Nunca apuestes tu cabeza al diablo
Autor: Edgar Allan Poe
Cuento con moraleja
Con tal que las costumbres de un autor sean puras y castas —dice don Tomás de las Torres en el prefacio a sus Poemas amatorios—, importa muy poco que no sean igualmente severas sus obras. Presumimos que don Tomás ha de estar ahora en el Purgatorio a causa de su afirmación. Sería bueno tenerlo allí, desde un punto de vista de justicia poética, hasta que sus Poemas amatorios se agoten o empiecen a juntar polvo en las bibliotecas por falta de lectores. Toda ficción debería tener una consecuencia moral; y, lo que es más, los críticos han descubierto que no hay ficción que no la tenga. Hace ya tiempo, Felipe Melancthon escribió un comentario de la Batracomiomaquia, probando que lo que el poeta quería era volver odiosas las sediciones. Pierre La Seíne, dando un paso adelante, mostró que la verdadera intención consistía en recomendar a los jóvenes la temperancia en la comida y la bebida. Jacobus Hugo, por su parte, quedó convencidísimo de que, en Euenis, Homero insinuaba la persona de Calvino; que Antinoo era Martín Lutero; los Lotófagos, los protestantes en general, y las arpías, los holandeses. Nuestros escoliastas modernos son igualmente agudos. Estos señores demuestran la existencia de un sentido oculto en Los antediluvianos, de una parábola en Powhatan, de nueve ideas en Arrorró mi niño y del trascendentalismo en Pulgarcito. En resumen, se ha demostrado que ningún hombre de este mundo puede sentarse a escribir sin un profundísimo designio. Con esto, los autores se ahorran muchas preocupaciones. Un novelista, por ejemplo, no necesita preocuparse de las consecuencias morales, pues allí están —vale decir, están en alguna parte de su libro—, y tanto ellas como los críticos pueden arreglarse solos. Cuando llegue el momento oportuno, todo lo que dicho caballero se proponía y todo lo que no se proponía asomará a la luz, sea en el Dial o en el Down Easter, conjuntamente con aquello que debería haberse propuesto y aquello que claramente intentó proponerse; vale decir que todo se arreglará muy bien al final.
No hay ninguna justificación, pues, en la acusación que ciertos ignorantes han formulado contra mí; a saber: que jamás he escrito un cuento moral o, con palabras más precisas, un cuento con moraleja. Lo que pasa es que aquéllos no son los críticos predestinados a ponerme de manifiesto y a desarrollar mis moralejas; he ahí el secreto. Poco a poco, la North American Quarterly Humdrum los hará sentir avergonzados de su estupidez. Pero por el momento, con el fin de aplazar la ejecución capital y mitigar las acusaciones alzadas contra mí, ofrezco el siguiente y triste relato, cuya obvia moraleja no puede ser cuestionada de ninguna manera, ya que cualquiera puede leerla en las mayúsculas que forman el título del relato. Debería reconocerse mi mérito por esta disposición, mucho más sabia que la de La Fontaine y otros, que reservan hasta el último momento la impresión que desean producir y la meten de rondón en el final de sus fábulas.
Defuncti injuria ne officiantur, decía una ley de las doce tablas, y De mortuis nil nisi bonum es un excelente corolario, aun si los muertos en cuestión no son más que bagatelas difuntas. Lejos de mí la intención, pues, de vituperar a mi finado amigo Toby Dammit. Era un pobre perro, la verdad sea dicha, y tuvo una muerte de perros; pero no hay que reprocharle sus vicios. Nacieron de un defecto personal de su madre. Aquella señora hacía todo lo posible en materia de azotes cuando Toby era niño, ya que para su bien ordenada mente los deberes eran siempre placeres, y los niños, al igual que las chuletas duras o los olivos griegos, mejoran si se los golpea. Pero, ¡pobre mujer!, tenía el infortunio de ser zurda, y mejor es no azotar a un chico que azotarlo con la mano izquierda. El mundo gira de derecha a izquierda. Dar de latigazos a un crío de izquierda a derecha no sirve de nada. Si cada golpe en la dirección adecuada arranca de raíz una propensión maligna, se sigue que cada porrazo propinado en el sentido opuesto ahincará aún más la maldad. Muchas veces fui testigo de los castigos aplicados a Toby, y, aunque sólo fuera por la forma en que pateaba, podía percatarme de que cada día se estaba poniendo más malo. Noté, por fin, a través de las lágrimas que velaban mis ojos, que no quedaba esperanza alguna para el pequeño miserable, y cierto día en que le habían dado tantos golpes que tenía la cara completamente negra, al punto que lo hubieran tomado por un pequeño africano, sin otro efecto visible que el de hacerlo retorcerse en un ataque de ira, me fue imposible soportar aquello por más tiempo y, cayendo de rodillas, alcé mi voz para profetizar su ruina.
La precocidad de Toby para el vicio era horrorosa. A los cinco meses de edad le daban tales ataques de rabia que no podía articular palabra. A los seis meses lo pesqué mordisqueando un mazo de barajas. A los siete tenía por costumbre abrazar y besar a los bebés del sexo opuesto. A los ocho rehusó perentoriamente agregar su firma a un memorial en pro de la temperancia. Y así fue creciendo en iniquidad, mes tras mes, hasta que, al cumplir su primer año de vida, no sólo insistía en usar bigotes, sino que había adquirido una gran propensión a las palabrotas y juramentos, así como a sostener sus afirmaciones mediante apuestas.
La ruina que había vaticinado a Toby Dammit se cumplió, por fin, a causa de la poco caballeresca práctica mencionada en último término. Aquella costumbre «creció con su crecimiento y se esforzó con sus fuerzas», de modo que, cuando Toby llegó a ser hombre, apenas podía pronunciar una frase sin aderezarla con una promesa de juego. Y no apostaba en firme… nada de eso. Seré justo con mi amigo y diré que antes hubiera preferido hacerse monje. En su caso, aquello era una simple fórmula, y nada más. Sus expresiones no tenían el menor sentido positivo. Eran desahogos, simplemente —ya que no puedo decir que lo fueran inocentemente—; frases imaginativas con las cuales redondeaba sus declaraciones. Cuando decía: «Le apuesto esto y aquello», a nadie se le ocurría formalizar la apuesta, pero de todos modos yo no podía dejar de considerar que mi deber era reprenderlo. Aquella costumbre era inmoral, y así se lo decía. Era vulgar, y le rogaba que me creyera. Era desaprobada por la sociedad, y nadie me desmentiría por decirlo. Estaba prohibida por una ley del Congreso, y afirmándolo así no incurría en ninguna mentira. Le hacía reproches, sin resultado; aducía pruebas, vanamente. Si lo amenaza, se sonreía; si le suplicaba, prorrumpía en carcajadas. Si rogaba, se encogía desdeñosamente de hombros. Si lo amenazaba… se ponía a jurar. Si le daba de puntapiés… llamaba a la policía. Si le tironeaba de la nariz, se sonaba y apostaba su cabeza al diablo a que no me atrevería a repetir el experimento.
La pobreza era otro vicio que la deficiencia física de la madre de Dammit había acumulado sobre su hijo. Era detestablemente pobre, y por esa razón, sin duda, sus expresiones coléricas acerca de las apuestas tomaban raras veces un giro pecuniario. Nadie me hará decir que en alguna oportunidad le haya escuchado figuras de lenguaje tales como: «Le apuesto a usted un dólar». Por lo regular decía: «Le apuesto lo que quiera», o «Le apuesto cualquier cosa», o bien, mucho más significativamente, «Le apuesto mi cabeza al diablo».
Esta última fórmula era la que parecía agradarle más, quizá porque envolvía menos riesgo, pues Dammit se había vuelto muy parsimonioso. Si alguien le hubiera aceptado la apuesta, poco habría perdido, dado que tenía la cabeza muy pequeña; pero ésta es una observación personal y no estoy nada seguro de poder atribuírsela con justicia. De todos modos, la frase en cuestión se le pegaba más y más, a pesar de lo impropio que resultaba que un hombre apostara todo el tiempo su cerebro como si fuese un billete de banco; empero, la perversa naturaleza de mi amigo no le permitía darse cuenta de ello. Terminó por abandonar todas las restantes fórmulas, entregándose de lleno a: Le apuesto mi cabeza al diablo, con una pertinacia y una exclusividad que me desagradaban tanto como me sorprendían. Siempre me repelen aquellas circunstancias que no puedo explicarme. Los misterios obligan a un hombre a pensar, con lo cual su salud se perjudica. A decir verdad, había algo en el aire con que Mr. Dammit pronunciaba aquella ofensiva expresión, algo en su modo de enunciarla, que primero me interesó y luego me hizo sentirme muy preocupado; algo que, a falta de un término más preciso, se me permitirá calificar de raro —pero que Mr. Coleridge hubiese llamado místico, Mr. Kant panteístico, Mr. Carlyle retorcido y Mr. Emerson hiperenigmático—. Aquello empezó a no gustarme nada. El alma de Mr. Dammit estaba en peligro. Resolví emplear toda mi elocuencia a fin de salvarla. Prometí consagrarme a él como San Patricio, en la crónica irlandesa, se consagró al sapo, vale decir «despertándolo a su verdadera situación». Me puse a la tarea de inmediato. Una vez más me preparé para reprochar su lenguaje a mi amigo. Una vez más reuní mis energías para una tentativa final de reconvención.
Cuando hube terminado mi conferencia, Mr. Dammit se permitió algunas actitudes sumamente equívocas. Durante unos instantes guardó silencio, limitándose a mirarme interrogativamente a la cara. Luego ladeó la cabeza, mientras alzaba muchísimo las cejas. Tendiendo las palmas de sus manos, se encogió de hombros. Guiñó a continuación el ojo derecho, repitiendo la operación con el izquierdo. Inmediatamente cerró los dos ojos, apretando mucho los párpados. Los abrió a continuación de tal manera que me alarmé seriamente por las consecuencias. Aplicándose el pulgar a la nariz, consideró oportuno efectuar un indescriptible movimiento con el resto de los dedos. Por fin, colocando los brazos en jarras, condescendió a contestarme.
Sólo recuerdo los titulares de su discurso. Me estaría muy agradecido si me callaba la boca. No tenía ninguna necesidad de mis consejos. Despreciaba mis insinuaciones. Era lo bastante crecido como para cuidarse a sí mismo. ¿Lo creía todavía el bebé Dammit? ¿Pretendía insinuar alguna cosa sobre su carácter? ¿Me proponía insultarlo? ¿Estaba loco? ¿Estaba mi madre enterada, en una palabra, de que yo había salido de casa sin permiso? Me hacía esta última pregunta considerándome capaz de responder la verdad, y se declaraba dispuesto a creer en mi respuesta. Una vez más me preguntaba explícitamente si mi madre estaba enterada de que yo había salido solo de casa. Mi confusión —agregó— me traicionaba y, por tanto, estaba dispuesto a apostarle la cabeza al diablo a que mi buena madre no estaba enterada.
Mr. Dammit no se detuvo a esperar mi réplica. Girando sobre los talones, se alejó con precipitación muy poco digna. Y más le valió haberlo hecho así. Me sentí injuriado. Hasta colérico. Hubiera querido recoger por una vez su insultante apuesta. Hubiera ganado para el Archienemigo la mínima cabeza de Mr. Dammit; pues la verdad es que mamá estaba perfectamente enterada de mi momentánea ausencia del hogar.
Pero Khoda shefa midêhed —el cielo trae alivio—, como dicen los musulmanes cuando alguien les pisa los pies. Había sido insultado mientras cumplía con mi deber, y soporté el insulto como un hombre. Parecióme, no obstante, que había hecho todo lo que se podía pedir en el caso de aquel miserable individuo y resolví no molestarlo más con mis consejos, abandonándolo a su conciencia y a sí mismo. De todos modos, aunque no volví a hablarle del asunto, no pude privarme por completo de su compañía. Llegué incluso a tolerar algunas de sus tendencias menos reprobables y en ciertas ocasiones hasta alabé sus pésimas bromas (aunque con lágrimas en los ojos, como elogian los epicúreos la mostaza); a tal punto me dolía oír su profano lenguaje.
Un día radiante, en que habíamos salido a pasear tomados del brazo, nuestro camino nos condujo hasta un río. Había un puente y resolvimos cruzarlo. Era un puente techado, que protegía del mal tiempo y, como dentro tenía pocas ventanas, resultaba desagradablemente oscuro. Cuando penetramos, el contraste entre el brillo exterior y la penumbra influyó penosamente en mi ánimo. No así en el desdichado Dammit, quien apostó en seguida su cabeza al diablo a que yo estaba melancólico. Por su parte parecía de excelente humor. Quizá en exceso, lo cual me hacía sentir no sé qué rara sospecha. No me parecía imposible que fuera víctima de algún trascendentalismo. Pero no soy tan versado en el diagnóstico de esta enfermedad como para afirmar nada y, por desgracia, ninguno de mis amigos del Dial se hallaba presente. Sugiero la idea, no obstante, a causa de una cierta austera bufonería que parecía haber invadido a mi pobre amigo, induciéndolo a comportarse como un estúpido. Nada podía disuadirlo de deslizarse y saltar por encima o por debajo de cualquier cosa que se cruzara en su camino; todo esto gritando o susurrando palabras y palabrotas, a tiempo que su rostro conservaba una profunda gravedad. Realmente yo no sabía si tenerle lástima o emprenderla a puntapiés con él. Por fin, cuando habíamos atravesado casi todo el puente y nos acercábamos a su fin, nuestra marcha se vio impedida por un molinete. Pasé como corresponde en estos casos, es decir, que hice girar el molinete. Pero esto no convenía al capricho de Mr. Dammit. Insistió en saltar sobre el molinete, afirmando que era capaz de hacer al mismo tiempo una pirueta en el aire.
Pues bien, hablando seriamente, no me pareció que pudiera hacerlo. Las mejores piruetas, en cualquier estilo, las ha hecho mi amigo Mr. Carlyle, y sé muy bien que, así como no sería capaz de hacer ésta, tampoco podría hacerla Toby Dammit. Así se lo dije, agregando que era un fanfarrón y que hablaba por hablar. No me faltaron luego razones para lamentar haberme expresado así; pues instantáneamente Toby apostó su cabeza al diablo a que lo hacía.
Disponíame a replicarle, no obstante mi anterior resolución, con algunos reproches sobre su impiedad, cuando oí toser a mi lado. Aquella tos se parecía mucho a la exclamación «¡hola!», tanto que me sobresalté y miré en torno lleno de sorpresa. Por fin mis ojos cayeron de lleno en un nicho que había en la estructura del puente y vieron a un anciano y diminuto caballero cojo, de venerable aspecto. Nada podía ser más venerable que su apariencia, pues no sólo estaba enteramente vestido de negro sino que usaba una camisa muy limpia, cuyo cuello se plegaba esmeradamente sobre una corbata blanca, y sus cabellos aparecían partidos al medio, como los de una muchacha. Apoyaba pensativamente las manos en el estómago y tenía los ojos en blanco.
Al observarlo más de cerca percibí que llevaba puesto un delantal de seda negra sobre sus ropas, y la cosa me pareció sumamente extraña. Pero antes de que tuviera oportunidad de hacer la menor observación sobre tan singular circunstancia, me interrumpió con un segundo «¡hola!».
No me hallaba preparado para contestarle de inmediato. A decir verdad, las observaciones tan lacónicas como aquélla son de muy difícil respuesta. He conocido cierta revista trimestral que se quedó estupefacta a causa de la expresión «¡Disparates!»; se comprenderá, pues, que no me avergoncé de volverme a Mr. Dammit en busca de ayuda.
—Dammit —dije—, ¿qué estás haciendo? ¿No oyes? Este caballero dice «¡hola!»
Y lo miré severamente a tiempo que le hablaba. Porque si he de decir la verdad, me sentía especialmente perplejo, y cuando un hombre está especialmente perplejo debe fruncir el ceño y tomar un aire salvaje, pues de lo contrario es seguro que pondrá cara de estúpido
—Dammit —continué, aunque esta repetición del nombre empezaba a parecerse a un juramento, cosa que estaba muy lejos de mis intenciones—. Dammit —agregué—, este caballero ha dicho «¡hola!»
No tengo intención de sostener que mi observación era profunda, pero he notado que el efecto de nuestras palabras no siempre está de acuerdo con la importancia que tienen para nosotros. Si hubiera hecho estallar una bomba a los pies de Mr. Dammit, o le hubiese golpeado en la cabeza con los Poetas y Poesías de Norteamérica, no lo hubiera visto tan trastornado como cuando me dirigí a él con aquellas simples palabras: «¡Dammit! ¿Qué estás haciendo? ¿No oyes? Este caballero dice ¡hola!»
—¡No me digas! —jadeó por fin, después de pasar por más colores que los que enarbola sucesivamente un barco pirata cuando se ve perseguido por otro de guerra—. ¿Estás seguro de que dijo eso? En fin, de todas maneras ya estoy pronto, y lo mejor es poner al mal tiempo buena cara. Ahí va, pues… ¡Hola!
Al oír esto el diminuto caballero pareció muy complacido, Dios sabe por qué. Saliendo del hueco que había ocupado hasta entonces, avanzó cojeando con un aire muy gentil y estrechó la mano de Dammit, mientras lo miraba en la cara con el más auténtico aire de bondad que pueda imaginar un ser humano.
—Estoy absolutamente seguro de que usted ganará, Dammit —dijo con una sonrisa llena de franqueza—. Pero, de todos modos, tenemos que hacer una prueba, aunque no sea más que por mera formalidad.
—¡Hola! —repitió mi amigo, quitándose la chaqueta con un profundo suspiro, atándose un pañuelo de bolsillo a la cintura y modificando indescriptiblemente su expresión al revolver los ojos y dejar caer las comisuras de la boca—. ¡Hola! —agregó, repitiendo la palabra después de una pausa. Y desde ese instante no le oí pronunciar ninguna otra que no fuese el consabido «¡hola!».
«Pues bien —me dije—, he aquí un silencio bastante notable por parte de Toby Dammit, y sin duda es consecuencia de toda su verbosidad anterior. Un extremo induce al otro. Me pregunto si se habrá olvidado de las numerosas preguntas que me hizo con tanta fluidez el día en que le propiné mi última conferencia. De todas maneras parece que se ha curado del trascendentalismo.»
—¡Hola! —prorrumpió Toby, como si hubiera estado leyendo en mis pensamientos, y mirándome con la cara de una oveja decrépita en una pesadilla.
El anciano caballero lo tomó del brazo y lo condujo un trecho hacia el interior del puente, a cierta distancia del molinete.
—Estimado amigo —dijo—, considero mi deber concederle todo este terreno para tomar impulso. Espere aquí, mientras me instalo junto al molinete a fin de verificar si usted lo salta elegante y trascendentalmente, sin omitir ninguno de los movimientos de una buena pirueta. Pura formalidad, por supuesto. Diré «una, dos, tres… ¡vamos!». Tenga buen cuidado de no arrancar hasta oír el «vamos».
Colocóse al lado del molinete, hizo una pausa como si se sumiera en profunda reflexión, luego miró hacia arriba y, según me pareció, sonrióse ligeramente, tras lo cual se ajustó las cintas del delantal, observó largamente a Dammit y, finalmente, dio la orden convenida:
—¡Una… dos… tres… y… vamos!
Exactamente al oírse la última palabra mi pobre amigo se lanzó a la carrera. Su estilo no era tan excelente como el de Mr. Lord, pero tampoco tan malo como el de los críticos de Mr. Lord; de todos modos me sentí seguro de que saltaría el obstáculo. Después de todo, si no lo saltaba… ¿qué? ¡Ah, ésa era la cuestión! ¿Y si no lo saltaba?
—¿Qué derecho tiene este caballero de obligar a otro a dar un salto? —dije en alta voz—. ¿Quién es este personaje achacoso? ¡Si me pide a mí que salte, no lo haré, como que estoy vivo, y no me importa en absoluto quién demonios sea!
Ya he dicho que el puente aquel estaba cubierto de la manera más ridícula, por lo cual las palabras producían un eco desagradable… aunque nunca había reparado en él tan claramente como al pronunciar mis últimas tres palabras.
Pero lo que dije, o pensé, o escuché fueron cosas que sólo llenaron un instante. Menos de cinco segundos después de tomar impulso, mi pobre Toby daba su salto. Lo vi venir corriendo ágilmente y dar un grandísimo salto, a tiempo que efectuaba las evoluciones más extraordinarias con las piernas a medida que se elevaba. Lo vi en el aire, haciendo una admirable figura de danza justamente encima del molinete; y, como es natural, me pareció insólitamente singular que no siguiera su recorrido hacia adelante. Pero todo aquello fue cosa de un segundo; antes de que tuviera tiempo de hacer la menor reflexión profunda, vi a Mr. Dammit que se desplomaba de espaldas y del mismo lado del molinete de donde se había elevado. Y al mismo tiempo vi que el anciano caballero salía corriendo a toda velocidad, tras de recoger y envolver en su delantal alguna cosa que acababa de caer desde la oscuridad de la techumbre del puente, justamente sobre el molinete.
Me quedé profundamente estupefacto ante todo esto, pero no tuve tiempo de pensar, pues Mr. Dammit estaba curiosamente inmóvil, por lo cual deduje que se sentía muy agraviado y que necesitaba de mi ayuda. Me apresuré a acercarme, descubriendo que había recibido lo que cabe calificar de herida grave. En efecto, había sido privado de la cabeza, que inútilmente busqué por todas partes. Decidí entonces llevarlo a casa y mandar llamar a los homeópatas. Entretanto se me ocurrió algo y, luego de abrir una ventana que había en esa parte del puente, descubrí instantáneamente la triste verdad. A unos cinco pies sobre el nivel del molinete, atravesando la techumbre a manera de soporte, veíase una fina barra de acero, con el filo colocado horizontalmente; formaba parte de una serie de soportes análogos que reforzaban la estructura del puente. No cabía duda de que el cuello de mi infortunado amigo habíase puesto en contacto con el filo de aquella barra.
Mr. Dammit no sobrevivió a su terrible pérdida. Los homeópatas no le suministraron bastante poca medicina, y la poca que le dieron no pudo él tomarla. Al final empeoró y acabó muriéndose, dando con ello una lección a todos los seres de vida desenfrenada. Regué su tumba con mis lágrimas, agregué una barra siniestra en el escudo de armas de su familia y, a fin de cubrir los gastos generales de su funeral, envié una cuenta sumamente moderada a los trascendentalistas. Los villanos se negaron a pagarla, por lo cual hice exhumar de inmediato a Mr. Dammit y lo vendí como alimento para perros.
No hay ninguna justificación, pues, en la acusación que ciertos ignorantes han formulado contra mí; a saber: que jamás he escrito un cuento moral o, con palabras más precisas, un cuento con moraleja. Lo que pasa es que aquéllos no son los críticos predestinados a ponerme de manifiesto y a desarrollar mis moralejas; he ahí el secreto. Poco a poco, la North American Quarterly Humdrum los hará sentir avergonzados de su estupidez. Pero por el momento, con el fin de aplazar la ejecución capital y mitigar las acusaciones alzadas contra mí, ofrezco el siguiente y triste relato, cuya obvia moraleja no puede ser cuestionada de ninguna manera, ya que cualquiera puede leerla en las mayúsculas que forman el título del relato. Debería reconocerse mi mérito por esta disposición, mucho más sabia que la de La Fontaine y otros, que reservan hasta el último momento la impresión que desean producir y la meten de rondón en el final de sus fábulas.
Defuncti injuria ne officiantur, decía una ley de las doce tablas, y De mortuis nil nisi bonum es un excelente corolario, aun si los muertos en cuestión no son más que bagatelas difuntas. Lejos de mí la intención, pues, de vituperar a mi finado amigo Toby Dammit. Era un pobre perro, la verdad sea dicha, y tuvo una muerte de perros; pero no hay que reprocharle sus vicios. Nacieron de un defecto personal de su madre. Aquella señora hacía todo lo posible en materia de azotes cuando Toby era niño, ya que para su bien ordenada mente los deberes eran siempre placeres, y los niños, al igual que las chuletas duras o los olivos griegos, mejoran si se los golpea. Pero, ¡pobre mujer!, tenía el infortunio de ser zurda, y mejor es no azotar a un chico que azotarlo con la mano izquierda. El mundo gira de derecha a izquierda. Dar de latigazos a un crío de izquierda a derecha no sirve de nada. Si cada golpe en la dirección adecuada arranca de raíz una propensión maligna, se sigue que cada porrazo propinado en el sentido opuesto ahincará aún más la maldad. Muchas veces fui testigo de los castigos aplicados a Toby, y, aunque sólo fuera por la forma en que pateaba, podía percatarme de que cada día se estaba poniendo más malo. Noté, por fin, a través de las lágrimas que velaban mis ojos, que no quedaba esperanza alguna para el pequeño miserable, y cierto día en que le habían dado tantos golpes que tenía la cara completamente negra, al punto que lo hubieran tomado por un pequeño africano, sin otro efecto visible que el de hacerlo retorcerse en un ataque de ira, me fue imposible soportar aquello por más tiempo y, cayendo de rodillas, alcé mi voz para profetizar su ruina.
La precocidad de Toby para el vicio era horrorosa. A los cinco meses de edad le daban tales ataques de rabia que no podía articular palabra. A los seis meses lo pesqué mordisqueando un mazo de barajas. A los siete tenía por costumbre abrazar y besar a los bebés del sexo opuesto. A los ocho rehusó perentoriamente agregar su firma a un memorial en pro de la temperancia. Y así fue creciendo en iniquidad, mes tras mes, hasta que, al cumplir su primer año de vida, no sólo insistía en usar bigotes, sino que había adquirido una gran propensión a las palabrotas y juramentos, así como a sostener sus afirmaciones mediante apuestas.
La ruina que había vaticinado a Toby Dammit se cumplió, por fin, a causa de la poco caballeresca práctica mencionada en último término. Aquella costumbre «creció con su crecimiento y se esforzó con sus fuerzas», de modo que, cuando Toby llegó a ser hombre, apenas podía pronunciar una frase sin aderezarla con una promesa de juego. Y no apostaba en firme… nada de eso. Seré justo con mi amigo y diré que antes hubiera preferido hacerse monje. En su caso, aquello era una simple fórmula, y nada más. Sus expresiones no tenían el menor sentido positivo. Eran desahogos, simplemente —ya que no puedo decir que lo fueran inocentemente—; frases imaginativas con las cuales redondeaba sus declaraciones. Cuando decía: «Le apuesto esto y aquello», a nadie se le ocurría formalizar la apuesta, pero de todos modos yo no podía dejar de considerar que mi deber era reprenderlo. Aquella costumbre era inmoral, y así se lo decía. Era vulgar, y le rogaba que me creyera. Era desaprobada por la sociedad, y nadie me desmentiría por decirlo. Estaba prohibida por una ley del Congreso, y afirmándolo así no incurría en ninguna mentira. Le hacía reproches, sin resultado; aducía pruebas, vanamente. Si lo amenaza, se sonreía; si le suplicaba, prorrumpía en carcajadas. Si rogaba, se encogía desdeñosamente de hombros. Si lo amenazaba… se ponía a jurar. Si le daba de puntapiés… llamaba a la policía. Si le tironeaba de la nariz, se sonaba y apostaba su cabeza al diablo a que no me atrevería a repetir el experimento.
La pobreza era otro vicio que la deficiencia física de la madre de Dammit había acumulado sobre su hijo. Era detestablemente pobre, y por esa razón, sin duda, sus expresiones coléricas acerca de las apuestas tomaban raras veces un giro pecuniario. Nadie me hará decir que en alguna oportunidad le haya escuchado figuras de lenguaje tales como: «Le apuesto a usted un dólar». Por lo regular decía: «Le apuesto lo que quiera», o «Le apuesto cualquier cosa», o bien, mucho más significativamente, «Le apuesto mi cabeza al diablo».
Esta última fórmula era la que parecía agradarle más, quizá porque envolvía menos riesgo, pues Dammit se había vuelto muy parsimonioso. Si alguien le hubiera aceptado la apuesta, poco habría perdido, dado que tenía la cabeza muy pequeña; pero ésta es una observación personal y no estoy nada seguro de poder atribuírsela con justicia. De todos modos, la frase en cuestión se le pegaba más y más, a pesar de lo impropio que resultaba que un hombre apostara todo el tiempo su cerebro como si fuese un billete de banco; empero, la perversa naturaleza de mi amigo no le permitía darse cuenta de ello. Terminó por abandonar todas las restantes fórmulas, entregándose de lleno a: Le apuesto mi cabeza al diablo, con una pertinacia y una exclusividad que me desagradaban tanto como me sorprendían. Siempre me repelen aquellas circunstancias que no puedo explicarme. Los misterios obligan a un hombre a pensar, con lo cual su salud se perjudica. A decir verdad, había algo en el aire con que Mr. Dammit pronunciaba aquella ofensiva expresión, algo en su modo de enunciarla, que primero me interesó y luego me hizo sentirme muy preocupado; algo que, a falta de un término más preciso, se me permitirá calificar de raro —pero que Mr. Coleridge hubiese llamado místico, Mr. Kant panteístico, Mr. Carlyle retorcido y Mr. Emerson hiperenigmático—. Aquello empezó a no gustarme nada. El alma de Mr. Dammit estaba en peligro. Resolví emplear toda mi elocuencia a fin de salvarla. Prometí consagrarme a él como San Patricio, en la crónica irlandesa, se consagró al sapo, vale decir «despertándolo a su verdadera situación». Me puse a la tarea de inmediato. Una vez más me preparé para reprochar su lenguaje a mi amigo. Una vez más reuní mis energías para una tentativa final de reconvención.
Cuando hube terminado mi conferencia, Mr. Dammit se permitió algunas actitudes sumamente equívocas. Durante unos instantes guardó silencio, limitándose a mirarme interrogativamente a la cara. Luego ladeó la cabeza, mientras alzaba muchísimo las cejas. Tendiendo las palmas de sus manos, se encogió de hombros. Guiñó a continuación el ojo derecho, repitiendo la operación con el izquierdo. Inmediatamente cerró los dos ojos, apretando mucho los párpados. Los abrió a continuación de tal manera que me alarmé seriamente por las consecuencias. Aplicándose el pulgar a la nariz, consideró oportuno efectuar un indescriptible movimiento con el resto de los dedos. Por fin, colocando los brazos en jarras, condescendió a contestarme.
Sólo recuerdo los titulares de su discurso. Me estaría muy agradecido si me callaba la boca. No tenía ninguna necesidad de mis consejos. Despreciaba mis insinuaciones. Era lo bastante crecido como para cuidarse a sí mismo. ¿Lo creía todavía el bebé Dammit? ¿Pretendía insinuar alguna cosa sobre su carácter? ¿Me proponía insultarlo? ¿Estaba loco? ¿Estaba mi madre enterada, en una palabra, de que yo había salido de casa sin permiso? Me hacía esta última pregunta considerándome capaz de responder la verdad, y se declaraba dispuesto a creer en mi respuesta. Una vez más me preguntaba explícitamente si mi madre estaba enterada de que yo había salido solo de casa. Mi confusión —agregó— me traicionaba y, por tanto, estaba dispuesto a apostarle la cabeza al diablo a que mi buena madre no estaba enterada.
Mr. Dammit no se detuvo a esperar mi réplica. Girando sobre los talones, se alejó con precipitación muy poco digna. Y más le valió haberlo hecho así. Me sentí injuriado. Hasta colérico. Hubiera querido recoger por una vez su insultante apuesta. Hubiera ganado para el Archienemigo la mínima cabeza de Mr. Dammit; pues la verdad es que mamá estaba perfectamente enterada de mi momentánea ausencia del hogar.
Pero Khoda shefa midêhed —el cielo trae alivio—, como dicen los musulmanes cuando alguien les pisa los pies. Había sido insultado mientras cumplía con mi deber, y soporté el insulto como un hombre. Parecióme, no obstante, que había hecho todo lo que se podía pedir en el caso de aquel miserable individuo y resolví no molestarlo más con mis consejos, abandonándolo a su conciencia y a sí mismo. De todos modos, aunque no volví a hablarle del asunto, no pude privarme por completo de su compañía. Llegué incluso a tolerar algunas de sus tendencias menos reprobables y en ciertas ocasiones hasta alabé sus pésimas bromas (aunque con lágrimas en los ojos, como elogian los epicúreos la mostaza); a tal punto me dolía oír su profano lenguaje.
Un día radiante, en que habíamos salido a pasear tomados del brazo, nuestro camino nos condujo hasta un río. Había un puente y resolvimos cruzarlo. Era un puente techado, que protegía del mal tiempo y, como dentro tenía pocas ventanas, resultaba desagradablemente oscuro. Cuando penetramos, el contraste entre el brillo exterior y la penumbra influyó penosamente en mi ánimo. No así en el desdichado Dammit, quien apostó en seguida su cabeza al diablo a que yo estaba melancólico. Por su parte parecía de excelente humor. Quizá en exceso, lo cual me hacía sentir no sé qué rara sospecha. No me parecía imposible que fuera víctima de algún trascendentalismo. Pero no soy tan versado en el diagnóstico de esta enfermedad como para afirmar nada y, por desgracia, ninguno de mis amigos del Dial se hallaba presente. Sugiero la idea, no obstante, a causa de una cierta austera bufonería que parecía haber invadido a mi pobre amigo, induciéndolo a comportarse como un estúpido. Nada podía disuadirlo de deslizarse y saltar por encima o por debajo de cualquier cosa que se cruzara en su camino; todo esto gritando o susurrando palabras y palabrotas, a tiempo que su rostro conservaba una profunda gravedad. Realmente yo no sabía si tenerle lástima o emprenderla a puntapiés con él. Por fin, cuando habíamos atravesado casi todo el puente y nos acercábamos a su fin, nuestra marcha se vio impedida por un molinete. Pasé como corresponde en estos casos, es decir, que hice girar el molinete. Pero esto no convenía al capricho de Mr. Dammit. Insistió en saltar sobre el molinete, afirmando que era capaz de hacer al mismo tiempo una pirueta en el aire.
Pues bien, hablando seriamente, no me pareció que pudiera hacerlo. Las mejores piruetas, en cualquier estilo, las ha hecho mi amigo Mr. Carlyle, y sé muy bien que, así como no sería capaz de hacer ésta, tampoco podría hacerla Toby Dammit. Así se lo dije, agregando que era un fanfarrón y que hablaba por hablar. No me faltaron luego razones para lamentar haberme expresado así; pues instantáneamente Toby apostó su cabeza al diablo a que lo hacía.
Disponíame a replicarle, no obstante mi anterior resolución, con algunos reproches sobre su impiedad, cuando oí toser a mi lado. Aquella tos se parecía mucho a la exclamación «¡hola!», tanto que me sobresalté y miré en torno lleno de sorpresa. Por fin mis ojos cayeron de lleno en un nicho que había en la estructura del puente y vieron a un anciano y diminuto caballero cojo, de venerable aspecto. Nada podía ser más venerable que su apariencia, pues no sólo estaba enteramente vestido de negro sino que usaba una camisa muy limpia, cuyo cuello se plegaba esmeradamente sobre una corbata blanca, y sus cabellos aparecían partidos al medio, como los de una muchacha. Apoyaba pensativamente las manos en el estómago y tenía los ojos en blanco.
Al observarlo más de cerca percibí que llevaba puesto un delantal de seda negra sobre sus ropas, y la cosa me pareció sumamente extraña. Pero antes de que tuviera oportunidad de hacer la menor observación sobre tan singular circunstancia, me interrumpió con un segundo «¡hola!».
No me hallaba preparado para contestarle de inmediato. A decir verdad, las observaciones tan lacónicas como aquélla son de muy difícil respuesta. He conocido cierta revista trimestral que se quedó estupefacta a causa de la expresión «¡Disparates!»; se comprenderá, pues, que no me avergoncé de volverme a Mr. Dammit en busca de ayuda.
—Dammit —dije—, ¿qué estás haciendo? ¿No oyes? Este caballero dice «¡hola!»
Y lo miré severamente a tiempo que le hablaba. Porque si he de decir la verdad, me sentía especialmente perplejo, y cuando un hombre está especialmente perplejo debe fruncir el ceño y tomar un aire salvaje, pues de lo contrario es seguro que pondrá cara de estúpido
—Dammit —continué, aunque esta repetición del nombre empezaba a parecerse a un juramento, cosa que estaba muy lejos de mis intenciones—. Dammit —agregué—, este caballero ha dicho «¡hola!»
No tengo intención de sostener que mi observación era profunda, pero he notado que el efecto de nuestras palabras no siempre está de acuerdo con la importancia que tienen para nosotros. Si hubiera hecho estallar una bomba a los pies de Mr. Dammit, o le hubiese golpeado en la cabeza con los Poetas y Poesías de Norteamérica, no lo hubiera visto tan trastornado como cuando me dirigí a él con aquellas simples palabras: «¡Dammit! ¿Qué estás haciendo? ¿No oyes? Este caballero dice ¡hola!»
—¡No me digas! —jadeó por fin, después de pasar por más colores que los que enarbola sucesivamente un barco pirata cuando se ve perseguido por otro de guerra—. ¿Estás seguro de que dijo eso? En fin, de todas maneras ya estoy pronto, y lo mejor es poner al mal tiempo buena cara. Ahí va, pues… ¡Hola!
Al oír esto el diminuto caballero pareció muy complacido, Dios sabe por qué. Saliendo del hueco que había ocupado hasta entonces, avanzó cojeando con un aire muy gentil y estrechó la mano de Dammit, mientras lo miraba en la cara con el más auténtico aire de bondad que pueda imaginar un ser humano.
—Estoy absolutamente seguro de que usted ganará, Dammit —dijo con una sonrisa llena de franqueza—. Pero, de todos modos, tenemos que hacer una prueba, aunque no sea más que por mera formalidad.
—¡Hola! —repitió mi amigo, quitándose la chaqueta con un profundo suspiro, atándose un pañuelo de bolsillo a la cintura y modificando indescriptiblemente su expresión al revolver los ojos y dejar caer las comisuras de la boca—. ¡Hola! —agregó, repitiendo la palabra después de una pausa. Y desde ese instante no le oí pronunciar ninguna otra que no fuese el consabido «¡hola!».
«Pues bien —me dije—, he aquí un silencio bastante notable por parte de Toby Dammit, y sin duda es consecuencia de toda su verbosidad anterior. Un extremo induce al otro. Me pregunto si se habrá olvidado de las numerosas preguntas que me hizo con tanta fluidez el día en que le propiné mi última conferencia. De todas maneras parece que se ha curado del trascendentalismo.»
—¡Hola! —prorrumpió Toby, como si hubiera estado leyendo en mis pensamientos, y mirándome con la cara de una oveja decrépita en una pesadilla.
El anciano caballero lo tomó del brazo y lo condujo un trecho hacia el interior del puente, a cierta distancia del molinete.
—Estimado amigo —dijo—, considero mi deber concederle todo este terreno para tomar impulso. Espere aquí, mientras me instalo junto al molinete a fin de verificar si usted lo salta elegante y trascendentalmente, sin omitir ninguno de los movimientos de una buena pirueta. Pura formalidad, por supuesto. Diré «una, dos, tres… ¡vamos!». Tenga buen cuidado de no arrancar hasta oír el «vamos».
Colocóse al lado del molinete, hizo una pausa como si se sumiera en profunda reflexión, luego miró hacia arriba y, según me pareció, sonrióse ligeramente, tras lo cual se ajustó las cintas del delantal, observó largamente a Dammit y, finalmente, dio la orden convenida:
—¡Una… dos… tres… y… vamos!
Exactamente al oírse la última palabra mi pobre amigo se lanzó a la carrera. Su estilo no era tan excelente como el de Mr. Lord, pero tampoco tan malo como el de los críticos de Mr. Lord; de todos modos me sentí seguro de que saltaría el obstáculo. Después de todo, si no lo saltaba… ¿qué? ¡Ah, ésa era la cuestión! ¿Y si no lo saltaba?
—¿Qué derecho tiene este caballero de obligar a otro a dar un salto? —dije en alta voz—. ¿Quién es este personaje achacoso? ¡Si me pide a mí que salte, no lo haré, como que estoy vivo, y no me importa en absoluto quién demonios sea!
Ya he dicho que el puente aquel estaba cubierto de la manera más ridícula, por lo cual las palabras producían un eco desagradable… aunque nunca había reparado en él tan claramente como al pronunciar mis últimas tres palabras.
Pero lo que dije, o pensé, o escuché fueron cosas que sólo llenaron un instante. Menos de cinco segundos después de tomar impulso, mi pobre Toby daba su salto. Lo vi venir corriendo ágilmente y dar un grandísimo salto, a tiempo que efectuaba las evoluciones más extraordinarias con las piernas a medida que se elevaba. Lo vi en el aire, haciendo una admirable figura de danza justamente encima del molinete; y, como es natural, me pareció insólitamente singular que no siguiera su recorrido hacia adelante. Pero todo aquello fue cosa de un segundo; antes de que tuviera tiempo de hacer la menor reflexión profunda, vi a Mr. Dammit que se desplomaba de espaldas y del mismo lado del molinete de donde se había elevado. Y al mismo tiempo vi que el anciano caballero salía corriendo a toda velocidad, tras de recoger y envolver en su delantal alguna cosa que acababa de caer desde la oscuridad de la techumbre del puente, justamente sobre el molinete.
Me quedé profundamente estupefacto ante todo esto, pero no tuve tiempo de pensar, pues Mr. Dammit estaba curiosamente inmóvil, por lo cual deduje que se sentía muy agraviado y que necesitaba de mi ayuda. Me apresuré a acercarme, descubriendo que había recibido lo que cabe calificar de herida grave. En efecto, había sido privado de la cabeza, que inútilmente busqué por todas partes. Decidí entonces llevarlo a casa y mandar llamar a los homeópatas. Entretanto se me ocurrió algo y, luego de abrir una ventana que había en esa parte del puente, descubrí instantáneamente la triste verdad. A unos cinco pies sobre el nivel del molinete, atravesando la techumbre a manera de soporte, veíase una fina barra de acero, con el filo colocado horizontalmente; formaba parte de una serie de soportes análogos que reforzaban la estructura del puente. No cabía duda de que el cuello de mi infortunado amigo habíase puesto en contacto con el filo de aquella barra.
Mr. Dammit no sobrevivió a su terrible pérdida. Los homeópatas no le suministraron bastante poca medicina, y la poca que le dieron no pudo él tomarla. Al final empeoró y acabó muriéndose, dando con ello una lección a todos los seres de vida desenfrenada. Regué su tumba con mis lágrimas, agregué una barra siniestra en el escudo de armas de su familia y, a fin de cubrir los gastos generales de su funeral, envié una cuenta sumamente moderada a los trascendentalistas. Los villanos se negaron a pagarla, por lo cual hice exhumar de inmediato a Mr. Dammit y lo vendí como alimento para perros.