De las memorias de un idealista.
Autor: Antón Chéjov
El diez de mayo tomé una licencia por veintiocho días, le pedí a nuestro tesorero cien rublos de adelanto y decidí, fuera como fuera, “vivir un poco”, vivir un poco a todo trapo, de modo que después, en el transcurso de diez años, pudiera vivir sólo de los recuerdos.
¿Y saben ustedes qué significa “vivir un poco” en el mejor sentido de esas palabras? No significa ver una opereta en un teatro veraniego, comerse la cena y regresar a casa en la mañana medio borracho. Tampoco significa dirigirse a una exposición y de ahí a las carreras y sacudir allí el monedero alrededor del totalizador. Si usted quiere vivir un poco, pues siéntese en un vagón y diríjase ahí, donde el aire está impregnado de la fragancia de la lila y el cerezo, donde, acariciando su vista con su tierna blancura y el brillo del rocío diamantino, florecen a porfía los muguetes y las violetas. Allí, bajo la bóveda azul, a la vista del bosque verde y los arroyos arrulladores, en compañía de los pájaros y los escarabajos, ¡usted entenderá qué es la vida! Añada a eso dos o tres encuentros con un sombrerito de ala ancha, unos ojitos rápidos y un delantalcito blanco… Confieso que yo soñaba con todo eso cuando, con la licencia en el bolsillo, colmado de las dádivas del tesorero, me trasladaba a la casa de campo.
La casa de campo se la alquilé, por consejo de un amigo, a Sofía Pavlovna Kniguina, que arrendaba en su casa una habitación sobrante con mesa, muebles y demás comodidades. El alquiler de la casa se efectuó más rápido de lo que podía pensar. Tras llegar a Pirierva y buscar la casa de Kniguina, llegué, recuerdo, a una terraza y… me sentí turbado. La terracita era acogedora, graciosa y adorable, pero aún más graciosa y (permítanme expresarme así) más acogedora era la joven, rolliza damita, que estaba sentada a la mesa en la terraza y tomaba té. Ella entornó hacia mí los ojitos.
—¿Qué se le ofrece?
—Disculpe, por favor… —empecé. —Yo… yo, probablemente, me equivoqué… Busco la casa de campo de Kniguina.
—Yo soy Kniguina… ¿Qué se le ofrece?
Me sentí perdido… Por las dueñas de apartamentos y casas de campo, yo estoy acostumbrado a sobrentender unas señoras maduras, reumáticas, olorosas de borra de café, pero ahí… —”¡Ángeles y ministros de piedad, amparadnos!”, como dijo Hamlet— estaba sentada una maravillosa, suntuosa, asombrosa, encantadora señora. Yo, tartamudeando, expliqué lo que necesitaba.
—¡Ah, mucho gusto! ¡Siéntese, por favor! Su amigo me escribió ya. ¿No quiere acaso té? Para usted, ¿con ciruela o con limón?
Hay una raza de mujeres (con mayor frecuencia rubias) con las que es suficiente sentarse dos o tres minutos para que usted se sienta como en casa, como si fueran viejos, viejos conocidos. Así era exactamente Sofía Pavlovna. Mientras bebía el primer vaso, yo ya sabía que ella no estaba casada, que vivía de rentas y que esperaba en su casa la visita de una tía; yo sabía las razones que habían motivado a Sofía Pavlovna a dar una habitación en alquiler. En primer lugar, pagar ciento veinte rublos por una casa de campo para una sola es penoso y, en segundo, espanta: ¡de pronto un ladrón se mete de noche o de día entra un mujik temible! Y no hay nada censurable si en la habitación de la esquina vive alguna dama solitaria o un hombre.
—¡Pero un hombre es mejor!— suspiró la dueña, lamiendo la confitura de la cucharita. —Con un hombre hay menos ajetreos y uno no tiene tanto miedo…
En una palabra, en apenas alguna hora, Sofía Pavlovna y yo ya éramos amigos.
—¡Ah, sí! —recordé, despidiéndome de ella. —Hablamos de todo y de lo principal ni una palabra. ¿Cuánto me va a cobrar? Yo voy a vivir aquí sólo veintiocho días… El almuerzo, por supuesto, té y demás.
—¡Bueno, encontró de qué hablar! Lo que pueda. Yo no arriendo la habitación por cálculo, sino así… para que haya gente. ¿Puede pagarme veinticinco rublos?
Yo, por supuesto, acepté y mi vida veraniega empezó… Esa vida es interesante porque el día se parece al día y la noche a la noche, ¡y cuánto encanto hay en esa uniformidad!, ¡qué días, qué noches! ¡Lector, yo estoy exaltado, permítame abrazarlo! Por la mañana me despertaba y, sin pensar ni un poco en el servicio, tomaba té con ciruelas. A las once iba a darle los buenos días a la dueña y tomaba con ella café con ciruelas cocidas. Desde el café hasta el almuerzo charlábamos. A las dos, el almuerzo, ¡pero qué almuerzo! Imagine que usted, hambriento como un perro, se sienta a la mesa, toma una copita grande de vodka de grosella y pica cecina caliente con rábano. Después, imagine gazpacho o schi verde con crema agria y demás y demás. Después del almuerzo me recostaba a reposar, lectura de novela y sobresalto a cada minuto, ya que la dueña a cada rato pasaba fugazmente cerca de la puerta y decía: “¡Acuéstese! ¡acuéstese!” Después el baño. Por la tarde, hasta la noche profunda, paseo con Sofía Pavlovna… Imagine que a la hora del atardecer, cuando todo duerme, excepto los ruiseñores y las garzas que gritan rara vez, cuando un vientecito que respira débilmente le trae casi casi el ruido de un tren lejano, usted pasea en el boscaje o por el terraplén de la vía ferroviaria con una rubiecita rolliza, que se encoge coquetamente por la frialdad nocturna y a cada rato voltea hacia usted una carita pálida de luna… ¡Terriblemente bien!
No pasó ni una semana cuando sucedió eso que usted ya hace tiempo espera de mí, lector, y sin lo cual no se contenta ningún cuento decente. Yo no me sostuve en pie… Sofía Pavlovna escuchó mi declaración con indiferencia, casi fríamente, como si ya hace tiempo la esperara; sólo hizo una mueca graciosa con los labios, como queriendo decir: “¿Por qué hablar tanto de esto? ¡No entiendo!”
Veintiocho días pasaron fugazmente, como un segundo. Cuando se terminó el plazo de mi licencia yo, nostálgico, insatisfecho, me despedí de la casa de campo y de Sofía. La dueña, mientras yo hacía la maleta, estaba sentada en el diván y se enjugaba los ojitos. Yo mismo, casi llorando, la consolaba, prometiendo ir a verla a la casa de campo en las fiestas y visitar su casa en invierno en Moscú.
—Ah… ¿y cuándo, alma mía, sacaremos cuentas contigo? —recordé. —¿Cuánto te debo?
—Alguna vez, después… —dijo sollozando.
—¿Para qué después? “Amistad con amistad y el dinerito por separado”, dice el refrán, y además, yo en absoluto deseo vivir a costa tuya. No hagas melindres, Sofía. ¿Cuánto te debo?
—Ahí… una tontería… —dijo la dueña, sollozando y abriendo una gavetita de la mesa. —Podrías pagar después.
Sonia hurgó en la gavetita, sacó de ahí un papelito y me lo dio.
—¿Esta es la cuenta? —pregunté. Bueno, excelente, excelente… (me puse los lentes). Ajustamos cuentas y bien… (recorrí la cuenta). La suma… Espera, ¿y esto qué es? La suma… ¡Pero no puede ser, Sofía! Aquí dice: “La suma es doscientos doce rublos cuarenta y cuatro kopecs”. ¡Esta no es mi cuenta!
—¡Es la tuya! ¡Échale una mirada!
—Pero… ¿de dónde tanto? Por la casa de campo y la mesa veinticinco rublos. De acuerdo. Por el sirviente tres rublos. Bueno, con eso estoy de acuerdo…
—Yo no entiendo —dijo la dueña alargando las palabras y echándome una mirada asombrada, con ojos llorosos. —¿Es posible que tú no me creas? ¡Considera este caso! Tomaste vodkita de grosella. ¡No podía yo pues servirte en el almuerzo vodka por el mismo precio! Las ciruelas para el té y el café… después la fresa, los pepinos, los cerezos… En cuanto al café, también… tú no acordaste tomarlo, ¡y lo tomabas cada día! Por lo demás, todo esto son tales tonterías que yo te puedo quitar doce rublos. Que queden sólo doscientos.
—Pero… ahí está escrito setenta y cinco rublos y no está señalado por qué… ¿Por qué esto?
—¿Cómo por qué? ¡Pues esto es gracioso!
Yo le miré la carita. Lucía tan sincera, clara y asombrada que mi lengua ya no pudo articular ni una palabra. Le di a Sofía cien rublos y un endoso por lo mismo, me eché la maleta sobre los hombros y me fui a la estación.
¿No tiene acaso alguien, señores, cien rublos para prestarme?
¿Y saben ustedes qué significa “vivir un poco” en el mejor sentido de esas palabras? No significa ver una opereta en un teatro veraniego, comerse la cena y regresar a casa en la mañana medio borracho. Tampoco significa dirigirse a una exposición y de ahí a las carreras y sacudir allí el monedero alrededor del totalizador. Si usted quiere vivir un poco, pues siéntese en un vagón y diríjase ahí, donde el aire está impregnado de la fragancia de la lila y el cerezo, donde, acariciando su vista con su tierna blancura y el brillo del rocío diamantino, florecen a porfía los muguetes y las violetas. Allí, bajo la bóveda azul, a la vista del bosque verde y los arroyos arrulladores, en compañía de los pájaros y los escarabajos, ¡usted entenderá qué es la vida! Añada a eso dos o tres encuentros con un sombrerito de ala ancha, unos ojitos rápidos y un delantalcito blanco… Confieso que yo soñaba con todo eso cuando, con la licencia en el bolsillo, colmado de las dádivas del tesorero, me trasladaba a la casa de campo.
La casa de campo se la alquilé, por consejo de un amigo, a Sofía Pavlovna Kniguina, que arrendaba en su casa una habitación sobrante con mesa, muebles y demás comodidades. El alquiler de la casa se efectuó más rápido de lo que podía pensar. Tras llegar a Pirierva y buscar la casa de Kniguina, llegué, recuerdo, a una terraza y… me sentí turbado. La terracita era acogedora, graciosa y adorable, pero aún más graciosa y (permítanme expresarme así) más acogedora era la joven, rolliza damita, que estaba sentada a la mesa en la terraza y tomaba té. Ella entornó hacia mí los ojitos.
—¿Qué se le ofrece?
—Disculpe, por favor… —empecé. —Yo… yo, probablemente, me equivoqué… Busco la casa de campo de Kniguina.
—Yo soy Kniguina… ¿Qué se le ofrece?
Me sentí perdido… Por las dueñas de apartamentos y casas de campo, yo estoy acostumbrado a sobrentender unas señoras maduras, reumáticas, olorosas de borra de café, pero ahí… —”¡Ángeles y ministros de piedad, amparadnos!”, como dijo Hamlet— estaba sentada una maravillosa, suntuosa, asombrosa, encantadora señora. Yo, tartamudeando, expliqué lo que necesitaba.
—¡Ah, mucho gusto! ¡Siéntese, por favor! Su amigo me escribió ya. ¿No quiere acaso té? Para usted, ¿con ciruela o con limón?
Hay una raza de mujeres (con mayor frecuencia rubias) con las que es suficiente sentarse dos o tres minutos para que usted se sienta como en casa, como si fueran viejos, viejos conocidos. Así era exactamente Sofía Pavlovna. Mientras bebía el primer vaso, yo ya sabía que ella no estaba casada, que vivía de rentas y que esperaba en su casa la visita de una tía; yo sabía las razones que habían motivado a Sofía Pavlovna a dar una habitación en alquiler. En primer lugar, pagar ciento veinte rublos por una casa de campo para una sola es penoso y, en segundo, espanta: ¡de pronto un ladrón se mete de noche o de día entra un mujik temible! Y no hay nada censurable si en la habitación de la esquina vive alguna dama solitaria o un hombre.
—¡Pero un hombre es mejor!— suspiró la dueña, lamiendo la confitura de la cucharita. —Con un hombre hay menos ajetreos y uno no tiene tanto miedo…
En una palabra, en apenas alguna hora, Sofía Pavlovna y yo ya éramos amigos.
—¡Ah, sí! —recordé, despidiéndome de ella. —Hablamos de todo y de lo principal ni una palabra. ¿Cuánto me va a cobrar? Yo voy a vivir aquí sólo veintiocho días… El almuerzo, por supuesto, té y demás.
—¡Bueno, encontró de qué hablar! Lo que pueda. Yo no arriendo la habitación por cálculo, sino así… para que haya gente. ¿Puede pagarme veinticinco rublos?
Yo, por supuesto, acepté y mi vida veraniega empezó… Esa vida es interesante porque el día se parece al día y la noche a la noche, ¡y cuánto encanto hay en esa uniformidad!, ¡qué días, qué noches! ¡Lector, yo estoy exaltado, permítame abrazarlo! Por la mañana me despertaba y, sin pensar ni un poco en el servicio, tomaba té con ciruelas. A las once iba a darle los buenos días a la dueña y tomaba con ella café con ciruelas cocidas. Desde el café hasta el almuerzo charlábamos. A las dos, el almuerzo, ¡pero qué almuerzo! Imagine que usted, hambriento como un perro, se sienta a la mesa, toma una copita grande de vodka de grosella y pica cecina caliente con rábano. Después, imagine gazpacho o schi verde con crema agria y demás y demás. Después del almuerzo me recostaba a reposar, lectura de novela y sobresalto a cada minuto, ya que la dueña a cada rato pasaba fugazmente cerca de la puerta y decía: “¡Acuéstese! ¡acuéstese!” Después el baño. Por la tarde, hasta la noche profunda, paseo con Sofía Pavlovna… Imagine que a la hora del atardecer, cuando todo duerme, excepto los ruiseñores y las garzas que gritan rara vez, cuando un vientecito que respira débilmente le trae casi casi el ruido de un tren lejano, usted pasea en el boscaje o por el terraplén de la vía ferroviaria con una rubiecita rolliza, que se encoge coquetamente por la frialdad nocturna y a cada rato voltea hacia usted una carita pálida de luna… ¡Terriblemente bien!
No pasó ni una semana cuando sucedió eso que usted ya hace tiempo espera de mí, lector, y sin lo cual no se contenta ningún cuento decente. Yo no me sostuve en pie… Sofía Pavlovna escuchó mi declaración con indiferencia, casi fríamente, como si ya hace tiempo la esperara; sólo hizo una mueca graciosa con los labios, como queriendo decir: “¿Por qué hablar tanto de esto? ¡No entiendo!”
Veintiocho días pasaron fugazmente, como un segundo. Cuando se terminó el plazo de mi licencia yo, nostálgico, insatisfecho, me despedí de la casa de campo y de Sofía. La dueña, mientras yo hacía la maleta, estaba sentada en el diván y se enjugaba los ojitos. Yo mismo, casi llorando, la consolaba, prometiendo ir a verla a la casa de campo en las fiestas y visitar su casa en invierno en Moscú.
—Ah… ¿y cuándo, alma mía, sacaremos cuentas contigo? —recordé. —¿Cuánto te debo?
—Alguna vez, después… —dijo sollozando.
—¿Para qué después? “Amistad con amistad y el dinerito por separado”, dice el refrán, y además, yo en absoluto deseo vivir a costa tuya. No hagas melindres, Sofía. ¿Cuánto te debo?
—Ahí… una tontería… —dijo la dueña, sollozando y abriendo una gavetita de la mesa. —Podrías pagar después.
Sonia hurgó en la gavetita, sacó de ahí un papelito y me lo dio.
—¿Esta es la cuenta? —pregunté. Bueno, excelente, excelente… (me puse los lentes). Ajustamos cuentas y bien… (recorrí la cuenta). La suma… Espera, ¿y esto qué es? La suma… ¡Pero no puede ser, Sofía! Aquí dice: “La suma es doscientos doce rublos cuarenta y cuatro kopecs”. ¡Esta no es mi cuenta!
—¡Es la tuya! ¡Échale una mirada!
—Pero… ¿de dónde tanto? Por la casa de campo y la mesa veinticinco rublos. De acuerdo. Por el sirviente tres rublos. Bueno, con eso estoy de acuerdo…
—Yo no entiendo —dijo la dueña alargando las palabras y echándome una mirada asombrada, con ojos llorosos. —¿Es posible que tú no me creas? ¡Considera este caso! Tomaste vodkita de grosella. ¡No podía yo pues servirte en el almuerzo vodka por el mismo precio! Las ciruelas para el té y el café… después la fresa, los pepinos, los cerezos… En cuanto al café, también… tú no acordaste tomarlo, ¡y lo tomabas cada día! Por lo demás, todo esto son tales tonterías que yo te puedo quitar doce rublos. Que queden sólo doscientos.
—Pero… ahí está escrito setenta y cinco rublos y no está señalado por qué… ¿Por qué esto?
—¿Cómo por qué? ¡Pues esto es gracioso!
Yo le miré la carita. Lucía tan sincera, clara y asombrada que mi lengua ya no pudo articular ni una palabra. Le di a Sofía cien rublos y un endoso por lo mismo, me eché la maleta sobre los hombros y me fui a la estación.
¿No tiene acaso alguien, señores, cien rublos para prestarme?