Alibech, o la nueva conversa
Autor: Giovanni Boccaccio
En otro tiempo, vivía en un pueblo
de Berbería un hombre riquísimo que tenía, además de otros hijos, una niña
linda, agraciada y dócil como un cordero. Se llamaba Alibech y era la delicia
de su familia. No siendo cristiana y oyendo de continuo a los cristianos
establecidos en su patria hacer el elogio de nuestra religión, resolvió
abrazarla, y se hizo bautizar secretamente por uno de sus más celosos
defensores, preguntando después al que la había bautizado cuál era el mejor
modo de servir a Dios y alcanzar su santa gracia. Aquel hombre honrado le
contestó que cuantos querían con más seguridad ir al cielo renunciaban a las
vanidades y a las grandezas de este mundo, y vivían en el retiro y soledad,
como los cristianos que se habían retirado a los desiertos de la Tebaida. Y ved
a aquella niña, que apenas contaba catorce años, formar el proyecto de
dirigirse a la Tebaida. Su imaginación exaltada por el amor divino y por deseo
de servir únicamente a Dios, le allanó todas las dificultades, y sin manifestar
a nadie su designio, abandona un día la casa de sus padres y se pone en marcha,
enteramente sola, hacia los desiertos de la Tebaida. Corre como el viento, sólo
se detiene para cobrar nuevas fuerzas y, al cabo de pocos días, llega a
aquellos lugares solitarios, habitados por la devoción y la penitencia.
Divisando desde lejos una casita, encamina sus pasos a aquel sitio: era la
morada de un santo anacoreta, quien, sorprendido al verla, le pregunta qué
busca. Ella le contesta que, guiada por inspiración divina, había venido a
aquel desierto para buscar a alguno que la enseñase a servir a Dios y a merecer
el cielo. El santo solitario admiró y elogió en gran manera su celo; pero
viéndola joven, muy linda y temiendo que el diablo le tentara si tomaba a su
cuidado instruirla en las obras de santidad, no creyó prudente tenerla a su
lado.
—Hija mía —la dijo—, hay un santo varón, no lejos de aquí, mucho más en estado de instruirte que yo. Te indicaré dónde vive para que puedas ir en su busca; mas es preciso que antes comas alguna cosa.
Y le trajo hierbas, dátiles, manzanas silvestres y agua fresca. Después le indicó la morada del santo solitario, acompañándola hasta la mitad del camino.
El otro ermitaño que, efectivamente, era hombre instruido y muy piadoso, al verla le hizo la misma pregunta que su hermano; y como el padre Rústico (éste era su nombre) no desconfiaba en lo más mínimo en su virtud, aunque se encontraba en todo el vigor de la edad, no juzgó a propósito rechazarla de su lado. “Si me causa tentaciones —dijo para sí—, las resistiré, y mi mérito será mayor ante Dios.” Así, pues, hizo que se quedara y empezó a catequizarla, fortificándola, por medio de discursos edificantes, en sus buenos sentimientos. Luego le arregló una cama con hojas de palma, y la dijo que allí se acostaría siempre. Acercábase el momento en que debía naufragar la virtud de este solitario. Durante la colación, colocado frente a frente de la joven, no pudo menos de admirar la frescura de su cutis, la vivacidad de sus ojos, la dulzura de su fisonomía, y no sé qué de angelical derramado por toda su persona. Al principio, bajó la vista, cual si desconfiara de sí mismo; pero algo más fuerte que su voluntad le hizo posar de nuevo sus ojos sobre Alibech. El aguijón de la carne empezaba a atormentarle. Quiere rechazar las tentaciones persignándose y orando en voz baja, pero inútilmente; sólo sirve esto para empeñar más rudos combates y traer el deseo que acaba de subyugarle. No pudiendo ocultarse a sí mismo su derrota, ya no se ocupa de otra cosa que de la manera como se conduciría para satisfacer sus apetitos carnales sin herir las preocupaciones de la joven ni hacerle perder la buena idea que tiene formada de su devoción y su virtud. Al efecto, le hace varias preguntas y ve, por las respuestas que obtiene, que es completamente novicia y no tiene la menor idea del mal.
Convencido de su sencillez, forma entonces el designio de encubrir sus apetitos carnales bajo el manto de la devoción, y de erigir en acto de fervor y piedad la obra por la cual espera satisfacerlos. Empieza por decirla que el diablo es el mayor enemigo de la salvación de los hombres, y que la obra más meritoria que pueden hacer los cristianos es meterlo y volverlo a meter en el infierno, lugar que le está destinado.
—¿Y cómo se hace esto? —pregunta la joven neófita.
—Vas a saberlo luego, hija mía —repuso el padre Rústico—; no tienes sino hacer lo que veas que yo haga.
Dicho esto el ermitaño, se desnuda, y la niña sigue su ejemplo; entonces, Rústico se arrodilla y hace poner a la pobre inocente en la misma postura; de esta suerte y agarrados de las manos, pasea su mirada por el cuerpo de alabastro de la doncellita, que se hubiese dicho estaba adornada, y con gran trabajo logra detener los movimientos de su impaciente ardor. Alibech, por su parte, le contempla, muy sorprendida de aquel modo de servir a Dios, y ve debajo del abdomen una cosa gruesa que se movía:
—¿Qué es esto que veo allí —le pregunta—, que se adelanta y se mueve con tanta fuerza, y yo no tengo?
—Esto, hija mía, es el diablo de que te he hablado. Ya ves cómo me atormenta, cómo se agita; apenas puedo soportar el daño que me hace.
—¡Loado sea Dios —repuso ella— por haberme librado de un diablo semejante, ya que tanto os mortifica!
—Pero, en cambio, tú posees otra cosa que yo no tengo.
—¿Y qué es ello?
—El infierno, y creo que Dios te ha traído a mi lado para salvar mi alma; pues si el diablo sigue atormentándome y tú consientes en que lo meta dentro de tu infierno, me aliviarás y harás la obra más meritoria para alcanzar el cielo.
—Siendo así, mi buen padre, sois dueño de hacer cuanto os acomode. Amo tanto al Señor, que no pido otra cosa que dejaros meter el diablo en el infierno.
—Está bien; voy a introducirle para que me deje tranquilo; está persuadida, hija mía, que Dios tendrá en cuenta tu complacencia y te bendecirá.
En seguida la llevó sobre uno de los lechos y le enseñó la postura que había de tomar para aprisionar al maldito diablo. La joven Alibech, a quien jamás habían metido el diablo en su infierno, sintió un gran dolor al tocarla el religioso, lo cual hizo que dijera:
Es preciso que el diablo sea bien malo, puesto que dentro y todo del infierno hace daño.
—Es muy cierto; pero tranquilízate, hija mía, pues no siempre sucederá lo mismo; sólo atormenta el primer día que se mete.
El ermitaño, que no sufría ningún dolor, y que en aquellos momentos, sin duda, le importaba poco hacer padecer a tan deliciosa criatura, metió seis veces el diablo en la cárcel antes de abandonar el lecho, después de lo cual dejó descansar a Alibech y descansó él mismo. El solitario era demasiado celoso para su ministerio, para cansarse pronto de hacer la guerra al diablo; por tanto, volvió a comenzar el ataque desde el día siguiente. La niña, siempre obediente, no tardó en experimentar gusto. —Ya veo ahora —dijo a Rústico— que aquellas buenas gentes de mi pueblo tenían mucha razón en decir que no hay nada más dulce que servir a Dios con devoción, pues no recuerdo haber disfrutado en mi vida un placer tan grande como el que encuentro hoy al meter y volver a meter el diablo en el agujero; de lo que concluyo que,
aquellos que no se ocupan en el servicio de Dios, son unos imbéciles.
En fin, el juego llegó a agradarla tanto, que cuando transcurría algún tiempo sin que el padre se lo hiciera, ella no faltaba en recordárselo.
—¿Acaso vuestro celo decrece? —le preguntaba la joven—. Pensad que he venido aquí para servir a Dios y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el infierno.
Y así lo hacían. La niña se quejaba a veces de que salía demasiado pronto; le había tomado tanta afición, que no le importaba tenerlo metido días enteros. Empero si su ardor aumentaba, en cambio, todos los días disminuía el de Rústico. Esto la apenaba en gran manera, y como buena criatura, trataba de reanimarlo con sus caricias e incitaciones; a veces, arremangaba el hábito del ermitaño para ver si el diablo estaba tranquilo, y cuando lo veía humilde y cabizbajo, hacíale mil caricias para despertarlo y excitarlo al combate. Rústico la dejaba hacer, pero viendo que la cosa se repetía con harta frecuencia, díjola entonces que sólo se debía castigar al diablo cuando levantaba altivamente la cabeza.
—Dejémosle tranquilo; le hemos castigado tanto, que ya no tiene fuerzas para rebelarse. Aguardemos a que las recobre para doblegar su orgullo.
Estas palabras no dejaron muy satisfecha a la joven Alibech; pero preciso era conformarse. Cansada, no obstante, de ver que el ermitaño ya no la requería para meter el diablo en el infierno, no pudo menos de decirle un día:
—Si vuestro diablo se encuentra asaz castigado y ya no os atormenta, padre mío, no sucede lo mismo con mi infierno. Siento en él algunas cosquillas atroces, y me complaceríais en gran manera si quisieseis apaciguar esta rabia, así como he calmado yo la de vuestro diablo.
El pobre ermitaño, cuyo alimento consistía en frutas y raíces, y sólo probaba agua, cosa no muy a propósito para restablecer su apagado vigor, no sintiéndose en estado de contentar el apetito de la joven Alibech, la dijo que un sólo diablo no podía bastar para apagar el fuego de su infierno; pero que haría lo posible para aliviarla.
Así pues, volvió a meter de vez en cuando el diablo en el infierno; mas las abstinencias era tan largas y la permanencia dentro del infierno tan corta, que, en vez de apaciguar las cosquillas, la irritaban más y más. Su falta de celo tenía sumida en la mayor aflicción a la joven, que temblaba por la salvación del solitario y la suya, creyendo que Dios no podía menos de ver aquella inacción con ojos airados.
Mientras se afligían los dos, el uno por su impotencia y la otra por su gran deseo, sucedió que la casa del padre de Alibech fue pasto de las llamas, pereciendo envueltas en ellas él y toda su familia. Como no quedase más que la joven, encontróse, por este desgraciado accidente, única heredera de los inmensos bienes que poseía su padre. Un joven de su país, llamado Neherbal, que había consumido toda su fortuna en el desorden y que espiaba una ocasión de rehabilitarse, se acordó entonces de la niña Alibech, la cual hacía seis meses que desapareciera del lado de sus padres, y se dedicó a buscarla, esperanzado de casarse con ella. Con mucho trabajo, llegó a descubrir el camino que había tomado al huir, y tuvo la fortuna de encontrarla. No obstante, costóle no poco trabajo hacerla volver a su país; pero, al cabo, lo logró y se enlazaron. A pesar de que el ermitaño estaba extenuado hasta lo sumo, tuvo una gran pena al verla partir, pues contaba restablecer sus fuerzas y terminar a su lado sus días.
Las señoras que Neherbal invitó a la boda no se olvidaron de preguntar a Alibech el género de vida que había llevado en la Tebaida, quien les contestó, con la franqueza y sencillez de su carácter, que había empleado todo el tiempo en el servicio de Dios, y que Neherbal había hecho muy mal en llevársela.
—Pero ¿qué hacíais en su servicio?
—Le servía metiendo y volviendo a meter, cuantas veces podía, el diablo en el infierno.
La respuesta requería una explicación, y habiéndola interrogado nuevamente dichas señoras, diólas a entender, con el gesto y la palabra, cómo se practicaba aquello, lo cual causó no poca risa a cuantos lo oyeron.
—Si no es más que por eso —la dijeron—, no echéis de menos la Tebaida, pues lo mismo se hace aquí. Tened la persuasión de que Neherbal servirá a Dios en vuestra compañía tan bien como el más fervoroso de los padres del desierto.
—Hija mía —la dijo—, hay un santo varón, no lejos de aquí, mucho más en estado de instruirte que yo. Te indicaré dónde vive para que puedas ir en su busca; mas es preciso que antes comas alguna cosa.
Y le trajo hierbas, dátiles, manzanas silvestres y agua fresca. Después le indicó la morada del santo solitario, acompañándola hasta la mitad del camino.
El otro ermitaño que, efectivamente, era hombre instruido y muy piadoso, al verla le hizo la misma pregunta que su hermano; y como el padre Rústico (éste era su nombre) no desconfiaba en lo más mínimo en su virtud, aunque se encontraba en todo el vigor de la edad, no juzgó a propósito rechazarla de su lado. “Si me causa tentaciones —dijo para sí—, las resistiré, y mi mérito será mayor ante Dios.” Así, pues, hizo que se quedara y empezó a catequizarla, fortificándola, por medio de discursos edificantes, en sus buenos sentimientos. Luego le arregló una cama con hojas de palma, y la dijo que allí se acostaría siempre. Acercábase el momento en que debía naufragar la virtud de este solitario. Durante la colación, colocado frente a frente de la joven, no pudo menos de admirar la frescura de su cutis, la vivacidad de sus ojos, la dulzura de su fisonomía, y no sé qué de angelical derramado por toda su persona. Al principio, bajó la vista, cual si desconfiara de sí mismo; pero algo más fuerte que su voluntad le hizo posar de nuevo sus ojos sobre Alibech. El aguijón de la carne empezaba a atormentarle. Quiere rechazar las tentaciones persignándose y orando en voz baja, pero inútilmente; sólo sirve esto para empeñar más rudos combates y traer el deseo que acaba de subyugarle. No pudiendo ocultarse a sí mismo su derrota, ya no se ocupa de otra cosa que de la manera como se conduciría para satisfacer sus apetitos carnales sin herir las preocupaciones de la joven ni hacerle perder la buena idea que tiene formada de su devoción y su virtud. Al efecto, le hace varias preguntas y ve, por las respuestas que obtiene, que es completamente novicia y no tiene la menor idea del mal.
Convencido de su sencillez, forma entonces el designio de encubrir sus apetitos carnales bajo el manto de la devoción, y de erigir en acto de fervor y piedad la obra por la cual espera satisfacerlos. Empieza por decirla que el diablo es el mayor enemigo de la salvación de los hombres, y que la obra más meritoria que pueden hacer los cristianos es meterlo y volverlo a meter en el infierno, lugar que le está destinado.
—¿Y cómo se hace esto? —pregunta la joven neófita.
—Vas a saberlo luego, hija mía —repuso el padre Rústico—; no tienes sino hacer lo que veas que yo haga.
Dicho esto el ermitaño, se desnuda, y la niña sigue su ejemplo; entonces, Rústico se arrodilla y hace poner a la pobre inocente en la misma postura; de esta suerte y agarrados de las manos, pasea su mirada por el cuerpo de alabastro de la doncellita, que se hubiese dicho estaba adornada, y con gran trabajo logra detener los movimientos de su impaciente ardor. Alibech, por su parte, le contempla, muy sorprendida de aquel modo de servir a Dios, y ve debajo del abdomen una cosa gruesa que se movía:
—¿Qué es esto que veo allí —le pregunta—, que se adelanta y se mueve con tanta fuerza, y yo no tengo?
—Esto, hija mía, es el diablo de que te he hablado. Ya ves cómo me atormenta, cómo se agita; apenas puedo soportar el daño que me hace.
—¡Loado sea Dios —repuso ella— por haberme librado de un diablo semejante, ya que tanto os mortifica!
—Pero, en cambio, tú posees otra cosa que yo no tengo.
—¿Y qué es ello?
—El infierno, y creo que Dios te ha traído a mi lado para salvar mi alma; pues si el diablo sigue atormentándome y tú consientes en que lo meta dentro de tu infierno, me aliviarás y harás la obra más meritoria para alcanzar el cielo.
—Siendo así, mi buen padre, sois dueño de hacer cuanto os acomode. Amo tanto al Señor, que no pido otra cosa que dejaros meter el diablo en el infierno.
—Está bien; voy a introducirle para que me deje tranquilo; está persuadida, hija mía, que Dios tendrá en cuenta tu complacencia y te bendecirá.
En seguida la llevó sobre uno de los lechos y le enseñó la postura que había de tomar para aprisionar al maldito diablo. La joven Alibech, a quien jamás habían metido el diablo en su infierno, sintió un gran dolor al tocarla el religioso, lo cual hizo que dijera:
Es preciso que el diablo sea bien malo, puesto que dentro y todo del infierno hace daño.
—Es muy cierto; pero tranquilízate, hija mía, pues no siempre sucederá lo mismo; sólo atormenta el primer día que se mete.
El ermitaño, que no sufría ningún dolor, y que en aquellos momentos, sin duda, le importaba poco hacer padecer a tan deliciosa criatura, metió seis veces el diablo en la cárcel antes de abandonar el lecho, después de lo cual dejó descansar a Alibech y descansó él mismo. El solitario era demasiado celoso para su ministerio, para cansarse pronto de hacer la guerra al diablo; por tanto, volvió a comenzar el ataque desde el día siguiente. La niña, siempre obediente, no tardó en experimentar gusto. —Ya veo ahora —dijo a Rústico— que aquellas buenas gentes de mi pueblo tenían mucha razón en decir que no hay nada más dulce que servir a Dios con devoción, pues no recuerdo haber disfrutado en mi vida un placer tan grande como el que encuentro hoy al meter y volver a meter el diablo en el agujero; de lo que concluyo que,
aquellos que no se ocupan en el servicio de Dios, son unos imbéciles.
En fin, el juego llegó a agradarla tanto, que cuando transcurría algún tiempo sin que el padre se lo hiciera, ella no faltaba en recordárselo.
—¿Acaso vuestro celo decrece? —le preguntaba la joven—. Pensad que he venido aquí para servir a Dios y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el infierno.
Y así lo hacían. La niña se quejaba a veces de que salía demasiado pronto; le había tomado tanta afición, que no le importaba tenerlo metido días enteros. Empero si su ardor aumentaba, en cambio, todos los días disminuía el de Rústico. Esto la apenaba en gran manera, y como buena criatura, trataba de reanimarlo con sus caricias e incitaciones; a veces, arremangaba el hábito del ermitaño para ver si el diablo estaba tranquilo, y cuando lo veía humilde y cabizbajo, hacíale mil caricias para despertarlo y excitarlo al combate. Rústico la dejaba hacer, pero viendo que la cosa se repetía con harta frecuencia, díjola entonces que sólo se debía castigar al diablo cuando levantaba altivamente la cabeza.
—Dejémosle tranquilo; le hemos castigado tanto, que ya no tiene fuerzas para rebelarse. Aguardemos a que las recobre para doblegar su orgullo.
Estas palabras no dejaron muy satisfecha a la joven Alibech; pero preciso era conformarse. Cansada, no obstante, de ver que el ermitaño ya no la requería para meter el diablo en el infierno, no pudo menos de decirle un día:
—Si vuestro diablo se encuentra asaz castigado y ya no os atormenta, padre mío, no sucede lo mismo con mi infierno. Siento en él algunas cosquillas atroces, y me complaceríais en gran manera si quisieseis apaciguar esta rabia, así como he calmado yo la de vuestro diablo.
El pobre ermitaño, cuyo alimento consistía en frutas y raíces, y sólo probaba agua, cosa no muy a propósito para restablecer su apagado vigor, no sintiéndose en estado de contentar el apetito de la joven Alibech, la dijo que un sólo diablo no podía bastar para apagar el fuego de su infierno; pero que haría lo posible para aliviarla.
Así pues, volvió a meter de vez en cuando el diablo en el infierno; mas las abstinencias era tan largas y la permanencia dentro del infierno tan corta, que, en vez de apaciguar las cosquillas, la irritaban más y más. Su falta de celo tenía sumida en la mayor aflicción a la joven, que temblaba por la salvación del solitario y la suya, creyendo que Dios no podía menos de ver aquella inacción con ojos airados.
Mientras se afligían los dos, el uno por su impotencia y la otra por su gran deseo, sucedió que la casa del padre de Alibech fue pasto de las llamas, pereciendo envueltas en ellas él y toda su familia. Como no quedase más que la joven, encontróse, por este desgraciado accidente, única heredera de los inmensos bienes que poseía su padre. Un joven de su país, llamado Neherbal, que había consumido toda su fortuna en el desorden y que espiaba una ocasión de rehabilitarse, se acordó entonces de la niña Alibech, la cual hacía seis meses que desapareciera del lado de sus padres, y se dedicó a buscarla, esperanzado de casarse con ella. Con mucho trabajo, llegó a descubrir el camino que había tomado al huir, y tuvo la fortuna de encontrarla. No obstante, costóle no poco trabajo hacerla volver a su país; pero, al cabo, lo logró y se enlazaron. A pesar de que el ermitaño estaba extenuado hasta lo sumo, tuvo una gran pena al verla partir, pues contaba restablecer sus fuerzas y terminar a su lado sus días.
Las señoras que Neherbal invitó a la boda no se olvidaron de preguntar a Alibech el género de vida que había llevado en la Tebaida, quien les contestó, con la franqueza y sencillez de su carácter, que había empleado todo el tiempo en el servicio de Dios, y que Neherbal había hecho muy mal en llevársela.
—Pero ¿qué hacíais en su servicio?
—Le servía metiendo y volviendo a meter, cuantas veces podía, el diablo en el infierno.
La respuesta requería una explicación, y habiéndola interrogado nuevamente dichas señoras, diólas a entender, con el gesto y la palabra, cómo se practicaba aquello, lo cual causó no poca risa a cuantos lo oyeron.
—Si no es más que por eso —la dijeron—, no echéis de menos la Tebaida, pues lo mismo se hace aquí. Tened la persuasión de que Neherbal servirá a Dios en vuestra compañía tan bien como el más fervoroso de los padres del desierto.
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