jueves, 16 de julio de 2015

La tarde de un escritor.

La tarde de un escritor

I.
Cuando despertó se sentía mejor de lo que se había sentido en muchas semanas: simplemente no se sentía enfermo. Se apoyó un momento en el marco de la puerta que separaba su dormitorio y el baño hasta que estuvo seguro de que no se había mareado. Ni siquiera un poco, ni siquiera cuando se puso a buscar una zapatilla debajo de la cama.
Era una luminosa mañana de abril, no tenía ni idea de qué hora era porque su reloj llevaba mucho tiempo parado, pero cuando cruzó el apartamento y llegó a la cocina vio que su hija había desayunado y se había ido y que había llegado el correo, así que eran ya más de las nueve.
—Creo que saldré hoy —dijo a la criada.
—Le sentará bien, hace un día estupendo.
Ella era de Nueva Orleans, con las facciones y la tez de una árabe.
—Quiero dos huevos fritos como ayer y una tostada, zumo de naranja y té.
Se entretuvo un rato en el cuarto de su hija y leyó el correo. Eran cartas desagradables, sin una pizca de alegría, facturas en su mayor parte y el boletín del colegio masculino de Oklahoma con su asombroso álbum de autógrafos. Sam Goldwyn haría una película de ballet con Spessiwitza, o quizá no la hiciera: habría que esperar a que el señor Goldwyn volviera de Europa con media docena de ideas nuevas. La Paramount quería una autorización para usar un poema que había aparecido en uno de sus libros, aunque no sabían si era suyo o era una cita. Quizá lo usaran para el título de una película. De todos modos aquella obra ya no le pertenecía: había vendido los derechos para una película muda hacía muchos años y para la versión sonora hacía un año.
«Nunca tendrás suerte con las películas», se dijo a sí mismo. «Ya tuviste bastante con la última.»
Mientras desayunaba, miraba por la ventana a los estudiantes que cambiaban de clase en el campus de la universidad, al otro lado de la calle.
—Hace veinte años yo estaba cambiando de clase —dijo a la criada, que se rió con su risa de debutante.
—Necesitaré que me deje un cheque —dijo—, si va a salir.
—Ah, no voy a salir todavía. Tengo que trabajar dos o tres horas. Saldré por la tarde.
—¿A dar un paseo en coche?
—No volveré a conducir ese viejo cacharro. Lo he vendido por cincuenta dólares. Iré en el autobús, en el piso de arriba del autobús.
Después de desayunar se echó quince minutos. Y luego se puso a trabajar en su despacho.
El problema era un cuento para una revista que hacia la mitad le había parecido tan flojo que había estado a punto de romperlo. La trama era como subir por unas escaleras interminables, había agotado su repertorio de golpes de efecto, y los personajes, que tan airosamente habían dado sus primeros pasos hacía sólo dos días, no alcanzaban el nivel de un folletín.
«Sí, la verdad es que necesito salir», pensó. «Me gustaría llegar hasta el valle del Shenandoah, o ir a Norfolk en el ferry.»
Pero ambas ideas eran imposibles: requerían tiempo y energía, dos cosas que a él no le sobraban. Lo que le quedaba debía reservarlo para el trabajo. Repasó el manuscrito subrayando con lápiz rojo las frases acertadas y, después de guardarlas en una carpeta, rompió el resto muy despacio y lo tiró a la papelera. Luego se puso a pasear por la habitación mientras fumaba y hablaba consigo mismo de vez en cuando.
« Bueeeno, veamos…»
«Ahora, lo siguiente sería…»
«Veamos, ahora…»
Un rato después se sentó, pensando:
«Estoy cansado. No debería haber tocado un lápiz durante dos días.»
Revisaba el apartado «Ideas para cuentos» de su cuaderno, cuando la criada lo interrumpió para decirle que la secretaria llamaba por teléfono, una secretaria que trabajaba por horas y le ayudaba desde que cayó enfermo.
—No hay nada —dijo—. Acabo de romper todo lo que había escrito. No valía nada. Voy a salir esta tarde.
—Le sentará bien. Hace un día muy bueno.
—Mejor será que venga mañana por la tarde. Tengo muchas cartas y facturas pendientes.
Se afeitó y, precavido, se dio un respiro de cinco miutos antes de vestirse.
La idea de salir lo inquietaba: no tenía ganas de que los ascensoristas le dijeran que se alegraban de verlo y decidió bajar en el montacargas, donde no lo conocía nadie. Se puso su mejor traje, el que tenía la chaqueta y los pantalones de distinto color. Sólo se había comprado dos trajes en seis años, pero eran los mejores trajes: sólo la chaqueta del que acababa de ponerse le había costado ciento diez dólares. Ya que debía tener un destino —no era bueno ir a ningún sitio sin haberse fijado un destino— se metió un tubo de champú en el bolsillo para que lo usara el barbero y también una ampolla de luminol.
«El perfecto neurótico» se dijo, mirándose al espejo. «Subproducto de una idea, escoria de un sueño.»
II.
Fue a la cocina y se despidió de la criada como si se fuera a Little America. Una vez en la guerra había requisado por pura fanfarronería un vehículo y lo había conducido de Nueva York a Washington para estar en el cuartel a la hora de pasar revista. Ahora esperaba en la esquina de la calle a que cambiara el semáforo, mientras los jóvenes, con prisa, se le adelantaban, indiferentes al tráfico. En la esquina de la parada del autobús, bajo los árboles, hacía fresco y pensó en las últimas palabras de Stonewall Jackson: «Crucemos el río y descansemos a la sombra de los árboles». Los jefes de aquella guerra civil parecían haberse dado cuenta de repente de lo cansados que estaban: Lee, marchitándose hasta dejar de ser quien era; Grant, escribiendo desesperadamente sus recuerdos antes de morir.
El autobús era tal como se había imaginado: sólo había otro viajero en el piso de arriba y las ramas verdes golpeaban sin cesar en las ventanillas. Probablemente, tendrían que podar aquellas ramas, lo que le parecía una pena. Había mucho que mirar: intentó definir el color de una hilera de casas y sólo le vino a la cabeza el color de una capa de su madre que parecía de muchos colores y no era de ningún color: sólo reflejaba la luz. En algún sitio, las campanas de una iglesia tocaban Venite adoremus, y se preguntó por qué, pues hacía ocho meses que había terminado la Navidad. No le gustaban las campanas, pero se había emocionado mucho cuando tocaron Maryland, mi Maryland en el funeral del gobernador.
En el campo de fútbol de la universidad había hombres pasando el rastrillo y se le ocurrió un título: «El hombre que cuidaba el césped» o incluso «Crece la hierba», algo acerca de un hombre que trabaja cuidando el césped durante años y consigue que su hijo vaya a la universidad y juegue en el equipo de fútbol. Entonces el hijo muere en plena juventud y el hombre se va a trabajar al cementerio, a sembrar césped sobre su hijo en lugar de bajo sus pies. Sería el tipo de relato que aparece en todas las antologías, pero no era lo suyo: sólo era una antítesis hinchada, algo tan estereotipado como un cuento de revista popular y tan fácil de escribir. Pero muchos lo considerarían excelente porque era melancólico, tenía enjundia y era fácil de comprender.
El autobús pasó una desvaída estación de ferrocarril de estilo neoclásico a la que daban vida las camisas azules y gorras rojas de los mozos. La calle se estrechaba al llegar a la zona comercial y de repente aparecieron chicas vestidas de colores chillones, todas bellísimas: pensó que nunca había visto tantas chicas guapas. También había hombres, pero todos parecían un poco ridículos, como él cuando se miró al espejo, y había viejas, más bien feas, y también, de repente, chicas vulgares y desagradables; pero en general eran bonitas, vestidas de todos los colores, entre los seis y los treinta años, y sus caras no transparentaban ningún proyecto, ningún conflicto, sólo un estado de dulce suspensión, provocativo y sereno. Durante un instante amó la vida con todas sus fuerzas, y no sintió el menor deseo de renunciar a ella. Pensó que quizá había cometido un error al salir a la calle tan pronto.
Se apeó del autobús, agarrándose cuidadosamente a la barandilla, y recorrió una manzana hasta la barbería del hotel. Pasó ante una tienda de deportes y miró el escaparate, pero sólo le interesó un guante de béisbol que ya estaba ennegrecido por la palma. Al lado había una camisería, y se paró un buen rato a mirar las camisas de tonos intensos y las escocesas. Diez años atrás, durante un verano en la Riviera, el escritor y algunos más habían comprado camisas de obrero de color azul oscuro, y probablemente habían creado aquella moda. Le gustaron las camisas a cuadros, llamativas como uniformes, y deseó tener veinte años e ir a un club de playa con el cielo pintado como un ocaso de Turner o un amanecer de Guido Reni.
La barbería era espaciosa, llena de luz, perfumada: hacía meses que el escritor no iba al centro de la ciudad para semejante cometido y se encontró con que su barbero de siempre estaba enfermo, con artritis; así que le explicó a su compañero cómo usar el champú, rechazó el periódico y se sentó, casi feliz, sensualmente satisfecho al sentir los fuertes dedos en el cuero cabelludo, mientras le venía a la memoria el recuerdo agradable y entremezclado de todos los barberos que había conocido.
Una vez había escrito un cuento sobre un barbero. En 1929 el propietario de su barbería favorita en la ciudad donde vivía entonces había ganado una fortuna de 300.000 dólares gracias a las confidencias de un industrial de la zona y estaba a punto de retirarse. El escritor se despreocupó del asunto, porque estaba a punto de irse a Europa a pasar unos años con lo que tenía ahorrado, y aquel otoño, al oír cómo aquel barbero había perdido toda su fortuna, se decidió a escribir un cuento, disfrazando con cuidado los detalles pero girando siempre sobre la idea de un barbero que prospera para luego hundirse. Degó a sus oídos, sin embargo, que en la ciudad habían reconocido la historia y había provocado cierta irritación.
El lavado terminó. Cuando salió al vestíbulo, una orquesta empezó a tocar en el bar del otro lado de la calle y se detuvo un momento en la puerta para oírla. Hacía tanto que no bailaba, dos noches quizá en cinco años, aunque una reseña de su último libro había mencionado que era un fanático de los cabarés; la misma reseña decía también que era infatigable. Algo, cuando aquella palabra resonó en su mente, le hizo daño y sintió que le acudían a los ojos lágrimas de debilidad, y se fue. Era como al principio, hacía quince años, cuando decían que tenía «una facilidad terrible», y él trabajaba como un esclavo en cada frase para no darles la razón.
«Otra vez me estoy amargando», se dijo. «Y no es bueno, no es bueno. Tengo que volver a casa.»
El autobús tardó mucho tiempo en llegar, pero no le gustaban los taxis y todavía esperaba que le sucediera algo en el piso de arriba del autobús mientras pasaba entre los árboles de la avenida. Cuando por fin llegó el autobús le costó algún trabajo subir los escalones, pero valió la pena porque lo primero que vio fue a dos alumnos del instituto, un chico y una chica, sentados sin ninguna timidez en el pedestal de la estatua del general Lafayette, con toda la atención concentrada en sí mismos. El aislamiento de los dos chicos lo emocionó y pensó que debería aprovecharlo profesionalmente, aunque sólo fuera para compararlo con el creciente retraimiento de su vida y la necesidad cada vez mayor de cosechar en un campo ya muy cosechado. Necesitaba una reforestación y era absolutamente consciente de ello, y esperaba que el terreno soportara una nueva siembra. Nunca había sido el mejor terreno posible, pues había tenido un temprana debilidad por lucirse en lugar de escuchar y observar.
Ahí estaba el bloque de apartamentos. Miró hacia arriba, a las ventanas de su casa, en el último piso, antes de entrar.
«La residencia del escritor de éxito», se dijo. «Me gustaría saber qué libros maravillosos estará escribiendo. Debe ser magnífico disfrutar de un don semejante: pasar la vida sentado con un lápiz y un papel. Trabajar cuando quieres, ir a donde te dé la gana.»
Su hija todavía no había llegado, pero la criada salió de la cocina y dijo:
—¿Se lo ha pasado bien?
—Perfecto —dijo—. He estado patinando, he ido a la bolera, he jugado con el abominable hombre de las nieves y he terminado en un baño turco. ¿He recibido algún telegrama?
—Nada.
—¿Puede traerme un vaso de leche?
Atravesó el comedor y entró en su despacho, y por un momento lo cegó el reflejo del último sol de la tarde sobre sus dos mil libros. Estaba bastante cansado. Se echaría diez minutos y luego vería si se le ocurría alguna idea en las dos horas que faltaban para cenar.

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