martes, 29 de septiembre de 2015

Leyenda del Volcán.

Leyenda del Volcán

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.
Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.
Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.
Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.
Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.
Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.
Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.
Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.
Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.
—¡Nido!…
Pió Monte en un Ave.
Uno de los del viento volvió a ver y sus compañeros le llamaron Nido.
Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosa a pescado femenina como dedo meñique.
A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil… ¡La Tierra de los Árboles!
Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.
Nido calmó a sus compañeros —extrañas plantas móviles—, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.
—¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahua l! ¡Nuestro natal!
La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.
Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto…
La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.
Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.
Dos montañas movían los párpados a un paso del río:
La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.
Y la incendió.
La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.
El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.
En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.
Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío…!
Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.
Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.
Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas…
Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de la aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.
Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.
Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.
—Nido —le dijo el corazón—, al final de este camino…
Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.
Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.
Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz muy honda.
Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.
Anduvo y anduvo…
Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y oyó:
¡Nido, quiero que me levantes un templo!
La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.
Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas —en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.

lunes, 28 de septiembre de 2015

El obstáculo.

El obstáculo.

Se fue deteniendo con lentitud, temeroso de que la cesación brusca de los pasos desequilibrara violentamente el conjunto de ruidos mezclados en el silencio. Silencio y sombras en una franja que corría desde el rugido sordo de la usina iluminada hasta las cuatro ventanas del club, mal cerradas para las risas y el choque de los vasos. También, a veces, los tacazos en la mesa de billar. Silencio y sombras acribillados por el temblor de los grillos en la tierra y el de las estrellas en el cielo alto y negro.
Ya debían ser las diez, no había peligro. Dobló a la derecha y entró en el monte, caminando con cuidado sobre el crujir de las hojas, mientras sostenía el saco contra la espalda, los brazos cruzados en el pecho. Oscuro y frío; pero sabía el camino de memoria y la boca entreabierta le iba calentando el pecho, deslizando largas pinceladas tibias bajo la listada camisa gris.
Al lado de la tranquera, pintada de cal, se detuvo nuevamente. Allí empezaba la vereda de ladrillos cuadriculada en blanco que iba hasta la Dirección bajo una peligrosa luz de faroles. Si me ven, digo que no podía dormir. No me van a decir nada. Que salí a tomar aire. Boleó una pierna sobre el tejido, pero un pensamiento lo aquietó, montado en el alambre. ¡Qué cambiado todo! Hace diez años… No pensó más; pero vinieron rápidos los recuerdos, nítidos y familiares a fuerza de ser siempre los mismos… La mañana de verano en que lo trajeron a la escuela… El despacho del director, el hombre gordo que lo mira con cariño atrás de los lentes y lo palmea.
—Tenes cara de bueno, negrito —y riendo porque él era tan pequeño y débil—. Vos no te vas a escapar, ¿verdad?
Giró la otra pierna y quedó sentado. Y no me escapé, nomás. Pero cuando lo jubilaron y vino el alemán. Sonrió… Cuando trajeron al alemán… Se balanceó en el alambre, mirando la huida en el atardecer, el refugio de los cañaverales, los hombres inclinados encima suyo, turnándose para golpearlo.
Hijos de…
Tembló al ruido de la voz y siguió caminando rápidamente entre los árboles. Hijos de perra. Y todos eran iguales. Tropezó en un tronco y miró alrededor, abriendo los ojos. La zanja, el tronco de eucalipto, la lanza del viejo portón… No, más adelante. Siguió. El caso era recordar cuándo pusieron la vereda de ladrillos y los faroles y el alambrado. Estaba seguro de que habian hecho todo junto con el nuevo edificio de la Dirección: pero ahora le parecía ver al profesor de gimnasia mirando trabajar en la vereda. Y como el profesor había venido mucho después de inaugurado el nuevo edificio… Olió el tabaco y se paró, abrazado de espaldas a un árbol … Sí, allí estaban. Veía enrojecerse suavemente las caras junto a los cigarrillos. Silbó despacio, dos cortos y uno largo. Le contestaron y cruzó en línea recta hasta unirse con los otros que esperaban en el suelo.
—Hola, Negro.
—Salú.
—¿Recién llegas?
Barreiro estaba sentado, agarradas las manos sobre las rodillas. El Flaco fumaba estirado en el pasto, cara al cielo, plantado el cigarrillo entre los labios. Los miró dis-traído y después hacia las ventanas del club. Vaya a saber a qué horas se cansarán de jugar. Ya en el suelo siguió pensando con agrado en el salón del club donde se elevaban las voces entre el flotante humo azulado, en los blancos sillones de cuero y el enorme retrato encima de la chimenea. Y la vereda de ladrillos y la fila de luces colgando sobre la calle no estaban cuando hicieron la casa del director. Seguro; pero, sin embargo, seguía viendo al profesor de gimnasia, con el sombrero de paño blanco y las manos en los bolsillos, diciendo alguna cosa a los hombres que construían la vereda. Encogió los hombros y echó la gorra sobre los ojos.
—Dame un cigarrillo.
Trabajosamente, el Flaco introdujo una mano en el bolsillo del pantalón, le alargó el paquete y volvió a quedarse como antes, el pucho en un lado de la boca, los ojos entrecerrados mirando para arriba. Barreiro le alcanzó fuego:
—¿Y? ¿Esta noche, nomás?
Encendió y tragó con fuerza, calentándose a la humada áspera.
—Sí; en cuanto apaguen las luces del club salimos.
—¿Y no sería mejor cruzar la granja derecho hasta la vía?
—No, vamos por el arroyo.
El otro cruzó nuevamente las manos sobre las piernas… Cuidadosamente, el Flaco tomó el cigarrillo y lo tiró lejos. Dobló la cabeza para mirar extinguirse la brasa. Después escupió, cruzó las manos bajo la nuca y rió suavemente…
—Mirá, Negro… Si al director se le ocurriera esta noche hacerte capataz de la usina. Y vos pasando hambre por ahí…
Volvió a reírse mientras cruzaba las piernas.
—No hay cuidado… Lo van a hacer capataz al adulón de Fernández. Se lo oí al ingeniero esta tarde.
Barreiro lo miró con una sonrisa de simpatía:
—Entonces… ¿te venís con nosotros?
—Y claro… Ya me engañaron bastante.
EL Flaco volvió a reírse y, sin saber por qué, el Negro tuvo ganas de pisarle la cara; pero no dijo nada y siguió fumando, observando entre la niebla del humo los cuadriláteros amarillos en la fachada del club. Sería lindo estar adentro, sentarse en un sillón con los pies sobre la mesa y pedir algo fuerte para tomar. Hacer carambolas y carambolas, sin fallar nunca, hasta cansarse. Jugar a los naipes, él y el director contra el médico y el ingeniero. Una partida de truco en que las manos se le llenarían de flores de treinta y ocho. Pero más lindo que todo eso sería empezar a golpes con los empleados, las luces y las botellas. Hijos de perra…
Entrando en su odio repentino, la risa previa del Flaco tenía algo de insulto personal. Esperó, apretando los dientes.
—¿Sabes que Forchela está mal? Dio vuelta la cabeza rápido, mirando la cara pálida y maligna del otro.
—¡Que reviente!
El flaco volvió a reírse, ahora largamente, temblándole el pecho en sacudidas. Murmuró:
—Qué modo tenes de tratar a tu…
El Negro se incorporó de un salto, fija la mirada en la cara que iba a aplastar bajo el botín.
—¿A mi qué, dijiste?
No le importaba que lo dijeran; no le importaba decirlo él mismo. Pero sabía que el Flaco se burlaba a sus espaldas y lo sentía movido por un despecho amargo
—Vamos, vamos… No se van a pelear ahora —intervíno Barreiro, temeroso de que la disputa hiciera fracasar la fuga—. Yo estuve de tarde en el hospital. Forchela está en un delirio.
Mordió el cigarrillo con rabia v clavó los ojos en las ventanas. Hasta las doce no se irían. Si el enfermero lo dejara entrar…
Barreiro estiró los brazos, bostezando. Luego se acostó.
—¿Por qué no te das una vuelta por el hospital?
El otro subrayó roncamente:
—Claro. Hay que despedirse de los amigos.
El Negro caminó unos pasos, vacilando, tratando de adivinar el pensamiento de los otros. Dijo con fuerza:
—¿Yo? Y a mi qué me importa… —Se puso el saco, agregando entre dientes—: Lo que si voy a dar una vuelta. Total, hasta las doce…
Todavía esperó algo; un movimiento, una frase de protesta y desconfianza que le sirviera para afirmarse en sí mismo. Comprender por qué estaba ahora débil e inquieto. Pero no lo ayudaron o tuvo que irse otra vez entre los árboles, mirando con el ceño apretado las quietas hojas que de trecho en trecho lustraba suavemente algún farol colado entre las ramas.
Hacia diez años. Todo estaba cambiado y el profesor de gimnasia gastaba plácidamente la mañana luminosa charlando con los albañiles. Detrás de los vidrios brillaban simpáticos, los ojos del director, mientras le golpea un hombro. “No te vas a escapar…”.
Sacudió la cabeza para sumergirla en otros pensamientos. Dentro de dos horas andarían corriendo por la tierra húmeda, resbalando entre los tubos forrados de las cañas. Buenos Aires. Pensó en la ciudad y quedó desconcertado, rascando la superficie áspera de la tranquera.
Porque detrás del nombre estaban el bajo de Floret, los diarios vendidos en la plaza, la esquina del Banco Español, el primer cigarrillo y el primer hurto en el almacén. Estaba la infancia, ni triste ni alegre, pero con una fisonomía inconfundible de vida distinta, extraña, que no podía entenderse del todo ahora. Pero también estaba el Buenos Aires que habían hecho los relatos de los muchachos y los empleados, las fotografías de los pesados diarios de los domingos. Las canchas de fútbol, la música de los salones de tiro al blanco en Leandro Alem.
Pensativo, pedaleaba en el alambre y una vibración se corría rápida en las sombras. No podía juntar las imágenes, comprender que la ciudad contenía ambas cosas. A veces, Buenos Aires era la gente rodeando el toldo rojo que ponían los sábados de tarde en San José de Flores; otras, una calle flanqueada de carteles a todo color y luces movedizas por donde pasaba la gente riendo y charlando en voz alta. Y siempre había, junto a la puerta cordial de la casa de tiro al blanco, un marinero rubio y borracho, con una rosa prisionera entre los dientes.
Lo sacudió un ruido de pasos, y Barreiro, ya junto a él, no le dio tiempo para asustarse.
—Mirá, Negro.
Hablaba rápido, el cigarrillo en la boca, los puños clavados en la cintura, traduciendo oscuramente algo de resolución y desafío.
—Te aviso que si vos te quedas, nosotros nos vamos a ir, igual.
—Claro que nos vamos. Los tres. ¿A qué viene eso?
Barreiro balanceó la cabeza y dejó de mirarlo.
—No, por nada. Te decía, no más. Que igual nos vamos.
El Negro encogió los hombros. Se atragantó con un montón de palabras y un odio feroz- incomprensible. Mientras Barreiro se asomaba por encima de la tranquera para mirar al club, él respiró con ansia, entornando los ojos.
—Cuándo se irán esos…
Barreiro se ajustó el cinto y se alejó sin ruido metiéndose lento en la oscuridad.
El Negro miró hasta el fin la rava blanca del cuello que se iba deslizando bajo los árboles. Pasó las piernas por encima del alambre y siguió andando en la noche.
Se detuvo, indeciso, aspirando el vago olor a desinfectante. Como un esqueleto de museo, la pérgola del pabellón A. Pensó que tendría que cruzar la gran sala v que los muchachos aún no dormidos lo verían pasar. Vergüenza de que supieran que había venido a esas horas a preguntar por Forchela. Las miradas de burla y los chistes groseros iban a enlazarle las piernas. Se apoyó en las maderas donde se enredaban los rosales. Una flor, la última, escondía los pétalos amarillentos contra el blanco listón. Ya que iban a reírse, que fuera é1 el primero. Cruzaría la sala con una sonrisa cínica, alta !a rosa en la mano.
La arrancó y subió los tres escalones. En el “hall”, el enfermero leía sentado en un banco, mientras chupaba el mate con un ronquido;
—Hola, Negro. ¿Qué hacés a estas horas?
—Nada… Me mandaron a ver si estaban guardadas las herramientas y se me ocurrió…
El enfermero se sacó los lentes y lo miró un rato, deteniéndose en la mano que apretaba la gorra v la flor. Pero, a pesar de la invitación abierta que había en la cara del muchacho, no se rió. Tal vez no supiera. Dejó el diario y se levantó con aire cansado.
—¿Te dijeron de Forchela? Si querés verlo… Dificulto que pase la noche.
Lo siguió entre las filas de camas, sin ver nada, colgando ahora la cara en una expresión idiota y escondiendo maquinalmente la rosa en el bolsillo del pantalón. De entre las mantas grises de las camas saltaron palabras hacia él; pero todas caían sin tocarlo, como ven-cidas en el aire por falta de peso.
Solo en la salita, al pie de la cama, trató de luchar contra el sopor que lo envolvía. Se apoyó en los barrotes y sonrió a la cabeza de la almohada. El otro arregló las cobijas, tomó el pulso al enfermo y se incorporó diciendo:
—Si no tenes qué hacer, quédate un rato. Yo estoy preparando un remedio en la farmacia.
El Negro movió la cabeza asintiendo; pero no entendía nada, mirando aterrorizado la cara flaca y enrojecida que Forchela movía acompasadamente, ayudándose a respirar. Quedaba algo del muchacho en el pelo claro, en los dientes donde hacía una raya la luz, acaso en la frente redonda. Pero el resto era de la cara de un hombre viejo, de un hombre repugnantemente avejentado por el vicio.
Miraba fijamente, hipnotizado por un extraño miedo, temeroso de hablar y de moverse, espantado ante la idea de que el otro fuera a despertar, a sonreírle con la boca encendida y marchita, a mirarlo también con sus ojos de vidrio.
Hizo un esfuerzo y logró apartarse de la cama, dan- . do unos silenciosos pasos por el suelo embaldosado. Inútilmente buscó algo en qué detenerse en la limpia pared de azulejos. Junto a la ventana entreabierta, el aire de la noche le sirvió para aferrarse a la idea de la fuga. Antes de la mañana estarían cruzando frente a las caballerizas, a dos cuadras del camino. Al amanecer, en la esquina del almacén… Pero en seguida se dio vuelta, temeroso de ofrecer la espalda, seguro de que si llegaba a descuidarse el moribundo iba a sonreírse, a levantar la cabeza, los párpados, las flacas manos crispadas. Cosas frías y terribles porque la muerte había entrado ya en su cuerpo y cualquier movimiento podría derramarla en el cuarto.
Se acercó a la cama y descolgó el cartón. Nombre: Pedro Panon. Argentino. Diagnóstico. No entendía las extrañas palabras trazadas en letra redonda ni la zigzagueante línea negra que mostraba la fiebre. Entonces suspiró, juntando las cejas, tranquilizado en la cobardía de poder jugar a que estaba absorto en 1a indecisa línea quebrada, analizando cuidadosamente el estado del enfermo. Nada más que un momento; porque en seguida intuyó un significado nuevo y angustioso en el nombre escrito en el cartón. El nombre que designaba al cuerpo inmóvil en la cama y que, sin embargo, ya no era Pedro Panon ni nadie. Volvió a colgar el cuadro, lleno el pecho de una inquietud implacable, moviendo los ojos como un animal en peligro. Suspiró y se fue acercando a la cabeza.
Sí; era necesario tener el valor de caminar hasta que la cabeza quedara debajo de sus ojos y mirarla atentamente, con fría curiosidad. Asi, fuerte en su misterio, la cara le estaba haciendo una invisible mueca de llamado en la pieza silenciosa. Había que ir y ver.
Tomó confianza al reconocerlo con mayor nitidez; la frente y también los ojos. Hasta llegó a sonreírle e insinuar una caricia cpn la mano. Pero de pronto sintió que era preferible no ver nada de la cara del muchacho en aquella a la que la sábana cercenaba el mentón. Era monstruoso comprobar que los rasgos que aún resistían a la enfermedad, los que seguían siendo de su amigo, estaban unidos en este rostro a rasgos extraños y repugnantes. Y ya nunca podrían separarse, fundidos para siempre unos con otros en el calor de la fiebre. Reculó para irse; entonces la cara de viejo de la almohada se movió apenas hacía los lados, paralizándolo. Lo oía respirar más ligero por la nariz temblorosa, mientras que dos líneas de saliva se estiraban en las esquinas de la boca. Ahora ya no podía irse. Encogió el cuerpo hasta sentarse en la silla de hierro, juntas las manos sobre el vientre, y quedó mirando quietamente el flaco perfil, echada hacia adelante la rapada cabeza.
—¿Qué tal? ¿Sigue tranquilo? Vengo en seguida.
Se borró de la puerta la túnica blanca del enfermero. Acomodó el cuerpo en la silla, otra vez solo con la cara angulosa en la almohada, comprendiendo de golpe que era inútil seguir luchando, que estaba preso en la sa-lita del moribundo, que no se iría aquella noche ni nunca. Barreiro y el Flaco resbalarían en la noche hacia los pajonales del río, alcanzarían los potreros antes del amanecer y el sol los iba a encontrar leios, caminando velozmente por la carretera. Y a la noche entrarían en la ciudad del marinero borracho, pasearían por la calle de luces saltarinas. Él no podía irse; tenía que asistir hasta el final el rito misterioso de la muerte.
Se irguió, mirando siempre la roja nariz del enfermo, la baba de la boca torcida. Mordió lentamente el insulto más sucio y un pensamiento le barrió la cara como una sombra de sonrisa. La imagen de los otros, libres, corriendo encorvados por el campo anochecido, le quemaba tenaz en el pecho.
—A mí no me van…
En el “hall” se cruzó con el enfermero. Murmuró algo y saltó los escalones. Empezó a trotar por el camino de tierra, mirando fijo las ventanas del club todavía amarillas de luz.
Seguía mirando la cabeza cuando ya la luz de la mañana extendía en los vidrios azulosos paños. Estaba más pálida y el aire salía y entraba pausadamente, sin molestarla, con un tenue silbido. También se había hecho más pesada y ahora se hundía hasta las orejas en el hueco de la tela, como si la nuca hubiera empleado la noche en un tenaz trabajo de excavación. Y la enfermedad en retirada le iba mostrando nuevamente la cara familiar del muchacho, a la que la luz intensa de la mañana concluía de limpiar las manchas de la fiebre.
—Buenos días. ¿Cómo sigue el enfermo?
El traje gris y los lentes de oro del director. Era extraño que no hubiera oído el automóvil. Atrás, un montón de caras de empleados. Alguien apagó la luz ya inútil. El enfermero, un momento en la puerta. Entre las nubes del sueño, ya casi insoportable, los vio rodear !a cama e inclinarse, mientras hablaban en voz baja. Por la ventana entraba una línea de aire que hacía estremecer el cartón de la quebrada línea negra y un ruido de pasos veloces. Entró el médico, abrochándose la túnica, orillándole en el pelo gruesas gotas de agua. Tomó un rato entre los dedos la flaca muñeca caída sobre la colcha. Luego levantó un párpado de la cabeza, que seguía emblanqueciendo. No recordaba si el médico había dicho “es triste” o “está listo” al director, que se acariciaba la boca con dos dedos, inclinada la cabeza sobre el pecho. La levantó y se dirigió a él, poniéndole una mano en el hombro.
—Quiero darte las gracias; te has portado como un hombre. Hace una hora los encontramos, entre las cañas del río.
Hizo una pausa. El Negro aprovechó para gozar con la idea de la paliza que se habrían llevado los otros y las que los esperaban, durante unas cuantas noches, en la celda del pabellón correccional.
—Además, ha sido muy noble tu actitud al no querer acostarte para cuidar a tu pobre compañero. Yo he impuesto aquí una disciplina de hierro porque era necesario. Pero también sé premiar a los que se lo merecen. Acabo de hablar con el ingeniero. El puesto de capataz en la usina es tuyo. Empezarás a trabajar el lunes. Y ahora es necesario que te vayas a dormir, que buena falta te hace.
El Negro dijo “gracias” y sonrió confuso. Los empleados no sabían si destinar sus caras endurecidas de importancia al cuerpo de la cama, a la fuga que habían impedido o a la generosidad del director. Se fue pensando que éste hablaba como el cura, y, ya en la puerta, saludó al día con un rabioso:
—¡Qué hijo de perra!
¡Qué hijo de perra! murmuró sin saber por quién, mientras se levantaba apretándose los ríñones doloridos. Los otros iban más adelante mezclándose por momentos con la noche que caía rápida. Sobre el cielo ennegrecido, los cuerpos, prolongados en las herramientas de trabajo, hacían extraños dibujos retintos. El guardián vigilaba la fila en regreso, recorriéndola a caballo, alzando el grueso rebenque que colgaba de la muñeca.
El Negro volvió a agacharse entre las ruedas buscando el por qué del tractor descompuesto. Las manos engrasadas tanteaban el frío del hierro. Me parece… Ya es de noche y no tenemos farol. Volvió a verse, camino del cementerio, medio cuerpo endurecido por el peso del ataúd. Ni que estuviera relleno de plomo. Todo el dia sin dormir. Al recuerdo, volvió a clavársele la punzada en los ríñones. Movió las caderas y, trabajosamen- ‘ te, aflojó una tuerca con la pinza. Y después los discursos, de pie en el frío, muerto de cansancio, idiotizado de sueño. El brazo se alargó, regresando con el cortafrío. Hizo palanca, empujando con todas las fuerzas. Inútil. Entonces cerró los ojos, desolado, inmóvil en cuatro patas junto a la cuchilla de acero de la máquina. Y lo peor no era el cansancio ni el sueño, sino aquella sorda angustia que se revolvía lenta en su pecho desde ayer. Aquello que lo ahogaba sin un momento de tregua y que le era imposible conocer.
El aliento cálido del caballo le acarició la nuca y la voz recia cayó como un chorro.
—¿Y a vos qué te pasa? ¿Todavía no pudiste arreglar eso?
Contestó sin moverse:
—No sé. Sin luz…
Oyó que el otro desmontaba. Sólo entonces abrió los ojos y se incorporó.
—Me parece que no es la tuerca. Habrá que sacar la cuchilla.
El otro se acuclilló, doblando la cabeza para ver mejor. El Negro lanzó los ojos soñolientos hacia el fondo del paisaje, donde los camaradas no eran ya más que una nube negra y larga. Luego miró hacia abajo. Fue entonces que se aquietó la terca angustia en el pecho y una paz enorme entró violentamente en su alma. Ahora todo estaba claro y sencillo; y aunque ni a sí mismo hubiera podido explicar la causa de su repentina dicha, sabía por fin qué era necesario hacer. Como si alguien, invisible en el quieto anochecer helado, le derramara la verdad en los oídos.
El hombre rezongó entre los negros radios de las ruedas. Le acercó la mano en que se balanceaba como una muestra el rebenque coronado en plata.
—¿Tenés un fósforo?
Fue una simple alegría la que lo afirmó en las piernas, apelotonándole los músculos del brazo.
—Si. Tome.
El cortafrío brilló en un rápido viaje circular y golpeó en la cabeza doblada del hombre, junto a la curva oscura de la patilla. No hubo necesidad de más porque el cuerpo se aquietó bajo la máquina, ovillado como para que el calor se le fuera despacio, avaramente. Abrió la mano y la herramienta desapareció en el suelo. Se restregó lentamente contra la tela del pantalón el dorso de la mano que algo acababa de salpicar. Levantó la cabeza al cielo dilatado y entonces la noche se precipitó incontenible en el paisaje, vibrando misteriosa en los astros, en los perros lejanos y en el ruido de clavijas de los charcos.
Venía la noche. Rápidamente se apartó del trarctor y fue a su encuentro. Corrió en línea recta, ágil y alegre, seguro de que la angustia quedaba allí, enfriándose sobre la negra tierra roturada. La gran noche incomprensible y secreta venía veloz en su busca y se deslizaba bajo su cuerpo incansable. Zambulló entre los hilos del alambrado y siguió corriendo. Saltó la zanja con un fragmentado espejo en el fondo y continuó su carrera. Ahora los pies golpeaban locamente en el pasto humedecido, atrayendo vertiginosamente el ombú junto al pozo. Corrió unos metros en arco y tomó a la derecha, arrastrando la larga sombra de luna que acababa de nacerle. El cansancio le sacudía feroz el pecho, abriéndole los labios entre los dientes apretados; pero siguió corriendo, corriendo, apilando minutos y metros, como si aquella felicidad salvaje que se le había aparecido bruscamente lo llevara veloz de la mano, hendiendo la noche de hielo. Entró en el maizal a la carrera: tropezó en seguida, perdiéndose, boca abajo en la sombra.
Giró con los brazos en cruz. Un ardiente dolor en la mejilla lo hizo despertar y abrió los ojos a una pequeña luna redonda, alta ya en el cielo. Se incorporó con cuidado y escuchó. Nada. De rodillas, sacó la cabeza y miró alrededor. Nadie. Se puso de pie y continuó caminando, un poco rengo, temblando a sus espaldas la pequeña sombra circular. Entre los alambres que bordeaban el camino lo fijó un canto de gallo, trepando entrecortado en la noche. Luego, jovialmente, tomó impulso en el alambrado y pasó la zanja. Como una pálida lengua bajo la luna, el camino se iba en la noche. Sacó la mano del bolsillo con la rosa seca y áspera; la tiró a un costado, lejos, restregándose luego los dedos entre sí para separar los restos de la flor. Después apresuró el paso y se fue por el camino, en busca de la noche próxima, que le aguardaba una espera de diez años en la calle enjoyada de luces, con el reguero de detonaciones del salón de tiro al blanco, las grandes risas de sus mujeres, el marinero rubio y tambaleante.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Los mensú.

Los mensú

Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a Posadas en el Sílex con quince compañeros. Podeley, labrador de madera, tornaba a los nueve meses, la contrata concluida y con pasaje gratis por lo tanto. Cayé -mensualero- llegaba en iguales condiciones, mas al año y medio, tiempo que había necesitado para cancelar su cuenta.
Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos ta jos, descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos, los dos mensú de voraban con los ojos la capital del bosque, Jerusalén y Gólgota de sus vi das. ¡Nueve meses allá arriba! ¡Al año y medio!
Pero volvían por fin, y el hachazo aún doliente de la vida del obraje
era apenas un roce de astilla ante el rotundo goce que olfateaban allí.
De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria de una semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el antici po de una contrata. Como intermediario y coadyuvante espera en la playa un grupo de muchachas alegres de carácter y de profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ahijú! de urgente locura.
Cayé y Podeley bajaron tambaleantes, de orgía pregustada y rodeados de tres o cuatro amigas se hallaron en un momento ante la cantidad sufi ciente de caña para colmar el hambre de eso de un mensú.
Un instante después estaban borrachos y con nueva contrata firma da. ¿En qué trabajo? ¿En dónde? No lo sabían, ni les importaba tampo co. Sabían, sí, que tenían cuarenta pesos en el bolsillo y facultad para lle gar a mucho más en gastos. Babeantes de descanso y de dicha alcohólica, dóciles y torpes siguieron ambos a las muchachas a vestirse. Las avisadas doncellas condujéronlos a una tienda con la que tenían relaciones espe ciales de un tanto por ciento, o tal vez al almacén de la misma casa con tratista. Pero en una u otro las muchachas renovaron el lujo detonante de sus trapos, anidáronse la cabeza de peinetones, ahorcáronse de cintas, ro bado todo con perfecta sangre fría al hidalgo alcohol de su compañero, pues lo único que el mensú realmente posee es un desprendimiento bru tal de su dinero.
Por su parte, Cayé adquirió muchos más extractos y lociones y aceites de los necesarios para sahumar hasta la náusea su ropa nueva, mientras Podeley, más juicioso, optaba por un traje de paño. Posiblemen te pagaron muy cara una cuenta entreoída y abonada con un montón de papeles tirados al mostrador. Pero de todos modos una hora después lan zaban a un coche descubierto sus flamantes personas, calzados de botas, poncho al hombro -y revólver 44 al cinto, desde luego-, repleta la ro pa de cigarrillos que deshacían torpemente entre los dientes y dejando caer de cada bolsillo la punta de un pañuelo de color. Acompañábanlos dos muchachas, orgullosas de esa opulencia, cuya magnitud se acusaba en la expresión un tanto hastiada de los mensú, arrastrando consigo maña na y tarde por las calles caldeadas una infección de tabaco negro y extrac to de obraje.
La noche llegaba por fin y con ella la bailanta donde las mismas da miselas avisadas inducían a beber a los mensú, cuya realeza en dinero de anticipo les hacía lanzar 10 pesos por una botella de cerveza, para recibir en cambio 1,40 que guardaban sin ojear siquiera.
Así, tras constantes derroches de nuevos adelantos -necesidad irre sistible de compensar con siete días de gran señor las miserias del obrajelos mensú volvieron a remontar el río en el Sílex. Cayé llevó compañera, y los tres, borrachos como los demás peones, se instalaron en el puente, don de ya diez mulas se hacinaban en íntimo contacto con baúles, atados, pe rros, mujeres y hombres.
Al día siguiente, ya despejadas las cabezas, Podeley y Cayé examina ron sus libretas: era la primera vez que lo hacían desde la contrata. Cayé ha bía recibido 120 pesos en efectivo y 35 en gasto, y Podeley 130 y 75, res pectivamente.
Ambos se miraron con expresión que pudiera haber sido de espanto si un mensú no estuviera perfectamente curado de ese malestar. No recor daban haber gastado ni la quinta parte siquiera.
-¡Añá! … -murmuró Cayé-. No voy a cumplir nunca.
Y desde ese momento tuvo sencillamente -como justo castigo de su despilfarro- la idea de escaparse de allá.
La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente para él que sintió celos del mayor adelanto acordado a Podeley.
-Vos tenés suerte… -dijo-. Grande tu anticipo…
-Vos traés compañera -objetó Podeley-. Eso te cuesta para tu bolsillo…
Cayé miró a su mujer, y aunque la belleza y otras cualidades de or den más moral pesan muy poco en la elección de un mensú; quedó satisfe cho. La muchacha deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda verde y blusa amarilla; luciendo en el cuello sucio un triple collar de per las; zapatos Luis XV; las mejillas brutalmente pintadas y un desdeñoso ci garro de hoja bajo los párpados entornados.
Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44; era realmente lo’ úni co que valía de cuanto llevaba con él. Y aun corría el riesgo de naufragar el 44 tras el anticipo, por minúscula que fuera su tentación de tallar.
A dos metros de él, sobre un baúl de punta, en efecto, los mensú ju gaban concienzudamente al monte cuanto tenían. Cayé observó un rato riéndose, como se ríen siempre los peones cuando están juntos, sea cual fue re el motivo, y se aproximó al baúl colocando a una carta cinco cigarros.
Modesto principio, que podía llegar a proporcionarle el dinero sufi ciente para pagar el adelanto en el obraje y volverse en el mismo vapor a Posadas a derrochar su nuevo anticipo.
Perdió, perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos, el poncho, el collar de su mujer, sus propias botas y su 44. Al día siguiente recuperó las botas, pero nada más, mientras la muchacha compensaba la desnudez de su pescuezo con incesantes cigarros despreciativos.
Podeley ganó; tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión y una caja de jabones de olor que halló modo de jugar contra un machete y media docena de medias, que ganó, quedando así satisfecho.
Habían llegado por fin. Los peones treparon la interminable cinta roja que escala la barranca, desde cuya cima el Sílex aparecía disminuido y hundido en el lúgubre río. Y con ahijús y terribles invectivas en guaraní (bien que alegres todos) despidieron al vapor, que debía ahogar en una bal deada de tres horas la nauseabunda atmósfera de desaseo, pachulí y mulas enfermas que durante cuatro días remontó con él.
Para Podeley, labrador de madera, cuyo diario podía subir a siete pesos, la vida del obraje no era dura. Hecho a ella, domaba su aspiración de estricta justicia en el cubicaje de la madera, compensando las rapiñas rutinarias con ciertos privilegios de buen peón. Su nueva etapa comenzó al día siguiente, una vez demarcada su zona de bosque. Construyó con hojas de palmera su cobertizo -techo y pared sur, nada más-; dio su nombre de cama a ocho varas horizontales, y de un horcón colgó la pro vista semanal. Recomenzó, automáticamente, sus días de obraje: silencio sos mates al levantarse, de noche aún, que se sucedían sin desprender la mano de la pava; la exploración en descubierta de madera, el desayuno a las ocho; harina, charque y grasa; el hacha luego, a busto descubierto, cu yo sudor arrastraba tábanos, barigüís y mosquitos; después, el almuerzo -esta vez porotos y maíz flotante en la inevitable grasa-, para concluir de noche, tras nueva lucha con las piezas de 8 por 30, con el yopará de mediodía.
Fuera de algún incidente con sus colegas labradores, que invadían su jurisdicción; del hastío de los días de lluvia, que lo relegaban en cuclillas frente a la pava, la tarea proseguía hasta el sábado de tarde. Lavaba enton ces su ropa, y el domingo iba al almacén a proveerse.
Era éste el real momento de solaz de los mensú, olvidándolo todo en tre los anatemas de la lengua natal, sobrellevando con fatalismo indígena la suma siempre creciente de la provista, que alcanzaba entonces a cinco pesos por machete y ochenta centavos por kilo de galleta. El mismo fata lismo que aceptaba esto con un ¡añá! y una riente mirada a los demás com pañeros, le dictaba, en elemental desagravio, el deber de huir del obraje en cuanto pudiera. Y si esta ambición no estaba en todos los pechos, todos los peones comprendían esa mordedura de contrajusticia que iba, en caso de llegar, a clavar los dientes en la entraña misma del patrón. Este, por su piar te, llevaba la lucha a su extremo final vigilando día y noche a su gente, y en especial a los mensualeros.
Ocupábanse entonces los mensú en la planchada, tumbando piezas entre inacabable gritería, que subía de punto cuando las mulas, impoten tes para contener la alzaprima que bajaba de la altísima barranca a toda ve locidad, rodaban una sobre otra dando tumbos, vigas, animales, carretas, todo bien mezclado. Raramente se lastimaban las mulas; pero la algazara era la misma.
Cayé, entre risa y risa, meditaba siempre su fuga; harto ya de revira dos y yoporás, que el pregusto de la huida tornaba más indigestos, deteníase aún por falta de revólver, y ciertamente, ante el winchester del capataz. ¡Pero si tuviera un 44! …
La fortuna llególe esta vez en forma bastante desviada.
La compañera de Cayé, que desprovista ya de su lujoso atavío se ga naba la vida lavando la ropa a los peones, cambió un día de domicilio. Ca yé la esperó dos noches, y a la tercera fue al rancho de su reemplazante, donde propinó una soberbia paliza a la muchacha. Los dos mensú queda ron solos charlando, de resultas de lo cual convinieron en vivir juntos, a cu yo efecto el seductor se instaló con la pareja. Esto era económico y bastan te juicioso. Pero como el mensú parecía gustar realmente de la dama -co sa rara en el gremio- Cayé ofreciósela en venta por un revólver con balas, que él mismo sacaría del almacén. No obstante esa sencillez, el trato estu vo a punto de romperse porque a última hora Cayé pidió que se agregara un metro de tabaco de cuerda, lo que pareció excesivo al mensú. Concluyóse por fin el mercado, y mientras el fresco matrimonio se instalaba en su rancho, Cayé cargaba concienzudamente su 44 para dirigirse a concluir la tarde lluviosa tomando mate con aquéllos.
* * *
El otoño finalizaba, y el cielo, fijo en sequía con chubascos de cinco minutos, se descomponía por fin en mal tiempo constante, cuya humedad hinchaba el hombro de los mensú. Podeley, libre de esto hasta entonces, sintióse un día con tal desgano al llegar a su viga que se detuvo, mirando a todas partes, sin saber qué hacer. No tenía ánimo para nada. Volvió a su cobertizo, y en el caminó sintió un ligero cosquilleo en la espalda.
Sabía muy bien qué eran aquel desgano y aquel hormigueo a flor de piel. Sentóse filosóficamente a tomar mate, y media hora después un hon do y largo escalofrío recorrióle la espalda bajo la camisa.
No había nada que hacer. Se echó en la cama tiritando de frío, do blado en gatillo bajo el poncho, mientras los dientes, incontenibles, casta ñeteaban a más no poder.
Al día siguiente el acceso, no esperado hasta el crepúsculo, tornó a mediodía, y Podeley fue a la comisaría a pedir quinina. Tan claramente se denunciaba el chucho en el aspecto del mensú, que el dependiente bajó los paquetes sin mirar casi al enfermo, quien volcó tranquilamente sobre su lengua la terrible amargura aquella. Al volver al monte tropezó con el ma yordomo.
-¡Vos también! -le dijo éste mirándolo-. Y van cuatro. Los otros no importa… poca cosa. Vos sos cumplidor… ¿Cómo está tu cuenta?
-Falta poco; pero no voy a poder trabajar…
-¡Bah! Curáte bien y no es nada… Hasta mañana.
-Hasta mañana -se alejó Podeley apresurando el paso, porque en los talones acababa de sentir un leve cosquilleo.
El tercer ataque comenzó una hora después, quedando Podeley des plomado en una profunda falta de fuerza y la mirada fija y opaca, como si no pudiera alcanzar más allá de uno o dos metros.
El descanso absoluto a que se entregó por tres días -bálsamo espe cífico para el mensú, por lo inesperado- no hizo sino convertirle en un bulto castañeteante y arrebujado sobre un raigón. Podeley, cuya fiebre an terior había tenido honrado y periódico ritmo, no presagió nada bueno pa ra él de esa galopada de accesos casi sin intermitencia. Hay fiebre y fiebre. Si la quinina no había cortado a ras el segundo ataque, era inútil que se quedara allá arriba, a morir hecho un ovillo en cualquier recodo de picada. Y bajó de nuevo al almacén.
-¡Otra vez vos! -lo recibió el mayordomo. Eso no anda bien… ¿No tomaste quinina?
-Tomé… No me hallo con esta fiebre… No puedo con mi hacha. Si querés darme para mi pasaje, te voy a cumplir en cuanto me sane…
El mayordomo contempló aquella ruina y no estimó en gran cosa la vida que quedaba en su peón.
-¿Cómo está tu cuenta? -preguntó otra vez.
-Debo veinte pesos todavía… El sábado entregué… Me hallo en fermo grande…
-Sabés bien que mientras tu cuenta no esté pagada debés que darte. Abajo… podés morirte. Curáte aquí, y arreglás tu cuenta en se guida.
¿Curarse de una fiebre perniciosa allí donde se la adquirió? No, por cierto; pero el mensú que se va puede no volver, y el mayordomo prefería hombre muerto a deudor lejano.
Podeley jamás había dejado de cumplir nada, única altanería que se permite ante su patrón un mensú de talla.
-¡No me importa que hayas dejado o no de cumplir! -replicó el mayordomo-. ¡Pagá tu cuenta primero, y después hablaremos!
Esta injusticia para con él creó lógica y velozmente el deseo del des quite. Fue a instalarse con Cayé, cuyo espíritu conocía bien, y ambos deci dieron escaparse el próximo domingo.
-¡Ahí tenés! -gritóle el mayordomo esa misma tarde al cruzarse con Podeley-. Anoche se han escapado tres… ¿Esto es lo que te gusta, no? ¡Esos también eran cumplidores! ¡Como vos! ¡Pero antes vas a reventar aquí que salir de la planchada! ¡Y mucho cuidado, vos y todos los que es tán oyendo! ¡Ya saben!
La decisión de huir y sus peligros -para los que el mensú necesita todas sus fuerzas- es capaz de contener algo más que una fiebre pernicio sa. El domingo, por lo demás, había llegado; y con falsas maniobras de la vaje de ropa, simulados guitarreos en el rancho de tal o cual, la vigilancia pudo ser burlada y Podeley y Cayé se encontraron de pronto a mil metros de la comisaría.
Mientras no se sintieran perseguidos no abandonarían la picada; Po deley caminaba mal. Y aun así…
La resonancia peculiar del bosque trájoles, lejana, una voz ronca: -¡A la cabeza! ¡A los dos!
Y un momento después surgían de un recodo de la picada el capataz y tres peones corriendo… La cacería comenzaba.
Cayé amartilló su revólver, sin dejar de huir.
-¡Entregáte, añá! -gritóles el capataz.
-Entremos en el monte elijo Podeley-. Yo no tengo fuerza pa ra mi machete.
-¡Voleé o te tiro! -llegó otra voz.
-Cuando estén más cerca… -comenzó Cayé. Una bala de win chester pasó silbando por la picada.
-¡Entrá! -gritó Cayé a su compañero. Y parapetándose tras un ár bol, descargó hacia los perseguidores los cinco tiros de su revólver.
Una gritería aguda respondióles, mientras otra bala de winchester hacía saltar la corteza del árbol.
-¡Entregáte o te voy a dejar la cabeza!…
-¡Andá no más! -instó Cayé a Podeley-. Yo voy a… Y tras nueva descarga entró en el monte.
Los perseguidores, detenidos un momento por las explosiones, lan záronse rabiosos adelante, fusilando, golpe tras golpe de winchester, el de rrotero probable de los fugitivos.
A cien metros de la picada, y paralelos a ella, Cayé y Podeley se ale jaban, doblados hasta el suelo para evitar las lianas. Los perseguidores pre sumían esta maniobra; pero como dentro del monte el que ataca tiene cien probabilidades contra una de ser detenido por una bala en mitad de la fren te, el capataz se contentaba con salvas de winchester y aullidos desafiantes. Por lo demás, los tiros errados hoy habían hecho lindo blanco la noche del jueves…
El peligro había pasado. Los fugitivos se sentaron rendidos. Podeley se envolvió en el poncho, y recostado en la espalda de su compa ñero sufrió en dos terribles horas de chucho el contragolpe de aquel es fuerzo.
Luego prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la picada, y cuan do la noche llegó por fin acamparon. Cayé había llevado chipás, y Podeley encendió fuego, no obstante los mil inconvenientes en un país donde, fue ra de los pavones, hay otros seres que tienen debilidad por la luz, sin con tar los hombres.
El sol estaba muy alto ya cuando a la mañana siguiente encontraron el riacho, primera y última esperanza de los escapados. Cayé cortó doce ta cuaras sin más prolija elección y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron de dicadas a cortar los isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de arrollar se a tiritar.
Cayé, pues, construyó solo la jangada -diez tacuaras atadas longi tudinalmente con lianas, llevando en cada extremo una atravesada.
A los diez segundos de concluida se embarcaron. Y la jangadilla, arrastrada a la deriva, entró en el Paraná.
Las noches son en esa época excesivamente frescas, y los dos mensú, con los pies en el agua, pasaron la noche helados, uno junto al otro. La co rriente del Paraná, que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcía la jangada en el borbollón de sus remolinos y aflojaba lentamente los nudos de isipó.
En todo el día siguiente comieron dos chipás, último resto de pro visión, que Podeley probó apenas. Las tacuaras, taladradas por los tambús, se hundían, y al caer la tarde la jangada había descendido una cuarta del nivel del agua.
Sobre el río salvaje, encajonado en los lúgubres murallones del bos que, desierto del más remoto ¡ay!, los dos hombres, sumergidos hasta la ro dilla, derivaban girando sobre sí mismos, detenidos un momento inmóvi les ante un remolino, siguiendo de nuevo, sosteniéndose apenas sobre las tacuaras casi sueltas que se escapaban de sus pies, en una noche de tinta que no alcanzaban a romper sus ojos desesperados.
El agua llegábales ya al pecho cuando tocaron tierra. ¿Dónde? No lo sabían… Un pajonal. Pero en la misma orilla quedaron inmóviles, tendi dos de vientre.
Ya deslumbraba el sol cuando despertaron. El pajonal se extendía veinte metros tierra adentro, sirviendo de litoral a río y bosque. A media cuadra al Sur, el riacho Paranaí, que decidieron vadear cuando hubieran re cuperado las fuerzas. Pero éstas no volvían tan rápidamente como era de de sear, dado que los cogollos y gusanos de tacuara son tardos fortificantes. Y durante veinte horas, la lluvia cerrada transformó al Paraná en aceite blan co y al Paranaí en furiosa avenida. Todo imposible. Podeley se incorporó de pronto chorreando agua, apoyándose en el revólver para levantarse y apun tó a Cayé. Volaba de fiebre.
-¡Pasá, añá! …
Cayé vio que poco podía esperar de aquel delirio, y se inclinó di simuladamente para alcanzar a su compañero de un palo. Pero el otro insistió:
-¡Andá al agua! ¡Vos me trajiste! ¡Bandeá el río!
Los dedos lívidos temblaban sobre el gatillo.
Cayé obedeció; dejóse llevar por la corriente y desapareció tras el pa jonal, al que pudo abordar con terrible esfuerzo.
Desde allá y de atrás, acechó a su compañero; pero Podeley yacía de nuevo de costado, con las rodillas recogidas hasta el pecho, bajo la lluvia incesante. Al aproximarse Cayé alzó la cabeza, y sin abrir casi los ojos, ce gados por el agua, murmuró:
-Cayé… caray… Frío muy grande…
Llovió aún toda la noche sobre el moribundo la lluvia blanca y sor da de los diluvios otoñales, hasta que a la madrugada Podeley quedó inmó vil para siempre en su tumba de agua.
Y en el mismo pajonal, sitiado siete días por el bosque, el río y la lluvia, el superviviente agotó las raíces y gusanos posibles, perdió poco a poco sus fuerzas, hasta quedar sentado, muriéndose de frío y hambre, con los ojos fijos en el Paraná.
El Sílex, que pasó por allí al atardecer, recogió al mensú ya casi mo ribundo. Su felicidad transformóse en terror al darse cuenta al día siguien te de que el vapor remontaba el río.
-¡Por favor te pido! -lloriqueo ante el capitán-. ¡No me bajen
en Puerto X! ¡Me van a matar!… ¡Te lo pido de veras!…
El Sílex volvió a Posadas, llevando con él al mensú, empapado aún. Pero a los diez minutos de bajar a tierra estaba ya borracho con nue va contrata y se encaminaba tambaleando a comprar extractos.

Horas penosas.

Horas penosas

Se levantó del escritorio, un mueble pequeño y frágil; se levantó como un desesperado y se dirigió con la cabeza colgante al ángulo opuesto de la habitación, donde estaba la estufa, alta y alargada como una columna. Puso las manos en los azulejos, pero se habían enfriado casi del todo, pues era ya muy pasada la medianoche, por lo que se arrimó de espaldas a la estufa, buscando un bienestar que no encontró; recogió los faldones de su bata, de cuyas solapas sobresalía colgando una descolorida pechera de encaje, y resopló con todas sus fuerzas por la nariz, para proporcionarse un poco de aire, pues, como de costumbre, estaba acatarrado.
Era un catarro realmente singular y fatídico, que casi nunca lo abandonaba totalmente. Tenía los párpados inflamados y los bordes de las narices completamente escocidos, y en su cabeza y en todo su cuerpo este catarro le producía el efecto de una borrachera pesada y dolorosa. ¿O era que la culpa de toda esta laxitud y pesadez la tenía la enojosa permanencia en la habitación que el médico había vuelto a imponerle, hacía unas semanas? Sólo Dios sabe si hizo bien en mandárselo. El catarro crónico y los calambres de pecho y abdomen podían tal vez hacerlo necesario. Además, en Jena reinaba un tiempo muy malo desde hacía varias semanas -sí, esto era cierto-, un tiempo miserable y abominable, que atacaba los nervios, un tiempo cruel, caliginoso y frío; y el viento de diciembre bramaba por el tubo de la estufa resonando como un eco del desierto nocturno en la tormenta, extravío y aflicción desesperada del alma. Sí, todo esto era cierto. Pero no era bueno este angosto cautiverio; no era bueno para las ideas ni para el ritmo de la sangre, del que manaban las ideas…
Aquella habitación hexagonal, desnuda, sobria e incómoda, con su techo blanqueado, bajo el que flotaba el humo del tabaco, con sus paredes empapeladas de cuadriláteros en diagonal, de las que colgaban siluetas encuadradas en marcos ovalados, y sus cuatro o cinco muebles de patas delgadas, estaba iluminada por la luz de dos velas, que ardían en el escritorio, a la cabecera del manuscrito. Cortinas rojas colgaban por encima del bastidor superior de la ventana; no eran más que trapos, retazos de indiana aprovechados y combinados simétricamente; pero eran rojos, de un rojo cálido y sonoro, y a él le gustaban y quería conservarlas siempre, porque aportaban un poco de lujuria y voluptuosidad en medio de la pobreza y austeridad absurdas de su habitación… Estaba junto a la estufa y miraba, con un parpadeo acelerado y dolorosamente forzado, hacia el otro lado de la habitación, la obra de la que había huido: este peso, este agobio, este tormento de la conciencia, este mar que había que apurar, esta misión terrible, que era su orgullo y su miseria, su cielo y su condenación. Esta obra se arrastraba, se paraba, se atascaba… ¡una y otra vez! El tiempo tenía la culpa, y su catarro y su fatiga. ¿O quizás era la obra la culpable? ¿O acaso el trabajo en sí, era una concepción desgraciada y destinada a la desesperación?
Se había levantado para poner un poco de distancia entre la obra y él, pues a menudo la lejanía física del manuscrito hacía que uno se formara una idea de conjunto, una nueva visión del asunto, y pudiera tomar nuevas providencias. Sí, había casos en que, si uno se apartaba del lugar de la lucha, el sentimiento de desahogo producía un efecto entusiasmador. Y era éste un entusiasmo más inocente que el que provocaba el licor o el café negro y cargado… La jícara estaba sobre la mesita. ¿Y si ella le ayudara a salvar este obstáculo? ¡No, no, nunca más! No era únicamente el médico; hubo otra persona, un hombre de prestigio, que le había disuadido también de la bebida por prudencia: era el otro, el de allí, de Weimar, al que él quería con una amistad nostálgica. Éste era sabio. Sabía vivir y crear; no se maltrataba a sí mismo; tenía mucha consideración con su propia persona…
En la casa reinaba el silencio. Sólo se oía al viento roncar allá abajo, en las callejuelas de la ciudadela, y la lluvia al repicar en las ventanas, impulsada por el viento. Todos dormían: el hostelero y los suyos, Lotte y los niños. Sólo él velaba junto a la estufa fría, mirando con angustiosos parpadeos la obra en que su insaciabilidad enfermiza no le permitía creer… Su cuello blanco sobresalía larguirucho de la camisa, y por entre el faldón de su bata aparecían sus piernas, torcidas hacia dentro. Su pelo rojizo estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente alta y delicada -formaba sobre las sienes dos entradas, cruzadas por venas incoloras- y cubría las orejas de delgados rizos. Junto al arranque de la nariz, gruesa y aguileña, que terminaba bruscamente en una punta blanquecina, se reunían unas cejas recias, más oscuras que el pelo de la cabeza, lo cual confería a la mirada de sus ojos hundidos e irritados una expresión trágica. Obligado a respirar por la boca, abría sus delgados labios, y sus mejillas, pecosas y descoloridas por el aire enrarecido, enflaquecían y se hundían…
¡No, era un fracaso, y todo era inútil! ¡El ejército! ¡El ejército hubiera tenido que ser expuesto en su obra! ¡El ejército era la base de todo! Puesto que no podía tenerlo a la vista, ¿se podía concebir un arte tan fantástico que lo impusiera a la imaginación? Y el héroe no era héroe, ¡era innoble y frío! La inspiración era falsa, la lengua era falsa, y no era más que un curso de historia árido, sin entusiasmo, prolijo y sobrio y perdido para el teatro.
Bien, se acabó. Una derrota. Una empresa malograda. Bancarrota. Quería explicárselo a Korner, al bueno de Korner, que creía en él, que tenía una confianza casi infantil en su genio. Se mofaría, suplicaría, pondría el grito en el cielo… su amigo le recordaría al Don Carlos, que había surgido también de dudas, fatigas y transformaciones, y que, al fin, tras toda clase de tormentos, como algo insigne a partir de entonces, demostró ser una obra gloriosa. Pero aquello fue distinto. Entonces era todavía el hombre capaz de agarrar una cosa con mano venturosa y forjarse la victoria. ¿Escrúpulos o luchas? ¡Oh, sí! Y había estado enfermo, mucho más enfermo que ahora, hambriento, prófugo. Desmembrado del mundo, oprimido y pobrísimo en lo humano. ¡Pero joven todavía, muy joven! Cada vez que se hallaba desfallecido, su espíritu se había sentido impulsado ágilmente hacia lo alto, y tras las horas de pesadumbre habían venido las de la fe y el triunfo interior. Pero éstas ya no habían vuelto, apenas si habían aparecido una vez más. Una noche de espíritu inflamado, en que uno se sentía envuelto de repente en una luz y llegaba a ser genialmente apasionado; cualquiera que fuese la noche, en que a uno le era dado disfrutar siempre de tal merced, una sola de estas noches tenía que ser pagada con una semana de tinieblas y entumecimiento. Era un hombre fatigado; aún no tenía treinta y siete años y ya estaba acabado. Ya no tenía aquella fe en el futuro, que había sido su estrella en la miseria. Así era, ésta era la verdad desesperada: los años de estrechez y nulidad, que él había tenido por años de sufrimiento y prueba, en realidad habían sido ricos y fructuosos; y ahora que gozaba de un poco de felicidad, que había salido de la piratería del espíritu y entrado en una justa legalidad y en la sociedad civil (tenía un cargo y una reputación, mujer e hijos) ahora estaba exhausto y acabado. Fracaso y descorazonamiento: era todo lo que le quedaba.
Gimió, apretó las manos ante los ojos y echó a andar por la habitación como un animal acosado. Lo que pensó en aquellos precisos instantes era tan terrible, que no pudo permanecer en el lugar donde le vino aquel pensamiento. Se sentó en una silla junto a la pared, dejó caer sus manos juntas entre las rodillas y miró tristemente los maderos del suelo.
La conciencia… ¡Qué gritos tan agudos profería su conciencia! Había faltado, había pecado contra sí mismo durante todos aquellos años, contra el delicado instrumento de su cuerpo. Los excesos de su ardor juvenil, las noches pasadas en vela, los días entre el aire viciado por el humo del tabaco, excesivamente preocupado del espíritu y despreocupado del cuerpo, las borracheras con las que se estimulaba para trabajar…, todo, todo esto tomaba ahora su desquite. Y puesto que todo se vengaba, quería él porfiar con los dioses, que inculpaban e infligían luego el castigo. Había vivido como había podido, no había tenido tiempo de ser juicioso, no había tenido tiempo de ser prudente. Aquí, en este lugar del pecho, cuando respiraba, tosía, bostezaba, este dolor siempre en el mismo punto, este pequeño aviso diabólico, punzante, perforador, que no enmudecía desde que, cinco años atrás, en Erfurt, cogió aquella fiebre catarral, aquella tuberculosis pulmonar abrasadora…, ¿qué quería decir? En realidad, sabía muy bien lo que significaba… indiferente a lo que el médico pudiese o quisiese decir. No había tenido tiempo para tratarse con prudencia y miramiento, para economizar moralidad e indulgencia. Lo que quería hacer, debía hacerlo inmediatamente, hoy mismo, con rapidez… ¿Moralidad? Pero, ¿cómo fue que precisamente el pecado, la entrega a lo nocivo y consuntivo le pareciera, en último término, más moral que cualquier sabiduría y fría continencia? ¡No, no era eso lo moral: el cultivo despreciable de la buena conciencia, sino la lucha y la necesidad, la pasión y el dolor!
Dolor… ¡Cómo ensanchaba su pecho esta palabra! Se desperezó, cruzó los brazos, y su mirada, bajo las cejas rojizas, muy juntas una de la otra, se animó con una hermosa lamentación. No se era todavía desdichado, no se era totalmente desdichado en tanto existía la posibilidad de dar un nombre orgulloso y noble a su desdicha. Una cosa faltaba: ¡el valor necesario para dar a su vida un nombre grande y hermoso! ¡No reducir la aflicción a aire viciado y a estreñimiento! ¡Ser lo suficiente sano como para ser patético…, para poder sobreponerse a lo corporal y no sentirlo! ¡Ser ingenuo sólo en eso, y sabio en todo lo demás! Creer, poder creer en el dolor… Pero él creía realmente en el dolor, tan intensamente, tan entrañablemente, que nada de lo que sucedía entre dolores podía ser, a consecuencia de esta fe, ni inútil ni malo… Su mirada vaciló por encima del manuscrito, y sus brazos se estrecharon con más fuerza sobre el pecho… El talento mismo, ¿no era dolor? Y si el talento que estaba allí, aquella obra fatal, le hacía sufrir, ¿no era, pues, que estaba en regla?, ¿no era ya casi una buena señal? El talento nunca había brotado todavía a borbotones, y hasta que no lo hiciera, no surgiría realmente su recelo. Sólo brotaba en ignorantes y aficionados, en los contentadizos e indoctos, que no vivían bajo el apremio y la continencia del talento. Pues el talento, señoras y señores que se sientan allá abajo en las plateas, el talento no es una cosa fácil, juguetona, no es un poder sin más ni más. En sus raíces es necesidad, un conocimiento crítico del ideal, una insaciabilidad, que no se labra su poder y no se acrecienta sin pasar por el martirio. Y para los más grandes, para los más insaciables, el talento es la disciplina más rigurosa. ¡Nada de lamentaciones! ¡Nada de vanaglorias! ¡Pensar humildemente, pacientemente, en todo lo que hay que sufrir! Y si ni un solo día de la semana, ni una sola hora del día estaba libre de sufrimiento…. ¿qué había que hacer? Menospreciar, desdeñar los agobios y los trabajos, las exigencias, las molestias, las fatigas… ¡esto era lo que hacía grande!
Se levantó, abrió la cajita y tomó rapé ávidamente; cruzó las manos a la espalda y se puso a andar por la habitación con unos pasos tan impetuosos, que las llamas de las velas oscilaron con la corriente de aire que levantó… ¡Grandeza! ¡Conquista secular e inmortalidad del nombre! ¡Qué vale toda la felicidad de lo eternamente desconocidos frente a este destino? ¡Ser conocido…, conocido y amado por todos los pueblos de la tierra! ¡Charlen de egoísmo, los que no saben de la dulzura de este sueño y de esta premura! Egoísta es todo lo extraordinario en tanto sufre. ¡Tal vez ustedes mismos lo ven, ustedes que no tienen ninguna misión, que les es tan fácil estar en el mundo! Y la ambición habla: ¿ha de existir en vano el sufrimiento? ¡Él debe hacerme grande…!
Las aletas de su nariz estaban distendidas, su mirada era amenazadora y vaga. Su diestra había caído violenta y pesadamente en el revés de la bata, mientras que la izquierda colgaba cerrada. En sus enjutas mejillas había aparecido un rubor pasajero, una llamarada, emergida de la brasa de su egoísmo de artista, de aquella pasión por su propio Yo, que ardía inextinguiblemente en las profundidades de su ser. Conocía bien la embriaguez secreta de esta pasión. A veces necesitaba sólo contemplar su mano para llenarse de una dulzura exaltada por su propia persona, a cuyo servicio resolviera poner todas las armas del talento y del arte que le habían sido dadas. Tenía derecho a ello, nada era innoble. Pues, más profundo que este egoísmo anidaba en la conciencia el saber que estaba consumiéndose e inmolándose enteramente, a pesar de todo, al servicio de algo sublime, sin beneficio, ¡qué duda cabe!, pero obligado por una necesidad. Y en esto radicaba su ansia de emulación: en que nadie llegara a ser más grande que él, en que nadie sufriera más intensamente que él por este ideal.
¡Nadie…! Seguía de pie, con la mano sobre los ojos y el cuerpo vuelto un poco hacia un lado, evasivo, huidizo. Pero en su corazón sentía ya el aguijón de este pensamiento inevitable, de este pensamiento hacia el otro, el luminoso, el beatífico, el sensual, el divinamente inconsciente, aquel de Weimar, al que quería con una amistad nostálgica… Y ahora de nuevo, como siempre, en profundo desasosiego, con premura y porfía, sentía nacer en sí la labor que seguía a estos pensamientos: afirmar y delimitar el propio ser y el propio arte frente a los del otro… ¿Era, entonces, él el más grande? ¿En qué? ¿Por qué? ¿Habría un sangriento “a pesar de todo” si él vencía? ¿Sería incluso su rendición una tragedia? Un dios, tal vez lo era…, un héroe, no. ¡Pero era más fácil ser un dios que un héroe…! Más fácil… ¡Para el otro era más fácil! Separar con mano sabia y afortunada el conocer y el crear: esto quería hacerlo serenamente, sin congoja, de modo pletóricamente fructuoso. Pero, si el crear era de dioses, el conocer era de héroes, ¡y era ambas cosas, dios y héroe, aquel que creaba conociendo!
La voluntad de lo difícil… ¿Podía tan sólo sospecharse cuánta continencia, cuánto vencimiento de sí mismo le costaba una sola frase, un simple pensamiento? Pues, en resumidas cuentas, era ignorante y poco ilustrado, un soñador abúlico y delirante. Era más difícil escribir una carta de Julio que componer la mejor de las escenas…, ¿y no era, también por esto, casi lo más sublime…? Desde el primer impulso rítmico de arte interior hacia sustancia, materia, posibilidad de efusión, hasta el pensamiento, la imagen, la palabra, la línea…, ¡qué lucha!, ¡qué calvario! Milagros de anhelo eran sus obras: anhelo de forma, figura, límite, corporeidad, anhelo de llegar más allá, al mundo diáfano del otro, que, directamente y con boca divina, llamaba por su nombre a las cosas, inundadas de sol.
Sin embargo, y a despecho de aquél, ¿dónde había un artista, un poeta igual que él? ¿Quién creaba, como él, de la nada, de su propio seno? ¿O había nacido en su alma una poesía que era como música, como arquetipo puro del ser, mucho antes de que tomara prestados del mundo de las apariencias el parecido y el ropaje? Historia, filosofía, pasión: medios y pretextos -nada más que eso- para algo que poco tenía que ver con ellos, que tenía su patria en profundidades arcanas. Palabras, ideas: sólo eran teclas que su arte creaba para hacer vibrar una melodía secreta… ¿Se sabía esto? La gente buena lo aplaudía por la fuerza de expresión con que él pulsaba esta o aquella cuerda. Y su palabra predilecta, su énfasis postrero, la gran campana con la que llamaba al alma a las fiestas más sublimes, seducía a muchos de ellos… Libertad… Probablemente, él entendía por libertad ni más ni menos lo mismo que ellos, cuando ellos se alborozaban. Libertad… ¿Qué significaba? ¿No sería un poco de dignidad como ciudadanos ante los tronos de los príncipes? ¿Pueden imaginarse todo lo que un espíritu se expone a decir con esta palabra? ¿Libertad de qué? ¿Libertad de qué, en último término? Tal vez, incluso de la felicidad, de la felicidad humana, esta cadena de seda, esta carga suave y dulce…
Felicidad… Sus labios temblaban. Era como si su mirada se volviera hacia dentro; y su rostro se hundió lentamente en las manos… Estaba en el dormitorio. De la lámpara manaba una luz azulina, y la cortina floreada ocultaba la ventana con sus quietos pliegues. Estaba de pie junto a la cama, se inclinó sobre la dulce cabeza que se reclinaba en la almohada… Un rizo negro se ensortijó en la mejilla, que brillaba con la palidez de las perlas, y aquellos labios infantiles se abrieron en un sueño ligero… ¡Mi mujer! ¡Querida! ¿Seguiste mi deseo y viniste a mí para ser mi felicidad? Eres tú, ¡calla! ¡Y duerme! ¡No abras ahora estas pestañas dulces, de sombras alargadas, para contemplarme tan grande y oscuro cual fui otras veces, cuando preguntabas y me buscabas! ¡Dios mío, Dios mío, cuánto te amo! Sólo a veces no puedo hallar mis sentimientos, porque a menudo estoy muy fatigado por el sufrimiento y la lucha con la tarea que mi propio Yo me impone. Y no puedo ser demasiado tuyo, no puedo ser enteramente feliz en ti, a causa de mi misión…
La besó, se separó del calor agradable de su somnolencia, miró en torno a sí y se alejó. La campana le anunció cuán entrada era ya la noche, pero era como si, a la vez, anunciara benévolamente el fin de una hora penosa. Respiró, sus labios se cerraron con firmeza; echó a andar y empuñó la pluma… ¡Nada de cavilaciones! ¡Era demasiado profundo para tener que andar con cavilaciones! ¡No bajar al caos, o por lo menos no detenerse en él! Antes bien, sacar del caos, que es la plenitud, a la luz del día todo lo que está dispuesto y maduro para adquirir forma. No cavilar: ¡trabajar! Separar, suprimir, configurar, acabar…
Y aquella obra de dolor se acabó. Tal vez no era buena, pero se acabó. Y cuando estuvo acabada, he aquí que entonces también fue buena. Y de su alma, cuajada de música y de idea, forcejearon por salir nuevas obras, creaciones sonoras y rutilantes cuya forma divina permitía vislumbrar la patria eterna, del mismo modo que en la concha marina silba el mar del que ha sido extraída.

martes, 22 de septiembre de 2015

El duende de la tienda.

El duende de la tienda

Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.
Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Diéronle lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.
El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.
– Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero.
– Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.
La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.
Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían voz y habla. y podían expresar sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, ¡menudo barullo!
El duende puso el pico en la cuba que contenía los diarios viejos. – ¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía?
– Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay más en mí que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco más o menos.
Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda mas remedio que respetarla y darla por buena.
– ¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió callandito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad irradiaba de él!
De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación.
Jamás había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.
– ¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante… -. Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. – ¡Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla! -. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la cuba había gastado casi todo el pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponía justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba.
En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el árbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero.
Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus láminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo:
– Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas.
Y en esto se comportó como un auténtico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero… por las papillas.


lunes, 21 de septiembre de 2015

Una raza aterradora.

Una raza aterradora

—¿Pueden tener vida estos huesos?
¿Hay acaso algo más muerto, mudo e inexpresivo para el ojo inexperto que los fragmentos de hueso amarillentos y los trozos de pedernal que constituyen los restos humanos más antiguos? Los vemos en las vitrinas de los museos, clasificados de acuerdo con unos principios que no conocemos y designados con nombres extraños: Chelense, Musteriense, Solutrense, etc… tomados, por regla general, de los lugares donde se encontraron: Chelles, Le Moustier, Solutré y otros. La mayoría de nosotros los miramos a través de un cristal, preguntándonos vaga y fugazmente por el pasado, medio salvaje, medio animal de nuestra raza. «El hombre primitivo —decimos—. Herramientas de piedra, el mamut que solía cazar…» Pocos de nosotros nos damos cuenta de hasta qué punto el trabajo sutil e infatigable del científico que los estudia a fondo consigue obtener información de esos testigos obstinados de aquellos tiempos remotos.
Uno de los resultados mas sorprendentes de los últimos trabajos es la gradual evidencia de que gran cantidad de estos utensilios de piedra, y algunos de los fragmentos de hueso más antiguos atribuidos al hombre, corresponden a criaturas que en muchos aspectos se le parecen, pero que, en rigor, no pertenecen a la especie humana. Los científicos llaman a estas razas extinguidas hombres (Homo), de la misma manera que llaman a los leones y tigres felinos (Felis), pero existen fundadas razones para creer que esos hombres primitivos no fueron nuestros antepasados ni llevaron nuestra misma sangre. Se trataría de un extraño animal extinguido, semejante y emparentado con nosotros pero distinto, de la misma forma que el mamut difiere del elefante aunque esté emparentado con él y se le parezca. Los utensilios de hueso y piedra se encuentran en depósitos de considerable antigüedad: algunos de los exhibidos en nuestros museos pueden tener hasta un millón de años o incluso mas, pero los restos de criaturas humanas, mental y anatómicamente parecidas a nosotros, sólo se remontan a poco más de veinte mil o treinta mil años. Fue en aquella época cuando en Europa apareció el verdadero hombre y no sabemos de dónde vino Aquellos animales capaces de utilizar herramientas y encender fuego, que se piensa eran como el hombre pero no verdaderamente humanos, desaparecieron cuando ya existía el hombre verdadero
Las autoridades científicas distinguen cuatro especies en dichos seudohombres. y es probable que vayan descubriéndose otras. Una raza singular construyó los utensilios que llamamos chelenses. La mayoría de ellos son cuchillos de piedra, de forma amigdaloide, encontrados en depósitos de unos 300.000 ó 400 000 años de antigüedad aproximadamente En cualquier museo de importancia, pueden verse utensilios de la época chelense. Son gigantescos, cuatro o cinco veces mayores que los construidos por cualquier raza de hombres verdaderos, y están bastante perfeccionados Desde luego, los manufacturó una criatura inteligente, y unas manos grandes y toscas aferraron y utilizaron esos fragmentos de piedra Pero hasta ahora, sólo se ha encontrado una pequeña parte de esqueleto perteneciente a esta época, una maciza mandíbula inferior, sin barbilla, con unos dientes bastante más especializados que los del hombre actual. Sólo podemos conjeturar cómo era la singular figura de forma humana que comió con esa mandíbula y golpeó a sus enemigos con esos enormes y útiles cuchillos de piedra. Debe corresponder a un tipo formidable, con un cuerpo probablemente mucho mayor que el del hombre, capaz sin duda de agarrar a los osos y a los feroces leones por el cuello. No lo sabemos. Sólo disponemos de esos grandes cuchillos de piedra, de esa mandíbula maciza y… de libertad para imaginar.
El misterio más fascinante relativo a aquellas épocas de frío y escasez, anteriores a la llegada del hombre verdadero, es el enigma del hombre musteriense, que seguramente aún poblaba el mundo cuando .el hombre verdadero penetró en Europa. Vivió hasta épocas muy posteriores a la de aquellos gigantes chelenses; hace treinta mil o cuarenta mil años: ayer, en comparación con los tiempos chelenses. A estos musterienses también se les llama neandertalenses. Hasta tiempos muy recientes, se les creía hombres verdaderos como nosotros, pero estamos empezando a darnos cuenta de que eran muy distintos; tanto, que resulta imposible considerarlos parientes próximos nuestros. Andaban o se arrastraban adoptando una inclinación peculiar, no podían levantar la cabeza, y su dentadura se asemejaba muy poco a la del hombre verdadero. Curiosamente, en uno o dos aspectos tenían menos en común con los monos que nosotros. El diente canino, el tercero a partir del centro, tan desarrollado en el gorila, y que en el hombre es puntiagudo y completamente distinto de los demás, no lo es en el hombre de Neanderthal. Éste tiene una hilera de dientes igualada; sus muelas difieren mucho de las nuestras y se parecen menos a las del mono. Tenía la cara más ancha y la frente mas estrecha que el hombre verdadero, pero no porque su cerebro ‘fuese más pequeño: por el contrario, era tan grande como el del hombre actual, aunque tenía otra forma: más voluminoso en su parte posterior y menos en la anterior, lo cual nos induce a suponer que actuó y pensó de manera distinta a nosotros. Quizá tenía más memoria y menos poder de raciocinio que el hombre verdadero, o acaso mas energía y menos inteligencia. Carecía de barbilla, y la manera como encajan sus mandíbulas hace muy improbable que utilizara los mismos sonidos que nosotros para hablar; cabe incluso que no hablara en absoluto. No podía sostener un objeto entre el índice y el pulgar. Cuanto más sabemos acerca de este hombre-bestia, más extraño lo encontramos y menos parecido al salvaje australoide que se ha supuesto que fue.
Cuando intentamos encontrar cualquier tipo de parentesco próximo entre este animal, feo, fuerte, bravo y torpe y la humanidad, disminuyen las probabilidades de que tuviera la piel y el cabello como los nuestros, y aumentan las de que fuera distinto: de cabellos hirsutos y peludo, con un extraño aspecto inhumano y más parecido al elefante o al rinoceronte, también peludos, contemporáneos suyos. Lo mismo que ellos, vivió en las frías tierras que bordeaban las nieves y los glaciares y que, por aquel entonces, retrocedían hacia el norte. Peludo y temblé, con la cara grande como una máscara, grandes cejas protuberantes y desprovisto de frente, empuñando un enorme pedernal y corriendo como un mono con la cabeza inclinada hacia delante, y no erguida como en el hombre, debió resultar una espantosa criatura para nuestros antepasados.
Es casi seguro que estos hombres peludos y los verdaderos se encontraron. Estos últimos debieron penetrar en el hábitat de los neandertalenses y debieron enfrentarse y pelear. Quizá algún día hallemos las pruebas de esta lucha.
Europa occidental, que es tan sólo una parte del mundo, pero que ha sido completamente explorada en busca de restos del hombre primitivo, se fue calentando poco a poco. Los glaciares, que una vez cubrieron la mitad del continente, estaban en retroceso, y grandes trechos de pastos estivales y unos pocos bosques de pinos y abedules se iban extendiendo lentamente por aquellas tierras antes heladas. Por entonces, el sur de Europa era semejante a la actual península del Labrador. Unos pocos animales resistentes al frío subsistían entre las nieves, y los osos invernaban. Con la primavera, los pastos y bosques se llenaron de renos, caballos salvajes, mamuts, elefantes y rinocerontes procedentes de los declives de aquel gran valle templado, hoy colmado de agua: el Mediterráneo. Antes de que éste fuera invadido por el océano, las golondrinas y muchas otras aves adquirieron el hábito de migrar hacia el norte, que todavía las empuja a desafiar el paso a través de los mares peligrosos que inundan y ocultan los recónditos secretos de los antiguos valles mediterráneos. El hombre peludo se alegró del regreso de la vida, salió de las cuevas en que se había refugiado durante el invierno, y empezó a dar buena cuenta de las fieras.
Seguramente estas criaturas fueron seres casi solitarios.
En invierno, la comida escaseaba demasiado para alimentar comunidades. Cuando un macho y una hembra se juntaban, sin duda se separaban durante el invierno para volverse a reunir en el verano; cuando sus hijos crecieron lo suficiente para molestarle, el hombre peludo los mató o expulsó. Si los mató, posiblemente se los comiera. Si lograron escapar, cabe que regresaran para matarle a él. Los hombres peludos tal vez tuvieron buena memoria, poca inteligencia y un carácter obstinado.
El hombre verdadero penetró en Europa procedente del sur, pero no sabemos de dónde. Cuando apareció, sus manos eran tan hábiles como las nuestras. Podía realizar dibujos, que aún hoy admiramos, y sabía pintar y esculpir. Los utensilios hechos por él eran más pequeños que los musterienses y mucho mas que los chelenses, pero mejores y más variados. No se vestían, pero fueron capaces de pintarse y probablemente hablaban. Llegaron en pequeños grupos. Eran más sociales que el hombre de Neanderthal, tenían leyes y se sometían a autocontrol; sus mentes habían recorrido un largo camino de adaptación y represión, lo que ha llevado a la intrincada mentalidad del hombre actual, con sus deseos ocultos, sus confusiones, su risa, sus fantasías y sueños. Esos hombres se mantenían unidos y se regían por las extrañas ¡imitaciones del tabú.
Eran aún seres salvajes, muy proclives a la violencia y vehementes en su lujuria y deseos; pero hasta donde eran capaces, obedecían unas leyes y costumbres, que ya eran antiguas, y temían el castigo si obraban mal. Entenderemos mejor cuanto ocurría en sus mentes si recordamos los temores, deseos, fantasías y supersticiones de nuestra niñez. Sus problemas morales eran iguales a los nuestros, sólo que… mas superficiales. Pertenecen a nuestra misma clase, pero no podemos entender m remotamente a aquella raza terrible, ni concebir con nuestras mentes actuales las extrañas ideas que pasaban por aquellos cerebros de forma rara. Nos sería más fácil intentar soñar y sentir cómo sueña y siente un gorila.
Podemos imaginar como el hombre verdadero, procedente de las desaparecidas tierras del valle mediterráneo, se extendió hacia el norte ocupando los valles hispánicos más altos, el sur y centro de Francia y todavía más arriba, la actual Inglaterra —pues no existía el canal entre Inglaterra y Francia—; las regiones forestales al este de! Rin, el amplio desierto que ahora constituye el mar del Norte, y la llanura alemana. Debieron abandonar los desiertos nevados de los Alpes, bastante más altos entonces y cubiertos de glaciares, dirigiéndose hacia el este. La migración septentrional obedeció a una razón evidente: la raza se multiplicaba y la comida escaseaba. Estarían agobiados por luchas y guerras. Carecían de morada estable, estaban acostumbrados a emigrar según las estaciones, y de vez en cuando, alguno de los grupos, empujado por el hambre y el miedo, se aventuraba mas al norte, hacia ¡o desconocido
Podemos imaginar a un pequeño grupo de estos nómadas, antepasados nuestros, llegando a una cumbre cubierta de pastos en esas tierras del norte. Debió ocurrir a finales de la primavera o a principios del verano, mientras seguían algunos animales herbívoros: una manada de renos o caballos.
Sirviéndose de diferentes medios, nuestros antropólogos han sido capaces de reconstruir diversos aspectos de la apariencia y costumbres de esos padres itinerantes de la humanidad.
No debieron ser grupos numerosos, pues en caso contrario no se les hubiera podido desalojar de sus anteriores territorios. Dos o tres hombres mayores de treinta años, ocho o diez mujeres y muchachas con unos cuantos niños, y algunos jóvenes de catorce a veinte años debieron constituir la comunidad. Gente de ojos marrones y cabellos ondulados oscuros; el color rubio de los europeos y el negro azulado de los chinos aún no habían aparecido en el mundo. Probablemente, el hombre más anciano gobernaba el grupo. Las mujeres y los niños se mantenían apartados de los hombres y los jóvenes, distantes de cualquier relación íntima por complejos y estrictos tabúes. Los jefes debían ser los encargados de rastrear la manada a la cual seguían. El rastreo era por aquel entonces el summum de la virilidad. Mediante señales y huellas que escaparían a un ojo civilizado, debieron ser capaces de interpretar los movimientos efectuados el día antes por la manada de vigorosos y pequeños caballos que les precedía. Debieron ser tan expertos, que por ligeros indicios fueron capaces de seguir el rastro como el perro sigue un olor,
Los caballos a los que perseguían les llevaban poca ventaja —según descubrían los rastreadores—, eran numerosos y nada los alarmaba. Pastaban y avanzaban muy despacio. No había señales de perros salvajes o de cualquier otro enemigo que pudiera provocar una estampida. Algunos elefantes también viajaban hacia el norte, y un par de veces nuestra tribu se cruzó con el rastro de unos rinocerontes que marchaban hacia el oeste
La tribu se movía con ligereza. Sus individuos iban desnudos, pero pintados de blanco y negro, rojo y amarillo. Es tanto el tiempo que nos separa de ellos, que resulta difícil saber si se tatuaban. Probablemente, no. Los recién nacidos y los niños más pequeños eran llevados por las mujeres a sus espaldas, sujetos con bandas o en bolsas hechas con pieles de animales, y acaso algunos, o todos, vestían mantos o fajas de piel de león y ceñían bolsas o cinturones de cuero. Los hombres empuñaban lanzas de punta afilada y llevaban fragmentos de pedernal en las manos.
Unas semanas antes, el anciano, el patriarca, señor, dueño y padre del grupo, había sido pisoteado y destrozado por un enorme toro en una ciénaga lejana. Después dos de las muchachas fueron raptadas por los jóvenes de otra tribu mas numerosa. A causa de estas pérdidas, el resto de la tribu buscaba nuevas tierras para cazar.
El paisaje que pudo contemplar el reducido grupo al llegar a la cima de la colma, era una versión mas sombría, desolada e inhóspita que el de la Europa occidental que hoy conocemos. En derredor, se extendía un declive cubierto de pastos, a través del cual voló una avefría emitiendo su melancólico grito. Más allá, un gran valle flanqueado por colmas purpúreas, por encima de las cuales se perseguían las sombras de las nubes de abril. Donde las colmas se volvían arenosas, surgían bosques de pinos y abedules, pequeños valles aparecían llenos de matorrales y en sus laderas húmedas se encontraba una serie de pantanos de un color verde brillante y extensos charcos de agua sucia. En la espesura de los valles, acechaban muchos animales, y donde los riachuelos serpentinos habían erosionado el suelo, aparecían riscos y cuevas. A lo lejos, mas al norte, en los declives de unas colinas que ahora descubrían, podían verse poneys pastando. A una señal de los dos jefes, el pequeño grupo se detuvo, y una de las mujeres que hablaba en voz baja con una niña pequeña, calló. Los hermanos observaban gravemente la vasta perspectiva.
—¡Uf! —exclamó uno bruscamente, señalando con el dedo.
—¡Uf! —gritó su hermano.
Los ojos de toda la tribu miraron en la dirección apuntada por el dedo.
Todos quedaron con la mirada fija.
Todos permanecieron inmóviles; la sorpresa los había dejado paralizados.
A lo lejos, en la falda de una colina, con el cuerpo de perfil y la cabeza vuelta hacia ellos, también paralizada por la sorpresa, se divisaba una figura gris y encorvada, más corpulenta pero mas baja que un hombre. Había trepado por detrás de un repliegue del terreno con el fin de escudriñar a los poneys, y de pronto volvió sus ojos y vio a la tribu. Su cabeza se proyectaba hacia delante como la de un babuino. En su mano aferraba algo que al grupo le pareció una gran piedra.
Durante algún tiempo, la mutua curiosidad animal mantuvo inmóviles al descubierto y a los descubridores. Luego, algunas mujeres y niños empezaron a moverse y avanzaron para ver mejor a la extraña criatura.
—¡Hombre! —dijo una vieja de cuarenta años—. ¡Hombre!
Al advertir el movimiento de las mujeres, aquel hombre terrible se volvió y corrió toscamente una veintena de metros hacia el bosque de abedules y malezas. Después, se paró otra vez para mirar un momento a los recién llegados, agitó el brazo de una forma extraña y penetró entre la vegetación.
Las sombras de la maleza lo engulleron, y en el momento de ocultarlo le confirieron un aspecto colosal. Confundido con ella, les observó. Las ramas de los árboles se convirtieron en largas extremidades plateadas, y un tronco crujió al caer.
Eran las primeras horas de la mañana y a lo largo del día, los jefes de la tribu esperaban llegar hasta donde estaban los poneys, aislar a uno allá abajo, entre las malezas y lugares pantanosos, herirlo, seguirlo y matarlo. Entonces celebrarían una fiesta, y en algún lugar del valle encontrarían agua y madera seca para encender fuego antes de que se hiciera de noche. Hasta el momento, la mañana les había parecido agradable y esperanzadora. Pero ahora se hallaban desconcertados. La aparición de aquella figura gris era como una repentina, horrible e inexplicable mueca que les hubiera dedicado la soleada mañana.
La expedición permaneció un rato mirando atentamente, y a continuación los dos jefes intercambiaron unas pocas palabras. Waugh, el mayor, señaló el lugar con el dedo. Click, su hermano, asintió con la cabeza. Irían, pero en lugar de bajar por el declive hacia la maleza, rodearían la colma
—Venid —dijo Waugh, y el pequeño grupo se puso otra vez en movimiento.
Pero ahora marchaba en silencio. Cuando uno de los niños pequeños quiso preguntar algo a su madre, ésta lo redujo al silencio con una amenaza. Todos miraban fijamente hacia la maleza.
De pronto, una muchacha chilló y señaló con el dedo. Los demás se sobresaltaron y detuvieron la marcha.
Aquella cosa terrible estaba nuevamente allí. Corría por el terreno despejado, brincando casi a gatas. Tenía la espalda curvada y era bajo pero muy grande; era un monstruo semejante a un lobo de pelo gris. Algunas veces, sus largos brazos casi tocaban el suelo Estaba más cerca que antes, pero desapareció otra vez entre las ramas. Parecía introducirse entre unos helechos rojos marchitos…
Waugh y Click se consultaron mutuamente.
A un kilómetro y medio de allí comenzaba el valle cubierto de maleza. Más allá, se extendían unas colmas onduladas y sin vegetación. Los caballos seguían pastando en la dirección del sol, y ahora, hacia el norte, en lo alto de una colma, podía verse una manada de rinocerontes alejándose, cuyos redondos traseros parecían una sarta de cuentas negras.
Si la tribu avanzaba a través de los pastos, aquel ser que les acechaba tendría que permanecer oculto o salir al descubierto. Si salía, los doce hombres y jóvenes de la tribu ya sabían cómo tratarle.
Así pues, empezaron a caminar a través de los pastos. El pequeño grupo dio un rodeo hasta el principio del valle y, una vez allí, los hombres se quedaron en la cima mientras las mujeres y los niños avanzaban por campo abierto.
Durante un rato, los observadores permanecieron inmóviles, y a continuación Waugh empezó a hacer ademanes de desafío. Click no iba a quedarse atrás. Se lanzaron gritos hacia el espía escondido, y uno de los muchachos, que tenía algo de payaso, después de ejecutar ciertas muecas y gestos desagradables, acabó haciendo una excelente imitación de aquella cosa gris corriendo a saltos. Al ver esto, el miedo dio paso a la hilaridad.
En aquella época, la risa era un don social. Los hombres podían reír, pero no aquel horrible prehumano que observaba y se sorprendía en la sombra. Se maravilló. Los hombres se movían, reían y se pegaban mutuamente en los muslos mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Ninguna señal salió de la maleza.
—¡Yajah! —exclamaron los hombres—, ¡Yajah! Bzzzzz. ¡Yajah! ¡Yah!
Olvidaron por completo lo asustados que habían estado.
Y cuando Waugh pensó que las mujeres y los niños ya estaban a suficiente distancia, ordenó a los hombres que le siguieran.
De una manera parecida a ésta, aquellos hombres, antepasados nuestros, vieron por primera vez a los pre humanos en las soledades de Europa occidental…
Ambas razas no tardarían en mantener una vecindad más estrecha.
Los recién llegados fueron introduciéndose paulatinamente en las tierras de aquellos hombres aterradores. Al poco tiempo, empezaron a verse otros ejemplares de formas semihumanas que se ocultaban y figuras grises que corrían entre las sombras del anochecer. Una mañana, Click encontró unas huellas estrechas y largas alrededor del campamento…
Días mas tarde, mientras comía una baya espinosa, una de las niñas se alejó demasiado del grupo. Se oyó un chillido, un forcejeo y un ruido sordo, y una cosa gris y peluda se abrió paso entre los matorrales llevándose a su víctima. Waugh y tres de los hombres más jóvenes le persiguieron. Alcanzaron a su enemigo en una hondonada oscura y muy espesa. Esta vez no se las tuvieron que ver con un neandertalense solitario. Saliendo de entre las ramas, se les acercó un gran macho con el fin de proteger la retirada de su compañera, y alcanzó con una roca a un joven, al que dejó cojo. Pero Waugh arrojó su lanza, que hirió en e! hombro al monstruo, el cual se detuvo gruñendo.
No escucharon ningún otro sonido procedente de la niña robada. La hembra apareció durante un momento por encima de la hondonada, gruñendo, manchada de sangre y con un aspecto horripilante, y los hombres se detuvieron, temerosos de continuar su persecución y sin importarles desistir. Uno de ellos ya se alejaba cojeando y tocándose la rodilla con la mano.
¿Cuál fue el resultado de esta primera batalla?
Quizá fue contrario a los hombres de nuestra raza. Quizá el gran macho neandertalense con los pelos y barba horriblemente erizados, cayó a la hondonada con un rugido atronador y una gran piedra en cada mano. No sabemos si lanzaba aquellos grandes discos de pedernal o golpeaba con ellos. Quizá Waugh murió en el momento de huir. Acaso para la pequeña tribu el episodio significó un tremendo desastre. Sin detenerse, dos de sus miembros huyeron hacia las colmas tan aprisa como pudieron, manteniéndose juntos para protegerse y dejando atrás al joven herido, que cojeaba solo y aterrado.
Supongamos que al fin consiguió regresar a su tribu… después de vanas horas de pesadilla.
Ahora que Waugh había desaparecido, Click se convirtió en el patriarca. A él correspondió disponer el campamento de la tribu aquella noche y encender el fuego en lo alto de las colinas, entre los brezos lejos de los matorrales donde podía esconderse el hombre aterrador.
Lo que aquél pensaba de ¡os hombres lo ignoramos, pero lo que éstos pensaban de él sí podemos imaginarlo: consideraban los diversos modos en que podía actuar el enemigo e idearon la manera de engañarlo. Tal vez fue Click el primero en tener la idea de acercarse por arriba al barranco, donde tenían sus guaridas los hombres de Neanderthal, porque, como ya hemos dicho, los neandertalenses no podían levantar la cabeza. Una vez allí, deslizarían una piedra sobre ellos o bien les arrojarían teas ardiendo a fin de incendiar los helechos secos.
Es agradable pensar en una victoria de los hombres. Ese Click que hemos conjurado huyó presa del pánico al producirse el primer ataque del terrible macho, pero aquella noche, mientras meditaba al lado del fuego, creyó oír el grito de la ruña raptada y le invadió la rabia. Luego, soñó que aquel ser aterrador le atacaba. Click luchó con él y acabó despertándose completamente furioso La hondonada donde había perecido Waugh le fascinaba. Se sintió impelido a volver allí para ver otra vez a aquellas bestias horribles acecharlas siguiendo sus huellas y, emboscado, observarles otra vez. Se dio cuenta de que los neandertalenses no podían trepar con ¡a misma facilidad del hombre, oír tan bien, ni huir con la misma rapidez. Aquellos hombres horribles debían ser tratados como los osos, animales cuya lentitud permite echarse a correr, dispersarse y luego acercárseles por detrás.
Pero dudamos de que el primer grupo humano llegado a la tierra de los hombres aterradores fuera tan inteligente como para solucionar los problemas presentados por este nuevo tipo de guerra. Quizá regresaron al sur, a las regiones mas propicias de las cuales procedían, y fueron absorbidos o eliminados por los de su propia estirpe. Acaso perecieron todos en aquella nueva tierra donde eran unos intrusos. Pero tal vez permanecieron allí y mantuvieron su presencia y aumentaron su número. Si, en efecto, sucedió de este modo, otros de su propia clase les siguieron y conquistaron un futuro mejor.
Aquél fue el principio de una era de pesadilla para los niños de la tribu humana. Sabían que les vigilaban.
Les seguían las huellas. Las leyendas acerca de ogros y gigantes que comen carne humana y cazan a los niños pueden provenir de esos lejanos días de terror. En cuanto a los neandertalenses, éste fue para ellos el principio de una guerra incesante, que sólo terminaría con su exterminio.
Aunque no fuesen tan altos ni anduviesen tan erectos como el hombre, los neandertalenses eran mas pesados y fuertes, pero también más estúpidos, y vivían aislados en grupos de dos o tres; en cambio, los hombres eran más rápidos, inteligentes y sociales: cuando luchaban lo hacían unidos. Acecharon, rodearon, incomodaron y atacaron a sus enemigos por todos lados. Lucharon con aquella horrible raza como los perros con un oso. Se gritaban unos a otros lo que debían hacer, mientras los neandertalenses, que no solían hablar, no les entendían. Se movían demasiado aprisa y luchaban con demasiada astucia.
Fueron muchos y encarnizados los duelos y batallas que sostuvieron por la posesión del mundo estas dos estirpes de hombres en las estepas ventosas y en aquella sombría época. Las dos razas eran incompatibles. Ambas ambicionaban las mismas cavernas y pedregales cercanos a los ríos, donde podían obtenerse los pedernales de mayor tamaño. Ambas luchaban por los mamuts muertos, encenagados en los pantanos, y por los renos que sucumbían en la época de celo. Cuando una tribu humana encontraba señales de los hombres neandertalenses cerca de su cueva o lugares de acecho, se veía forzada a perseguirlos y matarlos; su segundad y la de sus hijos únicamente podía asegurarse mediante estas matanzas. Por su parte, los neandertalenses pensaban que los niños humanos eran buenos para jugar y para devorarlos.
Ignoramos cuánto tiempo logró sobrevivir el hombre aterrador en aquel frío mundo de pinos y abedules plateados, entre las estepas y los glaciares, después de la llegada del hombre. Puede haber subsistido durante muchísimo tiempo, volviéndose más astuto y peligroso a medida que disminuía su número. El hombre lo cazó rastreando sus huellas, observando el humo de sus fuegos y quitándole la comida.
En ese mundo olvidado, aparecieron grandes paladines, hombres que se enfrentaban con el hombre-bestia gris, lo derrotaban y mataban. Confeccionaron largas espadas de madera, con las puntas endurecidas por el fuego, y construyeron escudos de piel para protegerse de sus poderosos golpes. Los atacaron con piedras atadas a cuerdas o lanzadas con hondas. Pero no fueron sólo los hombres quienes lucharon contra la bestia horrible; también se enfrentaron a ellos las mujeres. Éstas protegieron a sus hijos y estuvieron al lado de sus hombres para luchar contra el ser espantoso que parecía y no parecía humano. A menos que los sabios interpreten erróneamente los signos, fueron las mujeres quienes engrandecieron las tribus en que se fueron convirtiendo las familias de aquellos tiempos remotos. El ingenio sutil y amoroso de las mujeres protegió a sus hijos de la cólera feroz del patriarca, enseñó a esquivar sus celos y furores, y lo persuadió para que los tolerara, obteniendo así su ayuda contra el terrible enemigo. Fue la mujer, dice Atkinson, quien en los principios de la raza humana enseñó los primeros tabúes: que un hijo debe apartarse del camino de su madrastra y buscar esposa en otra tribu, para así mantener la paz en la familia; quien se interpuso entre los fratricidas y quien primero trataba de pacificar los ánimos. Las primitivas sociedades humanas fueron fruto de su trabajo. Supo enfrentarse a la sociedad y a la fiereza distante del macho adulto A través de ella los hombres aprendieron a colaborar como hijos y hermanos. El neandertalense no aprendió ni el más mínimo rudimento de colaboración, en cambio, el hombre ya había ideado un alfabeto que algún día se difundiría por toda la Tierra. Los hombres formaban grupos que oscilaban de doce a veinte individuos aproximadamente. En cambio, los grupos de neandertalenses no pasaban de dos o tres, por lo que fueron perseguidos y eliminados hasta su total extinción.
Generación tras generación, época tras época, se desarrolló esa larga lucha entre los hombres que no eran completamente humanos y el hombre verdadero, antepasado nuestro, que llegó a Europa occidental procedente del sur. Miles de combates y muertes, matanzas inesperadas y huidas temerarias tuvieron lugar entre las cuevas y las malezas de aquel ventoso y frío mundo de la época que va desde la última glaciación a los tiempos actuales. Al fin, el último de aquellos hombres horribles se vio obligado a enfrentarse con las espadas de sus perseguidores en medio de la ira y el desespero.
¡Cuántos sobresaltos durante esa larga lucha! ¡Cuántos momentos de terror y de triunfo! ¡Cuántos actos de fidelidad y valentía desesperada! Y los esfuerzos de los vencedores eran nuestro esfuerzo; en líneas generales, nosotros somos idénticos a aquellos seres morenos y pintarrajeados que corrían, luchaban y se ayudaban unos a otros. La sangre de nuestras venas ya ardía en aquellas batallas y se helaba en aquellos terrores de un pasado olvidado. Porque se ha olvidado. Excepto, quizá, en algunos vagos terrores de nuestros sueños y en algunos elementos subyacentes en las leyendas y cuentos infantiles, ha desaparecido por completo de la memoria de nuestra estirpe. Pero nunca se pierde todo sin dejar rastro. Hace setenta u ochenta años, unos sabios curiosos empezaron a sospechar que en ciertos fragmentos de pedernal y restos de huesos hallados en depósitos antiguos, se ocultaban recuerdos de aquellas épocas primitivas. Mucho más recientemente, otros han empezado a encontrar indicios de extrañas experiencias remotas en los sueños y fantasías de las mentes modernas. De manera gradual, estos huesos resecos empiezan a revivir.
La reconstrucción del pasado es una de las aventuras mas sorprendentes de la humanidad. Ésta, al seguir las investigaciones de los estudiosos de estos antiguos restos, se siente como un hombre que hojea las páginas amarillentas de un viejo y olvidado diario, un libro que habla de su adolescencia. Su pasada juventud revive, una vez más le aguijonean los antiguos estímulos y recobra la felicidad de antaño. Pero las antiguas pasiones que una vez ardieron, ahora sólo le producen un poco de calor, y los viejos temores y angustias ya no significan nada.
Puede que un día, estas memorias recuperadas se vuelvan tan vividas como si nosotros mismos hubiéramos estado allí compartiendo la emoción y el miedo de aquellos primeros tiempos; puede llegar un día en que las bestias del pasado cobren vida en nuestra imaginación, recorramos una vez más escenarios ya desvanecidos, movamos unos miembros pintados que creíamos convertidos en polvo, y sintamos de nuevo el calor del sol de un millón de años atrás.