El caballo muerto.
Autor: Silvina Ocampo
Sentían que llevaban corazones bordados de nervaduras como las hojas, todas iguales y sin embargo distintas en las láminas del libro de Ciencias Naturales. Las tres corrían juntas en el fondo del jar dín; de tarde tenían el pelo desatado en ondas que se levantaban de trás de ellas; corrían hasta el alambrado que daba sobre el camino de tierra. Se olía de tanto en tanto pasar la respiración acalorada del tren, que provocaba la nostalgia de un viaje sobre la suprema fe licidad de la cama de arriba, en un camarote lleno de valijas y de vi drios que tiemblan.
Eran las cinco de la tarde en la sombra de las hamacas abando nadas, hamacadas por el viento, cuando veían pasar todos los días un chico a caballo, con los pies desnudos. Desde el día en que habían visto ese caballo obscuro con un chico encima, una presencia mila grosa las llevaba juntas, en remolinos de corridas por todo el jardín. Nunca habían podido ser amigas, siempre había una de las dos her manas que se iba sola, caminando con un cielo de tormenta en la frente, y la otra con el brazo anudado al brazo de su amiga. Y aho ra andaban las tres juntas, desde la mañana hasta la noche. Miss Harrington ya no tenía ningún poder sobre ellas; era inútil que tra gara el jardín con sus pasos enormes, llamándolas con una voz que le quedaba chica. La pobre Miss Harrington lloraba de noche, en su cuarto, lágrimas imperceptibles. Había llegado a esa casa una tar de de Navidad. Los chicos escondieron abundantes risas detrás de la puerta por donde la veían llegar. Los largos pasos de sus piernas involuntarias, hacían de ella una institutriz insensible y severa. En ese momento, Miss Harrington se sintió más chica que sus discípu los: no sabía nada de geografía, no podía acordarse de ningún dato histórico; desamparada ante la largura de sus pasos, subió la esca lera de un interminable suplicio, que la llevó hasta el cuarto de la dueña de casa.
Hacía cuatro años que estaba en la casa y vivía recogiendo los náufragos de las peleas. Ahora no había peleas para preservarla de su soledad: los varones estaban ese año en un colegio, las tres chi cas estaban demasiado unidas para oír a ningún llamado. Asombraba en la casa ese tríptico enlazado que antes vivía de rasguños y ti rones de pelo. Estaban tan quietas que parecía que posaban para un fotógrafo invisible, y era que se sentían crecer, y a una de ellas le en tristecía, a las otras dos les gustaba. Por eso estaban a veces aten tas y mudas, como si las estuvieran peinando para ir a una fiesta.
A las cinco de la tarde, por el camino de tierra pasaba a caballo el chico del guardabarrera, que las llevaba, corriendo por el deseo de verlo, hasta el alambrado. Le regalaban monedas y estampas, pero el chico les decía cosas atroces.
De noche, antes de dormirse, las tres contaban las palabras que les había dicho, las contaban mil veces, de miedo de haber perdido algunas en el transcurso del día, y se dormían tarde.
Un día que había torta pascualina para el almuerzo, y treinta grados en el termómetro del corredor -apenas parpadeaban las sombras de los árboles a las cinco de la tarde-, ya no galopaba más el caballo sobre el camino: estaba muriéndose en el suelo y el chico le pegaba con un látigo, con sus gritos y con sus miradas. El caba llo ya no se movía, tenía los ojos grandes, abiertos, y en ellos entra ba el cielo y se detenían los golpes. Estaba muerto como un cabrón sobre la tierra.
Y más tarde, subía la noche llenando el jardín de olor a caballo muerto. Volaban las pantallas de las moscas por toda la casa.
El canto de los grillos era tan compacto que no se oía. Una de las dos hermanas iba sola caminando.
Miss Harrington, que estaba recogiendo datos históricos, se son rió por encima de su libro al verlas llegar.
Eran las cinco de la tarde en la sombra de las hamacas abando nadas, hamacadas por el viento, cuando veían pasar todos los días un chico a caballo, con los pies desnudos. Desde el día en que habían visto ese caballo obscuro con un chico encima, una presencia mila grosa las llevaba juntas, en remolinos de corridas por todo el jardín. Nunca habían podido ser amigas, siempre había una de las dos her manas que se iba sola, caminando con un cielo de tormenta en la frente, y la otra con el brazo anudado al brazo de su amiga. Y aho ra andaban las tres juntas, desde la mañana hasta la noche. Miss Harrington ya no tenía ningún poder sobre ellas; era inútil que tra gara el jardín con sus pasos enormes, llamándolas con una voz que le quedaba chica. La pobre Miss Harrington lloraba de noche, en su cuarto, lágrimas imperceptibles. Había llegado a esa casa una tar de de Navidad. Los chicos escondieron abundantes risas detrás de la puerta por donde la veían llegar. Los largos pasos de sus piernas involuntarias, hacían de ella una institutriz insensible y severa. En ese momento, Miss Harrington se sintió más chica que sus discípu los: no sabía nada de geografía, no podía acordarse de ningún dato histórico; desamparada ante la largura de sus pasos, subió la esca lera de un interminable suplicio, que la llevó hasta el cuarto de la dueña de casa.
Hacía cuatro años que estaba en la casa y vivía recogiendo los náufragos de las peleas. Ahora no había peleas para preservarla de su soledad: los varones estaban ese año en un colegio, las tres chi cas estaban demasiado unidas para oír a ningún llamado. Asombraba en la casa ese tríptico enlazado que antes vivía de rasguños y ti rones de pelo. Estaban tan quietas que parecía que posaban para un fotógrafo invisible, y era que se sentían crecer, y a una de ellas le en tristecía, a las otras dos les gustaba. Por eso estaban a veces aten tas y mudas, como si las estuvieran peinando para ir a una fiesta.
A las cinco de la tarde, por el camino de tierra pasaba a caballo el chico del guardabarrera, que las llevaba, corriendo por el deseo de verlo, hasta el alambrado. Le regalaban monedas y estampas, pero el chico les decía cosas atroces.
De noche, antes de dormirse, las tres contaban las palabras que les había dicho, las contaban mil veces, de miedo de haber perdido algunas en el transcurso del día, y se dormían tarde.
Un día que había torta pascualina para el almuerzo, y treinta grados en el termómetro del corredor -apenas parpadeaban las sombras de los árboles a las cinco de la tarde-, ya no galopaba más el caballo sobre el camino: estaba muriéndose en el suelo y el chico le pegaba con un látigo, con sus gritos y con sus miradas. El caba llo ya no se movía, tenía los ojos grandes, abiertos, y en ellos entra ba el cielo y se detenían los golpes. Estaba muerto como un cabrón sobre la tierra.
Y más tarde, subía la noche llenando el jardín de olor a caballo muerto. Volaban las pantallas de las moscas por toda la casa.
El canto de los grillos era tan compacto que no se oía. Una de las dos hermanas iba sola caminando.
Miss Harrington, que estaba recogiendo datos históricos, se son rió por encima de su libro al verlas llegar.