En memoria de Paulina[Cuento. Texto completo.]Adolfo Bioy Casares | |
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viernes, 31 de octubre de 2014
En memoria de Paulina.
jueves, 30 de octubre de 2014
El guardagujas.
El guardagujas[Cuento. Texto completo.]Juan José Arreola | |
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miércoles, 29 de octubre de 2014
EL HIJO.
EL HIJO
Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el
sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza
plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.
—Sí, papá —repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.
No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas.
Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos suena un estampido.
—La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.
Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil...?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un...
¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
—¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
—¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
—¡Chiquito..! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
—Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
—Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
—¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.
—Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
—¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
—Piapiá... —murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
—Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.
—No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.
—Sí, papá —repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.
No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas.
Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos suena un estampido.
—La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.
Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil...?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un...
¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
—¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
—¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
—¡Chiquito..! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
—Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
—Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
—¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.
—Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
—¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
—Piapiá... —murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
—Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.
—No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
***
Sonríe
de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.
Horacio Quiroga
(1879-1937)
martes, 28 de octubre de 2014
Mejor que arder.
Mejor que arder
[Cuento. Texto completo.]
Clarice Lispector
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lunes, 27 de octubre de 2014
Muebles “El Canario”
Muebles “El Canario”
(Originalmente publicado en Mujer Batllista
año II, Nº 12, Montevideo, noviembre 1947)
Nadie encendía las láparas
Buenos Aires: Sudamericana, 1947
(Originalmente publicado en Mujer Batllista
año II, Nº 12, Montevideo, noviembre 1947)
Nadie encendía las láparas
Buenos Aires: Sudamericana, 1947
La propaganda de estos muebles me tomó desprevenido. Yo
había ido a pasar un mes de vacaciones a un lugar cercano y no había querido
enterarme de lo que ocurriera en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho
calor y esa misma noche fui a una playa. Volví a mi pieza más bien temprano y
un poco malhumorado por lo que me había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la
playa y me tocó sentarme en un lugar que daba al pasillo. Como todavía hacía
mucho calor, había puesto mi saco en las rodillas y traía los brazos al aire,
pues mi camisa era de manga corta. Entre las personas que andaban por el
pasillo hubo una que de pronto me dijo:
—Con su permiso, por favor...
Y yo respondí con rapidez:
—Es de usted.
Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había terminado de decir “es de usted” ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:
—Después a mí,
Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:
—¡Ah!, lo voy a lastimar... quieto un...
Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas. que había a lo largo del tubo: Muebles “El Canario”. Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: “No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda”. Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito... No tenía la calidad de algo recordado ni del sonido, que nos llega de afuera. Era anormal como una enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera, puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una voz que decía:
—Hola, hola; transmite difusora “El Canario”... hola, hola, audición especial. Las personas sensibilizadas para estas transmisiones... etc., etc...
Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí a esperar. Ahora estaban pasando, indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de los muebles “El Canario”. Y de pronto dijeron:
—Como primer número se transmitirá el tango...
Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de mi cabeza... En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza. Pensé en comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué había que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. El me miró asombrado y dijo:
—¿No le agrada la transmisión?
—Absolutamente.
—Espere unos momentos y empezará una novela--en episodios.
—Horrible -le dije.
El siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me dijo:
—Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas “El Canario”. Si a usted no le gusta, la transmisión se toma una de ellas y pronto.
—¡Pero, ahora todas las farmacias, están !cerradas y yo voy a volverme loco!
En ese instante oí anunciar:
—Y ahora transmitiremos una poesía titulada “Sillón Querido”, soneto compuesto especialmente para los muebles “El Canario”.
Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:
—Yo voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más que se vendan las tabletas.
Yo lo apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:
—Venga el peso. —Y después que se lo di agregó: —Dése un baño de pies bien caliente.
—Con su permiso, por favor...
Y yo respondí con rapidez:
—Es de usted.
Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había terminado de decir “es de usted” ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:
—Después a mí,
Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:
—¡Ah!, lo voy a lastimar... quieto un...
Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas. que había a lo largo del tubo: Muebles “El Canario”. Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: “No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda”. Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito... No tenía la calidad de algo recordado ni del sonido, que nos llega de afuera. Era anormal como una enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera, puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una voz que decía:
—Hola, hola; transmite difusora “El Canario”... hola, hola, audición especial. Las personas sensibilizadas para estas transmisiones... etc., etc...
Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí a esperar. Ahora estaban pasando, indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de los muebles “El Canario”. Y de pronto dijeron:
—Como primer número se transmitirá el tango...
Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de mi cabeza... En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza. Pensé en comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué había que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. El me miró asombrado y dijo:
—¿No le agrada la transmisión?
—Absolutamente.
—Espere unos momentos y empezará una novela--en episodios.
—Horrible -le dije.
El siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me dijo:
—Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas “El Canario”. Si a usted no le gusta, la transmisión se toma una de ellas y pronto.
—¡Pero, ahora todas las farmacias, están !cerradas y yo voy a volverme loco!
En ese instante oí anunciar:
—Y ahora transmitiremos una poesía titulada “Sillón Querido”, soneto compuesto especialmente para los muebles “El Canario”.
Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:
—Yo voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más que se vendan las tabletas.
Yo lo apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:
—Venga el peso. —Y después que se lo di agregó: —Dése un baño de pies bien caliente.
Felisberto Hernández
(Uruguay, 1902-1964)
(Uruguay, 1902-1964)
viernes, 24 de octubre de 2014
"UNA NOCHE HELADA"
"UNA NOCHE HELADA"
CHARLES BUKOWSKI (RELATO COMPLETO)
Leslie caminaba bajo las palmeras. Pisó una cagada de perro. Eran las diez y cuarto en Hollywood Este. Aquel día el mercado había subido 22 puntos y los especialistas no eran capaces de explicar por qué. A los especialistas se les daba mucho mejor explicar las bajas del mercado. Los desastres les hacían felices. Hacía frío en Hollywood Este. Leslie se abrochó el botón del cuello de su abrigo y tiritó. Encogió los hombros para defenderse del frío.
Se aproximaba un hombrecillo de sombrero gris de fieltro. El hombrecillo tenía la cara tan opaca como la corteza de una sandía, sin expresión. Leslie sacó un cigarrillo y se plantó en el camino. No medía más de uno sesenta y cinco y debía de pesar treinta y cinco kilos. Tendría unos cuarenta y cinco años.
—¿Me da fuego? —le preguntó.
—Oh, sí...
El hombrecillo comenzó a buscar su encendedor y Leslie le asestó un rodillazo en la entrepierna. El hombrecillo soltó un gruñido, se dobló y Leslie le golpeó detrás de la oreja. Cuando cayó, Leslie se arrodilló, le dio la vuelta, sacó su navaja y lo degolló a la luz de la luna de aquella noche fría de Hollywood Este.
Todo le parecía muy extraño. Era como un sueño medio recordado. Leslie no estaba seguro de si aquello había sucedido en la realidad. Al principio, la sangre daba la sensación de no decidirse a salir, pero la herida era profunda y la sangre brotó. Leslie se apartó con asco. Se incorporó, se alejó. Luego volvió, buscó en el bolsillo de aquel hombre, encontró una caja de cerillas, encendió el cigarrillo y se alejó calle abajo, hacia su apartamento. Leslie nunca tenía cerillas. Era uno de esos hombres sin bolígrafos ni cajas de cerillas en los bolsillos...
Ya en el apartamento, se sentó a beberse un whisky con agua. En la radio daban una cosa de Copeland. Aunque Copeland no fuese gran cosa, siempre era mejor que Sinatra. Había que aceptar lo que te dieran y aprovecharlo al máximo. Eso es lo que decía siempre su padre. Su jodido viejo. A la mierda viejo. A la mierda todos los Niños de Jesús. A la mierda Billy Graham. A tomar todo el mundo por culo.
Llamaron a la puerta. Era Sonny. Un chaval rubio que vivía al otro lado del patio. Sonny era mitad hombre y mitad polla y estaba hecho un lío. La mayoría de los tíos que la tenían de buen tamaño tenían problemas después de echar un polvo. Pero Sonny era más agradable que la mayoría. Era afable, educado y no carecía de inteligencia. A veces hasta era ingenioso.
—Oye, Leslie, quiero hablar contigo unos minutos.
—Vale. Pero, escucha, estoy cansado. Pasé todo el día en el hipódromo.
—Te ha ido mal, ¿eh?
—Cuando fui a sacar el coche del aparcamiento, me di cuenta de que un hijo de puta me había
arrancado todo el parachoques. Cerdo.
—¿Y qué tal te fue con los caballos?
—Gané doscientos ochenta dólares. Pero estoy hecho polvo.
—Vale. No te pegaré la paliza.
—Perfecto. ¿De qué se trata? ¿De tu chica? ¿Por qué no la envías a tomar viento? Os sentiréis mejor
los dos.
—No, no se trata de mi chica. Sólo se trata..., mierda, no lo sé. Cosas que pasan, ¿comprendes? No
consigo hacer nada. No puedo empezar nada. Estoy como bloqueado. Ni una oportunidad a la vista.
—Cojones, eso es lo normal. La vida es así. Pero sólo tienes veintisiete años. Puede que aún tengas suerte y te enrolles con alguien.
—¿Qué hacías tú a mi edad?
—Estaba peor que tú. Andaba de noche, borracho, rondando por las calles a la espera de un milagro.
No hubo suerte.
—¿Eso es lo único que se te ocurría?
—Bueno, lo más difícil es saber cuál tiene que ser tu primer movimiento.
—Sí. Todo parece tan inútil.
—Asesinamos al Hijo de Dios. ¿Crees que ese Cabrón va a perdonarnos? ¡Puede que yo esté loco,
pero El seguro que no!
—Te pasas el día ahí tirado, con tu albornoz roto, medio borracho, pero eres la persona más cuerda que conozco.
—Vaya, eso me gusta. ¿Conoces a mucha gente?
Sonny se limitó a encogerse de hombros.
—Lo que necesito saber es: ¿hay una salida? ¿Alguna clase de salida?
—No, no hay salida, chaval. Los psiquiatras aconsejan que nos dediquemos a jugar al ajedrez, al billar o a coleccionar sellos. Cualquier cosa menos pensar en las cuestiones importantes.
—El ajedrez es muy aburrido.
—Todo es aburrido. No hay salida. ¿Sabes lo que solían tatuarse en los brazos algunos vagabundos de los viejos tiempos?: «NACÍ PARA LA MUERTE.» Parece un poco burdo, pero es sabiduría elemental.
—¿Qué crees que llevan tatuado ahora en los brazos los vagabundos?
—No sé. Probablemente: «JESÚS ES NUESTRO REDENTOR.»
—No podemos librarnos de Dios, ¿verdad?
—Quizás El no pueda librarse de nosotros.
—Bueno, sabes, siempre es un buen rollo hablar contigo. Después de hablar contigo siempre me siento mejor.
—Pues ya sabes, chaval, cuando quieras.
Sonny se levantó, abrió la puerta, la cerró y se fue. Leslie se sirvió otro whisky. Los Rams de Los Angeles habían reforzado su línea defensiva. Una buena táctica. Todo en la vida evolucionaba hacia actitudes de DEFENSA. El telón de acero, la mente de acero, la vida de acero...
Leslie terminó el whisky, se quitó los pantalones y se rascó el culo, metiéndose los dedos bien dentro. La gente que se curaba las almorranas era mema. Cuando no había con quién tratar, lo mejor era estar solo. Se sirvió otro whisky. Sonó el teléfono.
—¿Sí?
Era Francine. A Francine le gustaba impresionarle. A Francine le encantaba creer que le impresionaba. Pero era más pesada que un elefante. Leslie pensaba muchas veces en lo amable que era por su parte el dejarla hablar y aburrirle de ese modo. Un tipo normal le habría colgado el teléfono inmediatamente, le habría cortado el rollo como una guillotina.
¿Quién había escrito aquel excelente ensayo sobre la guillotina? ¿Camus? Sí, Camus. Camus también era un plomo. Pero el ensayo sobre la guillotina y El extranjero eran excepcionales.
—Hoy he comido en el Hotel Beverly Hills —dijo Francine—. Estuve sola en una mesa. Tomé ensalada y bebidas. Por allí estaba Dustin Hoffman con otros actores y actrices. Me puse a hablar con la gente de las otras mesas y todos me sonreían, y todas las mesas rebosaban de sonrisas y señales de asentimiento con sus cabecitas amarillas como narcisos. Yo seguía hablando y ellos sonriendo. Debían de pensar que estaba loca y que la única manera de librarse de mí era sonreír. Al final acabaron por ponerse nerviosos, ¿comprendes?
—Perfectamente.
—Pensé que te gustaría que te lo contara.
—Sí...
—¿Estás solo? ¿Quieres compañía?
—Esta noche estoy muy cansado, Francine.
Francine colgó al cabo de un rato. Leslie se desvistió, se rascó el culo otra vez y se fue al cuarto de baño. Se pasó el hilo dental entre los pocos dientes que le quedaban. Qué horror de colgajos. Pensó que debería arrancárselos a martillazos. La cantidad de peleas callejeras en que se había metido, y nadie le había hecho saltar los dientes delanteros. En fin, al final todo se resuelve por sí mismo y se caerían solos. Leslie puso un poco de pasta de dientes en el cepillo eléctrico e intentó matar el tiempo un poco. Después se sentó en la cama y pasó un rato con el último whisky y un cigarrillo. Algo que hacer mientras esperaba a ver qué cariz tomaban las cosas. Contempló la caja de cerillas que tenía en la mano y comprendió de pronto que era la que le había quitado al hombrecillo cara de sandía. La idea le sobresaltó. ¿Había sucedido
aquello realmente? Escudriñó la caja de cerillas. Leyó el anuncio impreso:
1.000 ETIQUETAS PERSONALES CON SU NOMBRE Y DIRECCIÓN SOLO POR 1,00 DOLAR
Vaya, pensó, no parece que sea muy caro.
jueves, 23 de octubre de 2014
KID STARDUST EN EL MATADERO.
KID STARDUST EN EL MATADERO
CHARLES BUKOWSKI
la suerte me había vuelto a abandonar y estaba demasiado nervioso por el exceso de bebida; desquiciado, débil; demasiado deprimido para encontrar uno de mis trabajos habituales como recadero o mozo de almacén con qué tapar agujeros y reponerme un poco. así que bajé al matadero y entré en la oficina.
¿no te he visto ya?, preguntó el tipo.
no, mentí yo.
había estado allí dos o tres años antes, había pasado por todo el papeleo, revisión médica y demás, y me habían llevado escaleras abajo, cuatro plantas, y cada vez hacía más frío y los suelos estaban cubiertos de un lustre de sangre, suelos verdes, paredes verdes. me habían explicado mi trabajo, que era apretar un botón y luego por un agujero de la pared salía un ruido como un estruendo de defensas o elefantes desplomándose, y llegaba la cosa... algo muerto, mucho, sangriento, y el tipo me dijo, lo coges y lo echas al camión y luego aprietas el timbre y ya llega otro, y después se largó. cuando vi que se iba me quité la bata, el casco metálico, las botas (tres números menos que el que yo uso), subí otra vez la escalera y me largué de allí. y ahora estaba de vuelta, tronado otra vez.
pareces un poco viejo para el trabajo.
quiero endurecerme. necesito trabajo duro, muy duro, mentí.
¿y puedes aguantarlo?
otra cosa no tendré, pero coraje si. fui boxeador. y bueno.
¿ah sí?
si.
vaya, se te nota en la cara. debieron darte duro.
de lo de la cara no hagas caso. yo tenía un juego de brazos magnífico. todavía lo tengo. lo de la cara es porque tuve que hacer algunos tongos y tenía que parecer verdad.
sigo el boxeo. no recuerdo tu nombre.
peleaba con otro nombre, Kid Stardust.
¿Kid Stardust? no recuerdo a ningún Kid Stardust.
peleé en América del Sur, en Africa, en Europa, en las Islas, en ciudades pequeñas. Por eso hay ese hueco en mi historial de trabajo no me gusta poner que fui boxeador porque la gente cree que hablo en broma o que miento. lo dejo en blanco y se acabó.
vale, vale, sube a que te hagan la revisión médica. mañana a las nueve y medía te pondremos a trabajar. ¿dices que quieres trabajo duro?
bueno, si tenéis otra cosa no, en este momento no. sabes, aparentas cerca de cincuenta. no sé sí darte el trabajo no nos gusta la gente que nos hace perder el tiempo.
yo no soy gente: soy Kid Stardust.
vale, vale, dijo riendo, ¡te pondremos a TRABAJAR!
no me gustó el tono.
dos días después crucé la puerta y entré en el garito de madera y le enseñé a un viejo la tarjeta con mí nombre: Henry Charles Bukowski, hijo, y el viejo me mandó al muelle de descarga: tenía que ver a Thurman. fui hasta allí. había una fila de hombres sentados en un banco de madera y me miraron como si fuese un homosexual o una canasta de baloncesto.
yo les miré con lo que supuse tranquilo desdén y mascullé con mi mejor acento golfo:
dónde está Thurman. tengo que ver a ese tío.
alguien señaló.
¿Thurman?
¿Sí?
trabajo para tí.
¿Sí?
sí.
me miró.
¿y las botas?
¿botas?
no tengo, dije.
sacó un par de botas de debajo del banco y me las dió. viejas, duras, tiesas. me las puse. la historia de siempre: tres números menos. me encogían y me espachurraban los dedos. luego me dio una ensangrentada bata y un casco metálico. allí me quedé de pie mientras él encendía un cigarrillo. tiró la cerilla con un floreo tranquilo y varonil.
vamos.
eran todos negros y cuando me acerqué me miraron como si fueran musulmanes negros. yo mido casi uno ochenta, pero todos eran más altos que yo, y, si no más altos, por lo menos dos o tres veces más anchos.
¡Charley! aulló Thurman.
Charley, pensé. Charley, como yo. qué bien.
sudaba ya bajo el casco metálico.
¡¡dale TRABAJO!!
dios mío oh dios mío. ¿qué había sido de las noches plácidas y dulces? ¿por qué no le pasa esto a Walter Winchey que cree en el sistema americano? ¿no era yo uno de los estudiantes de antropología más inteligentes de mi promoción? ¿qué pasó?
Charley me llevó hasta un camión vacío de media manzana de largo que había en el
muelle.
espera aquí.
luego llegaron corriendo algunos de los musulmanes negros con carretillas pintadas de un blanco grumoso y sórdido, un blanco que parecía mezclado con mierda de pollo. y cada carretilla estaba cargada con montañas de jamones que flotaban en sangre acuosa y fina. no, no flotaban en sangre, se asentaban en ella, como plomo, como balas de cañón, como muerte.
uno de los tipos saltó al camión detrás de mí y el otro empezó a tirarme los jamones y yo los cogía y se los tiraba al que estaba detrás de mí que se volvía y echaba el jamón en la caja. los jamones venían deprisa, DEPRISA, y pesaban, pesaban cada vez más. en cuanto lanzaba un jamón y me volvía, ya había otro de camino hacía mí por el aire. comprendí que querían reventarme. pronto sudaba y sudaba como si se hubiesen abierto grifos, y me dolía la espalda y me dolían las muñecas, y me dolían los brazos, me dolía todo y había agotado hasta el último gramo de energía. apenas podía ver, apenas podía obligarme a agarrar un jamón más y lanzarlo, un jamón más y lanzarlo. estaba embadurnado de sangre y seguía agarrando el suave muerto pesado FLUMP con mis manos, el jamón cedía un poco, como un culo de mujer, y estaba demasiado débil para hablar y decir eh, qué demonios pasa, amigos... los jamones seguían llegando y yo giraba, clavado, como un hombre clavado en una cruz bajo el casco metálico, y ellos seguían trayendo a toda prisa carretillas llenas de jamones jamones jamones y al fin todas se vaciaron, y yo me quedé allí tambaleante, respirando la amarillenta luz eléctrica. era de noche en el infierno. bueno, siempre me había gustado el trabajo nocturno.
¡vamos!
me llevaron a otro local. arriba en el aire en una gran compuerta elevada en la pared del extremo había media ternera, o quizá fuese una ternera entera, sí, eran terneras enteras ahora que lo pienso, las cuatro patas, y una de ellas salía del agujero sujeta en un gancho, recién asesinada, y se paró justo sobre mí, colgada allí justo sobre mi cabeza de aquel gancho.
acaban de asesinarla, pensé, han asesinado a ese maldito bicho. ¿cómo pueden distinguir un hombre de una ternera? ¿cómo saben que yo no soy una ternera?
VENGA... ¡MENEALA!
¿Menéala?
eso es: ¡BAILA CON ELLA!
¿qué?
¡pero qué coño pasa! ¡GEORGE, ven aquí!
George se puso debajo de la ternera muerta. la agarró. UNO. corrió hacia adelante.
DOS. corrió hacia atrás. TRES. corrió hacia delante mucho más. la ternera quedó casi paralela al suelo. alguien apretó un botón y George quedó abrazado a ella. lista para las carnicerías del mundo. lista para las bien descansadas chismosas y chifladas amas de casa del mundo a las dos en punto de la tarde con sus batas de casa, chupando cigarrillos manchados de carmín y sintiendo casi nada.
me pusieron debajo de la ternera siguiente.
UNO.
DOS.
TRES.
la tenía. sus huesos muertos contra mis huesos vivos. su carne muerta contra mi carne viva, y el hueso y el peso me aplastaban; pensé en óperas de Wagner, pensé en cerveza fría, pensé en un lindo chochito sentado frente a mí en un sofá con las piernas alzadas y cruzadas y yo tengo una copa en la mano y hablo lenta pausadamente abriéndome paso hacia ella y hacia la mente en blanco de su cuerpo y Charley aulló ¡CUELGALA DEL CAMION! caminé hacia el camión. por la aversión a la derrota que me inculcaron de muchacho en los patios escolares de Norteamérica supe que no debía dejar que la ternera cayera al suelo, porque eso demostraría que era un cobarde, que no era un hombre y que, en consecuencia, nada merecía, sólo burlas y risas y golpes, en Norteamérica tienes que ser un ganador, no hay otra salida, y tienes que aprender a luchar porque sí y se acabó, sin preguntas, y además sí soltaba la ternera quizá tuviera que volver a recogerla. además se ensuciaría. yo no quería que se ensuciase. o más bien... ellos no querían que se ensuciase.
llegué al camión.
¡CUELGALA!
el gancho que pendía del techo estaba tan romo como un pulgar sin uña. dejabas que el trasero de la ternera se deslizase hacia atrás e ibas a por lo de arriba, empujabas la parte de arriba contra el gancho una y otra vez pero el gancho no enganchaba. ¡¡MADRE MIA!! era todo cartílago y grasa, duro, duro.
¡VAMOS! ¡VAMOS!
utilicé mi última reserva y el gancho enganchó, era una hermosa visión, un milagro. el gancho clavado, aquella ternera colgando allí sola completamente separada de mi hombro, colgando para el chismorreo bata de casa y carnicería.
¡MUEVETE!
un negro de unos ciento quince kilos, insolente, áspero, frío, criminal, entró, colgó su ternera tranquilamente y me miró de arriba abajo.
¡aquí trabajamos en cadena!
vale, campeón.
me puse delante de él. otra ternera me esperaba. cada una que agarraba estaba seguro de que sería la última que podría agarrar. pero me decía.
una más
sólo una más
luego
lo dejo.
a la
mierda.
ellos estaban esperando que me rajara. lo veía en sus ojos, en sus sonrisas cuando creían que no miraba. no quería darles el placer de la victoria. agarré otra ternera. como el campeón que hace el último esfuerzo, agarré otra ternera.
pasaron dos horas y entonces alguien gritó DESCANSO.
lo había conseguido. un descanso de diez minutos, un poco de café y ya no podrían derrotarme. fui tras ellos hasta un carrito que alguien había traído. vi elevarse el vapor del café en la noche; vi los bollos y los cigarrillos y las pastas y los emparedados bajo la luz eléctrica.
¡EH, TU!
era Charley. Charley, como yo.
¿sí, Charley?
antes de tomarte el descanso, lleva ese camión a la parada dieciocho.
era el camión que acabábamos de cargar, el de media manzana de largo. la parada dieciocho quedaba al otro extremo del patio.
conseguí abrir la puerta y subir a la cabina. tenía un asiento blando de suave piel y era tan agradable que me di cuenta de que si me descuidaba caería dormido allí mismo, yo no era un camionero. miré por abajo y vi como media docena de mandos, palancas, frenos, pedales y demás. di vuelta a la llave y conseguí encender el motor. fui probando pedales y palancas hasta que el camión empezó a rodar y entonces lo llevé hasta el fondo del patio, hasta la parada dieciocho, pensando constantemente: cuando vuelva, ya no estará el carrito. era una tragedia para mí, una verdadera tragedia. aparqué el camión, apagué el motor y quedé allí sentado unos instantes paladeando la suave delicia del asiento de piel. luego abrí la puerta y salí. no acerté con el escalón o lo que fuese y caí al suelo con mi bata ensangrentada y mi maldito casco metálico como si me hubiesen pegado un tiro. no me hice daño, ni siquiera lo sentí. me levanté justo a tiempo para ver cómo se alejaba el carrito y cruzaba la puerta camino de la calle.
les vi dirigirse de nuevo al muelle riendo y encendiendo cigarrillos.
me quité las botas, me quité la bata, me quité el casco metálico y fui hasta el garito del patio de entrada, tiré bata, casco y botas por encima del mostrador. El viejo me miró:
vaya, así que dejas esta BUENA colocación...
diles que me manden por correo el cheque de mis dos horas de trabajo o si no que se lo metan en el culo ¡me da igual!
salí. crucé la calle hasta un bar mejicano y bebí una cerveza. luego cogí el autobús y volví a casa. el patio escolar norteamericano me había derrotado otra vez.
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