Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el
más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba
bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El
poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder
mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los
pelos largos de la nariz.
Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por
razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de
costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo
tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está
demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar
al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió.
¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.
De modo que me vestí y salí a la calle. No había
exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio
como yo, es una lata, habría preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que
merezca ser escuchado?, y ¿por qué hablar?, ¿quién escucha? y ¿hay algo más
que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?
Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el
mundo cambia. En la peluquería todo está cambiado. Solo el peluquero era el
mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por
supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas
las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no
quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó,
los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la
vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle,
haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima
por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión pueden guardársela para los
animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque
el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos
jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la
acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones
desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían o “Gatito, pobrecito, ¿está
herido?” ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!
Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco
minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en
otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta
el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el
paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que
al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir
allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas
coronas, seguro que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos
miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el
silencio. Es hora ya de morirse.
FIN
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