Los atacantes del mar.
Autor: H. G. Wells
1
Hasta el extraordinario suceso de Sidmouth, la peculiar especie Haploteuthis ferox era conocida por la ciencia sólo de forma genérica, fundándose en un tentáculo medio digerido hallado cerca de las Azores y en un cuerpo medio descompuesto, picoteado por los pájaros y mordisqueado por los peces, encontrado a principios de 1896 por Mr. Jennings, cerca de Land’s End
Realmente, en ningún ramo de la zoología estamos tan a oscuras como en el que concierne a los cefalópodos de las profundidades marinas. Por ejemplo, fue una mera casualidad lo que llevó al príncipe de Mónaco a descubrir, en el verano de 1895, casi media docena de nuevas formas, entre las que se incluía el tentáculo antes mencionado. Sucedió que unos balleneros mataron, cerca de Terceira, un cachalote que, en un último esfuerzo, casi embistió el yate del príncipe; pero falló, dio una vuelta y murió a unas veinte yardas del timón. En su agonía arrojó unos objetos de gran tamaño, que el príncipe, presintiendo vagamente que se trataba de algo extraño e importante, pudo, por suerte, recoger antes de que se hundieran. Puso las hélices en movimiento y, dando vueltas en los vórtices así creados, los mantuvo hasta que consiguieron bajar un bote. Resultó que aquellos especímenes eran cefalópodos enteros y fragmentos de cefalópodos, algunos de ellos de proporciones gigantescas, y ¡casi todos desconocidos para la ciencia!
En realidad podría parecer que estas criaturas, grandes y ágiles, que habitan en las profundidades medias del mar deberían permanecer, en gran parte, desconocidas para nosotros, ya que bajo el agua son demasiado escurridizas para las redes, y sólo por imprevistas casualidades se pueden obtener especímenes. En el caso del Haploteuthis ferox, por ejemplo, seguimos ignorando todo cuanto se refiere a su hábitat, igual que ignoramos cómo crían los arenques o las rutas marítimas del salmón. Además los zoólogos no saben tampoco cómo explicar su repentina aparición en nuestra costa. Posiblemente, fue el esfuerzo de una migración causada por el hambre lo que le empujó a salir de las profundidades. Pero tal vez sea mejor evitar especulaciones necesariamente imprecisas, y pasar de inmediato a nuestra narración.
El primer ser humano que puso sus ojos en un Haploteuthis vivo —es decir, el primer ser humano que sobrevivió, porque ahora apenas caben dudas sobre la verdadera causa de la racha, que se produjo a primeros de mayo, de muerte de bañistas y accidentes de embarcaciones que navegaban por la costa de Cornualles y Devon— fue un comerciante de té llamado Fison, alojado en una casa de huéspedes de Sidmouth. Era por la tarde y estaba paseando por el sendero del acantilado entre Sidmouth y Ladram Bay, En este paraje los acantilados son muy altos, pero bajo su rojiza superficie existe un lugar donde se ha formado una especie de escalera. Estaba cerca de allí cuando le llamó la atención lo que al principio tomó por una bandada de pájaros que luchaba por conseguir un pedazo de comida, que a la luz del sol resplandecía con brillo blanquecino y rosado. La marea estaba baja y el objeto no solamente quedaba lejos, bajo él, sino incluso remoto, al otro lado de un ancho yermo de arrecifes cubierto de algas y salpicado de charcos de brillo plateado dejados por la marea. Además, el resplandor del agua le deslumbraba.
Un minuto después, al mirar de nuevo, se dio cuenta de que se había equivocado; sobre «aquello» revoloteaban algunas aves chovas y gaviotas en su mayoría, estas últimas centelleando cegadoramente cuando la luz del sol golpeaba sus alas—, pero todas ellas parecían pequeñas a su lado. Su curiosidad fue creciendo más y más, debido tal vez a lo insuficiente de su primera explicación.
Como no tenía nada mejor que hacer, para entretenerse, decidió convertir aquel objeto, fuera lo que fuera en realidad, en el objetivo de su paseo vespertino, en lugar de Ladram Bay, pensando que acaso se tratara de alguna especie de pez grande, encallado por algún azar y agitándose en su desgracia. Así que se precipitó escaleras abajo, deteniéndose a intervalos de treinta pies, más o menos, para recuperar él aliento y escudriñar el misterioso movimiento.
Al pie del acantilado estaba, desde luego, mas cerca de su objetivo de lo que antes había estado; pero por otra parte, éste parecía juntarse ahora con el cielo incandescente, bajo el sol, y resultaba oscuro e indistinto. Cualquier cosa rosada que hubiera en él quedaba ahora oculta por una formación aislada de rocas cubiertas de maleza. Pero era capaz de discernir que estaba formado por siete cuerpos redondeados, independientes o unidos, y de que las aves seguían graznando y chillando, aunque parecían tener miedo de acercarse demasiado.
Mr. Fison, roído por la curiosidad, empezó a buscar un camino a través de las rocas desgastadas por la marea y, al descubrir que las algas húmedas que ¡as cubrían resultaban extremadamente resbaladizas, se detuvo, se quitó los zapatos y los calcetines y, para sortear los charcos que había entre las rocas, se dobló los pantalones por encima de las rodillas. Tal vez también estaba contento —como lo están todos los hombres— por haber encontrado una excusa para revivir, aunque fuera por un momento, las sensaciones de su niñez. En todo caso, no hay duda de que debe su vida a este incidente.
Se acercaba a su objetivo con la confianza propia de los habitantes de un región que, como la suya, les resguardaba de todas las formas de vida animal. ijqs cuerpos redondeados se movían de un lado a otro, pero solamente cuando coronó el montículo rocoso que he mencionado se dio cuenta del carácter horrible de su hallazgo. Lo descubrió de forma repentina.
Los cuerpos redondeados se separaron cuando él apareció sobre el escollo, y mostraron que el objeto rosado era el cuerpo parcialmente devorado de un ser humano; pero habría sido incapaz de decir si pertenecía a un hombre o a una mujer. Los cuerpos redondeados eran unas criaturas desconocidas para él, de aspecto espantoso, cuya forma se parecía algo a un pulpo, con tentáculos enormes, muy largos y flexibles, sobre el suelo. La piel tenía una textura reluciente, desagradable a la vista, como un cuero brillante. La curva descendente de la boca rodeada de tentáculos, la curiosa excrecencia en la curva, los tentáculos y los grandes ojos inteligentes, daban a aquellas criaturas la grotesca apariencia de un rostro humane. El tamaño del cuerpo era el de un cerdo mediano y los tentáculos le parecieron de varios pies de longitud. Había, según él, por lo menos siete u ocho de aquellas criaturas. A veinte yardas de distancia, entre la espuma de la marea que subía, otras dos emergían del mar.
Sus cuerpos yacían sobre las rocas y sus ojos le miraban con perverso interés; pero no parece que Mr. Fison estuviera asustado ni que se diera cuenta de que estaba en peligro. Posiblemente su confianza debe atribuirse a la indolencia de su carácter. Pero, desde luego, estaba horrorizado, muy excitado e indignado de que tan repugnantes criaturas se alimentaran de carne humana. Pensó que se habían tropezado por casualidad con el cuerpo de un ahogado. Gritó con la intención de alejarlas y, viendo que no se movían, buscó alrededor, recogió una piedra grande y redonda y se la arrojó a una de ellas.
Entonces, desenrollando lentamente sus tentáculos, todos los animales empezaron a moverse hacia él, arrastrándose al principio con lentitud y emitiendo un suave ronroneo entre ellos.
En un instante, Mr. Fison se dio cuenta de que estaba en peligro. Gritó de nuevo, les tiró las dos botas y, de un salto, se puso de inmediato en camino. Veinte yardas más allá se detuvo, dio media vuelta, creyendo que eran lentos, y ¡mirad!, los tentáculos del cabecilla ya estaban posándose en el escollo en el que había estado él hacia un momento.
Entonces, gritó otra vez, pero en esta ocasión no fue un grito de amenaza sino de desmayo, y empezó a saltar, a dar zancadas, a resbalar, vadeando el irregular terreno que se extendía entre él y la playa. Los altos acantilados rojizos le parecían hallarse de repente a una gran distancia, y vio, como si fueran criaturas de otro mundo, dos diminutos trabajadores empeñados en reparar el camino escalado, sin sospechar la carrera desesperada que estaba empezando a sus pies. En cierto modo, pudo oír, a no más de doce pies detrás de él, el chapoteo de las criaturas en los charcos, en una ocasión resbaló y estuvo a punto de caer.
Le persiguieron hasta el pie mismo del acantilado, y no desistieron hasta que se le unieron los trabajadores en la base del camino escalonado hacia la cima. Los tres hombres les apedrearon durante un rato y después se apresuraron a subir a lo más alto del acantilado y siguieron el camino hacia Sidmouth, con el fin de conseguir ayuda y un bote para rescatar el cuerpo profanado de las ganas de aquellas abominables criaturas.
Hasta el extraordinario suceso de Sidmouth, la peculiar especie Haploteuthis ferox era conocida por la ciencia sólo de forma genérica, fundándose en un tentáculo medio digerido hallado cerca de las Azores y en un cuerpo medio descompuesto, picoteado por los pájaros y mordisqueado por los peces, encontrado a principios de 1896 por Mr. Jennings, cerca de Land’s End
Realmente, en ningún ramo de la zoología estamos tan a oscuras como en el que concierne a los cefalópodos de las profundidades marinas. Por ejemplo, fue una mera casualidad lo que llevó al príncipe de Mónaco a descubrir, en el verano de 1895, casi media docena de nuevas formas, entre las que se incluía el tentáculo antes mencionado. Sucedió que unos balleneros mataron, cerca de Terceira, un cachalote que, en un último esfuerzo, casi embistió el yate del príncipe; pero falló, dio una vuelta y murió a unas veinte yardas del timón. En su agonía arrojó unos objetos de gran tamaño, que el príncipe, presintiendo vagamente que se trataba de algo extraño e importante, pudo, por suerte, recoger antes de que se hundieran. Puso las hélices en movimiento y, dando vueltas en los vórtices así creados, los mantuvo hasta que consiguieron bajar un bote. Resultó que aquellos especímenes eran cefalópodos enteros y fragmentos de cefalópodos, algunos de ellos de proporciones gigantescas, y ¡casi todos desconocidos para la ciencia!
En realidad podría parecer que estas criaturas, grandes y ágiles, que habitan en las profundidades medias del mar deberían permanecer, en gran parte, desconocidas para nosotros, ya que bajo el agua son demasiado escurridizas para las redes, y sólo por imprevistas casualidades se pueden obtener especímenes. En el caso del Haploteuthis ferox, por ejemplo, seguimos ignorando todo cuanto se refiere a su hábitat, igual que ignoramos cómo crían los arenques o las rutas marítimas del salmón. Además los zoólogos no saben tampoco cómo explicar su repentina aparición en nuestra costa. Posiblemente, fue el esfuerzo de una migración causada por el hambre lo que le empujó a salir de las profundidades. Pero tal vez sea mejor evitar especulaciones necesariamente imprecisas, y pasar de inmediato a nuestra narración.
El primer ser humano que puso sus ojos en un Haploteuthis vivo —es decir, el primer ser humano que sobrevivió, porque ahora apenas caben dudas sobre la verdadera causa de la racha, que se produjo a primeros de mayo, de muerte de bañistas y accidentes de embarcaciones que navegaban por la costa de Cornualles y Devon— fue un comerciante de té llamado Fison, alojado en una casa de huéspedes de Sidmouth. Era por la tarde y estaba paseando por el sendero del acantilado entre Sidmouth y Ladram Bay, En este paraje los acantilados son muy altos, pero bajo su rojiza superficie existe un lugar donde se ha formado una especie de escalera. Estaba cerca de allí cuando le llamó la atención lo que al principio tomó por una bandada de pájaros que luchaba por conseguir un pedazo de comida, que a la luz del sol resplandecía con brillo blanquecino y rosado. La marea estaba baja y el objeto no solamente quedaba lejos, bajo él, sino incluso remoto, al otro lado de un ancho yermo de arrecifes cubierto de algas y salpicado de charcos de brillo plateado dejados por la marea. Además, el resplandor del agua le deslumbraba.
Un minuto después, al mirar de nuevo, se dio cuenta de que se había equivocado; sobre «aquello» revoloteaban algunas aves chovas y gaviotas en su mayoría, estas últimas centelleando cegadoramente cuando la luz del sol golpeaba sus alas—, pero todas ellas parecían pequeñas a su lado. Su curiosidad fue creciendo más y más, debido tal vez a lo insuficiente de su primera explicación.
Como no tenía nada mejor que hacer, para entretenerse, decidió convertir aquel objeto, fuera lo que fuera en realidad, en el objetivo de su paseo vespertino, en lugar de Ladram Bay, pensando que acaso se tratara de alguna especie de pez grande, encallado por algún azar y agitándose en su desgracia. Así que se precipitó escaleras abajo, deteniéndose a intervalos de treinta pies, más o menos, para recuperar él aliento y escudriñar el misterioso movimiento.
Al pie del acantilado estaba, desde luego, mas cerca de su objetivo de lo que antes había estado; pero por otra parte, éste parecía juntarse ahora con el cielo incandescente, bajo el sol, y resultaba oscuro e indistinto. Cualquier cosa rosada que hubiera en él quedaba ahora oculta por una formación aislada de rocas cubiertas de maleza. Pero era capaz de discernir que estaba formado por siete cuerpos redondeados, independientes o unidos, y de que las aves seguían graznando y chillando, aunque parecían tener miedo de acercarse demasiado.
Mr. Fison, roído por la curiosidad, empezó a buscar un camino a través de las rocas desgastadas por la marea y, al descubrir que las algas húmedas que ¡as cubrían resultaban extremadamente resbaladizas, se detuvo, se quitó los zapatos y los calcetines y, para sortear los charcos que había entre las rocas, se dobló los pantalones por encima de las rodillas. Tal vez también estaba contento —como lo están todos los hombres— por haber encontrado una excusa para revivir, aunque fuera por un momento, las sensaciones de su niñez. En todo caso, no hay duda de que debe su vida a este incidente.
Se acercaba a su objetivo con la confianza propia de los habitantes de un región que, como la suya, les resguardaba de todas las formas de vida animal. ijqs cuerpos redondeados se movían de un lado a otro, pero solamente cuando coronó el montículo rocoso que he mencionado se dio cuenta del carácter horrible de su hallazgo. Lo descubrió de forma repentina.
Los cuerpos redondeados se separaron cuando él apareció sobre el escollo, y mostraron que el objeto rosado era el cuerpo parcialmente devorado de un ser humano; pero habría sido incapaz de decir si pertenecía a un hombre o a una mujer. Los cuerpos redondeados eran unas criaturas desconocidas para él, de aspecto espantoso, cuya forma se parecía algo a un pulpo, con tentáculos enormes, muy largos y flexibles, sobre el suelo. La piel tenía una textura reluciente, desagradable a la vista, como un cuero brillante. La curva descendente de la boca rodeada de tentáculos, la curiosa excrecencia en la curva, los tentáculos y los grandes ojos inteligentes, daban a aquellas criaturas la grotesca apariencia de un rostro humane. El tamaño del cuerpo era el de un cerdo mediano y los tentáculos le parecieron de varios pies de longitud. Había, según él, por lo menos siete u ocho de aquellas criaturas. A veinte yardas de distancia, entre la espuma de la marea que subía, otras dos emergían del mar.
Sus cuerpos yacían sobre las rocas y sus ojos le miraban con perverso interés; pero no parece que Mr. Fison estuviera asustado ni que se diera cuenta de que estaba en peligro. Posiblemente su confianza debe atribuirse a la indolencia de su carácter. Pero, desde luego, estaba horrorizado, muy excitado e indignado de que tan repugnantes criaturas se alimentaran de carne humana. Pensó que se habían tropezado por casualidad con el cuerpo de un ahogado. Gritó con la intención de alejarlas y, viendo que no se movían, buscó alrededor, recogió una piedra grande y redonda y se la arrojó a una de ellas.
Entonces, desenrollando lentamente sus tentáculos, todos los animales empezaron a moverse hacia él, arrastrándose al principio con lentitud y emitiendo un suave ronroneo entre ellos.
En un instante, Mr. Fison se dio cuenta de que estaba en peligro. Gritó de nuevo, les tiró las dos botas y, de un salto, se puso de inmediato en camino. Veinte yardas más allá se detuvo, dio media vuelta, creyendo que eran lentos, y ¡mirad!, los tentáculos del cabecilla ya estaban posándose en el escollo en el que había estado él hacia un momento.
Entonces, gritó otra vez, pero en esta ocasión no fue un grito de amenaza sino de desmayo, y empezó a saltar, a dar zancadas, a resbalar, vadeando el irregular terreno que se extendía entre él y la playa. Los altos acantilados rojizos le parecían hallarse de repente a una gran distancia, y vio, como si fueran criaturas de otro mundo, dos diminutos trabajadores empeñados en reparar el camino escalado, sin sospechar la carrera desesperada que estaba empezando a sus pies. En cierto modo, pudo oír, a no más de doce pies detrás de él, el chapoteo de las criaturas en los charcos, en una ocasión resbaló y estuvo a punto de caer.
Le persiguieron hasta el pie mismo del acantilado, y no desistieron hasta que se le unieron los trabajadores en la base del camino escalonado hacia la cima. Los tres hombres les apedrearon durante un rato y después se apresuraron a subir a lo más alto del acantilado y siguieron el camino hacia Sidmouth, con el fin de conseguir ayuda y un bote para rescatar el cuerpo profanado de las ganas de aquellas abominables criaturas.
2
Por si no hubiera corrido suficientes peligros aquel día, Mr. Fison subió con los demás al bote para indicar el lugar exacto de la aventura. Como la marea estaba baja, tuvieron que dar un rodeo considerable para alcanzarlo; cuando por fin llegaron al pie del camino escalonado, el cuerpo mutilado había desaparecido. Ahora el agua corría, sumergiendo primero una porción de roca fangosa y después otra, y los cuatro hombres de la barca —es decir, los trabajadores, el barquero y Mr. Fison— desviaron su atención de la costa para fijarla en el agua bajo la quilla.
Al principio no pudieron ver gran cosa debajo de ellos, salvo una oscura selva de laminaria con algún pez que, de vez en cuando, pasaba velozmente. Sus mentes estaban predispuestas a la aventura, así que expresaron su franca decepción. Pero entonces vieron uno de los monstruos nadando en el agua, mar adentro, con un curioso movimiento giratorio que hizo evocar a Mr. Fison el balanceo de un globo cautivo. Un momento después, las ondulantes serpentinas de laminaria se agitaron extraordinariamente, se abrieron un instante, y quedaron oscuramente visibles tres de aquellas bestias, luchando por lo que era con toda probabilidad algún fragmento del ahogado. Luego, las abundantes cintas verde-oliva se derramaron de nuevo sobre el convulso grupo.
Entretanto, los cuatro hombres, extremadamente excitados, empezaron a golpear el agua con los remos y a gritar y de inmediato vieron un tumultuoso movimiento entre las algas. Renunciaron a distinguir con mas claridad de qué podía tratarse y, tan pronto como el agua quedó tranquila, descubrieron, según les pareció, que todo el fondo del mar entre las algas estaba cubierto de ojos.
—¡Los muy cerdos! —gritó uno de los hombres—. ¡Mirad, los hay a docenas!
En seguida esas cosas empezaron a subir por el agua hacia ellos. Mr, Fison describió después al escritor aquella sobrecogedora erupción de los ondulantes prados de laminaria, A él le pareció que habla durado un considerable lapso de tiempo, pero es probable que, en realidad, fuera sólo cuestión de unos segundos. Durante un rato no había nada más que ojos, y después tentáculos brotando y dividiendo las frondas de algas en todas direcciones. Después aquellas cosas aumentaron de tamaño, hasta que al fin el fondo quedó oculto por sus formas enrolladas y confundidas unas con otras, y las extremidades de los tentáculos aparecieron misteriosamente aquí y allá en el aire sobre la ondulación de las aguas.
Uno se acercó audazmente al costado de la barca y, agarrándose a él con tres de sus tentáculos provistos de ventosas, lanzó otros cuatro sobre la borda, como si tuviera intención de volcar la embarcación o de subir a ella gateando. De inmediato, Mr. Fison cogió el bichero y. pinchándole furiosamente los blandos tentáculos, le obligó a desistir. Fue golpeado por la espalda y casi arrojado por la borda por el barquero, que usaba su remo para resistir un ataque similar por el otro costado de la barca. Pero los tentáculos de ambos lados soltaron en seguida su presa y se deslizaron para hundirse en el agua.
—Será mejor que nos vayamos de aquí —dijo Mr. Fison, que estaba temblando violentamente.
Se dirigió a la caña del timón, mientras el barquero y uno de los trabajadores se sentaban y empezaban a remar. El otro hombre se quedó de pie, a proa de la embarcación, con el bichero, dispuesto a golpear cualquier tentáculo que pudiera aparecer. No se habló más, según parece. Mr. Fison había expresado el sentimiento común de la forma mas exacta. Con un talante taciturno y asustado, los rostros pálidos y cansados, intentaron escapar de la situación en que habían cometido el error y la imprudencia de meterse.
Pero apenas los remos se hundieron en al agua, unas misteriosas cuerdas sinuosas y delgadas los rodearon; lo mismo hicieron con el timón, y acercándose con sigilo a los costados del bote, con un movimiento serpenteante aparecieron de nuevo las ventosas. Los hombres agarraron los remos y tiraron de ellos, pero era como tratar de mover un bote en una masa flotante de algas
—¡Aquí, ayuda! —gritó el barquero. Mr. Fison y el segundo hombre corrieron a ayudarle a sacar el remo.
Entonces el que sostenía el bichero, que se llamaba Ewan o Ewen, saltó, lanzando una maldición, y empezó a golpear hacia abajo, sobre la borda, hasta donde alcanzaba, hiriendo el banco de tentáculos que ahora se arracimaban por, el fondo de la embarcación. A un mismo tiempo, los dos remeros se pusieron en pie tratando de obtener un mejor punto de apoyo para recuperar sus remos. El barquero le entregó el suyo a Mr, Fison, que tiró de él desesperadamente y, entre tanto, el barquero abrió una navaja de muelles grande e, inclinándose sobre la borda de la embarcación, empezó a cortar las espirales de brazos que rodeaban los mangos de los remos.
Mr. Fison, tambaleándose con el balanceo de la embarcación, apretando los dientes, jadeando, saliéndosele las venas de la mano mientras tiraba del remo, dirigió de pronto los ojos mar adentro. Y allí, a no más de cincuenta yardas de distancia, en las grandes olas de la marea ascendente, una embarcación grande ponía rumbo hacia ellos; en ella había tres mujeres y un niño pequeño. Un barquero se ocupaba de remar y un hombrecillo, con un sombrero de paja con cintas de color rosa y traje blanco, estaba de pie, a popa, saludándoles. Por un momento, sin duda, Mr. Fison pensó en la ayuda que significaba, pero después pensó en el niño. Abandonó de inmediato el remo, levantó los brazos gesticulando frenéticamente y gritó al grupo de la barca que se mantuvieran lejos «¡por amor de Dios!». Dice mucho en favor de la modestia y valor de Mr. Fison el hecho de que no parece consciente de cuánto hubo de heroísmo en su acción en aquella coyuntura. El remo que había abandonado fue arrastrado en seguida hacia abajo; después reapareció flotando a unas veinte yardas de distancia.
En aquel momento, Mr. Fison notó que el bote daba violentos bandazos, y un grito ronco, un prolongado chillido de terror de Huí, el barquero, hizo que olvidara por completo al grupo de excursionistas. Se volvió y vio a Huí en cuclillas junto al tolete de proa, con el rostro convulsionado por el terror; de su brazo derecho, sobre la borda, algo tiraba fuertemente hacia abajo. Ahora lanzaba una sucesión de breves gritos agudos, «¡Oh!, ¡oh!, ¡oh!… ¡oh!», Mr. Fison cree que debía de haber estado cortando los tentáculos bajo la línea de flotación y que le habían agarrado, pero, naturalmente, es imposible decir ahora lo que ocurrió en realidad. La embarcación se inclinaba mucho, de manera que la regala estaba a menos de diez pulgadas del agua y tanto Ewan como el otro hombre estaban golpeando el agua con remo y bichero a cada uno de los lados del brazo de Hill. Mr, Fison, instintivamente, se colocó en el lado opuesto para hacerles de contrapeso
Entonces Huí, que era un hombre fornido y fuerte, tazo un esfuerzo supremo y casi se enderezó Consiguió sacar el brazo del agua. Colgando de él había una complicada maraña de cuerdas oscuras; los ojos de uno de los brutos que habían hecho presa de él, mirando directa y resueltamente, aparecieron momentáneamente sobre la superficie. El bote se inclinaba más y más y el agua, de un color verde oscuro, se derramaba en cascadas sobre la borda. Entonces Huí resbaló y dio con sus costillas sobre la borda; su brazo, con la masa de tentáculos alrededor, cayó de nuevo al agua. Dio la vuelta, su bota coceó la rodilla de Mr. Fison, en el momento que este caballero acudía en su ayuda, y casi en el mismo instante nuevos tentáculos rodearon su cuello y su cintura; tras una lucha breve y convulsiva, durante la cual el bote estuvo a punto de volcar, Hill fue arrastrado fuera borda. La embarcación se enderezó con una violenta sacudida que casi envió a Mr. Fison sobre la otra borda, y le ocultó la lucha en el agua.
Se quedó un momento tambaleándose, tratando de recuperar el equilibrio, y entre tanto, se dio cuenta de que la lucha y la marea creciente les había llevado de nuevo cerca de las rocas cubiertas de maleza. A no más de cuatro yardas una meseta de rocas se alzaba aún en rítmicos movimientos sobre la marea. En un momento dado, Mr. Fison agarró el remo de Ewan, dio un vigoroso golpe y después, dejándolo caer, como a la borda y saltó. Sintió que sus pies resbalaban sobre la roca y, con un frenético esfuerzo, saltó otra vez hacia una masa que había a poca distancia. Dio un traspiés sobre ella, se puso de rodillas y se incorporó de nuevo.
—¡Mirad! —gritó alguien, y un cuerpo grande de color pardo le golpeó.
Uno de los hombres le hizo entrar en uno de los charcos dejados por la marea y mientras se hundía, oyó gritos sofocados, que en aquel momento creyó que eran de Hill. Entonces se encontró a sí mismo maravillándose de la estridencia y variedad de la voz de Hill. Alguien le saltó encima y un curvado torrente de agua espumosa se vertió sobre él y después desapareció. Se puso rápidamente en pie, chorreando, y sin mirar al mar, corrió, todo lo aprisa que le permitía el terror, hacia la costa. Ante él, sobre el espacio llano salpicado de rocas, daban traspiés los dos hombres, separados por unas doce yardas.
Al fin miró sobre su hombro y, viendo que no le perseguían, se volvió. Quedó atónito. Desde el momento de la aparición de los cefalópodos fuera del agua, había actuado demasiado aprisa para darse cuenta de sus propias acciones Ahora le parecía como si hubiera salido de repente de una pesadilla
Porque había un cielo sin nubes, en el que resplandecía el sol de la tarde, un mar que se movía bajo su brillo implacable, la suave espuma cremosa de las olas que rompían y los bajos, largos, oscuros escollos de las rocas La enderezada embarcación flotaba, balanceándose suavemente sobre las olas a unas doce yardas de la orilla. Hill y los monstruos, toda la tensión y la agitación de aquella lucha feroz por la vida, se habían desvanecido, como si no hubieran existido nunca.
El corazón de Mr. Fison latía violentamente, se estremecía de pies a cabeza y respiraba hondo.
Faltaba algo. Durante unos segundos no pudo pensar con bastante claridad de qué podía tratarse. Sol, cielo, mar, rocas, ¿qué era? Entonces recordó la embarcación cargada de excursionistas Se había desvanecido. Se preguntó si se la había imaginado. Se volvió y vio a los dos hombres de pie, uno junto a otro, bajo las rocas salientes de los altos acantilados de color de rosa. Vaciló, pensando si debería hacer un último esfuerzo por salvar al otro hombre, Hill. Su excitación física pareció abandonarle de golpe, y le dejó aturdido e impotente. Se volvió hacia la costa con dificultad, tambaleándose, llegó hasta sus dos compañeros.
Miró de nuevo hacia atrás; ahora había dos embarcaciones flotando, la que estaba mas lejos había volcado y cabeceaba torpemente sobre el mar.
Por si no hubiera corrido suficientes peligros aquel día, Mr. Fison subió con los demás al bote para indicar el lugar exacto de la aventura. Como la marea estaba baja, tuvieron que dar un rodeo considerable para alcanzarlo; cuando por fin llegaron al pie del camino escalonado, el cuerpo mutilado había desaparecido. Ahora el agua corría, sumergiendo primero una porción de roca fangosa y después otra, y los cuatro hombres de la barca —es decir, los trabajadores, el barquero y Mr. Fison— desviaron su atención de la costa para fijarla en el agua bajo la quilla.
Al principio no pudieron ver gran cosa debajo de ellos, salvo una oscura selva de laminaria con algún pez que, de vez en cuando, pasaba velozmente. Sus mentes estaban predispuestas a la aventura, así que expresaron su franca decepción. Pero entonces vieron uno de los monstruos nadando en el agua, mar adentro, con un curioso movimiento giratorio que hizo evocar a Mr. Fison el balanceo de un globo cautivo. Un momento después, las ondulantes serpentinas de laminaria se agitaron extraordinariamente, se abrieron un instante, y quedaron oscuramente visibles tres de aquellas bestias, luchando por lo que era con toda probabilidad algún fragmento del ahogado. Luego, las abundantes cintas verde-oliva se derramaron de nuevo sobre el convulso grupo.
Entretanto, los cuatro hombres, extremadamente excitados, empezaron a golpear el agua con los remos y a gritar y de inmediato vieron un tumultuoso movimiento entre las algas. Renunciaron a distinguir con mas claridad de qué podía tratarse y, tan pronto como el agua quedó tranquila, descubrieron, según les pareció, que todo el fondo del mar entre las algas estaba cubierto de ojos.
—¡Los muy cerdos! —gritó uno de los hombres—. ¡Mirad, los hay a docenas!
En seguida esas cosas empezaron a subir por el agua hacia ellos. Mr, Fison describió después al escritor aquella sobrecogedora erupción de los ondulantes prados de laminaria, A él le pareció que habla durado un considerable lapso de tiempo, pero es probable que, en realidad, fuera sólo cuestión de unos segundos. Durante un rato no había nada más que ojos, y después tentáculos brotando y dividiendo las frondas de algas en todas direcciones. Después aquellas cosas aumentaron de tamaño, hasta que al fin el fondo quedó oculto por sus formas enrolladas y confundidas unas con otras, y las extremidades de los tentáculos aparecieron misteriosamente aquí y allá en el aire sobre la ondulación de las aguas.
Uno se acercó audazmente al costado de la barca y, agarrándose a él con tres de sus tentáculos provistos de ventosas, lanzó otros cuatro sobre la borda, como si tuviera intención de volcar la embarcación o de subir a ella gateando. De inmediato, Mr. Fison cogió el bichero y. pinchándole furiosamente los blandos tentáculos, le obligó a desistir. Fue golpeado por la espalda y casi arrojado por la borda por el barquero, que usaba su remo para resistir un ataque similar por el otro costado de la barca. Pero los tentáculos de ambos lados soltaron en seguida su presa y se deslizaron para hundirse en el agua.
—Será mejor que nos vayamos de aquí —dijo Mr. Fison, que estaba temblando violentamente.
Se dirigió a la caña del timón, mientras el barquero y uno de los trabajadores se sentaban y empezaban a remar. El otro hombre se quedó de pie, a proa de la embarcación, con el bichero, dispuesto a golpear cualquier tentáculo que pudiera aparecer. No se habló más, según parece. Mr. Fison había expresado el sentimiento común de la forma mas exacta. Con un talante taciturno y asustado, los rostros pálidos y cansados, intentaron escapar de la situación en que habían cometido el error y la imprudencia de meterse.
Pero apenas los remos se hundieron en al agua, unas misteriosas cuerdas sinuosas y delgadas los rodearon; lo mismo hicieron con el timón, y acercándose con sigilo a los costados del bote, con un movimiento serpenteante aparecieron de nuevo las ventosas. Los hombres agarraron los remos y tiraron de ellos, pero era como tratar de mover un bote en una masa flotante de algas
—¡Aquí, ayuda! —gritó el barquero. Mr. Fison y el segundo hombre corrieron a ayudarle a sacar el remo.
Entonces el que sostenía el bichero, que se llamaba Ewan o Ewen, saltó, lanzando una maldición, y empezó a golpear hacia abajo, sobre la borda, hasta donde alcanzaba, hiriendo el banco de tentáculos que ahora se arracimaban por, el fondo de la embarcación. A un mismo tiempo, los dos remeros se pusieron en pie tratando de obtener un mejor punto de apoyo para recuperar sus remos. El barquero le entregó el suyo a Mr, Fison, que tiró de él desesperadamente y, entre tanto, el barquero abrió una navaja de muelles grande e, inclinándose sobre la borda de la embarcación, empezó a cortar las espirales de brazos que rodeaban los mangos de los remos.
Mr. Fison, tambaleándose con el balanceo de la embarcación, apretando los dientes, jadeando, saliéndosele las venas de la mano mientras tiraba del remo, dirigió de pronto los ojos mar adentro. Y allí, a no más de cincuenta yardas de distancia, en las grandes olas de la marea ascendente, una embarcación grande ponía rumbo hacia ellos; en ella había tres mujeres y un niño pequeño. Un barquero se ocupaba de remar y un hombrecillo, con un sombrero de paja con cintas de color rosa y traje blanco, estaba de pie, a popa, saludándoles. Por un momento, sin duda, Mr. Fison pensó en la ayuda que significaba, pero después pensó en el niño. Abandonó de inmediato el remo, levantó los brazos gesticulando frenéticamente y gritó al grupo de la barca que se mantuvieran lejos «¡por amor de Dios!». Dice mucho en favor de la modestia y valor de Mr. Fison el hecho de que no parece consciente de cuánto hubo de heroísmo en su acción en aquella coyuntura. El remo que había abandonado fue arrastrado en seguida hacia abajo; después reapareció flotando a unas veinte yardas de distancia.
En aquel momento, Mr. Fison notó que el bote daba violentos bandazos, y un grito ronco, un prolongado chillido de terror de Huí, el barquero, hizo que olvidara por completo al grupo de excursionistas. Se volvió y vio a Huí en cuclillas junto al tolete de proa, con el rostro convulsionado por el terror; de su brazo derecho, sobre la borda, algo tiraba fuertemente hacia abajo. Ahora lanzaba una sucesión de breves gritos agudos, «¡Oh!, ¡oh!, ¡oh!… ¡oh!», Mr. Fison cree que debía de haber estado cortando los tentáculos bajo la línea de flotación y que le habían agarrado, pero, naturalmente, es imposible decir ahora lo que ocurrió en realidad. La embarcación se inclinaba mucho, de manera que la regala estaba a menos de diez pulgadas del agua y tanto Ewan como el otro hombre estaban golpeando el agua con remo y bichero a cada uno de los lados del brazo de Hill. Mr, Fison, instintivamente, se colocó en el lado opuesto para hacerles de contrapeso
Entonces Huí, que era un hombre fornido y fuerte, tazo un esfuerzo supremo y casi se enderezó Consiguió sacar el brazo del agua. Colgando de él había una complicada maraña de cuerdas oscuras; los ojos de uno de los brutos que habían hecho presa de él, mirando directa y resueltamente, aparecieron momentáneamente sobre la superficie. El bote se inclinaba más y más y el agua, de un color verde oscuro, se derramaba en cascadas sobre la borda. Entonces Huí resbaló y dio con sus costillas sobre la borda; su brazo, con la masa de tentáculos alrededor, cayó de nuevo al agua. Dio la vuelta, su bota coceó la rodilla de Mr. Fison, en el momento que este caballero acudía en su ayuda, y casi en el mismo instante nuevos tentáculos rodearon su cuello y su cintura; tras una lucha breve y convulsiva, durante la cual el bote estuvo a punto de volcar, Hill fue arrastrado fuera borda. La embarcación se enderezó con una violenta sacudida que casi envió a Mr. Fison sobre la otra borda, y le ocultó la lucha en el agua.
Se quedó un momento tambaleándose, tratando de recuperar el equilibrio, y entre tanto, se dio cuenta de que la lucha y la marea creciente les había llevado de nuevo cerca de las rocas cubiertas de maleza. A no más de cuatro yardas una meseta de rocas se alzaba aún en rítmicos movimientos sobre la marea. En un momento dado, Mr. Fison agarró el remo de Ewan, dio un vigoroso golpe y después, dejándolo caer, como a la borda y saltó. Sintió que sus pies resbalaban sobre la roca y, con un frenético esfuerzo, saltó otra vez hacia una masa que había a poca distancia. Dio un traspiés sobre ella, se puso de rodillas y se incorporó de nuevo.
—¡Mirad! —gritó alguien, y un cuerpo grande de color pardo le golpeó.
Uno de los hombres le hizo entrar en uno de los charcos dejados por la marea y mientras se hundía, oyó gritos sofocados, que en aquel momento creyó que eran de Hill. Entonces se encontró a sí mismo maravillándose de la estridencia y variedad de la voz de Hill. Alguien le saltó encima y un curvado torrente de agua espumosa se vertió sobre él y después desapareció. Se puso rápidamente en pie, chorreando, y sin mirar al mar, corrió, todo lo aprisa que le permitía el terror, hacia la costa. Ante él, sobre el espacio llano salpicado de rocas, daban traspiés los dos hombres, separados por unas doce yardas.
Al fin miró sobre su hombro y, viendo que no le perseguían, se volvió. Quedó atónito. Desde el momento de la aparición de los cefalópodos fuera del agua, había actuado demasiado aprisa para darse cuenta de sus propias acciones Ahora le parecía como si hubiera salido de repente de una pesadilla
Porque había un cielo sin nubes, en el que resplandecía el sol de la tarde, un mar que se movía bajo su brillo implacable, la suave espuma cremosa de las olas que rompían y los bajos, largos, oscuros escollos de las rocas La enderezada embarcación flotaba, balanceándose suavemente sobre las olas a unas doce yardas de la orilla. Hill y los monstruos, toda la tensión y la agitación de aquella lucha feroz por la vida, se habían desvanecido, como si no hubieran existido nunca.
El corazón de Mr. Fison latía violentamente, se estremecía de pies a cabeza y respiraba hondo.
Faltaba algo. Durante unos segundos no pudo pensar con bastante claridad de qué podía tratarse. Sol, cielo, mar, rocas, ¿qué era? Entonces recordó la embarcación cargada de excursionistas Se había desvanecido. Se preguntó si se la había imaginado. Se volvió y vio a los dos hombres de pie, uno junto a otro, bajo las rocas salientes de los altos acantilados de color de rosa. Vaciló, pensando si debería hacer un último esfuerzo por salvar al otro hombre, Hill. Su excitación física pareció abandonarle de golpe, y le dejó aturdido e impotente. Se volvió hacia la costa con dificultad, tambaleándose, llegó hasta sus dos compañeros.
Miró de nuevo hacia atrás; ahora había dos embarcaciones flotando, la que estaba mas lejos había volcado y cabeceaba torpemente sobre el mar.
Así fue como el Haploteuthis ferox hizo su aparición en la costa de Devonshire Hasta la fecha ha sido ésta su peor agresión. La narración de Mr. Fiaon, junto con la racha de naufragios y accidentes de bañistas a los que ya he aludido, así como la desaparición de los peces de las costas de Cornualles durante aquel año, indican claramente la existencia de un banco de aquellos monstruos voraces de las profundidades marinas que merodeaban lentamente a lo largo de la costa. Sé que se ha aducido una migración inducida por el hambre, como origen del impulso que los trajo hacia aquí; pero, por mi parte, prefiero creer la teoría de Hemsley. Hemsley sostiene que un grupo o banco de estas criaturas puede haberse aficionado a la carne humana después del hundimiento de un barco que habría ido a caer entre ellos, entonces habrían abandonado su hábitat natural para errar en su busca; primero acechando y persiguiendo barcos y después llegando hasta nuestras costas en la estela del trafico atlántico. Pero discutir los argumentos de Hemsley, convincentes y admirablemente expuestos, estaría aquí fuera de lugar.
Parece que el apetito del banco quedó satisfecho con la captura de once personas —ya que, por lo que pudo averiguarse, había diez a bordo de la segunda embarcación, y desde luego aquellas criaturas no volvieron a dar señales de vida en Sidmouth aquel día. La costa entre Seaton y Budleigh Salieron fue patrullada toda la tarde y la noche por cuatro barcas del Servicio Preventivo; los hombres iban armados con arpones y machetes; a medida que avanzaba la tarde, otras expediciones, equipadas más o menos de la misma forma y organizadas por particulares, se unieron a ellas. Mr. Fison no tomó parle en ninguna de ellas.
Hacia la medianoche se oyeron gritos de alboroto en una embarcación que estaba a un par de millas mar adentro, hacia el sudeste de Sidmouth, y se vio un farol agitándose de una manera extraña de un lado a otro y de arriba a abajo. Las barcas más próximas se apresuraron a acudir a la señal de alarma. Los atrevidos ocupantes de la barca, un marinero, un coadjutor y dos colegiales, habían visto realmente a los monstruos pasando por debajo de su embarcación. Las criaturas, según parece, como la mayoría de los organismos de las profundidades del mar, eran fosforescentes, y habían estado flotando a unas cinco brazas de profundidad mas o menos, como seres imaginarios, a través de la negrura de las aguas, con los tentáculos recogidos como si durmieran, dando vueltas y mas vueltas y avanzando lentamente, en una formación como de cuña, hacia el sudeste.
Aquellas personas contaron su historia entrecortadamente, gesticulando, ya que primero se acercó una barca y después otra. Al final había una flotilla de ocho o nueve embarcaciones reunidas, y de ellas salía un tumulto, como el griterío de un mercado, que se alzaba en la quietud de la noche. Hubo poca —o ninguna— disposición de perseguir a la manada; la gente no tenía ni armas ni experiencia para una caza tan incierta, y entonces —incluso quizás con cierto alivio— las embarcaciones regresaron hacia la costa.
Y ahora hay que decir lo que es quizá el hecho más asombroso de esta asombrosa incursión. No tenemos la menor idea de los movimientos subsiguientes de la manada, aunque toda la costa sudoeste estaba alertada para detectarlos. Tal vez sea significativo el que un cachalote varara en Sark, el 3 de junio. Dos semanas y tres días después de este suceso de Sidmouth, un Haploteuthis vivo encalló en la playa de Calais. Estaba vivo porque vanos testigos vieron cómo movía los tentáculos de manera convulsiva. Pero es probable que estuviera moribundo. Un caballero llamado Pouchet consiguió un rifle y le pegó un tiro.
Ésta fue la última aparición de un Haploteuthis vivo. No se vieron otros en la cosía francesa. El 15 de junio un cuerpo, casi completo, pero muerto, fue arrojado a la playa cerca de Torquay, y unos cuantos días después una barca de la estación de Biología marina, ocupada en dragar Plymouth, sacó un espécimen medio corrompido, con una profunda herida de machete. Es imposible decir cómo había muerto el primer espécimen. Y el último día de ¡unió, un artista, Mr. Egbert Came, que se bañaba cerca de Newlyn, levantó los brazos, chilló y fue arrastrado bajo el agua. Un amigo que se estaba bañando con él no intentó salvarle, pero nadó de inmediato hacia la orilla. Este es el último hecho a narrar sobre este extraordinario ataque procedente de alta mar. Si es realmente la última de esas horribles criaturas es, por ahora, demasiado pronto para afirmarlo. Pero se cree, y hay que esperarlo así sin duda alguna, que han regresado ya, y regresado para siempre, a las profundidades sin sol de los mares medios, de las cuales surgieron tan extraña y misteriosamente.
Parece que el apetito del banco quedó satisfecho con la captura de once personas —ya que, por lo que pudo averiguarse, había diez a bordo de la segunda embarcación, y desde luego aquellas criaturas no volvieron a dar señales de vida en Sidmouth aquel día. La costa entre Seaton y Budleigh Salieron fue patrullada toda la tarde y la noche por cuatro barcas del Servicio Preventivo; los hombres iban armados con arpones y machetes; a medida que avanzaba la tarde, otras expediciones, equipadas más o menos de la misma forma y organizadas por particulares, se unieron a ellas. Mr. Fison no tomó parle en ninguna de ellas.
Hacia la medianoche se oyeron gritos de alboroto en una embarcación que estaba a un par de millas mar adentro, hacia el sudeste de Sidmouth, y se vio un farol agitándose de una manera extraña de un lado a otro y de arriba a abajo. Las barcas más próximas se apresuraron a acudir a la señal de alarma. Los atrevidos ocupantes de la barca, un marinero, un coadjutor y dos colegiales, habían visto realmente a los monstruos pasando por debajo de su embarcación. Las criaturas, según parece, como la mayoría de los organismos de las profundidades del mar, eran fosforescentes, y habían estado flotando a unas cinco brazas de profundidad mas o menos, como seres imaginarios, a través de la negrura de las aguas, con los tentáculos recogidos como si durmieran, dando vueltas y mas vueltas y avanzando lentamente, en una formación como de cuña, hacia el sudeste.
Aquellas personas contaron su historia entrecortadamente, gesticulando, ya que primero se acercó una barca y después otra. Al final había una flotilla de ocho o nueve embarcaciones reunidas, y de ellas salía un tumulto, como el griterío de un mercado, que se alzaba en la quietud de la noche. Hubo poca —o ninguna— disposición de perseguir a la manada; la gente no tenía ni armas ni experiencia para una caza tan incierta, y entonces —incluso quizás con cierto alivio— las embarcaciones regresaron hacia la costa.
Y ahora hay que decir lo que es quizá el hecho más asombroso de esta asombrosa incursión. No tenemos la menor idea de los movimientos subsiguientes de la manada, aunque toda la costa sudoeste estaba alertada para detectarlos. Tal vez sea significativo el que un cachalote varara en Sark, el 3 de junio. Dos semanas y tres días después de este suceso de Sidmouth, un Haploteuthis vivo encalló en la playa de Calais. Estaba vivo porque vanos testigos vieron cómo movía los tentáculos de manera convulsiva. Pero es probable que estuviera moribundo. Un caballero llamado Pouchet consiguió un rifle y le pegó un tiro.
Ésta fue la última aparición de un Haploteuthis vivo. No se vieron otros en la cosía francesa. El 15 de junio un cuerpo, casi completo, pero muerto, fue arrojado a la playa cerca de Torquay, y unos cuantos días después una barca de la estación de Biología marina, ocupada en dragar Plymouth, sacó un espécimen medio corrompido, con una profunda herida de machete. Es imposible decir cómo había muerto el primer espécimen. Y el último día de ¡unió, un artista, Mr. Egbert Came, que se bañaba cerca de Newlyn, levantó los brazos, chilló y fue arrastrado bajo el agua. Un amigo que se estaba bañando con él no intentó salvarle, pero nadó de inmediato hacia la orilla. Este es el último hecho a narrar sobre este extraordinario ataque procedente de alta mar. Si es realmente la última de esas horribles criaturas es, por ahora, demasiado pronto para afirmarlo. Pero se cree, y hay que esperarlo así sin duda alguna, que han regresado ya, y regresado para siempre, a las profundidades sin sol de los mares medios, de las cuales surgieron tan extraña y misteriosamente.