solos Fausto y la tan deseada. Parpadeaban las estrellas en el firmamento turquí, y el aire columpiaba bocanadas de esencia de rosas purpúreas, unas rosas que el mismo emperador Juliano había traído de Alejandría para adornar con festones de ellas el ara de la Afrodita, porque se atribuían a su aroma virtudes como de filtro para enajenar el corazón.
Fue Dafrosa quien rompió el peligroso silencio.
-Fausto -dijo con tranquila melancolía-, ¿quién nos dijera que nos encontraríamos así otra vez? Cuando yo me confesaba llorando de que no podía olvidarte, ¿iba a suponer que el Sacro emperador me desterrase a vivir contigo?
Indeciso Fausto, dudó entre caer a los pies de la matrona y abrazar sus rodillas o contestar algo -no sabía qué-. Entonces Dafrosa echó atrás el velo blanco que envolvía el óvalo de su rostro, y a la luz de las antorchas Fausto pudo ver con asombro una cara consumida por el dolor, unos ojos marchitos, unas mejillas demacradas; el pelo, recogido modestamente con cintas de lana violeta, no era ya aquella rubia vedija, aureola de oro; ¡a Dafrosa se le había vuelto el cabello todo gris, del gris de las nubes, del gris de la ceniza seca y hacinada en el hogar!
-Puedes mirarme impunemente, Fausto -añadió ella-. Soy otra. La Dafrosa que conociste no está ya en el mundo. Después de que me contemples, te volverás a tu palacio de Roma, dejándome sola en esta isla, donde haré penitencia. He sido justamente castigada por haberte querido, cariño involuntario que yo no podía arrancar de mí por más que hacía. Se llevaron a mi marido para matarle poco a poco, y a mí me despreciaron. Lo merecía. Ahora los malvados me entregan a ti, quizá por creer que tú eres un peligro. Para Dafrosa ya no hay peligros. Mírame así; despacio, con atención; examíname. La misericordia divina me ha quitado enteramente mi hermosura.
Inmóvil permanecía Fausto, penetrado de un sentimiento singular, diferente de cuantos hasta entonces habían agitado su alma complicada de romano de la decadencia, de amigo del refinado filósofo, el césar Juliano. No hacía mucho que en el palacio imperial, ante las aras restauradas de la Kaleos helénica, habían celebrado los dos amigos un pacto, especie de misteriosa iniciación de un culto secreto, diverso del vulgar paganismo que se saciaba con los sacrificios de bueyes y terneros, con las ceremonias impuras. Esta otra religión, preferida por Juliano, reemplazaba la teogonía y las supersticiones con la adoración de la belleza suprema de la Forma en su armonía divina, en su euritmia sacrosanta, cuya relación percibe la inteligencia por encima de los sentidos. Una estatua de mujer, perfectísima, de líneas impecables, obra de Fidias, se erguía sobre el ara, en mitad de la capillita o cella donde el emperador cumplía el rito, derramando las claras libaciones, quemando el
incienso sabeo en el pebetero de oro de exquisita labor oriental. Y el Apóstata, tomando de la mano a su amigo, le obligaba a postrarse allí, murmurando: “Esta es la Diosa, ésta, y no el triste Galileo, que ha traído la fealdad al mundo.” Y, ahora Fausto, en presencia de Dafrosa, la mujer tan codiciada cuando la poseía Flaviano y ella vivía recluida al pie de sus lares, por no descubrir en los ojos los pensamientos, ahora Fausto advertía en sí mismo un trastorno, una variación incomprensible. Los afanes, los delirios, las ansias de posesión, la fiebre pasional tanto tiempo sufrida, alimentada por la Beldad, que ata las almas y no las suelta hasta el sepulcro, habían desaparecido. La forma adorada no existía, y tampoco lo que se deriva de ella. En el mar tranquilo habían enmudecido las sirenas cantoras; en el cielo turquí las estrellas ya no parpadeaban de amor. Las rosas no desprendían ni un átomo de esencia: el rocío de la noche probablemente congelaba sus cálices, derramando
en ellos una serenidad frígida. Las tenaces ligaduras de la carne se rompían en Fausto; su sangre, antes fuego, discurría convertida en luz por las venas. Y acercándose a Dafrosa, le tomó las manos y las llevó a su frente, murmurando en un suspiro:
-Porque has perdido tu hermosura, te quiero más. Te parecerá que es mentira, y a mí ayer me lo parecía también, pero mira que no te engaño.
No retiró las palmas Dafrosa. Este sencillo contacto no infundía tanto horror a los cristianos de aquellos siglos como a los actuales, acaso porque entonces eran más castos en su corazón. Las palmas de Dafrosa halagaron la inclinada cabeza de Fausto, y acercando los labios a su oído, susurró:
-Te creo. Es natural eso que me dices. Tú, Fausto, hermano mío, eres cristiano también.
La crónica refiere que San Fausto sufrió el martirio y que Santa Dafrosa recogió de noche su cuerpo para que no lo devorasen los perros, pagando esta obra de caridad con la vida.

miércoles, 17 de junio de 2015

El buey y el mosquito.

El buey y el mosquito

En el cuerno de un buey se posó un mosquito.
Luego de permanecer allí largo rato, al irse a su vuelo preguntó al buey si se alegraba que por fin se marchase.
El buey le respondió:
— Ni supe que habías venido. Tampoco notaré cuando te vayas.
Pasar por la vida, sin darle nada a la vida, es ser insignificante.

La arlesiana.

La arlesiana

(Lettres de mon moulin, 1869)
Para ir al pueblo, bajando desde mi molino, se pasa por delante de una hacienda construida cerca de la carretera, al fondo de un gran patio plantado de almeces. Se trata de una auténtica propiedad de agricultor de Provenza, con sus tejas rojas, su ancha fachada oscura perforada irregularmente, y en todo alto la veleta del granero, la polea para subir los fardos y algunos haces de heno que sobresalen…
¿Por qué me había impresionado aquella casa? ¿Por qué aquel portón cerrado me oprimía el corazón? No habría sabido decirlo, y sin embargo, aquella vivienda me producía frío. Había demasiado silencio a su alrededor… Cuando alguien pasaba, los perros no ladraban, las pintadas huían sin gritar… Y en el interior no se oía ni una voz. Nada, ni siquiera un cascabel de mula… De no ser por las cortinas blancas de las ventanas y el humo que subía de los tejados, se habría pensado que la finca estaba deshabitada.
Ayer, hacia las doce, regresaba del pueblo y, para evitar el sol, iba bordeando los muros de la hacienda, a la sombra de los almeces. En la carretera y delante de la finca, unos empleados silenciosos acababan de cargar una carreta de heno… El portón estaba abierto. Eché una mirada al pasar y, al fondo del patio, vi apoyado sobre una ancha mesa de piedra, con la cabeza entre las manos, a un anciano encanecido, con una chaqueta demasiado corta y pantalones destrozados… Me detuve. Uno de los hombres me dijo en voz baja: «¡Chut! Es el patrón… Está así desde que ocurrió la desgracia de su hijo.»
En ese instante, una mujer y un muchacho, vestidos de negro, pasaron cerca de nosotros con gruesos devocionarios de cantos dorados, y entraron en la hacienda. El hombre añadió: «Son la patrona y Cadet, que vuelven de misa. Van todos los días desde que el chico se mató… ¡Ah! señor, ¡qué tristeza!… El padre lleva aún la ropa del fallecido; no hay forma de que se la quite… ¡Dia! ¡hue! ¡mula!». La carreta se movió para marcharse. Yo, que quería saber más cosas, le pedí al carretero que me dejara subirme a su lado, y ya arriba, entre el heno, tuve conocimiento de esta desgarradora historia…
Se llamaba Jan. Era un admirable agricultor de veinte años, prudente como una chica, fuerte y de rostro franco. Como era muy guapo, las mujeres lo miraban; pero él sólo llevaba una en la cabeza, una pequeña arlesiana, vestida de terciopelo y encajes, que había encontrado un día en la Plaza de Arles. En la hacienda no vieron esta relación con buenos ojos, al principio. La chica pasaba por ser muy coqueta y además los padres no eran de la región. Pero Jan quería a su arlesiana a toda costa. Decía: «Me moriré si no me la dan.» Tuvieron que ceder. Se decidió que se casarían después de la siega. Un domingo por la tarde, la familia acababa de cenar en el patio de la finca. Era casi un banquete de bodas. La novia no estaba presente, pero se había bebido en su honor todo el tiempo… Un hombre se presenta en la puerta y, con voz temblorosa, pide hablar con el patrón Estève a solas. Estève se levanta y sale a la carretera:
—Patrón —le dice el hombre— va usted a casar a su hijo con una desvergonzada que ha sido mi amante durante dos años. Esto que estoy diciendo puedo probarlo: ¡aquí tiene sus cartas!… sus padres lo saben todo y me la habían prometido, pero desde que su hijo la busca, ni ellos ni la bella quieren saber nada de mí… Yo creía que después de lo nuestro, no podía ser la mujer de otro…
—Está bien —dice el patrón Estève después de mirar las cartas —entre a tomarse un vaso de moscatel.
El hombre responde: «¡No, gracias! Tengo más pena que sed.» Y se va. El padre vuelve a entrar, impasible; ocupa su lugar en la mesa y la cena termina alegremente… Aquella noche, el patrón Estève y su hijo se fueron juntos por los campos. Permanecieron bastante rato fuera; cuando regresaron, la madre los estaba esperando: «Mujer —dice el hacendado acercándole a su hijo— ¡abrázalo! ¡está sufriendo!…»
Jan no volvió a hablar de la arlesiana. Seguía amándola no obstante, e incluso más que nunca, desde que se la habían mostrado en brazos de otro. Pero era demasiado orgulloso para decir nada; eso fue lo que lo mató, ¡pobre chico!… A veces, pasaba los días enteros en un rincón, sin moverse. Otros días se ponía a trabajar la tierra con rabia y hacía él solo el trabajo de diez jornaleros… Cuando llegaba la noche, tomaba la carretera hacia Arles y caminaba hasta que veía surgir en el atardecer los gráciles campanarios de la ciudad. Entonces se daba la vuelta. Nunca fue más allá. Al verlo así, siempre triste y solo, la gente de la hacienda no sabía qué hacer. Temían una desgracia… Un día, estando a la mesa, la madre le dice mirándolo con los ojos arrasados en lágrimas: «Escucha Jan, si la quieres a pesar de todo, te la daremos…». El padre, rojo de vergüenza, bajaba la cabeza. Jan hizo un gesto negativo, y salió…
A partir de aquel día cambió su forma de vivir simulando estar siempre alegre para tranquilizar a sus padres. Volvieron a verlo en el baile, en la taberna, en los hierres. En la votación de Fonvielle, fue él el que encabezó la farándola. El padre decía: «Ya está curado». La madre por su parte, seguía estando preocupada y vigilaba a su hijo más que nunca… Jan dormía con Cadet, muy cerca del criadero de gusanos de seda; la pobre vieja hizo que colocaran una cama al lado de la habitación de sus hijos…
Llegó la fiesta de san Eloy, patrón de los agricultores. Gran fiesta en la hacienda… Hubo châteauneuf para todo el mundo y vino cocido como si cayera del cielo. Y petardos, fuegos artificiales en la era, y farolillos de colores en todos los almeces. Bailaron farándolas hasta agotarse. Cadet se quemó su camisa nueva. Jan parecía contento; quiso invitar a su madre a bailar; la pobre mujer lloraba de felicidad. A las doce fueron a acostarse. Todo el mundo necesitaba dormir. Pero Jan no dormía. Cadet contó después que había estado sollozando toda la noche. Al día siguiente, de madrugada, la madre oyó a alguien cruzar su habitación corriendo. Tuvo un presentimiento: «Jan, ¿eres tú?» Jan no respondió, estaba ya en la escalera. Rápidamente la madre se levanta: «¿Adónde vas, Jan?» Él sube al granero; ella sube detrás: «¡En nombre del Cielo, hijo mío!». Él cierra la puerta y echa el cerrojo. «Jan, mi Janet, contéstame. ¿Qué vas a hacer?» A tientas, con sus viejas manos temblorosas busca el picaporte… Una ventana se abre, se oye el golpe de un cuerpo caer sobre las losas del patio, y eso es todo… El pobre chico se había dicho: «La amo demasiado… Me voy…» ¡Ah! ¡qué miserables somos! Sin embargo, es un poco fuerte que el desprecio no pueda matar al amor…
Aquella mañana las gentes del pueblo se preguntaban quién podía gritar así, allá, en dirección a la hacienda de Estève… En el patio, ante una mesa de piedra cubierta de rocío y de sangre, la madre se lamentaba con su hijo muerto sobre sus brazos.

lunes, 15 de junio de 2015

Una Bonita Historia.

Una Bonita Historia.


El dueño de una tienda estaba colocando un anuncio en la puerta que decía: 'Cachorritos en venta'. Esa clase de anuncios siempre atraen a los niños, y pronto un niñito apareció en la tienda preguntando: ¿Cuál es el precio de los perritos?'     
El dueño contestó:'Entre $30 y $50'. El niñito metió la mano en su bolsillo y sacó unas monedas: 'Sólo tengo $2.37..¿puedo verlos?'. El hombre sonrió y silbó. De la trastienda salió su perra corriendo seguida por cinco perritos...

Uno de los perritos estaba quedándose considerablemente atrás.  El niñito inmediatamente señaló al perrito rezagado que cojeaba. '¿Qué le pasa a ése perrito?', preguntó. El hombre explicó que cuando el perrito nació, el veterinario le dijo que tenía una cadera defectuosa y que cojearía por el resto de su vida. El niñito se emocionó mucho y exclamó: '¡Ese es el perrito que  yo quiero comprar!'. Y el hombre replicó: 'No, tú no vas a comprar ese cachorro, si tú realmente lo quieres yo te lo regalo'...

Y el niñito se disgustó, y mirando directo a los ojos del hombre le dijo: 'Yo no quiero que usted me lo regale. El vale tanto como los otros perritos y yo le pagaré el precio completo. De hecho, le voy a dar mis $2.37 ahora y 50 centavos cada mes hasta que lo haya pagado completo'. El hombre contestó: 'Tú en verdad no querrás comprar ese perrito, hijo; El nunca será capaz de correr, saltar y jugar como los otros perritos'....
   
El niñito se agachó y se levantó la pierna de su pantalón para mostrar su pierna izquierda, cruelmente retorcida e inutilizada, soportada por un gran aparato de metal. Miró de nuevo al hombre  y le dijo: 'Bueno, yo no puedo correr muy bien tampoco, y el perrito necesitará a alguien que lo entienda'.  
El hombre estaba ahora mordiéndose el labio, y sus ojos se llenaron de lágrimas, sonrió y dijo: 'Hijo, sólo espero y rezo para que cada uno de estos cachorritos  tenga un dueño como tú'...


''En la vida no importa quién eres, sino que alguien te aprecie por lo que eres, y te acepte y te ame incondicionalmente. Un verdadero amigo es aquél que llega cuando el resto del mundo te da la espalda''.

jueves, 11 de junio de 2015

Carreras de galgos.

Carreras de galgos

Mi mujer se acababa de largar hacia el oeste con un mozo del canódromo local, y yo estaba por casa a la espera de que las cosas se aclarasen, con intención de coger el tren de Florida para tratar de cambiar mi suerte. Incluso tenía ya el billete en la cartera.
Era la víspera del día de Acción de Gracias, y a lo largo de toda la semana había habido vehículos de cazadores aparcados ante la verja: furgonetas y un par de viejos Chevys —la mayoría con matrículas de otros estados— vacíos durante todo el santo día. De cuando en cuando, de pie junto a su coche, dos hombres tomaban café y charlaban. No les había prestado la más mínima atención. Gainsborough, mi casero —estaba pensando seriamente en irme sin pagarle el alquiler—, me había dicho que no me enemistase con ellos, que les dejase cazar a menos que disparasen cerca de la casa; en tal caso debía llamar a la policía del estado y dejar que fuera ella quien tomara las medidas oportunas. Nadie había disparado en las cercanías de la casa, aunque había oído disparos allá atrás en el bosque, y visto cómo uno de los Chevys salía de él todo gas con un ciervo en la baca, pero pensé que no había motivo para preocuparse.
Quería marcharme antes de que llegaran las nieves, y antes de que empezaran a llegar las facturas de la electricidad. Mi mujer había vendido el coche antes de fugarse, así que no iba a resultarme fácil arreglar mis asuntos. Aunque la verdad es que tampoco había podido dedicarles mucho tiempo.
Minutos después de las diez de la mañana llamaron a la puerta. Fuera, de pie en el césped helado, había dos mujeres gordas con un ciervo muerto.
—¿Dónde está Gainsborough? —preguntó una de las gordas.
Llevaban ropa de cazador. Una vestía zamarra de leñador a cuadros rojos, y la otra guerrera y pantalones verdes de camuflaje. Las dos llevaban un pequeño cojín naranja de esos que se cuelgan de la presilla trasera del cinturón y se calientan cuando te sientas encima. Las dos llevaban escopeta.
—No está aquí —dije—. Ha vuelto a Inglaterra. Algún problema con el gobierno. No estoy muy al corriente.
Ambas mujeres me miraban fijamente, como si trataran de enfocar mejor mi persona. Llevaban la cara pintada de un potingue de camuflaje verde y negro, y parecía que tenían algo en mente. Yo aún estaba en albornoz.
—Queríamos invitarle a Gainsborough a una chuleta de ciervo —dijo la de la zamarra roja de leñador, que era la que había hablado antes. Se volvió y miró hacia el ciervo muerto, que tenía la lengua fuera, a un costado de la boca, y ojos como de ciervo disecado—. Nos deja cazar, y queríamos agradecérselo de este modo —dijo.
—Podían dejármela aquí, la chuleta de ciervo —dije—. Se la guardaría hasta que vuelva.
—Sí, supongo que sí —dijo la que hablaba siempre. Pero la otra, la que llevaba el traje de camuflaje, le dirigió una mi—rada que decía que si me la daban no llegaría jamás a manos de Gainsborough.
—¿Por qué no pasan? —dije—. Haré un poco de café y podrán entrar en calor.
—La verdad es que tenemos bastante frío —dijo la de la zamarra a cuadros frotándose las manos—. Si a Phyllis no le importa…
Phyllis dijo que no tenía ningún inconveniente, aunque parecía dejar bien claro que aceptar una taza de café no suponía en absoluto desprenderse de la chuleta de ciervo.
—Phyllis es en realidad la que lo ha mata lo —dijo la gorda agradable; estaban sentadas en el sofá cama con sendos tazones apretados entre las manos rollizas. Luego explicó que se llamaba Bonnie y que eran del otro lado de la frontera del estado.
Eran mujeres grandes, cuarentonas y de cara obesa, y su ropa daba un aspecto enorme a todos y cada uno de sus volúmenes corporales. Las dos eran alegres; incluso Phyllis, en cuanto se olvidó de las chuletas de ciervo y volvió a tener algo de color en las mejillas. Parecían llenar a casa y crear en ella cierta atmósfera festiva.
—Corrió unos sesenta metros después de que ésta le pegara el tiro, y cayó a tierra al saltar la cerca —dijo Bonnie, en tono de entendida en la materia—. Fue un tiro en el corazón, y a veces ésos tardan en tumbar al bicho.
—Corría como un perro escaldado —dijo Phyllis—, y cayó como un saco de mierda.
Phyllis tenía el pelo rubio y corto, y una boca dura que parecía diseñada para decir ordinarieces.
—También vimos una gama herida —dijo Bonnie, y pareció irritarse al recordarlo—. Esas cosas la ponen a una hecha una furia.
—Puede que el cazador le estuviese siguiendo el rastro —dije—. Puede que fuera un error. Nunca se sabe con estas cosas.
—Eso sí que es verdad —dijo Bonnie, y mi ó a Phyllis, esperanzada, pero Phyllis no levantó la mirada. Traté de imaginar—las arrastrando el ciervo muerto fuera del bosque, y no me resultó difícil.
Fui a la cocina a sacar un pastel que había puesto en el horno, y cuando volví las encontré cuchicheando. Pero parecía un cuchicheo afable, y les ofrecí el pastel sin mencionarlo. Me alegraba tenerlas allí conmigo. Mi mujer es delgada y menuda, y se compraba toda la ropa en la sección infantil de los grandes almacenes, y dice que es la mejor ropa que se puede comprar porque es la más resistente. Pero nunca se hizo notar gran cosa en la casa; lo que había de ella no bastaba para llenar todo el espacio. No es que la casa fuera enorme; de hecho era muy pequeña —una casa prefabricada que Gainsborough había traído hasta allí en un tráiler—. Pero aquellas mujeres parecían llenarlo todo, y hacer como si hubiera ya llegado el día de Acción de Gracias. Ser así de grande nunca me había dado .la impresión que tenía su lado bueno, pero ahora mi opinión era diferente.
—¿Va alguna vez al canódromo? —preguntó Phyllis, con un trozo de pastel en la boca y otro flotando en el tazón.
—Sí —dije—. ¿Cómo lo sabe?
—Phyllis dice que cree haberle visto allí unas cuantas veces —dijo Bonnie, y sonrió.
—Yo sólo apuesto a la quiniela —dijo Phyllis—. Pero Bon apuesta a cualquier cosa, ¿no, Bon? Triples, dobles diarias, cualquier cosa. Le da igual.
—Por supuesto. —Bon volvió a sonreír, y se quitó el cojín termógeno naranja de debajo de las nalgas para ponerlo en—cima del brazo del sofá cama—. Phyllis dice que cree haberle visto allí una vez con una mujer. Una mujer pequeña, muy menuda y muy guapa.
—Puede ser —dije.
—¿Quién era? —dijo Phyllis con brusquedad.
—Mi mujer —dije.
—¿Está aquí? —preguntó Bon, mirando con gracia en torno como si alguien se hubiera escondido detrás de una silla.
—No —dije—. Está de viaje. Se ha ido al oeste.
—¿Qué pasó? —dijo Phyllis en tono hostil—. ¿Ha perdido toda la pasta en las carreras de galgos y ella se le ha largado?
—No.
Phyllis me gustaba infinitamente menos que Bon, pero en cierto modo parecía más de fiar llegado el caso (aunque no creía que tal caso pudiera llegar nunca). No me agradaba, sin embargo, que Phyllis fuera tan sagaz, pese a no acertar de pleno en el asunto del dinero. Mi mujer y yo dejamos la ciudad y nos vinimos a vivir a esta comarca. Tenía en mente el negocio de vender publicidad de las carreras le galgos en restaurantes y gasolineras, y distribuir cupones de descuento para pasar la velada en el canódromo, que darían ‘ ganar a todo el mundo algún dinero. Había empleado mucho tiempo en el asunto, e invertido todo mi capital. Y ahora tenía un sótano lleno de cajas de cupones que nadie quería, que no estaban pagados. Mi mujer llegó un día riendo y me dijo que mis ideas no servían ni para enfriar el hielo, y al día siguiente se largó en nuestro coche y no volvió. Días después llamó un tipo para preguntarme si tenía las fichas de mantenimiento del coche; no las tenía, claro, pero es así como supe que lo habían vendido y con quién se había fugado mi mujer.
Phyllis se sacó un botellín de plástico de algún bolsillo interior de la guerrera, le desenroscó el tapón y me lo tendió por encima de la mesa. Era temprano, pero —pensé— qué diablos. Era la víspera del día de Acción de Gracias. Estaba solo y a punto de dejarle a deber a Gainsborough el alquiler. Poco podía importar que echara un trago.
—Esto está hecho una leonera —dijo Phyllis. Le devolví el botellín y lo examinó para comprobar la magnitud del trago—. Parece la guarida de una fiera muerta de hambre.
—Necesita la mano de una mujer —dijo Bon, y me guiñó un ojo. En realidad no era fea, aunque sí un tanto adiposa. La pasta de camuflaje de la cara le daba un aire de payaso, pero no me impedía ver que tenía una cara agraciada.
—Estoy a punto de dejar la casa —dije, y alargué la mano para coger el botellín, pero Phyllis volvió a metérselo en la guerrera—. Ahora me he puesto a reorganizar las cosas ahí atrás.
—¿Tiene coche?
—Le están poniendo anticongelante —dije—. Lo tengo ahí en BP. Es un Camaro azul. Seguro que lo han visto al pasar. ¿Están casadas, chicas? —dije, aliviado al desviar la conversación hacia otros temas.
Bon y Phyllis intercambiaron una mira la de fastidio, y ello me desalentó. Me causaba desaliento cualquier asomo de disgusto que ensombreciera las bonitas facciones redondas de Bon.
—Estamos casadas con dos vendedores de goma elástica de Petersburg. Eso está justo al otro lado de la frontera del estado —dijo Phyllis—. Un auténtico par de micos, ya sabe lo que quiero decir.
Traté de imaginarme a los maridos de Bonnie y Phyllis: dos sujetos enjutos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento de un centro comercial, frente a una bolera-bar. No lograba imaginarme nada más.
—¿Qué piensa de Gainsborough? —dijo Phyllis.
Bon ahora se limitaba a sonreírme.
—No lo conozco bien —dije—. Me contó que era descendiente directo del pintor inglés. Pero no le creo.
—Ni yo —dijo Bonnie, y volvió a guiñarme el ojo.
—Es de los que mean colonia —dijo Phyllis.
—Tiene dos hijos que vienen por aquí a fisgar de vez en cuando —dije—. Uno es bailarín y trabaja en la ciudad. El otro repara computadoras. Creo que lo que quieren es venirse a vivir a esta casa. Pero tengo un contrato de arrendamiento.
—¿Piensa marcharse sin pagarle? —dijo Phyllis.
—No —dije—. Jamás le haría eso. Se ha portado bien conmigo, aunque a veces invente cuentos.
—Mea colonia —dijo Phyllis.
Phyllis y Bonnie intercambiaron una mirada de inteligencia. A través del pequeño ventanal vi que estaba nevando; era apenas un velo fino, pero inconfundible.
—Tengo la sensación de que usted no le haría ascos a un buen revolcón —dijo Bon, y me dedicó una gran sonrisa que dejó al descubierto sus dientes. Tenía una dentadura pequeña, blanca, impecable. Phyllis dirigió a Bonnie una mirada inexpresiva, como si hubiera oído la frase otras veces—. ¿Qué opina? —dijo Bonnie, y adelantó un poco el torso sobre sus gruesas rodillas.
Al principio no supe qué pensar. Pero luego pensé que no sonaba nada mal, por mucho que Bonnie fuera un tanto voluminosa. Le dije que me parecía perfecto.
—Ni siquiera sé cómo se llama —dijo Bonnie. Se levantó y miró la triste salita en busca de la puerta que daba al fondo de la casa.
—Henderson —mentí—. Lloyd Henderson. Y llevo aquí seis meses.
Me levanté.
—No me gusta Lloyd —dijo Bonnie. Ahora podía verme de pie, en albornoz, y me miró de arriba abajo—. Creo que te llamaré Curly, porque tienes el pelo rizado. Tan rizado como el de los negros —dijo, y lanzó una carcajada que le sacudió el corpachón bajo la zamarra.
—Puedes llamarme como quieras dije, me sentí estupendamente.
—Si vais a meteros en el cuarto, me pondré a limpiar un poco todo esto —dijo Phyllis. Y dejó caer una mano enorme sobre el brazo del sofá cama, como si esperara hacer saltar una nube de polvo—. No te importa que lo haga, ¿verdad, Lloyd?
—Curly —dijo Bonnie—. Llámale Curly.
—No, claro que no dije, y miré la nieve a través de la ventana. Ahora empezaba a caer sobre los campos, al pie de la colina. Era como una estampa navideña.
—Pues no os preocupéis si hago un poco de ruido —dijo Phyllis, y se puso a recoger los tazones y los platos de la mesa.
Bonnie, desnuda, no estaba tan mal. Tenía infinidad de pesadas capas carnosas, pero sabías que en su interior, detrás de todas ellas, era una mujer generosa y amante y tan buena como la mejor que un hombre pueda desear. Era gorda, sí, aunque probablemente no tan gorda como Phyllis.
Quité las ropas amontonadas encima de mi cama y las dejé en el suelo. Pero cuando Bon se sentó en la colcha su trasero fue a caer sobre un alfiler de corbata y varias monedas. Soltó un grito y se echó a reír, y ambos reímos. Me sentía estupendamente.
—Siempre que vamos de caza esperamos que nos suceda algo como esto —dijo Bonnie entre risitas—. Encontrar a alguien como tú.
—Y yo igual —dije.
La toqué, y la sensación no estaba nada mal blandura por todas partes. Siempre había pensado que las mujeres gordas eran quizá mejor es que las otras porque no tienen tantas ocasiones de hacerlo y pueden pensarlos repensado con tranquilidad prepararse para hacerlo como Dios manda.
—¿Sabes muchos chistes de gordos? —me preguntó.
—Unos cuartos —dije—. Antes sabía un montón.
Oía a Phyllis en la cocina, abriendo el grifo y revolviendo los cacharros en la pila.
—El que más me gusta es el del camión —dijo Bonnie. No lo conocía.
—Ese no lo sé —dije.
—¿No sabes el del camión? —dijo ella, con asombro.
—No, lo siento —dije.
—Puede que te lo cuente algún día, Curly —dijo—. Te partirás de risa.
Pensé en los dos maridos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento, y me dije que les traería sin cuidado si hacía el amor con Bonnie o con Phyllis; o que, si les importaba, se iban a enterar cuando yo estuviera ya en Florida y tuviera un coche. Así, Gainsborough podría contarles luego todo el asunto, explicando con ello por qué me había largado sin pagar el alquiler ni las facturas de la casa. Y ellos quizá hasta le dieran un par de guantazos antes de volverse a Petersburg.
—Eres un hombre guapo —dijo Bonnie—. Hay muchos hombres gordos, pero tú eres delgado. Tienes brazos de olímpico de la silla de ruedas.
Me gustó lo que me dijo. Me hizo sentirme bien. Hizo que me sintiera audaz; como si hubiera mataco un ciervo, como si tuviera montones de ideas que ofrecer al mundo.
—He roto un plato —dijo Phyllis cuando Bonnie y yo volvimos a la sala—. Seguramente oísteis el ruido. Pero he encontrado pegamento en un cajón y me ha quedado como nuevo. Glínsborotigh ni se dará cuenta.
Phyllis, en nuestra ausencia, lo había limpiado casi todo, y fregado hasta el último plato de la pila. Pero, se había vuelto a poner la guerrera de camuflaje y parecía lista para despedirse. Estábamos los tres de pie en medio de la uña sala, y me dio la sensación de que la colmábamos hasta las mismísimas paredes. Yo seguía en albornoz, y me apeteció pedirles que se quedaran a dormir. Pensé que con el tiempo podría llegar a hacer mejores migas con Phyllis, y que a lo mejor comíamos ciervo el día de Acción de Gracias. La nieve, fuera, lo cubría todo. Aún era pronto para las primeras nieves. Presentí el comienzo de un mal invierno.
—Eh, chicas, ¿por qué no os quedáis pasar la noche? —dije, y les sonreí esperanzado.
—No puede ser, Curly —dijo Phyllis.
Estaban en la puerta. A través de la triple cristalera vi el ciervo sobre la hierba. La nieve se fundía en la oquedad de sus entrañas. Bonnie y Phyllis se habían echado ya al hombro las escopetas. Bon parecía compungida de veras ante su inminente partida.
—Tendrías que verle los brazos —estaba diciéndole a su amiga. Luego me envió un último guiño. Llevaba su zamarra de leñador y su cojín naranja colgándole del cinturón—. A primera vista no parece fuerte. Pero lo es. ¡Santo cielo! Deberías verle los brazos —dijo.
Estaba en la puerta, despidiéndolas, y las miré. Tenían agarrado el ciervo por los cuernos, y lo arrastraban por el camino en dirección al coche.
—Cuídate, Lloyd —dijo Phyllis.
Bonnie miró hacia atrás y me sonrió.
—Lo haré, no te preocupes —dije—. Podéis contar conmigo.
Cerré la puerta. Luego fui hasta el pequeño ventanal y me quedé mirando cómo bajaban por el camino de entrada hacia la valla, tirando del ciervo a través de la nieve y dejando un surco a su espalda. Después las vi arreglárselas para pasar el ciervo por debajo de la valla de Gainsborough, y reír junto al coche, y levantar el ciervo hasta el maletero, y depositarlo en su interior y atar la puerta del maletero con cuerdas. La cabeza del ciervo sobresalía por la abertura para facilitar una eventual inspección. Bonnie y Phyllis se irguieron y miraron hacia la ventana y me dijeron adiós con la mano; las dos, con grandes movimientos de abanico de los brazos. Una en zamarra de leñador y la otra en traje de camuflaje. Les devolví el saludo desde el ventanal. Luego subieron al coche, un Pontiac rojo nuevo, y se alejaron.
Pasé en la sala casi todo el resto de la tarde, echando de menos la televisión, contemplando la caída de la nieve, alegrándome de que Phyllis lo hubiera arreglado todo y de no tener que hacerlo yo antes de dejar la casa. Y pensando en cuánto me habría gustado comerme una tajada de aquel ciervo.
Al rato empezó a parecerme magnífica la idea de marcharme: llamar a un taxi, irme en él hasta la estación, subir al tren de Florida y olvidarme de todo lo demás. Y de Tina, rumbo a Phoenix con un tipo que de lo único que entendía en la vida era de galgos
Pero cuando fui al comedor a coger mi cartera para echarle un vistazo al billete, lo único que encontré en ella fue algo de cambio y unos cuantos estuches de cerillas. Y comprendí que no era sino el comienzo de una nueva racha de mala suerte.