Era alta,
fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos
profundos, negros.
Había
entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada
en el seno de Dios. Obedeció.
Cumplía
sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los
rezos. Rezaba con fervor.
Y se
confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se
deshacía en la boca.
Pero
empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres.
Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga
le aconsejó:
-Mortifica
el cuerpo.
Comenzó a
dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio*. De nada servía.
Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.
Se confesó
con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Pero a la
hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que
controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía.
Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
No podía
ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
La madre
Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas
velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido.
Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.
Un día, a
la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni
ella sabía por qué lloraba.
Y de ahí
en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía
ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Hasta que
le dijo al padre en el confesionario:
-¡No
aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo
meditativo:
-Es mejor
no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
Pidió una
audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la
madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar
a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más.
Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
Arregló su
pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.
Sus
cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba
la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía
el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
Ella misma
se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una
joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin
escote, debajo de la rodilla.
Y nada
sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.
Y sucedió
realmente.
Fue a un
bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien
le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el
agua. Ella se sonrojó.
Pero
volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués,
cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él.
Ella se rehusó.
Al día
siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la
tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.
Fueron a
ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película
estaban tomados de la mano.
Empezaron
a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
Entonces
una noche él le dijo:
-Soy rico,
el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?
-Sí -le
respondió grave.
Se casaron
por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre,
quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de
miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
Ella
regresó embarazada, satisfecha y alegre.
Tuvieron
cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.
FIN
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