viernes, 29 de mayo de 2015

Nochebuena del jugador.

Nochebuena del jugador

El vicio del juego me dominaba. Cuando digo el vicio del juego debo advertir que yo no lo creía tal vicio, ni menos entendía que la ley pudiese reprimirlo sin atentar al indiscutible derecho que tiene el hombre de perder su hacienda lo mismo que de ganarla. “De la propiedad es lícito usar y abusar”, repetía yo desdeñosamente burlándome de los consejos de algún amigo timorato.
No obstante mi desprecio hacia el sentimiento general, procuraba por todos los medios que en mi casa se ignorase mi inclinación violenta. Habíame casado, loco de amor, con una preciosa señorita llamada Ventura; estrechaba más nuestra unión la dulce prenda de un niño que aún no sabía, si yo le llamaba, venir solo a mis brazos; y por evitar a mi esposa miedo y angustia, escondía como un crimen mis aficiones, sorteando las horas para satisfacerlas. Precauciones idénticas a las que adoptaría si diese a mi mujer una rival, adoptaba para concurrir al Casino y otros centros donde se arriesga, al volver de un naipe, puñados de oro; e inventando toda clase de pretextos -negocios bursátiles, conferencias con amigos políticos, enfermos que velar, invitaciones que admitir- cohonestaba mis ausencias y explicaba de algún modo mi agitación, mi palidez, mis insomnios, mis alegrías súbitas, mis abatimientos, la alteración de mi sistema nervioso, quebrantado por la más fuerte y honda tal vez
de las emociones humanas.
Hacía tiempo que no poseía sino lo que el juego me granjeaba. Dueño de un mediano caudal, había ido enajenando mis fincas para cubrir pérdidas. Vino después una larga temporada de prosperidad, pero invertí las ganancias en valores fáciles de negociar, que ya mermaban recientes descalabros. Nada de esto notaba mi Ventura, porque a semejanza de casi todas las mujeres, recibía de manos de su esposo el dinero sin preguntar su origen. Segura de mi cariño, pasiva y feliz en su hogar, ni se le ocurría ni quizá deseaba conocer el estado de nuestros intereses. En las ocasiones felices, yo le traía ricas alhajas y le compraba lindos trajes; en los momentos de estrechez, una indicación mía bastaba para que ella redujese el gasto y aplazase los pagos, con instintiva complicidad. Pero si mi esposa no me causaba inquietud y el desorientarla me parecía facilísimo, otra persona de la familia me inspiraba indefinible recelo.
Era esta persona el hermano mayor de Ventura, mi cuñado Bernardo, hombre de entendimiento vivo y sagaz, de fogosa condición, a quien penas ignoradas, quizá dolorosos desengaños, impulsaron a abrazar el estado eclesiástico. Bernardo ejercía su ministerio con un celo abrasador, con sed de sacrificio que le consumía, demacrando su cuerpo y encendiendo en sus azules ojos perpetua llama. Los tales ojos, al fijarse en mí, mostraban vislumbres de desconfianza y severidad. Indudablemente, el santo altruista, consagrado a hacer el bien, olfateaba en mí la egoísta y desenfrenada pasión que teñía de un círculo de oscuro livor mis párpados y hacía temblar febrilmente mi mano cuando estrechaba la suya. Una desazón, un desasosiego parecido al del que con ropa sucia arrostra la luz del sol en un paseo concurrido, me asaltaban al encontrarme frente a frente con Bernardo. Éste, que vivía fuera de Madrid, absorbido siempre por empresas de beneficencia, fundaciones de Asilos y Asociaciones
caritativas, sólo venía a vernos dos veces al año; en Pascua de Resurrección y en Navidades.
Acercábase precisamente esta solemne época del año, cuando la suerte, que ya se me había torcido, comenzó a mostrarse airada contra mí. Soplaba la racha negra, y soplaba tan inclemente y dura, que me arrebataba mis esperanzas todas. Fallaban mis más laboriosas martingalas; se malograban mis golpes de habilidad, mis corazonadas se desmentían y naipe que yo tocase era naipe funesto. Encarnizado en el desquite, me precipitaba con cierta cólera, obstinándome en despeñarme, agotando mis recursos, desafiando al porvenir. La intuición de que se me venía encima la catástrofe redoblaba mi desesperada energía. Debiendo ya sobre mi palabra crecida suma, busqué un prestamista -el más usurero, el más infame- y sin vacilar como quien cierra los ojos y se arroja a una sima, me abandoné a sus uñas, firmando cuanto quiso, comprometiendo mi honor a cambio de la inmediata posesión de la cantidad que necesitaba para saldar mi deuda en el Casino y tentar el golpe supremo. Estaba determinado a
que no luciese para mí el día de confesarle a Ventura que nos aguardaba la miseria y la afrenta además. Cierto que a veces se me ocurría decirle: “Figúrate que yo era un negociante; he quebrado; es preciso resignarse y trabajar.” Pero inmediatamente comprendía la imposibilidad, el absurdo de calificar de “quiebra” los resultados de mi desorden. Si caía a los pies de mi mujer revelando la verdad, tendría que implorar perdón, como cumple al que faltó a sus deberes. Antes morir, y morir me parecía la solución única del pavoroso conflicto. En aquellos instantes veía tan claro como la luz que la muerte era precisa y natural consecuencia de mi modo de entender la vida, y el derecho de jugar, hermano del de suicidarse: ambos se reducían a uno solo… “Usar y abusar…” Y morir sin miedo.
Con estos pensamientos volví a mi casa la tarde del día 24 de diciembre, llevando en el bolsillo la cantidad obtenida del usurero. No bien entré en la antesala, sentía que me abrazaban a un tiempo por el cuello y por las piernas. El primer abrazo era el de la mujer amante, que unía su rostro al mío con arrebato mimoso; el segundo… ¿Quién puede abrazar por más abajo de la rodilla sino el nene, el muñeco que se ensaya en romper a andar y aún necesita agarrarse a algo para no caer de bruces?
Sentí que el corazón se me hendía; sentí que me acudían lágrimas a los ojos; y apartándome bruscamente por disimulo, exclamé:
-¿Qué pasa? ¿A qué viene esto?
-Ha llegado Bernardo -respondió Ventura sorprendida de mi sequedad.
-Tío Nado -repitió mi pequeño, que acompañó esta gracia con una risa estrepitosa.
-Pues toma -dije entregando a mi mujer un puñado de billetes-: prepara una cena; pero una cena de verdad, como me gustan…, y ahora déjame, hijita, déjame un poco; quiero reposar, me duele la cabeza, y de aquí a la noche espero mejorarme para charlar con Bernardo.
Ventura obedeció, y yo me encerré a escribir una especie de testamento y despedida. Mis dientes castañeteaban; concluí la tarea, registré mis pistolas, las cargué, me eché sobre el sofá y fumé nerviosamente, cigarro tras cigarro, hasta que Ventura, solícita, vino a avisarme para cenar. Era temprano, porque el niño no podía faltar a la mesa en noche semejante y su madre evitaba tenerle despierto hasta las mil. Nos dirigimos al comedor, iluminado por bujías rosa, alegrado por la blancura de los manteles y el destellar del cristal y de la plata.
La sopa de almendra humeaba suavemente y trascendía a gloria; las frutas raras se apiñaban en el centro de mesa, reflejado por una luna de espejo circundada de rosas tardías; en las copas reía ya el Sauterne amarillo, y mi mujer, engalanada, compuesta, sonriente, con el rizado pelo algo fosco y las mejillas rubicundas, se acercó a mí y murmuró acariciándome con la voz:
-¿No saludas al forastero? Ahí le tienes.
Abracé a Bernardo, y empezó la cena, animada al principio por las genialidades del nene y las coqueterías de Ventura, empeñada en que alabase su tocado y tan resuelta a conquistarme, que hasta apoyó sobre mi pie el suyo chiquitín. Sin embargo, languideció la conversación bien pronto; no era difícil notar que Bernardo y yo estábamos pensativos. A las preguntas inquietas de mi esposa, respondía alegando cansancio y jaqueca; pero Bernardo, el de las chispeantes pupilas azules, declaró categóricamente:
-Tu marido tendrá lo que guste, y no querrá enterarnos de por qué parece un reo a quien le acaban de leer la sentencia ahora mismo; pero lo que es yo… estoy así… porque me da vergüenza cenar tan bien, con salmón, y ostras, y langostinos, y vinos añejos, y no poder ofrecer a algunas familias pobres, ya que no estos festines de Lúculo, al menos el pan del año, el fuego del hogar y ropa con que abrigarse las carnes. El apóstol enseñaba que los cristianos no deben encerrarse para comer manjares suculentos. Nosotros nos saciamos de cosas ricas, y vamos a brindar con un champaña… que ya lo conozco de otras veces… ¡Clicquot!, mientras los pobres… No puedo evitar esto, ni vosotros podéis; pero allá dentro hay un rincón de mi alma que llora. ¡Cómo ha de ser! ¡No acierto a remediarlo!
Decir esto el sacerdote y cruzar por mi imaginación el chispazo de una idea, fue todo uno; ni dio tiempo a la reflexión ni a que yo calculase el efecto que en Bernardo iban a producir mis palabras. Me levanté, llené una copa del champaña, que frío como nieve ya lucía en la jarra de cristal tallado, y la tendí a Bernardo, exclamando de un modo significativo:
-¡Pues brinda… o reza! Para que se logre un plan que tengo yo… Si se logra, asegurarás el pan a algunas familias.
Bernardo echó mano a su copa, y antes de alzarla, fijó en mí las fascinadoras pupilas. A mi parecer, me registraba el cerebro, me veía la conciencia y me leía como se lee un abierto libro.
De pronto, con súbita decisión tendió la copa, la acercó a la mía, las chocó, y pronunció majestuosamente:
-Brindo ahora… Rezaré después. Deseo que se logre tu plan… pero una vez sola, ¿entiendes? Una sola.
Consideré sellado el pacto. En mi superstición de jugador lo había ensayado todo, gitanas y médiums, amuletos y pueriles conjuros… todo, excepto el interesar a Dios por el cebo de la caridad, partiendo mis ganancias con el Árbitro supremo, cuya previsión sirve al ciego azar de invisible lazarillo. ¡Poner al Cielo de mi parte! Sí, porque el Cielo tampoco podía “querer” que yo ejecutase la resolución postrera y definitiva, la única que cortaba el nudo infernal de mi destino…
Así que terminó la cena, me levanté, alegué una excusa, dejé a Ventura malhumorada y a Bernardo meditabundo, y salí desalado, a jugar, no ya el dinero, sino la honra y la existencia, la existencia que en aquel momento me parecía tan seductora, tan digna de ser vivida, entre los halagos de una mujer enamorada y la luminosa sonrisa de un querubín que me pedía protección y ayuda para andar, cogiéndose a mis piernas…
Por las calles se oía tumulto de gentío, repique alegre de panderetas, rasgueos de guitarra; en las casas, la luz se filtraba delatando la reunión de los que se quieren en íntima fiesta; y yo pensaba, mientras el coche que había tomado a mi puerta iba rodando hacia el Casino: “Si marro, ésta es mi Nochebuena última.”
¿Sabéis lo que se llama una suerte desatinada, increíble, loca? Pues así la tuve yo desde el primer instante. Sobraban horas para jugar, y estaban allí los puntos fuertes, los de repleta cartera y crédito firme. Sin tregua los arrollé; no recuerdo vena igual: parecía cual si viese al trasluz las cartas que iban a salir, o un poder invisible me dictase la puesta. Como si Dios se esmerase en cumplir el pacto, mi vena aumentó desde que sonó la medianoche.
Al regresar a mi domicilio, entré en el cuarto de Bernardo. El cura estaba despierto; me esperaba sin duda
-Acuéstate -le dije- y duerme bien, que mañana tendrás con qué dar a esas familias pobres el pan del año.
Vi en el expresivo rostro del sacerdote indicios de perplejidad y zozobra. Comprendía perfectamente el origen del dinero que yo venía a ofrecerle en cumplimiento del trato y su conciencia batallaba con su pasión de hacer bien, de consolar penas, de enjugar lágrimas. Débil, por fin, vencido del deseo, sacudido por una trepidación interior que le enronqueció la voz, siempre sonora, me cogió las manos entre las suyas y murmuró:
-Acepto… Venga… Sólo que ¡acuérdate!… La condición…
-Hoy ha sido la última vez: palabra de honor -respondí adelantándome a su ruego.
No sé si me creeréis, pero no he jugado más desde aquella Nochebuena. Al principio se me crispaban los dedos y la cabeza se me desvanecía con el ansia de volver a probar las amargas delicias del juego; después, poco a poco, vino la calma: el olvido ¡nunca! Negocié, labré una fortuna, y aprendí que puedo usar de ella, pero no abusar. Sé que soy depositario. El dueño está arriba.

jueves, 28 de mayo de 2015

El fingimiento feliz.

El fingimiento feliz

Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de no llegar hasta el fin con un amante, pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caída hu­biera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí pro­ponemos como máxima.
Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas y que si, por desgracia, llega­ban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equi­vocó… El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una doncella, se apodera de una carta, al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas, coge una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un pose­so en la habitación de su mujer…
-Señora, he sido traicionado -le ruge enfurecido-; leed este billete: él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.
La marquesa se defiende, jura a su marido que está equivocado, que puede ser, es verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de cri­men alguno.
-¡Ya no me convenceréis, pérfida! -le contesta el marido furibundo-, ¡ya no me convenceréis! Elegid rá­pidamente o al instante este arma os privará de la luz del día.
La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se de­cide por el veneno; toma la copa y lo bebe. -¡Deteneos!-le dice su esposo cuando ya ha bebi­do parte-, no pereceréis sola; odiado por vos, traicio­nado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mun­do? -y tras decir esto bebe lo que queda en el cáliz.
-¡Oh, señor! -exclama la señora de Guissac-. En terrible trance en que nos habéis colocado a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a mi padre y a mi madre.
Envían a buscar en seguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se arroja a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es cul­pable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo que­da la desesperación y el llanto brota de todos por igual. Mientras tanto llega el confesor…
-En este atroz instante de mi vida -dice la mar­quesa- deseo, para consuelo de mis padres y para el honor de mi memoria, hacer una confesión pública -y empieza a acusarse en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.
El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de que en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de alegría.
-¡Oh, mis queridos padres! -exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su suegra-, consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que la he hecho pasar, tantas preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No hubo nunca ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila; cal­mémonos todos y que por lo menos aprenda que una mu­jer verdaderamente honrada no sólo no debe cometer el mal, sino que tampoco debe levantar sospechas de que lo comete.
La marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su estado; se había sentido envene­nada hasta tal punto que el vuelo de su imaginación le había ya hecho padecer todas las angustias de muerte se­mejante. Se pone en pie temblorosa, abraza a su mari­do; la alegría reemplaza al dolor y la joven esposa, bien escarmentada por esta terrible escena, promete que en el futuro sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia de infidelidad. Mantuvo su palabra y vivió más de treinta años con su marido sin que éste tuviera nunca que ha­cerle el más mínimo reproche.

miércoles, 27 de mayo de 2015

Aparición.

Aparición

Se hablaba de secuestros a raíz de un reciente proceso. Era al final de una velada íntima en la rue de Grenelle, en una casa antigua, y cada cual tenía su historia, una historia que afirmaba que era verdadera.
Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, de ochenta y dos años, se levantó y se apoyó en la chimenea. Dijo, con voz un tanto temblorosa:
Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sido la obsesión de toda mi vida. Hace ahora cincuenta y seis años que me ocurrió esta aventura, y no pasa ni un mes sin que la reviva en sueños. De aquel día me ha quedado una marca, una huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí un horrible temor durante diez minutos, de una forma tal que desde entonces una especie de terror constante ha quedado para siempre en mi alma. Los ruidos inesperados me hacen sobresaltar hasta lo más profundo; los objetos que distingo mal en las sombras de la noche me producen un deseo loco’ de huir. Por las noches tengo miedo.
¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo ahora. En estos momentos puedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta y dos años está permitido no ser valiente ante los peligros imaginarios. Ante los peligros verdaderos jamás he retrocedido, señoras.
Esta historia alteró de tal modo mi espíritu,: me trastornó de una forma tan profunda, tan misteriosa, tan horrible, que jamás hasta ahora la he contado. La he guardado en el fondo más íntimo de mí, en ese fondo donde uno guarda los secretos penosos, los secretos vergonzosos, todas las debilidades inconfesables que tenemos en nuestra existencia.
Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por supuesto es explicable, a menos que yo haya sufrido una hora de locura. Pero no, no estuve loco, y les daré la prueba. Imaginen lo que quieran. He aquí los hechos desnudos.
Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarnición en Ruán.
Un día, mientras paseaba por el muelle, encontré a un hombre que creí reconocer sin recordar exactamente quién era. Hice instintivamente un movimiento para detenerme. El desconocido captó el gesto, me miró y se me echó a los brazos.
Era un amigo de juventud al que había querido mucho. Hacía cinco años que no lo veía, y desde entonces parecía haber envejecido medio siglo. Tenía el pelo completamente blanco; y caminaba encorvado, como agotado. Comprendió mi sorpresa y me contó su vida. Una terrible desgracia lo había destrozado.
Se había enamorado locamente de una joven, y se había casado con ella en una especie de éxtasis de felicidad. Tras un año de una felicidad sobrehumana y de una pasión inagotada, ella había muerto repentinamente de una enfermedad cardíaca, muerta por su propio amor, sin duda.
Él había abandonado su quinta el mismo día del entierro, y había acudido a vivir a su casa en Ruán. Ahora vivía allí, solitario y desesperado, carcomido por el dolor, tan miserable que sólo pensaba en el suicidio.
—Puesto que te he encontrado de este modo —me dijo—, me atrevo a pedirte que me hagas un gran servicio: ir a buscar a mi quinta, al secreter de mi habitación, de nuestra habitación, unos papeles que necesito urgentemente. No puedo encargarle esta misión a un subalterno o a un empleado porque es precisa una impenetrable discreción y un silencio absoluto. En cuanto a mí, por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa.
»Te daré la llave de esa habitación, que yo mismo cerré al irme, y la llave de mi secreter. Además le entregarás una nota mía a mi jardinero que te abrirá la quinta.
»Pero ven a desayunar conmigo mañana, y hablaremos de todo eso.
Le prometí hacerle aquel sencillo servicio. No era más que un paseo para mí, su quinta se hallaba a unas cinco leguas de Ruán. No era más que una hora a caballo.
A las diez de la mañana siguiente estaba en su casa. Desayunamos juntos, pero no pronunció ni veinte palabras. Me pidió que le disculpara; el pensamiento de la visita que iba a efectuar yo en aquella habitación, donde yacía su felicidad, le trastornaba, me dijo. Me pareció en efecto singularmente agitado, preocupado, como si en su alma se hubiera librado un misterioso combate.
Finalmente me explicó con exactitud lo que tenía que hacer. Era muy sencillo. Debía tomar dos paquetes de cartas y un fajo de papeles cerrados en el primer cajón de la derecha del mueble del que tenía la llave. Añadió:
—No necesito suplicarte que no los mires.
Me sentí casi herido por aquellas palabras, y se lo dije un tanto vivamente.
Balbuceó:
—Perdóname, sufro demasiado.
Y se echó a llorar.
Me marché una hora más tarde para cumplir mi misión.
Hacía un tiempo radiante, y avancé al trote largo por los prados, escuchando el canto de las alondras y el rítmico sonido de mi sable contra mi bota.
Luego entré en el bosque y puse mi caballo al paso. Las ramas de los árboles me acariciaban el rostro; y a veces atrapaba una hoja con los dientes y la masticaba ávidamente, en una de estas alegrías de vivir que nos llenan, no se sabe por qué, de una felicidad tumultuosa y como inalcanzable, una especie de embriaguez de fuerza.
Al acercarme a la quinta busqué en el bolsillo la carta que llevaba para el jardinero, y me di cuenta con sorpresa de que estaba lacrada. Aquello me irritó de tal modo que estuve a punto de volver sobre mis pasos sin cumplir mi encargo. Luego pensé que con aquello mostraría una sensibilidad de mal gusto. Mi amigo había podido cerrar la carta sin darse cuenta de ello, turbado como estaba.
La casa parecía llevar veinte años abandonada. La barrera, abierta y podrida, se mantenía en pie nadie sabía cómo. La hierba llenaba los caminos; no se distinguían los arriates del césped.
Al ruido que hice golpeando con el pie un postigo, un viejo salió por una puerta lateral y pareció estupefacto de verme. Salté al suelo y le entregué la carta. La leyó, volvió a leerla, le dio la vuelta, me estudió de arriba abajo se metió el papel en el bolsillo y dijo:
—¡Y bien! ¿Qué es lo que desea?
Respondí bruscamente:
—Usted debería de saberlo, ya que ha recibido dentro de ese sobre las órdenes de su amo; quiero entrar en la casa.
Pareció aterrado. Declaró:
—Entonces, ¿piensa entrar en… en su habitación?
Empecé a impacientarme.
—¿Por Dios! ¿Acaso tiene usted intención de interrogarme?
Balbuceó:
—No…, señor…, pero es que… es que no se ha abierto desde… desde… la muerte. Si quiere esperarme cinco minutos, iré… iré a ver si…
Le interrumpí colérico.
—¡Ah! Vamos, ¿se está burlando de mí? Usted no puede entrar, porque aquí está la llave.
No supo qué decir.
—Entonces, señor, le indicaré el camino.
—Señáleme la escalera y déjeme sólo. Sabré encontrarla sin usted.
—Pero…. señor… sin embargo…
Esta vez me irrité realmente.
—Está bien, cállese, ¿quiere? O se las verá conmigo.
Lo aparté violentamente y entré en la casa.
Atravesé primero la cocina, luego dos pequeñas habitaciones que ocupaba aquel hombre con su mujer. Franqueé un gran vestíbulo, subí la escalera, y reconocí la puerta indicada por mi amigo.
La abrí sin problemas y entré.
El apartamento estaba tan a oscuras que al principio no distinguí nada. Me detuve, impresionado por aquel olor mohoso y húmedo de las habitaciones vacías y cerradas, las habitaciones muertas. Luego, poco a poco, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y vi laramente una gran pieza en desorden, con una cama sin sábanas, pero con sus colchones y sus almohadas, de las que una mostraba la profunda huella de un codo o de una cabeza, como si alguien acabara de apoyarse en ella.
Las sillas aparecían en desorden. Observé que una puerta, sin duda la de un armario, estaba entreabierta.
Me dirigí primero a la ventana para dar entrada a la luz del día y la abrí; pero los hierros de las contraventanas estaban tan oxidados que no pude hacerlos ceder.
Intenté incluso forzarlos con mi sable, sin conseguirlo. Irritado ante aquellos esfuerzos inútiles, y puesto que mis ojos se habían acostumbrado al final perfectamente a las sombras, renuncié a la esperanza de conseguir más luz y me dirigí al secreter.
Me senté en un sillón, corrí la tapa, abrí el cajón indicado. Estaba lleno a rebosar. No necesitaba más que tres paquetes, que sabía cómo reconocer, y me puse a buscarlos.
Intentaba descifrar con los ojos muy abiertos lo escrito en los distintos fajos, cuando creí escuchar, o más bien sentir, un roce a mis espaldas. No le presté atención, pensando que una corriente de aire había agitado alguna tela. Pero, al cabo de un minuto, otro movimiento, casi indistinto, hizo que un pequeño estremecimiento desagradable recorriera mi piel. Todo aquello era tan estúpido que ni siquiera quise volverme, por pudor hacia mí mismo. Acababa de descubrir el segundo de los fajos que necesitaba y tenía ya entre mis manos el tercero cuando un profundo y penoso suspiro, lanzado contra mi espalda, me hizo dar un salto alocado a dos metros de allí. Me volví en mi movimiento, con la mano en la empuñadura de mi sable, y ciertamente, si no lo hubiera sentido a mi lado, hubiera huido de allí como un cobarde.
Una mujer alta vestida de blanco me contemplaba, de pie detrás del sillón donde yo había estado sentado un segundo antes.
¡Mis miembros sufrieron una sacudida tal que estuve a punto de caer de espaldas! ¡Oh! Nadie puede comprender, a menos que los haya experimentado, estos espantosos y estúpidos terrores. El alma se hunde; no se siente el corazón; todo el cuerpo se vuelve blando como una esponja, cabría decir que todo el interior de uno se desmorona.
No creo en los fantasmas; sin embargo, desfallecí bajo el horrible temor a los muertos, y sufrí, ¡oh!, sufrí en unos instantes más que en todo el resto de mi vida, bajo la irresistible angustia de los terrores sobrenaturales.
¡Si ella no hubiera hablado, probablemente ahora estaría muerto! Pero habló; habló con una voz dulce y dolorosa que hacía vibrar los nervios. No me atreveré a decir que recuperé el dominio de mí mismo y que la razón volvió a mí. No. Estaba tan extraviado que no sabía lo que hacía; pero aquella especie de fiereza íntima que hay en mí, un poco del orgullo de mi oficio también, me hacían mantener, casi pese a mí mismo, una actitud honorable. Fingí ante mí, y ante ella sin duda, ante ella, fuera quien fuese, mujer o espectro. Me di cuenta de todo aquello más tarde, porque les aseguro que, en el instante de la aparición, no pensé en nada. Tenía miedo.
—¡Oh, señor! —me dijo—. ¡Podéis hacerme un gran servicio!
Quise responderle, pero me fue imposible pronunciar una palabra. Un ruido vago brotó de mi garganta.
—¿Querréis? —insistió—. Podéis salvarme, curarme. Sufro atrozmente. Sufro, ¡oh, sí, sufro!
Y se sentó suavemente en mi sillón. Me miraba.
—¿Querréis?
Afirmé con la cabeza incapaz de hallar todavía mi voz.
Entonces ella me tendió un peine de carey y murmuró:
—Peinadme, ¡oh!, peinadme; eso me curará; es preciso que me peinen. Mirad mi cabeza… Cómo sufro; ¡cuanto me duelen los cabellos!
Sus cabellos sueltos, muy largos, muy negros, me parecieron, colgaban por encima del respaldo del sillón y llegaban hasta el suelo.
¿Por qué hice aquello? ¿Por qué recibí con un estremecimiento aquel peine, y por qué tomé en mis manos sus largos cabellos que dieron a mi piel una sensación de frío atroz, como si hubiera manejado serpientes? No lo sé.
Esta sensación permaneció en mis dedos, y me estremezco cuando pienso en ella.
La peiné. Manejé no sé cómo aquella cabellera de hielo. La retorcí, la anudé y la desanudé; la trencé como se trenza la crin de un caballo. Ella suspiraba, inclinaba la cabeza, parecía feliz.
De pronto me dijo «¡Gracias!», me arrancó el peine las manos y huyó por la puerta que había observado que estaba entreabierta.
Ya solo, sufrí durante unos segundos ese trastorno de desconcierto que se produce al despertar después de una pesadilla. Luego recuperé finalmente los sentidos; corrí a la ventana y rornpí las contraventanas con un furioso golpe.
Entró un chorro de luz diurna. Corrí hacia la puerta por donde ella se había ido. La hallé cerrada e infranqueable.
Entonces me invadió una fiebre de huida, un pánico, el verdadero pánico de las batallas. Cogí bruscamente los tres paquetes de cartas del abierto secreter; atravesé corriendo el apartamento, salté los peldaños de la escalera de cuatro en cuatro, me hallé fuera no sé por dónde, y, al ver a mi caballo a diez pasos de mí, lo monté de un salto y partí al galope.
No me detuve más que en Ruán, delante de mi alojamiento. Tras arrojar la brida a mi ordenanza, me refugié en mi habitación, donde me encerré para reflexionar.
Entonces, durante una hora, me pregunté ansiosamente si no habría sido juguete de una alucinación. Ciertamente, había sufrido una de aquellas incomprensibles sacudidas nerviosas, uno de aquellos trastornos del cerebro que dan nacimiento a los milagros y a los que debe su poder lo sobrenatural.
E iba ya a creer en una visión, en un error de mis sentidos, cuando me acerqué a la ventana. Mis ojos, por azar, descendieron sobre mi pecho. ¡Mi dormán estaba lleno de largos cabellos femeninos que se habían enredado en los botones!
Los cogí uno por uno y los arrojé fuera por la ventana con un temblor de los dedos.
Luego llamé a mi ordenanza. Me sentía demasiado emocionado, demasiado trastornado Para ir aquel mismo día a casa de mi amigo. Además, deseaba reflexionar a fondo lo que debía decirle.
Le hice llevar las cartas, de las que extendió un recibo al soldado. Se informó sobre mi. El soldado le dijo que no me encontraba bien, que había sufrido una ligera insolación, no sé qué. Pareció inquieto.
Fui a su casa a la mañana siguiente, poco después de amanecer, dispuesto a contarle la verdad. Había salido el día anterior por la noche y no había vuelto.
Volví aquel mismo día, y no había vuelto. Aguardé una semana. No reapareció. Entonces previne a la justicia. Se le hizo buscar por todas partes, sin descubrir la más mínima huella de su paso o de su destino.
Se efectuó una visita minuciosa a la quinta abandonada. No se descubrió nada sospechoso allí.
Ningún indicio reveló que hubiera alguna mujer oculta en aquel lugar.
La investigación no llegó a ningún resultado, y las pesquisas fueron abandonadas.
Y, tras cincuenta y seis años, no he conseguido averiguar nada. No sé nada más.

martes, 26 de mayo de 2015

El agua de la vida.

El agua de la vida

Había una vez un rey que tuvo una enfermedad, y nadie creía que podría sobrevivir contra ella. Él tenía tres hijos quienes se preocuparon mucho al saber de su enfermedad, y bajaron a los jardines del palacio a lamentarse. Allí encontraron a un anciano que les preguntó la causa de su angustia. Ellos le dijeron que su padre estaba tan enfermo que pronto moriría, ya que no se sabía de nada que lo pudiera curar. Entonces el anciano les dijo:
-“Yo sí sé de un remedio, y es el agua de la vida. Sí el toma de ella, se curará, sólo que es muy difícil de encontrar.”-
El hijo mayor dijo:
-“Yo iré a buscarla.”-
Y fue donde el padre enfermo a rogarle que le dejara ir en busca del agua de la vida, pues era lo único que podría salvarle.
-“No”- dijo el padre, -“el peligro es demasiado grande. Prefiero morir.”-
Pero el hijo le rogó tanto que al fin consintió. Él pensó en su corazón:
-“Si yo consigo traer el agua, entonces seré el preferido de mi padre, y me heredará su reino.”-
Así que se puso en ruta, y cuando ya había recorrido un cierto trecho, un duende que estaba parado a la orilla del camino lo llamó y le dijo:
-“¿Hacia dónde vas tan apresurado?”-
-“Tonto camarón”- contestó despreciativamente el príncipe, -“no es nada que te importe.”-, y siguió su camino.
Pero el pequeño duende se enojó, y le envió una maldición. Poco después de esto, el príncipe llegó a un estrecho paso entre las montañas, y a medida que avanzaba, más se cerraban las montañas, y al final, tanto se cerraron, que ya no pudo dar un paso más, y el caballo no podía girar en retorno, ni él se podía bajar de su silla, y quedó aprisionado entre las rocas.
El enfermo rey esperó largo tiempo por él, pero no regresaba. Entonces el segundo hijo dijo:
-“Padre, déjame a mí ir por el agua.”-, y pensó para sí mismo:
-“Si mi hermano murió, entonces el reino me tocará a mí.”-
Al principio el rey no le permitió ir, pero al final cedió, de modo que el segundo príncipe tomó la misma ruta que su hermano, y también se encontró con el duende, quien le preguntó que adónde iba con tanta prisa.
-“Tonto camarón”- contestó despreciativamente también el príncipe, -“no es nada que te importe.”-, y siguió su camino sin volverlo siquiera a ver.
Pero el duende también se molestó y lo maldijo, y como sucedió con su hermano, llegó a un estrecho entre montañas y allí quedó atrapado. Así es el precio de la arrogancia.
Y como el segundo hijo tampoco regresaba, el más joven rogó para que se le permitiera ir a buscar el agua, y el rey se vio obligado a dejarlo ir.
Cuando él se encontró con el duende, quien le preguntó hacia dónde se dirigía con tanta prisa, él paró, le dio una explicación y le dijo:
-“Estoy buscando el agua de la vida, pues mi padre está enfermo de muerte.”-
-“¿Y ya sabes, entonces, dónde encontrarla?”- preguntó el duende.
-“No”- dijo el príncipe.
-“Como has sido amable y cortés conmigo, y no grosero como tus hermanos, te daré la información y te diré como podrás obtener el agua de la vida. Ella mana de un manantial en los jardines de un castillo encantado, pero no podrás tomarla fácilmente, si no te doy una varita de hierro y dos pequeños bollos de pan. Golpea tres veces la varita en la puerta de hierro del castillo y ella se abrirá. Adentro encontrarás dos hambrientos leones con sus garras listas, pero tírales un bollo de pan a cada uno de ellos, y se calmarán. Entonces apresúrate a cargar el agua de la vida antes de que el reloj dé las doce campanadas, porque las puertas se cerrarán de nuevo y quedarías aprisionado.”-
El príncipe le dio las gracias, tomó la varita y los panes, y continuó su camino. Cuando llegó al castillo, todo sucedió como lo dijo el duende. La puerta se abrió al tercer toque de la varita, y cuando hubo tranquilizado a los leones con los panes, entró al castillo, y llegó a una larga y espléndida sala, donde estaban sentadas algunas princesas encantadas, a quienes les quitó sus anillos de los dedos. Allí encontró una espada y un pan, que llevó consigo. Luego entró a una habitación en la que estaba una bella doncella, que se alegró al verlo, lo besó, y le dijo que él había sido enviado a ella, y que obtendría la totalidad de su reino, y que si él retornaba en un año, celebrarían la boda. Además le indicó dónde estaba la fuente del agua de la vida, y que debería apresurarse y guardar la que necesitara antes de que sonaran las doce campanadas.
Entonces siguió adelante, y al final entró a un cuarto donde había una recién hecha y bellísima cama, y como estaba muy cansado, se sintió con deseos de descansar un rato. Así que se arrecostó y se durmió. Cuando se despertó, ya sonaban en el reloj un cuarto para las doce. Se levantó como un resorte, corrió a la fuente, llenó con agua un recipiente que estaba cerca, y se fue rápidamente. Pero justo cuando iba pasando por la puerta de hierro, el reloj dio las doce, y la puerta se cerró con tal violencia que le arrancó un pedazo de su talón. Él, sin embargo, muy feliz de haber recogido el agua de la vida, siguió su rumbo a casa, y de nuevo se encontró al duende. Cuando éste vio la espada y el pan, le dijo:
-“Con estos has ganado gran valor: la espada te permitirá vencer a ejércitos completos, y el pan nunca se acabará.”-
Pero el príncipe no quería volver a casa de su padre sin sus hermanos, y dijo:
-“Querido duende, ¿no podrías decirme dónde están mis hermanos?, ellos salieron en busca del agua de la vida, y nunca volvieron.”-
-“Ellos están aprisionados entre dos montañas.”- dijo el duende, -“Yo los condené a estar allí, porque fueron muy groseros.”-
Entonces el príncipe le rogó tanto que al fin los liberó, pero le advirtió, sin embargo, diciendo:
-“Ten cuidado con ellos, pues no tienen buen corazón.”-
Cuando sus hermanos llegaron, él se regocijó, y les contó todo lo que había ocurrido con él, y que había encontrado el agua de la vida, y traía una vasija consigo, y que había rescatado a una bella princesa, quien esperaría un año por su retorno para celebrar la boda y entregarle todo un gran reino.
Tras el encuentro siguieron el viaje juntos, y llegaron a una tierra donde reinaban el hambre y la guerra, y el rey ya pensaba que perecería, por la escasez tan grande que había. Entonces el príncipe fue donde él y le dio el bollo de pan, con el cual se alimentó y satisfizo a todos los pobladores del reino. Además el príncipe le dio la espada con la cual pudo derrotar a sus enemigos y en adelante vivir en paz. Cumplida esa misión, el príncipe tomó de nuevo su pan y su espada, y los tres hermanos continuaron su viaje.
Luego pasaron por otros dos reinos donde también abundaban el hambre y la guerra, y en cada caso el príncipe les prestó su bollo de pan y su espada. Con eso ya había sacado adelante a tres reinos, y continuaron su rumbo. Tomaron luego una nave y navegaron en el mar. Durante el viaje, los dos mayores conversaron aparte entre sí, diciendo:
-“Nuestro hermano menor consiguió el agua de la vida, y nosotros no, por lo que de seguro nuestro padre le dará a él el reino, que debería pertenecernos a nosotros, y además nos quitará toda nuestra fortuna.”-
Entonces comenzaron a pensar que había que vengarse, y entre ellos planearon cómo deshacerse de él. Esperaron hasta encontrarlo bien dormido, entonces le vaciaron el recipiente con el agua de la vida, y la tomaron para ellos mismos, y al recipiente lo llenaron con agua salada del mar.
Y cuando por fin llegaron a casa, el menor llevó su recipiente donde el enfermo rey para que bebiera el agua y se curara. Pero escasamente había tomado un sorbo del agua salada, cuando el rey se puso peor que antes. Mientras él se lamentaba por eso, llegaron los dos hermanos mayores y acusaron al hermano menor de querer envenenarlo, y le dijeron que ellos sí habían traído el agua de la vida, y se la pasaron. No más la había probado cuando sintió que su mal se retiraba, y se puso fuerte y saludable como en sus años de juventud.
Enseguida fueron donde el hermano menor, se burlaron de él y le dijeron:
-“Cierto que tú encontraste el agua de la vida, pero tú obtendrás la pérdida y nosotros la ganancia. Debiste haber sido cauteloso y mantener los ojos abiertos. Nosotros la tomamos mientras dormías en el mar, y cuando haya pasado el año, uno de nosotros irá por la princesa. Pero ten cuidado de no decirle esto a nuestro padre, pues él ya no confía en tí, y si le cuentas una sola palabra, de seguro perderás la vida en el asunto, pero si guardas silencio, guárdalo como un regalo.”-
El viejo rey estaba enojado con su hijo menor, y creyó que había planeado quitarle la vida. Así que convocó a la corte, y sentenció sobre su hijo, que debería ser ejecutado secretamente. Y cuando el príncipe iba camino a una cacería, sin sospechar nada malo, el cazador del rey iba con él, y cuando se encontraron solos dentro del bosque, el cazador estaba tan consternado, que el príncipe le preguntó:
-“Mi apreciado cazador, ¿qué es lo que te acongoja?”-
El cazador contestó:
-“No te lo puedo decir, aunque debería.”-
Y el príncipe replicó:
-“Dilo francamente, yo te perdono cualquier cosa que sea.”-
-“¡Caray!”- dijo el cazador, -“El rey me ha ordenado que te dé muerte, aquí en el bosque.”-
Entonces el príncipe se conmocionó y le dijo:
-“Querido cazador, déjame vivir. Yo te daré toda mi indumentaria real, y a cambio tú me das la tuya.”-
El cazador dijo:
-“Claro que lo haré, en verdad yo no hubiera sido capaz de matarte.”-
Entonces intercambiaron las indumentarias, y el cazador regresó al palacio. El príncipe, sin embargo, se adentró en el bosque. Después de un tiempo, tres vagones cargados de oro y piedras preciosas le llegaron al rey para ser entregados a su hijo menor, los que venían de parte de los tres reinos que habían vencido a sus enemigos con la espada que les prestó, y que también habían saciado el hambre de sus habitantes con su bollo de pan, por lo que querían mostrar su gratitud hacia él.
Entonces el viejo rey pensó:
-“¿Podría mi hijo menor ser inocente?”-, y dijo a su pueblo:
-“¡Si él estuviera aún vivo!, cómo me dolería y sufriría si estuviera muerto.”-
-“¡Él aún vive!”- gritó el cazador, -“yo no tenía corazón suficiente para ejecutar su orden.”-
Y le contó al rey lo que realmente sucedió. Entonces un gran peso se eliminó del corazón del rey, y proclamó en todo lugar que su hijo debía retornar y que tendría de nuevo todo a su favor.
La princesa, mientras tanto, había construido a la entrada de su palacio, un camino de oro todo brillante, y le comunicó a su pueblo que quien fuera que viniera directo a su puerta por el centro del sendero, ese sería el verdadero novio y debería ser admitido; y quien se acercara a la puerta, caminando a un lado del sendero, ese no sería el verdadero, y debería ser devuelto.
A medida que la hora del cumplimiento se acercaba, el mayor pensó que debía apurarse a ir donde la princesa, presentarse como el novio, llevarla a la boda, y tomar el poder del reino. Así que se dirigió allá, y cuando llegó al frente del palacio y vió aquel espléndido sendero de oro, pensó que sería un gran pecado pasar encima de él, por lo que decidió caminar a su orilla. Pero cuando llegó a la puerta, los sirvientes le dijeron que él no era el hombre esperado, y que debía regresar.
Pronto apareció también el segundo príncipe, y al llegar al sendero dorado, pensó de igual manera y avanzó a un lado del sendero. En igual forma, los sirvientes le dijeron que no era el hombre esperado y que debía de irse.
Cuando por fin realmente expiró el año, el tercer hijo también deseó salir del bosque y dirigirse a su amada, y con ella olvidar sus tristezas. Se puso en camino, y como pensaba mucho en ella, y tanto deseaba encontrarla pronto, no notó en absoluto el sendero de oro, y encaminó su caballo por el centro de él hasta la puerta del palacio. Entonces le abrieron las puertas y la princesa lo recibió con mucho júbilo, y proclamó que él era su libertador y el señor del reino. Y la boda se celebró con gran festividad. Cuando terminó, ella le contó que su padre le pedía perdón y que volviera con él. Así que se dirigió allá, y le contó todo lo realmente sucedido, cómo sus hermanos se burlaron de él, y cómo lo obligaron a guardar silencio.
El viejo rey quiso castigarlos, pero ya se habían hecho a la mar y nunca más se volvió a saber de ellos.
Enseñanza:
El respeto al prójimo y la honestidad son dos invencibles fortalezas.

viernes, 22 de mayo de 2015

Historia de Rabotity.

Historia de Rabotity


Rabotity se encaramó en un árbol, pero la rama estaba podrida. Cayóse y se lastimó la pierna.
Rabotity dijo:
– El árbol ha roto la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el árbol.
– Yo soy fuerte – dijo el Árbol – mas el viento me azota y me troncha.
Rabotity dijo:
– El viento azota y troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el viento.
– Yo soy fuerte – dijo el Viento – mas donde el muro se levanta, yo no puedo pasar.
Rabotity dijo:
– El muro pone freno a los vientos; los vientos tronchan el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el muro.
– Yo soy fuerte – dijo el Muro – mas el ratón roe el cemento y abre en él un boquete.
Rabotity dijo:
– El ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el ratón.
– Yo soy fuerte – dijo el Ratón – mas el gato me come.
Rabotity dijo:
– El gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el gato.
– Yo soy fuerte – dijo el Gato – mas la cuerda me estrangula.
Rabotity dijo:
– La cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que la cuerda.
– Yo soy fuerte – dijo la Cuerda – mas el cuchillo me corta.
Rabotity dijo:
– El cuchillo corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el cuchillo.
– Yo soy fuerte – dijo el Cuchillo – mas el fuego me funde.
Rabotity dijo:
– El fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el fuego.
– Yo soy fuerte – dijo el Fuego-; mas el agua me extingue.
Rabotity dijo:
– El agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el agua.
– Yo soy fuerte – dijo el Agua – mas los navíos flotan sobre mi espalda.
Rabotity dijo:
– El navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el navío.
– Yo soy fuerte – dijo el Navío – mas al dar contra las rocas me estrello.
Rabotity dijo:
– Contra las rocas se estrella el navío; el navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que la roca.
– Yo soy fuerte – dijo la
Roca – mas el cangrejo anida en mí.
Rabotity dijo:
– El cangrejo anida en la roca; contra la roca se estrella el navío; el navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el cangrejo.
– Yo soy fuerte – dijo el Cangrejo – mas el hombre me caza y arranca las patas.
Rabotity dijo:
– El hombre caza al cangrejo; el cangrejo anida en la roca; contra la roca se estrella el navío; el navío flota sobre el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; nada hay más fuerte que el hombre.
– Yo soy fuerte – dijo el Hombre; mas Zanahary, el dios de
Madagascar, me envía la muerte.
Rabotity dijo:
– Zanahary envía la muerte al hombre; el hombre caza al cangrejo; el cangrejo anida en la roca; contra la roca se estrella el navío; el navío flota en el agua; el agua extingue el fuego; el fuego funde el acero; el acero corta la cuerda; la cuerda estrangula al gato; el gato se come al ratón; el ratón desportilla el muro; el muro contiene los vientos; el viento troncha el árbol; el árbol rompe la pierna de Rabotity; NADA HAY MÁS PODEROSO Y FUERTE QUE ZANAHARY.

jueves, 21 de mayo de 2015

La ratita presumida.

La ratita presumida

Érase una vez una ratita que, barriendo la calle delante de su casa, se
encontró un ochavo.
Lo cogió, y dijo:
– ¿Qué compraré con este ochavito? ¿Me compraré avellanas? No, no, que
son golosina. ¿Me compraré rosquillas, caramelos? No, no, que son más
que golosina. ¿Me compraré alfileres? No, no, que me puedo pinchar. ¿Me
compraré unas cintitas de seda? Sí, sí, que me pondré muy guapa.
Y la ratita, que era muy presumida, se compró unas cintitas de seda de
varios colores y con ellas se hizo dos lacitos con los que se adornó la
cabeza y la punta del rabito.
Luego se asomó al balcón a lucir el garbo, viendo a los jóvenes que
pasaban.
En esto pasó un carnero y le dijo:
– Ratita, ratita, qué guapa estás.
– Cuando una es bonita, todo luce más.
– ¿Quieres casarte conmigo?
– ¿Y por la noche que harás?
– ¡Béee, béee!
– ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un perro y le dijo:
– Ratita, ratita, qué guapa estás.
– Cuando una es bonita, todo luce más.
– ¿Quieres casarte conmigo?
– ¿Y por la noche que harás?
– Pues en cuanto oigo un ruido hago ¡guau, guau!
– ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un gato y le dijo:
– Ratita, ratita, qué guapa estás.
– Cuando una es bonita, todo luce más.
– ¿Quieres casarte conmigo?
– ¿Y por la noche que harás?
– ¡Miau! ¡Miau!
– ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un gallo y le dijo:
– Ratita, ratita, qué guapa estás.
– Cuando una es bonita, todo luce más.
– ¿Quieres casarte conmigo?
– ¿Y por la noche que harás?
– Pues de madrugada canto: ¡quí, quí, ri, quí!
– ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un sapo y le dijo:
– Ratita, ratita, qué guapa estás.
– Cuando una es bonita, todo luce más.
– ¿Quieres casarte conmigo?
– ¿Y por la noche que harás?
– Pues me la paso croando: ¡croac, croac!
– ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un grillo y le dijo:
– Ratita, ratita, qué guapa estás.
– Cuando una es bonita, todo luce más.
– ¿Quieres casarte conmigo?
– ¿Y por la noche que harás?
– Pues me la paso haciendo: ¡grí, grí, grí!
– ¡Ay!, no, que me despertarás.
Al poco rato pasó un ratoncito chiquito y bonito y le dijo:
– Ratita, ratita, qué guapa estás.
– Cuando una es bonita, todo luce más.
– ¿Quieres casarte conmigo?
– ¿Y por la noche que harás?
– Por la noche, ¡dormir y callar!.
– ¡Ay!, sí, tú me gustas; contigo me voy a casar.
Y se casaron.
La ratita presumida todos los días se arreglaba y se ponía las cintitas de
seda de varios colores, y el ratoncito chiquito y bonito estaba cada día más
enamorado de ella.
Eran una pareja feliz.
Un día, a media mañana, dijo la ratita presumida a su ratoncito chiquito y
bonito: – Me voy a la plaza, y te traeré unos quesitos para postre. Quédate tú al
cuidado de la casa; espuma el puchero con la cuchara de mango pequeño;
y si ves que falta agua, échale una poca, para que no pare de cocer.
Y con el cesto de la plaza al brazo, salió la ratita a hacer algunas compras.
Llevaba un rato solo en la casa el ratoncito cuando se dijo:
– Voy a echarle un vistazo al cocido.
Destapó el puchero, vio que estaba cociendo y que sobrenadaba un pedazo
de tocino que fue una tentación irresistible.
Metió una mano para enganchar el tocino y se cayó dentro del puchero y
allí se quedó.
Cuando volvió de la plaza, la ratita presumida llamó:
– Ratoncito chiquito y bonito: ¡abre! ¡soy yo!
Y ratoncito no salió a abrirle. Volvió a llamar varias veces:
– Ratoncito chiquito y bonito: ¡abre! ¡soy yo!
Cansada de llamar, fue a casa de una vecina para preguntarle si había
visto salir a su marido o si le había pasado algo.
La vecina no sabía nada. Decidieron subir al tejado y entrar por la
chimenea.
La ratita empezó a recorrer la casa diciendo:
– Ratoncito chiquito y bonito, ¿dónde estás? Ratoncito chiquito y bonito,
¿dónde estás?
Se cansó de mirar por todos los rincones y de meterse por todos los
agujeros, y dijo:
– Habrá salido a buscarme, ya volverá.
Al cabo de un rato, sintiendo unas ganas de comer atroces, dijo:
– Haré la sopa, a ver si, mientras tanto, viene.
Hizo la sopa y dijo:
– Pues yo voy a comer y le guardaré la comida para cuando venga.
Se comió la sopa. Después fue a volcar el cocido en una fuente y allí
encontró al ratoncito que se había cocido con los garbanzos, las patatas, la
carne y el tocino.
La ratita presumida rompió a llorar amargamente y avisó a toda la familia.
Acudieron los vecinos, el pueblo entero, y le preguntaban:
– Ratita, ratita, ¿por qué lloras tanto?
Y ella, sin parar de llorar, contestaba:
Mi ratoncito chiquito y bonito
se cayó en la olla,
su padre le gime,
su madre le llora
y su pobre ratita, se queda sola.
Y se acabó este cuento con ajo y pimiento; y el que lo está oyendo, que
cuente otro cuento.

miércoles, 20 de mayo de 2015

La partida.

La partida

Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fui al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta, y le pregunté al sirviente qué significaba. El no sabía nada, y escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: “¿Adónde va el patrón?” “No lo sé”, le dije, “simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta”. “¿Así que usted conoce su meta?”, Preguntó. “Sí”, repliqué, “te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta”.

martes, 19 de mayo de 2015

El pandero de piel de piojo.

El pandero de piel de piojo

Érase un rey que tenía una hija de quince años.
Un día, estaba la princesita paseando por el jardín con su doncella,
cuando vio una planta desconocida.
Y preguntó, curiosa:
– ¿Qué es esto?
– Una matita de hinojo, Alteza.
– Cuidémosla, a ver lo que crece – dijo la princesa.
Otro día, la doncella encontró un piojo. Y la princesa propuso:
– Cuidémoslo, a ver lo que crece.
Y lo metieron en una tinaja.
Pasó, el tiempo. La matita se convirtió, en un árbol y el piojo engordó
tanto, que, al cabo de nueve meses, ya no cabía en la tinaja.
El rey, después de consultar a su hija, publicó un bando diciendo que la
princesa estaba en edad de casarse, pero que lo haría con el más listo del
país.
Para ello se le ocurrió hacer un pandero con la piel del piojo,
construyéndose el cerco del mismo con madera de hinojo.
Luego lo hizo colocar en todas las esquinas de las casas del reino un nuevo
bando, diciendo:
«La princesita se casará con el que acierte de qué material está hecho el
pandero. A los pretendientes a su mano se les dará tres días de plazo para
acertarlo. Quien no lo hiciere en este tiempo, será condenado a muerte.»
A palacio acudieron condes, duques, y marqueses, así como muchachos
riquísimos, que ansiaban casarse con la princesita, pero ninguno adivinó
de qué material estaba fabricado el pandero y murieron todos al tercer día.
Un pastor, que había leído el bando, dijo a su madre:
– Prepárame las alforjas, que voy a probar suerte. Conozco las pieles de
todos los bichos del campo y la madera de todos los árboles del bosque.
Después de discutir un rato con la madre, que temía le sucediera lo mismo
que a tantos otros pretendientes a la mano de la princesa, el pastor logró
convencer a su progenitora y emprendió el camino hacia la corte.
En las afueras de un pueblo encontróse con un gigante que estaba
sujetando un peñasco como una montaña y le preguntó:
– ¿Qué haces ahí, muchacho?
– Sujeto esta piedrecita para que no caiga y destroce el pueblo.
– ¿Cómo te llamas?
– Hércules.
– Mejor dejas eso y te vienes conmigo; llevo un negocio entre manos y si me
sale bien algo te tocará a ti. ¡Anda, ven!
Hércules echó a rodar la peña en dirección contraria al pueblo, arrasando
los bosques en una extensión de cinco kilómetros, y se marchó con el
pastor.
Llegaron a otro pueblo y vieron a un hombre que apuntaba con una
escopeta al cielo.
– ¿Qué haces ahí? – preguntóle el pastor.
Y el cazador contestó:
– Encima de aquella nube vuela una bandada de gavilanes. Por cada uno
que mato me dan diez céntimos.
– ¿Cómo te llamas?
– Bala-Certera.
– Mejor dejas eso y te vienes con nosotros; llevo un negocio entre manos y
si me sale bien algo te tocará a ti. Anda, vente con nosotros.
Y Bala-Certera se unió al pastor y a Hércules.
A la salida de otro pueblo vieron junto al camino a un hombre que estaba
con el oído pegado al suelo.
El pastor le preguntó:
– ¿Qué haces ahí?
– Oigo crecer la hierba.
– ¿Cómo te llamas?
– Oídos-Finos.
– Vente con nosotros; con esos oídos puedes prestarnos buenos servicios.
Y Oídos-Finos se marchó con el pastor, Hércules y Bala-Certera.
Llevaban andando un buen rato, cuando vieron a un hombre atado a un
árbol, con sendas ruedas de molino a los pies.
El pastor le preguntó:
– ¿Qué haces aquí?
– He hecho que me aten, porque suelto me corro el mundo entero en un
minuto.
– ¿Cómo te llamas?
– Veloz-como-el-Rayo.
– Ya somos cuatro – dijo el pastor. – No admitimos más socios. Vendrás con
nosotros.
Desataron a Veloz-como-el-Rayo y éste dijo a sus compañeros que se
colocarán sobre las ruedas de molino, asegurándoles que los conduciría
adonde quisieran ir con la velocidad del rayo.
Mientras se colocaban todos, acercóse una hormiga que dijo:
– Pastor, llévame en el zurrón.
– No quiero, porque vas a picotear la tortilla que llevo para la merienda.
– Llévame contigo, pastor, que tengo de prestarte buenos servicios.
El pastor metió la hormiga en el zurrón, y en esto se acerca un escarabajo
que le dice:
– Pastor, llévame en el zurrón.
– No quiero, porque vas a estropearme una tortilla que llevo para la
merienda.
– Llévame, hombre, que tengo de prestarte buenos servicios.
El pastor metió el escarabajo en el zurrón, y en esto se acerca un ratón
que le dice:
– Pastor, llévame en el zurrón.
– No quiero que estropees, la tortilla que llevo para la merienda.
– No te la estropearé, que anoche llovió y tengo el hocico limpio. Llévame
contigo, que tengo de prestarte buenos servicios.
El pastor lo metió en el zurrón.
Emprendieron todos la marcha montados en las ruedas de molino y sin
darse cuenta llegaron a palacio.
Alojáronse todos en un mesón que había frente al palacio, donde el pastor
dejó a Hércules, a Bala-Certera, a OídosFinos
y a Veloz-como-el-Rayo,
para ir a ver a la princesa.
Cuando le enseñaron el pandero, dijo:
– Esto es de piel de cabrito y madera de cornicabra.
– Te has equivocado – dijo el rey. – Tienes tres días para pensarlo. Si no lo
aciertas, morirás.
El pastor, desconsolado, volvió al mesón, y Oídos-Finos, el que oía crecer
la hierba, le preguntó la causa de su tristeza.
Contóle el pastor lo ocurrido y OídosFinos
dijo:
– No te aflijas. Averiguaré lo que te interesa saber y te lo diré.
Al día siguiente, se marchó al jardín donde paseaba la princesa con su
doncella. Pego el oído al suelo y oyó, decir a la doncella:
– ¿No es lástima ver cómo matan a vuestros pretendientes, Alteza?
– Sí, desde luego; pero estarán muriendo hasta que alguno acierte que el
pandero está hecho de piel de piojo y madera de hinojo.
– No lo acertará nadie.
Oídos-Finos no esperó más; volvió corriendo al mesón.
– Ya sé de qué es la piel del pandero – dijo a sus compañeros. – De piel de
piojo y madera de hinojo. Acabo de oírselo a la doncella de la princesa.
Lleno de alegría, el pastor se dirigió a palacio y pidió ver al rey.
El monarca le dijo:
– ¿No sabes que el que no acierta la segunda vez de qué es la piel del
pandero, tiene pena de la vida?
– Sí que lo sé, Majestad. Venga el pandero.
El pastor cogió el pandero, lo miró un momento y dijo:
– La piel de este pandero es de un animal que se mata así.
Y al decir esto, apretó una contra otra las uñas de sus pulgares.
El rey miró para su hija.
Y ésta preguntó al pastor:
– ¿De qué es la piel? Dilo pronto.
– ¿De qué es la piel? ¡Ja, ja, ja! La piel es de piojo.
– Acertaste – dijo el rey.
El monarca reunió acto seguido a la Corte, para anunciar que el pastor
había acertado y que se casaría con la princesa; pero ésta dijo que con un
pastor no se casaba de ninguna manera.
– Un rey – dijo su padre – no tiene más que una palabra. Tienes que
casarte.
– Bien – respondió la muchacha. – Lo haré cuando me cumpla tres
condiciones: la primera que me traiga antes de que se ponga el sol una
botella de agua de la Fuente Blanca…
– ¡Pero hija mía! La Fuente Blanca está a cien leguas de aquí…
– Ya lo sé… No podrá hacerlo; pero por si acaso habrá de realizar otras dos
pruebas: separar en una noche un montón de diez fanegas de maíz,
poniendo a un lado, el bueno, al otro el mediano y al otros el malo; y luego
habrá de llevar en un solo viaje dos arcones llenos de monedas de oro
desde el palacio al pabellón de caza…
Marchóse el pastor a la posada, tan afligido como el día anterior, y refirió,
a sus compañeros las condiciones que, para casarse, le imponía la
princesa.
Veloz-como-el-Rayo, el que corría el mundo entero en un minuto, dijo:
– Por la botella de agua de la Fuente Blanca, que está a cien leguas de
aquí, no te apures. Dame una botella y la traeré llena de agua en un abrir
y cerrar de ojos.
En un santiamén regresó con la botella de agua.
Hércules afirmó:
– Los arcones los transportaré yo, a donde quieras.
Y la hormiga asomó la cabecita por un agujero del zurrón y añadió:
– Llévame a la habitación donde está el maíz y te lo separaré en una noche.
Al poco rato se presentó el pastor en palacio con la botella de agua y la
hormiga en el bolsillo. Entregó la botella y pidió que le pusieran una cama
en la habitación del maíz, ya que le sobraría tiempo para dormir.
A la mañana siguiente, mientras el rey y la princesa estaban viendo el
maíz, ya separado en tres montones, fue Hércules y trasladó los dos
arcones al pabellón de caza.
Pero, la princesita se puso muy rabiosa y afirmó que no se casaría con el
pastor aunque la mataran, presentando a la corte inmediatamente como
su futuro esposo a un príncipe vecino muy guapo y arrogante.
El pastor, compungido, abandonó el palacio.
Una vez en la posada, contó a sus compañeros lo que había ocurrido, a lo
cual dijo el ratón, asomando el hociquito por un bolsillo:
– El día de la boda, el escarabajo y yo te vengaremos.
Llegó el día de la boda. El pastor se presentó en palacio y dejó el ratón y el
escarabajo en la habitación destinada al novio, marchándose luego a la
posada a esperar los acontecimientos.
Cuando el novio entró a acicalarse para la ceremonia, el ratón se le metió
en el bolsillo de la casaca, mientras que el escarabajo se escondía en una
de las amplias solapas.
Fueron los novios hacia el altar, acompañados de los padrinos, entre
nutrida y escogida concurrencia.
Cuando el sacerdote preguntó al novio si aceptaba por esposa a la
princesa, el escarabajo, de un salto, se le metió en la boca, con lo que el
infeliz no pudo pronunciar palabra, sino que sintió una angustia horrible.
Entretanto, el ratón salió del bolsillo y se metió por entre las ropas de la
princesa, dándole un mordisco tan atroz en la rodilla que por poco se
muere del susto.
Novio y novia echaron a correr como locos hacia la puerta del templo,
seguidos de los invitados, que no sabían lo que les pasaba.
Cuando hubieron, regresado a palacio, el novio abrió la boca para excusar
su conducta, pero el escarabajo se agitó de nuevo y tuvo que cerrarla más
que de prisa, mientras que el ratón propinó a la princesa un nuevo
mordisco y la obligó a refugiarse en su habitación para huir de lo que
todavía ignoraba lo que era.
Sola en su alcoba, la princesa se quitó el traje de novia y empezó a
sollozar.
– Princesita – dijo el ratón – no descansarás un instante hasta que rompas
con el príncipe y te cases con el pastor.
– ¿Quién me está hablando? – preguntó la princesa espantada.
– La voz de tu propia conciencia – aseguró el simpático roedor.
Entretanto, el príncipe se esforzaba en matar el escarabajo haciendo
gárgaras; pero el bicho se le metía en las narices hasta que pasaba el
chaparrón, consiguiendo que estornudara sin parar, con tal fuerza que se
daba con la cabeza contra los muebles.
– ¿Es que no me vas a dejar tranquilo, miserable bicho? – rugió
encolerizado.
– Hasta que no salgas de aquí te atormentaré sin cesar, día y noche.
El príncipe, al oír estas palabras, salió despavorido, no parando de correr
hasta llegar a su reino.
El escarabajo, cuando le vio cruzar el umbral del palacio se dejó caer y fue
a reunirse con el ratón.
– Vamos en busca del pastor – dijo el ratón. – Tengo la seguridad de que
ahora la princesa se casará con él.
Fueron a la posada, contaron al pastor lo sucedido y cuando éste se
presentó en palacio fue muy bien acogido por la princesa, que se colgó de su brazo y, acompañados por el rey y los altos dignatarios, volvieron a la
iglesia, celebrándose la ceremonia con toda pompa y esplendor.
Luego hubo un baile magnífico, en que bailaron Hércules, Veloz-como-el-
Rayo y Oídos-Finos, mientras Bala-Certera se quedaba de centinela en la
puerta de palacio.
A medianoche, la madrina del príncipe desdeñado, una bruja horrible con
muy malas intenciones, vino disfrazada de búho a matar al pastor, pero
Bala-Certera, de un solo disparo, la envió al infierno.
Después del baile hubo un gran banquete, al que acudieron los reyes y los
pastores de todos los países colindantes.
Los compañeros del pastor se quedaron a vivir para siempre en palacio.
Hércules, el gigante, fue nombrado mayordomo; Oídos-Finos, el que oía
crecer la hierba, jefe de policía; Veloz-comoel-
Rayo, el que corría el mundo
en un minuto, correo real; y Bala-Certera, el cazador, capitán de la
guardia.
La hormiguita, el ratoncito y el escarabajo fueron debidamente
recompensados.
A la hormiguita le reservaron unos terrenos donde había toda clase de
granos y golosinas apreciados por ella, y con el tiempo formó un
pobladísimo hormiguero que todos los súbditos respetaban, pues se
pregonó que se castigaría con la pena de muerte al que hollara aquel
espacio.
El ratoncito recibió un queso del tamaño de un pajar, para que hiciera en
él su morada, prometiéndole otro igual cuando le hiciera goteras.
El escarabajo recibió una hermosísima pelota de terciopelo verde y
amarillo, con la que el avispado animalito hacía verdaderas maravillas,
rodándola de un extremo a otro del trozo del jardín destinado a él
exclusivamente.
Y todos vivieron felices.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

El anillito del elfo.

El anillito del elfo

Tirado sobre la polvorienta carretera, yacía un ramo de dorados “dientes de león”. Mucha gente pasaba por su lado sin fijarse en él. Algunos hasta le daban con el pie. Pero cuando Marlenchen lo vio dejó el pesado cesto en el suelo y levantó el ramo. Se dirigió con él al arroyuelo e hizo beber a los tallos.
Mientras mantenía el ramo así en el agua, y los rayos del sol jugueteaban en torno a la niña y las flores, surgió de dentro de una de las abatidas cabecitas de las flores un pequeño elfo, tan pequeño como un dedo, el cual, con una suave vocecita, dijo:
– ¡Gracias, Marlenchen!
Se arregló la dorada corona sobre su cabecita, y apareció entonces a su alrededor un claro resplandor, como de una velita de Navidad. Este resplandor lo convirtió el elfo en un anillo para el dedo, fino como un cabello.
– ¡Póntelo – en el dedo anular de la mano izquierda! – dijo a la niña -. Cuando tú le mires, relucirán tus ojos, y la persona a quien tú mires se sentirá alegre, y el que esté enojado recobrará su buen humor.
Cuando hubo acabado de hablar, el pequeño elfo desapareció, y Marlenchen no separó, durante el camino de regreso a su casa, sus miradas del anillo. No sentía ya el pesado cesto; ¡todo era tan ligero!…
Pero, cuando llegó delante del portal de la casa, oyó reprender en su interior a la madre, y pelearse entre si a las hermanas. Eran siete y daban mucho que hacer. Entonces miró Marlenchen de nuevo su anillito y entró decidida en la habitación.
A su entrada, todos levantaron la mirada. ¡Cómo resplandecía Marlenchen! De golpe se acabaron las riñas y las discusiones. La madre se dirigió gozosa al trabajo, y todo le salía fácil de la mano, y los pequeños jugaban con Marlenchen, y todos se querían entre sí.
Cuando se hizo de noche, regresó a casa el padre, cansado y abatido del pesado trabajo y del largo camino. Marlenchen salió a su encuentro. Al ver a la niña rió el padre; él mismo no sabía por qué, pero sentía su corazón repleto de alegría hasta lo infinito.
Nadie vio el anillo en el dedo de Marlenchen. Era invisible para los demás. Pero Marlenchen sí lo veía, y lo conservó en su dedo durante toda su vida. Cuando se despertaba por la mañana, a él dirigía su primera mirada, y a su vista lucía el sol en sus ojos. Este sol calentaba todo lo que estaba cerca de la niña. Si había alguien enfermo en la casa, o triste simplemente, o enfadado, mandaban a buscar entonces a Marlenchen, y todo se ponía nuevamente bien. La gente llamaba a Marlenchen “la niña del Sol”. Ellos mismos no sabían por qué, pero no podían encontrarle otro nombre mejor.