lunes, 22 de junio de 2015

La ley de la vida.

La ley de la vida

Autor: Jack London
El viejo Koskoosh escuchaba ávidamente. Aunque no veía desde hacía mucho tiempo, aún tenía el oído muy fino, y el más ligero rumor penetraba hasta la inteligencia, despierta todavía, que se alojaba tras su arrugada frente, pese a que ya no la apli­cara a las cosas del mundo. ¡Ah! Aquélla era Sit-cum-to-ha, que estaba riñendo con voz aguda a los perros mientras les ponía las correas entre puñetazos y puntapiés. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija. En aquel momento estaba demasiado atareada para pen­sar en su achacoso abuelo, aquel viejo sentado en la nieve, solita­rio y desvalido. Había que levantar el campamento. El largo ca­mino los esperaba y el breve día moría rápidamente. Ella escu­chaba la llamada de la vida y la voz del deber, y no oía la de la muerte. Pero él tenía ya a la muerte muy cerca.
Este pensamiento despertó un pánico momentáneo en el an­ciano. Su mano paralizada vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que había a su lado. Tranquilizado al com­probar que seguía allí, ocultó de nuevo la mano en el refugio que le ofrecían sus raídas pieles y otra vez aguzó el oído. El tétrico crujido de las pieles medio heladas le dijo que habían recogido ya la tienda de piel de alce del jefe y que entonces la estaban doblando y apretando para colocarla en los trineos.
El jefe era su hijo, joven membrudo, fuerte y gran cazador. Las mujeres recogían activamente las cosas del campamento, pero el jefe las reprendió a grandes voces por su lentitud. El viejo Koskoosh prestó atento oído. Era la última vez que oiría aquella voz. ¡La que se recogía ahora era la tienda de Geehow! Luego se desmontó la de Tusken. Siete, ocho, nueve… Sólo debía de quedar en pie la del chaman. Al fin, también la recogieron. Oyó gruñir al chaman mientras la colocaba en su trineo. Un niño llo­riqueaba y una mujer lo arrulló con voz tierna y gutural. Era el pequeño Koo-tee, una criatura insoportable y enfermiza. Sin duda, moriría pronto, y entonces encenderían una hoguera para abrir un agujero en la tundra helada y amontonarían piedras sobre la tumba, para evitar que los carcayús desenterrasen el pequeño cadáver. Pero, ¿qué importaban, al fin y al cabo, unos cuantos años de vida más, algunos con el estómago lleno, y otros tantos con el estómago vacío? Y al final esperaba la Muerte, más ham­brienta que todos.
¿Qué ruido era aquél? ¡Ah, sí! Los hombres ataban los tri­neos y aseguraban fuertemente las correas. Escuchó, pues sabía que nunca más volvería a oír aquellos ruidos. Los látigos restallaron y se abatieron sobre los lomos de los perros. ¡Cómo ge­mían! ¡Cómo aborrecían aquellas bestias el trabajo y la pista! ¡Allá iban! Trineo tras trineo, se fueron alejando con rumor casi imperceptible. Se habían ido. Se habían apartado de su vida y él se enfrentó solo con la amargura de su última hora. Pero no; la nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se detuvo a su lado; Una mano se apoyó suavemente en su cabeza. Agradeció a su hijo este gesto. Se acordó de otros viejos cuyos hijos no se habían des­pedido de ellos cuando la tribu se fue. Pero su hijo no era así. Sus pensamientos volaron hacia el pasado, pero la voz del joven le hizo volver a la realidad.
– ¿Estás bien? – le preguntó.
Y el viejo repuso:
-Estoy bien.
-Tienes leña a tu lado-dijo el joven-, y el fuego arde alegremente. La mañana es gris y el frío ha cesado. La nieve no tardará en llegar. Ya nieva.
– Sí, ya nieva.
– Los hombres de la tribu tienen prisa. Llevan pesados far­dos y tienen el vientre liso por la falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?
– Sí. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeta a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien.
Inclinó sin tristeza la frente y así permaneció hasta que hubo cesado el rumor de los pasos al aplastar la nieve y comprendió que su hijo ya no le oiría si le llamase. Entonces se apresuró a acercar la mano a la leña. Sólo ella se interponía entre él y la eternidad que iba a engullirlo. Lo último que la vida le ofrecía era un manojo de ramitas secas. Una a una, irían alimentando el fuego, e igualmente, paso a paso, con sigilo, la muerte se acercaría a él. Y cuando la última ramita hubiese desprendido su calor, la in­tensidad de la helada aumentaría. Primero sucumbirían sus pies, después sus manos, y el entumecimiento ascendería lentamente por sus extremidades y se extendería por todo su cuerpo. Enton­ces inclinaría la cabeza sobre las rodillas y descansaría. Era muy sencillo. Todos los hombres tenían que morir.
No se quejaba. Así era la vida y aquello le parecía justo. Él había nacido junto a la tierra, y junto a ella había vivido: su ley no le era desconocida. Para todos los hijos de aquella madre la ley era la misma. La naturaleza no era muy bondadosa con los seres vivientes. No le preocupaba el individuo; sólo le interesaba la especie. Ésta era la mayor abstracción de que era capaz la mente bárbara del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella firme­mente. Por doquier veía ejemplos de ello. La subida de la savia, el verdor del capullo del sauce a punto de estallar, la caída de las hojas amarillentas: esto resumía todo el ciclo. Pero la naturaleza asignaba una misión al individuo. Si éste no la cumplía, tenía que morir. Si la cumplía, daba lo mismo: moría también. ¿Qué le importaba esto a ella? Eran muchos los que se inclinaban ante sus sabias leyes, y eran las leyes las que perduraban; no quienes las obedecían. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los an­cianos que él conoció de niño ya habían conocido a otros ancianos en su niñez. Esto demostraba que la tribu tenía vida propia, que subsistía porque todos sus miembros acataban las leyes de la na­turaleza desde el pasado más remoto. Incluso aquellos de cuyas tumbas no quedaba recuerdo las habían obedecido. Ellos no con­taban; eran simples episodios. Habían pasado como pasan las nubes por un cielo estival. Él también era un episodio y pasaría. ¡Qué importaba él a la naturaleza! Ella imponía una misión a la vida y le dictaba una ley: la misión de perpetuarse y la ley de morir. Era agradable contemplar a una doncella, fuerte y de pe­chos opulentos, de paso elástico y mirada luminosa. Pero tam­bién la doncella tenía que cumplir su misión. La luz de su mirada se hacía más brillante, su paso más rápido; se mostraba, ya atre­vida, ya tímida con los varones, y les contagiaba su propia in­quietud. Cada día estaba más hermosa y más atrayente. Al fin, un cazador, a impulsos de un deseo irreprimible, se la llevaba a su tienda para que cocinara y trabajase para él y fuese la madre de sus hijos. Y cuando nacía su descendencia, la belleza la abando­naba. Sus miembros pendían inertes, arrastraba los pies al andar, sus ojos se enturbiaban y destilaban humores. Sólo los hijos se deleitaban ya apoyando su cara en las arrugadas mejillas de la vieja squaw, junto al fuego. La mujer había cumplido su misión. Muy pronto, cuando la tribu empezara a pasar hambre o tuviese que emprender un largo viaje, la dejarían en la nieve, como le habían dejado a él, con un montoncito de leña seca. Ésta era la ley.
Colocó cuidadosamente una ramita en la hoguera y prosiguió sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes y con todas las cosas. Los mosquitos desaparecerían con la primera helada. La pequeña ardilla de los árboles se ocultaba para morir. Cuando el conejo envejecía, perdía la agilidad y ya no podía huir de sus enemigos. Incluso el gran oso se convertía en un ser desmañado, ciego, y gruñón, para terminar cayendo ante una chillona jauría de perros de trineo. Se acordó de cómo él también había abandonado un invierno a su propio padre en uno de los afluentes supe, riores del Klondike. Fue el invierno anterior a la llegada del misionero con sus libros de oraciones y su caja de medicinas. Más de una vez Koskoosh había dado un chasquido con la lengua al recordar aquella caja…, pero ahora tenia la boca reseca y no podía hacerlo. Especialmente el «matadolores» era bueno sobre­manera. Pero el misionero resultaba un fastidio, al fin y al cabo, porque no traía carne al campamento y comía con gran apetito. Por eso los cazadores gruñían. Pero se le helaron los pulmones allá en la línea divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las piedras con el hocico y se disputaron sus huesos.
Koskoosh echó otra ramita al fuego y evocó otros recuerdos más antiguos: aquella época de hambre persistente en que los viejos se agazapaban junto al fuego con el estómago vacío, y sus labios desgranaban oscuras tradiciones de tiempos remotos en que el Yukon estuvo sin helarse tres inviernos y luego se heló tres veranos seguidos. Él perdió a su madre en aquel período de hambre. En verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu espe­raba que llegase el invierno y, con él, los caribúes. Pero llegó el invierno y los caribúes no llegaron. Nunca se había visto nada igual, ni siquiera en los tiempos de los más ancianos. El caribú no llegó, y así pasaron siete meses. Los conejos escaseaban y los perros no eran más que manojos de huesos. Y durante los largos meses de oscuridad los niños lloraron y murieron, y con ellos los viejos y las mujeres. Ni siquiera uno de cada diez de los hombres de la tribu vivió para saludar al sol cuando éste volvió en pri­mavera. ¡Qué hambre tan espantosa fue aquélla!
Pero también recordaba épocas de abundancia en que la carne se les echaba a perder en las manos y los perros engordaban y se movían con pereza de tanto comer, épocas en que ni siquiera se molestaban en cazar. Las mujeres eran mujeres fecundas y las tiendas se llenaban de niños varones y niños mujeres, que dor­mían amontonados. Los hombres, ahítos, resucitaban antiguas rencillas y cruzaban la línea divisoria hacia el Sur para matar a los pellys, y hacia el Oeste para sentarse junto a los fuegos apa­gados de los tananas. Se acordó de un día en que, siendo mucha­cho y hallándose en plena época de abundancia, vio como los lobos acosaban y derribaban a un alce. Zing-ha estaba tendido con él en la nieve para observar la contienda. Zing-ha, que, an­dando el tiempo, se convirtió en el más astuto de los cazadores y terminó sus días al caer por un orificio abierto en el hielo del Yukon. Un mes después le encontraron tal como quedó, con medio cuerpo asomando por el agujero donde le sorprendió la muerte por congelación.
Sus pensamientos volvieron al alce. Zing-ha y él salieron aquel día para jugar a ser cazadores, imitando a sus padres. En el lecho del arroyo descubrieron el rastro reciente de un alce, acompañado de las huellas de una manada de lobos. «Es viejo -dijo Zing-ha examinando las huellas antes que él-. Es un alce viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos lo han se­parado de sus hermanos y ya no le dejarán en paz.» Y así fue. Era la táctica de los lobos. De día y de noche le seguían de cerca, incansablemente, saltando de vez en cuando a su hocico. Así le acompañaron hasta el fin. ¡Cómo se despertó en Zing-ha y en él la pasión de la sangre! ¡Valdría la pena presenciar la muerte del alce!
Con pie ligero siguieron el rastro. Incluso él, Koskoosh, que no había aprendido aún a seguir rastros, hubiera podido seguir aquél fácilmente, tan visible era. Los muchachos continuaron con ardor la persecución. Así leyeron la terrible tragedia recién es­crita en la nieve. Llegaron al punto en que el alce se había dete­nido. En una longitud tres veces mayor que la altura de un hom­bre adulto, la nieve había sido pisoteada y removida en todas direcciones. En el centro se veían las profundas huellas de las anchas pezuñas del alce y a su alrededor, por doquier, las huellas más pequeñas de los lobos. Algunos de ellos, mientras sus her­manos de raza acosaban a su presa, se tendieron a un lado para descansar. Las huellas de sus cuerpos en la nieve eran tan nítidas como si los lobos hubieran estado echados allí hacía un momento. Un lobo fue alcanzado en un desesperado ataque de la víctima enloquecida, que lo pisoteó hasta matarlo. Sólo quedaban de él, para demostrarlo, unos cuantos huesos completamente descar­nados.
De nuevo dejaron de alzar rítmicamente las raquetas para detenerse por segunda vez en el punto donde el gran rumiante había hecho una nueva parada para luchar con la fuerza que da la desesperación. Dos veces fue derribado, como podía leerse en la nieve, y dos veces consiguió sacudirse a sus asaltantes y ponerse nuevamente en pie. Ya había terminado su misión en la vida desde hacía mucho tiempo, pero no por ello dejaba de amarla. Zing-ha dijo que era extraño que un alce se levantase después de haber sido abatido; pero aquél lo había hecho, eviden­temente. El chaman vería signos y presagios en esto cuando se lo refiriesen.
Llegaron a otro punto donde el alce había conseguido escalar la orilla y alcanzar el bosque. Pero sus enemigos le atacaron por detrás y él retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos y hun­diéndolos profundamente en la nieve. No había duda de que no tardaría en sucumbir, pues los lobos ni siquiera tocaron a sus hermanos caídos. Los rastreadores pasaron presurosos por otros dos lugares donde el alce también se había detenido brevemente. El sendero aparecía teñido de sangre y las grandes zancadas de la enorme bestia eran ahora cortas y vacilantes. Entonces oyeron los primeros rumores de la batalla: no el estruendoso coro de la cacería, sino los breves y secos ladridos indicadores del cuerpo a cuerpo y de los dientes que se hincaban en la carne. Zing-ha avanzó contra el viento, con el vientre pegado a la nieve, y a su lado se deslizó él, Koskoosh, que en los años venideros sería el jefe de la tribu. Ambos apartaron las ramas bajas de un abeto joven y atisbaron. Sólo vieron el final.
Esta imagen, como todas las impresiones de su juventud, se mantenía viva en el cerebro del anciano, cuyos ojos ya turbios vieron de nuevo la escena como si se estuviera desarrollando en aquel momento y no en una época remota. Koskoosh se asombró de que este recuerdo imperase en su mente, pues más tarde, cuando fue jefe de la tribu y su voz era la primera en el consejo, había llevado a cabo grandes hazañas y su nombre llegó a ser una maldición en boca de los pellys, eso sin hablar de aquel foras­tero blanco al que mató con su cuchillo en una lucha cuerpo a cuerpo.
Siguió evocando los días de su juventud hasta que el fuego empezó a extinguirse y el frío le mordió cruelmente. Tuvo que reanimarlo con dos ramitas y calculó lo que le quedaba de vida por las ramitas restantes. Si Sit-cum-to-ha se hubiera acordado de su abuelo, si le hubiese dejado una brazada de leña mayor, habría vivido más horas. A la muchacha le habría sido fácil de­jarle más leña, pero Sit-cum-to-ha había sido siempre una criatura descuidada que no se preocupaba de sus antepasados, desde que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, puso los ojos en ella.
Pero ¿qué importaban ya estas cosas? ¿No había hecho él lo mismo en su atolondrada juventud? Aguzó el oído en el silencio de la tundra, y así permaneció unos momentos. A lo mejor, su hijo se enternecía y volvía con los perros para llevarse a su an­ciano padre con la tribu a los pastos donde abundaban los rolli­zos caribúes.
Al aguzar el oído, su activo cerebro dejó momentáneamente de pensar. Todo estaba inmóvil. Su respiración era lo único que interrumpía el gran silencio… Pero ¿qué era aquello? Un esca­lofrío recorrió su espina dorsal. Un largo y quejumbroso aullido que le era familiar había rasgado el silencio… Y procedía de muy cerca… Se alzó de nuevo ante su turbia mirada la visión del alce, del viejo alce de flancos desgarrados y cubiertos de san­gre, con la melena revuelta y acometiendo hasta el último ins­tante con sus grandes y ramificados cuernos. Vio pasar rauda­mente las formas grises, de llameantes ojos, lenguas colgantes y colmillos desnudos. Y vio, en fin, cómo se cerraba el círculo im­placable hasta convertirse en un punto oscuro sobre la nieve pi­soteada.
Un frío hocico rozó su mejilla y, a su contacto, el alma del anciano saltó de nuevo al presente. Su mano se introdujo en el fuego y extrajo de él una rama encendida. Dominado instantánea­mente por su temor ancestral al hombre, el animal se retiró, lan­zando a sus hermanos una larga llamada. Éstos respondieron ávidamente, y pronto se vio el viejo encerrado en un círculo de siluetas grises y mandíbulas babeantes. Blandió como loco la tea, y los bufidos se convirtieron en gruñidos… Pero las jadeantes fieras no se marchaban. De pronto, uno de los lobos avanzó arrastrándose, y al punto le siguió otro, y otro después. Y nin­guno retrocedía…
– ¿Por qué me aferro a la vida? – se preguntó.
Y arrojó el tizón a la nieve. La ardiente rama se apagó con crepitante chisporroteo. Los lobos lanzaron gruñidos de inquietud, pero el círculo no se deshizo. Koskoosh volvió a ver el final de la lucha del viejo alce y, desfallecido, inclinó la cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba la muerte? Había que acatar la ley de la vida.


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