miércoles, 28 de octubre de 2015

El castillo de irás y no volverás.

El castillo de irás y no volverás.

Érase que se era un pobrecito pescador que vivía en una choza miserable
acompañado de su mujer y tres hijos, y sin más bienes de fortuna que una
red remendada por cien sitios, una caña larga, su aparejo y su anzuelo.
Una mañana, muy temprano, salió el pescador camino de la playa con el
estómago vacío, la cabeza baja, descorazonado, y cargado con los trebejos
de pescar.
A medida que andaba, el cielo se iba ennegreciendo y cuando llegó al lugar
donde acostumbraba a pescar observó que se había desencadenado una
horrorosa tempestad.
Pero el infeliz pescador no pensaba más que en sus hijos y en su esposa,
que ya hacía dos días que no probaban bocado, por lo que, sin hacer caso de la lluvia que le empapaba, ni del viento que le azotaba, ni de los
relámpagos que le cegaban, armó la red y la echó al mar.
Y cuando fue a sacarla, la red pesaba como si estuviese cargada de plomo;
por lo que el pescador tiró de ella con todas sus fuerzas, sudando a pesar
del viento y de la lluvia, latiéndole el corazón de alegría al pensar que
aquel día su familia no se acostaría sin cenar, como en tantas otras
ocasiones.
Finalmente, con la ayuda de Dios y de la Virgen del Carmen, a la que
imploró, viendo que le faltaban las fuerzas, el pescador consiguió aupar la
red, viendo que en su interior no había más que un pez muy chiquito pero
gordito, cuyas escamas eran de oro y plata.
Asombrado al ver que le había costado tanto trabajo pescar aquel único
pez, el pobre pescador se lo quedó mirando con la boca abierta.
De repente el extraño pececillo rompió a hablar y dijo con voz dulcísima,
extraordinariamente armoniosa y musical:
– ¡Échame otra vez al agua, oh pescador, que otro día estaré más gordo!
– ¿Qué dices, desventurado? – preguntó el interpelado, que apenas podía
creer lo que oía.
– ¡Que me eches otra vez al agua, que otro día estaré más gordo!
– ¡Estás fresco! Llevan mis hijos y mi mujer dos días sin comer; estoy yo
dos horas tirando de la red, aguantando el viento y la lluvia, ¿ y quieres
que te tire al agua?
– Pues si no me sueltas, oh pescador, no me comas. Te lo ruego…
– ¡También está bueno eso! ¿De qué me habría servido cogerte, si no te
echara en la sartén?
– Pues si me comes – prosiguió diciendo el pececillo -, te suplico que
guardes mis espinas y las entierres en la puerta de tu casa.
– Menos mal que me pides algo que puedo hacer… Te prometo cumplir
fielmente tu solicitud.
Y marchóse, contento de su suerte, camino del hogar.
A pesar de ser tan chiquito el pececillo, todos comieron de él y quedaron
saciados. Luego, el pescador enterró, como prometiera, las espinas en la
puerta de su choza.
Por la mañana, cuando Miguelín, el hijo mayor del pescador, se levantó y
salió al aire libre, encontró, en el lugar donde habían sido enterradas las
espinas, un magnífico caballo alazán; encima del caballo había un perro;
encima del perro un soberbio traje de terciopelo y sobre éste una bolsa
llena de monedas de oro.
El muchacho, que anhelaba correr el mundo, pero que estaba dotado de
excelente corazón, dejó la bolsa a sus padres, sin tocar un céntimo, y,
seguido del can, emprendió la marcha sin rumbo fijo.
Galopó durante tres días y tres noches, recorriendo la selva de los árboles
parlantes y el bosque de las campanillas áureas y argentinas, que sonaban al ser acariciadas por el viento, formando un seráfico concierto, llegando
finalmente a una encrucijada donde vio un león, una paloma y una pulga
disputándose agriamente una liebre muerta.
– Párate o eres hombre muerto, – rugió el león. – Y si eres, como dicen, el
rey de la creación, sírvenos de juez en este litigio. La paloma y la pulga
estaban disputándose la liebre… ¿Para qué quieren ellas un trozo de carne
tan grande…? Yo, confieso que he llegado el último, pero para algo soy el
rey de la selva… La liebre me corresponde por derecho propio… ¿No lo
crees así?
La paloma habló entonces y dijo, arrullando:
– Ya habías pasado de largo, cuando yo descubrí desde lo alto a la liebre,
que estaba mortalmente herida… Me corresponde a mí, por haberla visto
morir.
La pulga, a su vez, exclamó:
– ¡Ninguno de vosotros tiene derecho a la liebre!. No la habrían herido, si
no le hubiese dado yo un picotazo debajo de la cola cuando iba corriendo,
con lo que le obligué a detenerse y entonces, un cazador le metió una bala
en las costillas… ¡La liebre es mía!
Y ya estaba la disputa a punto de degenerar en tragedia si Miguelín no
hubiese mediado como amigable componedor.
– Amiga pulga – dijo – ¿Qué harías tú con un trozo de carne como ese, que
asemeja una montaña a tu lado?
Y sacó el cuchillo de monte, cortó a la liebre muerta la puntita del rabo y lo
entregó a la pulga, que quedó complacidísima.
Del mismo modo, cortó las orejas y el resto del rabo, que ofreció a la
paloma, la cual confesó que tenía bastante con aquellos despojos.
Lo que quedaba, o sea, la liebre entera, se la cedió al león, que quedó
encantado de juez tan justiciero.
– Veo que eres realmente el rey de la creación – exclamó, con su más dulce
rugido – pero yo, el rey de los animales, quiero recompensarte como
mereces, como corresponde a mi indiscutible majestad.
Y arrancándose un pelo del rabo lo entregó a Miguelín, diciéndole:
– Aquí tienes mi regalo; cuando digas: «¡Dios me valga, león!», te
convertirás en león, siempre que no pierdas este pelo. Para recobrar tu
forma natural, no tendrás más que decir: «¡Dios me valga, hombre!»
Marchóse el león, alta la frente, orgullosa la mirada, pero sin olvidar
llevarse la liebre, y se internó en la selva.
La paloma, para no ser menos, se arrancó’ una pluma y dijo:
– Cuando quieras ser paloma y volar, no tienes más que decir: «¡Dios me
valga, paloma!»
Y agitando las alas, se remontó por el aire.
– Yo no tengo plumas ni pelos – dijo la pulga – pero puedo oírte
dondequiera que digas: «¡Dios me valga, pulga!» y convertirte en un ente
tan poco envidiable y molesto como yo.
Miguelín volvió a montar a caballo y prosiguió su camino sin descansar,
hasta que, al cabo de tres días y tres noches, vio brillar una lucecita a lo
lejos.
Preguntó a un pastor que encontró:
– ¿De dónde procede esa luz?
El pastor respondió:
– Ese es el «Castillo de Irás y No Volverás».
Miguelín se dijo:
– Iré al «Castillo de Irás y No Volverás».
Al cabo de tres días y tres noches, se encontró con otro pastor.
– ¿Podrías decirme, amigo, si está muy lejos de aquí el «Castillo de Irás y
No Volverás»?
– Libre es el señor caballero de llegar a él – repuso el pastor, echando a
correr como alma que lleva el diablo.
Pero el hijo del pescador era firme de voluntad y duro de mollera y se
había propuesto ir al castillo, aunque fuese preciso dejar la piel en el
camino; así es que, sin pizca de temor, siguió cabalgando tres días con tres
noches, al cabo de los cuales la lucecita parecía acercarse, ¡por fin!, ante
sus ojos.
Y he aquí que, después de muchas, muchísimas fatigas, llegó ante el
suspirado «Castillo de Irás y No Volverás».
De oro macizo eran sus muros y de plata las rejas de sus ventanas y las
cadenas de sus puertas; en lo alto de sus almenas, deslumbraban, al ser
heridas por el sol, las incrustaciones de jaspe y lapislázuli, el ónix, el
marfil, el ágata e infinidad de piedras preciosas.
Rodeaba al edificio un bosquecillo donde, posados en las ramas de sus
árboles, cuyas hojas eran de oro o plata, según se reflejara en ellas, el sol o
la luna, innumerables pajarillos de colores maravillosos saludaban al
recién llegado; unos con burlonas carcajadas, otros con sus trinos más
inspirados, otros con palabras de ánimo o de desesperanza.
– ¡Adelante el mancebo! ¡Adelante nuestro salvador! – decían unas voces.
– ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás y no volverás! ¡Irás y no volverás! – repetían otras.
Pero el hijo del pescador, como si fuese sordo, continuaba su camino sin
detenerse un instante a escuchar los maravillosos trinos, ni volver la
cabeza para ver de dónde procedían, sin detenerse ante la fuente de cristal
que cantaba: «¡Alto! ¡Alto!», ni el árbol de mil hojas que, como manecitas
verdes, se agarraban a su casaca para impedirle el paso.
Así hasta las mismas puertas del castillo, pero ¡oh desilusión! Tres perros,
del tamaño de elefantes, le impedían la entrada.
¿Qué había de hacer? ¿Volverse, atrás? ¡De ninguna manera! ¡Todo antes
que retroceder!
Sacó el cuchillo con aire decidido, mas ¿qué podía aquella arma minúscula
contra los formidables monstruos?
De repente recordó las dádivas de los animales litigantes y viendo en lo
alto, junto a las almenas, una ventana abierta sacó de su escarcela la
pluma y gritó:
– ¡Dios me valga, paloma!
Una fracción de segundo más tarde, Miguelín, convertido en paloma,
volaba a través de la abierta ventana y se colaba de rondón en el castillo.
Cuando estuvo dentro se posó, en el suelo y gritó:
– ¡Dios me valga, hombre!
Y recobró en el acto su forma natural.
Encontróse en una sala inmensa, cuyas paredes eran de plata; pero no
había en ellas muebles, adornos, ni utensilios de ninguna clase, así como
tampoco el menor rastro de persona viviente. Pasó a otra estancia toda de
oro y luego a otra de piedras preciosas, esmeraldas, rubíes y topacios que
refulgían de tal modo que le cegaban. En todas halló la misma soledad.
La contemplación de tales maravillas no impedía a nuestro héroe sentir un
apetito horroroso, hasta el punto de que, impaciente por conocer de una
vez la dicha o el peligro que le aguardaba, exclamó:
– ¡Diablo o ángel, genio o gigante, dueño de este maravilloso castillo; todo
tu oro, toda tu plata, todas tus piedras preciosas, las trocaría de buena
gana por un plato de humeante sopa!
Al punto aparecieron ante sus ojos una silla, una mesa con su blanco
mantel, sus platos, cubierto y servilleta. Y Miguelín, contentísimo, sentóse
a la mesa.
Servidos por mano invisible fueron llegando todos los platos de un opíparo
festín, desde la humeante y sabrosa sopa de tortuga, hasta las riquísimas
perdices, amén de frutas, dulces, y confituras.
Terminado el banquete, desaparecieron platos, cubiertos, mesa, silla y
manteles como por arte de magia, y Miguelín empezó a vagar,
desorientado, por los regios y desiertos salones.
– Siete días llevo sin dormir – recordó – si en vez de tanta pedrería hubiera
por aquí aunque fuera un jergón de paja…
Al punto apareció ante sus ojos asombrados una magnífica cama de plata
cincelada con siete colchones de pluma.
Miguelín se acostó, dispuesto a dormir toda la noche de un tirón. Mas
apenas habían transcurrido unas dos horas, despertóle un llanto ahogado,
que salía de la habitación vecina.
– Será algún pequeño del hada – murmuró, dando media vuelta.
Pero todavía no había conseguido reconciliar el sueño, cuando los sollozos
se dejaron oír con más fuerza, acompañados de suspiros entrecortados y
lamentos de una voz de mujer.
– Esto se pone feo – pensó, Miguelín.
Y levantándose de un salto, pasó al salón contiguo, que encontró tan
desierto como antes.
Pasó a otro, y a otro, y a otro, hasta recorrer más de cien salones, sin dar
con alma viviente y oyendo siempre, cada vez más cercanos, los lamentos.
Creyendo que se burlaban de él, dio con rabia una fuerte patada en el
suelo, que se abrió. Y al abrirse, cayó Miguelín por la abertura, en un
aposento regiamente amueblado, con las paredes tapizadas de tisú de
plata y damasco azul.
En medio de tanto esplendor, una princesita, de rubios cabellos y
manecitas de lirio, lloraba amargamente.
– Apuesto doncel – dijo, al verle entrar: – aléjate cuanto antes de este
malhadado castillo. No seas uno más entre tantos jóvenes infortunados
que aquí han dejado sus vidas, pretendiendo salvar las de otras princesas
tan desgraciadas como yo. El gigante dueño de este castillo duerme
veintidós días de cada mes, durante los cuales no toma alimento alguno.
Cuando despierta, dedica siete días a preparar el banquete con que se
obsequia el octavo, después del cual reanuda su sueño. El postre de este
banquete consiste en una doncella, princesa si es posible. Mañana
despertará el monstruo y la víctima elegida he sido yo. Sólo me quedan
ocho días de vida; mas, como nada puedes hacer en favor mío, aléjate, te
lo suplico.
– ¡No llores, preciosa niña! – exclamó Miguelín. – En siete días puede volver
a hacerse el mundo. Y no me tomes por tan poquita cosa. Para defenderte,
tengo mi cuchillo de monte y si esto no bastara, puedo convertirme en
león, en paloma o en pulga. Seca, pues, tus lágrimas y dime dónde está
ese dormilón tragaprincesas, que ya me van entrando ganas de conocerlo.
– Nada podrás contra el gigante – contestó la princesita. – Ni tu cuchillo ni
la garra del más fiero león. Sólo un huevo que se encuentra dentro de una
serpiente que habita en el Monte Oscuro, en los Pirineos.
El huevo ha de dispararse con tan certera puntería que hiera al monstruo
entre ceja y ceja, matándolo. Entonces quedaría desencantado el castillo.
Pero también la serpiente es un monstruo maligno y poderoso: devora a
todo bicho viviente que se atreve a acercarse a cinco leguas de ella.
Créeme, conviértete en paloma ya que tal poder tienes, y sal por esa
ventana antes de que den las doce de la noche y despierte el gigante,
porque entonces no podrías librarte de sus iras.
– Así lo haré – repuso Miguelín – mas será para ir al encuentro de esa
monstruosa serpiente y si quieres que salga vencedor en la empresa, –
añadió – prométeme que te casarás conmigo dentro de siete días, cuando
te saque de este castillo.
Prometiólo así la Princesa, y Miguelín, convertido en paloma, voló, al
bosquecillo a través de la ventana.
Allí volvió a su estado de hombre, para recoger el caballo y el perro, que,
alejados cuanto podían de los tres gigantescos guardianes, le esperaban.
Montado en su alazán y seguido de su perro fiel, salió del bosque y del
recinto del castillo, sin hacer caso de las voces con que pretendían
detenerle los pájaros, los árboles y la fuente de plata.
Y anduvo, anduvo, durante tres días, siguiendo la dirección que le diera la
princesita, hasta llegar al pueblo, cuyas señas retenía en la memoria, y
que se hallaba enclavado ante un monte elevadísimo, cubierto de
maravillosa vegetación.
Dejó caballo y perro en las cercanías y entró en el pueblo humildemente.
Llamó a la primera casa.
– ¿Qué deseas, hermoso doncel? – le preguntaron.
– Una plaza de pastor, sólo por la comida.
– Eres demasiado apuesto para eso – le contestaron.
Y le dieron con la puerta en las narices.
Por fin halló en las afueras del pueblo una casa de labranza de blancas
paredes, donde llamó y salió a abrirle una linda muchacha.
– Vengo a ver si necesitan ustedes un mozo para la casa – dijo
tímidamente.
La muchacha, prendida de la donosura de Miguelín, fue corriendo a avisar
a su padre.
Y éste dio a Miguelín una plaza de pastor.
Vistiendo la tosca pelliza y el cayado en la mano, salió Miguelín al día
siguiente, muy de mañana, tras los rebaños flacos y escuálidos.
– No te acerques a aquellas montañas cubiertas de verdor – le advirtió su
amo al despedirle – Hay en ellas una serpiente de colosal tamaño, que
devora a cuantos pastores y rebaños intentan acercarse siquiera a cinco
leguas. Por eso nuestros animales están flacos y en este pueblo la
mortandad entre ellos es tremenda, ya que sus únicos pastos son aquellas
otras montañas, áridas, y estériles, adonde has de dirigirte.
Pero Miguelín hizo todo lo contrario de lo que le habían aconsejado; es
decir, se encaminó en derechura a la montaña de la serpiente.
Anduvo, anduvo y, desde muchas leguas de distancia, cuando apenas
había hollado los pastos verdes y húmedos, oyó el silbido espantoso de la
Serpiente que se hallaba en la cima de la montaña.
Al poco, la Serpiente llegaba como una exhalación.
Pero Miguelín, al conjuro de «¡Dios me valga, león!» se había convertido ya
en imponente fiera.
Y león y serpiente lucharon con todo el brío posible.
Todo era espuma y sangre, silbidos y rugidos de coraje y amenaza.
Al cabo de un buen rato, rendidos y jadeantes, cesaron el combate y se
separaron.
La Serpiente dijo rabiosa:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león contestó:
Y si yo tuviese un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella
¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
Luego, añadiendo: «¡Dios me valga, pulga!», desapareció, para recobrar la
forma natural en la falda de la montaña, donde recogió su rebaño y
regresó a la casa de labranza, donde no salían de su asombro al ver a los
animales tan gordos y relucientes.
A la mañana siguiente, cuando salió Miguelín con los rebaños hacia el
monte, dijo el labrador a su hija:
– Habría que espiar al nuevo pastor, pues no comprendo cómo en un solo
día ha podido hacer cambiar de ese modo a los animales. Están gordísimos
y lustrosos.
– Padre mío, si quieres, yo iré mañana a vigilarle – contestó ella.
Y a la mañana siguiente, le siguió de lejos y vio cómo se encaminaba a la
montaña de la Serpiente y dejaba los rebaños en su falda paciendo a
placer, dirigiéndose sin temor al encuentro del monstruo.
Luego le vio convertirse en león y luchar fieramente con la Serpiente.
Todo era espuma y sangre y rugidos de coraje y amenaza. Por fin, rendidos
y jadeantes, se soltaron, y la Serpiente, enfurecida, silbó:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y rugió el león:
Y si yo tuviera un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella,
¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
Luego le oyó añadir:
– ¡Dios me valga, pulga!
Y desapareció.
La hija del labrador echó a correr hacia su casa, mas se guardó muy bien
de referir a nadie lo que había visto. Al día siguiente, cuando salió
Miguelín con los rebaños, cada vez más gordos y lustrosos, echó a andar la
moza, con un cestito en la mano, siguiéndole de lejos.
Y otra vez vio la moza cómo Miguelín convertido en león acometía a la
Serpiente, cómo los ánimos de las dos fieras se encendían de ira, y ambos
despedían chispas y todo el suelo se cubría de sangre y espuma, con
nunca vista fiereza y demasía.
Por fin, cansados, medio muertos, cesaron el fiero combate y se separaron.
Y la Serpiente, azul de cólera, silbó:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león, no menos furioso, replicó:
Si yo tuviera un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella,
¡qué pronto, ¡serpiente mía, la muerte te diera!
En aquel instante la hija del labrador salió de la espesura donde estaba
escondida, sacó del cesto un pedazo de pan y una botella de vino y se lo
dio al león, acompañado de un sonoro beso de sus labios frescos.
El león comió el pan con presteza, bebióse el vino, y de nuevo embistió,
con renovada energía a la Serpiente.
Repitióse la lucha, y otra vez manó la sangre y corrió la espuma de los
cuerpos maltrechos. Mas la serpiente no tardó en desfallecer y el león cada
vez más pujante le atacaba; hasta que al fin la serpiente se desplomó.
Miguelín, recobrando la forma humana, después de haber dado las gracias
a la hija del labrador, sacó su cuchillo de monte, abrió al monstruoso
reptil en canal y extrajo de su vientre el huevo que había de servirle para
libertar a la princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.
No hay que decir el júbilo y los agasajos con que fue recibido nuestro
Miguelín en el pueblo, no bien se supo que había dado muerte a la
monstruosa serpiente.
Todos se disputaban el honor de verlo y abrazarle y todos le regalaban
sacos, llenos de oro y riquísimas joyas, y el labrador, loco de alegría,
quería casarlo a toda costa con su hija.
Pero Miguelín ardía en deseos de correr a libertar a la princesita, a quien
sólo quedaba un día de vida.
Así lo notificó al labrador y al mismo tiempo le pidió, la mano de su hija
para casarla a su regreso con su hermano, el hijo segundo del pescador.
Todo el pueblo acudió a despedirle, vitoreándole y llevándolo en hombros;
pero él sólo pensaba en no llegar demasiado tarde a salvar a su bella
princesa.
Cuando, montado en su caballo alazán y seguido de su perro fiel, atravesó,
el bosquecillo de los pájaros cantores, de los árboles parlantes y de la
fuente de cristal, y se encontró a la puerta del castillo, vio que habían
empezado los preparativos para el gran festín.
Inmediatamente dijo:
– ¡Dios me valga, paloma!
Y en raudo vuelo llegó hasta el lugar donde el gigante esperaba a que
sonara la hora para dar principio a la matanza.
Posose en el antepecho del ventanal y exclamó:
– ¡Dios me valga, hombre!
Y en hombre se convirtió.
Y antes de que el monstruo tuviera tiempo de abrir la boca, sacó de la
escarcela el huevo de la serpiente, apuntó con precisión y se lo tiró,
hiriéndole entre ceja y ceja, matándole.
Oyóse un estrépito horroroso, como de millones de truenos que
retumbaran al unísono y el «Castillo de Irás y No Volverás» se derrumbó.
De entre sus escombros surgió Miguelín dando la mano a la Princesita de
rubios cabellos y manecitas de lirio.
Otras muchas princesas y otros muchos galanes, encantados desde hacía
largos años por el Gigante, salieron también.
Los pájaros cantores se convirtieron en hermosos niños, las hojas de los
árboles en apuestos mancebos y la fuente de cristal en una lindísima
dama, que se casó con el hijo menor del pescador.
– Acabó mi encantamiento – exclamó la Princesita de rubios cabellos y
manecitas de lirio. – Yo soy la hija del rey de estas tierras. Vámonos al
punto a casa de mi padre.
Y a palacio fueron.
El rey se volvió loco de júbilo; llamó al señor obispo y los mandó casar.
Miguelín quiso que sus propios padres tuviesen un palacio en la ciudad.
La hija del labrador, que tan eficazmente le había socorrido, se casó con su
otro hermano, el segundo hijo del pescador.
Y desde entonces vivieron todos felices y contentos, y el que no lo crea que
se fastidie; y al que lo crea, albricias.

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