El nuevo maestro.
Autor: Alphonse Daudet
Nuestra pequeña escuela ha cambiado mucho desde la marcha del señor Hamel. Cuando él estaba aquí, teníamos unos minutos de margen por la mañana, cuando llegábamos. Nos colocábamos en círculo en torno a la estufa para desentumecer un poco los dedos, sacudir la nieve o el aguanieve pegada a la ropa. Charlábamos apaciblemente enseñándonos unos a otros lo que llevábamos en la cesta. Eso les daba a los que vivían al extremo de la comarca tiempo para llegar a la oración y a pasar lista… Hoy ya no es lo mismo. Hay que llegar a la hora exacta. El prusiano Klotz, nuestro nuevo maestro no bromea. Desde las ocho menos cinco, está de pie en su tarima, con una gruesa garrota junto a él, y ¡pobres de los retrasados! Por lo que se oyen los zuecos apresurarse en el pequeño patio, y las voces sofocadas gritar desde la puerta. «¡Presente!»
Y es que con este terrible prusiano no hay excusas que valgan. No se puede decir. «Le he ayudado a mi madre a llevar la ropa al lavadero… Mi padre me ha llevado con él al mercado». El señor Klotz no quiere escuchar nada. Se diría que para ese miserable extranjero no tenemos casa, ni familia; que vinimos al mundo siendo ya escolares, con los libros bajo el brazo, listos para aprender alemán y recibir garrotazos. ¡Ah! yo recibí una buena dosis al comienzo. ¡Nuestra serrería está tan lejos de la escuela, y tarda tanto en amanecer en invierno! Finalmente, como volvía siempre por la tarde con manchas rojas en los dedos, en la espalda, en todas partes, mi padre se decidió a dejarme interno, pero me costó mucho acostumbrarme.
Y es que los internos, además de al señor Klotz, tienen a la señora Klotz, que es más mala aún que él, y a un montón de pequeños Klotz, que corren detrás de ellos por las escaleras gritando que los franceses son todos tontos, todos tontos. Afortunadamente, cuando mi madre viene a verme los domingos, me trae siempre provisiones, y como todos ellos son muy glotones, estoy bastante bien visto en la casa.
Uno al que compadezco de todo corazón, por ejemplo, es Gaspard Hénin. Éste también duerme en la pequeña habitación de la buhardilla. Hace dos años que es huérfano y que su tío el molinero, para deshacerse de él, lo metió en la escuela directamente. Cuando llegó, era un chico robusto de diez años que parecían quince, acostumbrado a correr y jugar al aire libre todo el día, sin sospechar siquiera que se aprendía a leer. Por lo que, en los primeros días, no hacía sino llorar y sollozar como un perro amarrado; era muy bueno pese a eso, y con unos ojos dulces como los de una chica. A fuerza de paciencia, el señor Hamel, nuestro antiguo maestro, había conseguido domesticarlo y cuando tenía algún recado que hacer por los alrededores, enviaba a Gaspard que se sentía feliz de verse al aire libre, de mojarse en los arroyos y de atrapar una insolación sobre su rostro curtido. Con el señor Klotz todo ha cambiado.
El pobre Gaspard, al que tanto le había costado iniciarse en el francés, no ha podido aprender ni una sola palabra de alemán. Pasa horas enteras con la misma declinación y, por sus cejas fruncidas, se nota más obstinación y cólera que atención. A cada lección, la escena se repite: «¡Gaspard Hénin, levántese!» Hénin se levanta enfurruñado, se balancea por encima del pupitre y vuelve a sentarse sin decir palabra. Entonces el maestro le pega y la señora Klotz le deja sin comer. Pero eso no le hace aprender más deprisa. Con frecuencia, por la noche, cuando subimos a la pequeña habitación, yo le digo: «No llores, Gaspard, haz como yo. Aprende a leer en alemán, puesto que estas gentes son los más fuertes.» Pero él me responde: «No, no quiero… quiero irme, quiero volver a mi casa.» Es su idea fija.
La languidez de los comienzos le había vuelto más fuerte aún y, por la mañana, al amanecer, cuando lo veía sentado sobre su cama, con los ojos fijos, comprendía que estaba pensando en el molino que se despertaba a esa hora, y en la hermosa agua corriente en la que había jugado durante toda su vida de niño. Aquellas cosas lo llamaban desde lejos, y la brutalidad del maestro no hacía sino empujarlo aún más rápido hacia su casa y convertirlo por completo en un salvaje. A veces, después de los garrotazos, al ver sus ojos azules oscurecerse de ira, yo me decía que si estuviera en el lugar del señor Klotz sentiría miedo de aquella mirada. Pero ese diablo de Klotz no tiene miedo de nada. Tras los golpes, el hambre; también ha inventado la cárcel, y Gaspard ya no sale casi nunca. Sin embargo, el domingo último, como no había tomado el aire desde hacía dos meses, lo llevaron con nosotros al prado comunal, en las afueras del pueblo.
Hacía un tiempo excelente y nosotros corríamos con todas las ganas en grandes partidas de escondite, felices de sentir el viento frío, que nos hacía pensar en la nieve y en los juegos sobre el hielo. Como siempre, Gaspard permanecía apartado en la linde del bosque, removiendo las hojas, cortando ramas, y jugando solo. En el momento de ponerse en fila para volver, Gaspard no estaba. Lo buscan, lo llaman. Se había escapado. Había que ver la cólera del señor Klotz. Su grueso rostro estaba púrpura, su lengua se enredaba en blasfemias alemanas. Los contentos éramos nosotros. Entonces, después de haber enviado a la mayoría de vuelta al pueblo, tomó con él a dos de los mayores, a otro y a mí, y ahí nos tienen camino del molino de Hénin. Anochecía. Había por todas partes casas cerradas, caldeadas por un buen fuego y una buena comida de domingo, un hilillo de luz se deslizaba hacia la carretera, y yo pensaba que a aquella hora debían estar muy bien a la mesa y al abrigo.
En casa de los Hénin el molino estaba parado, la empalizada cerrada, todo el mundo de vuelta, las personas y los animales. Cuando el mozo vino a abrirnos, los caballos, las ovejas se removieron sobre la paja; y sobre los palos del gallinero hubo grandes revoloteos de alas y gritos de miedo como si todos aquellos animales hubieran reconocido al señor Klotz. Las personas del molino estaban comiendo en la cocina, una gran cocina bien caldeada, bien iluminada y reluciente, desde las pesas del reloj hasta los calderos. Entre el molinero y su mujer, Gaspard, sentado en el extremo de la mesa, tenía el semblante despejado de un niño feliz, mimado, acariciado.
Para justificar su presencia, había inventado no sé qué fiesta del archiduque, unas vacaciones prusianas, y estaban festejando su llegada. Cuando vio al señor Klotz, el desgraciado miró a su alrededor, buscando una puerta abierta para escaparse; pero la gruesa mano del maestro se apoyó en su hombro y, en un minuto, el tío fue informado de la escapada. Gaspard tenía la cabeza erguida, sin la expresión avergonzada del escolar cogido en falta. Entonces, él, que normalmente hablaba muy poco, recuperó de repente la lengua: «¡Muy bien, sí, me he escapado! No quiero volver a la escuela. No quiero aprender alemán, una lengua de saqueadores y de asesinos. Quiero hablar francés como mi padre y mi madre.» Temblaba, estaba terrible.
«¡Cállate, Gaspard!… » le decía el tío; pero nada podía detenerlo. «Está bien… Déjelo… Vendremos a buscarlo con los gendarmes… » Y el señor Klotz reía tontamente. Había un gran cuchillo sobre la mesa; Gaspard lo agarró con un gesto terrible que hizo retroceder al maestro: «¡Muy bien! ¡traiga a sus gendarmes!»
Entonces el tío Hénin, que empezaba a sentir miedo, se abalanzó sobre su sobrino, le arrancó el cuchillo de las manos, y luego vi algo horroroso. Como Gaspard seguía gritando: «¡No iré! ¡no iré!» lo ataron fuertemente. El infortunado mordía, echaba espuma por la boca, llamaba a su tía que había subido al piso temblorosa y llorando. Luego, mientras preparaban la carreta de bancos, el tío nos invitó a comer. Yo no tenía hambre, ¡ya imaginan!; pero el señor Klotz se puso a devorar y mientras tanto, el molinero le pedía excusas por las injurias que Gaspard había dicho de él y de Su Majestad el emperador de Alemania. ¡Lo que es tener miedo de los gendarmes!
¡Qué regreso más triste! Tendido al fondo de la carreta sobre una capa de paja, como un cordero enfermo, Gaspard ya no decía ni palabra. Creí que se había quedado dormido, fatigado por tanta rabia y tantas lágrimas; pensé que debía tener mucho frío, con la cabeza descubierta y sin abrigo como estaba; pero no me atreví a decir nada por miedo al maestro. La lluvia era fina.
El señor Klotz, con un gorro forrado de piel hasta las orejas, azotaba al caballo canturreando. El viento hacía danzar la luz de las estrellas y avanzábamos, avanzábamos por la carretera blanca y helada. Estábamos ya lejos del molino. Ya no se oía casi el ruido de la esclusa, cuando una voz débil, llorosa, suplicante, se elevó de repente del fondo de la carreta, una voz que decía en nuestro dialecto de Alsacia: «Losso mi fort gen, herr Klotz… Déjeme marcharme, señor Klotz.» Era algo tan triste de oír que las lágrimas me acudieron a los ojos. El señor Klotz, por su parte, sonreía aviesamente y seguía cantando mientras azotaba al animal.
Al cabo de unos minutos, la voz volvió a repetir: «Losso mi fort gen, herr Klotz» siempre con el mismo tono, suavizado y como automático. ¡Pobre Gaspard! Habríase dicho que estaba recitando una oración.
Por fin, la carreta se detuvo. Habíamos llegado. La señora Klotz esperaba ante la escuela con un farol, y estaba tan enfadada con Gaspard Hénin, que tenía ganas de pegarle. Pero el prusiano se lo impidió, diciendo con su sonrisa perversa: «Mañana le ajustaremos las cuentas… Basta por hoy.» ¡Oh! sí, el desgraciado chico tenía suficiente por hoy. Sus dientes castañeteaban, temblaba de fiebre. Hubo que subirlo a su cama. Creo que aquella noche yo también tuve fiebre; todo el tiempo sentía el traqueteo de la carreta y oía a mi pobre amigo decir con voz suave: «¡Déjeme irme, señor Klotz!»
Y es que con este terrible prusiano no hay excusas que valgan. No se puede decir. «Le he ayudado a mi madre a llevar la ropa al lavadero… Mi padre me ha llevado con él al mercado». El señor Klotz no quiere escuchar nada. Se diría que para ese miserable extranjero no tenemos casa, ni familia; que vinimos al mundo siendo ya escolares, con los libros bajo el brazo, listos para aprender alemán y recibir garrotazos. ¡Ah! yo recibí una buena dosis al comienzo. ¡Nuestra serrería está tan lejos de la escuela, y tarda tanto en amanecer en invierno! Finalmente, como volvía siempre por la tarde con manchas rojas en los dedos, en la espalda, en todas partes, mi padre se decidió a dejarme interno, pero me costó mucho acostumbrarme.
Y es que los internos, además de al señor Klotz, tienen a la señora Klotz, que es más mala aún que él, y a un montón de pequeños Klotz, que corren detrás de ellos por las escaleras gritando que los franceses son todos tontos, todos tontos. Afortunadamente, cuando mi madre viene a verme los domingos, me trae siempre provisiones, y como todos ellos son muy glotones, estoy bastante bien visto en la casa.
Uno al que compadezco de todo corazón, por ejemplo, es Gaspard Hénin. Éste también duerme en la pequeña habitación de la buhardilla. Hace dos años que es huérfano y que su tío el molinero, para deshacerse de él, lo metió en la escuela directamente. Cuando llegó, era un chico robusto de diez años que parecían quince, acostumbrado a correr y jugar al aire libre todo el día, sin sospechar siquiera que se aprendía a leer. Por lo que, en los primeros días, no hacía sino llorar y sollozar como un perro amarrado; era muy bueno pese a eso, y con unos ojos dulces como los de una chica. A fuerza de paciencia, el señor Hamel, nuestro antiguo maestro, había conseguido domesticarlo y cuando tenía algún recado que hacer por los alrededores, enviaba a Gaspard que se sentía feliz de verse al aire libre, de mojarse en los arroyos y de atrapar una insolación sobre su rostro curtido. Con el señor Klotz todo ha cambiado.
El pobre Gaspard, al que tanto le había costado iniciarse en el francés, no ha podido aprender ni una sola palabra de alemán. Pasa horas enteras con la misma declinación y, por sus cejas fruncidas, se nota más obstinación y cólera que atención. A cada lección, la escena se repite: «¡Gaspard Hénin, levántese!» Hénin se levanta enfurruñado, se balancea por encima del pupitre y vuelve a sentarse sin decir palabra. Entonces el maestro le pega y la señora Klotz le deja sin comer. Pero eso no le hace aprender más deprisa. Con frecuencia, por la noche, cuando subimos a la pequeña habitación, yo le digo: «No llores, Gaspard, haz como yo. Aprende a leer en alemán, puesto que estas gentes son los más fuertes.» Pero él me responde: «No, no quiero… quiero irme, quiero volver a mi casa.» Es su idea fija.
La languidez de los comienzos le había vuelto más fuerte aún y, por la mañana, al amanecer, cuando lo veía sentado sobre su cama, con los ojos fijos, comprendía que estaba pensando en el molino que se despertaba a esa hora, y en la hermosa agua corriente en la que había jugado durante toda su vida de niño. Aquellas cosas lo llamaban desde lejos, y la brutalidad del maestro no hacía sino empujarlo aún más rápido hacia su casa y convertirlo por completo en un salvaje. A veces, después de los garrotazos, al ver sus ojos azules oscurecerse de ira, yo me decía que si estuviera en el lugar del señor Klotz sentiría miedo de aquella mirada. Pero ese diablo de Klotz no tiene miedo de nada. Tras los golpes, el hambre; también ha inventado la cárcel, y Gaspard ya no sale casi nunca. Sin embargo, el domingo último, como no había tomado el aire desde hacía dos meses, lo llevaron con nosotros al prado comunal, en las afueras del pueblo.
Hacía un tiempo excelente y nosotros corríamos con todas las ganas en grandes partidas de escondite, felices de sentir el viento frío, que nos hacía pensar en la nieve y en los juegos sobre el hielo. Como siempre, Gaspard permanecía apartado en la linde del bosque, removiendo las hojas, cortando ramas, y jugando solo. En el momento de ponerse en fila para volver, Gaspard no estaba. Lo buscan, lo llaman. Se había escapado. Había que ver la cólera del señor Klotz. Su grueso rostro estaba púrpura, su lengua se enredaba en blasfemias alemanas. Los contentos éramos nosotros. Entonces, después de haber enviado a la mayoría de vuelta al pueblo, tomó con él a dos de los mayores, a otro y a mí, y ahí nos tienen camino del molino de Hénin. Anochecía. Había por todas partes casas cerradas, caldeadas por un buen fuego y una buena comida de domingo, un hilillo de luz se deslizaba hacia la carretera, y yo pensaba que a aquella hora debían estar muy bien a la mesa y al abrigo.
En casa de los Hénin el molino estaba parado, la empalizada cerrada, todo el mundo de vuelta, las personas y los animales. Cuando el mozo vino a abrirnos, los caballos, las ovejas se removieron sobre la paja; y sobre los palos del gallinero hubo grandes revoloteos de alas y gritos de miedo como si todos aquellos animales hubieran reconocido al señor Klotz. Las personas del molino estaban comiendo en la cocina, una gran cocina bien caldeada, bien iluminada y reluciente, desde las pesas del reloj hasta los calderos. Entre el molinero y su mujer, Gaspard, sentado en el extremo de la mesa, tenía el semblante despejado de un niño feliz, mimado, acariciado.
Para justificar su presencia, había inventado no sé qué fiesta del archiduque, unas vacaciones prusianas, y estaban festejando su llegada. Cuando vio al señor Klotz, el desgraciado miró a su alrededor, buscando una puerta abierta para escaparse; pero la gruesa mano del maestro se apoyó en su hombro y, en un minuto, el tío fue informado de la escapada. Gaspard tenía la cabeza erguida, sin la expresión avergonzada del escolar cogido en falta. Entonces, él, que normalmente hablaba muy poco, recuperó de repente la lengua: «¡Muy bien, sí, me he escapado! No quiero volver a la escuela. No quiero aprender alemán, una lengua de saqueadores y de asesinos. Quiero hablar francés como mi padre y mi madre.» Temblaba, estaba terrible.
«¡Cállate, Gaspard!… » le decía el tío; pero nada podía detenerlo. «Está bien… Déjelo… Vendremos a buscarlo con los gendarmes… » Y el señor Klotz reía tontamente. Había un gran cuchillo sobre la mesa; Gaspard lo agarró con un gesto terrible que hizo retroceder al maestro: «¡Muy bien! ¡traiga a sus gendarmes!»
Entonces el tío Hénin, que empezaba a sentir miedo, se abalanzó sobre su sobrino, le arrancó el cuchillo de las manos, y luego vi algo horroroso. Como Gaspard seguía gritando: «¡No iré! ¡no iré!» lo ataron fuertemente. El infortunado mordía, echaba espuma por la boca, llamaba a su tía que había subido al piso temblorosa y llorando. Luego, mientras preparaban la carreta de bancos, el tío nos invitó a comer. Yo no tenía hambre, ¡ya imaginan!; pero el señor Klotz se puso a devorar y mientras tanto, el molinero le pedía excusas por las injurias que Gaspard había dicho de él y de Su Majestad el emperador de Alemania. ¡Lo que es tener miedo de los gendarmes!
¡Qué regreso más triste! Tendido al fondo de la carreta sobre una capa de paja, como un cordero enfermo, Gaspard ya no decía ni palabra. Creí que se había quedado dormido, fatigado por tanta rabia y tantas lágrimas; pensé que debía tener mucho frío, con la cabeza descubierta y sin abrigo como estaba; pero no me atreví a decir nada por miedo al maestro. La lluvia era fina.
El señor Klotz, con un gorro forrado de piel hasta las orejas, azotaba al caballo canturreando. El viento hacía danzar la luz de las estrellas y avanzábamos, avanzábamos por la carretera blanca y helada. Estábamos ya lejos del molino. Ya no se oía casi el ruido de la esclusa, cuando una voz débil, llorosa, suplicante, se elevó de repente del fondo de la carreta, una voz que decía en nuestro dialecto de Alsacia: «Losso mi fort gen, herr Klotz… Déjeme marcharme, señor Klotz.» Era algo tan triste de oír que las lágrimas me acudieron a los ojos. El señor Klotz, por su parte, sonreía aviesamente y seguía cantando mientras azotaba al animal.
Al cabo de unos minutos, la voz volvió a repetir: «Losso mi fort gen, herr Klotz» siempre con el mismo tono, suavizado y como automático. ¡Pobre Gaspard! Habríase dicho que estaba recitando una oración.
Por fin, la carreta se detuvo. Habíamos llegado. La señora Klotz esperaba ante la escuela con un farol, y estaba tan enfadada con Gaspard Hénin, que tenía ganas de pegarle. Pero el prusiano se lo impidió, diciendo con su sonrisa perversa: «Mañana le ajustaremos las cuentas… Basta por hoy.» ¡Oh! sí, el desgraciado chico tenía suficiente por hoy. Sus dientes castañeteaban, temblaba de fiebre. Hubo que subirlo a su cama. Creo que aquella noche yo también tuve fiebre; todo el tiempo sentía el traqueteo de la carreta y oía a mi pobre amigo decir con voz suave: «¡Déjeme irme, señor Klotz!»