Hasta
ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un
pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en
mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté
contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda
insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me
parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor
importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo
estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una
oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el
dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome:
"Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo".
Era,
naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal
extremo que decidí usarla.
Aquí
empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron.
Lo primero fue un incidente que tuve en una librería de viejo. Me hallaba
repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato me
observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un
tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo:
"Aquí tenemos libros de Feifer". Yo lo quedé mirando intrigado
porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque
mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente
desconocido. Y acto seguido añadió: "Feifer estuvo en Pilsen".
Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de
revelación, de confidencia definitiva: "Debe usted saber que lo
mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga". Y dicho
esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el
más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente
pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del
librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del
negocio.
Durante
algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero
como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo
acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los
suburbios cuando un hombre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó
intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta
entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en
cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA
SESIÓN: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la
numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos
extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió,
tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que
todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a
la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de
aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de
saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué
versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los
recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones
filosóficas, y a unas digresiones sobre el cultivo de la remolacha fue
aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado.
Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una
tiza que extrajo de su bolsillo.
Cuando
hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando
entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis
elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el
umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me
hizo una seña para que me acercara.
-Es
usted nuevo, ¿verdad? -me interrogó, un poco desconfiado.
-Sí
-respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera
podido identificarme entre tanta concurrencia-. Tengo poco tiempo.
-¿Y
quién lo introdujo?
Me
acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.
-Estaba
en la librería de la calle Amargura, cuando el...
-¿Quién?
¿Martín?
-Sí,
Martín.
-¡Ah,
es un colaborador nuestro!
-Yo
soy un viejo cliente suyo.
-¿Y
de qué hablaron?
-Bueno...
de Feifer.
-¿Qué
le dijo?
-Que
había estado en Pilsen. En verdad... yo no lo sabía.
-¿No
lo sabía?
-
No -repliqué con la mayor tranquilidad.
-¿Y
no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?
-Eso
también me lo dijo.
-¡Ah,
fue una cosa espantosa para nosotros!
-En
efecto -confirmé- Fue una pérdida irreparable.
Mantuvimos
una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de
alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que
viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que
mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él,
con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por
fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la
atención.
-Tráigame
en la próxima semana -dijo- una lista de todos los teléfonos que empiecen
con 38.
Prometí
cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.
-¡Admirable!
-exclamó- Trabaja usted con rapidez ejemplar.
Desde
aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así,
por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más
volví a ver. Más tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un
croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar
cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente
señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi
publicado, de adiestrar a un menor en gestos parlamentarios, y aun de
cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o
espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastros.
De
este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un
año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. "Ha ascendido
usted un grado", me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome
efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que
me referí en términos vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui
aclamado con estrépito.
En
mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis
desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que
me interrogaron evadí las respuestas porque, en realidad, no encontraba una
satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera
revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un
hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me
sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido
dicho encargo de mi jefe.
Esta
beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una
energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra
sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor
administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización
aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa
o en una agrupación de fabricantes de paños.
A
los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante.
No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes,
en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba
atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme
nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas,
pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo
extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando
regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan
desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.
Han
pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso
una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales.
Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares,
casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen,
y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo la
llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre,
vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el
sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me
limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los
resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda
inexorablemente en la cábala.
FIN
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