viernes, 31 de julio de 2015

La linterna mágica.

La linterna mágica[Cuento costumbrista. Texto completo.]Manuel A. Alonso
Una de las cosas que distinguen mi carácter, y que en él sirven de contraste a ciertos arranques impetuosos, es la grandísima flema con que muchas veces me detengo, aun en los parajes más públicos, a mirar objetos que son tenidos por la gente de frac y levita como indignos de llamar su atención; así no es extraño hallarme con tamaña boca abierta parado delante de una tienda de estampas contemplando una testa contrahecha de Napoleón, un Gonzalo de Córdoba patituerto o un Luis XIV jorobado, y allí me estoy largo rato para despedirme después con una sonrisa: tampoco es raro el verme detenido en medio de una calle, estorbando, si es menester, a los que pasan, para oír la ensarta de disparates con que un ciego publica el romance nuevo, donde se da razón de la batalla sangrienta de los doce Pares de Francia contra los moros mandados por don Juan de Austria.Un día, no muy lejano de éste en que escribo, iba yo por una calle muy concurrida, cuando picó mi natural curiosidad un grupo de personas apiñadas alrededor de una especie de cajón pintado de verde y colocado sobre un trípode de cuatro palmos de elevación, y que tenía en el frente que daba a los espectadores un cristal de forma circular. Cada uno de los que se acercaban a mirar por él entregaba un par de cuartos a un hombre extravagantemente vestido, que tocaba el tamboril; mientras, un muchacho de unos doce años, cubierto de harapos y no tan limpio como cualquier cosa sucia, gritaba sin parar, diciendo:
-Vamos, señores; ¿quién por dos cuartos no ve todos los países de la tierra y de la luna? Reparen el ahorro de dinero que esto puede proporcionarles. Aquí, aquí, señores y señoras de ambos sexos, y verán, sin necesidad de estropearse corriendo en un carruaje, de marearse navegando, ni de morirse de hambre y de asco en las posadas, todo lo que pasa desde la isla del gigante Revientapanzas, situada en el cuerno izquierdo de la luna, hasta los trópicos del polo norte, y desde allí hasta la casa del Preste Juan de las Indias.
Los circunstantes pagaban e iban mirando uno después de otro por el cristal, retirándose después muy satisfechos; el muchacho gritaba más fuerte cuando disminuía el número, y así continuó por un largo rato; íbame yo a marchar, cuando le oí que decía entre varios otros despropósitos:
-Ea, señores, aprovechen el día, que esto no se logra sino una vez al año; saquen esos cuartejos que se les están pudriendo en los bolsillos, y prevengan otros por esta noche, que el maestro dará una gran función de magia en la calle de los Imposibles, número treinta, primera habitación bajando del cielo. Allí verán ustedes cómo se adivina lo que ha de venir, y se dice lo que cada prójimo piensa de los demás, y los demás de él.
Al escuchar esto me acerqué al que el muchacho llamaba maestro, y que en realidad le convenía este dictado en la ciencia de los embrollos y mentiras.
-Oiga, usted -le dije-, ¿sería usted capaz de alcanzar lo que pensarán de cierta obrita en cierto país que yo sé?
-Sí, señor, y por de pronto digo: que esa obrita se titula El jíbaro y usted es el autor.
Quédeme pasmado, y él añadió:
-No es extraño la turbación de usted; lo mismo sucede a todos; pero, perdone usted que no puedo entretenerme, y si quiere ver maravillas no deje de ir esta noche a mi casa.
En efecto, llegué a ella de los primeros, y después de aguardar cerca de dos horas, se corrió una cortina, y empezó la función por mi pregunta, que había sido la primera, después de un rato de música de pito y tamboril,
-Muchacho -dijo el charlatán-, métete dentro del diablo.
Así llamaba una cara disforme, mal pintada en un lienzo blanco, detrás del cual se metió el asqueroso muchacho.
-¿Estás ya listo?
-Sí, señor, ya estoy dentro.
-Vamos, pues; dime lo que ves; prosiguió el maestro, a guisa de magnetizador.
-Señor, veo una ciudad en que hay unos cuantos que oyen leer un libro: los unos ríen, los otros bostezan; qué bueno es esto, dicen unos; que malísimo, dicen otros; cada cual cree conocer mejor que los demás dónde está el mérito y dónde las faltas.
-Bueno, muchacho; y, ¿qué más?
-Hay uno que dice que el autor es rubio; otro que moreno, y otro que negro.
-Muchacho, sigue, ésos son unos tontos.
-Señor, hay una vieja que dice que es hereje.
-Chico, chico, deja esa vieja, que después de haber dado, como se dice, la carne al diablo, quiere dar ahora los huesos a Dios.
-Hay dos guapos mozos que en cada personaje ven un retrato de una persona que conocen.
-Pues dale un coscorrón a cada uno de esos guapos mozos, para que aprendan a ver la falta y no el culpable, y para que sean más nobles y no crean tan bajo al autor.
-Señor, señor, veo a dos que están a punto de desafiarse, porque el uno dice que el autor es frío, y el otro que demasiado caliente.
-Déjalos que se rompan las narices, que los dos piden peras al olmo.
Habló después el muchacho de infinidad de tipos, que no dejaron de servirme de diversión: poetas que jamás han escrito un verso, literatos que ¡Dios nos asista!, críticos ignorantes que hallaban un defecto en el perfil de cada letra, y amigos desconsiderados que todo lo aplaudían; finalmente dijo:
-Ahora alcanzo a ver unos señores muy comedidos que discuten sin enfadarse y que hacen con mucha calma sus observaciones.
-Pues sal de dentro del diablo, para que no digas algún despropósito contra esos señores, que deben ser hombres de talento.
Salió efectivamente de detrás de la cortina, y yo de la casa pensando en lo que había oído.
Al día siguiente fui a buscar al charlatán para que me dijera cómo supo todo aquello de ser yo el autor de El jíbaro.
-Muy sencillamente -me respondió-: días pasados estuve donde imprimen la obrita, allí le vi a usted y hasta leí una prueba vieja que me dio uno de los cajistas que es amigo mío. En cuanto a la opinión que de ella formarán, eso es cosa olvidada ya y poco más o menos de todas se forma la misma, según el caletre de cada uno de los que la leen.
¡Dichoso yo!, exclamé cuando me vi lejos de aquella buena pieza, dichoso yo que no seré juzgado según me ha predicho este perillán, porque en Puerto-Rico ni hay quien me crea de ninguno de los colores del iris, ni viejas que me tengan por hereje, ni guapos mozos que me consideren capaz de copiar a un individuo determinado para hacer públicos sus defectos, ni majaderos que me crean frío ni caliente; sino personas instruidas y juiciosas que me tienen por templado, cual conviene al escritor de costumbres, y ajeno a toda pasión mezquina, v lo que es más ni siquiera tengo un enemigo, y carezco de envidiosos émulos, porque carezco también del mérito que pudiera acarreármelos. ¡Dichoso yo! que estoy cierto de que al concluir de leer este libro dirán mis paisanos lo que yo dije al comenzarle: Es el fruto de muchas horas robadas al sueño y al descanso de una profesión noble y santa a que se dedica.
FIN

Chacales y árabes.

Chacales y árabes

Acampábamos en el oasis. Los viajeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó adelante; ya había alimentado a los camellos y se dirigía a acostarse.
Me tiré de espaldas sobre la hierba; quería dormir; no pude conciliar el sueño; el aullido de un chacal a lo lejos me lo impedía; entonces me senté. Y lo que había estado tan lejos, de pronto estuvo cerca. El gruñido de los chacales me rodeó; ojos dorados descoloridos que se encendían y se apagaban; cuerpos esbeltos que se movían ágilmente y en cadencia como bajo un látigo.
Un chacal se me acercó por detrás, pasó bajo mi brazo y se apretó contra mí como si buscara mi calor, luego me encaró y dijo, sus ojos casi en los míos:
—Soy el chacal más viejo de toda la región. Me siento feliz de poder saludarte aquí todavía. Ya casi había abandonado la esperanza, porque te esperábamos desde la eternidad; mi madre te esperaba, y su madre, y todas las madres hasta llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!
—Me asombra —dije olvidando alimentar el fuego cuyo humo debía mantener lejos a los chacales—, me asombra mucho lo que dices. Sólo por casualidad vengo del lejano Norte en un viaje muy corto. ¿Qué quieren de mí, chacales?
Y como envalentonados por este discurso quizá demasiado amistoso, los chacales estrecharon el círculo a mi alrededor; Todos respiraban con golpes cortos y bufaban.
—Sabemos —empezó el más viejo— que vienes del Norte; en esto precisamente fundamos nuestra esperanza. Allá se encuentra la inteligencia que aquí entre los árabes falta. De este frío orgullo, sabes, no brota ninguna chispa de inteligencia. Matan a los animales, para devorarlos, y desprecian la carroña.
—No hables tan fuerte —le dije—, los árabes están durmiendo cerca de aquí.
—Eres en verdad un extranjero —dijo el chacal—, de lo contrario sabrías que jamás, en toda la historia del mundo, ningún chacal ha temido a un árabe. ¿Por qué deberíamos tenerles miedo? ¿Acaso no es una desgracia suficiente el vivir repudiados en medio de semejante pueblo?
—Es posible —contesté—, puede ser, pero no me permito juzgar cosas que conozco tan poco; debe tratarse de una querella muy antigua, de algo que se lleva en la sangre, entonces concluirá quizá solamente con sangre.
—Eres muy listo —dijo el viejo chacal; y todos empezaron a respirar aún más rápido, jadeantes los pulmones a pesar de estar quietos; un olor amargo que a veces sólo apretando los dientes podía tolerarse salía de sus fauces abiertas—, eres muy listo; lo que dices se corresponde con nuestra antigua doctrina. Tomaremos entonces la sangre de ellos, y la querella habrá terminado.
—¡OH! —exclamé más brutalmente de lo que hubiera querido— se defenderán, los abatirán en masa con sus escopetas.
—Has entendido mal —dijo—, según la manera de los hombres que ni siquiera en el lejano Norte se pierde. Nosotros no los mataremos. El Nilo no tendría bastante agua para purificarnos. A la simple vista de sus cuerpos con vida escapamos hacia aires más puros, al desierto, que por esta razón se ha vuelto nuestra patria.
Y todos los chacales en torno, a los cuales entre tanto se habían agregado muchos otros venidos de más lejos, hundieron la cabeza entre las extremidades anteriores y se la frotaron con las patas; habríase dicho que querían ocultar una repugnancia tan terrible que yo, de buena gana, con un gran salto hubiese huido del cerco.
—¿Qué piensan hacer entonces? —les pregunté al tiempo que quería incorporarme, pero no pude; dos jóvenes bestias habían mordido la espalda de mi chaqueta y de mi camisa; debí permanecer sentado.
—Llevan la cola de tus ropas —dijo el viejo chacal aclarando en tono serio—, como prueba de respeto.
—¡Que me suelten! —grité, dirigiéndome ya al viejo, ya a los más jóvenes.
—Te soltarán, naturalmente —dijo el viejo—, si tú lo exiges. Pero debes esperar un ratito, porque siguiendo la costumbre han mordido muy hondo y sólo lentamente pueden abrir las mandíbulas. Mientras tanto escucha nuestro ruego.
—No diré que el comportamiento de ustedes me ha predispuesto a ello —contesté.
—No nos hagas pagar nuestra torpeza —dijo, empleando en su ayuda por primera vez el tono lastimero de su voz natural—, somos pobres animales, sólo poseemos nuestra dentadura; para todo lo que querramos hacer, bueno o malo, contamos únicamente con los dientes.
—¿Qué quieres entonces? —pregunté algo aplacado.
—Señor —gritó, y todos los chacales aullaron; a lo lejos me pareció como una melodía—. Señor, tú debes poner fin a la querella que divide el mundo. Tal cual eres, nuestros antepasados te han descrito como el que lo logrará. Es necesario que obtengamos la paz con los árabes; un aire respirable; el horizonte completo limpio de ellos; nunca más el lamento de los carneros que el árabe degüella; todos los animales deben reventar en paz; es preciso que nosotros los vaciemos de su sangre y que limpiemos hasta sus huesos. Limpieza, solamente limpieza queremos —y ahora todos lloraban y sollozaban—, ¿cómo únicamente tú en el mundo puedes soportarlos, tú, de noble corazón y dulces entrañas? Inmundicia es su blancura; inmundicia es su negrura; y horrorosas son sus barbas; ganas dan de escupir viendo las comisuras de sus ojos; y cuando alzan los brazos en sus sobacos se abre el infierno. Por eso, OH señor, por eso, OH querido señor, con la ayuda de tus manos todopoderosas, con la ayuda de tus todopoderosas manos, ¡córtales el pescuezo con esta tijera! —Y, a una sacudida de su cabeza, apareció un chacal que traía en uno de sus colmillos una pequeña tijera de sastre cubierta de viejas manchas de herrumbre.
—¡Ah, finalmente apareció la tijera, y ahora basta! —gritó el jefe árabe de nuestra caravana, que se nos había acercado contra el viento y que ahora agitaba su gigantesco látigo. Todos escaparon rápidamente, pero a cierta distancia se detuvieron, estrechamente acurrucados unos contra otros, tan estrecha y rígidamente los numerosos animales, que se los veía como un apretado redil rodeado de fuegos fatuos.
—Así que tú también, señor, has visto y oído este espectáculo —dijo el árabe riendo tan alegremente como la reserva de su tribu lo permitía.
—¿Sabes entonces qué quieren los animales? —pregunté.
—Naturalmente, señor —dijo—, todos lo saben; desde que existen los árabes esta tijera vaga por el desierto, y viajará con nosotros hasta el fin de los tiempos. A todo europeo que pasa le es ofrecida la tijera para la gran obra; cada europeo es precisamente el que les parece el predestinado. Estos animales tienen una esperanza insensata; están locos, locos de verdad. Por esta razón los queremos; son nuestros perros; más lindos que los de ustedes. Mira, reventó un camello esta noche, he dispuesto que lo traigan aquí.
Cuatro portadores llegaron y arrojaron el pesado cadáver delante de nosotros. Apenas tendido en el suelo, ya los chacales alzaron sus voces. Como irresistiblemente atraído por hilos, cada uno se acercó, arrastrando el vientre en la tierra, inseguro. Se habían olvidado de los árabes, habían olvidado el odio; la obliteradora presencia del cadáver reciamente exudante los hechizaba. Ya uno de ellos se colgaba del cuello y con el primer mordisco encontraba la arteria. Como una pequeña bomba rabiosa que quiere apagar a cualquier precio y al mismo tiempo sin éxito un prepotente incendio, cada músculo de su cuerpo zamarreaba y palpitaba en su puesto. Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como una montaña encima del cadáver.
En aquel momento el jefe restalló el severo látigo a diestra y siniestra. Los chacales alzaron la cabeza, a medias entre la borrachera y el desfallecimiento, vieron a los árabes ante ellos, sintieron el látigo en el hocico, dieron un salto atrás y corrieron un trecho a reculones. Pero la sangre del camello formaba ya un charco, humeaba a lo alto, en muchos lugares el cuerpo estaba desgarrado. No pudieron resistir; otra vez estuvieron allí; otra vez el jefe alzó el látigo; yo retuve su brazo.
—Tienes razón, señor —dijo—, dejémoslos en su oficio; por otra parte es tiempo de partir. Ya los has visto. Prodigiosos animales, ¿no es cierto? ¡Y cómo nos odian!

jueves, 30 de julio de 2015

Antón.

Antón

I
Se le conocía en diez leguas redonda. Triple Antón, Antón a secas o Antón Pepino, que de tantas maneras llamaban las gentes al señor Antonio Machablé, posadero en Tournevent, famoso aquel pobre lugarejo, perdido en un repliegue del valle que se prolonga hasta el mar. Las diez casuchas que lo forman se han guarecido en la hondonada como se guarecen las alondras en un surco para librarse del huracán y eran una especie de feudo para el señor Antón, apodado también Triple Antón, aludiendo a su excesiva gordura y a este dicharacho que no se le caía de la boca:
—Mi triple anís, es el primero de Francia.
Otros le apodaron Antón Pepino porque, además de parecerlo por lo rechoncho y abotargado a cuantos le preguntaban:
—¿Qué podríamos tomar?
Invariablemente respondía:
—Para hacer boca, tengo pepinos en vinagre que no los hay mejores: tómalos, yerno.
Solía llamar yerno a todos, él, que nunca tuvo hija casada ni por casar.
Sí; conocía todo el mundo a Antón, Triple Antón o Antón Pepino, el hombre más obeso, no sólo de la comarca, sino de la región. Su casa parecía irrisoriamente pequeña para hospedarle, y cuando se le veía en pie, junto a la puerta, donde pasaba horas y horas, la gente se preguntaba cómo podía entrar y salir sin gran esfuerzo. Entraba cada vez que aparecía un a parroquiano, porque todos los que saboreaban el triple anís de Antón solían invitarle a vaciar la dado primera copa.
Su establecimiento lucía este rotulo: Tertulia de los Amigos; y, en verdad, el señor Antón era un amigo de toda la comarca. Iban desde Fécamp y desde Montivilliers algunos desocupados para oír sus bromas, pues tenía tanta gracia, que hubiera hecho reír a una lápida sepulcral aquel triple gordo. Tenía un modo particular de hacer burla de todo el mundo sin enfadar a nadie, una manera propia de guiñar los ojos indicando lo que no decía; y sus accesos de risa, retorciendo el corpachón y golpeándose los muslos, alegraban al más hipocondríaco. Además, bebía cuanto le daban, con los ojos alegres, con la doble satisfacción de aumentar la venta y darse un gusto.
Lo más gracioso era verle regañar con su mujer. Una comedia. Y en treinta y un años de matrimonio no tuvieron un día de paz, andando siempre a la greña; pero Antón se guaseaba mientras ella se ponía furiosa. Era una campesina forzuda, flaca, insolente; ocupándose de sus gallinas y de sus pollos, adquirió fama de saber engordarlos.
Cuando había comilona en alguna casa principal de Fécamp, nunca faltaban unos pollos comprados en la Tertulia de los Amigos.
Era desapacible por naturaleza y ninguna cosa la contentaba. Quejosa de todo, lo estaba principalmente de su marido. La molestaba su alegría, su fama de hombre campechano, su inquebrantable salud, su obesidad. Le miraba despreciativamente al verle ganar dinero sin hacer nada y al verle comer y beber por ocho; no pasaba día sin que le dijera:
—¿No estarías mejor en el establo de los cerdos? Me repugna verte con tantísima grasa.
Y otras veces:
—Aguarda, lo hemos de ver; reventarás cuando menos lo pienses, como un saco viejo. Antón, riendo con ganas y dándose golpes en el vientre, respondía:
—¡Eh, señora llueca; procura engordar así tus pollos. A ver si lo consigues.
Y arremangándose y luciendo su brazo desnudo proseguía:
—Aquí tienes un alón; míralo, ¿te gusta?
Los parroquianos manoteaban muertos de risa, escupiendo y atragantándose, locos de cijo.
La mujer, furiosa, gritaba:
—Espera…, espera… Ya reventarás como un saco viejo.
Y entraba en el corral cerrando la puerta, porque la molestaba oir las carcajadas.
En realidad, la gordura de Antón era sorprendente y aumentaba de día en día, cada vez más colorado, más rollizo, con apariencias de una salud sobrehumana.
—Espera un poco…, ya veremos lo que sucederá.
II
Y sucedió que Antón tuvo un ataque de parálisis. Metieron al coloso en una alcobita detrás del mostrador, para que pudiese oír las conversaciones de los parroquianos y hablar con los amigos, porque su cerebro y su lengua estaban expeditos, mientras el enorme corpachón dormía, inmóvil siempre. Al principio se creyó que sus musculosas piernas recobrarían algo del vigor perdido; pero desvanecida toda esperanza, pasó la vida en aquel rincón, del cual una vez a la semana solían sacarle cuatro vecinos para dar lugar a que le hiciesen la cama.
No perdió su jovialidad, pero se mostraba tímido y humilde, temeroso como una criatura de su mujer, la cual repetía constante:
—Ahí lo tenéis… Inútil para todo… Comías como un cerdo… ¡No podía suceder otra cosa!
Él no replicaba; solamente guiñaba sus ojos cuando ella no lo veía. Su distracción única era oír las conversaciones y dialogar a través del tabique.
—Hola, mi yerno, ¿eres Celestino?
—Sí. ¿Qué haces en esa pocilga? ¿Cuándo echas a correr?
—Correr precisamente, no; pero ni adelgazo ni se me ablandan las carnes; ¡buena madera!
Más adelante hizo entrar a sus íntimos, aun cuando le desconsolaba que bebieran sin poder acompañarlos.
—Mi único duelo, no catarlo, ¡ni siquiera olerlo!
Y la voz chillona de la mujer gritaba:
—Ya le veis, ¡hay que darle de comer, hay que lavarle como a un cerdo!
A veces un gallo de plumas rojas entraba por la ventana observándolo todo y lanzando un cacareo; y otras veces los pollos persiguiéndose y revoloteando, subían a la cama o buscaban por el suelo migas de pan.
Todos los amigos, poco a poco, sin distinción, fueron entrando y sentándose alrededor del gordo. Paralítico y todo, el famoso guasón los divertía. ¡Hubiera hecho reír al diablo! Tres, no faltaban jamás: Celestino Maloisel, muy seco y algo torcido, como un tronco de manzano; Próspero Horslaville, pequeño, flaco, muy zorro, con las narices como un hurón, y Cesáreo Paumelle, que no hablaba nunca, pero que, sin embargo, se divertía grandemente.
Entraban una tabla del patio y sobre la cama jugaban al dominó, desde las dos hasta las seis.
Pero la mujer se ponía insoportable. No podía tolerar que su marido continuara divirtiéndose y que los otros jugaran allí. En lo más interesante de una partida, como pudiera daba un meneo a la tabla, recogía las fichas y las ponía en una mesa del establecimiento, diciendo que ya era bastante mantener un vago, sin buscarle distracciones, lo cual parecía un insulto para las pobres gentes que trabajan sin cesar ganando lo que se comen.
Celestino y Cesáreo bajaban la cabeza; pero Próspero, divertido con las cóleras de la mujer, las provocaba.
Un día, viéndola más furiosa que de costumbre, dijo:
—¿Sabes lo que haría yo en tu pellejo?
Ella esperó que se lo explicara, clavando en él sus verdes ojos de lechuza.
—Pues como Antón Pepino tiene tanto calor en la cama, le haría empollar huevos.
Ella quedó indecisa, temiendo la burla, y observando el rostro del campesino, el cual prosiguió:
—Yo le pondría cinco debajo de cada brazo, al mismo tiempo de apartar una llueca. Y nacerían igual. En cuanto salieran del cascarón los pollos que Antón hubiese incubado, mezclándolos con los de la llueca se criarían perfectamente.
La mujer, algo incrédula, preguntó:
—¿Es posible?
—¿Por qué no ha de ser posible? Lo mismo que salen pollos de una incubadora, de un cajón caliente pueden salir de una cama. Todo es que haya calor.
Este razonamiento fue bastante para convencerla.
Y a los ocho días entró en el cuarto de su marido con el delantal lleno de huevos.
—Acabo de apartar a la parda con diez huevos; ahí tienes otros diez para ti. ¡Cuidadito con romper alguno!
Antón, asombrado, preguntó:
—Pero ¿qué piensas?
—Que sirvas de algo: incuba.
El paralítico reía, y acabó por enfadarse al ver la insistencia de su esposa; resistió, negándose resueltamente a consentirlo, hasta que la furia declaró:
—No comerás mientras no lo hagas; veremos lo que sucede.
Antón callaba, inquieto.
A mediodía gritó:
—¿No está hecho el guisado?
La mujer dijo a voces desde la cocina:
—No hay guisado para los cerdos.
Antón supuso que seria una broma, y después de aguardar inútilmente, suplicó, amenazó, se desesperó, dio golpes en la pared con la cabeza… y, al fin, tuvo que resignarse, que admitir los cinco huevos en cada sobaco.
Entonces ella le dio la comida.
Cuando sus amigos entraron por la tarde, creyeron que se agravaba la dolencia de Antón; estaba quieto, sofocado.
Pusieron la tabla y jugaron al dominó como todos los días. Pero Antón movía los brazos con mucha dificultad, con precauciones infinitas.
—¿Se te ha corrido arriba la parálisis?—preguntó Próspero.
—Siento una pesadez en la espalda…
Entraban dos hombres en el establecimiento; los jugadores callaron. Eran el señor alcalde y un concejal. Pidieron dos copas del triple y continuaron la conversación que traían. Como hablaban muy bajo, Antón quiso levantar la cabeza para oír mejor, hizo un movimiento brusco sin acordarse de los huevos y… ¡no fue mala tortilla!
Sintiendo la humedad, soltó un taco redondo, la mujer acudió, adivinando en seguida la catástrofe. Un momento estuvo inmóvil, demasiado sofocada para expresar su indignación; luego, acercándose más al paralítico, empezó a golpearle.
Antón callaba, y no se movía por no estropear los cinco huevos del otro lado que no se habían roto; además, creía necesaria mucha prudencia; pero sus tres amigos reían a mandíbula batiente, chillando, tosiendo, sonándose como locos.
III
La mala pécora le venció; Antón se vio obligado a prescindir del juego y atender sólo a la incubación. Su esposa le castigaba duramente, dejándole sin comida, y, para no pasar hambre, el desdichado ni se movía, ni alzaba la voz, temeroso a cada instante de un contratiempo. Le preocupaba mucho la gallina parda, llueca entonces, ¡cómo él!, y decía:
—¿Hoy, come?
La mujer no paraba: del gallinero al cuarto de Antón, y del cuarto al gallinero, poseída por la reocupación de los huevos incubados en la cama y en el nido.
Los campesinos de la comarca iban a preguntar por Antón, curiosos y serios; Entraban despacio decían:
—¿Sigues bien?
—Muy bien; pero el calor me sofoca y me dan hormigueos…
—¿Cuándo sales de tu cuidado?
—No lo sé, no lo sé.
Una mañana entró la mujer en el cuarto, diciendo muy conmovida:
—¡La parda tiene siete polluelos!
Antón preguntó con ansia, con angustia, como una primeriza en vísperas de ser madre:
—¿De manera que falta poco? La mujer, temerosa de un mal resultado, respondió con dureza:
—¡Ya lo veremos!
Aguardaron. Los amigos que sabían la proximidad del suceso, llegaban con alguna inquietud.
Se hablaba de lo mismo en todas las casas. Iban los vecinos enterándose de puerta en puerta.
El gordo se amodorró a eso de las tres. Dormía. Le despertó un cosquilleo inexplicable en el sobaco derecho. Llevó al sitio la mano izquierda y palpó un animalillo cubierto de plumas.
Emocionado profundamente, gritó de tal modo que invadieron su alcoba todos los parroquianos que llenaban a tal hora el establecimiento; hicieron círculo alrededor como si fuesen a presenciar unos títeres, y la mujer, acercándose, cogió al animalito sobre las propias barbas de Antón.
Reinaba entre los presentes un silencio profundo. Era un día caluroso de abril, y por la ventana se oía el cloqueo de la gallina parda llamando a los recién nacidos.
Antón, que sudaba de angustia, de afán y de inquietud, murmuró:
—Ya siento salir otro en el brazo izquierdo.
La mujer hundió en la cama su mano descarnada y sacó el segundo pollito con precauciones de comadrona.
Todos los vecinos querían ver aquello y contemplaban el pollo de gallina como si fuera un fenómeno.
Durante veinte minutos no pasó nada; luego, cuatro picaron a la vez el cascarón.
Hubo rumores de asombro entre los que presenciaban el extraño suceso, y Antón sonrió, empezando a enorgullecerse de aquella paternidad inesperada.
Lo cierto es que no se había visto nada semejante.
El gordo anunció:
—Ya llevo seis; ¡qué bautizo! Y le rieron mucho la gracia.
Desde que asaltaron la alcoba los que se hallaban reunidos en el establecimiento, poco a poco se había ido llenando la tienda otra vez y al aire libre aguardaban muchos más. Todos repetían:
—¿Cuántos han salido?
— ¡Ya tiene seis!
La mujer llevó a la llueca este incremento de la familia y la pobre llueca erizaba sus plumas y extendía las alas para dar abrigo a la prole que de tal modo aumentaba.
—¡Ya tenemos otro!—gritó, regocijándose, Antón.
Pero se había equivocado. No era otro, eran tres más. ¡Un triunfo! El último rompió su cascarón a las siete. ¡Los diez habían salido! Y el gordo, borracho de alegría, besó al último con tanta efusión, que a poco más lo espachurra entre sus labios. Quería quedárselo en la cama toda la noche, dominado por una ternura de madre hacia el pobre ser que debía la vida; pero la mala pécora se lo llevó, como se había llevado los otros, desoyendo la súplica del marido.
Los testigos de aquel suceso iban retirándose, comentándolo; Próspero quedó el último, e hizo al gordo esta pregunta:
—¿Me convidas, para cuando estén ya cebados, a comer uno con tomate?
La idea sublime de comer un pollo con tomate iluminó el semblante de Antón, el Triple Antón, con sincero entusiasmo repuso:
—¡Vaya si te convido! Quedas convidado para lo que dices, yerno.

miércoles, 29 de julio de 2015

Duplicados

Duplicados

Autor: James Joyce
El timbre sonó rabioso y, cuando Miss Parker se acercó al tubo, una voz con un penetrante acento de Irlanda del Norte gritó furiosa:
-¡A Farrington que venga acá!
Miss Parker regresó a su máquina, diciéndole a un hombre que escribía en un escritorio:
-Mr Alleyne, que suba a verlo.
El hombre musitó un ¡Maldita sea! y echó atrás su silla para levantarse. Cuando lo hizo se vio que era alto y fornido. Tenía una cara colgante, de color vino tinto, con cejas y bi­gotes rubios: sus ojos, ligeramente botados, tenían los blancos sucios. Levantó la tapa del mostrador y, pasando por entre los clientes, salió de la oficina con paso pesado.
Subió lerdo las escaleras hasta el segundo piso, donde ha­bía una puerta con un letrero que decía Mr Alleyne. Aquí se detuvo, bufando de hastío, rabioso, y tocó. Una voz chilló: – -¡Pase!
El hombre entró en la oficina de Mr Alleyne. Simultánea­mente, Mr Alleyne, un hombrecito que usaba gafas de aro de oro sobre una cara raída, levantó su cara sobre una pila de documentos. La cara era tan rosada y lampiña que parecía un gran huevo puesto sobre los papeles. Mr Alleyne no perdió un momento:
-¿Farrington? ¿Qué significa esto? ¿Por qué tengo que quejarme de usted siempre? ¿Puedo preguntarle por qué no ha hecho usted copia del contrato entre Bodley y Kirwan? Le dije bien claro que tenía que estar listo para las cuatro.
-Pero Mr Shelly, señor, dijo, dijo…
-Mr Shelly, señor, dijo… Haga el favor de prestar aten­ción a lo que digo yo y no a lo que Mr Shelly, señor, dice. Siem­pre tiene usted una excusa para sacarle el cuerpo al trabajo. Déjeme decirle que si el contrato no está listo esta tarde voy a poner el asunto en manos de Mr Crosbie… ¿Me oye usted?
-Sí, señor.
-¿Me oye usted ahora?… ¡Ah, otro asuntico! Más valía que me dirigiera a la pared y no a usted. Entienda de una vez por todas que usted tiene media hora para almorzar y no hora
y media. Me gustaría saber cuántos platos pide usted… ¿Me está atendiendo?
-Sí, señor.
Mr Alleyne hundió su cabeza de nuevo en la pila de pa­peles. El hombre miró fijo al pulido cráneo que dirigía los negocios de Crosbie & Alleyne, calibrando su fragilidad. Un espasmo de rabia apretó su garganta por unos segundos y des­pués pasó, dejándole una aguda sensación de sed. El hombre reconoció aquella sensación y consideró que debía coger una buena esa noche. Había pasado la mitad del mes y, si termi­naba esas copias a tiempo, quizá Mr Alleyne le daría un vale para el cajero. Se quedó mirando fijo a la cabeza sobre la pila de papeles. De pronto, Mr Alleyne comenzó a revolver entre los papeles buscando algo. Luego, como si no hubiera estado cons­ciente de la presencia de aquel hombre hasta entonces, disparó su cabeza hacia arriba otra vez y dijo:
-¿Qué, se va a quedar parado ahí el día entero? ¡Pala­bra, Farrington, que toma usted las cosas con calma!
-Estaba esperando a ver si…
-Muy bien, no tiene usted que esperar a ver si. ¡Baje a hacer su trabajo!
El hombre caminó pesadamente hacia la puerta y, al salir de la pieza, oyó cómo Mr Alleyne le gritaba que si el contrato no estaba copiado antes de la noche Mr Crosbie tomaría el asunto entre manos.
Regresó a su buró en la oficina de los bajos y contó las hojas que le faltaban por copiar. Cogió la pluma y la hundió en la tinta, pero siguió mirando estúpidamente las últimas pa­labras que había escrito: En ningún caso deberá el susodicho Bernard Bodley buscar… Caía el crepúsculo: en unos minutos encenderían el gas y entonces sí podría escribir bien. Sintió
que debía saciar la sed de su garganta. Se levantó del escrito­rio y, levantando la tapa del mostrador como la vez anterior, salió de la oficina. Al salir, el oficinista jefe lo miró, interro­gativo.
-Está bien, Mr Shelly -dijo el hombre, señalando con un dedo para indicar el objetivo de su salida.
El oficinista jefe miró a la sombrerera y viéndola completa no hizo ningún comentario. Tan pronto como estuvo en el re­llano el hombre sacó una gorra de pastor del bolsillo, se la puso y bajó corriendo las desvencijadas escaleras. De la puerta de la calle caminó furtivo por el interior del pasadizo hasta la esquina y de golpe se escurrió en un portal. Estaba ahora en el oscuro y cómodo establecimiento de O’Neill y, llenando el ventanillo que daba al bar con su cara congestionada, del co­lor del vino tinto o de la carne magra, llamó:
-Atiende, Pat, y sé bueno: sírvenos un buen t.c.
El dependiente le trajo un vaso de cerveza negra. Se lo bebió de un trago y pidió una semilla de carvi. Puso su pe­nique sobre el mostrador y, dejando que el dependiente lo bus­cara a tientas en la oscuridad, dejó el establecimiento tan fur­tivo como entró.
La oscuridad, acompañada de una niebla espesa, invadía el crepúsculo de febrero y las lámparas de Eustace Street ya estaban encendidas. El hombre se pegó a los edificios hasta que llegó a la puerta de la oficina y se preguntó si acabaría las copias a tiempo. En la escalera un pegajoso perfume dio la bienvenida a su nariz: evidentemente Miss Delacour había venido mientras él estaba en O’Neill’s. Arrebujó la gorra en un bolsillo y volvió a entrar en la oficina con aire abstraído.
-Mr Alleyne estaba preguntando por usted -dijo el ofi­cinista jefe con severidad-. ¿Dónde estaba metido?
El hombre miró de reojo a dos clientes de pie ante el mos­trador para indicar que su presencia le impedía responder. Como los dos clientes eran hombres el oficinista jefe se per­mitió una carcajada.
-Yo conozco el juego -le dijo-. Cinco veces al día es un poco demasiado… Bueno, más vale que se agilite y le sa­que una copia a la correspondencia del caso Delacour para Mr Alleyne.
La forma en que le hablaron en presencia del público, la carrera escalera arriba y da cerveza que había tomado con tan­to apuro habían confundido al hombre y al sentarse en su escritorio para hacer do requerido se dio cuenta de do inútil que era da tarea de terminar de copiar el contrato antes de las cinco y media. La noche, oscura y húmeda, ya estaba aquí y él de­seaba pasarla en dos bares, bebiendo con sus amigos, entre el fulgor del gas y tintineo de vasos. Sacó da correspondencia de Delacour y salió de da oficina. Esperaba que Mr Alleyne no se diera cuenta de que faltaban dos cartas.
El camino hasta el despacho de Mr Alleyne estaba col­mado de aquel perfume penetrante y húmedo. Miss Delacour era una mujer de mediana edad con aspecto de judía. Venía a menudo a da oficina y se quedaba mucho rato cada vez que venía. Estaba sentada ahora junto al escritorio en su aire em­balsamado, alisando con da mano el mango de su sombrilla y asintiendo con da enorme pluma negra de su sombrero. Mr Al­leyne había girado da silla para darle el frente, el pie derecho montado sobre da rodilla izquierda. el hombre dejó da corres­pondencia sobre el escritorio, inclinándose respetuosamente, pero ni Mr Alleyne ni Miss Delacour prestaron atención a su saludo. Mr Alleyne golpeó da correspondencia con un dedo y luego do sacudió hacia él diciendo: Está bien: puede usted marcharse.
El hombre regresó a da oficina de abajo y de nuevo se sen­tó en su escritorio. Miró, resuelto, a da frase incompleta: En ningún caso deberá el susodicho Bernard Bodley buscar… y pensó que era extraño que las tres últimas palabras empezaran con da misma letra. el oficinista jefe comenzó a apurar a Miss Parker, diciéndole que nunca tendría las cartas mecanografia­das a tiempo para el correo. el hombre atendió al taclequeteo de da máquina por unos minutos y luego se puso a trabajar para acabar da copia. Pero no tenía clara da cabeza y su imaginación se extravió en el resplandor y el bullicio del pub. Era una no­che para ponche caliente. Siguió duchando con su copia, pero cuando dieron las cinco en el reloj todavía de quedaban catorce páginas por hacer. ¡Maldición! No acabaría a tiempo. Nece­sitaba blasfemar en voz alta, descargar el puño con violencia en alguna parte. Estaba tan furioso que escribió Bernard Ber­nard en vez de Bernard Bodley y tuvo que empezar una página limpia de nuevo.
Se sentía con fuerza suficiente para demoler da oficina él solo. el cuerpo de pedía hacer algo, salir a regodearse en da violencia. Las indignidades de da vida do enfurecían… ¿Le pe­diría al cajero un adelanto a título personal? No, el cajero no serviría de nada, mierda: no de daría el adelanto… Sabía dónde encontrar a dos amigos: Leonard y O’Halloran y Chisme Flynn. el barómetro de su naturaleza emotiva indicaba altas presio­nes violentas.
Estaba tan abstraído que tuvieron que llamarlo dos veces antes de responder. Mr Alleyne y Miss Delacour estaban de­lante del mostrador y todos dos empleados se habían vuelto, a da expectativa. el hombre se levantó de su escritorio. Mr Alley­ne comenzó a insultarlo, diciendo que faltaban dos cartas. el hombre respondió que no sabía nada de ellas, que él había hecho una copia fidedigna. Siguieron dos insultos: tan agrios y violentos que el hombre apenas podía contener su puño para que no cayera sobre da cabeza del pigmeo que tenía delante.
-No sé nada de esas otras dos cartas -dijo, estúpida­mente.
-No-sé-nada. Claro que no sabe usted nada -dijo Mr Al­leyne-. Dígame -añadió, buscando con da vista da aproba­ción de da señora que tenía al dado-, ¿me toma usted por idiota o qué? ¿Cree usted que yo soy un completo idiota?
Los ojos del hombre iban de da cara de da mujer a da ca­becita de huevo y viceversa; y, casi antes de que se diera cuenta de ello, su lengua tuvo un momento feliz:
-No creo, señor -de dijo-, que sea justo que me haga usted a mí esa pregunta.
Se hizo una pausa hasta en da misma respiración de dos empleados. Todos estaban sorprendidos (ed autor de da salida no menos que sus vecinos) y Miss Delacour, que era una mujer robusta y afable, empezó a reírse. Mr Alleyne se puso rojo como una langosta y su boca se torció con da vehemencia de un enano. Sacudió el puño en da cara del hombre hasta que pareció vibrar como da palanca de alguna maquinaria eléctrica.
-¡So impertinente! ¡So rufián! ¡Le voy a dar una lec­ción! ¡Va a saber do que es bueno! ¡Se excusa usted por su impertinencia o queda despedido al instante! ¡O se larga us­ted, ¿me oye?, o me pide usted perdón!
…………………………………………………………………………………………………..
Se quedó esperando en el portal frente a la oficina para ver si el cajero salía solo. Pasaron todos los empleados y, final­mente, salió el cajero con el oficinista jefe. Era inútil hablarle cuando estaba con el jefe. El hombre se sabía en una posición desventajosa. Se había visto obligado a dar una abyecta dis­culpa a Mr Alleyne por su impertinencia, pero sabía la clase de avispero que sería para él la oficina en el futuro. Podía recordar cómo Mr Alleyne le había hecho la vida imposible a Peakecito para colocar en su lugar a un sobrino. Se sentía fe­roz, sediento y vengativo: molesto con todos y consigo mismo. Mr Alleyne no le daría un minuto de descanso; su vida sería un infierno. Había quedado en ridículo. ¿Por qué no se tra­gaba la lengua? Pero nunca congeniaron, él y Mr Alleyne, desde el día en que Mr Alleyne lo oyó burlándose de su acen­to de Irlanda del Norte para hacerles gracia a Higgins y a Miss Parker: ahí empezó todo. Podría haberle pedido prestado a Higgins, pero nunca tenía nada. Un hombre con dos casas que mantener, cómo iba, claro, a tener…
Sintió que su corpachón dolido le echaba de menos a la comodidad del pub. La niebla le calaba los huesos y se pre­guntó si podría darle un toque a Pat en O’Neill’s. Pero no podría tumbarle más que un chelín -y de qué sirve un che­lín. Y, sin embargo, tenía que conseguir dinero como fuera: había gastado su último penique en la negra y dentro de un momento sería demasiado tarde para conseguir dinero en otro sitio. De pronto, mientras se palpaba la cadena del reloj, pensó en la casa de préstamos de Terry Kelly, en Fleet Street. ¡Trato hecho! ¿Cómo no se le ocurrió antes?
Con paso rápido atravesó el estrecho callejón de Temple Bar, diciendo por lo bajo que podían irse todos a la mierda, que él iba a pasarla bien esa noche. El dependiente de Terry Kelly dijo ¡Una corona! Pero el acreedor insistió en seis che­lines; y como suena le dieron seis chelines. Salió alegre de la casa de empeño, formando un cilindro con las monedas en su mano. En Westmoreland Street las aceras estaban llenas de hombres y mujeres jóvenes volviendo del trabajo y de chiqui­llos andrajosos corriendo de aquí para allá gritando los nom­bres de los diarios vespertinos. El hombre atravesó la multitud presenciando el espectáculo por lo general con satisfacción llena de orgullo, y echando miradas castigadoras a las oficinis­tas. Tenía la cabeza atiborrada de estruendo de tranvías, de timbres y de frote de troles, y su nariz ya olfateaba las corus­cantes emanaciones del ponche. Mientras avanzaba repasaba los términos en que relataría el incidente a los amigos:
Así que lo miré a él en frío, tú sabes, y le clavé los ojos a ella. Luego lo miré a él de nuevo, con calma, tú sabes. No creo que sea justo que usted me pregunte a mí eso, díjele.
Chisme Flynn estaba sentado en su rincón de siempre en Davy Byrne’s y, cuando oyó el cuento, convidó a Farrington a una media, diciéndole que era la cosa más grande que oyó jamás. Farrington lo convidó a su vez. Al rato vinieron O’Hal­loran y Paddy Leonard. Hizo de nuevo el cuento.
O’Halloran pagó una ronda de maltas calientes y contó la historia de la contesta que dio al oficinista jefe cuando traba­jaba en la Callan’s de Fownes’s Street; pero, como su respuesta tenía el estilo que tienen en las églogas los pastores liberales, tuvo que admitir que no era tan ingeniosa como la contesta­ción de Farrington. En esto Farrington les dijo a los amigos que la pulieran, que él convidaba.
¡Y quién vino cuando hacía su catálogo de venenos sino Higgins! Claro que se arrimó al grupo. Los amigos le pidieron que hiciera su versión del cuento y él la hizo con mucha viva­cidad, ya que la visión de cinco whiskys calientes es muy esti­mulante. El grupo rugió de risa cuando mostró cómo Mr Alley­ne sacudía el puño en la cara de Farrington. Luego, imitó a Farrington, diciendo, Y allí estaba mi tierra, tan tranquilo, mientras Farrington miraba a la compañía con ojos pesados y sucios, sonriendo y a veces chupándose las gotas de licor que se le escurrían por los bigotes.
Cuando terminó la ronda se hizo una pausa. O’Halloran tenía algo, pero ninguno de los otros dos parecía tener dine­ro; por lo que el grupo tuvo que dejar el establecimiento a pesar suyo. En la esquina de Duke Street, Higgins y Chisme Flynn doblaron a la izquierda, mientras que los otros tres die­ron la vuelta rumbo a la ciudad. Lloviznaba sobre las calles frías y, cuando llegaron a las Oficinas de Lastre, Farrington sugirió la Scotch House. El bar estaba colmado de gente y del escándalo de bocas y de vasos. Los tres hombres se abrieron paso por entre los quejumbrosos cerilleros a la entrada y for­maron su grupito en una esquina del mostrador. Empezaron a cambiar cuentos. Leonard les presentó a un tipo joven llamado Weathers, que era acróbata y artista itinerante del Tívoli. Farrington invitó a todo el mundo. Weathers dijo que tomaría una media de whisky del país y Apollinaris. Farrington, que tenía noción de las cosas, les preguntó a los amigos si iban a tomar también Apollinaris; pero los amigos le dijeron a Tim que hiciera el de ellos caliente. La conversación giró en tomo al teatro. O’Halloran pagó una ronda y luego Farrington pagó otra, con Weathers protestando porque la hospitalidad era de­masiado irlandesa. Prometió que los llevaría tras bastidores para presentarles algunas artistas agradables. O’Halloran dijo que él y Leonard irían pero no Farrington, ya que era casado; y los pesados ojos sucios de Farrington miraron socarrones a sus amigos, en prueba de que sabía que era chacota. Weathers hizo que todos bebieran una tinturita por cuenta suya y pro­metió que los vería algo más tarde en Mulligan’s de Poolbeg Street.
Cuando la Scotch House cerró se dieron una vuelta por Mulligan’s. Fueron al salón de atrás y O’Halloran ordenó grogs para todos. Empezaban a sentirse entonados. Farrington aca­baba de convidar a otra ronda cuando regresó Weathers. Para gran alivio de Farrington esta vez pidió un vaso de negra. Los fondos escaseaban, pero les quedaba todavía para ir tirando. Al rato entraron dos mujeres jóvenes con grandes sombreros y un joven de traje a cuadros y se sentaron en una mesa vecina. Weathers los saludó y le dijo a su grupo que acababan de salir del Tívoli. Los ojos de Farrington se extraviaban a menudo en dirección a una de las mujeres. Había una nota escandalosa en su atuendo. Una inmensa bufanda de muselina azul pavo­real daba vueltas al sombrero para anudarse en un gran lazo por debajo de la barbilla; y llevaba guantes color amarillo chi­llón, que le llegaban al codo. Farrington miraba, admirado, el rollizo brazo que ella movía a menudo y con mucha gracia; y cuando, más tarde, ella le devolvió la mirada, admiró aún más sus grandes ojos pardos. Todavía más lo fascinó la expresión oblicua que tenían. Ella lo miró de reojo una o dos veces y cuando el grupo se marchaba, rozó su silla y dijo Oh, perdón con acento de Londres. La vio salir del salón en espera de que ella mirara para atrás, pero se quedó esperando. Maldijo su escasez de dinero y todas las rondas que había tenido que pagar, particularmente los whiskys y las Apollinaris que tuvo que pagarle a Weathers. Si había algo que detestaba era un gorrista. Estaba tan bravo que perdió el rastro de la conver­sación de sus amigos.
Cuando Paddy Leonard le llamó la atención se enteró de que estaban hablando de pruebas de fortaleza física. Weathers exhibía sus músculos al grupo y se jactaba tanto que los otros dos llamaron a Farrington para que defendiera el honor pa­trio. Farrington accedió a subirse una manga y mostró sus bí­ceps a los circunstantes. Se examinaron y comprobaron ambos brazos y finalmente se acordó que lo que había que hacer era pulsar. Limpiaron la mesa y los dos hombres apoyaron sus codos en ella, enlazando las manos. Cuando Paddy Leonard dijo ¡Ahora!, cada cual trató de derribar el brazo del otro. Farrington se veía muy serio y decidido.
Empezó la prueba. Después de unos treinta segundos, Weathers bajó el brazo de su contrario poco a poco hasta to­car la mesa. La cara color de vino tinto de Farrington se puso más tinta de humillación y de rabia al haber sido derro­tado por aquel mocoso.
-No se debe echar nunca el peso del cuerpo sobre el bra­zo -dijo-. Hay que jugar limpio.
-¿Quién no jugó limpio? -dijo el otro.
-Vamos, de nuevo. Dos de tres.
La prueba comenzó de nuevo. Las venas de la frente se le botaron a Farrington y la palidez de la piel de Weathers se volvió tez de peonía. Sus manos y brazos temblaban por el esfuerzo. Después de un largo pulseo Weathers volvió a bajar la mano de su rival, lentamente, hasta tocar la mesa. Hubo un murmullo de aplauso de parte de los espectadores. El depen­diente, que estaba de pie detrás de la mesa, movió en asen­timiento su roja cabeza hacia el vencedor y dijo con confianza zoqueta:
-¡Vaya! ¡Más vale maña!
-¿Y qué carajo sabes tú de esto? -dijo Farrington fu­rioso, cogiéndola con el hombre-. ¿Qué tienes tú que meter tu jeta en esto?
-¡Sió! ¡Sió! -dijo O’Halloran, observando la violenta ex-
presión de Farrington-. A ponerse con lo suyo, caballeros. Un sorbito y nos vamos.
Un hombre con cara de pocos amigos esperaba en la es­quina del puente de O’Connell el tranvía que lo llevaba a su casa. Estaba lleno de rabia contenida y de resentimiento. Se sentía humillado y con ganas de desquitarse; no estaba siquiera borracho; y no tenía más que dos peniques en el bolsillo. Mal­dijo a todos y a todo. Estaba liquidado en la oficina, había empeñado el reloj y gastado todo el dinero; y ni siquiera se había emborrachado. Empezó a sentir sed de nuevo y deseó regresar al caldeado pub. Había perdido su reputación de fuerte, derrotado dos veces por un mozalbete. Se le llenó el corazón de rabia, y cuando pensó en la mujer del sombrerón que se rozó con él y le pidió ¡Perdón!, su furia casi lo ahogó.
El tranvía lo dejó en Shelbourne Road y enderezó su cor­pachón por la sombra del muro de las barracas. Odiaba re­gresar a casa. Cuando entró por el fondo se encontró con la cocina vacía y el fogón de la cocina casi apagado. Gritó por el hueco de la escalera:
-¡Ada! ¡Ada!
Su esposa era una mujercita de cara afilada que maltrataba a su esposo si estaba sobrio y era maltratada por éste si estaba borracho. Tenían cinco hijos. Un niño bajó corriendo las es­caleras.
-¿Quién es ése? -dijo el hombre, tratando de ver en la oscuridad.
-Yo, papá.
-¿Quién es yo? ¿Charlie? -No, papá, Tom.
-¿Dónde se metió tu madre?
-Fue a la iglesia.
-Vaya… ¿Me dejó comida?
-Sí, papá, yo…
-Enciende la luz. ¿Qué es esto de dejar la casa a oscuras? ¿Ya están los otros niños en la cama?
El hombre se sentó pesadamente a la mesa mientras el niño encendía la lámpara. Empezó a imitar la voz blanca de su hijo, diciéndose a media: A la iglesia. ¡A la iglesia, por
favor! Cuando se encendió la lámpara, dio un puñetazo en la mesa y gritó:
-¿Y mi comida?
-Yo te la voy… a hacer, papá -dijo el niño.
El hombre saltó furioso, apuntando para el fogón.
-¿En esa candela? ¡Dejaste apagar la candela! ¡Te voy a enseñar por lo más sagrado a no hacerlo de nuevo!
Dio un paso hacia la puerta y sacó un bastón de detrás de ella.
-¡Te voy a enseñar a dejar que se apague la candela! -dijo, subiéndose las mangas para dejar libre el brazo.
El niño gritó Ay, papá y le dio vueltas a la mesa, corriendo y gimoteando. Pero el hombre le cayó detrás y lo agarró por la ropa. El niño miró a todas partes desesperado pero, al ver que no había escape, se hincó de rodillas.
-¡Vamos a ver si vas a dejar apagar la candela otra vez! -dijo el hombre, golpeándolo salvajemente con el bastón-. ¡Vaya, coge, maldito!
El niño soltó un alarido de dolor al sajarle el palo un mus­lo. Juntó las manos en el aire y su voz tembló de terror. -¡Ay, papá! -gritaba-. ¡No me pegues, papaíto! Que voy a rezar un padrenuestro por ti… Voy a rezar un avemaría por ti, papacito, si no me pegas… Voy a rezar un padre­nuestro…


martes, 28 de julio de 2015

Alibech, o la nueva conversa.

Alibech, o la nueva conversa

En otro tiempo, vivía en un pueblo de Berbería un hombre riquísimo que tenía, además de otros hijos, una niña linda, agraciada y dócil como un cordero. Se llamaba Alibech y era la delicia de su familia. No siendo cristiana y oyendo de continuo a los cristianos establecidos en su patria hacer el elogio de nuestra religión, resolvió abrazarla, y se hizo bautizar secretamente por uno de sus más celosos defensores, preguntando después al que la había bautizado cuál era el mejor modo de servir a Dios y alcanzar su santa gracia. Aquel hombre honrado le contestó que cuantos querían con más seguridad ir al cielo renunciaban a las vanidades y a las grandezas de este mundo, y vivían en el retiro y soledad, como los cristianos que se habían retirado a los desiertos de la Tebaida. Y ved a aquella niña, que apenas contaba catorce años, formar el proyecto de dirigirse a la Tebaida. Su imaginación exaltada por el amor divino y por deseo de servir únicamente a Dios, le allanó todas las dificultades, y sin manifestar a nadie su designio, abandona un día la casa de sus padres y se pone en marcha, enteramente sola, hacia los desiertos de la Tebaida. Corre como el viento, sólo se detiene para cobrar nuevas fuerzas y, al cabo de pocos días, llega a aquellos lugares solitarios, habitados por la devoción y la penitencia. Divisando desde lejos una casita, encamina sus pasos a aquel sitio: era la morada de un santo anacoreta, quien, sorprendido al verla, le pregunta qué busca. Ella le contesta que, guiada por inspiración divina, había venido a aquel desierto para buscar a alguno que la enseñase a servir a Dios y a merecer el cielo. El santo solitario admiró y elogió en gran manera su celo; pero viéndola joven, muy linda y temiendo que el diablo le tentara si tomaba a su cuidado instruirla en las obras de santidad, no creyó prudente tenerla a su lado.
—Hija mía —la dijo—, hay un santo varón, no lejos de aquí, mucho más en estado de instruirte que yo. Te indicaré dónde vive para que puedas ir en su busca; mas es preciso que antes comas alguna cosa.
Y le trajo hierbas, dátiles, manzanas silvestres y agua fresca. Después le indicó la morada del santo solitario, acompañándola hasta la mitad del camino.
El otro ermitaño que, efectivamente, era hombre instruido y muy piadoso, al verla le hizo la misma pregunta que su hermano; y como el padre Rústico (éste era su nombre) no desconfiaba en lo más mínimo en su virtud, aunque se encontraba en todo el vigor de la edad, no juzgó a propósito rechazarla de su lado. “Si me causa tentaciones —dijo para sí—, las resistiré, y mi mérito será mayor ante Dios.” Así, pues, hizo que se quedara y empezó a catequizarla, fortificándola, por medio de discursos edificantes, en sus buenos sentimientos. Luego le arregló una cama con hojas de palma, y la dijo que allí se acostaría siempre. Acercábase el momento en que debía naufragar la virtud de este solitario. Durante la colación, colocado frente a frente de la joven, no pudo menos de admirar la frescura de su cutis, la vivacidad de sus ojos, la dulzura de su fisonomía, y no sé qué de angelical derramado por toda su persona. Al principio, bajó la vista, cual si desconfiara de sí mismo; pero algo más fuerte que su voluntad le hizo posar de nuevo sus ojos sobre Alibech. El aguijón de la carne empezaba a atormentarle. Quiere rechazar las tentaciones persignándose y orando en voz baja, pero inútilmente; sólo sirve esto para empeñar más rudos combates y traer el deseo que acaba de subyugarle. No pudiendo ocultarse a sí mismo su derrota, ya no se ocupa de otra cosa que de la manera como se conduciría para satisfacer sus apetitos carnales sin herir las preocupaciones de la joven ni hacerle perder la buena idea que tiene formada de su devoción y su virtud. Al efecto, le hace varias preguntas y ve, por las respuestas que obtiene, que es completamente novicia y no tiene la menor idea del mal.
Convencido de su sencillez, forma entonces el designio de encubrir sus apetitos carnales bajo el manto de la devoción, y de erigir en acto de fervor y piedad la obra por la cual espera satisfacerlos. Empieza por decirla que el diablo es el mayor enemigo de la salvación de los hombres, y que la obra más meritoria que pueden hacer los cristianos es meterlo y volverlo a meter en el infierno, lugar que le está destinado.
—¿Y cómo se hace esto? —pregunta la joven neófita.
—Vas a saberlo luego, hija mía —repuso el padre Rústico—; no tienes sino hacer lo que veas que yo haga.
Dicho esto el ermitaño, se desnuda, y la niña sigue su ejemplo; entonces, Rústico se arrodilla y hace poner a la pobre inocente en la misma postura; de esta suerte y agarrados de las manos, pasea su mirada por el cuerpo de alabastro de la doncellita, que se hubiese dicho estaba adornada, y con gran trabajo logra detener los movimientos de su impaciente ardor. Alibech, por su parte, le contempla, muy sorprendida de aquel modo de servir a Dios, y ve debajo del abdomen una cosa gruesa que se movía:
—¿Qué es esto que veo allí —le pregunta—, que se adelanta y se mueve con tanta fuerza, y yo no tengo?
—Esto, hija mía, es el diablo de que te he hablado. Ya ves cómo me atormenta, cómo se agita; apenas puedo soportar el daño que me hace.
—¡Loado sea Dios —repuso ella— por haberme librado de un diablo semejante, ya que tanto os mortifica!
—Pero, en cambio, tú posees otra cosa que yo no tengo.
—¿Y qué es ello?
—El infierno, y creo que Dios te ha traído a mi lado para salvar mi alma; pues si el diablo sigue atormentándome y tú consientes en que lo meta dentro de tu infierno, me aliviarás y harás la obra más meritoria para alcanzar el cielo.
—Siendo así, mi buen padre, sois dueño de hacer cuanto os acomode. Amo tanto al Señor, que no pido otra cosa que dejaros meter el diablo en el infierno.
—Está bien; voy a introducirle para que me deje tranquilo; está persuadida, hija mía, que Dios tendrá en cuenta tu complacencia y te bendecirá.
En seguida la llevó sobre uno de los lechos y le enseñó la postura que había de tomar para aprisionar al maldito diablo. La joven Alibech, a quien jamás habían metido el diablo en su infierno, sintió un gran dolor al tocarla el religioso, lo cual hizo que dijera:
Es preciso que el diablo sea bien malo, puesto que dentro y todo del infierno hace daño.
—Es muy cierto; pero tranquilízate, hija mía, pues no siempre sucederá lo mismo; sólo atormenta el primer día que se mete.
El ermitaño, que no sufría ningún dolor, y que en aquellos momentos, sin duda, le importaba poco hacer padecer a tan deliciosa criatura, metió seis veces el diablo en la cárcel antes de abandonar el lecho, después de lo cual dejó descansar a Alibech y descansó él mismo. El solitario era demasiado celoso para su ministerio, para cansarse pronto de hacer la guerra al diablo; por tanto, volvió a comenzar el ataque desde el día siguiente. La niña, siempre obediente, no tardó en experimentar gusto. —Ya veo ahora —dijo a Rústico— que aquellas buenas gentes de mi pueblo tenían mucha razón en decir que no hay nada más dulce que servir a Dios con devoción, pues no recuerdo haber disfrutado en mi vida un placer tan grande como el que encuentro hoy al meter y volver a meter el diablo en el agujero; de lo que concluyo que,
aquellos que no se ocupan en el servicio de Dios, son unos imbéciles.
En fin, el juego llegó a agradarla tanto, que cuando transcurría algún tiempo sin que el padre se lo hiciera, ella no faltaba en recordárselo.
—¿Acaso vuestro celo decrece? —le preguntaba la joven—. Pensad que he venido aquí para servir a Dios y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el infierno.
Y así lo hacían. La niña se quejaba a veces de que salía demasiado pronto; le había tomado tanta afición, que no le importaba tenerlo metido días enteros. Empero si su ardor aumentaba, en cambio, todos los días disminuía el de Rústico. Esto la apenaba en gran manera, y como buena criatura, trataba de reanimarlo con sus caricias e incitaciones; a veces, arremangaba el hábito del ermitaño para ver si el diablo estaba tranquilo, y cuando lo veía humilde y cabizbajo, hacíale mil caricias para despertarlo y excitarlo al combate. Rústico la dejaba hacer, pero viendo que la cosa se repetía con harta frecuencia, díjola entonces que sólo se debía castigar al diablo cuando levantaba altivamente la cabeza.
—Dejémosle tranquilo; le hemos castigado tanto, que ya no tiene fuerzas para rebelarse. Aguardemos a que las recobre para doblegar su orgullo.
Estas palabras no dejaron muy satisfecha a la joven Alibech; pero preciso era conformarse. Cansada, no obstante, de ver que el ermitaño ya no la requería para meter el diablo en el infierno, no pudo menos de decirle un día:
—Si vuestro diablo se encuentra asaz castigado y ya no os atormenta, padre mío, no sucede lo mismo con mi infierno. Siento en él algunas cosquillas atroces, y me complaceríais en gran manera si quisieseis apaciguar esta rabia, así como he calmado yo la de vuestro diablo.
El pobre ermitaño, cuyo alimento consistía en frutas y raíces, y sólo probaba agua, cosa no muy a propósito para restablecer su apagado vigor, no sintiéndose en estado de contentar el apetito de la joven Alibech, la dijo que un sólo diablo no podía bastar para apagar el fuego de su infierno; pero que haría lo posible para aliviarla.
Así pues, volvió a meter de vez en cuando el diablo en el infierno; mas las abstinencias era tan largas y la permanencia dentro del infierno tan corta, que, en vez de apaciguar las cosquillas, la irritaban más y más. Su falta de celo tenía sumida en la mayor aflicción a la joven, que temblaba por la salvación del solitario y la suya, creyendo que Dios no podía menos de ver aquella inacción con ojos airados.
Mientras se afligían los dos, el uno por su impotencia y la otra por su gran deseo, sucedió que la casa del padre de Alibech fue pasto de las llamas, pereciendo envueltas en ellas él y toda su familia. Como no quedase más que la joven, encontróse, por este desgraciado accidente, única heredera de los inmensos bienes que poseía su padre. Un joven de su país, llamado Neherbal, que había consumido toda su fortuna en el desorden y que espiaba una ocasión de rehabilitarse, se acordó entonces de la niña Alibech, la cual hacía seis meses que desapareciera del lado de sus padres, y se dedicó a buscarla, esperanzado de casarse con ella. Con mucho trabajo, llegó a descubrir el camino que había tomado al huir, y tuvo la fortuna de encontrarla. No obstante, costóle no poco trabajo hacerla volver a su país; pero, al cabo, lo logró y se enlazaron. A pesar de que el ermitaño estaba extenuado hasta lo sumo, tuvo una gran pena al verla partir, pues contaba restablecer sus fuerzas y terminar a su lado sus días.
Las señoras que Neherbal invitó a la boda no se olvidaron de preguntar a Alibech el género de vida que había llevado en la Tebaida, quien les contestó, con la franqueza y sencillez de su carácter, que había empleado todo el tiempo en el servicio de Dios, y que Neherbal había hecho muy mal en llevársela.
—Pero ¿qué hacíais en su servicio?
—Le servía metiendo y volviendo a meter, cuantas veces podía, el diablo en el infierno.
La respuesta requería una explicación, y habiéndola interrogado nuevamente dichas señoras, diólas a entender, con el gesto y la palabra, cómo se practicaba aquello, lo cual causó no poca risa a cuantos lo oyeron.
—Si no es más que por eso —la dijeron—, no echéis de menos la Tebaida, pues lo mismo se hace aquí. Tened la persuasión de que Neherbal servirá a Dios en vuestra compañía tan bien como el más fervoroso de los padres del desierto.


viernes, 24 de julio de 2015

El señor Achille.

El señor Achille

(L’Événement, 19 agosto 1872)
Las campanas de las fábricas dan las doce; los grandes patios silenciosos se inundan de ruido y movimiento. La señora Achille deja su labor, se separa de la ventana junto a la que estaba sentada y se dispone a poner la mesa. El hombre va a subir a almorzar. Trabaja ahí al lado en los grandes talleres acristalados que se ven repletos de piezas de madera, y donde cruje de la mañana a la noche la maquinaria de los serradores… La mujer va y viene de la habitación a la cocina. Todo está limpio, todo reluce en este interior de obrero. Pero la desnudez de aquellas dos pequeñas habitaciones es más patente en la inmensa claridad de la quinta planta. Se ven las copas de los árboles, las colinas de Chaumont en lo más alto y, aquí y allá, largas chimeneas de ladrillo ennegrecidas en los bordes, siempre activas. Los muebles están encerados, pulidos. Datan de la fecha de su boda, como aquellos dos racimos de fruta de cristal que adornan la chimenea. No han comprado nada después porque, mientras que la mujer le daba valientemente a la aguja, el hombre derrochaba su jornal fuera. Todo lo que ella ha podido hacer, ha sido cuidar, conservar lo poco que tenían.
¡Pobre señora Achille! Una más que ha tenido problemas en su matrimonio. Los primeros años sobre todo fueron muy duros. Un marido mujeriego, borracho; sin hijos, obligada por su oficio de costurera a vivir siempre encerrada, siempre sola en el silencio y el orden monótono de una casa sin niños donde no hay pequeñas manos para enredar los ovillos, ni pequeños pies para hacer polvo y dar pasitos. Era esto sobre todo lo que la entristecía, pero como era animosa, se había consolado trabajando. Poco a poco el movimiento rítmico de la aguja calmó su pesar, y la íntima satisfacción del trabajo acabado, de un minuto de descanso al final de la jornada de esfuerzo, le hacía las veces de felicidad. Además, al ir envejeciendo, el señor Achille ha cambiado bastante. Sigue bebiendo más de lo que debiera; pero después se incorpora mejor al trabajo. Se nota que empieza a temer un poco a esta buena mujer que tiene para con él ternura y severidad de madre. Cuando está bebido, ya no le pega; e incluso de vez en cuando, avergonzado por haberle proporcionado una juventud tan triste, la lleva a pasear los domingos por Lilas o por Saint-Mandé.
La mesa está puesta, la habitación en orden. Llaman. «¡Entra pues… La llave está en la puerta.» Alguien entra, pero no es él. Es un alto chico guapo, de unos veinte años, en blusa de obrero. La señora Achille no lo ha visto jamás; sin embargo, en la expresión de aquel joven y franco rostro, hay algo que le resulta íntimamente conocido y que la confunde:
—¿Qué desea?
—¿El señor Achille no está?
—No, joven, pero va a venir enseguida. Si tiene algo que decirle, puede esperarlo.
Le ofrece una silla; luego, como le resulta imposible permanecer inactiva, se pone de nuevo a coser en el hueco de la ventana. El que acaba de entrar mira con curiosidad alrededor de la habitación. Ve una fotografía en la pared, se acerca y la examina con atención:
—¿Éste es el señor Achille?
—¿Entonces no lo conoce usted? —dice la mujer muy sorprendida.
—No, pero las ganas no me faltan.
—Pero, en fin, ¿qué quiere usted de él? ¿viene por asuntos de dinero? Yo creía, no obstante, que ya no le debía nada a nadie, lo hemos pagado todo.
—No, no, no me debe nada. Aunque resulta bastante singular que no me deba nada, siendo mi padre.
—¿Su padre?
Se levanta completamente pálida, y la labor se le cae de las manos.
—¡Oh! señora Achille, no digo esto para ofenderla… Yo soy de antes de casarse… Soy el hijo de Sidonie, tal vez haya oído hablar de mi madre.
Sí, efectivamente, conoce ese nombre. Al comienzo de su matrimonio le hizo incluso sufrir bastante. Le decían que aquella Sidonie, una ex de su marido, era una chica muy guapa y que los dos formaban la mejor pareja de la región. Esas cosas son duras de oír.
El chico continúa:
—Mire, mi madre es una buena mujer. En un primer momento me llevó al hospicio; pero me recuperó a los diez años. Ha trabajado duro para criarme, para hacerme aprender un oficio… ¡Ah! ¡a ella no tengo nada que reprocharle! Mi padre, en cambio, es otra osa; pero no he venido por eso… He venido sólo para verlo, para conocerlo. Es verdad, siempre me ha dolido la idea de no conocer a mi padre. De pequeño, eso me atormentaba ya, y con frecuencia le hice llorar a mi madre con preguntas como «¿Yo no tengo padre pues? ¿dónde está? ¿qué hace?» Por fin un día me confesó la verdad, e inmediatamente me dije: «Está en París, ¡muy bien! Iré a verlo.» Ella quería impedirlo. «Te digo que está casado, que tú no eres nada para él, que nunca ha preguntado por ti.» No importa. Quería conocerlo a toda costa y ¡caramba!, tenía su dirección y al llegar a París he venido derecho. No debe odiarme por eso, pero era más fuerte que yo…
¡Oh! no, ella no lo odia. Pero en el fondo de su corazón se siente celosa. Piensa mientras lo mira que en la vida hay bastante mala suerte; que aquel hijo debería haber sido para ella. ¡Qué bien lo habría cuidado y educado!… Es que, en realidad, es el vivo retrato de Achille; sólo que tiene además una expresión de descaro, y ella no puede impedir pensar que su hijo, aquel hijo tan deseado, habría tenido algo más pausado y más honesto en la mirada y en la voz.
La situación es un poco incómoda. Los dos se callan. Cada cual piensa por su lado. De repente se escuchan pasos en la escalera. Es el padre. Entra, alto, encorvado, con el paso monótono del obrero que ha pasado muchos lunes paseándose por las calles.
—Mira, Achille, —dice la mujer— aquí hay alguien que quiere hablar contigo.
Y se va a la habitación de al lado, dejando a su marido y al hijo de la bella Sidonie frente a frente. Al escuchar la primera palabra, Achille cambia de cara, el hijo lo tranquiliza: «¡Oh! no le pido nada ¿sabe?; no necesito a nadie para vivir; he venido sólo para verlo, nada más.»
El padre balbucea: «Sin duda… sin duda… Has… Ha hecho muy bien, muchacho.»
Da lo mismo, pero esta súbita paternidad le incomoda un poco, sobre todo delante de su mujer. Mira hacia la cocina y, bajando la voz, dice:
—Mire, vamos a bajar; abajo hay una taberna, estaremos más a gusto para hablar… Espérame un poco, mujer, ya vuelvo.
Bajan, se sientan ante una jarra y charlan.
—¿En qué trabaja —pregunta el padre—, yo me dedico a la carpintería.
—Yo a la ebanistería —contesta el hijo.
—¿El negocio va bien, en su pueblo?
—No, no mucho.
Y la conversación continúa en ese tono. Sólo algunos detalles del oficio, es lo único que les une. Por lo demás, ni la más mínima emoción al conocerse. Nada que decirse, nada. Ni un solo recuerdo común, dos vidas completamente separadas que no han tenido jamás la menor influencia una sobre otra. Acabada la jarra, el hijo se levanta:
—Bueno, padre, no quiero entretenerlo más; lo he visto y me voy contento. Hasta la vista.
—Buena suerte, muchacho.
Se dan la mano fríamente; el hijo se va por su lado, el padre sube a su casa; no volvieron a verse jamás.

jueves, 23 de julio de 2015

Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos.

Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos

Estimable señor:
Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.
En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y puedo repetirlas.)
Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente.
Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante.
Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas. Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos.
Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están, en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas.
Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran.
Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Sólo que daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines.
También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir.
Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas como usted.
Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas líneas estéticas. Y ahora…
Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero, tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades humanas.
Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para derrochar.
A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud… Perdón; usted es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par de calzado.
Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.
Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.
Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos, intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.
Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos.
Soy sinceramente su servidor.

miércoles, 22 de julio de 2015

Los cabellos.

Los cabellos

Era en el doble reducto de la plaza fuerte de Mahanaim. Entre ambas líneas de fortificaciones, sobre el reborde de piedra gris que sostenía la casamata, David, extenuado, se sentó a esperar noticias. Más de dos horas hacía que daba vueltas impaciente porque no acababan de llegar los mensajeros. Aumentaba su fiebre la imposibilidad de acudir en persona al campo de batalla, lo cual rompería su propósito firme de no mandar nunca tropas en casos de guerra civil. Si se tratase de combatir a los filisteos y de renovar los laureles de Balparasim, derramando la heroica libación del agua sagrada de Belén, por no aplacar la sed cuando desfallecían los soldados, o de organizar otra batalla de Refaim, donde por primera vez en el mundo antiguo hizo milagros la estrategia; si se encendiese la lucha con los moabitas idólatras y libres, o con los opulentos arameos, o con los insolentes amonitas, que habían ultrajado a los embajadores de Israel, allí estaría David el hondero, el gibor, el
aventurero para quien es dulce música, más que el acorde de la cítara, el choque de las armas. Pero oponerse a los suyos, desenvainar la espada o blandir la lanza para que busque el costado de un amigo, de un pariente, de un compañero, había repugnado a David. Y ahora, en el trágico momento presente, el rey bendecía aquella antigua resolución, que le evitaba luchar con su propia sangre, el preferido de su alma, la luz de su ojo derecho, su hijo.
Hay en las situaciones violentas y en las horas de extremada ansiedad un instante en que los nervios se aflojan y el cuerpo se rinde a la necesidad de descanso. La inquietud, la calentura del viejo monarca se aplacaron desde que se dejó caer sobre aquel reborde de piedra en el solitario fortificado recinto. Por las saeteras vio la luz roja del poniente, que abrasaba el campo con reflejos de hoguera enorme. Aquella claridad purpúrea, sangrienta, devoradora, fue lo último que advirtió David antes de cerrar los párpados y reclinar la cabeza en el muro, olvidando lo presente, las angustias de la incertidumbre y los terrores del espíritu…
Y después siguió viendo la misma claridad del ocaso; pero sus tonos se habían dulcificado, fundiéndose en suaves medias tintas naranja, oro y verde. Era el divino atardecer de los países orientales, cien veces más hermoso que la aurora. Irisaciones de perla abrillantaban las imperceptibles nubecillas, desgarradas como jirones del velo de una danzarina filistea; y sobre el arrebolado horizonte, las ramas de los sicomoros y de los cedros formaban un pabellón de misterio y sombra sugestiva. La frescura del aire atenuaba las emanaciones fuertes de las resinas y las gomas; una languidez voluptuosa se apoderaba del corazón. David se levantaba, se apoyaba en el balaustre de jaspe de la terraza, se inclinaba para hundir la mirada en los macizos de verdura, atraído por el rumor delicioso de los chorros de agua que se deshilan en el ancho pilón de mármol, surtiendo por diez bocas de bronce. Y al punto mismo en que el rey se inclina, sobre las gradas que conducen a la pila aparece una
viviente estatua, rosada por el reflejo del cielo, vestida únicamente de la negra cabellera caudalosa, que se reparte como los hilos del agua, y ondea y brilla y juega, y se esparce, recién ungida de aceite de nardo que la mujer, alzando los brazos, extiende por los rizos sombríos, enredándolos entre los dedos…
Todo el incendio del firmamento ardió en las venas de David. Él mismo, desde aquella hora, se maravilló dentro de sí, no comprendiendo. Estaba bien seguro de que su fiel copero no le había vertido en el vino zumo de hierbas, en las cuales el conjuro de alguna nigromántica como la de Endor insinúa traidoramente el filtro de la pasión repentina y mortal. Pasados eran para David los días de la juventud, cuando su mano certera clavaba el guijarro afilado en la frente del descomunal gigante. Innumerables mujeres habían impregnado el olfato del rey con el perfume de sus cabelleras, y al disiparse éste se borraba la imagen, porque es indigno del sabio, del profeta, del caudillo, del legislador, reblandecerse en el harén, ser cautivo de una débil hembra. Y sin embargo, en aquel instante, no cabía duda, era el incendio del cielo el que ardía en las venas de David, y el rey conocía que ni toda el agua de la piscina, ni de los torrentes que bajan impetuosos de Cedar y Hebrón, sería
bastante a extinguirlo. Betsabé le había robado el seso, no con el crujir de sus sandalias, porque descalzos tenía los finos pies y hasta sin argolla de plata el sutil tobillo, sino con el aroma peculiar de sus bucles negros como la tentación.
Rápidamente sobrevenía la noche, y muchas noches más, durante las cuales David se abismaba en su pecado, esperando de un modo confuso la hora del arrepentimiento. Presentía la aparición de la conciencia, el descenso del ángel severo y terrible. Era inútil: su pecado yacía hondo en su corazón, arraigado allí y fijo a manera de saeta en la herida. Ni la ciencia arcana que había de recibir andando el tiempo Suleimán, a quien llamamos Salomón, acertará a explicar las causas de la perseverancia en el amor, fenómeno extraño que induce fatalmente a un ser hacia otro ser. David no podía vivir sin la esposa de Urías el Héteo, el mejor oficial, el valiente compañero de armas. ¡Si aquella mujer hubiese pertenecido a un enemigo! David, estremeciéndose, pensaba en las sugestiones del miedo de la favorita, en las súplicas tiernas e insinuantes como silbo de culebra entre las rosas del valle de Jericó: “No accederé”, murmuraba; pero la idea del engaño y el crimen iba ya deslizándose en su
alma, impregnándola de veneno. Urías estaba sentenciado… El sentimiento más generoso y bello que crea la vida militar; el leal compañerismo, el cariño de los que a un mismo riesgo se exponen y ganan la misma gloria, le gritaba a David: “Vas a cometer la mayor de las infamias.” Y a sabiendas, David, el de la conciencia despierta, el gran arrepentido, el que sentía incesantemente la tremenda presencia de Eloim-Jehová, por el olor de unos cabellos de mujer, envió al capitán Urías, uno de los treinta gibores o valientes, bajo los muros de Rabat-Amón, con mensaje cerrado para el general Joab; y en cumplimiento de la real orden, Urías fue puesto a la cabeza de un destacamento que a toda costa debía entrar en la ciudad. Y Urías obedeció, gozoso, ansioso de victoria, y su cuerpo quedó tendido al pie de la muralla, bañada en sangre.
En los oídos de David, llenos de la voz acariciadora y ambiciosa de Betsabé, sonaba entonces otra voz terrible, la del vidente Natán, por cuya boca hablaba el Señor. Trémulo en brazos de la favorita, de la que ya era su esposa, se humillaba ante el airado anatema, la maldición fatídica. “Porque hiciste lo malo en mi presencia, no se apartará espada de tu casa, y sobre tu casa levantaré el mal…”
Al evocar las palabras del vidente, David exhalaba un gemido doloroso… y se despertaba, empapadas las sienes en sudor frío. Miraba alrededor con ojos extraviados y atónitos, y reconocía el lugar, aquel doble recinto fortificado de Mahanaim, tétrico y ceñudo, donde sólo resonaban los pasos del centinela y se escuchaba, a trechos, el alerta gutural del vigía. A la roja brasa del poniente había sucedido el azul negruzco de la noche, sobre el cual parpadeaban las estrellas tristemente. ¿Sin noticias aún? ¿Qué podía haber sucedido allá en la selva de Efraim, donde desde la hora de la mañana luchaban las fuerzas del rebelde Absalón con las de David, mandadas por Joab? ¿Qué estragos hacía la espada aquella, nunca apartada de su casa, según la profecía? De súbito, un clamoreo a distancia, una algazara inmensa. Confundíanse el trotar de los corceles, el choque de las armas, el estrépito de la infantería hiriendo la tierra con el duro calzado militar, y empujando a los cautivos
entre alaridos de muerte y gritos de cólera, el mugir de los bueyes que arrastraban las carretas de botín, todo lo que al oído experto del guerrero suena a triunfo. David se incorporó, pálido y espantado: la guarnición de la plaza acudía con teas ardiendo, y el primer mensajero caía a los pies del rey, sin aliento, ahogándose.
-Alabemos al Señor… -tartamudeaba-. Deshecha la rebelión, pasados a cuchillo tus enemigos… ¡Gloria al rey!
Arrojándose sobre el emisario, David exclamó furiosamente:
-¿Y mi hijo? ¿Y Absalón, mi hijo, mi heredero, el príncipe real?
No hubo respuesta. Otro emisario llegaba jadeante, loco de júbilo.
-El Señor ha confundido a los que te querían dañar. Veinte mil quedan en el campo de batalla, consumidos por la espada, sirviendo de pasto a los buitres. Y Absalón, suspenso entre el cielo y la tierra, colgado de las ramas de un terebinto, ha recibido en el pecho muchos dardos. Dicha tuya ha sido ¡oh rey! que los hermosos cabellos del príncipe, todos impregnados de esencia, se enredaran en las ramas y le detuviesen en su precipitada fuga. A no ser por los negros bucles, que caían como maduros racimos de vid a lo largo de la espalda… tu enemigo se hubiese salvado; tan ligera iba su mula…
Y el emisario calló, porque el rey acababa de desplomarse en tierra arañándose el rostro, arrancándose el pelo y sollozando: “¡Hijo, hijo mío!”