viernes, 31 de octubre de 2014

En memoria de Paulina.

En memoria de Paulina[Cuento. Texto completo.]Adolfo Bioy Casares
Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos.
Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
-Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
-Es muy tarde. Me voy.
Montero intervino rápidamente:
-Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
-Yo también te acompañaré -respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:
-Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre losFaustos de Müller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
-Estás cambiada.
-Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
-Gracias -contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
-¿Quién? -pregunté.
En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
-Julio Montero.
La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
-¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.
Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .
Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente:
-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.
-Buscaré un taxímetro -dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
-Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:
-¿Tostado o blanco?
Le contesté, como siempre:
-Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente.
Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
-Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.
¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".
Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.
-¿Dónde vive Montero? -le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
-Montero está preso -contestó.
No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:
-¿Cómo? ¿Lo ignoras?
Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:
-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?
Morgan se acordaba. Continué:
-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
-Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
-¿Sabe que murió la señorita Paulina?
-¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.
FIN

jueves, 30 de octubre de 2014

El guardagujas.

El guardagujas[Cuento. Texto completo.]Juan José Arreola
El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
FIN

miércoles, 29 de octubre de 2014

EL HIJO.


EL HIJO


         Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
         Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
         —Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
         —Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
         —Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.
         —Sí, papá —repite el chico.
         Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
         Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
         Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.
         No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
         Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
         Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
         Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas.
         Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
         Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
         No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
         Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
         El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
         De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
         Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
         Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.
         En ese instante, no muy lejos suena un estampido.
         —La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...
         Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
         El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
         El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
         Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.
         Y no ha vuelto.
         El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil...?
         El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
         ¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
         Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
         La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
         Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
         Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un...
         ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
         El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
         Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
         —¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
         Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
         —¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
         Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
         —¡Chiquito..! ¡Mi hijo!
         Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
         A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
         —Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
         La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
         —Pobre papá...
         En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
         Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
         —¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.
         —Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
         —¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
         —Piapiá... —murmura también el chico.
         Después de un largo silencio:
         —Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.
         —No.
         Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
***
         Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
         A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.


   
Horacio Quiroga
(1879-1937)

martes, 28 de octubre de 2014

Mejor que arder.

Mejor que arder
[Cuento. Texto completo.]
Clarice Lispector
Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.
Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.
Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.
Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
-Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio*. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.
Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.
Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.
Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.
Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.
Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.
Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.
Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.
Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.
Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
Entonces una noche él le dijo:
-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?
-Sí -le respondió grave.
Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.
Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.
FIN


lunes, 27 de octubre de 2014

Muebles “El Canario”

Muebles “El Canario”
(Originalmente publicado en Mujer Batllista
año II, Nº 12, Montevideo, noviembre 1947)
Nadie encendía las láparas
Buenos Aires: Sudamericana, 1947
        La propaganda de estos muebles me tomó desprevenido. Yo había ido a pasar un mes de vacaciones a un lugar cercano y no había querido enterarme de lo que ocurriera en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho calor y esa misma noche fui a una playa. Volví a mi pieza más bien temprano y un poco malhumorado por lo que me había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la playa y me tocó sentarme en un lugar que daba al pasillo. Como todavía hacía mucho calor, había puesto mi saco en las rodillas y traía los brazos al aire, pues mi camisa era de manga corta. Entre las personas que andaban por el pasillo hubo una que de pronto me dijo:
         —Con su permiso, por favor...
         Y yo respondí con rapidez:
         —Es de usted.
         Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había terminado de decir “es de usted” ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:
         —Después a mí,
         Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:
         —¡Ah!, lo voy a lastimar... quieto un...
         Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas. que había a lo largo del tubo: Muebles “El Canario”. Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: “No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda”. Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito... No tenía la calidad de algo recordado ni del sonido, que nos llega de afuera. Era anormal como una enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera, puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una voz que decía:
         —Hola, hola; transmite difusora “El Canario”... hola, hola, audición especial. Las personas sensibilizadas para estas transmisiones... etc., etc...
         Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí a esperar. Ahora estaban pasando, indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de los muebles “El Canario”. Y de pronto dijeron:
         —Como primer número se transmitirá el tango...
         Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de mi cabeza... En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
         Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza. Pensé en comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué había que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. El me miró asombrado y dijo:
         —¿No le agrada la transmisión?
         —Absolutamente.
         —Espere unos momentos y empezará una novela--en episodios.
         —Horrible -le dije.
         El siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me dijo:
         —Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas “El Canario”. Si a usted no le gusta, la transmisión se toma una de ellas y pronto.
         —¡Pero, ahora todas las farmacias, están !cerradas y yo voy a volverme loco!
         En ese instante oí anunciar:
         —Y ahora transmitiremos una poesía titulada “Sillón Querido”, soneto compuesto especialmente para los muebles “El Canario”.
         Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:
         —Yo voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más que se vendan las tabletas.
         Yo lo apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:
         —Venga el peso. —Y después que se lo di agregó: —Dése un baño de pies bien caliente.


Felisberto Hernández
(Uruguay, 1902-1964)


viernes, 24 de octubre de 2014

"UNA NOCHE HELADA"

"UNA NOCHE HELADA"

 

CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)


Leslie caminaba bajo las palmeras. Pisó una cagada de perro. Eran las diez y cuarto en Hollywood Este. Aquel día el mercado había subido 22 puntos y los especialistas no eran capaces de explicar por qué. A los especialistas se les daba mucho mejor explicar las bajas del mercado. Los desastres les hacían felices. Hacía frío en Hollywood Este. Leslie se abrochó el botón del cuello de su abrigo y tiritó. Encogió los hombros para defenderse del frío.

Se aproximaba un hombrecillo de sombrero gris de fieltro. El hombrecillo tenía la cara tan opaca como la corteza de una sandía, sin expresión. Leslie sacó un cigarrillo y se plantó en el camino. No medía más de uno sesenta y cinco y debía de pesar treinta y cinco kilos. Tendría unos cuarenta y cinco años.
—¿Me da fuego? —le preguntó.
—Oh, sí...

El hombrecillo comenzó a buscar su encendedor y Leslie le asestó un rodillazo en la entrepierna. El hombrecillo soltó un gruñido, se dobló y Leslie le golpeó detrás de la oreja. Cuando cayó, Leslie se arrodilló, le dio la vuelta, sacó su navaja y lo degolló a la luz de la luna de aquella noche fría de Hollywood Este.

Todo le parecía muy extraño. Era como un sueño medio recordado. Leslie no estaba seguro de si aquello había sucedido en la realidad. Al principio, la sangre daba la sensación de no decidirse a salir, pero la herida era profunda y la sangre brotó. Leslie se apartó con asco. Se incorporó, se alejó. Luego volvió, buscó en el bolsillo de aquel hombre, encontró una caja de cerillas, encendió el cigarrillo y se alejó calle abajo, hacia su apartamento. Leslie nunca tenía cerillas. Era uno de esos hombres sin bolígrafos ni cajas de cerillas en los bolsillos...

Ya en el apartamento, se sentó a beberse un whisky con agua. En la radio daban una cosa de Copeland. Aunque Copeland no fuese gran cosa, siempre era mejor que Sinatra. Había que aceptar lo que te dieran y aprovecharlo al máximo. Eso es lo que decía siempre su padre. Su jodido viejo. A la mierda viejo. A la mierda todos los Niños de Jesús. A la mierda Billy Graham. A tomar todo el mundo por culo.

Llamaron a la puerta. Era Sonny. Un chaval rubio que vivía al otro lado del patio. Sonny era mitad hombre y mitad polla y estaba hecho un lío. La mayoría de los tíos que la tenían de buen tamaño tenían problemas después de echar un polvo. Pero Sonny era más agradable que la mayoría. Era afable, educado y no carecía de inteligencia. A veces hasta era ingenioso.

—Oye, Leslie, quiero hablar contigo unos minutos.
—Vale. Pero, escucha, estoy cansado. Pasé todo el día en el hipódromo.
—Te ha ido mal, ¿eh?
—Cuando fui a sacar el coche del aparcamiento, me di cuenta de que un hijo de puta me había

arrancado todo el parachoques. Cerdo.
—¿Y qué tal te fue con los caballos?
—Gané doscientos ochenta dólares. Pero estoy hecho polvo.
—Vale. No te pegaré la paliza.
—Perfecto. ¿De qué se trata? ¿De tu chica? ¿Por qué no la envías a tomar viento? Os sentiréis mejor
los dos.

—No, no se trata de mi chica. Sólo se trata..., mierda, no lo sé. Cosas que pasan, ¿comprendes? No
consigo hacer nada. No puedo empezar nada. Estoy como bloqueado. Ni una oportunidad a la vista.
—Cojones, eso es lo normal. La vida es así. Pero sólo tienes veintisiete años. Puede que aún tengas suerte y te enrolles con alguien.
—¿Qué hacías tú a mi edad?
—Estaba peor que tú. Andaba de noche, borracho, rondando por las calles a la espera de un milagro.

No hubo suerte.
—¿Eso es lo único que se te ocurría?
—Bueno, lo más difícil es saber cuál tiene que ser tu primer movimiento.
—Sí. Todo parece tan inútil.
—Asesinamos al Hijo de Dios. ¿Crees que ese Cabrón va a perdonarnos? ¡Puede que yo esté loco,
pero El seguro que no!
—Te pasas el día ahí tirado, con tu albornoz roto, medio borracho, pero eres la persona más cuerda que conozco.
—Vaya, eso me gusta. ¿Conoces a mucha gente?
Sonny se limitó a encogerse de hombros.
—Lo que necesito saber es: ¿hay una salida? ¿Alguna clase de salida?
—No, no hay salida, chaval. Los psiquiatras aconsejan que nos dediquemos a jugar al ajedrez, al billar o a coleccionar sellos. Cualquier cosa menos pensar en las cuestiones importantes.
—El ajedrez es muy aburrido.
—Todo es aburrido. No hay salida. ¿Sabes lo que solían tatuarse en los brazos algunos vagabundos de los viejos tiempos?: «NACÍ PARA LA MUERTE.» Parece un poco burdo, pero es sabiduría elemental.
—¿Qué crees que llevan tatuado ahora en los brazos los vagabundos?
—No sé. Probablemente: «JESÚS ES NUESTRO REDENTOR.»
—No podemos librarnos de Dios, ¿verdad?
—Quizás El no pueda librarse de nosotros.
—Bueno, sabes, siempre es un buen rollo hablar contigo. Después de hablar contigo siempre me siento mejor.
—Pues ya sabes, chaval, cuando quieras.

Sonny se levantó, abrió la puerta, la cerró y se fue. Leslie se sirvió otro whisky. Los Rams de Los Angeles habían reforzado su línea defensiva. Una buena táctica. Todo en la vida evolucionaba hacia actitudes de DEFENSA. El telón de acero, la mente de acero, la vida de acero...

Leslie terminó el whisky, se quitó los pantalones y se rascó el culo, metiéndose los dedos bien dentro. La gente que se curaba las almorranas era mema. Cuando no había con quién tratar, lo mejor era estar solo. Se sirvió otro whisky. Sonó el teléfono.
—¿Sí?

Era Francine. A Francine le gustaba impresionarle. A Francine le encantaba creer que le impresionaba. Pero era más pesada que un elefante. Leslie pensaba muchas veces en lo amable que era por su parte el dejarla hablar y aburrirle de ese modo. Un tipo normal le habría colgado el teléfono inmediatamente, le habría cortado el rollo como una guillotina.
¿Quién había escrito aquel excelente ensayo sobre la guillotina? ¿Camus? Sí, Camus. Camus también era un plomo. Pero el ensayo sobre la guillotina y El extranjero eran excepcionales.

—Hoy he comido en el Hotel Beverly Hills —dijo Francine—. Estuve sola en una mesa. Tomé ensalada y bebidas. Por allí estaba Dustin Hoffman con otros actores y actrices. Me puse a hablar con la gente de las otras mesas y todos me sonreían, y todas las mesas rebosaban de sonrisas y señales de asentimiento con sus cabecitas amarillas como narcisos. Yo seguía hablando y ellos sonriendo. Debían de pensar que estaba loca y que la única manera de librarse de mí era sonreír. Al final acabaron por ponerse nerviosos, ¿comprendes?

—Perfectamente.
—Pensé que te gustaría que te lo contara.
—Sí...
—¿Estás solo? ¿Quieres compañía?
—Esta noche estoy muy cansado, Francine.

Francine colgó al cabo de un rato. Leslie se desvistió, se rascó el culo otra vez y se fue al cuarto de baño. Se pasó el hilo dental entre los pocos dientes que le quedaban. Qué horror de colgajos. Pensó que debería arrancárselos a martillazos. La cantidad de peleas callejeras en que se había metido, y nadie le había hecho saltar los dientes delanteros. En fin, al final todo se resuelve por sí mismo y se caerían solos. Leslie puso un poco de pasta de dientes en el cepillo eléctrico e intentó matar el tiempo un poco. Después se sentó en la cama y pasó un rato con el último whisky y un cigarrillo. Algo que hacer mientras esperaba a ver qué cariz tomaban las cosas. Contempló la caja de cerillas que tenía en la mano y comprendió de pronto que era la que le había quitado al hombrecillo cara de sandía. La idea le sobresaltó. ¿Había sucedido
aquello realmente? Escudriñó la caja de cerillas. Leyó el anuncio impreso:
1.000 ETIQUETAS PERSONALES CON SU NOMBRE Y DIRECCIÓN SOLO POR 1,00 DOLAR
Vaya, pensó, no parece que sea muy caro.


jueves, 23 de octubre de 2014

KID STARDUST EN EL MATADERO.

KID STARDUST EN EL MATADERO
CHARLES BUKOWSKI

la suerte me había vuelto a abandonar y estaba demasiado nervioso por el exceso de bebida; desquiciado, débil; demasiado deprimido para encontrar uno de mis trabajos habituales como  recadero o mozo de almacén con qué tapar agujeros y reponerme un poco. así que bajé al matadero y entré en la oficina.
¿no te he visto ya?, preguntó el tipo.
no, mentí yo.
había estado allí dos o tres años antes, había pasado por todo el papeleo, revisión médica y demás, y me habían llevado escaleras abajo, cuatro plantas, y cada vez hacía más frío y los suelos estaban cubiertos de un lustre de sangre, suelos verdes, paredes verdes. me habían explicado mi trabajo, que era apretar un botón y luego por un agujero de la pared salía un ruido como un estruendo de defensas o elefantes desplomándose, y llegaba la cosa... algo muerto, mucho, sangriento, y el tipo me dijo, lo coges y lo echas al camión y luego aprietas el timbre y ya llega otro, y después se largó. cuando vi que se iba me quité la bata, el casco metálico, las botas (tres números menos que el que yo uso), subí otra vez la escalera y me largué de allí. y ahora estaba de vuelta, tronado otra vez.
pareces un poco viejo para el trabajo.
quiero endurecerme. necesito trabajo duro, muy duro, mentí.
¿y puedes aguantarlo?
otra cosa no tendré, pero coraje si. fui boxeador. y bueno.
¿ah sí?
si.
vaya, se te nota en la cara. debieron darte duro.
de lo de la cara no hagas caso. yo tenía un juego de brazos magnífico. todavía lo tengo. lo de la cara es porque tuve que hacer algunos tongos y tenía que parecer verdad.
sigo el boxeo. no recuerdo tu nombre.
peleaba con otro nombre, Kid Stardust.
¿Kid Stardust? no recuerdo a ningún Kid Stardust.
peleé en América del Sur, en Africa, en Europa, en las Islas, en ciudades pequeñas. Por eso hay ese hueco en mi historial de trabajo no me gusta poner que fui boxeador porque la gente cree que hablo en broma o que miento. lo dejo en blanco y se acabó.
vale, vale, sube a que te hagan la revisión médica. mañana a las nueve y medía te pondremos a trabajar. ¿dices que quieres trabajo duro?
bueno, si tenéis otra cosa no, en este momento no. sabes, aparentas cerca de cincuenta. no sé sí darte el trabajo no nos gusta la gente que nos hace perder el tiempo.
yo no soy gente: soy Kid Stardust.
vale, vale, dijo riendo, ¡te pondremos a TRABAJAR!
no me gustó el tono.
dos días después crucé la puerta y entré en el garito de madera y le enseñé a un viejo la tarjeta con mí nombre: Henry Charles Bukowski, hijo, y el viejo me mandó al muelle de descarga: tenía que ver a Thurman. fui hasta allí. había una fila de hombres sentados en un banco de madera y me miraron como si fuese un homosexual o una canasta de baloncesto.
yo les miré con lo que supuse tranquilo desdén y mascullé con mi mejor acento golfo:
dónde está Thurman. tengo que ver a ese tío.
alguien señaló.
¿Thurman?
¿Sí?
trabajo para tí.
¿Sí?
sí.
me miró.
¿y las botas?
¿botas?
no tengo, dije.
sacó un par de botas de debajo del banco y me las dió. viejas, duras, tiesas. me las puse. la historia de siempre: tres números menos. me encogían y me espachurraban los dedos. luego me dio una ensangrentada bata y un casco metálico. allí me quedé de pie mientras él encendía un cigarrillo. tiró la cerilla con un floreo tranquilo y varonil.
vamos.
eran todos negros y cuando me acerqué me miraron como si fueran musulmanes negros. yo mido casi uno ochenta, pero todos eran más altos que yo, y, si no más altos, por lo menos dos o tres veces más anchos.
¡Charley! aulló Thurman.
Charley, pensé. Charley, como yo. qué bien.
sudaba ya bajo el casco metálico.
¡¡dale TRABAJO!!
dios mío oh dios mío. ¿qué había sido de las noches plácidas y dulces? ¿por qué no le pasa esto a Walter Winchey que cree en el sistema americano? ¿no era yo uno de los estudiantes de antropología más inteligentes de mi promoción? ¿qué pasó?
Charley me llevó hasta un camión vacío de media manzana de largo que había en el
muelle.
espera aquí.
luego llegaron corriendo algunos de los musulmanes negros con carretillas pintadas de un blanco grumoso y sórdido, un blanco que parecía mezclado con mierda de pollo. y cada carretilla estaba cargada con montañas de jamones que flotaban en sangre acuosa y fina. no, no flotaban en sangre, se asentaban en ella, como plomo, como balas de cañón, como muerte.
uno de los tipos saltó al camión detrás de mí y el otro empezó a tirarme los jamones y yo los cogía y se los tiraba al que estaba detrás de mí que se volvía y echaba el jamón en la caja. los jamones venían deprisa, DEPRISA, y pesaban, pesaban cada vez más. en cuanto lanzaba un jamón y me volvía, ya había otro de camino hacía mí por el aire. comprendí que querían reventarme. pronto sudaba y sudaba como si se hubiesen abierto grifos, y me dolía la espalda y me dolían las muñecas, y me dolían los brazos, me dolía todo y había agotado hasta el último gramo de energía. apenas podía ver, apenas podía obligarme a agarrar un jamón más y lanzarlo, un jamón más y lanzarlo. estaba embadurnado de sangre y seguía agarrando el suave muerto pesado FLUMP con mis manos, el jamón cedía un poco, como un culo de mujer, y estaba demasiado débil para hablar y decir eh, qué demonios pasa, amigos... los jamones seguían llegando y yo giraba, clavado, como un hombre clavado en una cruz bajo el casco metálico, y ellos seguían trayendo a toda prisa carretillas llenas de jamones jamones jamones y al fin todas se vaciaron, y yo me quedé allí tambaleante, respirando la amarillenta luz eléctrica. era de noche en el infierno. bueno, siempre me había gustado el trabajo nocturno.
¡vamos!
me llevaron a otro local. arriba en el aire en una gran compuerta elevada en la pared del extremo había media ternera, o quizá fuese una ternera entera, sí, eran terneras enteras ahora que lo pienso, las cuatro patas, y una de ellas salía del agujero sujeta en un gancho, recién asesinada, y se paró justo sobre mí, colgada allí justo sobre mi cabeza de aquel gancho.
acaban de asesinarla, pensé, han asesinado a ese maldito bicho. ¿cómo pueden distinguir un hombre de una ternera? ¿cómo saben que yo no soy una ternera?
VENGA... ¡MENEALA!
¿Menéala?
eso es: ¡BAILA CON ELLA!
¿qué?
¡pero qué coño pasa! ¡GEORGE, ven aquí!
George se puso debajo de la ternera muerta. la agarró. UNO. corrió hacia adelante.
DOS. corrió hacia atrás. TRES. corrió hacia delante mucho más. la ternera quedó casi paralela al suelo. alguien apretó un botón y George quedó abrazado a ella. lista para las carnicerías del mundo. lista para las bien descansadas chismosas y chifladas amas de casa del mundo a las dos en punto de la tarde con sus batas de casa, chupando cigarrillos manchados de carmín y sintiendo casi nada.
me pusieron debajo de la ternera siguiente.
UNO.
DOS.
TRES.
la tenía. sus huesos muertos contra mis huesos vivos. su carne muerta contra mi carne viva, y el hueso y el peso me aplastaban; pensé en óperas de Wagner, pensé en cerveza fría, pensé en un lindo chochito sentado frente a mí en un sofá con las piernas alzadas y cruzadas y yo tengo una copa en la mano y hablo lenta pausadamente abriéndome paso hacia ella y hacia la mente en blanco de su cuerpo y Charley aulló ¡CUELGALA DEL CAMION! caminé hacia el camión. por la aversión a la derrota que me inculcaron de muchacho en los patios escolares de Norteamérica supe que no debía dejar que la ternera cayera al suelo, porque eso demostraría que era un cobarde, que no era un hombre y que, en consecuencia, nada merecía, sólo burlas y risas y golpes, en Norteamérica tienes que ser un ganador, no hay otra salida, y tienes que aprender a luchar porque sí y se acabó, sin preguntas, y además sí soltaba la ternera quizá tuviera que volver a recogerla. además se ensuciaría. yo no quería que se ensuciase. o más bien... ellos no querían que se ensuciase.
llegué al camión.
¡CUELGALA!
el gancho que pendía del techo estaba tan romo como un pulgar sin uña. dejabas que el trasero de la ternera se deslizase hacia atrás e ibas a por lo de arriba, empujabas la parte de arriba contra el gancho una y otra vez pero el gancho no enganchaba. ¡¡MADRE MIA!! era todo cartílago y grasa, duro, duro.
¡VAMOS! ¡VAMOS!
utilicé mi última reserva y el gancho enganchó, era una hermosa visión, un milagro. el gancho clavado, aquella ternera colgando allí sola completamente separada de mi hombro, colgando para el chismorreo bata de casa y carnicería.
¡MUEVETE!
un negro de unos ciento quince kilos, insolente, áspero, frío, criminal, entró, colgó su ternera tranquilamente y me miró de arriba abajo.
¡aquí trabajamos en cadena!
vale, campeón.
me puse delante de él. otra ternera me esperaba. cada una que agarraba estaba seguro de que sería la última que podría agarrar. pero me decía.
una más
sólo una más
luego
lo dejo.
a la
mierda.
ellos estaban esperando que me rajara. lo veía en sus ojos, en sus sonrisas cuando creían que no miraba. no quería darles el placer de la victoria. agarré otra ternera. como el campeón que hace el último esfuerzo, agarré otra ternera.
pasaron dos horas y entonces alguien gritó DESCANSO.
lo había conseguido. un descanso de diez minutos, un poco de café y ya no podrían derrotarme. fui tras ellos hasta un carrito que alguien había traído. vi elevarse el vapor del café en la noche; vi los bollos y los cigarrillos y las pastas y los emparedados bajo la luz eléctrica.
¡EH, TU!
era Charley. Charley, como yo.
¿sí, Charley?
antes de tomarte el descanso, lleva ese camión a la parada dieciocho.
era el camión que acabábamos de cargar, el de media manzana de largo. la parada dieciocho quedaba al otro extremo del patio.
conseguí abrir la puerta y subir a la cabina. tenía un asiento blando de suave piel y era tan agradable que me di cuenta de que si me descuidaba caería dormido allí mismo, yo no era un camionero. miré por abajo y vi como media docena de mandos, palancas, frenos, pedales y demás. di vuelta a la llave y conseguí encender el motor. fui probando pedales y palancas hasta que el camión empezó a rodar y entonces lo llevé hasta el fondo del patio, hasta la parada dieciocho, pensando constantemente: cuando vuelva, ya no estará el carrito. era una tragedia para mí, una verdadera tragedia. aparqué el camión, apagué el motor y quedé allí sentado unos instantes paladeando la suave delicia del asiento de piel. luego abrí la puerta y salí. no acerté con el escalón o lo que fuese y caí al suelo con mi bata ensangrentada y mi maldito casco metálico como si me hubiesen pegado un tiro. no me hice daño, ni siquiera lo sentí. me levanté justo a tiempo para ver cómo se alejaba el carrito y cruzaba la puerta camino de la calle.
les vi dirigirse de nuevo al muelle riendo y encendiendo cigarrillos.
me quité las botas, me quité la bata, me quité el casco metálico y fui hasta el garito del patio de entrada, tiré bata, casco y botas por encima del mostrador. El viejo me miró:
vaya, así que dejas esta BUENA colocación...
diles que me manden por correo el cheque de mis dos horas de trabajo o si no que se lo metan en el culo ¡me da igual!
salí. crucé la calle hasta un bar mejicano y bebí una cerveza. luego cogí el autobús y volví a casa. el patio escolar norteamericano me había derrotado otra vez.