sábado, 31 de octubre de 2015

Cómo el sastre casó a su hija.

Cómo el sastre casó a su hija.

Un sastre tenía una hija casadera, una negrita guapísima. Dos rivales se presentaron un día delante de la muchacha y, al pretenderla, le dijeron:
– Por ti venimos.
– ¿Y qué pretendéis? – exclamó la bella negrita, sonriendo.
– Los dos te amamos – contestaron los jóvenes negritos – y ambos deseamos casarnos contigo.
Como la linda negrita era una chica harto bien educada, llamó a su padre, quien, después de escuchar a los pretendientes, les dijo:
– Retiraos ahora, porque es tarde; pero volved mañana; lo pensaré, y entonces os indicaré cuál de los dos se llevará a mi bella hija por esposa.
Al día siguiente, al amanecer, los dos opuestos y gallardos negritos se presentaron nuevamente en casa del sastre y así hablaron:
– Aquí nos tenéis para recordamos vuestra promesa de ayer y saber cuál de los dos llevará vuestra hija por esposa.
– Esperad un momento – contestóles el padre; he de llegarme al mercado para comprar una pieza de paño, y, en cuanto regrese, que será enseguida, sabréis mi respuesta.
Efectivamente, estando de vuelta el sastre, llamó a su hija y habló en estos términos a los pretendientes:
– Sois dos y yo no tengo más que una hija. ¿A quién se la doy? ¿A quién se la niego? En mí incertidumbre y deseando ser imparcial, vamos a hacer una cosa: de esta pieza de paño cortaré dos vestidos enteramente iguales para que la labor sea la misma en su confección. Cada uno de vosotros coserá una, y el que primero concluyo la tarea, será mi yerno.
Los negritos rivales aceptaron la idea feliz y tomaron su labor respectiva, disponiéndose a coser en presencia del maestro.
El padre llamó a su hija y le ordenó:
– Aquí tienes hilo; prepáralo para esos dos obreros.
La muchacha obedeció a su padre; tomó el hilo y se sentó junto a sus rivales. Pero la linda negrita era muy astuta. El padre no sabía a quién amaba, ni los pretendientes sabían cuál de los dos era el preferido. Ella guardaba su secreto en el fondo de su corazón.
Fuése el sastre y ella preparó el hilo con el cual los mozos habían de coser. La pícara negrita daba hebras cortas al negro que amaba, mientras que se las ofrecía muy largas al rival que su corazón desechaba.
Los obreros cosían con idéntico afán, pues su pasión era grande. A las once de la mañana, no obstante el incesante trabajo, apenas la labor llegaba a la mitad; pero, a eso de las tres de la tarde, el negrito de las hebras cortas tanto había adelantado, que tenía su obra terminada.
Cuando regresó el sastre, el vencedor mostróle el vestido terminado, en tanto que su rival seguía dando puntadas.
– Hijos míos – exclamó el padre -: no quise favorecer a ninguno de los dos y por eso corté mi pieza de paño en dos porciones iguales, para que mi hija fuese el premio del que más se afanara en la obra. “El que primero concluya, éste será mi yerno.” Así lo comprendisteis y así lo aceptasteis, ¿verdad?
– Padre – respondieron los dos apuestos negritos -, comprendimos tus palabras y aceptamos la prueba. Lo hecho, bien hecho está.
El raciocinio del padre había sido éste: el que primero acabe, será el más diestro y por tanto el más indicado para sostener la casa con prosperidad y decoro; pero no había podido sospechar que la picaruela de su hija daría hebras cortas al que amaba y largas al negro que no quería. Así, con su malicia, decidió la prueba, y ella fue quien se eligió el esposo y la suerte de su hogar.
Amadú Kekediurú
(el salvador de los suyos)
Dos hermanos se disponían a hacer un largo viaje. Su hermana, viuda, quiso acompañarles, pero ellos se opusieron y emprendieron la marcha.
Pocas horas después, la hermana dio a luz un niño que, inmediatamente, abrió los ojos y rompió a hablar.
– ¡Madre! – gritó -. ¡Lávame!
La madre respondió:
– Puesto que sabes hablar, lávate tú solo. Cuando el niño se hubo lavado, preguntó:
– ¿Dónde está mi padre?
La madre contestó:
– Ha muerto.
– ¿Y no tienes familia alguna? – siguió preguntando el recién nacido.
– No tengo más que dos hermanos que acaban de emprender un largo viaje.
El niño quedó pensativo un momento y luego dijo:
– Voy a reunirme con ellos… Les amenazan muchos peligros y quiero evitarlos.
Levantóse, tomó una hoz diminuta y un hilo de pescar y se lanzó corriendo por el camino que habían seguido sus tíos.
Éstos se hallaban ya en las cercanías de un poblado habitado por hechiceros, brujos y magos, siendo su jefe una hechicera, mil veces más bruja y perversa que todos ellos.
El camino estaba guardado por infinidad de perros y toros que mataban a los que no tenían nada que darles de comer.
El niño, que se llamaba Amadú Kekediurú, es decir, Amadú que-no-teme-a-los-bru­jos, había llevado también consigo un haz de heno. Con el hilo de pescar, provisto de varios anzuelos en un extremo, consiguió pescar algunos peces y se los metió en su zurrón.
A pesar de esta carga, volaba como el viento detrás de sus tíos.
Amadú llegó junto a ellos en el momento en que iban a ser devorados por los toros y los perros.
– ¡Tíos, no temáis nada! – les gritó -. ¡Voy a ayudaros!
Echó a los toros el haz de heno y lanzó los peces a los perros. Las feroces bestias se dedicaron a comer tranquilamente y no se ocuparon de los hombres ni de su sobrino.
– Continuemos la marcha – dijo el niño. – Soy vuestro sobrino… Os acompañaré…
– Nada de eso – respondieron los tíos -. Nos has salvado de los toros y de los perros, pero no permitiremos que nos acompañes… Por otra parte, es imposible que seas nuestro sobrino, ya que nuestra hermana no tenía ningún hijo cuando abandonamos nuestra tienda…
Y los dos hombres prosiguieron su camino, abandonando al niño.
Amadú se convirtió entonces en un “dibrí” o sombrero cónico de paja y se situó en el borde del camino, delante de sus tíos.
El mayor de ellos descubrió el sombrero y exclamó:
– ¡Mira qué suerte, hermano! Este sombrero me protegerá contra la lluvia.
Y se lo colocó en la cabeza.
El sombrero gritó entonces:
– No soy un sombrero, tío, sino tu sobrino Amadú…
Al oír esto, el tío se quitó el cubrecabezas y lo arrojó al suelo, de donde desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.
El niño se transformó en una sortija y fue a apostarse en la carretera, en un punto donde no tenían más remedio que pasar sus tíos.
Esta vez fue el más joven de ellos el que lo descubrió.
Lanzando un grito de alegría, recogió el anillo y se lo puso en el dedo.
Entonces el anillo habló y dijo:
– No soy un anillo, tío, sino tu sobrino Amadú.
El menor de los tíos se quitó enfurecido la sortija y la tiró al suelo.
Inmediatamente Amadú recobró la forma humana y habló de este modo:
– Si no me permitís que os acompañe, tíos míos, os pesará… Acordaos de lo que os sucedió con los toros y con los perros…
El mayor de los tíos repuso entonces:
– Puesto que persistes en llamarnos tíos, empiezo a creer que eres en realidad nuestro sobrino… Acompáñanos…
Llegaron finalmente al poblado de los hechiceros. La reina les hizo un magnífico recibimiento.
Al caer la tarde, cada uno de los forasteros recibió una gran calabaza llena de “to”, o cuscús, que les enviaba la reina.
El mijo de la primera estaba cubierto de carne de buey; el de la segunda, de carne de perro, y el de la tercera, de carne humana.
Cuando los esclavos portadores de los regalos se hubieron retirado, Amadú les dijo a sus tíos:
– No toquéis el “to” hasta que yo os diga.
Acercóse a las calabazas y metió su dedito en la primera, sin que ocurriera nada. Hizo luego lo mismo con la segunda y cuando quiso retirar el dedo, el “to” se había adherido a él de tal modo que no pudo conseguirlo; con la tercera sucedió exactamente igual.
– Comed de la primera calabaza – aconsejó a sus tíos -; las otras contienen carne mala.
Los dos tíos siguieron el consejo de su sobrino.
Durante este tiempo, la reina hechicera había ordenado a sus esclavos que pusieran agua a hervir en gran cantidad, pues tenía la intención de lavar bien a sus víctimas después de degollarlas.
Hacia la medianoche, armada de una enorme lanza, se dirigió a la tienda en que reposaban sus huéspedes.
Cuando llegó ante la puerta de la tienda, Amadú la oyó y gritó:
– ¡Eh, no entres todavía! ¡No me puedo dormir!
– ¿Y por qué no te has dormido aún? – preguntó la bruja.
– Porque no me has dado de cenar lo que mi padre acostumbra a darme todas las noches.
– ¿Y qué te da tu padre, nenito?
– Estrellas.
– Voy a cogerte unas cuantas – contestó la hechicera.
Y se pasó la noche haciendo señas a las estrellas para que vinieran a ponerse al alcance de sus manos.
Durante cuatro noches consecutivas repitióse la misma escena entre la reina hechicera y Amadú.
La sexta noche, el niño dijo a la vieja:
– Si quieres que me duerma la noche próxima, trae a tus dos hijas para que me hagan compañía durante esta velada. Quiero aprender las canciones del país y que me cuenten cuentos.
Al día siguiente por la tarde, la reina llevó a sus dos hijas, las cuales, enseñaron las canciones del país y contaron algunos cuentos maravillosos a Amadú.
Llegada la medianoche, las dos hijas se acostaron en una habitación contigua.
De madrugada, la hechicera volvió a la tienda, golpeó el suelo por tres veces con su lanza y, comprobando que nadie le respondía, entró sigilosamente.
Amadú, al percibir los pasos de la vieja, se había subido al techo y se escondió entre las maderas que sostenían la paja.
Antes había despojado a las hijas de la hechicera de sus cabellos y se los había colocado a sus tíos, como si fuesen pelucas. Cuando la reina hechicera entró, palpó las cabezas de los tíos y notando que tenían cabellos creyó que eran sus hijas. Entonces penetró en el cuarto contiguo, y empuñando la lanza mató a los que allí dormían, mató a sus dos hijas, creyendo que eran los dos tíos de Amadú.
Luego se retiró silenciosamente.
Antes de que saliera el sol, Amadú despertó a sus tíos y todos juntos regresaron corriendo a su poblado.
En el mismo instante, la hechicera envió un esclavo, para que despertara a sus hijas.
El esclavo volvió minutos después para anunciarle que habían sido sus hijas y no sus huéspedes los degollados.
– ¿Qué dices, insensato? ¿Quieres darme a entender que ya estás lo suficientemente gordo para servirme de almuerzo?
– No – respondió el esclavo -. Te anuncio que has matado a tus propias hijas en vez de a los forasteros.
La hechicera, enfurecida, lo ensartó con la lanza.
Luego envió a otro esclavo en busca de sus hijas.
A su regreso, éste dijo simplemente:
– Ve tú misma a ver lo que ocurre. La reina se dirigió a la tienda y vio a sus hijas bañadas en su propia sangre.
Sin una lágrima, sin volver a casa siquiera, la reina se lanzó tras las huellas de los fugitivos.
– ¡Amadú Kekediurú es el culpable de la muerte de mis hijas! – gritaba -. ¡Me vengaré! ¡Me vengaré!
Pero antes de que lograra alcanzarles, Amadú y sus tíos habían entrado ya en su poblado.
Cuando la hechicera se encontró frente a las primeras chozas, se convirtió en un gran azufaifo cargado de apetitosas yuyubas. De este modo esperaba atraer a los niños y, entre ellos a Amadú.
En efecto; tan pronto como vieron el árbol frutal, todos los niños se apresuraron a trepar a sus ramas; solamente Amadú se abstuvo de hacerlo, pues se dio cuenta de la identidad del azufaifo.
– ¡No subáis a ese árbol, camaradas! ­ les dijo -. Tengo la seguridad de que se trata de una hechicera disfrazada.
Apenas sintió en sus ramas el peso de los niños, el azufaifo se puso en marcha hacia el poblado de los brujos.
Pero Amadú llegó antes que la hechicera, pues convirtiéndose en tórtola, pudo hacer el camino volando.
Cuando se encontró entre los suyos, la hechicera abandonó su aspecto de azufaifo y recobró su forma natural.
La reina llamó entonces a su boyero y le dijo:
– Es necesario que hoy mismo tenga la vaca negra un ternerillo para que esos niños, que no tienen nada que hacer, cuiden de él. Si no consigues que lo tenga, te comeré.
El boyero salió de la tienda real derramando abundantes lágrimas.
Amadú, que había recobrado la figura humana, salió a su encuentro y le preguntó:
– ¿Por qué lloras, boyero?
El desgraciado refirió al niño lo que esperaba de él la reina.
Entonces, Amadú le dijo:
– No llores más. Ata la vaca en un árbol del bosque y vuelve al poblado. Yo me encargaré de lo demás.
El boyero obedeció.
Aquella mismo noche, la vaca tuvo un ternerillo.
El desgraciado boyero, loco de alegría al ver el milagro, fue a contarlo a la reina, que acudió para convencerse por sus propios ojos.
Después de mirarlo bien, como en su calidad de hechicera podía ver cosas que se le ocultaban a los demás, declaró perpleja:
– Este ternerillo tiene expresión humana.
Una de los asistentes protestó:
– ¡No intentes ver lo que no hay, mi ama! ¿No ves que tiene cuatro patas y dos orejas como todos los animales de su especie?
Al día siguiente, el ternerillo fue entregado a los niños para que lo guardaran.
La mitad de los pequeños condujeron al animal a pacer al prado, pero el becerro se puso a correr delante de ellos y les hizo alejarse un buen trecho del poblado de los brujos.
Allí recuperó su aspecto, normal y les dijo:
– Soy Amadú Kekediurú, vuestro camarada de juegos… He venido para llevaros con vuestros padres.
– ¿Y los otros? – preguntó uno de los niños.
– Vuelve tú solo al poblado de la hechicera y dile que no podéis llevar el ternerillo hasta allí y que es preciso que vengan los demás niños a ayudaros.
El muchacho obedeció.
Regresó al poblado de los hechiceros y transmitió las palabras de Amadú a la reina, que inmediatamente dispuso que salieran los demás niños a ayudar a los otros a traer el ternerillo recalcitrante.
Cuando Amadú vio que estaban todos los niños junto a él, los condujo a sus casas.
Al enterarse de que Amadú había conseguido arrebatarle sus jóvenes cautivos, la reina se dirigió una vez más al poblado de aquél y se transformó en una preciosa piragua, colocándose a la orilla del riachuelo que atravesaba la aldea.
Los niños, acompañados de Amadú, fueron al riachuelo a bañarse.
Lentamente, la piragua se aproximó al lugar en que ellos se hallaban.
– ¡No subáis a la piragua! – gritóles Amadú -. ¡Os llevaría al poblado de los brujos, igual que hizo el árbol!
Pero los niños no le hicieron caso y subieron a la piragua que, inmediatamente, se puso en camino y los condujo, a pesar de sus protestas, a la aldea de los hechiceros.
Amadú se convirtió entonces en un cervatillo y se puso a saltar ante los niños, cuando éstos abandonaron la piragua, consiguiendo que corrieran tras él con la esperanza de atraparlo y alejándolos así de las garras de la terrible reina.
Cuando los vio fuera de peligro, recobró la forma humana y los condujo una vez más a las tiendas de sus padres.
La reina hechicera, desesperando de lograr sus propósitos, se convirtió inmediatamente en una joven bellísima y se dirigió al poblado de Amadú Kekediurú, declarando que sólo aceptaría por esposo al menor de los tíos de este último.
– ¡No te cases con esa desconocida! ­ aconsejóle el sobrino -. ¡Es la vieja hechicera que quiso mataros!
Pero el tío no quiso hacer caso del consejo de su sobrino y le respondió que aquella misma noche se casaría con la joven.
Inmediatamente se empezó a construir una choza para ella. Mientras la edificaban, Amadú estuvo pronunciando palabras mágicas ante cada uno de los materiales que se utilizaban: paja, madera y lianas. Además, en el centro del lugar elegido para erigir la cabaña, enterró unos polvos extraños.
Llegada la noche, el tío se casó con la falsa joven.
Hacia la medianoche, la esposa se levantó dispuesta a estrangular a su marido; luego le llegaría el turno a Amadú y al otro tío.
Pero la paja gritó en aquel momento:
– ¡Eh! ¿Adónde vas?
La manta habló a su vez y dijo:
– ¡No seas parlanchina! Todavía no ha conseguido salir de debajo de mí.
Las lianas declararon:
– Como intente salir la estrangularemos.
Y el suelo anunció con voz ronca:
– Como ponga el pie encima de mí me la tragaré.
Espantada, la hechicera volvió al acostarse.
Al día siguiente dijo a su marido:
– Esta choza no me conviene. Tienes que hacerme otra… Además, no quiero que Amadú esté presente cuando la construyan.
El tío accedió a los deseos de su esposa y, para obligar a Amadú a estarse quieto, lo ató a un árbol mientras se edificaba la cabaña nueva.
Hacia la medianoche, la hechicera se levantó sin que nada ni nadie la amenazara, pronunció algunas palabras pegando la boca a las palmas de sus manos, luego se las frotó, después de escupir en ellas.
A renglón seguido fue a sentarse a la cabecera de su marido y dijo en voz baja:
– ¡Que tus ojos vengan a mis manos!
Instantáneamente se realizó su deseo.
Salió entonces de la choza e hizo lo mismo con el otro tío, pero a Amadú no pudo encontrarlo por parte alguno.
Cansada de la infructuosa búsqueda del pequeño, la reina emprendió el regreso a su poblado, llevando consigo los ojos de los tíos.
Al día siguiente, por la mañana, Amadú dijo a los dos ciegos:
– Ha sido culpa vuestra, por no haberme dejado asistir a la construcción de la segunda choza. Pero no temáis; recobraréis la vista…
Dirigióse inmediatamente al poblado de los hechiceros, tomando la figura de una de las hijas de la vieja hechicera, que se hallaba ausente desde hacia una infinidad de tiempo, presentándose ante ésta.
– Mamá – le dijo-, me he enterado de que un diablillo llamado Amadú Kekediurú te ha estado proporcionando enormes disgustos… ¿Es verdad?
– Verdad es, hija mía – respondió la hechicera -, pero me he vengado con creces… Le he quitado los ojos a sus tíos…
– ¿Y ya no podrán ver en toda su vida?
– A menos que yo quiera, no… En mi cabaña tengo un saquito con polvos mágicos… Si se diluyen en agua unos pocos de estos polvos y se frota uno las manos, formulando al propio tiempo el deseo de que aparezcan en ellos los ojos de los dos hombres, así sucederá… Y nada más fácil que volver a colocárselos en sus lugares respectivos… Pero solamente tú, hija mía, sabes este maravilloso secreto y no creo que lo digas a nadie…
Pensad cuál sería la alegría de Amadú Kekediurú al enterarse del secreto. Esperó a que la hechicera saliera a medianoche para dedicarse a sus brujerías e inmediatamente se aprovechó de su ausencia para apoderarse del saquito de los polvos mágicos.
Luego se lanzó a todo correr hacia su poblado, entró en su tienda y siguió las indicaciones que le diera la engañada reina.
Aquella mismo noche, sus dos tíos habían recobrado la vista.
La cólera de la hechicera al darse cuenta de que Amadú había vuelto a hacerla víctima de su ingenio, fue terrible.
Inmediatamente se convirtió en un hermoso caballo y se presentó en el poblado de Amadú.
Pero éste la reconoció en el acto. Cogió al caballo por la crin, lo condujo a su casa, lo ensilló, le colocó un buen bocado, montó en él y, cuando estuvo con los pies en los estribos, gritó:
– ¡Te he reconocido, vieja hechicera! Ahora no bajaré de aquí hasta que hayas muerto.
Hincó entonces las agudas espuelas en los ijares del caballo, y éste salió al galope tendido a través de selvas, montañas y ríos…
Amadú, sin dejarse desmontar, obligó al animal a correr tanto, que lo reventó de fatiga.
Y así fue cómo Amadú Kekediurú salvó a los suyos de la perversa reina hechicera.

miércoles, 28 de octubre de 2015

El castillo de irás y no volverás.

El castillo de irás y no volverás.

Érase que se era un pobrecito pescador que vivía en una choza miserable
acompañado de su mujer y tres hijos, y sin más bienes de fortuna que una
red remendada por cien sitios, una caña larga, su aparejo y su anzuelo.
Una mañana, muy temprano, salió el pescador camino de la playa con el
estómago vacío, la cabeza baja, descorazonado, y cargado con los trebejos
de pescar.
A medida que andaba, el cielo se iba ennegreciendo y cuando llegó al lugar
donde acostumbraba a pescar observó que se había desencadenado una
horrorosa tempestad.
Pero el infeliz pescador no pensaba más que en sus hijos y en su esposa,
que ya hacía dos días que no probaban bocado, por lo que, sin hacer caso de la lluvia que le empapaba, ni del viento que le azotaba, ni de los
relámpagos que le cegaban, armó la red y la echó al mar.
Y cuando fue a sacarla, la red pesaba como si estuviese cargada de plomo;
por lo que el pescador tiró de ella con todas sus fuerzas, sudando a pesar
del viento y de la lluvia, latiéndole el corazón de alegría al pensar que
aquel día su familia no se acostaría sin cenar, como en tantas otras
ocasiones.
Finalmente, con la ayuda de Dios y de la Virgen del Carmen, a la que
imploró, viendo que le faltaban las fuerzas, el pescador consiguió aupar la
red, viendo que en su interior no había más que un pez muy chiquito pero
gordito, cuyas escamas eran de oro y plata.
Asombrado al ver que le había costado tanto trabajo pescar aquel único
pez, el pobre pescador se lo quedó mirando con la boca abierta.
De repente el extraño pececillo rompió a hablar y dijo con voz dulcísima,
extraordinariamente armoniosa y musical:
– ¡Échame otra vez al agua, oh pescador, que otro día estaré más gordo!
– ¿Qué dices, desventurado? – preguntó el interpelado, que apenas podía
creer lo que oía.
– ¡Que me eches otra vez al agua, que otro día estaré más gordo!
– ¡Estás fresco! Llevan mis hijos y mi mujer dos días sin comer; estoy yo
dos horas tirando de la red, aguantando el viento y la lluvia, ¿ y quieres
que te tire al agua?
– Pues si no me sueltas, oh pescador, no me comas. Te lo ruego…
– ¡También está bueno eso! ¿De qué me habría servido cogerte, si no te
echara en la sartén?
– Pues si me comes – prosiguió diciendo el pececillo -, te suplico que
guardes mis espinas y las entierres en la puerta de tu casa.
– Menos mal que me pides algo que puedo hacer… Te prometo cumplir
fielmente tu solicitud.
Y marchóse, contento de su suerte, camino del hogar.
A pesar de ser tan chiquito el pececillo, todos comieron de él y quedaron
saciados. Luego, el pescador enterró, como prometiera, las espinas en la
puerta de su choza.
Por la mañana, cuando Miguelín, el hijo mayor del pescador, se levantó y
salió al aire libre, encontró, en el lugar donde habían sido enterradas las
espinas, un magnífico caballo alazán; encima del caballo había un perro;
encima del perro un soberbio traje de terciopelo y sobre éste una bolsa
llena de monedas de oro.
El muchacho, que anhelaba correr el mundo, pero que estaba dotado de
excelente corazón, dejó la bolsa a sus padres, sin tocar un céntimo, y,
seguido del can, emprendió la marcha sin rumbo fijo.
Galopó durante tres días y tres noches, recorriendo la selva de los árboles
parlantes y el bosque de las campanillas áureas y argentinas, que sonaban al ser acariciadas por el viento, formando un seráfico concierto, llegando
finalmente a una encrucijada donde vio un león, una paloma y una pulga
disputándose agriamente una liebre muerta.
– Párate o eres hombre muerto, – rugió el león. – Y si eres, como dicen, el
rey de la creación, sírvenos de juez en este litigio. La paloma y la pulga
estaban disputándose la liebre… ¿Para qué quieren ellas un trozo de carne
tan grande…? Yo, confieso que he llegado el último, pero para algo soy el
rey de la selva… La liebre me corresponde por derecho propio… ¿No lo
crees así?
La paloma habló entonces y dijo, arrullando:
– Ya habías pasado de largo, cuando yo descubrí desde lo alto a la liebre,
que estaba mortalmente herida… Me corresponde a mí, por haberla visto
morir.
La pulga, a su vez, exclamó:
– ¡Ninguno de vosotros tiene derecho a la liebre!. No la habrían herido, si
no le hubiese dado yo un picotazo debajo de la cola cuando iba corriendo,
con lo que le obligué a detenerse y entonces, un cazador le metió una bala
en las costillas… ¡La liebre es mía!
Y ya estaba la disputa a punto de degenerar en tragedia si Miguelín no
hubiese mediado como amigable componedor.
– Amiga pulga – dijo – ¿Qué harías tú con un trozo de carne como ese, que
asemeja una montaña a tu lado?
Y sacó el cuchillo de monte, cortó a la liebre muerta la puntita del rabo y lo
entregó a la pulga, que quedó complacidísima.
Del mismo modo, cortó las orejas y el resto del rabo, que ofreció a la
paloma, la cual confesó que tenía bastante con aquellos despojos.
Lo que quedaba, o sea, la liebre entera, se la cedió al león, que quedó
encantado de juez tan justiciero.
– Veo que eres realmente el rey de la creación – exclamó, con su más dulce
rugido – pero yo, el rey de los animales, quiero recompensarte como
mereces, como corresponde a mi indiscutible majestad.
Y arrancándose un pelo del rabo lo entregó a Miguelín, diciéndole:
– Aquí tienes mi regalo; cuando digas: «¡Dios me valga, león!», te
convertirás en león, siempre que no pierdas este pelo. Para recobrar tu
forma natural, no tendrás más que decir: «¡Dios me valga, hombre!»
Marchóse el león, alta la frente, orgullosa la mirada, pero sin olvidar
llevarse la liebre, y se internó en la selva.
La paloma, para no ser menos, se arrancó’ una pluma y dijo:
– Cuando quieras ser paloma y volar, no tienes más que decir: «¡Dios me
valga, paloma!»
Y agitando las alas, se remontó por el aire.
– Yo no tengo plumas ni pelos – dijo la pulga – pero puedo oírte
dondequiera que digas: «¡Dios me valga, pulga!» y convertirte en un ente
tan poco envidiable y molesto como yo.
Miguelín volvió a montar a caballo y prosiguió su camino sin descansar,
hasta que, al cabo de tres días y tres noches, vio brillar una lucecita a lo
lejos.
Preguntó a un pastor que encontró:
– ¿De dónde procede esa luz?
El pastor respondió:
– Ese es el «Castillo de Irás y No Volverás».
Miguelín se dijo:
– Iré al «Castillo de Irás y No Volverás».
Al cabo de tres días y tres noches, se encontró con otro pastor.
– ¿Podrías decirme, amigo, si está muy lejos de aquí el «Castillo de Irás y
No Volverás»?
– Libre es el señor caballero de llegar a él – repuso el pastor, echando a
correr como alma que lleva el diablo.
Pero el hijo del pescador era firme de voluntad y duro de mollera y se
había propuesto ir al castillo, aunque fuese preciso dejar la piel en el
camino; así es que, sin pizca de temor, siguió cabalgando tres días con tres
noches, al cabo de los cuales la lucecita parecía acercarse, ¡por fin!, ante
sus ojos.
Y he aquí que, después de muchas, muchísimas fatigas, llegó ante el
suspirado «Castillo de Irás y No Volverás».
De oro macizo eran sus muros y de plata las rejas de sus ventanas y las
cadenas de sus puertas; en lo alto de sus almenas, deslumbraban, al ser
heridas por el sol, las incrustaciones de jaspe y lapislázuli, el ónix, el
marfil, el ágata e infinidad de piedras preciosas.
Rodeaba al edificio un bosquecillo donde, posados en las ramas de sus
árboles, cuyas hojas eran de oro o plata, según se reflejara en ellas, el sol o
la luna, innumerables pajarillos de colores maravillosos saludaban al
recién llegado; unos con burlonas carcajadas, otros con sus trinos más
inspirados, otros con palabras de ánimo o de desesperanza.
– ¡Adelante el mancebo! ¡Adelante nuestro salvador! – decían unas voces.
– ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás y no volverás! ¡Irás y no volverás! – repetían otras.
Pero el hijo del pescador, como si fuese sordo, continuaba su camino sin
detenerse un instante a escuchar los maravillosos trinos, ni volver la
cabeza para ver de dónde procedían, sin detenerse ante la fuente de cristal
que cantaba: «¡Alto! ¡Alto!», ni el árbol de mil hojas que, como manecitas
verdes, se agarraban a su casaca para impedirle el paso.
Así hasta las mismas puertas del castillo, pero ¡oh desilusión! Tres perros,
del tamaño de elefantes, le impedían la entrada.
¿Qué había de hacer? ¿Volverse, atrás? ¡De ninguna manera! ¡Todo antes
que retroceder!
Sacó el cuchillo con aire decidido, mas ¿qué podía aquella arma minúscula
contra los formidables monstruos?
De repente recordó las dádivas de los animales litigantes y viendo en lo
alto, junto a las almenas, una ventana abierta sacó de su escarcela la
pluma y gritó:
– ¡Dios me valga, paloma!
Una fracción de segundo más tarde, Miguelín, convertido en paloma,
volaba a través de la abierta ventana y se colaba de rondón en el castillo.
Cuando estuvo dentro se posó, en el suelo y gritó:
– ¡Dios me valga, hombre!
Y recobró en el acto su forma natural.
Encontróse en una sala inmensa, cuyas paredes eran de plata; pero no
había en ellas muebles, adornos, ni utensilios de ninguna clase, así como
tampoco el menor rastro de persona viviente. Pasó a otra estancia toda de
oro y luego a otra de piedras preciosas, esmeraldas, rubíes y topacios que
refulgían de tal modo que le cegaban. En todas halló la misma soledad.
La contemplación de tales maravillas no impedía a nuestro héroe sentir un
apetito horroroso, hasta el punto de que, impaciente por conocer de una
vez la dicha o el peligro que le aguardaba, exclamó:
– ¡Diablo o ángel, genio o gigante, dueño de este maravilloso castillo; todo
tu oro, toda tu plata, todas tus piedras preciosas, las trocaría de buena
gana por un plato de humeante sopa!
Al punto aparecieron ante sus ojos una silla, una mesa con su blanco
mantel, sus platos, cubierto y servilleta. Y Miguelín, contentísimo, sentóse
a la mesa.
Servidos por mano invisible fueron llegando todos los platos de un opíparo
festín, desde la humeante y sabrosa sopa de tortuga, hasta las riquísimas
perdices, amén de frutas, dulces, y confituras.
Terminado el banquete, desaparecieron platos, cubiertos, mesa, silla y
manteles como por arte de magia, y Miguelín empezó a vagar,
desorientado, por los regios y desiertos salones.
– Siete días llevo sin dormir – recordó – si en vez de tanta pedrería hubiera
por aquí aunque fuera un jergón de paja…
Al punto apareció ante sus ojos asombrados una magnífica cama de plata
cincelada con siete colchones de pluma.
Miguelín se acostó, dispuesto a dormir toda la noche de un tirón. Mas
apenas habían transcurrido unas dos horas, despertóle un llanto ahogado,
que salía de la habitación vecina.
– Será algún pequeño del hada – murmuró, dando media vuelta.
Pero todavía no había conseguido reconciliar el sueño, cuando los sollozos
se dejaron oír con más fuerza, acompañados de suspiros entrecortados y
lamentos de una voz de mujer.
– Esto se pone feo – pensó, Miguelín.
Y levantándose de un salto, pasó al salón contiguo, que encontró tan
desierto como antes.
Pasó a otro, y a otro, y a otro, hasta recorrer más de cien salones, sin dar
con alma viviente y oyendo siempre, cada vez más cercanos, los lamentos.
Creyendo que se burlaban de él, dio con rabia una fuerte patada en el
suelo, que se abrió. Y al abrirse, cayó Miguelín por la abertura, en un
aposento regiamente amueblado, con las paredes tapizadas de tisú de
plata y damasco azul.
En medio de tanto esplendor, una princesita, de rubios cabellos y
manecitas de lirio, lloraba amargamente.
– Apuesto doncel – dijo, al verle entrar: – aléjate cuanto antes de este
malhadado castillo. No seas uno más entre tantos jóvenes infortunados
que aquí han dejado sus vidas, pretendiendo salvar las de otras princesas
tan desgraciadas como yo. El gigante dueño de este castillo duerme
veintidós días de cada mes, durante los cuales no toma alimento alguno.
Cuando despierta, dedica siete días a preparar el banquete con que se
obsequia el octavo, después del cual reanuda su sueño. El postre de este
banquete consiste en una doncella, princesa si es posible. Mañana
despertará el monstruo y la víctima elegida he sido yo. Sólo me quedan
ocho días de vida; mas, como nada puedes hacer en favor mío, aléjate, te
lo suplico.
– ¡No llores, preciosa niña! – exclamó Miguelín. – En siete días puede volver
a hacerse el mundo. Y no me tomes por tan poquita cosa. Para defenderte,
tengo mi cuchillo de monte y si esto no bastara, puedo convertirme en
león, en paloma o en pulga. Seca, pues, tus lágrimas y dime dónde está
ese dormilón tragaprincesas, que ya me van entrando ganas de conocerlo.
– Nada podrás contra el gigante – contestó la princesita. – Ni tu cuchillo ni
la garra del más fiero león. Sólo un huevo que se encuentra dentro de una
serpiente que habita en el Monte Oscuro, en los Pirineos.
El huevo ha de dispararse con tan certera puntería que hiera al monstruo
entre ceja y ceja, matándolo. Entonces quedaría desencantado el castillo.
Pero también la serpiente es un monstruo maligno y poderoso: devora a
todo bicho viviente que se atreve a acercarse a cinco leguas de ella.
Créeme, conviértete en paloma ya que tal poder tienes, y sal por esa
ventana antes de que den las doce de la noche y despierte el gigante,
porque entonces no podrías librarte de sus iras.
– Así lo haré – repuso Miguelín – mas será para ir al encuentro de esa
monstruosa serpiente y si quieres que salga vencedor en la empresa, –
añadió – prométeme que te casarás conmigo dentro de siete días, cuando
te saque de este castillo.
Prometiólo así la Princesa, y Miguelín, convertido en paloma, voló, al
bosquecillo a través de la ventana.
Allí volvió a su estado de hombre, para recoger el caballo y el perro, que,
alejados cuanto podían de los tres gigantescos guardianes, le esperaban.
Montado en su alazán y seguido de su perro fiel, salió del bosque y del
recinto del castillo, sin hacer caso de las voces con que pretendían
detenerle los pájaros, los árboles y la fuente de plata.
Y anduvo, anduvo, durante tres días, siguiendo la dirección que le diera la
princesita, hasta llegar al pueblo, cuyas señas retenía en la memoria, y
que se hallaba enclavado ante un monte elevadísimo, cubierto de
maravillosa vegetación.
Dejó caballo y perro en las cercanías y entró en el pueblo humildemente.
Llamó a la primera casa.
– ¿Qué deseas, hermoso doncel? – le preguntaron.
– Una plaza de pastor, sólo por la comida.
– Eres demasiado apuesto para eso – le contestaron.
Y le dieron con la puerta en las narices.
Por fin halló en las afueras del pueblo una casa de labranza de blancas
paredes, donde llamó y salió a abrirle una linda muchacha.
– Vengo a ver si necesitan ustedes un mozo para la casa – dijo
tímidamente.
La muchacha, prendida de la donosura de Miguelín, fue corriendo a avisar
a su padre.
Y éste dio a Miguelín una plaza de pastor.
Vistiendo la tosca pelliza y el cayado en la mano, salió Miguelín al día
siguiente, muy de mañana, tras los rebaños flacos y escuálidos.
– No te acerques a aquellas montañas cubiertas de verdor – le advirtió su
amo al despedirle – Hay en ellas una serpiente de colosal tamaño, que
devora a cuantos pastores y rebaños intentan acercarse siquiera a cinco
leguas. Por eso nuestros animales están flacos y en este pueblo la
mortandad entre ellos es tremenda, ya que sus únicos pastos son aquellas
otras montañas, áridas, y estériles, adonde has de dirigirte.
Pero Miguelín hizo todo lo contrario de lo que le habían aconsejado; es
decir, se encaminó en derechura a la montaña de la serpiente.
Anduvo, anduvo y, desde muchas leguas de distancia, cuando apenas
había hollado los pastos verdes y húmedos, oyó el silbido espantoso de la
Serpiente que se hallaba en la cima de la montaña.
Al poco, la Serpiente llegaba como una exhalación.
Pero Miguelín, al conjuro de «¡Dios me valga, león!» se había convertido ya
en imponente fiera.
Y león y serpiente lucharon con todo el brío posible.
Todo era espuma y sangre, silbidos y rugidos de coraje y amenaza.
Al cabo de un buen rato, rendidos y jadeantes, cesaron el combate y se
separaron.
La Serpiente dijo rabiosa:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león contestó:
Y si yo tuviese un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella
¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
Luego, añadiendo: «¡Dios me valga, pulga!», desapareció, para recobrar la
forma natural en la falda de la montaña, donde recogió su rebaño y
regresó a la casa de labranza, donde no salían de su asombro al ver a los
animales tan gordos y relucientes.
A la mañana siguiente, cuando salió Miguelín con los rebaños hacia el
monte, dijo el labrador a su hija:
– Habría que espiar al nuevo pastor, pues no comprendo cómo en un solo
día ha podido hacer cambiar de ese modo a los animales. Están gordísimos
y lustrosos.
– Padre mío, si quieres, yo iré mañana a vigilarle – contestó ella.
Y a la mañana siguiente, le siguió de lejos y vio cómo se encaminaba a la
montaña de la Serpiente y dejaba los rebaños en su falda paciendo a
placer, dirigiéndose sin temor al encuentro del monstruo.
Luego le vio convertirse en león y luchar fieramente con la Serpiente.
Todo era espuma y sangre y rugidos de coraje y amenaza. Por fin, rendidos
y jadeantes, se soltaron, y la Serpiente, enfurecida, silbó:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y rugió el león:
Y si yo tuviera un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella,
¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
Luego le oyó añadir:
– ¡Dios me valga, pulga!
Y desapareció.
La hija del labrador echó a correr hacia su casa, mas se guardó muy bien
de referir a nadie lo que había visto. Al día siguiente, cuando salió
Miguelín con los rebaños, cada vez más gordos y lustrosos, echó a andar la
moza, con un cestito en la mano, siguiéndole de lejos.
Y otra vez vio la moza cómo Miguelín convertido en león acometía a la
Serpiente, cómo los ánimos de las dos fieras se encendían de ira, y ambos
despedían chispas y todo el suelo se cubría de sangre y espuma, con
nunca vista fiereza y demasía.
Por fin, cansados, medio muertos, cesaron el fiero combate y se separaron.
Y la Serpiente, azul de cólera, silbó:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león, no menos furioso, replicó:
Si yo tuviera un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella,
¡qué pronto, ¡serpiente mía, la muerte te diera!
En aquel instante la hija del labrador salió de la espesura donde estaba
escondida, sacó del cesto un pedazo de pan y una botella de vino y se lo
dio al león, acompañado de un sonoro beso de sus labios frescos.
El león comió el pan con presteza, bebióse el vino, y de nuevo embistió,
con renovada energía a la Serpiente.
Repitióse la lucha, y otra vez manó la sangre y corrió la espuma de los
cuerpos maltrechos. Mas la serpiente no tardó en desfallecer y el león cada
vez más pujante le atacaba; hasta que al fin la serpiente se desplomó.
Miguelín, recobrando la forma humana, después de haber dado las gracias
a la hija del labrador, sacó su cuchillo de monte, abrió al monstruoso
reptil en canal y extrajo de su vientre el huevo que había de servirle para
libertar a la princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.
No hay que decir el júbilo y los agasajos con que fue recibido nuestro
Miguelín en el pueblo, no bien se supo que había dado muerte a la
monstruosa serpiente.
Todos se disputaban el honor de verlo y abrazarle y todos le regalaban
sacos, llenos de oro y riquísimas joyas, y el labrador, loco de alegría,
quería casarlo a toda costa con su hija.
Pero Miguelín ardía en deseos de correr a libertar a la princesita, a quien
sólo quedaba un día de vida.
Así lo notificó al labrador y al mismo tiempo le pidió, la mano de su hija
para casarla a su regreso con su hermano, el hijo segundo del pescador.
Todo el pueblo acudió a despedirle, vitoreándole y llevándolo en hombros;
pero él sólo pensaba en no llegar demasiado tarde a salvar a su bella
princesa.
Cuando, montado en su caballo alazán y seguido de su perro fiel, atravesó,
el bosquecillo de los pájaros cantores, de los árboles parlantes y de la
fuente de cristal, y se encontró a la puerta del castillo, vio que habían
empezado los preparativos para el gran festín.
Inmediatamente dijo:
– ¡Dios me valga, paloma!
Y en raudo vuelo llegó hasta el lugar donde el gigante esperaba a que
sonara la hora para dar principio a la matanza.
Posose en el antepecho del ventanal y exclamó:
– ¡Dios me valga, hombre!
Y en hombre se convirtió.
Y antes de que el monstruo tuviera tiempo de abrir la boca, sacó de la
escarcela el huevo de la serpiente, apuntó con precisión y se lo tiró,
hiriéndole entre ceja y ceja, matándole.
Oyóse un estrépito horroroso, como de millones de truenos que
retumbaran al unísono y el «Castillo de Irás y No Volverás» se derrumbó.
De entre sus escombros surgió Miguelín dando la mano a la Princesita de
rubios cabellos y manecitas de lirio.
Otras muchas princesas y otros muchos galanes, encantados desde hacía
largos años por el Gigante, salieron también.
Los pájaros cantores se convirtieron en hermosos niños, las hojas de los
árboles en apuestos mancebos y la fuente de cristal en una lindísima
dama, que se casó con el hijo menor del pescador.
– Acabó mi encantamiento – exclamó la Princesita de rubios cabellos y
manecitas de lirio. – Yo soy la hija del rey de estas tierras. Vámonos al
punto a casa de mi padre.
Y a palacio fueron.
El rey se volvió loco de júbilo; llamó al señor obispo y los mandó casar.
Miguelín quiso que sus propios padres tuviesen un palacio en la ciudad.
La hija del labrador, que tan eficazmente le había socorrido, se casó con su
otro hermano, el segundo hijo del pescador.
Y desde entonces vivieron todos felices y contentos, y el que no lo crea que
se fastidie; y al que lo crea, albricias.

martes, 27 de octubre de 2015

El agujero en la manga.

El agujero en la manga.

El muchacho de quien hemos de contar ahora tenía un gran agujero en la manga. Esto le daba tanta vergüenza, que en la escuela no le era posible prestar en absoluto atención a las explicaciones del maestro.
Su madre no podía remendárselo; trabajaba en casa de gente extraña.
En su apuro se dirigió el chiquillo a las muchachas y les dijo:
– ¿Quién quiere zurcirme mi juboncillo?
Pero las muchachas, ocupadas en jugar al escondite, no tenían tiempo para ello.
Entonces se dirigió el muchacho a las mujeres y les dijo:
– ¿Quién quiere zurcirme mi juboncillo?
Pero las mujeres tenían que lavar los platos, y así le contestaron.
– ¡Vuelve mañana!
Pero el muchacho no se atrevió a ir de nuevo a la escuela con el agujero en la manga. Se ocultó, detrás de la escuela, y se encaminó presuroso al bosque. Miró hacia el tierno follaje de primavera y preguntó al cielo azul:
– ¿Quién me zurcirá mi juboncillo?
Entonces, ante sus narices, descendi6 una araña a lo largo de un hilo. El muchacho recordó, al verla, una cancioncilla que le habían enseñado en la escuela:
¡Oh araña de larga patita!
Es tu hilo como seda finita.
Ligero, añadió a la canción:
Zúrceme tú, araña, por favor
el agujero de mi jubón,
para que yo, ¡ay, pobre de mí!
pueda a la escuela hoy asistir.
La araña se deslizó por su hilo hasta el chiquillo y contempló con atención el gran agujero de la manga. Ágilmente corrió de un lado a otro y anudó, de arriba abajo, firmemente, los hilos. Luego corrió en círculo alrededor del agujero, cien veces quizás, y no cesó de enlazar hilo con hilo, hasta que todo el agujero quedó oculto por ellos, magníficamente entrelazados.
– ¿Cuánto tiempo durará el zurcido? ­ preguntó el chiquillo.
La araña no pudo darle ninguna respuesta; pero el cuclillo pasó volando sobre la cabeza del muchacho y cantó repetidamente:
– ¡Cu-cú! ¡cu-cú! ¡cu-cú!
– ¿Tres años? – exclamó gozoso el chiquillo -. ¡Qué alegre estoy!
Se encaminó presuroso a la escuela y llegó todavía a tiempo de dar la lección.
¡Qué maravillosamente podía ahora atender! Ni una sola palabra del maestro se dejaba perder el chiquillo; pues, no teniendo ya ningún agujero en la manga, tampoco tenía ya por qué avergonzarse.

lunes, 26 de octubre de 2015

Caperucita roja.

Caperucita roja.

Había una vez una niñita en un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto; su madre estaba enloquecida con ella y su abuela mucho más todavía. Esta buena mujer le había mandado hacer una caperucita roja y le sentaba tanto que todos la llamaban Caperucita Roja.
Un día su madre, habiendo cocinado unas tortas, le dijo.
—Anda a ver cómo está tu abuela, pues me dicen que ha estado enferma; llévale una torta y este tarrito de mantequilla.
Caperucita Roja partió en seguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo. Al pasar por un bosque, se encontró con el compadre lobo, que tuvo muchas ganas de comérsela, pero no se atrevió porque unos leñadores andaban por ahí cerca. Él le preguntó a dónde iba. La pobre niña, que no sabía que era peligroso detenerse a hablar con un lobo, le dijo:
—Voy a ver a mi abuela, y le llevo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
—¿Vive muy lejos?, le dijo el lobo.
—¡Oh, sí!, dijo Caperucita Roja, más allá del molino que se ve allá lejos, en la primera casita del pueblo.
—Pues bien, dijo el lobo, yo también quiero ir a verla; yo iré por este camino, y tú por aquél, y veremos quién llega primero.
El lobo partió corriendo a toda velocidad por el camino que era más corto y la niña se fue por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr tras las mariposas y en hacer ramos con las florecillas que encontraba. Poco tardó el lobo en llegar a casa de la abuela; golpea: Toc, toc.
—¿Quién es?
—Es su nieta, Caperucita Roja, dijo el lobo, disfrazando la voz, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
La cándida abuela, que estaba en cama porque no se sentía bien, le gritó:
—Tira la aldaba y el cerrojo caerá.
El lobo tiró la aldaba, y la puerta se abrió. Se abalanzó sobre la buena mujer y la devoró en un santiamén, pues hacía más de tres días que no comía. En seguida cerró la puerta y fue a acostarse en el lecho de la abuela, esperando a Caperucita Roja quien, un rato después, llegó a golpear la puerta: Toc, toc.
—¿Quién es?
Caperucita Roja, al oír la ronca voz del lobo, primero se asustó, pero creyendo que su abuela estaba resfriada, contestó:
—Es su nieta, Caperucita Roja, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
El lobo le gritó, suavizando un poco la voz:
—Tira la aldaba y el cerrojo caerá.
Caperucita Roja tiró la aldaba y la puerta se abrió. Viéndola entrar, el lobo le dijo, mientras se escondía en la cama bajo la frazada:
—Deja la torta y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.
Caperucita Roja se desviste y se mete a la cama y quedó muy asombrada al ver la forma de su abuela en camisa de dormir. Ella le dijo:
—Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes!
—Es para abrazarte mejor, hija mía.
—Abuela, ¡qué piernas tan grandes tienes!
—Es para correr mejor, hija mía.
Abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!
—Es para oír mejor, hija mía.
—Abuela, ¡que ojos tan grandes tienes!
—Es para ver mejor, hija mía.
—Abuela, ¡qué dientes tan grandes tienes!
—¡Para comerte mejor!
Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la comió.
Moraleja
Aquí vemos que la adolescencia,
en especial las señoritas,
bien hechas, amables y bonitas
no deben a cualquiera oír con complacencia,
y no resulta causa de extrañeza
ver que muchas del lobo son la presa.
Y digo el lobo, pues bajo su envoltura
no todos son de igual calaña:
Los hay con no poca maña,
silenciosos, sin odio ni amargura,
que en secreto, pacientes, con dulzura
van a la siga de las damiselas
hasta las casas y en las callejuelas;
más, bien sabemos que los zalameros
entre todos los lobos ¡ay! son los más fieros.

sábado, 24 de octubre de 2015

La olla repleta de oro.

La olla repleta de oro.

Autor: John Cheever
En justicia no puede decirse que Ralph y Laura Whittemore tuvieran los defectos y las características propios de los incorregibles buscadores de tesoros, pero sí cabe afirmar, sin faltar a la verdad, que el brillo, el olor, el peculiar poder y la posibilidad de llegar a poseer dinero ejercieron una desfavorable influencia en su vida. Siempre se hallaban en el umbral de la fortuna; siempre parecían tener algo en perspectiva. Ralph era un joven rubio con una incansable imaginación comercial y una fe evangélica en el atractivo y en la magia del éxito en los negocios, y aunque trabajaba oscuramente para un fabricante de tejidos, esto sólo le pareció un punto de partida.
Los Whittemore no eran personas importunas ni arrogantes, y conservaban una inflexible fidelidad a los corteses modales de la clase media. Laura era una chica agradable, no particularmente bonita, que había llegado de Wisconsin a Nueva York aproximadamente por la misma época en que Ralph lo había hecho desde Illinois, pero tuvieron que transcurrir dos años de idas y venidas hasta que se encontraron una tarde a última hora, en el vestíbulo de un edificio de oficinas en la parte baja de la Quinta Avenida. El corazón de Ralph era tan constante, le sirvió tan bien en aquella ocasión, que nada más ver los cabellos claros de Laura y su rostro agradable y melancólico quedó extasiado. La siguió hasta la calle, abriéndose camino entre la multitud, y como no se le había caído nada, como no tenía ninguna excusa legítima para hablar con ella, empezó a gritar: «¡Louise! ¡Louise! ¡Louise!», y la vehemencia de su voz hizo que Laura se detuviese.
Ralph dijo que se había equivocado, que lo sentía. Dijo que Laura se parecía mucho a una chica llamada Louise Hatcher. Todo esto sucedía una noche del mes de enero en que el aire sabía a humo, y como Laura era una chica razonable y estaba muy sola, le permitió invitarla a una copa.
Transcurrían los años treinta, y su noviazgo fue breve: se casaron tres meses más tarde. Laura trasladó sus pertenencias al apartamento sin ascensor de Madison Avenue, encima de una tintorería y de una tienda de flores, donde Ralph vivía. Ella trabajaba de secretaria, y su sueldo, junto con lo que él traía a casa del negocio de tejidos, era apenas bastante para mantenerlos a flote, pero nunca pareció afectarles la monotonía de una infructuosa vida de ahorro. Cenaban en drugstores. Laura colgó una reproducción de los Girasoles de Van Gogh sobre el sofá que había comprado con parte de la modesta suma de dinero que sus padres le dejaron. Cuando sus tías y sus tíos venían a Nueva York —tanto Ralph como ella habían perdido a sus padres—, cenaban en el Ritz y acudían al teatro. Laura cosía cortinas y sacaba brillo a los zapatos de Ralph, y los domingos se quedaban en la cama hasta las doce. Parecían encontrarse en el umbral de la abundancia, y Laura le decía con frecuencia a la gente lo contenta que estaba pensando en el maravilloso empleo que Ralph tenía en perspectiva.
Durante el primer año de su matrimonio, Ralph trabajaba por las noches en un plan que iba a asegurarle un puesto muy bien pagado en Texas, pero, sin culpa alguna por su parte, aquella promesa nunca llegó a materializarse. Hubo una vacante en Siracusa al año siguiente, pero le dieron el empleo a una persona de más edad. Entre estos dos existieron también otros muchos proyectos y vacantes tan ventajosos como esquivos. En el tercer año de su matrimonio, una firma que era casi idéntica en tamaño y características a la que empleaba a Ralph cambió de propietario, y a él lo abordaron y le preguntaron si le interesaría trabajar en la empresa reestructurada. Su empleo del momento le ofrecía tan sólo una mezquina estabilidad después de una lenta serie de ascensos, y Ralph recibió con los brazos abiertos aquella posibilidad de escaparse. Se entrevistó con los nuevos propietarios, que parecían entusiasmados con él. Estaban dispuestos a hacerlo encargado de un departamento y a pagarle el doble de lo que ganaba entonces. El acuerdo tardaría un mes o dos en hacerse público, hasta que los nuevos propietarios hubiesen afirmado su posición, pero se estrecharon la mano con calor y se tomaron una copa para celebrarlo. Aquella noche, Ralph llevó a Laura a cenar a un restaurante de lujo.
Sentados a ambos lados de la mesa, decidieron buscar un apartamento más grande, tener un hijo y comprar un coche de segunda mano. Aceptaron su buena suerte con perfecta calma, porque era lo que siempre habían esperado. La ciudad les parecía un lugar generoso, donde las personas se veían recompensadas por un repentino y merecido acontecimiento como aquél o por la caprichosa munificencia de algún pleito, por arriesgados negocios de carácter excéntrico y marginal, por herencias inesperadas, o por otros inesperados golpes de suerte. Después de la cena, pasearon por Central Park a la luz de la luna, mientras Ralph fumaba un cigarrillo. Más tarde, cuando Laura se había dormido ya, él siguió sentado en pijama junto a la ventana abierta del dormitorio.
La peculiar agitación que parece impregnar el aire de la ciudad después de la medianoche, cuando su vida cae en manos de vigilantes y borrachos, siempre le había gustado. Ralph conocía a fondo los ruidos nocturnos de la calle: los frenos de los autobuses, las remotas sirenas y el sonido del agua girando a bastante altura (moviendo una rueda de molino); la suma, suponía, de diferentes ecos, aunque, a pesar de las muchas veces que había oído el sonido, nunca llegaba a una conclusión sobre su origen. Ahora lo escuchaba todo con mayor atención porque la noche le parecía una realidad prodigiosa.
Tenía veintiocho años; según su experiencia vital, pobreza y juventud eran inseparables, y una iba a terminar con la otra. La vida que estaban a punto de abandonar no había sido dura, y pensó con ternura en el mantel sucio del restaurante italiano al que iban de ordinario cuando tenían algo que celebrar, y en el buen humor con que en las noches lluviosas Laura corría desde el metro hasta la parada del autobús. Pero iban a alejarse de todo aquello. Saldos de camisas en los sótanos de los grandes almacenes, colas para comprar carne, whiskys con demasiada agua, las rosas que él le compraba a Laura en el metro durante la primavera, cuando las rosas estaban baratas: todos aquéllos eran indudablemente los recuerdos de los pobres, y si bien le resultaban agradables, se alegraba de que muy pronto pasaran a ser únicamente recuerdos.
Laura dejó su empleo cuando quedó embarazada. La reorganización de la firma y el nuevo puesto de Ralph iban para largo, pero los Whittemore hablaban de ello sin reservas de ninguna clase cuando se hallaban con amigos.
—Estamos muy contentos con la marcha de las cosas —decía Laura—. Todo lo que necesitamos es un poco de paciencia.
Se produjeron retrasos y aplazamientos, y ellos esperaban con la paciencia de las personas que aguardan a que se les haga justicia. Llegó un momento en que los dos necesitaban ropa, y una noche Ralph sugirió que gastaran algo del dinero que habían ahorrado. Laura se negó a hacerlo. Cuando sacó el tema a colación, ella no respondió y pareció no oírlo. Él alzó la voz y se enfadó. Gritó. Ella lloró. Él se acordó de todas las otras chicas con las que podría haberse casado: la rubia de tez morena, la cubana que lo veneraba, la otra, guapa y con dinero, que tenía un ojo estrábico. Todos sus deseos parecían hallarse fuera del pequeño apartamento que Laura había decorado. A la mañana siguiente seguían sin hablarse, y para fortalecer su posición, Ralph telefoneó a sus futuros patronos. Su secretaria le dijo que ninguno de los dos estaba en su despacho. Esto le preocupó. Llamó varias veces más desde la cabina telefónica que había en el vestíbulo del edificio donde trabajaba, pero le dijeron que estaban ocupados, que habían salido, que estaban en una reunión con unos abogados o manteniendo una conferencia telefónica. La diversidad de excusas lo asustó. Aquella noche no le dijo nada a Laura e intentó llamarlos de nuevo al día siguiente. A última hora de la tarde, después de muchos intentos, uno de ellos se puso al teléfono.
—Le hemos dado el empleo a otra persona, hijo —declaró. Como un padre apesadumbrado, le habló a Ralph con voz ronca y amable—: No siga insistiendo en que nos pongamos al teléfono. Tenemos otras cosas que hacer, además de contestar a sus llamadas. La otra persona parecía más adecuada para el empleo, hijo. Eso es todo lo que puedo decirle, así que no insista en llamar por teléfono.
Aquella noche, Ralph recorrió andando los kilómetros que separaban su despacho del apartamento, con la esperanza de librarse así de parte del peso de su desengaño. Se hallaba tan poco preparado para aquel golpe que le afectó como un vértigo, y anduvo con pasos de viejo, levantando mucho los pies, como si el pavimento estuviese hecho de arenas movedizas. Se quedó parado delante del edificio en que vivían, tratando de decidir cómo describirle el desastre a Laura, pero al entrar en el apartamento, se lo dijo de sopetón.
—Lo siento, cariño —respondió ella, y se inclinó para besarlo—. Lo siento muchísimo.
Luego se alejó de él y empezó a acomodar los cojines del sofá. La frustración de Ralph era tan violenta, se sentía tan prisionero de sus planes y sus expectativas que le asombró la serenidad con que ella aceptó el fracaso. No había ningún motivo para preocuparse, dijo Laura. Todavía le quedaban unos cientos de dólares en el banco del dinero que le habían dejado sus padres. No había ningún motivo para preocuparse.
Cuando nació la niña, le pusieron Rachel, y una semana después del parto Laura regresó al edificio sin ascensor de Madison Avenue. Ella se ocupaba de todo lo relativo al bebé, y siguió cocinando y haciendo las tareas del hogar.
La imaginación de Ralph siguió siendo adaptable y fértil, pero no parecía capaz de encontrar un plan que encajase dentro de su falta de tiempo y de capital. Laura y él, como el ejército de los pobres en todas partes, llevaban una vida muy sencilla. Seguían yendo al teatro con los parientes que los visitaban, y de vez en cuando acudían a fiestas, pero el único contacto continuo de Laura con las brillantes luces que los rodeaban era indirecto, a través de una amiga que hizo en Central Park.
Laura pasó muchas tardes en un banco del parque durante los primeros años de la vida de Rachel; era al mismo tiempo esclavitud y placer: le molestaba su encadenamiento, pero disfrutaba con el cielo abierto y el aire libre. Una tarde de invierno reconoció a una mujer que había conocido en una fiesta, y poco antes de que oscureciera, mientras Laura y las otras madres recogían los muñecos de trapo y preparaban a sus hijos para el frío trayecto hasta el hogar, la mujer cruzó la zona del parque reservada a los niños y habló con ella. Era Alice Holinshed, dijo. Se habían conocido en casa de los Galvin. Era bonita y muy simpática, y acompañó a Laura hasta la salida del parque. Tenía un niño de la edad de Rachel aproximadamente. Las dos madres se encontraron de nuevo al día siguiente y se hicieron amigas.
La señora Holinshed era mayor que Laura, pero poseía una belleza más juvenil y llamativa. Tenía los ojos y el cabello negros, su rostro pálido y perfectamente ovalado poseía un cutis envidiable, y su voz resultaba de una pureza extraordinaria. Encendía los cigarrillos con cerillas del Stok Club y hablaba de los inconvenientes de vivir con un niño en un hotel. Si Laura albergaba algún pesar acerca de su propia vida, encontraba una clara compensación en su amistad con aquella mujer tan hermosa, que se movía con tanta libertad por tiendas y restaurantes caros.
Se trataba de una amistad circunscrita, con la excepción de los Galvin, al triste y conmovedor paisaje de Central Park. Las dos mujeres hablaban sobre todo acerca de sus maridos, y aquél era un juego en el que Laura podía participar con los bolsillos vacíos. De manera vaga pero algo jactanciosa, ambas analizaban las posibilidades que sus maridos tenían entre manos. Compartían sentadas con sus niños los contaminados atardeceres, cuando hacia el sur la ciudad arde como un alto horno, el aire huele a carbón, las grandes piedras húmedas brillan como escorias, y el parque mismo parece una franja de árboles en el límite de una ciudad minera. Luego la señora Holinshed recordaba que se le hacía tarde —siempre se le hacía tarde para algo misterioso y espléndido—, y las dos mujeres iban juntas hasta donde terminaban los árboles. Este contacto indirecto con el mundo del lujo agradaba a Laura, y el placer que le producía se prolongaba mientras empujaba el cochecito de la niña hacia Madison Avenue; luego empezaba a preparar la cena oyendo el ruido sordo de la plancha de vapor y oliendo el líquido quitamanchas de la tintorería de la planta baja.
Una noche, cuando Rachel tenía dos años aproximadamente, la frustración por la inútil búsqueda de la estrecha senda que había de llevarlo a él y a su familia a un mundo de razonable bienestar mantuvo despierto a Ralph. Necesitaba dormir con urgencia, y cuando aquella bendición no le era concedida, salía de la cama y se sentaba a oscuras. La magia y la agitación de la calle después de la medianoche se le escapaba. Los explosivos frenos del autobús de Madison Avenue lo hacían saltar. Cerró la ventana, pero el ruido del tráfico continuaba pasando a través de él. Le pareció que la voz penetrante de la ciudad tenía un efecto mortal sobre las preciosas vidas de sus habitantes y que habría que amortiguarlo.
Imaginó una persiana veneciana cuyas superficies exteriores se trataran con una sustancia que refractara o absorbiera las ondas sonoras. Con una persiana así, los amigos que vinieran de visita una tarde de primavera no tendrían que gritar para que se los oyera, tratando de imponerse al ruido de los camiones que pasaban por la calle. Los dormitorios también podrían quedar en silencio de aquella misma manera: los dormitorios, sobre todo, porque le parecía que el sueño era lo que todo el mundo buscaba en la ciudad y sólo conseguía a medias. Todos los rostros atormentados que circulaban por las calles al anochecer, cuando incluso las chicas guapas hablaban solas, iban en busca del sueño. Las cantantes de los night clubs y sus afables clientes, las personas que esperaban un taxi enfrente del Waldorf en una noche lluviosa, los policías, los cajeros, los que limpiaban las ventanas: el sueño se les escapaba a todos.
La noche siguiente habló con Laura de esa persiana veneciana, y a ella le pareció una idea razonable. Ralph compró una persiana que encajara en la ventana de su dormitorio, e hizo experimentos con diferentes mezclas de pintura. Finalmente dio por casualidad con una que al secarse adquiría la consistencia del fieltro y que era porosa. La mezcla en cuestión tenía un olor repugnante, que invadió su apartamento durante los cuatro días que tardó en pintar y repintar la superficie exterior de las tablillas. Cuando la pintura se hubo secado, colgó la persiana y abrieron la ventana para hacer una prueba. El silencio —un silencio relativo— cautivó sus oídos. Ralph apuntó la fórmula y la llevó durante la hora del almuerzo a un abogado especializado en patentes. El abogado tardó varias semanas en descubrir que una fórmula semejante había sido patentada varios años atrás. El dueño de la patente, un hombre llamado Fellows, tenía una dirección en Nueva York, y el abogado sugirió que Ralph se pusiera en contacto con él y tratara de llegar a un acuerdo.
La búsqueda del señor Fellows empezó una noche, después de que Ralph terminó de trabajar, y lo llevó primero al ático de una casa de huéspedes de Hudson Street, donde la patrona le enseñó un par de calcetines que el señor Fellows había dejado al mudarse. Ralph fue de allí hacia el sur en busca de otra casa de huéspedes, y luego al oeste, al barrio de los comerciantes de efectos navales y de las pensiones para marineros. La búsqueda nocturna se prolongó durante una semana. Ralph siguió la pista de las andanzas del señor Fellows al sur del Bowery, y luego en la parte alta del West Side. Subió escaleras que lo hicieron pasar ante puertas abiertas donde se daban lecciones de baile español, y dejar atrás prostitutas y mujeres que practicaban el concierto Emperador, hasta que una noche encontró al señor Fellows sentado en el borde de la cama en un ático, frotándose las manchas de su corbata con un trapo empapado de gasolina.
El señor Fellows era avaricioso: quería cien dólares en metálico y el cincuenta por ciento de los derechos de patente. Ralph consiguió que redujera esto último al veinte por ciento, pero no hubo forma de que disminuyera el pago inicial. El abogado redactó un documento definiendo la participación de Ralph y la del señor Fellows, y unos días más tarde Ralph fue a Brooklyn y consiguió llegar a una fábrica de persianas venecianas cuando las puertas estaban ya cerradas pero antes de que apagaran las luces de la oficina. El encargado aceptó fabricar algunas de acuerdo con la descripción de Ralph, pero tenía que hacerles un pedido por valor de cien dólares como mínimo. Ralph aceptó esta condición y también se comprometió a proporcionarles la mezcla de pintura para la superficie exterior de las tablillas. Todos aquellos gastos se llevaron más de tres cuartas partes del capital de los Whittemore, y ahora al problema del dinero se añadía el elemento tiempo. Pusieron un pequeño anuncio en el periódico solicitando un vendedor de artículos para el hogar, y durante una semana Ralph recibió a los candidatos en el cuarto de estar después de la cena. Eligió a un joven que salía para el Medio Oeste a finales de semana. Quería un adelanto de cincuenta dólares, y les hizo ver que Pittsburgh y Chicago eran ciudades exactamente igual de ruidosas que Nueva York. El departamento de cobros de unos grandes almacenes los amenazaba por entonces con llevarlos a juicio por deudas, y los Whittemore habían llegado a un punto en el que cualquier enfermedad, cualquier caída, cualquier daño que se hicieran a sí mismos o a la poca ropa que poseían resultarían funestos. El vendedor prometió escribirles desde Chicago al cabo de una semana, y ellos contaban con que las noticias fueran buenas, pero de Chicago no les llegó nada en absoluto. Ralph telegrafió dos veces al vendedor, y debieron de reexpedir los cables, porque les contestó desde Pittsburgh: «Imposible vender persianas. Devuelvo muestras transporte rápido.» Pusieron otro anuncio en el periódico para encontrar un nuevo vendedor, y Ralph aceptó al primero que llamó a la puerta, un caballero de avanzada edad con un aciano en el ojal de la solapa. Tenía también otras representaciones —papeleras decoradas con espejos, exprimidores de naranjas—, y dijo que conocía a fondo a todas las personas de Manhattan que compraban artículos para el hogar. Era parlanchín, y cuando descubrió que las persianas no se vendían, fue al apartamento de los Whittemore y analizó su producto detenidamente, con la mezcla de espíritu crítico y de caridad que reservamos habitualmente para los seres humanos.
Ralph necesitaba dinero, pero ni su salario ni su patente se consideraban adecuadas garantías para un préstamo si no era con un tanto por ciento de interés absolutamente ruinoso, y un día, en el despacho donde trabajaba, le hicieron entrega de una citación cursada por el departamento de cobros de los grandes almacenes. Ralph volvió a Brooklyn y ofreció las persianas venecianas al fabricante que se las había hecho. El encargado le dio sesenta dólares por lo que le había costado cien, y Ralph pudo pagar a los grandes almacenes. Los Whittemore colgaron las muestras en sus ventanas, y trataron de olvidar todo aquel asunto.
Ahora eran más pobres que nunca, y comían lentejas para cenar todos los lunes, y en ocasiones también los martes. Laura lavaba los platos después de la cena mientras Ralph le leía algo a Rachel. Cuando la niña se quedaba dormida, él iba a su escritorio en el cuarto de estar y trabajaba en uno de sus proyectos. Siempre había expectativas de algo. Un empleo en Dallas y otro en Perú. Y también el protector de plástico para superficies curvas, el mecanismo para cerrar automáticamente las puertas de las neveras, y el plan para apoderarse sin permiso de descripciones detalladas de proyectos navales y competir con la marina. Durante un mes, Ralph estuvo a punto de comprar unos terrenos en barbecho al norte del estado de Nueva York para plantar allí árboles de Navidad, y luego, con uno de sus amigos, proyectó un negocio para enviar contra reembolso objetos de lujo, pero no lograron el menor apoyo financiero. Cuando los Whittemore se reunieron de nuevo con tío George y tía Helen en el Ritz, parecían encantados de cómo les iban las cosas. Les había ilusionado mucho, dijo Laura, una oferta que le habían hecho a Ralph para encargarse de una representación comercial en París, pero habían decidido rechazarla, por temor a que estallara la guerra.
Los Whittemore permanecieron dos años separados durante la contienda. Laura consiguió un empleo. Iba con Rachel al colegio por las mañanas y la recogía al terminar el día. Trabajando y ahorrando, pudo comprar alguna ropa para Rachel y para ella. Cuando Ralph regresó al terminar la guerra, sus asuntos estaban en perfecto orden. La vida en el ejército parecía haberle dado nuevos ánimos, y aunque aceptó su antiguo trabajo como un refugio contra el mal tiempo, como un triunfo en la manga, nunca habían hablado tanto sobre empleos, empleos en Venezuela y en Irán. Reanudaron todas sus antiguas costumbres y métodos de ahorro. Y siguieron siendo pobres.
Laura dejó su trabajo y volvió por las tardes a Central Park con Rachel. Alice Holinshed también estaba allí. Hablaron de las mismas cosas. Los Holinshed vivían en un hotel. El marido de Alice era vicepresidente de una nueva compañía que fabricaba refrescos, pero el vestido que la señora Holinshed llevaba día tras día era uno que Laura recordaba de antes de la guerra. Su hijo estaba muy delgado y tenía mal genio. Llevaba ropa de sarga, igual que los escolares ingleses, pero sus prendas, como el vestido de su madre, parecían gastadas y se le habían quedado pequeñas. Una tarde, cuando la señora Holinshed y su hijo llegaron al parque, el niño lloraba.
—He hecho una cosa terrible, —le dijo a Laura—. Hemos ido al médico y me he olvidado de coger dinero, y quería pedirte que me prestaras unos dólares para coger un taxi y volver al hotel.
Laura dijo que lo haría con mucho gusto. No tenía más que un billete de cincuenta dólares, y se lo dio. El niño seguía llorando, y su madre lo llevó a rastras hacia la Quinta Avenida. Laura nunca volvió a verlos por el parque.
La vida de Ralph seguía estando, como siempre, dominada por las esperanzas. En los primeros años después de la guerra, Nueva York parecía ser inmensamente rica. Daba la impresión de que había dinero por todas partes, y los Whittemore, que dormían en invierno extendiendo sobre la cama sus gastados abrigos para no pasar frío, sentían que para disfrutar de su parte en la prosperidad general sólo necesitaban un poco de paciencia, de iniciativa y de suerte. Los domingos, cuando hacía buen tiempo, paseaban con las multitudes de gentes bien vestidas por la parte alta de la Quinta Avenida. A Ralph le parecía que quizá hiciera falta sólo otro mes, todo lo más un año, para encontrar la llave de la prosperidad que tanto se merecían. Paseaban por la Quinta Avenida hasta que se hacía de noche, y luego se iban a casa y cenaban una lata de judías y, para que la comida estuviese equilibrada, una manzana de postre.
Un domingo, al volver de uno de aquellos paseos, empezó a sonar el teléfono mientras subían la escalera hacia el apartamento. Ralph se adelantó y contestó a la llamada.
Oyó la voz de su tío George, un hombre de una generación que todavía conserva el sentido de la distancia, y que hablaba por teléfono como si llamara desde la orilla a un barco que pasase por el mar.
—¡Soy tu tío George, Ralph! —gritó, y su sobrino supuso que tía Helen y él habían venido inesperadamente a Nueva York, hasta que se dio cuenta de que lo estaba llamando desde Illinois—. ¿Me oyes bien? —vociferó tío George—. ¿Me oyes bien, Ralphie…? Te llamo para hablarte de un empleo, por si acaso estás buscando un trabajo nuevo. Paul Hadaam pasó por aquí, ¿me oyes, Ralphie? Paul Hadaam pasó por aquí camino del este la semana pasada, y vino a hacerme una visita. Tiene mucho dinero, Ralphie, es muy rico, y va a montar una empresa en el oeste para fabricar lana sintética. ¿Me oyes, Ralphie…? Yo le hablé de ti, y se va a hospedar en el Waldorf, así que ve a verlo. Una vez le salvé la vida: lo saqué del lago Erie. Ve a verlo mañana al Waldorf, Ralphie. ¿Sabes dónde está? El hotel Waldorf… Espera un momento, aquí está tía Helen. Quiere hablar contigo.
Ahora le llegó una voz femenina, pero mucho más débilmente. Todos sus hijos habían cenado con ellos, le dijo su tía. Habían comido pavo. Sus nietos también estaban allí, y se portaban muy bien. George se los había llevado a dar un paseo después de cenar. Hacía calor, pero si se sentaban en el porche no lo notaban. Tía Helen vio interrumpido el relato del domingo por su marido, que le quitó el auricular para continuar su cantinela sobre la visita al señor Hadaam en el Waldorf.
—Ve a verlo mañana, Ralphie, mañana, que es 19, en el Waldorf. Te está esperando. ¿Me oyes…? El hotel Waldorf. Es millonario. Me despido ya, ¿eh? Adiós.
El señor Hadaam tenía una suite en The Waldorf Towers, y cuando Ralph fue a verlo al día siguiente a última hora de la tarde, al volver a casa del trabajo, el millonario estaba solo. A Ralph le pareció un hombre muy viejo, pero muy terco, y por su manera de estrecharle la mano, de tirarse de los lóbulos de las orejas, de desperezarse y de pasearse por el saloncito con sus piernas arqueadas, Ralph comprendió que se hallaba ante un espíritu en plena posesión de sus facultades, independiente y tenaz. A Ralph le ofreció un whisky apenas sin agua y él se sirvió otro más flojo. Iba a ocuparse de la fabricación de lana sintética en la costa oeste, explicó, y había venido al este en busca de personas con experiencia en la comercialización de la lana. George le había dado el nombre de Ralph, y él quería un hombre con su experiencia. Encontraría una casa adecuada para los Whittemore, se ocuparía de facilitarles los medios de transporte, y Ralph comenzaría con un sueldo de quince mil dólares. Fue la cuantía del sueldo lo que le hizo darse cuenta a Ralph de que el ofrecimiento del señor Hadaam era una manera indirecta de recompensar a su tío por haberle salvado la vida, y el anciano pareció comprender sus sentimientos.
—Esto no tiene nada que ver con el hecho de que su tío me salvara la vida —dijo bruscamente—. Le estoy agradecido, ¿quién no lo estaría?, pero esto no tiene nada que ver con su tío, si es eso lo que está pensando. Cuando se llega a ser tan viejo y tan rico como yo, resulta difícil conocer gente. Todos mis viejos amigos han muerto…, todos menos George. Estoy rodeado por una cadena de asociados y parientes que resulta prácticamente impenetrable, y si no fuera por George, que me da un nombre de vez en cuando, nunca llegaría a ver una cara nueva. El año pasado tuve un accidente de tráfico. Fue culpa mía: soy muy mal conductor. Choqué con el coche de un joven, me apeé inmediatamente, me acerqué a él y me presenté. Como tuvimos que esperar unos veinte minutos hasta que llegaron las grúas, estuvimos hablando. Bien, en la actualidad trabaja para mí y es uno de los mejores amigos que tengo, y si no hubiera chocado con él nunca lo hubiese conocido. Cuando uno llega a ser tan viejo como yo, ésa es la única manera de conocer gente…, accidentes de tráfico, fuegos, cosas así.
Se irguió, se recostó contra el respaldo de la silla y saboreó el whisky. Sus habitaciones se hallaban muy por encima del ruido del tráfico, y el silencio era casi total. La respiración del señor Hadaam era fuerte y regular y, durante una pausa, sonó como la tranquila respiración de alguien que duerme.
—Bueno, no quiero que tome usted una decisión precipitada —dijo—. Vuelvo a la costa oeste pasado mañana. Piénselo y yo le telefonearé. —Sacó una agenda y escribió el nombre de Ralph y su número de teléfono—. Lo llamaré el 27 por la noche, que es martes, a eso de las nueve…, a las nueve según el horario de aquí. George me ha dicho que tiene usted una mujer encantadora, pero en este momento no tengo tiempo para conocerla. La veré en la costa. —Pasó a hablar sobre béisbol y luego llevó otra vez la conversación al tío George—: Me salvó la vida. El maldito bote se dio la vuelta, luego se enderezó y empezó a hundirse inmediatamente. Todavía lo siento, hundiéndose bajo mis pies. No sabía nadar entonces, y sigo sin saber ahora. Bueno, hasta la vista.
Se dieron la mano, y nada más cerrarse la puerta, Ralph oyó cómo el señor Hadaam empezaba a toser. Era la tos irreverente y machacona de un anciano, llena de amargas quejas y de achaques, y siguió castigándolo sin compasión durante todo el tiempo que Ralph tuvo que esperar en el descansillo hasta que llegó el ascensor.
Camino de casa, Ralph pensó que aquélla podía ser la ocasión, que aquella absurda cadena de casualidades que había empezado con su tío sacando a un amigo del lago Erie podía ser la que los salvara. Al menos él, personalmente, no tenía motivos para considerarla inverosímil. Ralph reconocía que la proposición era el capricho de un anciano y que surgía de la gratitud que el señor Hadaam sentía hacia su tío: una gratitud que parecía haber aumentado con los años. Al llegar a casa, le contó a Laura los detalles de la entrevista y su propia opinión sobre la conducta del señor Hadaam, y con cierta sorpresa por su parte, Laura dijo que a ella le parecía la oportunidad que llevaban tanto tiempo esperando. Ambos se mostraron extraordinariamente tranquilos, teniendo en cuenta el cambio que los esperaba. No se habló de celebración, y Ralph ayudó a su mujer a fregar los platos. Buscó en un atlas el emplazamiento de la fábrica del señor Hadaam, y el nombre español en la costa norte de San Francisco les permitió vislumbrar una vida de razonable bienestar.
Quedaba un lapso de ocho días entre la entrevista y la llamada telefónica, y Ralph se dio cuenta de que no habría nada definitivo hasta el martes, y que existía la posibilidad de que el anciano señor Hadaam, mientras cruzaba el país, pudiera, bajo la sutil influencia del viaje, cambiar de idea. También podía intoxicarse con un sándwich de pescado, y morir en un hospital de Chicago, al tener que bajarlo allí del tren. Entre las personas que lo esperasen en San Francisco podía estar su abogado, con la noticia de que se había arruinado o de que su mujer le había abandonado. Pero al final Ralph fue incapaz de inventar nuevos desastres o de creer en los que ya se le habían ocurrido.
Esta incapacidad para seguir dudando de su buena suerte ponía de manifiesto la existencia de un fallo en su carácter. Apenas había pasado un solo día de su vida en el que no se le hubiera hecho sentir el poder del dinero, pero Ralph descubría que su fuerza resultaba especialmente irresistible cuando tomaba la forma de una promesa, y que los años de decidida autorrenuncia, en lugar de recompensarlo con mayores reservas de fortaleza, lo habían hecho especialmente susceptible a la tentación. Puesto que el cambio en sus vidas dependía aún de una llamada telefónica, se abstuvo de hablar —de pensar, dentro de lo posible— de la vida que podrían llevar en California. Llegaba a decir que le gustaría tener algunas camisas blancas, pero no iba más allá de este deseo deliberadamente pesaroso, y, en aquel caso, cuando creía ejercitar su comedimiento y su inteligencia, lo que en realidad hacía era empezar a sentir respeto por todo el cúmulo de supersticiones a las que se considera acompañantes de la buena suerte, y cuando deseaba camisas blancas, no era un deseo auténticamente modesto sino tan sólo una forma de recordar —él mismo no hubiese sido capaz de expresarlo con palabras— que los dioses de la fortuna son celosos y se los engaña fácilmente con la falsa modestia. Ralph no había sido nunca supersticioso, pero el martes vertió el dinero que tenía en la mesa de café y se alborozó al descubrir una mariquita en el alféizar de la ventana del cuarto de baño. No recordaba cuándo había oído asociar a aquel insecto con el dinero, pero tampoco podría haber explicado ninguno de los otros presagios que empezaron a gobernar sus movimientos.
Laura advertía este cambio sutil que la esperanza iba operando en su marido, pero no podía decir nada. Ralph no hablaba ni del señor Hadaam ni de California. Permanecía en silencio; se mostraba amable con Rachel; paulatinamente, fue poniéndose pálido. El miércoles se hizo cortar el pelo. Se puso su mejor traje. El sábado le cortaron de nuevo el pelo y le hicieron la manicura. Se bañaba dos veces al día, se cambiaba de camisa para cenar, e iba con frecuencia al cuarto de baño para lavarse las manos y los dientes y alisarse con agua el remolino que tenía en el pelo. El desmedido cuidado con que trataba su cuerpo hacía pensar a Laura en un adolescente sorprendido por un temprano amor.
Los invitaron a una fiesta el lunes por la noche, y Laura insistió en que fueran. Los invitados eran los supervivientes de un grupo formado diez años antes, y si alguien hubiese pasado lista con los nombres de los asistentes a otras fiestas en la misma habitación, como se hace en la ceremonia de retreta de un regimiento roto y diezmado, «Desaparecido… Desaparecido… Desaparecido», hubiese sido la respuesta de la patrulla enviada a Westchester. «Desaparecido… Desaparecido… Desaparecido», habrían sido las palabras del pelotón que el divorcio, la bebida, las enfermedades nerviosas y la adversidad habían asesinado o herido. Como Laura había ido a la fiesta sin ganas, fue consciente de los que faltaban.
Llevaba menos de una hora allí cuando oyó llegar a algunas personas y, al volver la cabeza, vio a Alice Holinshed y a su marido. El salón estaba abarrotado, y Laura decidió esperar hasta más tarde para hablar con ella. Mucho tiempo después fue al cuarto de baño, y al salir otra vez al dormitorio se encontró con Alice sentada en la cama. Parecía estar esperándola. Laura se instaló ante el tocador para peinarse, y vio la imagen de su amiga reflejada en el espejo.
—He oído que os vais a California —dijo Alice.
—Eso esperamos. Lo sabremos mañana.
—¿Es cierto que el tío de Ralph le salvó la vida?
—Sí, es cierto.
—Tenéis suerte.
—Supongo que sí.
—Tenéis suerte, no cabe duda.
Alice se levantó de la cama, cruzó la habitación, cerró la puerta, y volvió a sentarse en la cama. Laura la contempló a través del espejo, pero ella no miraba a Laura. Se la veía encogida y parecía nerviosa.
—Tenéis suerte —repitió—. Tenéis mucha suerte. ¿Te das cuenta de la suerte que tenéis? Déjame que te hable de mi pastilla de jabón —siguió—. Es una pastilla de jabón que tengo; que tenía, mejor dicho. Alguien me la regaló cuando me casé, hace quince años. No recuerdo quién; alguna criada, una profesora de música, alguien así. Era jabón de buena calidad, inglés, del tipo que me gusta, y decidí guardarlo para el día en que Larry tuviera un gran éxito, para cuando me llevara a las Bermudas. Primero pensé usarlo cuando consiguió el trabajo en Bound Brook. Luego se me ocurrió que podría usarlo cuando nos íbamos a Boston, y luego a Washington, y más tarde, cuando consiguió este nuevo puesto; quizá sea esta vez, pensé, quizá sea ahora cuando pueda sacar al chico de esa horrible escuela, y pague las cuentas atrasadas y dejemos esos hoteles de mala muerte en los que hemos estado viviendo. Durante quince años he planeado cuándo utilizar la pastilla de jabón. Bien, pues la semana pasada, mirando en los cajones de la cómoda, la vi. Estaba toda cuarteada. La tiré; la tiré porque sabía que nunca tendré una oportunidad para utilizarla. ¿Te das cuenta de lo que quiere decir eso? ¿Sabes cómo se siente una después de eso? Vivir durante quince años de promesas, esperanzas, préstamos y a crédito en hoteles que no están hechos para seres humanos, sin verse libre de deudas ni un solo día, y sin embargo fingir, creer que cada año, cada invierno, cada empleo, cada reunión va a ser la definitiva. Vivir así durante quince años y luego darse cuenta de que todo seguirá siempre igual. ¿Tienes idea de cómo se siente una? —Se levantó para acercarse al tocador y se detuvo delante de Laura. Tenía los ojos llenos de lágrimas y su voz era ronca y fuerte—. Nunca iré a las Bermudas —dijo—. No iré nunca a Florida. Nunca conseguiré soltarme del anzuelo, nunca, nunca, nunca. Sé que no tendré nunca una casa decente y que tendré que seguir usando todo lo que poseo, que está gastado y roto y que no es de buena calidad. Sé que durante lo que me queda de vida, todo lo que me quede de vida, llevaré combinaciones raídas, camisones rotos, ropa interior hecha un desastre y zapatos que me hacen daño. Sé que en lo que me queda de vida nadie se acercará a mí para decirme que llevo un vestido muy bonito, porque nunca podré comprarme un vestido así. Sé que durante el resto de mi vida todos los taxistas, los porteros y los camareros de esta ciudad van a saber al cabo de un minuto que no llevo ni cinco dólares en ese bolso negro de imitación de ante que durante diez años he cepillado y cepillado y cepillado, llevándolo conmigo a todas partes. ¿Cómo lo consigues? ¿Qué valor le das? ¿Qué tienes de maravilloso para conseguir una oportunidad como ésta? —Recorrió con los dedos el brazo desnudo de Laura. El vestido que llevaba puesto olía a gasolina—. ¿Lo conseguiré si te toco? ¿Hará eso que tenga suerte? Te juro por Dios que mataría a cualquiera si creyera que con ello conseguiríamos algún dinero. Le retorcería el cuello a alguien, a ti, a cualquiera. Te juro que lo haría…
En ese momento, alguien llamó a la puerta. Alice fue a abrirla y salió del cuarto. Entró una mujer, una desconocida que buscaba el cuarto de baño. Laura encendió un cigarrillo y esperó unos diez minutos en el dormitorio antes de volver a la fiesta. Los Holinshed ya se habían marchado para entonces. Pidió un whisky, se sentó y trató de mantener una conversación, pero se le iba de la cabeza lo que estaba diciendo.
La caza, la búsqueda del dinero que había considerado una actividad tan natural, tan grata, tan justa cuando al principio se consagraron a ella, le parecía ahora una expedición corsaria llena de riesgos. A primera hora de la noche había pensado en los desaparecidos. Ahora pensó de nuevo en ellos. La adversidad y el fracaso explicaban más de la mitad de las ausencias, como si, debajo de los modales corteses en aquella agradable habitación, estuviera en marcha una despiadada carrera en la que las penalidades impuestas al que perdía fuesen extremas. Laura sintió frío. Con los dedos sacó el cubito de hielo que tenía en el vaso y lo puso en un jarrón de flores, pero el whisky no logró hacerla entrar en calor. Y le pidió a Ralph que la llevara a casa.
El martes, después de cenar, Laura lavó los platos y Ralph los secó. Él leyó el periódico y ella cosió un poco. A las ocho menos cuarto sonó el teléfono en el dormitorio, y Ralph fue a cogerlo sin apresurarse. Era alguien con dos entradas para una obra de teatro que estaban a punto de quitar. El teléfono no volvió a sonar, y a las nueve y media Ralph le dijo a Laura que iba a llamar a California. No hizo falta mucho tiempo para establecer la comunicación, y una juvenil voz femenina le respondió desde el número del señor Hadaam.
—Ah, sí, el señor Whittemore —dijo—. Hace un rato hemos intentado ponernos en contacto con usted, pero la línea estaba ocupada.
—¿Puedo hablar con el señor Hadaam?
—No, señor Whittemore. Soy la secretaria del señor Hadaam. Sé que él tenía intención de telefonearle porque lo apuntó en su agenda. El señor Hadaam me ha pedido que explique la situación al mayor número posible de personas, y he procurado ocuparme de todas las llamadas y las citas que tenía anotadas en su agenda. El señor Hadaam sufrió un ataque de apoplejía el domingo. No tenemos esperanzas de que se restablezca. Imagino que le había hecho a usted algún tipo de promesa, pero me temo que no estará en condiciones de mantenerla.
—Lo siento mucho —dijo Ralph. Luego colgó.
Laura había entrado en el dormitorio cuando estaba hablando la secretaria.
—¡Cariño! —exclamó.
Dejó el cesto de las labores sobre la cómoda y se dirigió hacia el armario. Luego volvió y buscó algo en el costurero y lo dejó sobre su tocador. Después se quitó los zapatos, los puso en la horma, se sacó el vestido por la cabeza y lo colgó muy bien doblado. Luego se dirigió a la cómoda, buscando el costurero, lo encontró sobre el tocador, se lo llevó al armario y lo dejó en un estante. A continuación se llevó el cepillo y el peine al cuarto de baño y abrió el agua para bañarse.
El latigazo de la frustración había azotado a Ralph, y el dolor lo atontó. No llegó a saber cuánto tiempo se quedó sentado junto al teléfono. Oyó salir a Laura del cuarto de baño. Se volvió hacia ella cuando oyó su voz:
—Siento terriblemente lo que le ha pasado al pobre señor Hadaam. Me gustaría que hubiese algo que pudiésemos hacer. —Llevaba puesto el camisón, y se instaló delante del tocador como una mujer hábil y paciente situándose delante de un telar, y cogió y dejó horquillas y frascos y peines y cepillos con la fácil destreza de una experta hilandera, como si el tiempo que pasaba allí fuese todo él parte de una continua operación—. Sí que parecía ser el tesoro…
La palabra sorprendió a Ralph, y por un momento vio la quimera, la olla repleta de monedas de oro, el vellocino, el tesoro enterrado en los suaves colores de un arco iris, y el primitivismo de su búsqueda lo sorprendió. Armado con una azada bien afilada y una varita mágica de fabricación casera, había recorrido colinas y valles, entre sequías y aguaceros, cavando dondequiera que los mapas dibujados por él mismo prometían oro. Seis pasos al este del pino muerto, cinco paneles a partir de la puerta de la biblioteca, debajo del escalón que cruje, en las raíces del peral, debajo de la parra, está escondida la olla llena de doblones y de lingotes de oro.
Laura se volvió en el taburete y extendió los brazos en su dirección, como había hecho más de un millar de veces. Ya no era joven, y estaba más pálida y delgada que si él hubiese encontrado los doblones que le habrían ahorrado preocupaciones y tener que trabajar incansablemente. Su sonrisa, sus hombros desnudos, habían empezado a crear las indescifrables formas y símbolos que constituyen la piedra de toque del deseo, y la luz de la lámpara parecía dar brillo y calor, y derramar esa inexplicable complacencia, esa benevolencia que trae la luz del sol en primavera sobre cualquier especie de fatiga y de desesperación. Desearla alegró y turbó a Ralph al mismo tiempo. Allí estaba, allí estaba todo, y le pareció entonces que el brillo del oro se encontraba todo él alrededor de los brazos de Laura.