lunes, 7 de diciembre de 2015

Eveline.

Eveline.

Sentada a la ventana vio cómo la noche invadía la aveni­da. Reclinó la cabeza en la cortina y su nariz se llenó del olor a cretona polvorienta. Se sentía cansada.
Pasaban pocas personas. El hombre que vivía al final de la cuadra regresaba a su casa; oyó los pasos repicar sobre la acera de cemento y crujir luego en el camino de ceniza que pasaba frente a las nuevas casas de ladrillos rojos. En otro tiempo hubo allí un solar yermo donde jugaban todas las tar­des con los otros muchachos. Luego, alguien de Belfast compró el solar y construyó allí casas -no casitas de color pardo como las demás sino casas de ladrillo, de colores vivos y techos cha­rolados. Los muchachos de la avenida acostumbraban a jugar en ese placer -los Devine, los Water, los Dunn, Keogh el lisiadito, ella y sus hermanos y sus hermanas. Ernest, sin em­bargo, nunca jugaba: era muy mayor. Su padre solía perse­guirlos por el yermo esgrimiendo un bastón de endrino; pero casi siempre el pequeño Keogh se ponía a vigilar y avisaba cuando veía venir a su padre. Con todo, parecían felices por aquel entonces. Su padre no iba tan mal en ese tiempo; y, además, su madre estaba viva. Eso fue hace años; ella, sus hermanos y sus hermanas ya eran personas mayores; su ma­dre había muerto. Tizzie Dunn también había muerto y los Water habían vuelto a Inglaterra. ¡Todo cambia! Ahora ella también se iría lejos, como los demás, abandonando el hogar paterno.
¡El hogar! Echó una mirada al cuarto, revisando todos los objetos familiares que había sacudido una vez por semana durante tantísimos años preguntándose de dónde saldría ese pol­vo. Quizá no volvería a ver las cosas de la familia de las que nunca soñó separarse. Y sin embargo en todo ese tiempo nunca averiguó el nombre del cura cuya foto amarillenta colgaba en la pared sobre el armonio roto, al lado de la estampa de las promesas a Santa Margarita María Alacoque. Fue amigo de su padre. Cada vez que mostraba la foto a un visitante su padre solía alargársela con una frase fácil:
-Ahora vive en Melbourne.
Ella había decidido dejar su casa, irse lejos. ¿Era ésta una decisión inteligente? Trató de sopesar las partes del problema. En su casa por lo menos tenía casa y comida; estaban aquellos que conocía de toda la vida. Claro que tenía que trabajar duro, en la casa y en la calle. ¿Qué dirían en la Tienda cuando su­pieran que se había fugado con el novio? Tal vez dirían que era una idiota; y la sustituirían poniendo un anuncio. Miss Ga­van se alegraría. La tenía cogida con ella, sobre todo cuando había gente delante.
-Miss Hill, ¿no ve que está haciendo esperar a estas se­ñoras?
-Por favor, Miss Hill, un poco más de viveza.
No iba a derramar precisamente lágrimas por la Tienda.
Pero en su nueva casa, en un país lejano y extraño, no pasaría lo mismo. Luego -ella, Eveline- se casaría. Enton­ces la gente sí que la respetaría. No iba a dejarse tratar como su madre. Aún ahora, que tenía casi veinte años, a veces se sentía amenazada por la violencia de su padre. Sabía que era eso lo que le daba palpitaciones. Cuando se fueron haciendo mayores él nunca le fue arriba a ella, como le fue arriba a Harry y a Ernest, porque ella era hembra; pero últimamente la amenazaba y le decía lo que le haría si no fuera porque su ma­dre estaba muerta. Y ahora no tenía quien la protegiera, con Ernest muerto y Harry, que trabajaba decorando iglesias, siem­pre de viaje por el interior. Además, las invariables disputas por el dinero cada sábado por la noche habían comenzado a cansarla hasta decir no más. Ella siempre entregaba todo su sueldo -siete chelines- y Harry mandaba lo que podía, pero el problema era cómo conseguir dinero de su padre. El decía que ella malgastaba el dinero, que no tenía cabeza, que no le iba a dar el dinero que ganaba con tanto trabajo para que ella lo tirara por ahí, y muchísimas cosas más, ya que los sábados por la noche siempre regresaba algo destemplado. Al final, le daba el dinero, preguntándole si ella no tenía intención de ‘comprar las cosas de la cena del domingo. Entonces tenía que irse a la calle volando a hacer los mandados, agarraba bien su monedero de cuero negro en la mano al abrirse paso por entre la gente y volvía a casa ya tarde, cargada de comestibles. Le costaba mucho trabajo sostener la casa y ocuparse de que los dos niños dejados a su cargo fueran a la escuela y se alimen­taran con regularidad. El trabajo era duro -la vida era dura pero ahora que estaba a punto de partir no encontraba que su vida dejara tanto que desear.
Iba a comenzar a explorar una nueva vida con Frank. Frank era bueno, varonil, campechano. Iba a irse con él en el barco de la noche y ser su esposa y vivir con él en Buenos Aires, donde le había puesto casa. Recordaba bien la primera vez que lo vio; se alojaba él en una casa de la calle mayor a la que ella iba de visita. Parecía que no habían pasado más que unas semanas. El estaba parado en la puerta, la visera de la gorra echada para atrás, con el pelo cayéndole en la cara bron­cínea. Llegaron a conocerse bien. El la esperaba todas las no­ches a la salida de la Tienda y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La Muchacha de Bohemia y ella se sintió en las nubes sentada con él en el teatro, en sitio desusado. A él le gustaba mucho la música y cantaba un poco. La gente se ente­ró de que la enamoraba y, cuando él cantaba aquello de la no­via del marinero, ella siempre se sentía turbada. El la apodó Poppens, en broma. Al principio era emocionante tener novio y después él le empezó a gustar. Contaba cuentos de tierras lejanas. Había empezado como camarero, ganando una libra al mes, en un buque de las líneas Allan que navegaba al Ca­nadá. Le recitó los nombres de todos los barcos en que había viajado y le enseñó los nombres de los diversos servicios. Ha­bía cruzado el estrecho de Magallanes y le narró historias de los terribles patagones. Recaló en Buenos Aires, decía, y había vuelto al terruño de vacaciones solamente. Naturalmente, el padre de ella descubrió el noviazgo y le prohibió que tuviera nada que ver con él.
-Yo conozco muy bien a los marineros -le dijo.
Un día él sostuvo una discusión acalorada con Frank y después de eso ella tuvo que verlo en secreto.
En la calle la tarde se había hecho noche cerrada. La blan­cura de las cartas se destacaba en su regazo. Una era para Harry; la otra para su padre. Su hermano favorito fue siempre
Ernest, pero ella también quería a Harry. Se había dado cuenta de que su padre había envejecido últimamente; le echaría de menos. A veces él sabía ser agradable. No hacía mucho, cuan­do ella tuvo que guardar cama por un día, él le leyó un cuento de aparecidos y le hizo tostadas en el fogón. Otro día -su madre vivía todavía- habían ido de picnic a la loma de Howth. Recordó cómo su padre se puso el bonete de su madre para hacer reír a los niños.
Apenas le quedaba tiempo ya, pero seguía sentada a la ventana, la cabeza recostada en la cortina, respirando el olor a cretona polvorienta. A lo lejos, en la avenida, podía oír un
organillo. Conocía la canción. Qué extraño que la oyera pre­cisamente esta noche para recordarle la promesa que hizo a su madre: la promesa de sostener la casa cuanto pudiera. Recordó la última noche de la enfermedad de su madre; de nuevo regre­só al cuarto cerrado y oscuro al otro lado del corredor; afuera tocaban una melancólica canción italiana. Mandaron mudarse al organillero dándole seis peniques. Recordó cómo su padre regresó al cuarto de la enferma diciendo:
-¡Malditos italianos! ¡Mira que venir aquí!
Mientras rememoraba, la lastimosa imagen de su madre la tocó en lo más vivo de su ser -una vida entera de sacrificio cotidiano para acabar en la locura total. Temblaba al oír de nuevo la voz de su madre diciendo constantemente con insis­tencia insana:
-¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun!
Se puso en pie bajo un súbito impulso aterrado. ¡Escapar! ¡Tenía que escapar! Frank sería su salvación. Le daría su vida, tal vez su amor. Pero ella ansiaba vivir. ¿Por qué ser desgra­ciada? Tenía derecho a la felicidad. Frank la levantaría en vilo, la cargaría en sus brazos. Sería su salvación.
Esperaba entre la gente apelotonada en la estación en North Wall. Le cogía una mano y ella oyó que él le hablaba, diciendo una y otra vez algo sobre el pasaje. La estación es­taba llena de soldados con maletas marrón. Por las puertas abiertas del almacén atisbó el bulto negro del barco, atracado junto al muelle, con sus portillas iluminadas. No respondió. Sintió su cara fría y pálida y, en su laberinto de penas, rogó a Dios que la encaminara, que le mostrara cuál era su deber. El barco lanzó un largo y condolido pitazo hacia la niebla. De irse ahora, mañana estaría mar afuera con Frank, rumbo a Buenos Aires. Ya él había sacado los pasajes. ¿Todavía se echaría atrás, después de todo lo que él había hecho por ella? Su des­ánimo le causó náuseas físicas y continuó moviendo los labios en una oración silenciosa y ferviente.
Una campanada sonó en su corazón. Sintió su mano co­ger la suya.
-¡Ven!
Todos los mares del mundo se agitaban en su seno. El ti­raba de ella: la iba a ahogar. Se agarró con las dos manos a la barandilla de hierro.
-¡Ven!
¡No! ¡No! ¡No! Imposible. Sus manos se aferraron frené­ticas a la baranda. Dio un grito de angustia hacia el mar.
-¡Eveline! ¡Evvy!
Se apresuró a pasar la barrera, diciéndole a ella que lo si­guiera. Le gritaron que avanzara, pero él seguía llamándola. Se enfrentó a él con cara lívida, pasiva, como un animal indefen­so. Sus ojos no tuvieron para él ni un vestigio de amor o de adiós o de reconocimiento.

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