Namgay Doola
Autor: Joseph Rudyard Kipling
Ala playa llegó un pobre exilado irlandés.
El rocío empapaba su viejo abrigo helado.
Aún su vapor de regreso no había zarpado:
¡ya era Mike concejal y proponía una ley!
El rocío empapaba su viejo abrigo helado.
Aún su vapor de regreso no había zarpado:
¡ya era Mike concejal y proponía una ley!
Había una vez un rey que vivía en la carretera del Tíbet, millas adentro del Himalaya. Su
reino estaba a once mil pies del suelo y tenía exactamente cuatro millas cuadradas, pero la mayoría de estas millas eran verticales debido a la naturaleza del país. Sus rentas ascendían a algo menos de cuatrocientas libras al año y se gastaban en el mantenimiento de un elefante y de un ejército permanente de cinco hombres. Era tributario del Gobierno de la India, que le permitía ciertas sumas a cambio de preparar una sección de la carretera entre el Tíbet y el Himalaya. Incrementaba aún más sus rentas con la venta de madera a las compañías del ferrocarril, porque talaba los grandes árboles deodar en su
única selva, y estos caían atronando al río Sutlej y eran arrastrados hasta las llanuras, trescientas millas más abajo, y se convertían en traviesas de ferrocarril y coches––cama. De vez en cuando, este Rey, cuyo nombre no tiene importancia, montaba un caballo de pelaje anillado y cabalgaba decenas de millas hasta la ciudad de Simia para conferenciar con el Vicegobernador sobre asuntos de Estado, o para asegurar al virrey que su espa
da estaba al servicio de la Reina––Emperatriz. Entonces el Virrey hacía que tocaran un redoble de tambor y el caballo de pelaje anillado, junto con la caballería del Estado ––dos hombres harapientos –– y el heraldo que llevaba el bastón de plata que precedía al Rey, emprendían al trote el camino de vuelta a su Estado, que se encontraba entre el pie de un glaciar que subía hasta el cielo y un oscuro bosque de abedules.
Debo decir que de un rey así, capaz de recordar siempre que tenía un elefante verdadero y cuyos antepasados se remontaban a mil doscientos años atrás, yo esperaba, cuando el destino me llevó a vagar por sus dominios, nada más que la simple licencia de vivir.
Había caído la noche entre la lluvia y las nubes precipitadas borraban las luces de los pueblos del valle. A cuarenta millas, sin merma de nube o tormenta, el hombre blanco del Donga Pa ––la montaña del Consejo de los Dioses sostenía la estrella vespertina. Los monos se arrullaban tristemente unos a otros mientras buscaban lugares secos donde dormir en los árboles enguirnaldados de helechos, y la última bocanada de viento del día traía de los pueblos invisibles el olor del humo húmedo de la leña quemada y de pasteles calientes, de la maleza que goteaba y de las piñas que se pudrían. Ése es el verdadero olor del Himalaya y, si se adentra una vez en la sangre del hombre, ese hombre, al final, se olvidará de todo lo demás y volverá a las montañas a morir. Las nubes se cerraron y el olor desapareció, y no quedó nada en el mundo salvo la fría neblina blanca y el estruendo del río Sutlej que corría abajo, por el valle. Un cordero de gruesa cola, que no quería morir, balaba patéticamente a la puerta de mi tienda. El cordero forcejeaba con el Primer Ministro y el Director General de Educación Pública y era un regalo real para mí y para mis sirvientes del campamento. Expresé mi reconocimiento como era debido y pregunté si podía tener una audiencia con el Rey. El Primer Ministro se reajustó el turbante, que se le había caído en la lucha, y me aseguró que el Rey estaría muy complacido en recibirme. Por lo tanto, envié dos botellas como aperitivo, y cuando el cordero hubo entrado en otra reencarnación me fui al palacio del Rey a través de la llovizna. Me había enviado su ejército de escolta, pero el ejército se quedó a hablar con mi cocinero. Los soldados son muy parecidos en todo el mundo.
El palacio era una casa de madera y adobe encalado de cuatro habitaciones, la mejor de las montañas en una jornada de viaje a la redonda. El Rey estaba vestido con una chaqueta de terciopelo morada, pantalones de muselina blanca y un rico turbante de color azafrán. Me concedió audiencia en una pequeña habitación alfombrada que se abría al patio del palacio, morada del Elefante del Estado. El gran animal estaba cubierto y sujeto de la cabeza a los pies, y la curva de su trasero surgía grandiosa contra la niebla.
El Primer Ministro y el Director General de Educación Pública estaban allí para presentarme, pero habían despachado al resto de la Corte, no fuera a ser que las dos botellas anteriormente mencionadas pudieran corromper su moral. El Rey me puso una guirnalda de flores muy olorosas en el cuello mientras me inclinaba a saludarle, y me preguntó cómo mi honrada presencia tenía la felicidad de encontrarse. Yo dije que al ver su auspicioso semblante las nieblas de la noche se habían transformado en rayos de sol, y que, debido a la benéfica influencia de su cordero, sus buenas obras serían recordadas por los dioses. Él dijo que ya que yo había puesto mi magnífico pie en su reino, la cosecha daría probablemente un setenta por ciento más de lo habitual. Le dije que la fama del Rey había alcanzado los cuatro puntos cardinales y que las naciones rechinaban sus dientes cuando oían a diario las glorias de su reino y la sabiduría de su Primer Ministro, semejante a la luna, y la del Director General de Educación Pública, semejante al loto.
Y entonces nos sentamos en limpios cojines blancos; yo, a la derecha del Rey. Tres minutos después me estaba contando que el estado de la cosecha del maíz era desastroso y que las compañías de ferrocarril no le pagaban bastante por su madera. La conversación pasaba de una cosa a otra con las botellas, y el Rey me hizo confidencias acerca del Gobierno en general. Sobre todo insistía en los defectos de uno de sus súbditos, quien, por lo que yo pude colegir, estaba paralizando al ejecutivo.
–– En los viejos tiempos ––dijo el Rey–– podía haber ordenado que ese elefante le pisoteara hasta matarlo. Ahora tengo que enviarlo a setenta millas al otro lado de las montañas para que lo juzguen, y su mantenimiento correrá a cargo del Estado. El elefante se lo come todo.
–– ¿Y cuáles son los crímenes de ese hombre, sahib Rajá? ––dije.
–– En primer lugar, es un extranjero y no uno de los míos. En segundo lugar, dado que, por gracia, le concedí tierras cuando llegó aquí por primera vez, ahora se niega a pagar las rentas. ¿No soy yo el señor de la tierra, de su superficie y de sus entradas, con derecho, por ley y costumbre, a un octavo de la cosecha? Y sin embargo, este demonio se establece, se niega a pagar un solo impuesto y engendra una camada venenosa de niños.
–– Mételo en la cárcel –– dije yo.
–– Sahib ––contestó el Rey, cambiando de postura entre los cojines––, una vez, una sola vez en estos cuarenta años me visitó la enfermedad y me vi imposibilitado de viajar y salir. En aquella hora hice un voto ante mi dios: que nunca más separaría a hombre o mujer de la luz del sol o del aire del dios; porque me di cuenta de la naturaleza del castigo. ¿Cómo voy a romper mi juramento? Si fuera tan sólo cosa de cortar una mano o un pie no demoraría mi decisión. Pero incluso eso es imposible, ahora que mandan los ingleses. Uno u otro de los míos ––y lanzó una mirada oblicua al Director General de Educación Pública–– escribiría inmediatamente una carta al Virrey y quizá me vería privado de mi redoble de tambor.
Desatornilló la boquilla de plata de su pipa de agua y le puso una de ámbar, tras lo cual me pasó la pipa.
–– No contento con negarse a pagar las rentas de su cosecha ––continuó–– ese extranjero se niega también al begar (esto es el trabajo forzado en las carreteras) e incita a mis hombres a que cometan traición semejante, y sin embargo, cuando quiere, es un experto leñador. No hay nadie mejor ni más osado entre mi gente a la hora de desbloquear el río cuando los maderos se han quedado agarrados y no hay forma de moverlos.
Pero adora a dioses extraños ––dijo el Primer Ministro con deferencia.
–– Eso no importa ––dijo el Rey, que era tan tolerante como Akbar en materias de fe ––. A cada hombre su dios, y el fuego de la Madre Tierra para todos nosotros, al fin. Es su rebeldía lo que me ofende.
–– El Rey tiene un ejército ––sugerí––. ¿No le ha quemado la casa el Rey y le ha dejado desnudo y expuesto a los rocíos de la noche?
–– No, una cabaña es una cabaña, y sostiene la vida de un hombre. Pero en una ocasión le envié el ejército cuando sus excusas me estaban ya cansando: les rompió la cabeza a tres de ellos con un palo. Los otros dos hombres huyeron corriendo. Además las armas no funcionaron.
Yo había visto el equipo de la infantería. Un tercio del mismo consistía en un viejo cacharro para matar aves, que se cargaba por la boca, con un agujero oxidado donde debía haber estado la chimenea; otro tercio era un mosquete viejo unido con un alambre y provisto de una culata carcomida por los gusanos, y el último tercio, un rifle para cazar patos del calibre cuatro, sin pedernal.
Pero hay que recordar ––dijo el Rey, extendiendo la mano para alcanzar la botella–– que es un experto leñador y un hombre alegre. ¿Qué haremos con él, sahib?
Aquello era interesante. Para los tímidos paisanos de las montañas, negarse a pagar sus impuestos al Rey era como negarles las rentas a sus dioses.
–– Si el Rey me concede el permiso ––dije–– no levantaré mis tiendas hasta dentro de tres días e iré a ver a ese hombre. La misericordia del Rey se asemeja a la misericordia divina, y la rebeldía es como el pecado de brujería. Además ambas botellas y otra más están vacías.
–– Tienes mi permiso para ir ––dijo el Rey.
A la mañana siguiente, un pregonero recorrió el Estado proclamando que había un embotellamiento de troncos en el río y que incumbía a todos los súbditos leales el solucionarlo. La gente acudió desde sus pueblos hasta el cálido y húmedo valle de campos de amapolas, y el Rey y yo fuimos con ellos. Cientos de troncos de deodar talados se arremolinaban en torno a un saliente de una roca, y el río arrastraba más troncos a cada minuto, con lo que el bloqueo se completaba. El agua gruñía, se retorcía y sacudía alrededor de la madera, y la población del Estado comenzó a empujar los troncos más cercanos con la esperanza de iniciar un movimiento que arrastrara a todos los demás. Y entonces se oyó un grito: « ¡Namgay Doola! ¡Namgay Doola! », y un aldeano grande, de pelo rojo, se acercó a toda prisa, quitándose la ropa mientras corría.
–– Ése es. Ése es el rebelde ––dijo el Rey––. Ahora despejará el embalse.
–– Pero ¿por qué tiene el pelo rojo? ––pregunté, ya que el pelo rojo es tan raro entre los montañeses como el azul o el verde.
–– Es un extranjero ––dijo el Rey––. ¡Bien hecho! ¡Oh, bien hecho!
Namgay Doola había trepado al centro del amontonamiento y con una especie de bichero muy rudimentario pinchó el extremo de un tronco. Se deslizó despacio hacia delante, con la lentitud de movimientos de un caimán, y le siguieron tres o cuatro troncos y el agua verde empezó a salir a chorro por los vacíos que habían dejado. Y entonces los del pueblo aullaron y gritaron y treparon a los troncos, empujando y tirando de la obsti-nada madera, y la cabeza roja de Namgay Doola era la más visible de todas. Los troncos se movían y se golpeaban unos contra otros y crujían a medida que nuevos envíos de río arriba golpeaban el remanso que iba desapareciendo. Por fin todos cedieron en un vértigo de espuma, troncos que corrían, cabezas negras que subían y bajaban y una confusión indescriptible. El río se llevaba todo consigo. Vi la cabeza roja hundirse con los últimos restos del boqueo y desaparecer entre los enormes, trituradores de troncos de árbol. Apareció de nuevo junto a la orilla, soplando como una orca. Namgay Doola se quitó el agua de los ojos e hizo una reverencia al Rey. Tuve tiempo de observarle de cerca. El rojo virulento de su cabeza y de su barba eran de lo más sorprendente, y en el bosquecillo de pelo rizado sobre unos pómulos salientes brillaba un par de ojos azule bien alegres. Desde luego que era extranjero, y, con todo, un tibetano en lenguaje, vestido y aspecto. Hablaba el dialecto lepcha con una indescriptible suavización de las guturales. No era tanto un deje como un acento.
–– ¿De dónde procedes? ––le pregunté.
–– Del Tíbet ––y señaló al otro lado de las montañas, sonriendo.
Esa sonrisa me llegó al corazón. Mecánicamente, le di la mano y Namgay Doola me la estrechó. Ningún tibetano puro hubiera entendido el significado de aquel gesto. Fue a buscar su ropa, y cuando subía hasta su pueblo oí un grito de alegría que me pareció inexplicablemente familiar. Era el grito de Namgay Doola.
–– Ya ves ahora ––dijo el Rey–– por qué no lo mato. Es un hombre intrépido con mis troncos, pero ––y sacudió la cabeza como un maestro de escuela–– sé que dentro de nada habrá quejas contra él en la Corte. Volvamos a palacio a hacer justicia.
El Rey tenía la costumbre de juzgar a sus súbditos diariamente entre las once y las tres. Le vi decidir con ecuanimidad en asuntos importantes de apropiación indebida, difamación, y un adulterio de poca monta. Después frunció el ceño y me llamó.
–– De nuevo se trata de Namgay Doola ––dijo con desesperación––. No contento con negarse a pagar los impuestos que le corresponden, ha conseguido que medio pueblo se juramente para hacer la misma traición. ¡Nunca me había ocurrido una cosa así! Tampoco es que mis impuestos sean demasiado elevados.
Un campesino de cara de conejo, con un golpe gris rojizo detrás de la oreja, se adelantó temblando. Había tomado parte en la conspiración, pero lo había confesado todo y esperaba el favor real.
–– Oh, Rey dije yo––. Que la voluntad del Rey permita que este asunto quede así hasta mañana. Sólo los dioses pueden actuar correctamente con celeridad, y quizá el campesino haya mentido.
–– No, porque yo conozco la naturaleza de Namgay Doola; pero, ya que un invitado lo pide, dejemos el asunto. Hablarás con dureza a este extranjero pelirrojo. Quizá te escuche a ti.
Hice un intento aquella misma noche, pero por mi vida que no pude mantenerme serio. Namgay Doola sonreía de forma muy persuasiva y empezó a contarme una historia de un gran oso pardo en un campo de amapolas junto al río. ¿Me gustaría ir a cazarlo? Hablé con austeridad del pecado de conspiración y de la certidumbre del castigo. El rostro de Namgay Doola se ensombreció por un momento. Poco después se retiró de mi tienda y le oí cantar para sí mismo bajo los pinos. Las palabras me resultaban ininteligibles, pero la melodía, como su insinuante acento límpido, me parecieron el fantasma de algo extrañamente familiar:
reino estaba a once mil pies del suelo y tenía exactamente cuatro millas cuadradas, pero la mayoría de estas millas eran verticales debido a la naturaleza del país. Sus rentas ascendían a algo menos de cuatrocientas libras al año y se gastaban en el mantenimiento de un elefante y de un ejército permanente de cinco hombres. Era tributario del Gobierno de la India, que le permitía ciertas sumas a cambio de preparar una sección de la carretera entre el Tíbet y el Himalaya. Incrementaba aún más sus rentas con la venta de madera a las compañías del ferrocarril, porque talaba los grandes árboles deodar en su
única selva, y estos caían atronando al río Sutlej y eran arrastrados hasta las llanuras, trescientas millas más abajo, y se convertían en traviesas de ferrocarril y coches––cama. De vez en cuando, este Rey, cuyo nombre no tiene importancia, montaba un caballo de pelaje anillado y cabalgaba decenas de millas hasta la ciudad de Simia para conferenciar con el Vicegobernador sobre asuntos de Estado, o para asegurar al virrey que su espa
da estaba al servicio de la Reina––Emperatriz. Entonces el Virrey hacía que tocaran un redoble de tambor y el caballo de pelaje anillado, junto con la caballería del Estado ––dos hombres harapientos –– y el heraldo que llevaba el bastón de plata que precedía al Rey, emprendían al trote el camino de vuelta a su Estado, que se encontraba entre el pie de un glaciar que subía hasta el cielo y un oscuro bosque de abedules.
Debo decir que de un rey así, capaz de recordar siempre que tenía un elefante verdadero y cuyos antepasados se remontaban a mil doscientos años atrás, yo esperaba, cuando el destino me llevó a vagar por sus dominios, nada más que la simple licencia de vivir.
Había caído la noche entre la lluvia y las nubes precipitadas borraban las luces de los pueblos del valle. A cuarenta millas, sin merma de nube o tormenta, el hombre blanco del Donga Pa ––la montaña del Consejo de los Dioses sostenía la estrella vespertina. Los monos se arrullaban tristemente unos a otros mientras buscaban lugares secos donde dormir en los árboles enguirnaldados de helechos, y la última bocanada de viento del día traía de los pueblos invisibles el olor del humo húmedo de la leña quemada y de pasteles calientes, de la maleza que goteaba y de las piñas que se pudrían. Ése es el verdadero olor del Himalaya y, si se adentra una vez en la sangre del hombre, ese hombre, al final, se olvidará de todo lo demás y volverá a las montañas a morir. Las nubes se cerraron y el olor desapareció, y no quedó nada en el mundo salvo la fría neblina blanca y el estruendo del río Sutlej que corría abajo, por el valle. Un cordero de gruesa cola, que no quería morir, balaba patéticamente a la puerta de mi tienda. El cordero forcejeaba con el Primer Ministro y el Director General de Educación Pública y era un regalo real para mí y para mis sirvientes del campamento. Expresé mi reconocimiento como era debido y pregunté si podía tener una audiencia con el Rey. El Primer Ministro se reajustó el turbante, que se le había caído en la lucha, y me aseguró que el Rey estaría muy complacido en recibirme. Por lo tanto, envié dos botellas como aperitivo, y cuando el cordero hubo entrado en otra reencarnación me fui al palacio del Rey a través de la llovizna. Me había enviado su ejército de escolta, pero el ejército se quedó a hablar con mi cocinero. Los soldados son muy parecidos en todo el mundo.
El palacio era una casa de madera y adobe encalado de cuatro habitaciones, la mejor de las montañas en una jornada de viaje a la redonda. El Rey estaba vestido con una chaqueta de terciopelo morada, pantalones de muselina blanca y un rico turbante de color azafrán. Me concedió audiencia en una pequeña habitación alfombrada que se abría al patio del palacio, morada del Elefante del Estado. El gran animal estaba cubierto y sujeto de la cabeza a los pies, y la curva de su trasero surgía grandiosa contra la niebla.
El Primer Ministro y el Director General de Educación Pública estaban allí para presentarme, pero habían despachado al resto de la Corte, no fuera a ser que las dos botellas anteriormente mencionadas pudieran corromper su moral. El Rey me puso una guirnalda de flores muy olorosas en el cuello mientras me inclinaba a saludarle, y me preguntó cómo mi honrada presencia tenía la felicidad de encontrarse. Yo dije que al ver su auspicioso semblante las nieblas de la noche se habían transformado en rayos de sol, y que, debido a la benéfica influencia de su cordero, sus buenas obras serían recordadas por los dioses. Él dijo que ya que yo había puesto mi magnífico pie en su reino, la cosecha daría probablemente un setenta por ciento más de lo habitual. Le dije que la fama del Rey había alcanzado los cuatro puntos cardinales y que las naciones rechinaban sus dientes cuando oían a diario las glorias de su reino y la sabiduría de su Primer Ministro, semejante a la luna, y la del Director General de Educación Pública, semejante al loto.
Y entonces nos sentamos en limpios cojines blancos; yo, a la derecha del Rey. Tres minutos después me estaba contando que el estado de la cosecha del maíz era desastroso y que las compañías de ferrocarril no le pagaban bastante por su madera. La conversación pasaba de una cosa a otra con las botellas, y el Rey me hizo confidencias acerca del Gobierno en general. Sobre todo insistía en los defectos de uno de sus súbditos, quien, por lo que yo pude colegir, estaba paralizando al ejecutivo.
–– En los viejos tiempos ––dijo el Rey–– podía haber ordenado que ese elefante le pisoteara hasta matarlo. Ahora tengo que enviarlo a setenta millas al otro lado de las montañas para que lo juzguen, y su mantenimiento correrá a cargo del Estado. El elefante se lo come todo.
–– ¿Y cuáles son los crímenes de ese hombre, sahib Rajá? ––dije.
–– En primer lugar, es un extranjero y no uno de los míos. En segundo lugar, dado que, por gracia, le concedí tierras cuando llegó aquí por primera vez, ahora se niega a pagar las rentas. ¿No soy yo el señor de la tierra, de su superficie y de sus entradas, con derecho, por ley y costumbre, a un octavo de la cosecha? Y sin embargo, este demonio se establece, se niega a pagar un solo impuesto y engendra una camada venenosa de niños.
–– Mételo en la cárcel –– dije yo.
–– Sahib ––contestó el Rey, cambiando de postura entre los cojines––, una vez, una sola vez en estos cuarenta años me visitó la enfermedad y me vi imposibilitado de viajar y salir. En aquella hora hice un voto ante mi dios: que nunca más separaría a hombre o mujer de la luz del sol o del aire del dios; porque me di cuenta de la naturaleza del castigo. ¿Cómo voy a romper mi juramento? Si fuera tan sólo cosa de cortar una mano o un pie no demoraría mi decisión. Pero incluso eso es imposible, ahora que mandan los ingleses. Uno u otro de los míos ––y lanzó una mirada oblicua al Director General de Educación Pública–– escribiría inmediatamente una carta al Virrey y quizá me vería privado de mi redoble de tambor.
Desatornilló la boquilla de plata de su pipa de agua y le puso una de ámbar, tras lo cual me pasó la pipa.
–– No contento con negarse a pagar las rentas de su cosecha ––continuó–– ese extranjero se niega también al begar (esto es el trabajo forzado en las carreteras) e incita a mis hombres a que cometan traición semejante, y sin embargo, cuando quiere, es un experto leñador. No hay nadie mejor ni más osado entre mi gente a la hora de desbloquear el río cuando los maderos se han quedado agarrados y no hay forma de moverlos.
Pero adora a dioses extraños ––dijo el Primer Ministro con deferencia.
–– Eso no importa ––dijo el Rey, que era tan tolerante como Akbar en materias de fe ––. A cada hombre su dios, y el fuego de la Madre Tierra para todos nosotros, al fin. Es su rebeldía lo que me ofende.
–– El Rey tiene un ejército ––sugerí––. ¿No le ha quemado la casa el Rey y le ha dejado desnudo y expuesto a los rocíos de la noche?
–– No, una cabaña es una cabaña, y sostiene la vida de un hombre. Pero en una ocasión le envié el ejército cuando sus excusas me estaban ya cansando: les rompió la cabeza a tres de ellos con un palo. Los otros dos hombres huyeron corriendo. Además las armas no funcionaron.
Yo había visto el equipo de la infantería. Un tercio del mismo consistía en un viejo cacharro para matar aves, que se cargaba por la boca, con un agujero oxidado donde debía haber estado la chimenea; otro tercio era un mosquete viejo unido con un alambre y provisto de una culata carcomida por los gusanos, y el último tercio, un rifle para cazar patos del calibre cuatro, sin pedernal.
Pero hay que recordar ––dijo el Rey, extendiendo la mano para alcanzar la botella–– que es un experto leñador y un hombre alegre. ¿Qué haremos con él, sahib?
Aquello era interesante. Para los tímidos paisanos de las montañas, negarse a pagar sus impuestos al Rey era como negarles las rentas a sus dioses.
–– Si el Rey me concede el permiso ––dije–– no levantaré mis tiendas hasta dentro de tres días e iré a ver a ese hombre. La misericordia del Rey se asemeja a la misericordia divina, y la rebeldía es como el pecado de brujería. Además ambas botellas y otra más están vacías.
–– Tienes mi permiso para ir ––dijo el Rey.
A la mañana siguiente, un pregonero recorrió el Estado proclamando que había un embotellamiento de troncos en el río y que incumbía a todos los súbditos leales el solucionarlo. La gente acudió desde sus pueblos hasta el cálido y húmedo valle de campos de amapolas, y el Rey y yo fuimos con ellos. Cientos de troncos de deodar talados se arremolinaban en torno a un saliente de una roca, y el río arrastraba más troncos a cada minuto, con lo que el bloqueo se completaba. El agua gruñía, se retorcía y sacudía alrededor de la madera, y la población del Estado comenzó a empujar los troncos más cercanos con la esperanza de iniciar un movimiento que arrastrara a todos los demás. Y entonces se oyó un grito: « ¡Namgay Doola! ¡Namgay Doola! », y un aldeano grande, de pelo rojo, se acercó a toda prisa, quitándose la ropa mientras corría.
–– Ése es. Ése es el rebelde ––dijo el Rey––. Ahora despejará el embalse.
–– Pero ¿por qué tiene el pelo rojo? ––pregunté, ya que el pelo rojo es tan raro entre los montañeses como el azul o el verde.
–– Es un extranjero ––dijo el Rey––. ¡Bien hecho! ¡Oh, bien hecho!
Namgay Doola había trepado al centro del amontonamiento y con una especie de bichero muy rudimentario pinchó el extremo de un tronco. Se deslizó despacio hacia delante, con la lentitud de movimientos de un caimán, y le siguieron tres o cuatro troncos y el agua verde empezó a salir a chorro por los vacíos que habían dejado. Y entonces los del pueblo aullaron y gritaron y treparon a los troncos, empujando y tirando de la obsti-nada madera, y la cabeza roja de Namgay Doola era la más visible de todas. Los troncos se movían y se golpeaban unos contra otros y crujían a medida que nuevos envíos de río arriba golpeaban el remanso que iba desapareciendo. Por fin todos cedieron en un vértigo de espuma, troncos que corrían, cabezas negras que subían y bajaban y una confusión indescriptible. El río se llevaba todo consigo. Vi la cabeza roja hundirse con los últimos restos del boqueo y desaparecer entre los enormes, trituradores de troncos de árbol. Apareció de nuevo junto a la orilla, soplando como una orca. Namgay Doola se quitó el agua de los ojos e hizo una reverencia al Rey. Tuve tiempo de observarle de cerca. El rojo virulento de su cabeza y de su barba eran de lo más sorprendente, y en el bosquecillo de pelo rizado sobre unos pómulos salientes brillaba un par de ojos azule bien alegres. Desde luego que era extranjero, y, con todo, un tibetano en lenguaje, vestido y aspecto. Hablaba el dialecto lepcha con una indescriptible suavización de las guturales. No era tanto un deje como un acento.
–– ¿De dónde procedes? ––le pregunté.
–– Del Tíbet ––y señaló al otro lado de las montañas, sonriendo.
Esa sonrisa me llegó al corazón. Mecánicamente, le di la mano y Namgay Doola me la estrechó. Ningún tibetano puro hubiera entendido el significado de aquel gesto. Fue a buscar su ropa, y cuando subía hasta su pueblo oí un grito de alegría que me pareció inexplicablemente familiar. Era el grito de Namgay Doola.
–– Ya ves ahora ––dijo el Rey–– por qué no lo mato. Es un hombre intrépido con mis troncos, pero ––y sacudió la cabeza como un maestro de escuela–– sé que dentro de nada habrá quejas contra él en la Corte. Volvamos a palacio a hacer justicia.
El Rey tenía la costumbre de juzgar a sus súbditos diariamente entre las once y las tres. Le vi decidir con ecuanimidad en asuntos importantes de apropiación indebida, difamación, y un adulterio de poca monta. Después frunció el ceño y me llamó.
–– De nuevo se trata de Namgay Doola ––dijo con desesperación––. No contento con negarse a pagar los impuestos que le corresponden, ha conseguido que medio pueblo se juramente para hacer la misma traición. ¡Nunca me había ocurrido una cosa así! Tampoco es que mis impuestos sean demasiado elevados.
Un campesino de cara de conejo, con un golpe gris rojizo detrás de la oreja, se adelantó temblando. Había tomado parte en la conspiración, pero lo había confesado todo y esperaba el favor real.
–– Oh, Rey dije yo––. Que la voluntad del Rey permita que este asunto quede así hasta mañana. Sólo los dioses pueden actuar correctamente con celeridad, y quizá el campesino haya mentido.
–– No, porque yo conozco la naturaleza de Namgay Doola; pero, ya que un invitado lo pide, dejemos el asunto. Hablarás con dureza a este extranjero pelirrojo. Quizá te escuche a ti.
Hice un intento aquella misma noche, pero por mi vida que no pude mantenerme serio. Namgay Doola sonreía de forma muy persuasiva y empezó a contarme una historia de un gran oso pardo en un campo de amapolas junto al río. ¿Me gustaría ir a cazarlo? Hablé con austeridad del pecado de conspiración y de la certidumbre del castigo. El rostro de Namgay Doola se ensombreció por un momento. Poco después se retiró de mi tienda y le oí cantar para sí mismo bajo los pinos. Las palabras me resultaban ininteligibles, pero la melodía, como su insinuante acento límpido, me parecieron el fantasma de algo extrañamente familiar:
Dir hané mard––y––yemen dir
To weeree ala gee.
To weeree ala gee.
Así cantaba Namgay Doola una y otra vez, y yo me devanaba los sesos en torno a la melodía olvidada. Sólo después de cenar descubrí que alguien había recortado un pie cuadrado de terciopelo del centro de mi mejor paño para tapar la cámara fotográfica. Esto me irritó tanto que deambulé por el valle a la espera de encontrarme con el gran oso pardo. Le oía gruñir como un cerdo insatisfecho en el campo de amapolas, y le esperé hundido hasta el hombro en el maíz indio chorreante de rocío para cogerle justo después que hubiera comido. La luna llena sacaba el máximo aroma del grano. Y entonces oí el mugido angustiado de una vaca del Himalaya, una de esas pequeñas vaquillas negras de cuernos rugosos, no más grande que un perro terranova. Dos sombras que parecían un oso y su cría pasaron corriendo por delante de mí. Estaba a punto de hacer fuego cuando vi que cada una de ellas tenía una cabeza rojo brillante. El animal más pequeño arrastraba un trozo de cuerda que dejaba una huella oscura en la senda. Pasaron a diez pies de mí y la sombra de la luna arrojaba terciopelo negro sobre sus rostros. Terciopelo negro era la palabra exacta porque, ¡por todos los poderes de la luna, iban enmascarados con el terciopelo del paño de mi cámara fotográfica!. Me sentí maravillado y me fui a la cama.
A la mañana siguiente, el reino estaba alborotado. Namgay Doola, decían los hombres, había ido por la noche y con un cuchillo afilado le había cortado el rabo a una vaca que pertenecía al campesino de cara de conejo que le había traicionado. Era un sacrilegio incalificable contra la Vaca Sagrada. El Estado deseaba su sangré, pero él se había retirado a su cabaña, había levantado una barricada de grandes piedras ante puertas y ventanas y desafiaba al mundo.
El Rey, yo y el populacho nos acercamos a la cabaña con cautela. No había esperanza alguna de capturar al hombre sin pérdida de vida humanas, porque de un agujero de la pared sobresalía el cañón de una escopeta extremadamente bien cuidada, la única arma en todo el Estado que estaba en condiciones de disparar. Nomgay Doola había errado por muy poco un tiro contra un campesino justo antes que llegáramos nosotros. El ejército permanente permanecía allí. No podía hacer más porque, en cuanto avanzaba, agudos trozos de esquisto volaban desde las ventanas. A ellos se añadían de cuando en cuando duchas de agua hirviente. Vimos unas cabezas rojas saltando dentro de la cabaña. Vimos unas cabezas rojas saltando dentro de la cabaña. La familia de Namgay Doola estaba ayudando a su señor, y unos gritos de desafío que nos cuajaban la sangre eran la única respuesta a nuestras oraciones.
–– Nunca ––dijo el Rey entre bufidos–– había sucedido una cosas así en mi Estado. El año que viene voy a comprar, con toda seguridad, un cañón pequeño ––me miraba implorante.
¿Hay algún sacerdote en el reino a quién esté dispuesto a escuchar? ––dije yo, porque en mí comenzaba a hacerse una luz.
Adora a su propio dios ––dijo el Primer Ministro––. Podemos hacerle morir de hambre.
–– Dejad que el hombre blanco se acerque ––dijo Namgay Doola desde dentro––. A todos los demás los mataré. Enviadme al hombre blanco.
Se abrió la puerta y entré en el interior ahumado de una cabaña tibetana repleta de niños. Y cada uno de los niños tenía un pelo rojo llameante. El rabo crudo de una vaca estaba en el suelo y, a su lado, dos trozos de terciopelo negro ––mi terciopelo negro ^–– toscamente cortados en forma de máscara.
–– ¿Qué es esta vergüenza, Namgay Doola? –– dije.
Sonrió más convincente que nunca.
–– No hay ninguna vergüenza ––dijo––. No hice más que cortarle la cola a la vaca de aquel hombre. Él me traicionó. Tenía la intención de pegarle un tiro, sahib, pero no a matar. Sólo a las piernas.
–– ¿Y por qué, si es la costumbre pagar diezmos al Rey? ¿Por qué?
–– Por el dios de mi padre que no sabría decirlo ––dijo Namgay Doola.
–– ¿Y quién era tu padre?
–– El dueño de este rifle ––y me enseñó su arma, un mosquetón Torre que llevaba fecha de 1832, y el sello de la honorable Compañía de las Indias Orientales.
–– ¿Y cómo se llamaba tu padre? ––dije yo.
–– Timlay Doola ––dijo––. Al principio, yo era sólo un niño pequeño, pero creo recordar que llevaba una casaca roja.
–– De eso no tengo la más mínima duda. Pero reptie el nombre de tu padre tres o cuatro veces.
Obedeció, y entendía de dónde procedía el extraño acento con el que hablaba.
–– Thimla Dhula ––decía excitado––; hasta este momento he adorado a su dios.
–– ¿Puedo ver a ese dios?
–– Dentro de un rato, al anochecer.
–– ¿Recuerdas algo de la lengua de tu padre?
–– Hace mucho tiempo. Pero hay una palabra que repetía con frecuencia: Shun. Y entonces mis hermanos y yo nos poníamos de pie con los brazos pegados al cuerpo, así.
–– Ya. ¿Y quién era tu madre?
–– Una mujer de las montañas. Nosotros somos lepchas de Darjeeling, pero a mí me llaman extranjero por este pelo que tú ves.
La mujer tibetana, su esposa, le tocó dulcemente en el brazo. El largo parlamento en el exterior del fuerte se había prolongado mucho. Era ya cerca del anochecer…, la hora del Ángelus. Con gran solemnidad, los chiquillos pelirrojos se levantaron del suelo y formaron un semicírculo. Namgay Doola apoyó su rifle contra la pared, encendió una lamparilla de aceite y la colocó delante de un hueco de la pared. Corriendo una cortina de paño sucio dejó al descubierto un gastado crucifijo de cobre apoyado sobre la insignia de un casco de un regimiento de la India Oriental, hace tiempo olvidado.
–– Así hacía mi padre ––dijo, haciendo torpemente la señal de la cruz.
La mujer y los hijos le imitaron. Y luego, todos a la vez, entonaron el cántico quejumbroso que yo había oído junto a la montaña:
A la mañana siguiente, el reino estaba alborotado. Namgay Doola, decían los hombres, había ido por la noche y con un cuchillo afilado le había cortado el rabo a una vaca que pertenecía al campesino de cara de conejo que le había traicionado. Era un sacrilegio incalificable contra la Vaca Sagrada. El Estado deseaba su sangré, pero él se había retirado a su cabaña, había levantado una barricada de grandes piedras ante puertas y ventanas y desafiaba al mundo.
El Rey, yo y el populacho nos acercamos a la cabaña con cautela. No había esperanza alguna de capturar al hombre sin pérdida de vida humanas, porque de un agujero de la pared sobresalía el cañón de una escopeta extremadamente bien cuidada, la única arma en todo el Estado que estaba en condiciones de disparar. Nomgay Doola había errado por muy poco un tiro contra un campesino justo antes que llegáramos nosotros. El ejército permanente permanecía allí. No podía hacer más porque, en cuanto avanzaba, agudos trozos de esquisto volaban desde las ventanas. A ellos se añadían de cuando en cuando duchas de agua hirviente. Vimos unas cabezas rojas saltando dentro de la cabaña. Vimos unas cabezas rojas saltando dentro de la cabaña. La familia de Namgay Doola estaba ayudando a su señor, y unos gritos de desafío que nos cuajaban la sangre eran la única respuesta a nuestras oraciones.
–– Nunca ––dijo el Rey entre bufidos–– había sucedido una cosas así en mi Estado. El año que viene voy a comprar, con toda seguridad, un cañón pequeño ––me miraba implorante.
¿Hay algún sacerdote en el reino a quién esté dispuesto a escuchar? ––dije yo, porque en mí comenzaba a hacerse una luz.
Adora a su propio dios ––dijo el Primer Ministro––. Podemos hacerle morir de hambre.
–– Dejad que el hombre blanco se acerque ––dijo Namgay Doola desde dentro––. A todos los demás los mataré. Enviadme al hombre blanco.
Se abrió la puerta y entré en el interior ahumado de una cabaña tibetana repleta de niños. Y cada uno de los niños tenía un pelo rojo llameante. El rabo crudo de una vaca estaba en el suelo y, a su lado, dos trozos de terciopelo negro ––mi terciopelo negro ^–– toscamente cortados en forma de máscara.
–– ¿Qué es esta vergüenza, Namgay Doola? –– dije.
Sonrió más convincente que nunca.
–– No hay ninguna vergüenza ––dijo––. No hice más que cortarle la cola a la vaca de aquel hombre. Él me traicionó. Tenía la intención de pegarle un tiro, sahib, pero no a matar. Sólo a las piernas.
–– ¿Y por qué, si es la costumbre pagar diezmos al Rey? ¿Por qué?
–– Por el dios de mi padre que no sabría decirlo ––dijo Namgay Doola.
–– ¿Y quién era tu padre?
–– El dueño de este rifle ––y me enseñó su arma, un mosquetón Torre que llevaba fecha de 1832, y el sello de la honorable Compañía de las Indias Orientales.
–– ¿Y cómo se llamaba tu padre? ––dije yo.
–– Timlay Doola ––dijo––. Al principio, yo era sólo un niño pequeño, pero creo recordar que llevaba una casaca roja.
–– De eso no tengo la más mínima duda. Pero reptie el nombre de tu padre tres o cuatro veces.
Obedeció, y entendía de dónde procedía el extraño acento con el que hablaba.
–– Thimla Dhula ––decía excitado––; hasta este momento he adorado a su dios.
–– ¿Puedo ver a ese dios?
–– Dentro de un rato, al anochecer.
–– ¿Recuerdas algo de la lengua de tu padre?
–– Hace mucho tiempo. Pero hay una palabra que repetía con frecuencia: Shun. Y entonces mis hermanos y yo nos poníamos de pie con los brazos pegados al cuerpo, así.
–– Ya. ¿Y quién era tu madre?
–– Una mujer de las montañas. Nosotros somos lepchas de Darjeeling, pero a mí me llaman extranjero por este pelo que tú ves.
La mujer tibetana, su esposa, le tocó dulcemente en el brazo. El largo parlamento en el exterior del fuerte se había prolongado mucho. Era ya cerca del anochecer…, la hora del Ángelus. Con gran solemnidad, los chiquillos pelirrojos se levantaron del suelo y formaron un semicírculo. Namgay Doola apoyó su rifle contra la pared, encendió una lamparilla de aceite y la colocó delante de un hueco de la pared. Corriendo una cortina de paño sucio dejó al descubierto un gastado crucifijo de cobre apoyado sobre la insignia de un casco de un regimiento de la India Oriental, hace tiempo olvidado.
–– Así hacía mi padre ––dijo, haciendo torpemente la señal de la cruz.
La mujer y los hijos le imitaron. Y luego, todos a la vez, entonaron el cántico quejumbroso que yo había oído junto a la montaña:
Dir hané mard y yerren dir
To weeree ala gee.
To weeree ala gee.
Mi perplejidad desapareció. Una y otra vez canturrearon, como si ello les fuera la vida, su versión del coro de «Wearing of the Green»:
Cuelgan a hombres y también a mujeres
por ir vestidos de verde.
por ir vestidos de verde.
Tuve una inspiración diabólica. Uno de los chavales, un niño de unos ocho años, no dejaba de mirarme mientras cantaba. Saqué una rupia y la sostuve entre el pulgar y el índice, mirando, sólo mirando, el arma apoyada en la pared. Una sonrisa de entendimiento perfecto y brillante se apoderó del rostro del chiquillo. Sin dejar por un momento de cantar, extendió la mano para que le diera el dinero y a continuación me deslizó el arma en la mano. Hubiera podido matar a Namgay Doola mientras cantaba. Pero me consideré satisfecho. El instinto sangriento de la raza había respondido. Namgay Doola corrió la cortina delante del hueco. El Ángelus había acabado.
–– Así cantaba mi padre. Era mucho más largo, pero lo he olvidado, y no conozco el significado de esas palabras, pero quizá Dios las entienda. Yo no pertenezco a ese pueblo y no voy a pagar impuestos.
–– ¿Y porqué?
Y de nuevo aquella sonrisa que te llegaba al alma.
–– ¿En qué me iba a ocupar entre cosecha y cosecha? Es mejor que asustar a los osos. Pero esa gente no lo entiende.
Cogió las máscaras del suelo y me miró a la cara con la sencillez de un niño.
–– ¿Por qué medios adquiriste el conocimiento para hacer estas diabluras? ––dije, señalándole las máscaras.
–– No sabría decirlo. No soy sino un lepcha de Darjeeling y sin embargo, esa tela…
–– Que has robado.
–– Sí, cierto. ¿La robé? Me apetecía tanto. La tela…, la tela…, ¿qué otra cosa podía hacer con esa tela? ––y retorcía el terciopelo entre las manos.
Pero el pecado de mutilar la vaca, ¿has pensado en eso?
–– Eso es verdad, pero, sahib, ese hombre me traicionó y yo no había pensado…, pero la cola de la vaca se movía a la luz de la luna y yo llevaba el cuchillo. ¿Qué otra cosa podía hacer? La cola se desprendió antes que me diese cuenta, sahib, tú sabes más que yo.
–– En eso tienes razón ––dije yo––. No salgas. Voy a hablar con el Rey.
Toda la población del Estado estaba desplegada por la ladera de la montaña. Yo fui directamente a hablar con el Rey.
–– Oh, Rey ––dije––, por lo que concierne a ese hombre hay dos caminos abiertos a tu sabiduría. Puedes colgarle de un árbol, a él y a su descendencia hasta que no quede ni un pelo rojo en esta tierra.
–– No ––dijo el Rey––. ¿Por qué iba a hacer daño a los niños?
Habían salido de la cabaña y hacían reverencias a todo el mundo. Namgay Doola esperaba, con su rifle cruzado en el pecho.
–– O puedes, sin prestar atención a la impiedad cometida contra la vaca, concederla una posición de honor dentro de tu ejército. Proviene de una raza que no paga sus diezmos. Hay una llama roja en su sangre que surge en su cabeza en ese pelo brillante. Hazle jefe del ejército. Dale todos los honores que consideres oportunos, y autorización para que desempeñe todo tipo de trabajos, pero ten buen cuidado, oh Rey, de que ni él ni su prole se adueñen de un pie de tierra tuya de aquí en adelante. Aliméntale con palabras y favores, y también con alcohol de ciertas botellas que tú conoces, y será un bastión defensivo. Pero niégale hasta la mínima brizna de tu hierba. Ésa es la naturaleza que Dios le ha dado. Además tiene hermanos…
El Estado gruñó al unísono.
–– Pero si sus hermanos vienen, con toda seguridad lucharán entre sí hasta morir; o si no, siempre habrá uno que informe acerca de los otros. ¿Lo incorporarás a tu ejército, Rey? Elige.
El Rey asintió con la cabeza y yo dije:
Adelántate, Namgay Doola, y toma el mando del ejército del Rey. Tu nombre ya no será Namgay en boca de los hombres sino Patsay Doola, porque, como tú bien dices, yo sé lo que hago.
Namgay Doola, ahora rebautizado Patsay Doola, hijo de Timlay Doola, que es Tim Doolan muy mal pronunciado, por cierto, abrazó los pies del Rey, abofeteó al ejército permanente y corrió de templo en templo en una agonía de contrición, haciendo ofrendas por su falta de mutilar ganado.
Y el Rey estaba tan contento con mi perspicacia que me ofreció venderme uno de sus pueblos por veinte libras esterlinas. Pero yo no compro pueblos en el Himalaya mientras haya una cabeza roja brillando entre las estribaciones del glaciar que sube al cielo y un oscuro bosque de abedules.
Conozco a esa raza.
–– Así cantaba mi padre. Era mucho más largo, pero lo he olvidado, y no conozco el significado de esas palabras, pero quizá Dios las entienda. Yo no pertenezco a ese pueblo y no voy a pagar impuestos.
–– ¿Y porqué?
Y de nuevo aquella sonrisa que te llegaba al alma.
–– ¿En qué me iba a ocupar entre cosecha y cosecha? Es mejor que asustar a los osos. Pero esa gente no lo entiende.
Cogió las máscaras del suelo y me miró a la cara con la sencillez de un niño.
–– ¿Por qué medios adquiriste el conocimiento para hacer estas diabluras? ––dije, señalándole las máscaras.
–– No sabría decirlo. No soy sino un lepcha de Darjeeling y sin embargo, esa tela…
–– Que has robado.
–– Sí, cierto. ¿La robé? Me apetecía tanto. La tela…, la tela…, ¿qué otra cosa podía hacer con esa tela? ––y retorcía el terciopelo entre las manos.
Pero el pecado de mutilar la vaca, ¿has pensado en eso?
–– Eso es verdad, pero, sahib, ese hombre me traicionó y yo no había pensado…, pero la cola de la vaca se movía a la luz de la luna y yo llevaba el cuchillo. ¿Qué otra cosa podía hacer? La cola se desprendió antes que me diese cuenta, sahib, tú sabes más que yo.
–– En eso tienes razón ––dije yo––. No salgas. Voy a hablar con el Rey.
Toda la población del Estado estaba desplegada por la ladera de la montaña. Yo fui directamente a hablar con el Rey.
–– Oh, Rey ––dije––, por lo que concierne a ese hombre hay dos caminos abiertos a tu sabiduría. Puedes colgarle de un árbol, a él y a su descendencia hasta que no quede ni un pelo rojo en esta tierra.
–– No ––dijo el Rey––. ¿Por qué iba a hacer daño a los niños?
Habían salido de la cabaña y hacían reverencias a todo el mundo. Namgay Doola esperaba, con su rifle cruzado en el pecho.
–– O puedes, sin prestar atención a la impiedad cometida contra la vaca, concederla una posición de honor dentro de tu ejército. Proviene de una raza que no paga sus diezmos. Hay una llama roja en su sangre que surge en su cabeza en ese pelo brillante. Hazle jefe del ejército. Dale todos los honores que consideres oportunos, y autorización para que desempeñe todo tipo de trabajos, pero ten buen cuidado, oh Rey, de que ni él ni su prole se adueñen de un pie de tierra tuya de aquí en adelante. Aliméntale con palabras y favores, y también con alcohol de ciertas botellas que tú conoces, y será un bastión defensivo. Pero niégale hasta la mínima brizna de tu hierba. Ésa es la naturaleza que Dios le ha dado. Además tiene hermanos…
El Estado gruñó al unísono.
–– Pero si sus hermanos vienen, con toda seguridad lucharán entre sí hasta morir; o si no, siempre habrá uno que informe acerca de los otros. ¿Lo incorporarás a tu ejército, Rey? Elige.
El Rey asintió con la cabeza y yo dije:
Adelántate, Namgay Doola, y toma el mando del ejército del Rey. Tu nombre ya no será Namgay en boca de los hombres sino Patsay Doola, porque, como tú bien dices, yo sé lo que hago.
Namgay Doola, ahora rebautizado Patsay Doola, hijo de Timlay Doola, que es Tim Doolan muy mal pronunciado, por cierto, abrazó los pies del Rey, abofeteó al ejército permanente y corrió de templo en templo en una agonía de contrición, haciendo ofrendas por su falta de mutilar ganado.
Y el Rey estaba tan contento con mi perspicacia que me ofreció venderme uno de sus pueblos por veinte libras esterlinas. Pero yo no compro pueblos en el Himalaya mientras haya una cabeza roja brillando entre las estribaciones del glaciar que sube al cielo y un oscuro bosque de abedules.
Conozco a esa raza.