lunes, 30 de noviembre de 2015

Panqueques.

Panqueques.

The Pimienta Pancakes
Cuando estábamos arreando un hato de ganado del rancho Triángulo Cero en las hondonadas del Río Frío, mi estribo se enganchó en la rama seca de un mezquite; en consecuencia, se me luxó un tobillo y tuve que permanecer inmovilizado en el campamento una semana.
Al tercer día de mi forzado ocio, me arrastré hasta el carretón de la cocina, y me sometí, indefenso, a las parlanchinas andanadas de Judson Odom, el cocinero del campamento. Jud era, por naturaleza, un monologador a quien el Destino, con su habitual despropósito, había ubicado en una profesión en la que la mayor parte de su tiempo carecía de oyentes.
Por lo tanto, fui un verdadero maná en el silencioso desierto de Jud.
A veces, me acuciaba el deseo, peculiar en los convalecientes, de paladear algo que no estuviera mera mente rotulado como “Material Digestible”. En mi mente surgían visiones de la despensa materna “profunda como el primer amor y pletórica de añoranzas” . Le pregunté:
—Jud, ¿sabes hacer panqueques?
Jud soltó el revólver de seis tiros con el que machacaba un bife de antílope y se irguió ante mí adoptando lo que, según creí, era una actitud amenazadora. Aún más, confirmó mi impresión de que su aspecto era suspicaz al fijar en mí sus claros ojos azules con una mirada de helado recelo.
—Oye —dijo, con cólera espontánea aunque no excesiva—, ¿quisiste decir exactamente lo que dijiste o estás tratando de hacerme pisar el palito? ¿Alguno de los muchachos te contó algo sobre mí mismo y ese asunto de los panqueques?
—No, Jud —respondí con franqueza—. Quise decir exactamente eso. Me parece que sería capaz de cambiar mi montura y mi caballo por una pila de panqueques dorados, mantecados y endulzados con melaza de Nueva Orleáns de la primera cosecha recién preparada. ¿Circula alguna historia sobre panqueques?
Jud se apaciguó en el acto al darse cuenta de que yo no estaba empleando sobreentendidos. Extrajo del carretón algunos recipientes de lata y envoltorios misteriosos y los colocó a la sombra de la morera debajo de la cual me había instalado. Lo observé atentamente mientras se dedicaba a distribuir con calma esos objetos y a desatar sus múltiples ligaduras.
—No, no se trata de una historia —respondió Jud mientras proseguía con su tarea—, sino de las lógicas habladurías acerca del entredicho que tuve con ese criador de ovejas con conjuntivitis de la Cañada de la Mula Atascada con relación a la señorita Willella Learight. No tengo inconveniente en contarte qué pasó.
“En aquella época estaba trabajando para el viejo Bill Toomey, allá sobre el San Miguel. Un día me sentí absolutamente desesperado por el deseo de ingerir algo envasado que jamás hubiese mugido o balado o gruñido o hubiese sido proporcionado en medidas insignificantes. Por lo tanto, monté en mi potro y me encaminé cortando el viento al almacén de ramos generales del Tío Emsley Telfair en el lado de Pimienta, sobre el río Nueces.
“A eso de las tres de la tarde aseguré las riendas en las ramas de un mezquite y recorrí a pie los veinte metros que faltaban hasta llegar al local. Me instalé en el mostrador y le informé al Tío Emsley que, según indicaban todos los pronósticos, la cosecha de frutas del mundo entero estaba a punto de ser devastada. En menos de un minuto tuve a mi disposición un paquete de galletas y un cucharón de mango larguísimo, además de varias latas abiertas que contenían duraznos, ananaes, cerezas y arvejas; mientras tanto, el Tío Emsley estaba muy atareado con el destral sacándoles los carozos a los orejones. Me sentía como Adán antes de la estampida de la manzana; estaba clavando mis espuelas en el costado del mostrador y afanándome con mi cucharón de medio metro cuando por casualidad miré por la ventana hacia el patio de la casa del Tío Emsley, ubicada junto al almacén.
“Allí había una muchacha: era una chica forastera, muy bien ataviada; jugueteaba con un mazo de croquet y se divertía observando mi estilo de fomentar la industria de las frutas envasadas.
“Me aparté del mostrador y le entregué el cucharón al Tío Emsley.
“—Esa es mi sobrina —me informó—; se llama Willella Learight y ha venido de la localidad de Palestina a hacernos una visita. ¿Quieres que te la presente?
“La Tierra Santa —me dije a mí mismo, mientras mis pensamientos rumiaban algo e intentaban ubicarlo en el correspondiente corral—. ¿Por qué no? Seguro que en Pales… hay ángeles.
“—Encantado, Tío Emsley —repuse en voz alta—. Me sentiré terriblemente engalanado de trabar conocimiento con la señorita Learight.
“Por lo tanto, el Tío Emsley me acompañó hasta el patio y nos comunicó nuestras respectivas idiosincrasias.
“Jamás fui tímido con las mujeres. Nunca pude en tender por qué algunos individuos que son capaces de domar un potro cerril antes del desayuno y de afeitar se en la obscuridad se tornan inhábiles, transpiran y se inundan en excusas cuando divisan un rollo de percal que envuelve aquello para lo cual fue destinado. En un lapso de ocho minutos, la señorita Willella y yo estábamos fastidiando a las bochas de croquet y nos hallábamos en términos tan afectuosos como si fuésemos primos hermanos. Me hizo una broma sobre la cantidad de fruta envasada que yo había despachado y le respondí, resueltamente, que una dama, una tal se ñora Eva, había iniciado la explotación alimenticia de la fruta en el primer campo de pastoreo sin alambrados. “—Eso sucedió en Palestina, ¿no es verdad? —dije con la misma fluidez y firmeza con que podría haber enlazado un potrillo de un año.
“Así fue como establecí una relación en términos muy cordiales con la señorita Willella Learight, y esa cordialidad se fue acentuando a medida que pasaba el tiempo. Ella había ido al vado de Pimienta para re poner su salud, que era muy buena, y para gozar del clima, que era un cuarenta por ciento más cálido que en Palestina. Por algún tiempo cabalgué hasta allí una vez por semana para verla; después hice el cálculo, y comprobé que si duplicaba la cantidad de viajes también se duplicarían las oportunidades de encontrarla. “Una semana me llegué hasta el vado en un tercer viaje imprevisto y así fue como los panqueques y el criador de ovejas con conjuntivitis se entrometieron en el asunto.
“Esa tarde, mientras me hallaba instalado junto al mostrador con un durazno y dos damascos en la boca, le pregunté al Tío Emsley cómo estaba la señorita Willella.
“—Bien —me respondió—, ha salido a cabalgar con Jackson Ave, ese tipo que cría ovejas allá en la Cañada de la Mula Atascada.
“Me tragué los carozos del durazno y de los des damascos. Supongo que alguien sujetó el mostrador por las riendas cuando me fui. Caminé en línea recta hasta dar contra el mezquite en el que estaba atado mi ruano. “—Ha salido a pasear a caballo —susurré en la oreja de mi potro— con Avebruta Jack, esa muía arrendada de la Cañada del Hombre de las Ovejas. ¿Te das cuenta, mi viejo Cuero y galopes?
“El potro mío lloró, a su manera. Había sido criado como caballo vaquero v odiaba a muerte a los ovejunos. “Regresé y le pregunté al Tío Emsley: ‘¿Dijo que era un criador de ovejas?’
“—Dije que es un criador de ovejas —reiteró—. Tienes que haber oído hablar de Jackson Ave. Dispone de ocho parcelas de pastoreo y de cuatro mil cabezas de los mejores merinos que es posible hallar al sur del Círculo Polar Ártico.
“Salí y me senté en el suelo a la sombra del almacén; me apoyé en un espinoso nopal. Llené de arena mis botas con manos distraídas mientras me dedicaba a rumiar un extenso soliloquio sobre ese pajarraco re vestido con el plumaje de Jackson a modo de apelativo. “Nunca había creído en la necesidad de dañar a los ovejeros. Una vez vi a uno montado a caballo leyendo una gramática latina, ¡y ni siquiera lo toqué! Jamás me sacaban de quicio como le suele ocurrir a la mayoría de los vaqueros. No me parecía justo atacar, estropear y desfigurar a esos criadores de ovejas que comen sentados a la mesa, usan lindos zapatitos y le hablan a uno de cosas serías. Siempre los había dejado en paz, de la misma manera en que nadie se preocuparía por un conejo; me limitaba a dirigirles unas cuantas palabras cordiales y a aventurar algunas opiniones sobre el tiempo, pero no me detenía a charlar con ellos en las tabernas. En aquellas épocas nunca creí que valiera la pena demostrar hostilidad a un criador de ovejas, y como había sido bondadoso y los dejé que vivieran tranquilos, ¡en ese momento uno de ellos cabalgaba por allí en compañía de la señorita Willella Learight!
“Una hora después, medida por el sol, llegaron caracoleando y se detuvieron ante el portal del Tío Emsley. El ovejuno la ayudó a desmontar y se quedaron allí, un rato, intercambiando frases agudas e ingeniosas. Después, ese emplumado Jackson se encaramó en su montura, saludó quitándose la pequeña budinera que usaba como sombrero y se marchó al trote en dirección a su rancho de corderos. En ese preciso momento yo me había sacado la arena de las botas y me había des prendido del espinoso nopal, y cuando él llevaba re corridos unos quinientos metros desde Pimienta, yo en persona, en mi potro, me le puse a la par.
“Afirmé que ese criador de ovejas padecía de conjuntivitis, pero no es cierto. Sus ojos eran bastante grises, si bien tenía las pestañas pelirrojas y el pelo de color arena, y en conjunto producía la impresión que puedes imaginarte. Criador de ovejas… de todos modos no era más que un simple corderito, una cosa pequeñita con el cuello envuelto en un pañuelo de seda amarilla y zapatos atados con cordones.
“—¡Buenas! —le dije—. Ahora está cabalgando al lado de un jinete ampliamente conocido por el apodo de Judson Muerte Segura por su puntería. Cuando quiero entablar relaciones con un forastero, siempre me presento antes de que empiecen los tiros porque jamás me agradó estrechar la mano de un difunto.
“—¡Ah!—replicó con tono indolente—. Estoy en cantado de conocerlo, señor Judson. Yo soy Jackson Ave, de allí, del rancho de la Muía Atascada.
“En ese preciso momento uno de mis ojos vio un cuclillo que saltaba colina abajo llevando en el pico una tarántula pequeña; con el otro ojo descubrí un gavilán posado en la rama seca de un sauce. Los hice pedazos uno después del otro simplemente para de mostrarle mi puntería. ‘Dos de cada tres’, dije. ‘Todos los que vuelan parecen atraer mis disparos con absoluta naturalidad en cualquier parte donde estoy’.
“—Buenos disparos —afirmó el ovejuno sin siquiera estremecerse—. ¿Pero alguna vez no yerra el tercer tiro? La semana pasada tuvimos una lluvia extraordinariamente beneficiosa para los pastos tiernos, ¿no le parece señor Judson?
—”Willie —dije, acercándome más a su cabalga dura—, es probable que sus envanecidos progenitores lo hayan inscripto con el nombre de Jackson, pero sin duda usted ha llegado a ser un parlanchín, Willie. No sigamos empantanándonos en esta cháchara sobre la lluvia y los elementos y hablemos con palabras que no pertenezcan al vocabulario de las cotorras. Usted ha adquirido la mala costumbre de salir a cabalgar con señoritas residentes en el vado de Pimienta. He conocido aves que fueron hechas a la parrilla por mucho menos que eso. A la señorita Willella —agregué— jamás se le ocurrió que necesitara ningún nido de lana ovejuna fabricado por un pajarraco perteneciente a la rama jacksoniana de la ornitología. Bien, ¿está dispuesto a ahuecar el ala o prefiere galopar al encuentro del aditamento Muerte Segura de mi apellido que vale por dos agujeros y por lo menos un septeto orificio fúnebre acompañado por todas las ceremonias de ley?
“Jackson Ave se ruborizó un poco y luego rió.
“—Mi buen señor Judson —afirmó—. Usted se ha formado una idea equivocada. He visitado unas pocas veces a la señorita Learight, pero no con el propósito que usted imagina. Mi objetivo es puramente gastronómico.
“—Cualquier coyote —dije, echando mano al revólver— que se vanaglorie de deshonestos…
“—No se apresure —interpuso el pajarraco— hasta que se lo explique. ¿Para qué querría yo una esposa? ¡Si usted viera lo que es mi rancho! Yo mismo me ocupo de cocinar y de remendarme la ropa. Comer: ése es el único placer que tengo criando ovejas. Señor Judson, ¿alguna vez probó los panqueques que hace la señorita Learight?
“—¿Yo?, no —contesté—. Nunca tuve noticias de que se dedicara a maniobras culinarias de ninguna especie.
“—Son dorados resplandores del sol —afirmó—, endulzados por los ambrosiacos fuegos de Epicuro. Daría dos años de mi vida por procurarme la receta de esos panqueques. Por eso voy a visitar a la señorita Learight —declaró Jackson Ave—, pero no he podido conseguirla. Se trata de una antigua fórmula que se ha usado en la familia a lo largo de setenta y cinco años. La transmiten de generación en generación, pero no se la confían a los extraños. Si pudiera enterarme de cuál es la receta, podría hacerme yo mismo los panqueques en mi rancho. Entonces sería un hombre feliz —sostuvo Jackson Ave.
“—¿Está seguro —inquirí— de que no anda detrás de la mano que prepara los panqueques?
“—No le quepa la menor duda —replicó Jackson—.
La señorita Learight es una chica asombrosamente bonita, si bien puedo asegurarle que mis intenciones no van más allá de lo gastro… —pero al observar que mi mano se deslizaba hacia la cartuchera modificó el símil—, más allá del deseo de procurarme una copia de esa receta —finalizó.
“—Bueno, después de todo usted no es un tipo tan despreciable —le dije tratando de obrar limpiamente—, Se me estaba ocurriendo la idea de dejar huérfanos a sus corderos; no obstante, por esta vez le permitiré que remonte vuelo. Pero atérrese a los panqueques —le dije— tan estrechamente como el leño que está en el centro de una pila; y no se le ocurra confundir los sentimientos con el almíbar porque, en ese caso, en su rancho se oirán cánticos fúnebres, aunque usted no los escuchará.
“—Para convencerlo de mi sinceridad —sostuvo el ovejuno— voy a pedirle que me dé una mano. Como la señorita Learight y usted son muy buenos amigos, es posible que le confíe algo que no estaría dispuesta a confiarme a mí. Si me consigue esa receta de los panqueques, le doy mi palabra de que jamás volveré a visitarla.
“—Eso es jugar limpio —exclamé, y estreché la mano de Jackson Ave—. Si puedo se la conseguiré y me sen tiré muy honrado de hacerle ese favor.
“Se alejó internándose en la gran llanura cubierta de nopales junto al río Piedra en dirección a la Muía Atascada, y por mi parte me marché hacia el noroeste, en procura del rancho del viejo Bill Toomey.
“Hasta cinco días después no tuve oportunidad de llegarme a Pimienta. La señorita Willella y yo pasamos una gratificadora velada en lo del Tío Emsley. Ella cantó un poco mientras mortificaba el piano berreando pasajes de óperas. Yo contribuí imitando a la víbora de cascabel; además le expliqué el nuevo sistema de desollar vacunos inventado por Snaky McFee y me explayé sobre el viaje que en cierta oportunidad hice a San Luis. Nuestra recíproca estimación crecía a medida que transcurría el tiempo. ‘Caray —reflexioné—, si se pudiese lograr que Jackson emigrara, yo obtendría el triunfo’. Pero en ese momento recordé la promesa con respecto a la receta de los panqueques y pensé que podría persuadir a la señorita Willella de que me la diera para pasársela a Jackson; y luego, si volvía a pescar a la avecilla fuera de su nido de la Muía Atascada, la haría bailar en la cuerda floja.
“Por lo tanto, a eso de las diez de la noche enarbolé una adulona sonrisa y le dije a la señorita Willella:
“—Bien, si hay algo que me guste más que con templar un novillo rojo sobre un prado verde es paladear un hermoso panqueque endulzado con melaza casera.
“La señorita Willella dio un saltito sobre el taburete del piano y me observó con mirada inquisitiva.
“—Sí —respondió—, esos panqueques son realmente sabrosísimos. Señor Odom, ¿cómo dijo que se llamaba esa calle de San Luis donde perdió el sombrero?
“—Avenida Panqueque —respondí guiñando un ojo para demostrarle que estaba al tanto del secreto familiar y que por consiguiente no podría desviarme de ese asunto—. Veamos, señorita Willella —agregué—, el deseo de saber cómo prepara esos panqueques me da vueltas en la cabeza como las ruedas de un carretón. Empiece ahora mismo. . . medio kilo de harina, ocho docenas de huevos y todo lo demás. ¿Cómo sigue el catálogo de ingredientes?
“—Discúlpeme un momento, por favor —interpuso la señorita Willella; me dirigió una extraña y rápida mirada de soslayo y se deslizó del taburete. Se introdujo anadeando en la trastienda; de inmediato apareció el Tío Emsley en mangas de camisa y llevando un jarro de agua. Se dio vuelta para tomar un vaso que había sobre la mesa y vi que del bolsillo de su cadera sobresalía un revólver calibre 45.
“—¡Diablos coronados! —pensé—, esta gente cree que un montón de recetas de cocina tiene que ser defendido a tiros. He conocido tipos que no hubiesen sido capaces de hacer lo mismo en una trifulca familiar’.
“—Tómate esto, ahora mismo, Jud —me pidió el Tío Emsley ofreciéndome el vaso de agua—. Hoy has cabalgado mucho y estás sobreexcitado. Trata de pensar en otra cosa.
“—¿Usted sabe cómo se hacen esos panqueques, Tío Emsley?— interrogué.
“—Bueno, no soy tan experto en la anatomía de los panqueques como muchos otros —respondió el Tío Emsley—, pero creo que se pasa por un tamiz yeso y un poco de masa, bicarbonato de sodio, harina de maíz y se lo mezcla con huevos y manteca como de costumbre. ¿Esta primavera el viejo Bill volverá a mandar ovejas a Kansas City, Jud?
“Esas fueron todas las instrucciones sobre panqueques que pude obtener aquella noche. No me asombró que Jackson Ave la considerara una tarea agotadora. Por lo tanto, dejé caer el asunto y conversé un rato con el Tío Emsley sobre enfermedades del ganado y ciclones. Después apareció la señorita Willella para decir ‘buenas noches’; acto seguido me marché veloz mente al rancho.
“Más o menos una semana más tarde me encontré con Jackson Ave que cabalgaba desde el vado de Pimienta, en tanto que yo mismo me encaminaba en esa dirección; nos detuvimos en el camino para intercambiar algunos frívolos comentarios.
“—¿Consiguió la lista de lo necesario para hacer esos pasteles? —pregunté.
“—Bueno, no —respondió Jackson—, hasta ahora todos mis esfuerzos han fracasado. ¿Usted hizo la prueba?
“—Sí, la hice —repliqué—, pero fue algo así como tratar de sacar a un animal salvaje de su cueva con ayuda de una cáscara de maní. Por la manera en que se aferran a ella, esta receta de panqueques tiene que ser algo fabuloso.
“—Casi estoy decidido a abandonar el asunto —dijo Jackson con un tono tan desalentado que me dio pena—, pero no le quepa la menor duda de que quiero saber cómo se preparan esos panqueques para comerlos en mi solitario rancho. A veces no puedo dormirme —agregó— pensando en lo sabrosos que son.
“—Siga tratando de conseguirla —le dije— y yo haré lo mismo. Es seguro que antes de mucho tiempo uno de nosotros dos habrá de poner un lazo alrededor de esos cuernos. Hasta pronto, querido Jackson.
“Como te darás cuenta, en aquella época estábamos en bonísimas relaciones. Cuando advertí que no cortejaba a la señorita Willella, empecé a sentir las más perdurables apreciaciones por ese criador de ovejas de pelo color arena. Para satisfacer las ambiciones de su apetito insistí en mis intentos de conseguir que la seño rita Willella me revelara la receta. Pero, cada vez que pronunciaba la palabra panqueques, ella exhibía una mirada inquieta y ausente y trataba de cambiar de conversación. Si yo hacía la prueba de acorrararla con respecto al asunto, se deslizaba de la habitación y arrastraba de regreso al Tío Emsley con su jarro de agua y su revólver en el bolsillo de la cadera.
“Un día galopé hasta el almacén con un lindo ramillete de verbenas azules que había arreado en un rebaño de flores silvestres, allá en la pradera del Perro Envenenado. El Tío Emsley echó una mirada a las flores con un ojo entornado y dijo:
“—¿Te enteraste de la noticia?
“—¿Están arreando ganado? —pregunté.
“—Willella y Jackson Ave se casaron ayer en Palestina —me informó—. Acabo de recibir una carta esta mañana.
“Arrojé las flores en un barril de galletas y dejé que la noticia se escurriera en mis orejas y desde allí se deslizara hasta el bolsillo izquierdo de mi camisa desde donde por fin llegó a mis pies.
“—¿No le molestaría repetirlo otra vez, Tío Emsley? Tal vez he oído mal y usted sólo se limitó a informarme que las terneritas en pie valen unos cinco dólares, o algo por el estilo.
“—Se casaron ayer —reiteró el Tío Emsley— y se fueron en viaje de bodas a Waco y a las cataratas del Niágara. ¿Cómo, no te diste cuenta de lo que sucedía? Jackson Ave estuvo cortejando a Willella desde aquel día en que salieron a cabalgar juntos.
“—Entonces —dije, y mi voz se convirtió en un aullido—, ¿qué significaba toda esa charlatanería acerca de panqueques que desparramó sobre mi persona? Dígame eso.
“Cuando pronuncié la palabra panqueques, el Tío Emsley se esquivó y retrocedió un paso.
“—¡Alguien ha estado burlándose de mí con pan queques desde el principio de este asunto —sostuve— y descubriré quién es! Creo que usted lo sabe. ¡Hable ahora mismo o armaré una batahola de todos los demonios!
“Salté por encima del mostrador en procura del Tío Emsley. Trató de aferrar su revólver pero, como lo guardaba en una gaveta, no pudo alcanzarlo rápida mente y le erró por cinco centímetros. Lo así por el cuello de la camisa y lo acorralé en un rincón.
“—Explique este asunto —amenacé— o lo convertiré en un panqueque agujereado. ¿La señorita Wíllella los hace?
“—Ella jamás hizo uno en toda su vida y por mi parte yo nunca vi ninguno —afirmó el Tío Emsley en tono apaciguador—. Cálmate, Jud. Te has excitado, y esa herida que tienes en la cabeza está contaminando tu sentido de la inteligencia. Trata de no pensar en panqueques.
“—Tío Emsley —respondí—, no tengo heridas en la cabeza excepto cuando mis naturales instintos cogitativos se encabritan. Jackson Ave me informó que estaba visitando a la señorita Willella para conseguir que le enseñara su receta para hacer panqueques y me pidió que lo ayudara a procurarse la fórmula necesaria para mezclar los ingredientes. Lo hice, con los resultados que son del dominio público. ¿Acaso un criador de ovejas con conjuntivitis ha sembrado cizaña en mi parcela? ¿Qué sucedió?
“—Quita tu zarpa de mi camisa —solicitó el Tío Emsley— y te lo diré. En efecto, me da la impresión de que Jackson Ave te tendió una trampa. Al día siguiente de salir a cabalgar con Willella, volvió y nos dijo que te vigiláramos cada vez que empezaras a hablar de panqueques. Nos explicó que cierta vez, en un campamento, cuando estaban cocinando pasteles, uno de los muchachos te hizo una herida en la cabeza con una sartén. Jackson afirmó que siempre que estás acalorado o excitado, esa herida te duele y te con viertes en una especie de energúmeno. Entonces empiezas a desvariar sobre panqueques. Nos dijo que teníamos que tratar de apartarte del tema y calmarte, porque en realidad no eras peligroso. En consecuencia, Willella y yo hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance de la mejor manera que pudimos. Bueno, bueno —concluyó el Tío Emsley—, se diría que este tal Jackson Ave pertenece a un tipo muy especial de criadores de ovejas”.
Mientras avanzaba en su relato, Jud había estado mezclando, lenta pero diestramente, algunos ingredientes extraídos de sus envoltorios y de sus latas. Al concluir la narración, me ofreció el producto terminado en un plato de hojalata: se trataba de un par de panqueques calientes y bien endulzados. De algún escondite secreto extrajo, además, un trozo de excelente manteca y un recipiente que contenía dorada miel.
—¿Cuánto hace que sucedió eso, Jud? —le pregunté.
—Tres años —fue la respuesta—. Ahora viven en el rancho de la Muía Atascada. Pero desde aquella época no he vuelto a ver a ninguno de los dos. Según dicen, durante todo el tiempo que me tuvo acorralado en el árbol de los panqueques, Jackson Ave se dedicaba a decorar elegantemente su rancho con mecedoras y cortinas en las ventanas. ¡Y bueno!, al cabo conseguí sobreponerme. Pero los muchachos siguen dándole vueltas al asunto.
—¿Preparaste estos panqueques según la famosa receta? —pregunté.
—¿No te expliqué que no existía la tal famosa receta? —respondió Jud—. Los muchachos insistieron tanto con los panqueques que terminaron por sentirse hambrientos de panqueques. Por eso recorté esta receta en un periódico. ¿Qué te parecen?
—Son deliciosos —contesté—. Pero, ¿cómo?, ¿tú no comes alguno, Jud?
Estoy seguro de que escuché un suspiro.
—¿Yo? —dijo Jud—. ¡Jamás en mi vida los he de probar!

viernes, 27 de noviembre de 2015

El caballo muerto.

El caballo muerto.

Sentían que llevaban corazones bordados de nervaduras como las hojas, todas iguales y sin embargo distintas en las láminas del libro de Ciencias Naturales. Las tres corrían juntas en el fondo del jar dín; de tarde tenían el pelo desatado en ondas que se levantaban de trás de ellas; corrían hasta el alambrado que daba sobre el camino de tierra. Se olía de tanto en tanto pasar la respiración acalorada del tren, que provocaba la nostalgia de un viaje sobre la suprema fe licidad de la cama de arriba, en un camarote lleno de valijas y de vi drios que tiemblan.
Eran las cinco de la tarde en la sombra de las hamacas abando nadas, hamacadas por el viento, cuando veían pasar todos los días un chico a caballo, con los pies desnudos. Desde el día en que habían visto ese caballo obscuro con un chico encima, una presencia mila grosa las llevaba juntas, en remolinos de corridas por todo el jardín. Nunca habían podido ser amigas, siempre había una de las dos her manas que se iba sola, caminando con un cielo de tormenta en la frente, y la otra con el brazo anudado al brazo de su amiga. Y aho ra andaban las tres juntas, desde la mañana hasta la noche. Miss Harrington ya no tenía ningún poder sobre ellas; era inútil que tra gara el jardín con sus pasos enormes, llamándolas con una voz que le quedaba chica. La pobre Miss Harrington lloraba de noche, en su cuarto, lágrimas imperceptibles. Había llegado a esa casa una tar de de Navidad. Los chicos escondieron abundantes risas detrás de la puerta por donde la veían llegar. Los largos pasos de sus piernas involuntarias, hacían de ella una institutriz insensible y severa. En ese momento, Miss Harrington se sintió más chica que sus discípu los: no sabía nada de geografía, no podía acordarse de ningún dato histórico; desamparada ante la largura de sus pasos, subió la esca lera de un interminable suplicio, que la llevó hasta el cuarto de la dueña de casa.
Hacía cuatro años que estaba en la casa y vivía recogiendo los náufragos de las peleas. Ahora no había peleas para preservarla de su soledad: los varones estaban ese año en un colegio, las tres chi cas estaban demasiado unidas para oír a ningún llamado. Asombraba en la casa ese tríptico enlazado que antes vivía de rasguños y ti rones de pelo. Estaban tan quietas que parecía que posaban para un fotógrafo invisible, y era que se sentían crecer, y a una de ellas le en tristecía, a las otras dos les gustaba. Por eso estaban a veces aten tas y mudas, como si las estuvieran peinando para ir a una fiesta.
A las cinco de la tarde, por el camino de tierra pasaba a caballo el chico del guardabarrera, que las llevaba, corriendo por el deseo de verlo, hasta el alambrado. Le regalaban monedas y estampas, pero el chico les decía cosas atroces.
De noche, antes de dormirse, las tres contaban las palabras que les había dicho, las contaban mil veces, de miedo de haber perdido algunas en el transcurso del día, y se dormían tarde.
Un día que había torta pascualina para el almuerzo, y treinta grados en el termómetro del corredor -apenas parpadeaban las sombras de los árboles a las cinco de la tarde-, ya no galopaba más el caballo sobre el camino: estaba muriéndose en el suelo y el chico le pegaba con un látigo, con sus gritos y con sus miradas. El caba llo ya no se movía, tenía los ojos grandes, abiertos, y en ellos entra ba el cielo y se detenían los golpes. Estaba muerto como un cabrón sobre la tierra.
Y más tarde, subía la noche llenando el jardín de olor a caballo muerto. Volaban las pantallas de las moscas por toda la casa.
El canto de los grillos era tan compacto que no se oía. Una de las dos hermanas iba sola caminando.
Miss Harrington, que estaba recogiendo datos históricos, se son rió por encima de su libro al verlas llegar.

jueves, 26 de noviembre de 2015

La enemistad de las cosas.

La enemistad de las cosas.

Arqueó su boca al bajar los ojos sobre la tricota azul que llevaba puesta. Desde hacía días, una aprensión inmensa crecía insospe chadamente por todas las cosas que lo rodeaban. A veces era una corbata, a veces era una tricota o un traje que le parecía que provo caba su desgracia. Había jurado analizar los hechos y las coinciden cias para poner fin a sus dudas.
Desde esa mañana de invierno en que había salido de Buenos Aires, no hacía ni tres días, dejaba abierta para las traiciones una extensión que llegaba hasta el día de su nacimiento. Aquella ausen cia pesaba sobre él varios meses atrás, como una fatalidad imprevi sible; tenía que ir a revisar el campo; no podía escapar a su destino, y dócilmente se había ido en un tren que lo mataba de una estación a otra.
Pasó la mano por su frente, y al sentirse despeinado, supo que estaba en el campo. Había estado hasta entonces sordo al silencio que hacían los árboles en torno de la casa, sordo a la claridad del cielo, sordo a todo, salvo a la turbación que lo habitaba. Ya no se acordaba más: cuando era chico, en esa estancia le gustaba tener que cruzar la noche alumbrada por una lámpara de kerosene o por la luna, para llegar desde el comedor hasta el cuarto de dormir, y esa felicidad lo había llevado siempre de la mano al cruzar el patio. No había sido nunca chico aquel día.
Súbitamente, se daba cuenta de que vivía rodeado de la enemis tad de las cosas. Se daba cuenta que el día que había estrenado esa tricota azul con dibujos grises (que su madre le había mandado ha cer), su novia había estado distante paseando sus ojos inalcanzables por épocas misteriosas y escondidas de su vida, que la hacían son reír una sonrisa tierna, que a él le resultaba dura como de piedra donde caían de rodillas las súplicas, “¿En qué piensas?”; y ella ha bía tenido un gesto de impaciencia, y esa impaciencia había crecido con resorte al contacto de sus gestos, al contacto de sus palabras. En ese momento ya no sabía caminar sin tropezar, no sabía tragar sin hacer un ruido extraordinario y su voz se había desbocado en los momentos que requerían más silencio. El odio o la indiferencia que había levantado aquel día estaban ahí delante de él palpables y só lidos como una pared de piedra.
Más tarde, cuando volvió a su casa, recordó que al desvestirse había sentido como una liberación. Llamó el teléfono, y la ternura de su novia era para él solo: una cama donde uno se duerme cuan to uno está muy cansado.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

La legión perdida.

La legión perdida.

Cuando estalló el motín de la India, y muy poco antes del asedio de Delhi, un regimiento de caballería irregular indígena hallábase estacionado en Peshawar, en la frontera de la India.
Ese regimiento se contagió de lo que John Lawrence calificó por aquel entonces de “manía general”, y se habría pasado a los rebeldes si se le hubiera dado la ocasión de hacerlo. Esa ocasión no llegó, porque cuando el regimiento emprendió su marcha hacia el Sur, se vio empujado por el resto de su cuerpo de ejército inglés, que lo metió por las colinas del Afganistán, donde las tribus recién conquistadas se volvieron contra él lo mismo que lobos contra el macho que guía el rebaño de cabras. Fue perseguido, con el ansia de arrebatarle sus armas y equipo, de monte en monte, de cañada en cañada, pendiente arriba y pendiente abajo, por los cauces secos de los ríos y contorneando los grandes peñascos, hasta que desapareció lo mismo que desaparece el agua en la arena; ése fue el final de aquel regimiento rebelde y sin oficiales. El único rastro que queda hoy de su existencia es una lista de nombres escrita con limpia letra redondilla y autenticada por un oficial que firmó Ayudante del que fue regimiento de caballería irregular. El papel del documento está amarillo por efecto de los años y del polvo, pero en el reverso del mismo puédense leer aún las líneas escritas con lápiz por John Lawrence, que dicen así: “Tómense las medidas necesarias a fin de que los dos oficiales indígenas que permanecieron leales no se vean desposeídos de sus tierras. –– J. L.”
Sólo dos entre los seiscientos cincuenta sables estuvieron a la altura del deber, y John Lawrence halló tiempo para acordarse de sus merecimientos en medio de todas las angustias de los primeros meses de, la rebelión. Este episodio ocurrió hace más de treinta años, y los guerreros de las tribus del otro lado de la frontera del Afganistán que ayudaron a aniquilar el regimiento son en la actualidad ancianos. De cuando en cuando algún hombre de barba blanca habla de la parte que tuvo en la degollina, y suele decir:
“Cruzaron muy orgullosos la frontera, invitándonos a sublevarnos y a matar a los ingleses, para luego dirigirnos todos a participar en el saqueo de Delhi. Los ingleses sabían que aquellos hombres eran unos fanfarrones y que el Gobierno daría pronta cuenta de aquellos perros de las tierras bajas. En vista de ello, acogimos al regimiento de indostánicos con buenas palabras, y conseguimos que no se movieran de donde estaban hasta que los de las guerras encarnadas vinieron contra ellos encorajinados y furiosos. Entonces aquel regimiento se metió un poco más dentro por nuestros montes para escapar de la cólera de los ingleses, y nosotros tomamos posiciones en sus flancos, acechando desde las laderas de los montes hasta el momento en que estuvimos seguros de que tenían cortada la retirada. Entonces nos lanzamos sobre ellos porque queríamos despojarlos de sus ropas, de sus monturas, de sus rifles y de sus botas…, sobre todo de sus botas. Hicimos una gran matanza… Una matanza sin ninguna prisa.”
Al llegar a este punto, el anciano se frotará la nariz, agitará sus largos bucles retorcidos, se relamerá los labios barbudos y sonreirá hasta exhibir las encías de sus dientes amarillos. Luego seguirá diciendo:
“Sí; los matamos porque teníamos necesidad de su equipo y porque sabíamos que Dios había entregado sus vidas en nuestras manos para que pagasen el pecado que habían cometido… El pecado de haber sido traidores a la sal que habían comido. Cabalgaron arriba y abajo, por los valles, tropezando y dando tumbos en sus sillas, al mismo tiempo que vociferaban pidiendo a gritos misericordia. Nosotros los fuimos empujando lentamente, igual que a un rebaño, hasta que estuvieron todos reunidos en un solo lugar, en el valle llano y ancho de Sheor Kot. Muchos habían muerto de sed, pero quedaban todavía muchos más y eran incapaces de ofrecer resistencia. Nos metimos entre ellos, arrojándolos del caballo a tierra con nuestras manos hasta dos a un tiempo, y aquellos de nuestros muchachos que eran nuevos en el manejo de la espada los mataron. La parte que me correspondió en el botín fue ésta y ésta…, tantos fusiles y tantas monturas. En aquel entonces las escopetas eran muy apreciadas. Hoy robamos rifles que pertenecen al Gobierno y despreciamos las armas que no tienen el cañón rayado. Sí, sin duda alguna que borramos a aquel regimiento de la faz de la tierra, e incluso el recuerdo de aquella acción está ya casi olvidado. Pero dicen algunos hombres…”
Al llegar a este punto, el relato se corta bruscamente y resulta imposible averiguar qué dicen los hombres del otro lado de la frontera. Los afganos fueron siempre una raza muy callada y preferían con mucho cometer una mala acción a soltar prenda respecto a lo que habían hecho.
Permanecían tranquilos y se comportaban muy bien durante muchos meses, y de pronto, una noche cualquiera, sin decir palabra ni enviar advertencia, atacaban un puesto de Policía, rebanaban la cabeza a un par de guardias, se precipitaban sobre una aldea, raptaban tres o cuatro mujeres y se retiraban, bajo el rojizo resplandor de las chozas que ardían, arreando delante de ellos el ganado vacuno y cabrío para llevárselo a sus montes desolados. En esas ocasiones el Gobierno de la India recurría casi a las lágrimas. Empezaba a por decir: “Por favor, sed buenos y os perdonaremos.” La tribu que había tomado parte en el último desaguisado se llevaba colectivamente el dedo pulgar a la nariz y contestaba con rudeza. Entonces el Gobierno decía: “¿No sería preferible para vosotros que pagaseis una pequeña suma por aquellos pocos cadáveres que la otra noche dejasteis al retiraros?” Al llegar a ese punto la tribu contemporizaba, recurría a la mentira y a las fanfarronadas, y algunos de los hombres más jóvenes, simplemente para demostrar su desdén hacia la autoridad, realizaban otra incursión contra otro puesto de Policía y disparaban sus armas contra alguno de los fuertes construidos de barro en la frontera; si la suerte los acompañaba, mataban a algún oficial inglés auténtico. Entonces el Gobierno decía: “Tened cuidado, porque si os empeñáis en seguir esa línea de conducta perderéis con ello.”
Si la tribu estaba bien enterada de lo que ocurría en la India, presentaba sus excusas o contestaba con rudeza, según que las noticias que poseía le indicaban si el Gobierno andaba atareado en otros menesteres o se hallaba en condiciones de dedicar toda su atención a las hazañas de la tribu. Había algunas tribus que sabían con exactitud hasta qué número de muertos podían llegar. Pero otras se exaltaban, perdían la cabeza y le decían al Gobierno que viniese a vérselas con ellos. El Gobierno, con dolor y lágrimas, y con un ojo puesto en el contribuyente británico de Inglaterra, que se empeñaba en considerar tales ejercicios militares como atropelladoras guerras de anexión, preparaba una costosa brigadilla de campaña y algunos cañones, y despachaba todo hasta los montes para arrojar a la tribu culpable fuera de sus valles en que crecía el maíz y obligarla a refugiarse en la cima de los montes, en donde no encontraban nada que comer. Entonces la tribu reunía todas sus fuerzas y entraba gozosa en campaña, porque sabía que sus mujeres serían siempre respetadas, que se cuidaría de sus heridos, sin someterlos a mutilaciones, y que en cuanto quedase vacío el talego de maíz que cada hombre llevaba a cuestas le quedaba siempre el recurso de rendirse y de entrar en tratos con el general inglés, a pesar de que se hubiesen conducido como auténticos enemigos.
Llegados a un acuerdo, y después que hubiesen pasado años, muchos años, la tribu pagaría al Gobierno el precio de la sangre, moneda a moneda, y entretendría a los hijos contándoles que habían matado a los soldados de guerrera roja por millares. El único inconveniente de esta clase de guerra excursionista era la debilidad de los hombres de guerreras rojas, que no llegaban jamás a volar solemnemente, a fuerza de pólvora, las torres fortificadas y los refugios de los rebeldes. Las tribus consideraban esta conducta como una ruindad.
Entre los jefes de las tribus más pequeñas ––de aquellos clanes poco numerosos que conocían al penique el gasto que representaba poner en campaña contra ellos a las tropas blancas––, contábase un sacerdote––bandido jefe, al que vamos a llamar el Gulla Kutta Mullah. Sentía por los asesinatos de frontera un entusiasmo tal, que había llegado a convertirlos en obras de arte casi nobles. Mataba por pura maldad a un mensajero portador del correo, o atacaba con fuego de rifle un fuerte de barro en el momento en que, según él lo sabía, nuestros hombres necesitaban dormir. En sus épocas de descanso iba de visita a las tribus vecinas, esforzándolas por arrastrarlas a cometer actos malvados. Tenía, además, una especia de hotel para los demás fugitivos de la justicia en su propia aldea, situada en un valle llamado Bersund. Todo asesino que se respetase a sí mismo tenía que recalar en Bersund, si había actuado por aquella parte de la frontera, porque todos consideraban esa aldea como lugar completamente seguro.
La única vía de acceso al valle era un estrecho desfiladero, que podía convertirse en trampa mortal en menos de cinco minutos. Estaba rodeado de altos montes, considerados inaccesibles para todos cuantos no hubiesen nacido en la montaña. Allí vivía el Gulla Kutta Mullah con gran pompa, como jefe de una colonia de casuchas de barro y de piedras, y no había casucha en que no colgasen como trofeos un trozo de guerrera roja o lo robado a algún muerto. El Gobierno tenía el más vivo interés en capturar a ese hombre, y en cierta ocasión lo invitó formalmente a que saliese del valle y se dejase ahorcar para responder de unos pocos de los asesinatos en que había participado de una manera directa. Pero él contestó:
–– Yo vivo a sólo veinte millas, en un vuelo de cuervo, de vuestra frontera. Venid por mí.
El Gobierno le contestó:
–– Algún día iremos, y será ahorcado.
El Gulla Kutta Mullah se olvidó del incidente. Sabía que la paciencia del Gobierno era tan larga como un día de verano; pero no había caído en la cuenta de que su brazo era tan largo como una noche de invierno. Meses después, cuando reinaba la paz en las fronteras y toda la India estaba tranquila, el Gobierno se despertó un instante de su sueño y se acordó del Gulla Kutta Mullah y de sus trece fugitivos de la justicia. Enviar contra él aunque sólo fuese un regimiento se había considerado como altamente impolítico…, porque los telegramas que se enviarían a Inglaterra lo convertirían en guerra seria… Eran tiempos en que había que obrar en silencio y con rapidez, y, sobre todo, sin derramar sangre.
Es preciso informar al lector de que en la frontera noroeste de la India se halla desparramada una fuerza militar de unos treinta mil hombres de infantería y de caballería, cuya misión consiste en vigilar calladamente y sin ostentación a las tribus que tienen frente a ellos. Van y vienen, en marchas y contramarchas, desde un pequeño puesto desolado hasta otro; lo tienen todo dispuesto para lanzarse al campo a los diez minutos de recibida la orden; la mitad de esa fuerza está siempre metida en un zafarrancho cuando la otra mitad acaba de salir del mismo, en un punto o en otro de la monótona línea; las vidas de esos hombres son tan duras como sus propios músculos, y los periódicos no hablan nunca de ellos. El Gobierno entresacó sus hombres de esta fuerza.
En una posición en que la Patrulla Montada Nocturna hace fuego como primer aviso a los malhechores, y donde los trigales se balancean en largas olas bajo nuestra fría luna norteña, estaban cierta noche los oficiales jugando al billar en la casa de paredes de barro del club, cuando le llegó la orden de que tenían que formar en el cuadrilátero de ejercicios para realizar un entrenamiento nocturno. Refunfuñaron y se dirigieron a sacar al aire libre a sus fuerzas, formadas por un centenar de ingleses, doscientos gurkhas y cosa de un centenar de jinetes de la mejor caballería indígena del mundo.
Cuando estuvieron formados en el cuadrilátero de maniobras se les comunicó, cuchicheando, que tenían que salir en el acto para cruzar los montes y caer sobre Bersund. Las tropas inglesas se apostarían alrededor de los montes, a un lado del valle; los gurkhas se apoderarían del desfiladero y de la trampa mortal, y la caballería, después de un largo rodeo, saldría a espaldas del gran círculo de montañas y podría, si se ofrecía alguna dificultad, cargar cuesta abajo contra los hombres del Mullah. Pero había órdenes rigurosísimas de que de ningún modo hubiese lucha ni alboroto.
Tenían que regresar por la mañana al puesto, con sus cartucheras intactas, trayendo amarrados en medio de ellos al Mullah y a sus trece bandidos. Si salían con éxito de la empresa, nadie se enteraría de ella ni daría importancia a lo realizado; pero el fracaso equivaldría probablemente a una pequeña guerra fronteriza, en la que Gulla Kutta Mullah adoptaría el papel de jefe popular que hacía frente a una gran potencia atropelladora, y no el que verdaderamente le correspondía: el de un asesino vulgar de la frontera.
Reinó acto seguido el silencio, interrumpido tan sólo por el chasquido metálico de las agujas de las brújulas y de las tapas de los relojes, cuando los jefes de las
columnas comparaban datos y marcaban situaciones y horas en que tenían que coincidir. Cinco minutos después el cuadrilátero de maniobras estaba desierto; las guerreras verdes de los gurkhas y los capotes de las tropas inglesas se habían esfumado en la oscuridad, y la caballería se alejaba al paso en medio de una llovizna cegadora.
Más adelante veremos lo que hicieron los ingleses y los gurkhas. La tarea más pesada correspondía a los hombres de a caballo, que tenían que hacer una larguísima caminata, desviándose de los lugares habitados. Muchos de los jinetes eran nacidos en aquella región y estaban ansiosos de pelear contra los de su propia sangre, y había algunos oficiales que habían realizado con anterioridad incursiones particulares y sin sello oficial
por aquella zona montañosa. Cruzaron la frontera, encontraron el lecho seco de un río y avanzaron por él al trotecito, se metieron al paso por una garganta pedregosa, se arriesgaron, al amparo de la niebla, a cruzar un montecito bajo; contornearon otro monte, dejando las huellas profundas de los cascos en una tierra arada; avanzaron tanteando por otro lecho de río, salvaron a buen paso la garganta de una estribación, pidiendo a
Dios que nadie oyese el relinchar de sus caballos, y de ese modo fueron avanzando entre la lluvia y la oscuridad hasta dejar Bersund y su cráter de colinas un poco atrás y hacia la izquierda; es decir, que había llegado el momento de torcer el rumbo. La cuesta del monte que dominaba la retaguardia de Bersund era escarpada, e hicieron alto para cobrar resuello en un valle ancho y llano que había debajo de la cima. En realidad, lo que ocurrió fue que los jinetes tiraron de la rienda; pero los caballos, a pesar de su fatiga, rehusaron detenerse. Se oyeron tacos irreverentes, tanto más irreverentes cuanto que se pronunciaban cuchicheando, y se escuchaba el crujir de las sillas en la oscuridad al dar empujones hacia adelante los caballos.
El suboficial que iba en la retaguardia de un grupo se volvió en su silla y dijo en voz muy baja:
–– Carter, ¿qué diablos anda usted haciendo en la retaguardia? Haga subir a sus hombres.
Nadie contestó, hasta que un soldado dijo:
–– Carter Sahib está en la vanguardia y no aquí. Detrás de nosotros no hay nada.
–– ¡Ya está! exclamó el suboficial––. El escuadrón se está pisando su propia cola.
En ese momento, el comandante que mandaba la fuerza vino hacia la retaguardia, lanzando tacos entre dientes y pidiendo la sangre del teniente Halley, que era precisamente el suboficial que acababa de hablar, y al que el comandante habló así:
–– No pierda de vista a su retaguardia. Se han extraviado algunos de sus condenados ladrones. Ellos están a la cabeza del escuadrón, y usted es un idiota por dondequiera que se le mire.
–– ¿Daré orden a mis hombres de echar pie en tierra? –– preguntó, huraño, el suboficial porque se sentía mojado y frío.
–– ¿Que echen pie a tierra? ––exclamó el comandante–– ¡Vive Dios que lo que debe hacer es apartarlos a latigazos! Los está usted desperdigando por todo este lugar. ¡Ahora tiene usted a sus espaldas un grupo!
El suboficial dijo con serenidad:
––Eso es lo que yo también creía, pero todos mis hombres están aquí, señor. Sería mejor que hablase a Carter.
–– Carter Sahib le envía un saludo y desea saber la causa de que el regimiento se haya detenido ––dijo un jinete al teniente Halley.
–– Pero ¿dónde diablos está Carter? ––preguntó el comandante.
–– Está ya en vanguardia, con su escuadrón ––fue la respuesta.
–– Pero ¿es que estamos paseándonos en círculo, o nos hemos convertido en el centro de toda una brigada? ––exclamó el comandante.
Para entonces reinaba el silencio a lo largo de toda la columna. Los caballos permanecían tranquilos; pero por entre el susurro de la llovizna que caía, los hombres oían el pataleo de gran número de caballos que avanzaban por un terreno rocoso.
––Nos están siguiendo subrepticiamente ––exclamó el teniente Halley.
–– Aquí no tienen caballos, y, además, habrían hecho fuego para ahora ––exclamó el comandante––. Son…, son los caballitos de los aldeanos.
––En ese caso nuestros caballos habrían relinchado hace ya rato, haciendo fracasar el ataque, porque deben llevar cerca de nosotros lo menos media hora ––dijo el suboficial.
–– Es cosa rara que nosotros no olfateemos los caballos ––dijo el comandante humedeciendo un dedo y frotándolo contra su nariz, al mismo tiempo que olfateaba a contra viento.
–– En todo caso, es un mal principio ––dijo el suboficial sacudiendo la humedad de su capote––. ¿Qué haremos, señor?.
–– Seguir adelante ––dijo el jefe––. Hemos de echarle el guante esta noche.
La columna avanzó vivamente unos cuantos pasos. Luego se escuchó un taco, brotó una lluvia de chispas azules al chocar los cascos herrados sobre una cantidad de piedras pequeñas, y uno de los jinetes rodó por el suelo con un ruido metálico de todo el equipo, que habría sido suficiente para despertar a los muertos.
–– Ahora sí que hemos hecho las diez últimas ––dijo el teniente Halley––. Todos los que viven en la ladera del monte han debido despertarse, y tendremos que escalarlo haciendo frente a un fuego de fusilería. Estas son las consecuencias de intentar empresas nocturnas propias de chotacabras.
El jinete caído se levantó tembloroso y trató de explicar que su caballo había tropezado en uno de los montículos que con frecuencia es costumbre levantar con piedras sueltas en el lugar en que alguien ha sido asesinado. No hacía falta andarse con razones. El robusto corcel australiano del comandante fue el que tropezó a continuación, y la columna hizo alto en un terreno que parecía ser un auténtico cementerio de montículos, que tendrían todos unos dos pies de altura. No entramos en detalles de las maniobras del escuadrón. Los jinetes decían que aquello producía la sensación de estar bailando rigodones a caballo sin previo entrenamiento y sin acompañamiento de música.
Por último, los caballos, rompiendo filas y guiándose por sí mismos, salieron de los túmulos y todos los hombres del escuadrón volvieron a formar y tiraron de la rienda de sus cabalgaduras algunas yardas más arriba, en la cuesta del monte. Entonces, según el relato del teniente Halley, tuvo lugar otra escena muy parecida a la que acabamos de describir. El comandante y Carter estaban empeñados en que no habían formado en las filas todos los hombres y que quedaban algunos en la retaguardia dando tropezones y produciendo ruidos metálicos entre los montículos de los muertos. El teniente Halley fue llamando por sus nombres otra vez a sus soldados y se resignó a esperar. Más adelante me contó lo que sigue:
–– Yo no acertaba a comprender qué ocurría, y tampoco se me daba mucho de ello. El estrépito que armó aquel jinete al caer tenía que haber alarmado a toda la región, y yo habría jurado que éramos perseguidos furtivamente a retaguardia por un regimiento entero, por un regimiento que armaba un estrépito como para despertar a todo el Afganistán. Permanecía muy tieso en mi silla, pero no ocurrió nada.
Lo misterioso de aquella noche era el silencio que se observaba en la ladera del monte. Todos sabíamos que el Gulla Kutta Mullah tenía sus casitas de centinelas en la ladera exterior del monte, y todos esperábamos que para cuando el comandante se hubiese calmado a fuerza de tacos, aquellos hombres que estaban de guardia habrían abierto fuego contra nosotros. Al no ocurrir nada, se dijeron todos que las ráfagas de la lluvia habían amortiguado el ruido de los caballos, y se lo agradecieron a la Providencia. Por último, el comandante quedó convencido: a) de que no había quedado nadie rezagado entre los montículos, y b) de que no era seguido en la retaguardia por un cuerpo numeroso y fuerte de caballería. Los hombres estaban ya completamente malhumorados, los caballos estaban inquietos y cubiertos de espuma, y todo el mundo anhelaba la llegada del día.
Iniciaron la subida hacia lo alto del monte, llevando cada hombre con mucho tiento su montura. Antes que hubiesen salvado las cuestas inferiores, o de que hubiesen empezado a tensarse los petos, estalló a sus espaldas una tormenta de truenos que fue retumbando por los montes bajos y ahogando cualquier clase de ruido, como no fuese el de un disparo de cañón. El resplandor del primer relámpago puso a su vista las costillas desnudas de la ladera del monte, la cima, que se destacaba en un color azul acerado sobre el fondo del cielo negro; las líneas delgadas de la lluvia que caía, y a pocas yardas de su flanco izquierdo, una torre de guardia afgana, de dos pisos, construida de piedra, y a la que se entraba por una escalera que colgaba del piso superior. La escalera estaba levantada, un hombre armado de un rifle avanzaba el cuerpo fuera del antepecho de la ventana. La oscuridad y el trueno se echaron encima en ese momento, y cuando se restableció la calma gritó una voz desde la torre de guardia:
–– ¿Quién va allá?
La caballería permaneció inmóvil, pero todos sus hombres empuñaron cada cual su carabina y se situaron a un costado de sus caballos. De nuevo gritó aquella voz:
–– ¿Quién va allá? ––y luego, en tono más agudo––: ¡Oh hermanos, dad la alarma!
Pues bien: cualquiera de aquellos jinetes habría preferido morir dentro de sus altas botas antes que pedir cuartel; pero la realidad es que la respuesta a la segunda intimación fue un largo gemido de: “¡Marf Karo! ¡Marf Karo!”, que significa “¡Tened compasión! ¡Tened compasión!” Eso fue lo que gritó el regimiento que trepaba.
Todos los hombres del cuerpo de caballería permanecieron mudos de asombro, hasta que los más fornidos empezaron a cuchichear entre sí:
–– Mir Khan, ¿fue tu voz la que oí?… Abdullah, ¿fuiste tú quien llamó?
El teniente Halley permanecía en pie junto a su corcel, esperando. Mientras no sonase un tiro todo iba bien. El resplandor de otro relámpago iluminó aquel grupo de caballos jadeantes y de cabezas inquietas, y junto a ellos a los hombres de ojos como globos blancos, que miraban muy abiertos, y a la izquierda de ellos la torre de piedra. Esta vez no apareció cabeza alguna en la ventana; el tosco postigo, reforzado de hierro, capaz de resistir a un tiro de rifle, estaba cerrado. El comandante dijo:
–– Avanzad. Por lo menos lleguemos a la cumbre.
El escuadrón avanzó dificultosamente; los caballos agitaban las colas y los hombres tiraban de las riendas, mientras rodaban por la pendiente las piedras y volaban por todas partes las chispas. El teniente Halley afirma que en toda su vida no oyó hacer tanto ruido a un escuadrón. Asegura que treparon como si cada caballo hubiese tenido ocho patas y otro caballo de reserva a sus espaldas. Ni aún entonces se oyó voz alguna en la torre de guardia, y los hombres se detuvieron agotados en el camellón de la cima, desde el que podía verse la sima tenebrosa dentro de la cual quedaba al aldea de Bersund. Se aflojaron las cinchas, se levantaron las cadenillas de las barbadas, se ajustaron las sillas de montar y los hombres se dejaron caer al suelo entre las piedras. Ocurriese lo que ocurriese, ellos ocupaban ahora una posición dominante para defenderse de cualquier ataque.
Cesaron los truenos, y con los truenos cesó la lluvia, y todos ellos se vieron envueltos por la oscuridad tupida y suave de una noche invernal antes que despuntase el día. Todo estaba en silencio, oyéndose únicamente el ruido del agua que corría por las cañadas de las laderas de la montaña. Oyeron el ruido que hizo al abrirse el postigo de la torre de guardia, que quedaba por debajo de ellos, y la voz del centinela, que gritaba:
–– ¡Oh Hafiz Ullah !
El eco repitió varias veces la última sílaba: “¡la––la––la!” A esa llamada contestó el vigilante de la torre de guardia que se ocultaba al otro lado de la curva del monte:
–– ¿Qué ocurre, Shahbaz Khan?
Shahbaz Khan contestó en el tono agudo que empleaban los montañeses:
–– ¿Has visto?
El otro contestó:
–– Sí, y que Dios nos guarde de los espíritus malos.
Hubo una pausa, y al cabo de ella se oyó gritar:
–– Hafiz Ullah, estoy solo. Ven a hacerme compañia.
–– Shahbaz Kahn, yo también estoy solo, pero no me atrevo a abandonar mi puesto.
–– Eso es mentira; tienes miedo.
Hubo otra pausa más larga y a continuación:
–– Tengo miedo. ¡No hables! Siguen todavía debajo de nosotros. Reza a Dios y duerme.
Los soldados de caballería escuchaban atónitos, porque no comprendían que por debajo de las torres de guardia hubiese otra cosa que tierra y piedra.
Shahbaz Khan empezó a gritar de nuevo:
–– Están debajo de nosotros. Los veo. ¡Por amor de Dios, ven a hacerme compañía, Hafiz Ullah! Mi padre mató a diez de ellos. ¡Ven y hazme compañía!
Hafiz Ullah contestó en voz muy fuerte:
–– El mío estuvo libre de pecado. Escuchad, vosotros, hombres de la noche: ni mi padre ni nadie de mi sangre tuvieron parte en aquel crimen. Shahbaz Khan, sufre tú tu propio castigo.
–– Habría que tapar la boca a esos hombres, que están cacareando igual que gallos ––dijo el teniente Halley, castañeteando debajo de su roca.
Apenas se había dado media vuelta para exponer a la lluvia la otra mitad de su cuerpo, cuando un afgano barbudo, de largas guedejas en tirabuzones, maloliente, que subía monte arriba a todo correr, cayó en sus brazos. Halley se sentó encima de él y le metió por la boca toda la empuñadura de la espada que cupo dentro de la misma. Luego le dijo alegremente:
–– Si gritas, te mato.
El hombre estaba tan aterrorizado, que ni a hablar acertaba. Quedó en el suelo temblando y gruñendo. Cuando Halley le quitó de entre los dientes el puño de la espada, el afgano seguía sin poder articular palabra, pero se aferró al brazo de Halley, palpándolo desde el codo hasta la muñeca, y jadeando:
¡El Rissala! ¡El Rissala muerto! ¡Está allá abajo!
–– No; el Rissala, el Rissala, vivo y muy vivo, está aquí arriba ––dijo Halley soltando su brida de aguada y atando con ella las muñecas del afgano. ¿Cómo fuisteis tan estúpidos que nos dejásteis pasar?
–– El valle está lleno de muertos ––dijo el afgano––. Es mejor caer en manos de los ingleses que en las de los muertos. Allá abajo éstos van y vienen de un lado para otro. Los vi a la luz de los relámpagos.
Al cabo de un rato recobró un poco de serenidad, y dijo cuchicheando, porque Halley le tenía aplicada al estómago la boca de su pistola:
–– ¿Qué es esto? Entre nosotros no hay guerra, y el Mullah me matará por no haber visto pasar a ustedes.
No tengas cuidado ––le dijo Halley––. Venimos a matar a Mullah, con la ayuda de Dios. Le han crecido demasiado los colmillos. Nada te pasará a ti, a menos que la luz del día nos haga ver que tienes una cara que está pidiendo la horca por los crímenes cometidos… ¿Y qué es eso del regimiento muerto?
–– Yo sólo mato del lado de acá de mi frontera –– dijo el hombre, denotando un inmenso alivio––. El regimiento muerto está ahí abajo. Los hombres vuestros han debido de pasar por sus tumbas en la subida: son cuatrocientos hombres muertos sobre sus caballos, que tropiezan y dan tumbos entre sus propias sepulturas, entre los montecillos de piedra…; todos ellos hombres a los que nosotros matamos.
–– ¡Fiu! ––exclamó Halley––. Eso explica que yo haya maldecido a Carter y que el comandante me haya maldecido a mí. ¿De modo que son cuatrocientos sables, verdad? No es de extrañar que nosotros nos imaginásemos que se habían agregado a nuestra tropa un buen número de extras. Kurruk Shah ––cuchicheó a un oficial indígena de pelo entrecano que estaba tumbado a pocos pasos de Halley––, ¿oíste hablar de un Rissala muerto entre estas montañas?
Kurruk Shah contestó con un glogloteo de risa:
–– Desde luego que sí. ¿Cómo, de no haberlo sabido, habría pedido a gritos cuartel cuando la claridad del relámpago nos descubrió a los vigías de las torres, yo, que he servido a la reina durante veintisiete años? Siendo yo joven presencié la matanza en el valle de Sheor––Kot, ahí abajo, a nuestros pies, y conozco la leyenda que nació de ese hecho. ¿Pero cómo es posible que los fantasmas de los infieles prevalezcan contra nosotros los creyentes? Aprieta un poco más fuerte las muñecas de ese perro, Sahib. Los afganos son igual que las anguilas.
–– Pero hablar de un Rissala muerto es decir una tontería ––dijo Halley, dando un tirón a la muñeca de su cautivo––. Los muertos están muertos… Estate quieto, sag.
El afgano se retorció.
–– Los muertos están muertos, y por esa razón van y vienen de un lado a otro por la noche. ¿Qué falta hace hablar? Nosotros somos hombres, y tenemos ojos y oídos. Ustedes dos pueden ver y oír a esos muertos al pie de la colina ––dijo Kurruk Shah con mucha compostura.
Halley miraba asombrado y permaneció largo rato escuchando con atención. El valle estaba lleno de ruidos ahogados, como ocurre en todos los valles por la noche; pero sólo Halley sabe si él vio o escuchó cosas que se salían de lo natural, y no le gusta hablar acerca del tema.
Por último, cuando iba a despuntar el día, subió hacia lo alto un cohete verde lanzado en el lado opuesto del valle de Bersund, a la entrada del desfiladero, para hacer saber que los gurkhas ocupaban ya su posición. Una luz roja de la infantería, que estaba colocada a derecha e izquierda, respondió a la señal, y la caballería encendió una bengala blanca. Los afganos duermen hasta muy tarde durante el invierno, y era ya pleno día cuando los hombres de Gulla Kutta Mullah empezaron a salir de sus casuchas frotándose los ojos. Entonces vieron a hombres de uniformes verdes, rojos y pardos apoyados en sus fusiles y muy lindamente dispuestos alrededor del cráter de la aldea de Bersund, formando un cordón que ni siquiera un lobo habría sido capaz de romper. Se frotaron todavía más los ojos cuando un joven de cara sonrosada, que ni siquiera pertenecía al Ejército, sino que representaba al Departamento Político, avanzó monte abajo con dos ordenanzas, llamó con unos golpes a la puerta del Gulla Kutta Mullah y le dijo tranquilamente que saliese afuera y se dejase atar, para mayor comodidad durante el transporte. Este mismo joven fue de casucha en casucha, dando ligeros golpecitos con el bastón, aquí a un bandolero y allí a otro; en el momento en que lo señalaba con su bastón, cada uno de esos individuos era amarrado, y miraba con ojos de asombro y desesperanza a las alturas circundantes, desde las que los soldados ingleses miraban hacia el valle con despreocupación. Únicamente el
Mullah trató de desahogarse con maldiciones y frases gruesas, hasta que el soldado que le estaba amarrando las muñecas le dijo:
–– ¡Ni una palabra más! ¿Por qué no saliste al frente cuando se te ordenó, en lugar de tenernos en vela toda la noche? ¡Vales menos que el barrendero de mi cuartel, viejo narciso de cabeza blanca! ¡Andando!
Media hora después las tropas se habían marchado de la aldea, llevándose al Mullah y a sus trece amigos. Los atónitos aldeanos contemplaban con dolor el montón de mosquetes rojos y de espadas hechas pedazos, diciéndose cómo habían podido ellos calcular tan equivocadamente la paciencia del Gobierno de la India.
Fue una operación pequeña y bonita, llevada a cabo limpiamente, y los hombres que en ella habían tomado parte recibieron una expresión, no oficial, de agradecimiento por sus servicios.
Sin embargo, yo creo que corresponde una buena parte del mérito a aquel otro regimiento cuyo nombre no figuró en la orden del día de la brigada y cuya mera existencia corre peligro de caer en el olvido.

martes, 24 de noviembre de 2015

Las paredes están frías.

Las paredes están frías.

—… así que Grant les ha dicho que vinieran a una fiesta fantástica y, bueno, ha sido así de fácil. La verdad, creo que ha sido una genialidad recogerlos, sólo Dios sabe que podrían resucitarnos de la tumba.
La chica que estaba hablando dio unos golpecitos a su cigarrillo para que la ceniza cayera a la alfombrilla persa y miró con aire contrito a su anfitriona.
Ésta enderezó su traje negro y elegante y frunció los labios, nerviosa. Era muy joven, menuda y perfecta. Un lustroso pelo negro enmarcaba su cara pálida, y su barra de labios era una pizca demasiado oscura. Eran más de las dos y estaba cansada y quería que se largasen todos, pero no era pan comido deshacerse de treinta personas, sobre todo cuando la mayoría estaba empapuzada del scotch de su padre. El ascensorista había subido dos veces para quejarse del ruido y ella, entonces, le había dado un whisky, que era lo que él quería, a fin de cuentas. Y ahora los marineros…, oh, al diablo todo.
—Está bien, Mildred, de verdad. ¿Qué son unos marinos de más o de menos? Dios, espero que no rompan nada. ¿Quieres volver a la cocina y ocuparte del hielo, por favor? Veré lo que puedo hacer con tus nuevos amigos.
—La verdad, querida, no creo que sea necesario. Por lo que he visto, se aclimatan con gran facilidad.
La anfitriona se encaminó hacia sus invitados repentinos.
Apiñados en un rincón de la sala, no hacían más que mirar y no tenían aspecto de sentirse muy a gusto.
El más guapo del sexteto giró su gorra, nervioso, y dijo:
—No sabíamos que había una fiesta así, señorita. Quiero decir que sobramos, ¿no?
—Pues claro que sois bien recibidos. ¿Qué demonios pintaríais aquí si yo no quisiera que os quedaseis?
El marino estaba azorado.
—Esa chica, la tal Mildred y su amiga, nos han ligado en alguno de los bares y no teníamos la menor idea de que veníamos a una casa así.
—Qué ridiculez, qué ridiculez más absoluta —dijo la anfitriona—. Sois del Sur, ¿verdad?
Él se encajó la gorra debajo del brazo y pareció más tranquilo.
—Yo soy de Mississippi. Supongo que nunca ha estado allí, ¿verdad, señorita?
Ella apartó la mirada hacia la ventana y se pasó la lengua por los labios. Estaba cansada, cansadísima de aquello.
—Oh, sí —mintió—. Un estado precioso.
Él sonrió.
—Debe de confundirlo con algún otro sitio, señorita. No hay gran cosa que ver en Mississippi, excepto quizás en la zona de Natchez.
—Claro, Natchez. Fui a la escuela con una chica de Natchez. Elizabeth Kimberly, ¿la conoces?
—No, no puedo decir que la conozca.
De repente ella se percató de que se había quedado sola con el marinero; todos sus compañeros se habían acercado al piano donde Les estaba tocando algo de Porten. Mildred tenía razón en lo de aclimatarse.
—Ven —dijo ella—. Te pondré una copa. Ellos saben apañárselas. Me llamo Louise, así que por favor no me llames señorita.
—Mi hermana también se llama Louise. Yo soy Jake.
—Vaya, ¿no es encantador? Me refiero a la coincidencia.
Se alisó el pelo y sonrió con los labios pintados de un tono demasiado oscuro.
Entraron en el tugurio y supo que el marinero estaba observando cómo se balanceaba su vestido alrededor de las caderas. Se agachó para pasar por la puerta que llevaba al otro lado del mostrador.
—Bueno —dijo—, ¿qué va a ser? Me olvidaba, tenemos scotch y whisky de centeno y ron; ¿qué te parece una copa de ron y Coca-Cola?
—Si tú lo dices —sonrió él, deslizando la mano a lo largo de la superficie del mostrador, que se reflejaba en el espejo—. ¿Sabes?, nunca había visto un sitio como éste. Parece salido de una película.
Ella revolvió rápidamente con un bastoncillo el hielo dentro de un vaso.
—Si quieres, te lo enseño entero por cuarenta centavos. Es bastante grande; para ser un apartamento, me refiero. Tenemos una casa de campo que es mucho, mucho más grande.
No sonó bien. Era demasiado altanero. Se volvió y repuso en su hueco la botella de ron. Veía en el espejo que él la miraba, a ella o quizás a través de ella.
—¿Qué edad tienes? —preguntó él.
Ella tuvo que pensarlo un minuto, pensarlo de verdad. Mentía tan continuamente sobre su edad que a veces ella misma olvidaba la verdadera. ¿En qué cambiaba las cosas que él supiera o no su edad? Así que se la dijo.
—Dieciséis.
—¿Y nunca te han besado…?
Ella se rió, no del tópico sino de su propia respuesta.
—O sea, violado.
Ella estaba frente a él y vio en su cara sobresalto y después diversión y después algo distinto.
—Oh, por lo que más quieras, no me mires así. No soy mala chica.
Él se sonrojó y ella volvió a cruzar la puerta y le tomó de la mano.
—Ven, te enseñaré todo esto.
Le llevó por un largo pasillo flanqueado de espejos a intervalos y le mostró una habitación tras otra. Él admiró las alfombras mullidas, de color pastel, y la discreta mezcla de mobiliario modernista con muebles de época.
—Ésta es mi habitación —dijo ella, manteniendo la puerta abierta para que él la viera—. No mires el desorden, no todo lo he hecho yo, casi todas las chicas se han arreglado aquí.
Para él no había nada fuera de su sitio, la habitación estaba en perfecto orden. La cama, las mesas, la lámpara eran blancas, pero las paredes y la alfombra eran de un verde oscuro y frío.
—Bueno, Jake…, ¿qué te parece, me va bien este cuarto?
—No he visto nunca uno igual, mi hermana no me creería si se lo contara…, pero no me gustan las paredes, si me disculpas que te lo diga…, ese verde… parece tan frío…
Ella pareció perpleja y, sin saber del todo por qué, extendió la mano y tocó la pared al lado de su tocador.
—Tienes razón en lo de las paredes: están frías.
Levantó la vista hacia él y por un momento su cara compuso una expresión tal que él no supo con certeza si iba a reírse o a llorar.
—No quería decir eso. Mierda, ¡no sé muy bien qué quiero decir!
—¿No lo sabes o sólo estamos empleando un eufemismo?
Como no obtuvo respuesta, ella se sentó en el lado de su cama blanca.
—Siéntate aquí y fuma un cigarrillo —dijo ella—. ¿Qué ha sido de tu bebida?
Él se sentó a su lado.
—La he dejado en el mostrador. Aquí detrás se está muy tranquilo, después de todo ese jaleo de ahí delante.
—¿Cuánto tiempo llevas en la marina?
—Ocho meses.
—¿Te gusta?
—No importa mucho si me gusta o no… He visto muchos sitios que de otro modo no habría visto.
—¿Por qué te alistaste, entonces?
—Oh, iban a reclutarme y la marina era más de mi gusto.
—¿Lo es?
—Bueno, te diré, no me acostumbro a este tipo de vida, no me gusta que me mandoneen otros. ¿Y a ti?
En lugar de responder, ella se metió un cigarrillo en la boca. Él le sostuvo la cerilla y ella dejó que su mano rozara la de él. La mano de él temblaba y la luz no era muy firme. Ella inhaló y dijo:
—Quieres besarme, ¿verdad?
Ella le miró atentamente y vio cómo se extendía lentamente el rubor por su cara.
—¿Por qué no lo haces?
—No eres de esa clase de chicas. Me daría miedo besar a una chica como tú. Además, sólo me estás tomando el pelo.
Ella se rió y expulsó una nube de humo hacia el techo.
—Ya basta, lo que dices suena a melodrama barato. De todos modos, ¿qué significa «esa clase de chicas»? Sólo una idea. Que me beses o no es intrascendente. Lo podría explicar, pero ¿para qué? Seguramente acabarás pensando que soy una ninfómana.
—Ni siquiera sé lo que es eso.
—Mierda, a eso me refiero. Eres un hombre, un hombre de verdad, y yo estoy harta de chicos afeminados y débiles como Les. Sólo quería saber qué se siente, eso es todo.
Él se inclinó hacia ella.
—Eres una niña rara —dijo, y ella se le echó en los brazos. Él la besó y deslizó la mano por su hombro y le apretó el pecho.
Ella se volvió y le asestó un empujón violento, y él cayó despatarrado sobre la alfombra verde y fría.
Ella se levantó, se puso a su lado y los dos se miraron de frente.
—Eres una basura —dijo ella. Y le abofeteó en la cara desconcertada.
Abrió la puerta, se detuvo, se alisó el vestido y volvió a la fiesta. Él se quedó sentado en el suelo un momento y luego se levantó y encontró el camino hasta el vestíbulo y entonces se acordó de que se había dejado la gorra en la habitación blanca, pero le dio igual, porque lo único que quería era marcharse de allí.
La anfitriona miró dentro de la sala e hizo una seña a Mildred de que saliera.
—Por el amor de Dios, Mildred, saca a esa gente de aquí; esos marineros, ¿qué se piensan que es esto…, la función para la tropa?
—¿Qué pasa, te estaba molestando ese chico?
—No, no, no es más que un paleto gilipollas que nunca ha visto nada como esto y al que le ha hecho un efecto raro en la sesera. Es sólo un pelmazo insoportable y me duele la cabeza. ¿Quieres sacarlos de aquí, por favor…, a todos?
Ella asintió y la anfitriona desanduvo el pasillo y entró en la habitación de su madre. Estaba tendida en la chaise longue de terciopelo y miraba al Picasso abstracto. Cogió una diminuta almohada de encaje y la apretó contra su cara lo más fuerte que pudo. Iba a dormir allí aquella noche, donde las paredes eran de un rosa pálido y estaban calientes.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Rock Springs.

Rock Springs.

Edna y yo salimos de Kalispell camino de Tampa-St. Pete, donde todavía me quedaban algunos amigos de los buenos tiempos, gente que jamás me entregaría a la policía. Me las había arreglado para tener algunos roces con la ley en Kalispell, todo por culpa de unos cheques sin fondos, que en Montana son delito penado con la cárcel. Yo sabía que a Edna le rondaba la cabeza la idea de dejarme, porque no era la primera vez en mi vida que tenía líos con la justicia. Edna también había tenido sus problemas, la pérdida de sus hijos y evitar día tras día que Danny, su ex marido, se colara en su casa y se lo llevara todo mientras ella trabajaba, que era el verdadero motivo por el cual me fui a vivir con ella al principio; eso y la necesidad de darle a mi hija Cheryl una vida algo mejor.
No sé muy bien qué había entre Edna y yo; tal vez eran unas corrientes confluyentes las que nos habían hecho acabar varados en la misma playa. Aunque —como sé muy bien— a veces el amor se construye sobre cimientos aún más frágiles. Y cuando aquella tarde entré en casa, me limité a preguntarle si quería venirse a Florida conmigo y dejarlo todo tal como estaba, y ella me dijo: «¿Por qué no? Tampoco tengo la agenda tan llena.»
Edna y yo llevábamos juntos ocho meses, viviendo más o menos como marido y mujer, y aunque parte de ese tiempo yo estuve en paro, durante unos meses trabajé de subalterno en el canódromo y pude ayudar a pagar el alquiler y tranquilizar a Danny cuando se presentaba. Danny me tenía miedo porque Edna le había dicho que estuve en la cárcel en Florida por haber matado a un hombre. Aunque no era cierto. Una vez me metieron en chirona en Tallahassee por robar neumáticos, y otra vez me metí en una pelea de granjeros en la que un tipo perdió un ojo. Pero no fui yo quien hizo el daño, y Edna sólo pretendía hacer más graves mis culpas para que Danny no hiciese locuras y la obligase a quedarse de nuevo con los niños, porque Edna finalmente se había acostumbrado a no tenerlos, y yo ya tenía conmigo a Cheryl. No soy una persona violenta; jamás le arrancaría un ojo a nadie, ni mucho menos le mataría. Helen, mi ex esposa, estaría dispuesta a venir desde Waikiki Beach para atestiguarlo. Nunca hubo violencia entre nosotros, y soy partidario de cruzar la calle para alejarme de los líos. Pero Danny no lo sabía.
Estábamos ya a mitad de Wyoming, camino de la I-80. Nos sentíamos muy bien, pero de pronto la luz del aceite del coche que había robado empezó a parpadear, y supe que era una pésima señal.
Me hice con un buen coche, un Mercedes color arándano que encontré en el aparcamiento de un oftalmólogo, en Whitefish, Montana. Me pareció muy cómodo para un viaje tan largo, porque pensé que tendría un buen kilometraje —lo cual resultó falso— y porque nunca había tenido un buen coche —sólo viejos cacharros Chevrolet y camionetas usadas— desde que era un niño y recogía limones entre cubanos.
El coche nos levantó el ánimo aquel día. No paré de subir y bajar las ventanillas, y Edna contó chistes y nos hizo muecas. A veces era muy divertida. Se le encendían las facciones como si fuera un faro, y era entonces cuando se veía su belleza, en absoluto corriente. Todo esto me dejó como mareado. Bajé directamente hasta Bozeman, y luego crucé el parque hasta Jackson Hole. Alquilé la suite nupcial del Quality Court de Jackson, dejamos a Cheryl y a su perrito Duke durmiendo y Edna y yo nos fuimos en coche a un merendero y estuvimos bebiendo cerveza y riendo hasta después de media-noche.
Para nosotros era como comenzar de nuevo; dejar atrás los malos recuerdos y abrirnos a un nuevo horizonte. Llegué a estar tan eufórico que hice que me tatuaran en el brazo TIEMPOS GLORIOSOS, y Edna se compró un sombrero indio con plumas, y un brazalete de plata y turquesas para Cheryl, e hicimos el amor en el asiento del coche, en el aparcamiento del Quality Court, justo cuando el sol encendía el Snake River y todo parecía ser el final del arco iris.
Fue precisamente ese entusiasmo, de hecho, lo que me llevó a conservar el coche un día más en lugar de empujarlo al fondo del río y robar otro, que es lo que tendría que haber hecho, y lo que siempre hacía.
En el lugar donde el coche empezó a fallar no había ni pueblo ni casa alguna a la vista, sólo unas montañas bajas a unos setenta kilómetros —o quizá el doble— de distancia, una valla de alambre de espinos en ambas direcciones, una extensión de pradera yerma y unos cuantos halcones cazando insectos en el cielo de la tarde.
Bajé para echarle una ojeada al motor, y Edna se apeó con Cheryl y el perro para que hicieran pipí junto al coche. Miré el agua, comprobé la varilla del aceite, y todo estaba en orden.
—¿Qué significa esa luz, Earl? —preguntó Edna.
Se había acercado al coche y llevaba el sombrero puesto. Trataba de calibrar cómo estaban las cosas.
—Sería mejor que no siguiéramos con él —dije—. Al aceite le pasa algo.
Edna se volvió a mirar a Cheryl y a Duke que hacían pipí uno junto al otro sobre el asfalto, como un par de muñecos, y después miró hacia las montañas, que iban ennegreciéndose y perdiéndose a lo lejos.
—¿Qué podemos hacer? —dijo Edna.
Aún no estaba preocupada, pero quería saber mi opinión. —Voy a probarlo otra vez.
—Buena idea —dijo ella, y nos montamos todos en el coche.
Cuando le di a la llave de contacto, el motor se puso en marcha en el acto, la luz roja se apagó y no se oyó ningún ruido sospechoso. Lo dejé un momento en punto muerto; luego pisé un poco el acelerador sin perder de vista el testigo del aceite. Pero no se encendió ninguna luz roja, y empecé a preguntarme si no habría soñado que la había visto, o si no habría sido el sol reflejado en los cromados de la ventanilla, o si no estaría yo asustado por algo sin saberlo.
—¿Qué le pasa, papá? —preguntó Cheryl desde el asiento trasero.
Me volví y la miré. Llevaba puesto su brazalete de turquesas y el sombrero de Edna encajado en la coronilla, y tenía sobre el regazo su perrito Heinz blanco y negro. Parecía una pequeña vaquera de película.
—Nada, cariño, ya está todo arreglado —respondí
—Duke ha hecho pis en el mismo sitio que yo —dijo Cheryl, y se echó a reír.
—Menudo par —comentó Edna sin volverse. Edna solía tratar bien a Cheryl, pero yo sabía que ahora estaba cansada. Habíamos dormido poco y Edna se ponía irritable cuando no dormía—. Tendríamos que deshacernos de este maldito coche a la primera oportunidad.
—¿Dónde será esa primera oportunidad? —pregunté, porque Edna había estado estudiando el mapa.
—Rock Springs, Wyoming —dijo Edna con decisión—. A cincuenta kilómetros de aquí, por esta misma carretera. —Señaló hacia el frente.
Se me había metido en la cabeza la idea de llegar con aquel coche hasta Florida; lo habría considerado una gran hazaña. Pero sabía que Edna tenía razón, que no debíamos correr riesgos estúpidos. Había llegado a pensar que era mi coche, y no el del oftalmólogo, y así es como uno acaba atrapado en estas cosas.
—Entonces creo que deberíamos ir a Rock Springs y hacernos con otro coche —dije. Pretendía mostrarme animoso, como si todo nos estuviera saliendo a pedir de boca.
—Me parece una gran idea —dijo Edna y se inclinó hacia mí y me besó con fuerza en los labios.
—Me parece una gran idea —repitió Cheryl—. Vayámonos de aquí ahora mismo.
Recuerdo aquel crepúsculo como el más hermoso que haya visto en toda mi vida. En el momento mismo de tocar el sol el borde del horizonte, el aire se incendió súbitamente en joyas y lentejuelas, en un estallido que jamás había visto y que jamás he vuelto a ver desde entonces. Nada como el Oeste para los crepúsculos; son superiores incluso a los de Florida, pues aunque tiene fama de ser un estado llano la mitad de las veces los árboles te impiden ver el horizonte.
—Es la hora del cóctel —dijo Edna al rato de rodar por la carretera—. Tenemos que tomar un trago festejar algo, cualquier cosa.
Se sentía mejor pensando que nos íbamos a desprender del coche. Aquel Mercedes ocultaba sin duda un fallo mecánico, y más valía abandonarlo cuanto antes.
Edna sacó una botella de whisky y unos vasos de plástico, y se puso a igualar niveles sobre la tapa de la guantera. A Edna le gustaba beber, y le gustaba beber cuando iba en coche, algo bastante corriente en Montana, donde no estaba penado por la ley, pero donde, en cambio, un cheque sin fondos bastaba para que te pasaras un año entere tras las rejas de la cárcel de Deer Lodge.
—¿Te he contado que una vez tuve un mono? —preguntó Edna mientras dejaba mi vaso sobre el salpicadero para que pudiera cogerlo cuando me apeteciera. Estaba otra vez animada. Edna era así, pasaba de la alegría a la depresión en un instante.
—Me parece que no me lo has contado —respondí—. ¿Dónde vivías entonces?
—En Missoula —dijo Edna. Puso un pie descalzo sobre el salpicadero y apoyó el vaso sobre sus pechos—. Estaba de camarera en el club de veteranos de guerra. Fue antes de conocerte. Un día llegó un tipo con un mono. Un mono araña. Y yo, bromeando, le dije: «Te lo juego a los dados.» Y el tipo propuso: «¿A una tirada?» Y yo le respondí: «Vale.» El tipo dejó el mono en la barra, cogió el cubilete, tiró y le salieron doce puntos. Luego tiré yo, y saqué tres cincos. Y me quedé mirando al tipo. No era más que alguien que iba de paso, un veterano, supongo. Vi que se le había puesto una expresión rara en la cara, aunque seguro que menos rara que la mía, pero parecía triste y sorprendido y satisfecho, todo al mismo tiempo. «Podemos tirar otra vez», le dije. «No. Nunca tiro dos veces los dados. Por nada.» Se sentó y se bebió una cerveza y estuvo hablando de esto y de aquello durante un buen rato, de la guerra nuclear y de construir una fortaleza en lo alto de las Bitterroot, dondequiera que eso esté, mientras yo miraba el mono y me preguntaba qué iba a hacer con él cuando aquel tipo se fuera. Y al fin se puso en pie y dijo: «Bueno, adiós, Chipper», porque era así como se llamaba el mono. Y se fue sin darme tiempo a decirle nada. Y el mono se quedó sentado en la barra toda la noche. No sé por qué me he acordado de esto, Earl. Qué extraño. Mis pensamientos vagan sin rumbo fijo.
—Me parece perfecto —le dije.
Tomé un sorbo de mi vaso.
—Yo nunca tendría un mono —añadí poco después—. Son unos bichos asquerosos. Pero estoy seguro de que a Cheryl le encantaría tener uno, ¿verdad que sí, bonita? —Cheryl estaba hundida en el asiento, jugando con Duke. En aquella época se pasaba el día hablando de monos—. ¿Qué diablos hiciste con ese mono? —pregunté mientras echaba una ojeada al velocímetro.
Convenía ir más despacio, porque la luz roja parpadeaba a veces. Lo único que conseguía apagarla era reducir la velocidad. Íbamos a menos de sesenta; faltaba una hora para que anocheciera, y confiaba en que Rock Springs no estuviese demasiado lejos.
—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó Edna.
Me lanzó una mirada rápida y luego volvió la vista al desolado paisaje, como si el desierto le diera que pensar. —Claro —dije.
Seguía animado. Pensé que más valía que sólo yo me preocupara por el posible fallo mecánico, y que los demás siguieran disfrutando.
—Lo tuve una semana. —De pronto Edna pareció ponerse triste, como si empezara a ver cierto aspecto de la anécdota que hasta entonces se le había escapado—. Me lo llevé a casa, e iba con él de casa al bar y del bar a casa todos los días. Y no me creó ningún problema. Le puse una silla al fondo del bar para que se sentara, y a la gente le gustaba. Hacía un clic-clic muy gracioso. Le pusimos de nombre Mary, porque el encargado del bar dijo que era una hembra. Pero nunca me sentí realmente a gusto teniéndolo en casa. Hasta que un día vino un tipo que había estado en Vietnam y aún llevaba la guerrera de faena, y me dijo: «¿No sabes que un mono puede matarte? Tiene más fuerza en los dedos que tú en todo el cuerpo.» Contó que hubo soldados en Vietnam que murieron a manos de los monos. Que los bichos salían a merodear en grandes grupos mientras la gente dormía, y te mataban y te tapaban con hojas. No me creí ni media palabra pero cuando llegué a casa me desnudé y me puse a mirar a Mary. Estaba en su silla, al otro extremo del cuarto, mirándome. Y me entró pánico. Y al cabo de un rato me levanté y me fui al coche, cogí un rollo de alambre de tender la ropa, volví a casa y até a Mary al tirador de la puerta después de pasarle el alambre por el collar plateado, y luego intenté conciliar el sueño otra vez. Y supongo que me dormí como un leño, aunque yo no lo recuerde, porque al despertar me encontré con que Mary había tirado la silla al suelo y se había ahorcado con el alambre de tender. Le había dejado un cabo demasiado corto.
Edna parecía muy afectada por lo que había contado, y se hundió en el asiento hasta que no pudo ver por encima del salpicadero.
—¿No te parece horrible, Earl? ¿No es horrible lo que le pasó a aquel pobre mono?
—¡Veo un pueblo! ¡Veo un pueblo! —empezó a gritar Cheryl desde el asiento trasero, y al instante Duke se puso a ladrar y todo el coche se llenó de estrépito. Y, en efecto, Cheryl acababa de ver algo que yo no había visto, y era Rock Springs, Wyoming, al fondo de una larga ladera; una diminuta joya rutilante en medio del desierto, con la I-80 en su lado norte y el vasto y negro desierto a su espalda.
—Ahí está, cariño —le dije—. Es ahí adonde vamos. Has sido la primera en verlo.
—Tenemos hambre —dijo Cheryl—. Duke quiere algo de pescado, y yo espaguetis.
Me rodeó el cuello con los brazos y me apretó contra su pecho.
—Pues eso es lo que vais a comer —dije—. Podrás tomarte lo que quieras. Y lo mismo Edna y el pequeño Duke. —Volví la mirada, sonriendo, hacia Edna, pero ella me miraba con ojos llenos de ira—. ¿Qué pasa? —pregunté.
—¿No te importa un rábano esa cosa horrible que me pasó?
Tenía los labios apretados, y sus ojos miraban con fiereza hacia Cheryl y Duke, como si se hubieran pasado toda la tarde fastidiándola.
—Claro que me importa —dije—. Pienso que fue espantoso.
No quería que Edna estuviese triste. Estábamos a punto de llegar, y muy pronto podríamos sentarnos ante una buena comida de verdad sin preocuparnos por que nadie pudiera hacernos daño.
—¿Quiere> saber qué hice con el mono? —dijo Edna.
—Claro que sí —dije.
—Metí a Mary en una bolsa verde de basura, la puse en el maletero del coche, me fui hasta el vertedero y la tiré a la basura.
Me miraba con expresión sombría, como si la historia tuviera para ella un significado realmente importante; algún sentido que sólo ella podía ver y que nos convertía en estúpidos al resto de los mortales.
—Me parece horrible —dije—. Pero no veo qué otra cosa habrías podido hacer. No quisiste matarla. Si hubieses querido matarla, lo habrías hecho de otro modo. Luego tuviste que librarte del cuerpo, no te quedaba otra alternativa. Lo de tirarla puede que a alguien le parezco poco piadoso, no lo niego, pero no a mí. A veces no te queda otro remedio, y no debes preocuparte por lo que piensen los demás. —Traté de sonreírle, pero la luz roja se encendía por poco que pisara el acelerador, y traté de calibrar las posibilidades que teníamos de descender en punto muerto hasta Rock Springs antes de que el coche se nos quedara parado por completo. Miré otra vez a Edna—. ¿Qué más puedo decirte? —le dije.
—Nada —dijo ella, y volvió a mirar hacia el oscuro asfalto—. Debería haberme imaginado que pensarías de ese modo. Tienes un carácter que olvida ciertas cosas, Earl. Hace mucho que lo sé.
—Pero aquí estas —le dije—. Y no te va mal. Las cosas podrían ir mucho peor. Al menos, estamos los tres juntos.
—Las cosas siempre pueden ir mucho peor —dijo Edna—. Podrían llevarnos mañana mismo a la silla eléctrica.
—Exacto —le dije—. Y puede que a alguien, en algún lugar, le suceda eso. Pero no a ti.
—Tengo hambre —dijo Cheryl—. ¿Cuándo vamos a comer? Busquemos un motel. Ya estoy cansada. Y Duke también lo está.
El coche dejó de deslizarse cuesta abajo a cierta distancia de la ciudad; desde donde estábamos divisábamos el claro perfil de la autopista interestatal en la oscuridad, y Rock Springs iluminando el cielo mas atrás. Nos llegaba el ruido de los grandes traileres al pisar las juntas de dilatación del paso elevado, y al reducir la marcha para iniciar el ascenso hacia las montañas.
Apagué los faros.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo Edna en tono irritado, dirigiéndome una mirada rencorosa.
—Es lo que trato de pensar —dije—. Sea lo que sea, no va a ser tan terrible. Tú no tendrás que hacer nada.
—Eso espero —dijo Edna, y miró hacia otro lado.
Al otro lado de la carretera y de un arroyo seco, a unos cien metros de distancia, había una especie de camping, y contigua a él una fábrica o refinería muy iluminada y en plena actividad. Había luces encendidas en muchas de las caravanas, y coches que circulaban por una carretera de acceso que terminaba cerca del paso elevado de la autopista, un kilómetro más allá. Las luces de las caravanas se me antojaron amistosas, y supe al instante lo que tenía que hacer.
—Baja —dije, abriendo mi puerta.
—¿Vamos a andar? —dijo Edna.
—Vamos a empujar el coche.
—Yo no voy a empujar nada.
Edna alzó la mano y cerró su puerta con el seguro.
—De acuerdo —dije—. Basta con que lleves el volante.
—¿Piensas empujarnos hasta Rock Springs, Earl? No parece que esté a más de cinco kilómetros.
—Yo empujaré —dijo Cheryl desde atrás.
—No, cariño. Ya empuja papá. Tú baja del coche con Duke y hazte a un lado.
Edna me miró con aire amenazador, como si hubiera pretendido pegarle. Pero cuando me bajé del coche, se deslizó hasta mi asiento, cogió el volante y se quedó mirando fija y airadamente hacia una fronda de álamos que se alzaba a escasos metros.
—Edna no sabe conducir este coche —dijo Cheryl desde la oscuridad del asiento trasero—. Se le irá a la cuneta.
—Claro qué sabe, cariño. Tan bien como yo. Y hasta mejor.
—No, no sabe —dijo Cheryl—. No sabe.
Me pareció que estaba a punto de echarse a llorar.
Le dije a Edna que dejase el contacto puesto para que no se trabara la dirección, y que condujera hacia los álamos con las luces de posición encendidas, para pode, ver un poco. Y cuando empecé a empujar, Edna dirigió el coche hacia los álamos, y yo seguí empujando hasta que nos adentramos en el bosquecillo unos veinte metros y los neumáticos se hundieron en la arena blanda y ya nadie podía vernos desde la carretera.
—¿Dónde estamos ahora? —dijo Edna, se atada al volante. Hablaba con voz dura y cansada, y comprendí que estaba muerta de hambre. Edna era dulce de carácter, y hube de admitir que lo que nos estaba sucediendo no el a culpa suya sino mía. Pero me habría gustado que pudiera ser más optimista.
—Quédate aquí. Voy a ir hasta esas caravanas y pediré un taxi por teléfono —le dije.
—¿Un taxi? —dijo Edna, con la boca fruncida, como si fuera la primera vez en la vida que oía tal cosa.
—Habrá taxis —dije, e intenté sonreírle—. En todas partes hay taxis.
—¿Y qué piensas decirle al taxista cuando llegue? ¿Que el coche que robamos se ha averiado y necesita nos que nos lleve a algún sitio para agenciarnos otro? Será fantástico, Earl.
—Ya me encargaré yo de hablar con él —dije—. Tú escucha la radio unos diez minutos y luego vete andando hasta la carretera como si no ocurriese nada raro. A ve si Cheryl y tú lo sabéis hacer. Ella no debe saber nada de este coche.
—Como si no fuéramos ya bastante sospechosos. —Edna alzó la vista hacia mí en la cabina iluminad a del coche—. No piensas correctamente, ¿lo sabes, Earl? Cree que el mundo es estúpido y tú eres muy inteligente. Pero no es así. Me das pena. Podrías haber llegado a ser alguien, pero las cosas se te torcieron en alguna parte.
Pensé un instante en el pobre Danny. Era veterano de guerra y estaba loco como un cencerro, y me alegré de que se hubiese librado de todo aquello.
—Mete a la niña en el coche —dije, tratando de ser paciente—. Estoy tan hambriento como tú.
—Estoy cansada de todo esto —dijo Edna—. Ojalá me hubiese quedado en Montana.
—Pues vuelve a Montana mañana por la mañana —le dije—. Te compraré el billete y te acompañaré al autobús. Pero mañana, no antes.
—Sigue así, Earl.
Se hundió en el asiento, apagó las luces con un pie y conectó la radio con el otro.
Aquella comunidad de caravanas era la mayor que había visto en mi vida. Debía de hallarse vinculada de algún modo a la planta industrial que seguía iluminada más abajo, pues de cuando en cuando algún coche salía de una de las calles formadas por las caravanas, torcía en dirección a la fábrica y finalmente, muy despacio, accedía a su interior. Todo en aquella fábrica era blanco, y las caravanas —idénticas todas ellas— también eran blancas. Un zumbido grave salía de la fábrica, y al ir acercándome pensé que no me habría gustado trabajar en ella.
Me encaminé directamente a la primera caravana iluminada, y llamé a la puerta metálica. En la gravilla, al pie de los peldaños de madera, había unos cuantos juguetes desperdigados. La televisión, que instantes antes había oído en el interior, cesó de pronto. Luego una mujer dijo algo, y después se abrió la puerta.
En el umbral, ante mí, había un rostro ancho y amistoso. Me sonrió y se adelantó, como si fuera a salir, pero se detuvo en el escalón de arriba. Un niño negro asomaba tras sus piernas y me miraba con ojos entrecerrados. En la caravana flotaba como un aura de que no hubiera nadie más en su interior, un algo casi imperceptible que a lo largo de la vida yo había llegado a conocer bien.
—Siento molestar —dije—. Pero parece que esta noche tengo una racha de mala suerte. Me llamo Earl Middleton.
La mujer me miró; luego miró hacia la noche, en dirección a la autopista, como si lo que acababa de decirle fuera algo que ella pudiera ver con los ojos.
—¿Qué clase de mala suerte? —dijo, mirándome de nuevo.
—Se me ha averiado el coche en plena carretera —dije—. No puedo arreglarlo solo, y quería saber si sería tan amable de dejarme utilizar un segundo su teléfono.
La mujer me dirigió una sonrisa perspicaz.
—Ya no sabemos vivir sin coche, ¿no es eso?
—Tiene usted toda la razón —dije yo.
—Son casi como nuestro corazón —dijo ella. La cara le brillaba a la débil luz de la bombilla que había al lado de la puerta—. ¿Dónde se le ha quedado el coche?
Me volví y miré hacia la oscuridad, pero no pude ver nada: el coche estaba oculto entre los álamos.
—Por allí —dije—. Desde aquí no puede verse; está muy oscuro.
—¿Cuántos son? —dijo la mujer—. ¿Está con usted su esposa?
—Se ha quedado en el coche con la niña y el perrito —dije—. Mi hija se ha dormido. Si no, me habrían acompañado.
—No debería dejarlas solas con esta oscuridad —dijo la mujer, y frunció el ceño—. Hay mucho indeseable suelto.
—Lo mejor será que vuelva cuanto antes. —Traté de parecer sincero, pues todo lo que había dicho, salvo que Cheryl dormía y que Edna era mi esposa, era verdad. La verdad puede resultarte útil si permites que lo sea, y yo quería servirme de ella—. Le pagaré la llamada —le dije a la mujer—. Si me trae el teléfono a la puerta, puedo llamar desde aquí mismo.
La mujer volvió a mirarme como si buscara su propia verdad sobre el asunto, y luego miró otra vez hacia la noche. Parecía tener unos sesenta y tantos años, aunque no podría asegurarlo.
—¿Verdad que no va a robarme, señor Middleton? —Sonrió, como si se tratara de una broma entre nosotros.
—Esta noche no —dije, y le dediqué una sonrisa genuina—. Esta noche no estoy en ello. Quizá en otra ocasión.
—En tal caso, supongo que Terrel y yo podemos dejarle usar el teléfono aunque no esté papá en casa, ¿no crees, Terrel? Señor Middleton, le presento a mi nieto, Terrel Junior. —Puso la mano sobre la cabeza del niño y le miró—. Terrel no habla. Pero si supiese hablar le diría que puede usted usar nuestro teléfono. Es un encanto de niño.
La mujer abrió la puerta de tela metálica y me invitó a pasar.
Era una caravana grande, con una alfombra y un sofá nuevos y una sala de estar tan amplia como la de una casa común y corriente. De la cocina llegaba un aroma apetitoso y dulce; el ambiente general no era el de un acomodo temporal sino el de un hogar nuevo y confortable. Yo he vivido en caravanas, pero eran remolques de mala muerte con una sola habitación y sin retrete, y siempre me parecieron exiguos y tristes, aunque a veces he pensado que quizá era yo quien se sentía desdichado en ellas.
Había un gran televisor Sony y un montón de juguetes esparcidos por el suelo. Vi un autocar Greyhound como el que le había comprado a Cheryl. El teléfono estaba junto a un sillón nuevo de cuero, y la mujer me indicó con un gesto que me sentara para llamar, y me dio el listín de teléfonos. Terrel se puso a jugar con sus cosas y la mujer se sentó en el sofá, mirándome y sonriendo.
Había tres empresas de taxis: tres series de números con una sola cifra diferente. Marqué los números por orden y no obtuve respuesta hasta el último, que contestó con el nombre de la segunda empresa. Expliqué que estaba en la carretera, más allá del paso elevado de la interestatal, y que necesitaba antes de nada llevar a mi esposa e hija a la ciudad, y que de contratar una grúa me ocuparía más tarde. Mientras explicaba el lugar donde me encontraba, busqué el nombre de un servicio de grúa para decírselo al taxista en caso de que me lo preguntara.
Cuando colgué, la negra me miraba con los mismos ojos con que había mirado antes a la noche; una mirada que parecía exigir la verdad de lo mirado. Sin embargo, sonreía. Debía de recordarle algo que le era grato recordar.
—Tiene una casa preciosa —dije, y me eché hacia atrás en el sillón, que era tan confortable como el asiento del conductor del Mercedes y en el que no me habría importado arrellanarme un rato.
—Esta no es nuestra casa, señor Middleton —dijo la negra—. Todas estas caravanas son de la empresa. Nos las dejan gratis. Tenemos nuestra propia casa en Rockford, Illinois.
—Maravilloso —dije.
—Estar lejos de la propia casa no es nunca maravilloso, señor Middleton; aunque sólo llevamos aquí tres meses y todo será más fácil cuando Terrel Junior empiece a ir a esa escuela especial. Mire, nuestro hijo murió en la guerra, y su mujer se largó sin llevarse a Terrel Junior. Pero no se preocupe usted. El no nos entiende. Su almita no sufre. —La mujer entrelazó las manos sobre el regazo y sonrió con expresión satisfecha. Era atractiva, y llevaba un vestido floreado azul y rosa que la hacía parecer más grande de lo que en realidad era: la mujer adecuada para el sofá donde se había sentado. Era la estampa de la bondad, y me alegré de que fuera capaz de vivir con aquel nieto aquejado de alguna dolencia cerebral en un lugar donde nadie en su sano juicio soportaría vivir un solo minuto—. ¿Dónde vive usted, señor Middelton? —dijo en tono cortés, sonriendo con la misma afabilidad de siempre.
—Mi familia y yo estamos de paso —dije—. So’ oftalmólogo, y ahora volvemos a Florida, donde nací. Voy a abrir un consultorio en algún pueblo donde haga buen tiempo todo el año. Todavía no he decidido dónde.
—Florida es precioso —dijo la mujer—. Creo que a Terrel le gustaría.
—¿Me permite que le pregunte una cosa? —dije.
—Claro que sí —dijo la mujer. Terrel se había puesto a empujar su Greyhound por la pantalla del televisor, arañó el cristal e hizo una raya que no podía dejar de verse— Deja de hacer eso, Terrel Junior —dijo sin alterarse la mujer. Pero Terrel siguió empujando su autobús por el cristal, y ella volvió a sonreírme como si ambos entendiéramos algo triste. Pero yo sabía que Cheryl nunca estropearía un televisor. Respetaba las cosas bonitas, y me dio lástima aquella mujer que había de soportar que Terrel no supiera respetarlas—. ¿Qué quería preguntarme? —dijo la mujer.
—¿Qué es lo que hacen en esa especie de fábrica? ¿En ese sitio iluminado que hay detrás de las caravanas?
—Oro —dijo la mujer, y sonrió.
—¿Cómo dice?
—Oro —dijo la negra, sonriendo tal como venía haciendo casi todo el rato desde mi llegada—. Es una mina de oro.
—¿Quiere decir que sacan oro de ese sitio? —dije, señalando con el dedo.
—Día y noche —dijo con sonrisa satisfecha.
—¿Trabaja ahí su marido? —dije.
—Es el ensayador —dijo ella—. Controla la calidad. Trabaja tres meses al año, y el resto del tiempo lo pasamos en nuestra casa de Rockford. Hemos esperado mucho tiempo para conseguir esto. Nos alegra tener aquí a nuestro nieto, pero no puedo decir que vaya a lamentar que tenga que dejarnos. Queremos empezar una nueva vida. —Me dirigió una abierta sonrisa, y después sonrió a Terrel, que la miraba maliciosamente desde el suelo—. Ha dicho que tenía una hija —dijo la negra—. ¿Cómo se llama?
—Irma Cheryl —dije—. Como mi madre.
—Muy bonito. Y es una niña sana. Lo noto en su cara —dijo mirándome. Miró a Terrel Junior de forma compasiva.
—Puedo considerarme afortunado —le dije.
—Hasta ahora lo es. Pero los niños traen pesares del mismo modo que traen alegrías. Nosotros fuimos infelices durante mucho tiempo, antes de que mi marido consiguiera este empleo en la mina de oro. Ahora, cuando Terrel empiece a ir a esa escuela, volveremos a ser niños. —Se puso en pie—. No vaya a perder el taxi, señor Middleton —dijo dirigiéndose hacia la puerta, aunque sin forzarme a marcharme. Era demasiado cortés para hacer algo semejante—. Si nosotros no podemos ver el coche, lo más probable es que el taxista tampoco pueda verlo.
—Cierto. —Me levanté del sillón sobre el que había pasado un rato tan cómodo—. Nosotros no hemos cenado aún, y su comida me recuerda lo hambrientos que debemos de estar todos.
—En la ciudad hay buenos restaurantes, ya los encontrará —dijo la negra—. Siento que no haya conocido a mi esposo. Es un hombre maravilloso. Lo es todo para mí.
—Dígale que agradezco lo del teléfono —dije—. Me han salvado ustedes.
—No ha sido difícil —dijo la mujer—. A todos nos pusieron en la tierra para que salváramos a nuestros semejantes. No he hecho más que ayudarle a seguir hacia lo que le está esperando.
—Esperemos que algo bueno —dije, adentrándome de espaldas en la noche.
—Confío en ello, señor Middleton. Terrel y yo confiamos en ello.
Le hice adiós con la mano mientras caminaba hacia el Mercedes oculto en la tiniebla de la noche.
Cuando llegué, el taxi estaba ya esperando. Había visto sus pequeños pilotos rojos y verdes desde el otro lado del arroyo seco, y ello me hizo temer que Edna estuviera ya diciendo algo que pudiera meternos en un lío, algo acerca del coche o del lugar de donde veníamos, algo que pudiera hacer que el taxista sospechara de nosotros. Entonces pensé que nunca llegaba a planear bien las cosas. Siempre se abría un abismo entre mis planes y los hechos; yo me limitaba a reaccionar ante las cosas a medida que se iban produciendo, o a confiar en que me ahorraría los problemas. A los ojos de la ley, yo era un delincuente. Pero yo siempre había visto las cosas de otro modo: a mis ojos no era un delincuente. Ni tenía intención de serlo, lo cual era verdad. Pero tal como leí una vez en una servilleta, entre la idea y el acto hay todo un mundo. Y yo había tenido siempre dificultades con mis actos, que con frecuencia eran actos delictivos, y mis ideas, tan buenas como el oro que sacaban en aquella mina iluminada en medio de la noche.
—Estábamos esperándote, papá —dijo Cheryl cuando crucé la carretera—. El taxi ya ha llegado.
—Ya lo veo, cariño —dije, y la abracé con fuerza. El taxista, sentado al volante, fumaba con las luces interiores encendidas. Edna estaba apoyada en el maletero, entre las dos luces de posición, y llevaba puesto su sombrero—. ¿Qué le has dicho? —dije cuando estuve cerca de ella.
—Nada —dijo ella—. ¿Qué iba a decirle?
—¿Ha visto el coche?
Edna echó una ojeada en dirección a los álamos donde habíamos escondido el Mercedes. En la negrura reinante no podía verse nada, pero oí a Duke husmeando en el sotobosque; seguía alguna pista, y su pequeño collar tintineaba en la oscuridad.
—¿Adónde vamos? —dijo Edna—. Estoy tan hambrienta que podría desmayarme.
—Edna está enfadadísima —dijo Cheryl—. Hasta me ha dado un cachete.
—Todos estamos muy cansados, cariño —dije—. Así que trata de ser más amable.
—Ella no es nunca amable —dijo Cheryl.
—Corre a buscar a Duke —dije—. Y vuelve en seguida.
—Parece que las preguntas que yo hago son las menos urgentes —dijo Edna.
Le pasé el brazo por los hombros.
—Eso no es cierto.
—¿Has encontrado en las caravanas a alguien con quien te hubiese gustado quedarte? Has tardado mucho.
—¿Por qué dices eso, Edna? —dije—. Sólo pretendía hacer que todo pareciese normal; no quiero que nos metan en la cárcel.
—Que te metan, querrás decir.
Edna rió con una risita que no me gustó.
Exacto. Para que no me metan. Soy yo el que acabaría en chirona. —Me quedé mirando hacia aquel enorme complejo de edificios blancos y luces blancas del que ascendían penachos de humo blanco hacia el despiadado cielo de Wyoming, y todo aquel montaje de edificios parecía un castillo inverosímil que emitiera un zumbido en un sueño deformado—. ¿Sabes lo que son esos edificios? —le dije a Edna, que no se había movido y que parecía no sentir el más mínimo deseo de moverse nunca más.
—No. Pero la verdad es que me da igual, porque no es un motel ni un restaurante.
—Es una mina de oro —dije, mirando hacia la mina, la cual, según sabía ahora, estaba mucho más lejos de nosotros de lo que parecía; pero la veíamos gigantesca y próxima, recortada contra el cielo helado. Pensé que, en lugar de aquellas luces y espacios sin vallar, lo lógico habría sido que hubiera un muro y guardias de seguridad. Daba la sensación de que cualquiera podía entrar y llevarse lo que le viniera en gana, del mismo modo que yo me había acercado hasta el remolque de la mujer negra y usado su teléfono. Pero se trataba, corlo es lógico, de una impresión desatinada.
Edna, en aquel momento, se echó a reír. No con la risa malévola que no me gustaba, sino con una risa en la que había algo de afectuoso, la risa abierta que celebra una broma, la risa con la que reía cuando la vi por vez primera, en el East Gate Bar de Missoula, en 1979, una risa que reíamos los dos juntos cuando Cheryl aún vivía con su madre y yo tenía un empleo fijo en el canódromo y no me dedicaba a robar coches y a pasar cheques sin fondos en las tiendas. Un tiempo mejor en todos los sentidos. Y por alguna razón me hizo reír el simple hecho de oír la risa de Edna, y reímos juntos, y nos quedamos allí en la oscuridad, detrás del taxi, riéndonos de aquella mina de oro en pleno desierto, yo con el brazo sobre sus hombros y Cheryl correteando con Duke y el taxista fumando en el taxi y nuestro Mercedes-Benz robado —que tan bien nos habría venido a todos en Florida— hundido hasta los ejes en la arena, en un rincón donde ya jamás volvería a verlo.
—Siempre me he preguntado cómo sería una mina de oro —dijo Edna, aún riendo, secándose una lágrima de un ojo.
—Yo también —dije—. Siempre me picó la curiosidad.
—Menudo par de tontos estamos hechos, ¿eh, Earl? —dijo ella, incapaz de dejar de reír totalmente—. Somos tal para cual.
—Podría ser una buena señal, esa mina ¿No crees? —dije.
—¿Una buena señal? Imposible. No es nuestra. No tiene autoservicio para llevarnos lo que nos apetezca. —Seguía riendo.
—Al menos la hemos visto —dije, señalándola—. Está ahí mismo. Puede significar que estamos acercándonos. Hay gente que ni siquiera ve una en toda su vida.
—¿Y nosotros la hemos visto, Earl? Y un cuerno —dijo ella—. Y un cuerno.
Y dio media vuelta y subió al taxi.
El taxista no preguntó nada sobre el coche, ni se interesó por dónde estaba; no parecía haber notado nada extraño. Ello me hizo pensar que habíamos logrado zafarnos del Mercedes, y que no podrían relacionarnos con él hasta mucho más tarde, si es que llegaban a hacerlo. Mientras conducía, el taxista nos habló largo y tendido de Rock Springs; dijo que la mina de oro había atraído a mucha gente en los últimos seis meses, gente de todas partes, hasta de Nueva York, y que la mayoría de ella vivía en las caravanas. La marea de prosperidad, dijo, había hecho que llegaran prostitutas de Nueva York —«chicas de vida alegre», dijo—, y por las calles de la ciudad pululaban todas las noches Cadillacs con matrícula de Nueva York llenos de negros con grandes sombreros, los chulos de las chicas. Explicó que, en los últimos tiempos, todo el que subía a su taxi quería saber dónde estaban esas chicas, y que cuando recibió nuestra llamada estuvo a punto de no venir a recogernos, porque algunas de las caravanas eran burdeles que la propia mina proporcionaba a ingenieros y técnicos de ordenador a los que el trabajo había alejado de sus casas. Dijo que estaba harto de ir y venir del campamento para aquel indigno asunto. Dijo que 60 minutos hizo incluso un programa sobre Rock Springs que dio lugar a un gran escándalo en Cheyenne, pero que nada podía hacerse mientras durase el boom.
—Es el fruto de la prosperidad —dijo el taxista—. Yo prefiero ser pobre, y ser como soy me parece una suerte.
Dijo después que los precios de los moteles estaban por las nubes, pero tratándose de una familia iba a llevarnos a uno aceptable y de precio módico. Pero yo le dije que queríamos un hotel de primera en donde aceptaran anímales, y que el dinero no importaba porque habíamos tenido un día muy duro y queríamos terminarlo a lo grande. Yo sabía que la policía busca ante todo en hoteles mínimos y anónimos y que es en ellos donde acaban encontrándote. A la gente con problemas que he conocido siempre la detenían en hoteles baratos y albergues turísticos de los que nadie ha oído hablar en su vida. Nunca, en cambio, en un Holiday Inn o un TraveLodge.
Le pedí que primero nos llevara hasta el centro para que Cheryl pudiera ver la estación de ferrocarril, y mientras estábamos allí vi un Cadillac rosa con matrícula de Nueva York y antena de televisión, conducido por un negro con un gran sombrero, deslizándose despacio por una calle estrecha en la que únicamente había bares y un restaurante chino. Una imagen singular, algo absolutamente inesperado.
—Ahí tienen, el elemento criminal en estado puro —dijo el taxista con aire triste—. Siento que personas como ustedes tengan que ver algo así. Tenemos una ciudad bonita, pero hay quienes la quieren arruinar. Antes había formas de eliminar a la gentuza y a los criminales, pero esos tiempos se fueron para siempre.
—Usted lo ha dicho —dijo Edna.
—No deje que eso le deprima —dije yo—. Hay más gente como usted que como ellos. Y la habrá siempre Usted es la mejor publicidad de esta ciudad. Sé que Cheryl lo recordará a usted y no a ese tipo, ¿verdad, Cheryl? —Pero Cheryl se había ya dormido para entonces, con Duke en los brazos.
El taxista nos llevó al Ramada Inn de la autopista interestatal, no lejos de donde habíamos tenido que abandonar el coche. Al pasar bajo la marquesina del Ramada sentí cierta punzada de pesar: me habría gustado hacerlo en un Mercedes color arándano y no en un castigado y viejo Chrysler conducido por un taxista quejumbroso. Aunque sabía que era preferible de aquel modo. Estábamos mejor sin aquel coche; es más, cualquier coche era mejor que aquel Mercedes, pues fue en él donde la suerte nos dio la espalda.
Me registré con nombre supuesto y pagué la habitación en metálico para que no me hicieran preguntas. En el recuadro donde ponía «Empresa» escribí «Oftalmólogo», y añadí «doctor» delante de mi nombre. Me gustó cómo quedaba, aunque no fuera mi nombre.
Al llegar a la habitación, que como había pedido daba a la parte de atrás del edificio, dejé a Cheryl en una de las camas y a Duke a su lado, para que durmieran juntos. Cheryl no había cenado, pero no importaba demasiado; por la mañana despertaría hambrienta, y podría comer cuanto le viniera en gana. A ningún niño le sucede nada por quedarse sin comer de cuando en cuando. Yo perdí muchas comidas en mi infancia, y no he salido tan mal parado.
—Vamos a comer pollo frito —le dije a Edna cuando salió del baño—. Los Ramada tienen un pollo frito estupendo, y he visto que aún tienen abierto el restaurante. Podemos dejar aquí a Cheryl, durmiendo tranquilamente, hasta que volvamos.
—Creo que ya no tengo apetito —dijo Edna. Estaba junto a la ventana, mirando hacia la noche. Más allá de su cuerpo alcancé a ver en el cielo un resplandor como de niebla amarillenta. Por espacio de un instante pensé que era la mina de oro que iluminaba el cielo nocturno a lo lejos, pero no era más que la autopista.
—Podemos pedir que nos lo suban —dije—. Lo que te apetezca. Hay una carta encima de la guía de teléfonos. Podrías tomar sólo una ensalada.
—Come tú —dijo ella—. Yo ya no tengo hambre. —Se sentó en la cama junto a Cheryl y Duke y les miro con dulzura y puso la mano en la mejilla de Cheryl como para comprobar si tenía fiebre—. Bonita —dijo Edna—. Todo el mundo te quiere, pequeña.
—¿Qué quieres hacer? —dije—. Yo quiero comer. A lo mejor pido que me suban algo de pollo.
—Claro, por qué no —dijo ella—. Es tu plato favorito. —Y me sonrió desde la cama.
Me senté en la otra cama y marqué el número del servicio de habitaciones. Pedí pollo, ensalada verde, patata asada y un panecillo, y una ración de tarta de manzana caliente y té con hielo. Caí en la cuenta de que no había comido en todo el día. Cuando colgué el teléfono vi que Edna estaba mirándome, no con odio o con amor, sino como si hubiera algo que no entendiera y fuera a pedirme que se lo explicara.
—¿Desde cuando es tan ameno mirarme? —dije, y le sonreí. Intentaba mostrarme amistoso. Sabía lo cansada que debía estar. Eran más de las nueve.
—Estaba pensando en lo odioso que se me hace estar en un motel sin coche propio. ¿No es gracioso? Me empecé a sentir así anoche, al pensar que el Mercedes no era mío. Creo que ese coche color púrpura me pus o los pelos de punta, Earl.
—Uno de esos coches que hay ahí fuera es tuyo —dije—. Míralos bien desde la ventana y elige.
—Ya lo sé —dijo Edna—. Pero no es lo mismo, ¿no crees? —Alargó el brazo y cogió su sombrero Bailey azul, se lo puso y se lo echó hacia atrás, a lo Dale Evans. Estaba adorable—. Antes me gustaba ir a los moteles —dijo—. Son lugares secretos, y libres. Yo nunca pagaba, claro. Pero me sentía a salvo de todo y libre de hacer lo que quisiera, porque había tomado la decisión de estar allí y pagar ese precio, y lo demás era lo bueno. Joder y todo eso, ya me entiendes.
Me dirigió una sonrisa bondadosa.
—¿Y no son así las cosas ahora?
Estaba sentado en la cama, mirándola, sin saber qué era lo que iba a contestarme.
—Yo diría que no, Earl —dijo, y se quedó mirando a través de la ventana—. Tengo treinta y dos años y voy a tener que dejar de ir a moteles. Ya no puedo seguir alimentando fantasías.
—¿No te gusta esto? —dije, y miré a mi alrededor. Me agradaban los cuadros modernos y la cómoda y el televisor de pantalla grande. Me parecía un lugar francamente bueno, teniendo en cuenta los otros donde habíamos estado.
—No, no me gusta —dijo Edna con convicción—. Pero de nada sirve que me enfade contigo por eso. La culpa no es tuya. Haces todo lo que puedes por todo el mundo. Pero en todos los viajes aprendes algo. Y yo he aprendido que tengo que dejar de ir a moteles antes de que me ocurra alguna desgracia. Lo siento.
—¿A qué te refieres? —dije, porque en realidad no sabia lo que pretendía hacer, aunque debería haberlo adivinado.
—Me parece que sacaré ese billete de que hablabas antes —dijo Edna, y se puso en pie y se quedó de cara a la ventana—. Puedo salir mañana. De todos modos, no tenemos coche.
—Vaya, estupendo —dije, sentado en la cama. Me sentía como sí acabara de sufrir una conmoción. Quería decirle algo, discutir con ella, pero no se me ocurría nada apropiado. No quería enfurecerme, pero estaba furioso.
—Tienes derecho a enfadarte conmigo, Earl —dijo ella—, pero en realidad no creo que puedas reprochármelo.
Se volvió hacia mí y se sentó en el alféizar, con las manos en las rodillas. Alguien llamó a la puerta, y yo grité que dejaran la bandeja en el suelo y me lo cargaran en la cuenta.
—Me temo que sí te lo reprocho dije, y estaba furioso. Pensé que habría podido desaparecer en aquel campamento de caravanas y no lo había hecho; que había regresado para salvar aquel contratiempo y había tratado de tomar las riendas de la situación cuando las cosas se ponían feas para todos.
—Pues no lo hagas. Preferiría que no lo hicieras —dijo Edna, y me sonrió como si quisiera que la abrazase—. Todo el mundo tendría que poder elegir, ¿no crees, Earl? Aquí estoy, en mitad de un desierto que no conozco en absoluto con un coche robado, en una habitación de hotel bajo nombre supuesto, sin un céntimo, con una criatura que no es mía, con la policía sobre mis pasos. Y tengo la posibilidad de librarme de todo eso con sólo tomar un autobús. ¿Qué harías en mi lugar? Sé exactamente lo que harías.
—Crees que lo sabes —dije. Pero no quise empezar una discusión sobre el asunto y decirle lo que yo podía haber hecho y no había hecho. Porque no habría servido para nada. Cuando se llega al terreno de las discusiones, ha quedado ya atrás la posibilidad de lograr que alguien cambie de opinión, aunque suela pensarse que es justo lo contrario, y tal vez lo sea para cierto tipo de gente, pero nunca con la gente que yo trato.
Edna me sonrió, cruzó el cuarto y me rodeó con sus brazos sin que yo me hubiera levantado de la cama. Cheryl se dio la vuelta hacia un costado, nos miró y sonrió; luego cerró los ojos y la habitación quedó en silencio. Y yo empezaba a pensar en Rock Springs del modo en que —sabía— habría de pensar ya siempre: una ciudad envilecida, plagada de delincuencia y de prostitución y de desencantos, el lugar en donde una mujer me había dejado, y no el lugar en donde logré encarrilar mi vida de una vez por todas, el lugar en donde vi una mina de oro.
—.Cómete el pollo que has pedido, Earl —dijo Edna—. Luego nos meteremos en la cama. Estoy cansada, pero quiero hacer el amor contigo. No se trata de que no te quiera, y lo sabes.
Avanzada ya la noche, mucho después de que se durmiera, me levanté y salí al aparcamiento. Podía ser una hora cualquiera, porque la luz de la autopista seguía helando el cielo bajo y el gran rótulo rojo del Ramada aún zumbaba inmóvil en la noche y no había ni la menor luminosidad en el este que indicase una posible proximidad del alba. El aparcamiento estaba atestado de coches aparcados en batería; había unos cuantos con maletas atadas a las bacas y los maleteros vencidos por el peso de las pertenencias que sus dueños llevaban consigo a algún lugar, a un hogar nuevo o a un centro de recreo en las montañas. Me había quedado largo rato tendido en la cama después de que Edna se durmiera, viendo a los Atlanta Braves en la televisión, tratando de no pensar en lo que sentiría al día siguiente cuando viese partir el autocar, en cómo me sentiría al volverme y ver allí a Cheryl y a Duke, sin nadie salvo yo para cuidar de ellos a partir de entonces; pensando en que lo primero que tendría que hacer sería conseguir un coche y cambiarle las placas de la matrícula, y luego desayunar y emprender viaje hacia Florida; y todo ello en un máximo de un par de horas, porque era obvio que el Mercedes estaría menos oculto de día que de noche, y las noticias corren a velocidad vertiginosa. Siempre, desde que la tengo conmigo, he cuidado a Cheryl personalmente. Jamás tuvo que hacerlo ninguna de mis compañeras. A la mayoría de ellas ni siquiera parecía gustarles, aunque a mí siempre me cuidaron y así yo pude cuidar de Cheryl. Y sabía que en cuanto Edna se fuera todo sería más duro. Aunque mi mayor deseo era no pensar en ello de momento, tratar de que mi mente dejara de estar en vilo a fin de hacer acopio de fuerzas para enfrentarme a lo que me esperaba. Pensé que la diferencia entre una vida con éxito y una vida fracasada, entre yo en aquel instante y los propietarios de aquellos coches perfectamente aparcados en el aparcamiento, y quizá entre yo y aquella mujer de la caravana del campamento junto a la mina de oro, estaba en el grado de aptitud para alejar de la mente cosas como éstas, para lograr que no te abrumaran, y tal vez también en el número de problemas con que tenías que enfrentarte a lo largo de tu vida. Por azar o por voluntad, ellos se habían enfrentado a un menor número de problemas, y por su propio carácter los habían olvidado antes. Y era eso lo que yo quería. Menos problemas, menos recuerdos de problemas.
Me acerqué a un coche, un Pontiac con matrícula de Ohio, uno de los que llevaban bultos y maletas atados en la baca y otra tanta carga en el maletero, a juzga por las traseras hundidas. Miré al interior por la ventanilla de volante. Había mapas y libros de bolsillo y gafas de sol y soportes de plástico para las latas de bebida en las ventanillas. En el asiento trasero vi juguetes y cojines y un cesto con un gato que me miraba fijamente como si yo fuera la luna. Todo aquello me resultaba familiar; eran exactamente las cosas que habría habido en mi coche si hubiera tenido coche. Nada me pareció asombroso, nada difería de mi idea. Pero en aquel preciso instante me asaltó una sensación extraña y me volví y alcé los ojos hacia las ventanas de la fachada trasera del motel Todas estaban oscuras salvo dos: la mía y otra. Y me pregunté —porque la situación se me antojó extraña— qué pensaría cualquier mortal de un hombre a quien viera en mitad de la noche mirando el interior de los coches aparcados en un Ramada Inn. ¿Pensaría que pretendía sólo aclarar un poco sus ideas? ¿Pensaría que trataba de prepararse para un día en el cual se abatiría sobre él un gran problema? ¿Pensaría que le estaba a pinto de dejar su amiga? ¿Pensaría que tenía una hija? ¿Pensaría que era un hombre como cualquier otro mortal, como él mismo?