miércoles, 6 de enero de 2016

Bachmann.

Bachmann.

No hace mucho tiempo apareció en los periódicos una breve mención de que el otrora famoso pianista y compositor Bachmann había muerto olvidado del mundo en la aldea suiza de Marival, en el asilo de Santa Angélica. La noticia me trajo a la mente la historia de la mujer que le amó. Me la contó el empresario Sack. Hela aquí.
Madame Perov conoció a Bachmann unos diez años antes de su muerte. En aquellos días, el pálpito dorado de aquella música profunda y delirante que él componía empezaba ya a conservarse en soporte de cera, pero todavía podía escucharse en directo en las salas de conciertos más famosas del mundo. Bueno, una noche, una de esas noches de otoño de un azul límpido en las que se teme más a la vejez que a la muerte, madame Perov recibió una nota de una amiga. Decía: «Quiero presentarte a Bachmann. Vendrá a mi casa esta noche después del concierto. No dejes de venir».
Me imagino nítidamente sus movimientos, cómo se puso un traje negro escotado, y unas gotas de perfume en el cuello y la espalda, tomó su abanico y su bastón con puntera de turquesas, y se contempló con una última mirada en las profundidades de un gran espejo de tres cuerpos, para luego hundirse en una ensoñación que se prolongaría a lo largo del camino que mediaba hasta llegar a casa de su amiga. Sabía que no era guapa y que además estaba excesivamente delgada y que tenía una piel tan pálida que casi parecía enfermiza; y sin embargo, esta mujer madura, ajada, con el rostro de una madonna que no acaba de serlo, resultaba atractiva precisamente en razón de aquellas cosas de las que se avergonzaba: la palidez de su cutis, y una cojera apenas perceptible, que la obligaba a llevar un bastón. Su marido, un hombre de negocios astuto y enérgico, estaba de viaje. Sack no le conocía personalmente.
Cuando madame Perov entró en el salón, recoleto y violeta, en el que su amiga, una dama corpulenta y ruidosa con una diadema de amatista, revoloteaba con ahínco entre un invitado y otro, su atención se vio inmediatamente prendida de un hombre alto, de rostro afeitado y ligeramente empolvado que se apoyaba con negligencia en la cola del piano y que entretenía con sus historias a tres damas que se apretaban junto a él. Las colas de su levita estaban rematadas con una seda especialmente gruesa y mientras hablaba, no paraba de retirarse de la cara su mata de brillante pelo negro mientras inflaba las aletas de su nariz blanca y con un puente bastante elegante. Había en toda su figura algo brillante, benevolente y también desagradable.
—¡La acústica era horrible! —decía, encogiendo los hombros—. Todo el mundo parecía estar resfriado. Ya saben lo que pasa: en cuanto una persona tose, hay otro y otro que le siguen, y el concierto de toses está servido —sonrió, echando la melena hacia atrás—. ¡Como perros que ladraran por la noche en cualquier pueblo!
Madame Perov se acercó, apoyándose ligeramente en su bastón, y dijo lo primero que le vino a la cabeza..
—¿Estará cansado después de su concierto, señor Bachmann?
Se inclinó, muy halagado.
—Se trata de un pequeño error, madame. Me llamo Sack. Yo soy tan sólo el empresario de nuestro Maestro.
Las tres damas se echaron a reír. Madame Perov perdió la compostura, pero también rió. Sólo conocía de oídas el increíble virtuosismo de Bachmann, y nunca había visto una foto suya. En aquel momento, la anfitriona se acercó, la saludó y con un mínimo movimiento en su mirada, como si estuviera comunicando un secreto, le indicó el fondo de la sala, mientras murmuraba: «Está allí…, mira».
Y sólo entonces vio a Bachmann. Se mantenía un poco apartado del resto de los invitados. Estaba de pie, con las piernas cortas, que llevaba embutidas en unos pantalones negros holgados, separadas y bien ancladas en el suelo, y leía un periódico. Se había acercado la página toda arrugada a la mínima distancia de los ojos y movía los labios al leer como hacen los que son casi analfabetos. Era bajo y se estaba quedando calvo, salvo por un humilde mechón de pelo que cruzaba su calva de lado a lado. Llevaba un cuello almidonado que parecía que le estaba grande. Sin apartar los ojos del periódico se tocó la bragueta distraídamente con un dedo y sus labios empezaron a moverse con mayor concentración todavía. Tenía un mentón muy divertido, pequeño, redondo y azul que le hacía parecerse a un erizo de mar.
—No se sorprenda —dijo Sack—, es un bárbaro en el sentido literal de la palabra… tan pronto como llega a una fiesta coge algo y se pone a leer.
De repente, Bachmann notó que todos le miraban. Giró lentamente la cabeza y enarcando sus tupidas cejas, sonrió con una sonrisa maravillosa, tímida, que rompió su rostro en mil arrugas suaves.
La anfitriona se acercó corriendo hasta él.
—Maestro —dijo—, permítame que le presente a otra admiradora suya.
Él extendió una mano fláccida y húmeda.
—Encantado, de verdad, encantado.
Y de nuevo se quedó inmerso en su periódico.
Madame Perov se retiró. Unas manchas rosadas aparecieron en sus mejillas. El alegre vaivén de su abanico, con destellos de azabache, agitaba los rizos rubios de sus sienes. Más tarde Sack me dijo que en aquella primera noche ella le había parecido una mujer extraordinariamente temperamental, como él decía, una mujer extraordinariamente tensa, a pesar de sus labios naturales y sin pintar y de su peinado severo.
—Esos dos estaban hechos el uno para el otro —me confió con un suspiro—. En cuanto a Bachmann, es un caso desesperado, un hombre carente por completo de inteligencia. Y además, bebía, sabe usted. La noche en que se conocieron, tuve que llevármelo por la fuerza. De pronto, pidió coñac, lo cual no era lo que habíamos convenido, de ningún modo. En realidad, le habíamos suplicado: «No bebas en los próximos cinco días, sólo en estos cinco días», tenía cinco conciertos programados, sabe usted. «Es un contrato, Bachmann, no te olvides.» ¡Imagínese, un amigo poeta llegó a escribir un artículo en una revista de humor en el que hacía un juego de palabras en torno a «andar a cuatro patas» e «irse por patas»! Literalmente, estábamos en las últimas. Y además, sabe usted, era un tipo excéntrico, caprichoso y muy sucio. Un individuo absolutamente anormal. Pero cómo tocaba…
Y, sin decir palabra, Sack se sacudió la melena y puso los ojos en blanco.
Mientras Sack y yo mirábamos los recortes de periódico pegados en un álbum pesado como un ataúd, me convencí de que fue precisamente entonces, en los días aquellos en que se produjo el primer encuentro de Bachmann con madame Perov, cuando comenzó la fama real, internacional —¡pero también transitoria!— de esa persona tan peculiar. Cuándo y cómo se hicieron amantes, no lo sabe nadie. Pero después de aquella velada en la casa de su amiga, ella empezó a asistir a todos los conciertos de Bachmann, en cualquier ciudad en que tuvieran lugar. Siempre se sentaba en la primera fila, muy erguida, bien peinada, con un traje negro y escotado. Alguien la denominó la Madonna Coja.
Bachmann entraba en el escenario a paso rápido, como si estuviera escapándose de un enemigo o simplemente de unas manos molestas. Ignorando a la audiencia, corría hasta el piano, se inclinaba sobre el taburete redondo y empezaba a dar vueltas con dulzura al disco redondo de madera del asiento, buscando una especie de nivel matemáticamente preciso. Y mientras se empleaba en ello, arrullaba al asiento dulcemente pero con apremio, hablándole en tres lenguas distintas. Y, durante un buen rato, seguía entretenido en esta maniobra. Los ingleses lo encontraban conmovedor, los franceses, divertido, y los alemanes enojoso. Cuando por fin hallaba el nivel adecuado, Bachmann hacía como una pequeña caricia al asiento y se sentaba, buscando los pedales con las suelas de sus viejos zapatos de charol. Entonces sacaba un gran pañuelo sucio y, mientras se limpiaba meticulosamente las manos con él, examinaba la primera fila de butacas con una mirada maliciosa aunque tímida. Finalmente imponía sus manos con suavidad sobre las teclas. De repente, sin embargo, un músculo debajo del ojo hacía un movimiento imperceptible; y chasqueando la lengua, se bajaba del asiento y comenzaba de nuevo a ajustar dulcemente el disco que chirriaba a cada vuelta.
Sack piensa que cuando volvió a casa después de oír a Bachmann por primera vez, madame Perov se sentó junto a la ventana y se quedó allí quieta hasta la madrugada, sin dejar de suspirar y sonreír. Insiste en que nunca antes había tocado Bachmann con tanta belleza, con tal frenesí, y que, a partir de entonces, con cada concierto, su sonido se volvía más bello todavía, todavía más apasionado. Con una maestría incomparable, Bachmann convocaba y resolvía las distintas voces del contrapunto, conseguía que cuerdas disonantes provocaran una impresión de armonías maravillosas y, en su Triple fuga, perseguía el tema, jugando con él apasionadamente, con gracia, como si fuera un gato en pos de un ratón: fingía que lo había dejado escapar para, de repente, con un destello furtivo de regocijo, inclinarse sobre las teclas, hasta alcanzarlo con un salto de triunfo. Luego, cuando acababa su contrato con aquella ciudad, desaparecía durante varios días y se perdía en una borrachera continua.
Los habituales de las pequeñas tabernas de reputación dudosa, que arden venenosas entre la niebla de los suburbios lúgubres, veían a un pequeño hombre corpulento con el pelo en desorden sobre la calva y ojos húmedos como heridas, que siempre elegía un rincón apartado, pero que se prestaba a invitar a una copa a quienquiera que fuera a importunarle. Un viejo afilador de pianos, ya en plena decadencia, que había bebido con él en varias ocasiones, decidió que tenía que ser su colega, ya que Bachmann, cuando estaba borracho, tamborileaba sobre la mesa con sus dedos, y con un hilo de voz muy aguda cantaba en tono de LA sin desafinar lo más mínimo. A veces, una prostituta aplicada de afilados pómulos se lo llevaba a su casa. A veces arrancaba el violín al violinista de la taberna, lo destrozaba a pisotones y como castigo recibía una paliza. Se mezclaba con jugadores, marineros, atletas a los que alguna hernia les había dejado en dique seco, así como con el gremio entero de ladronzuelos corteses y tranquilos.
Sack y madame Perov lo buscaban durante noches enteras. Es verdad que Sack sólo lo hacía cuando era absolutamente necesario ponerlo en forma para algún concierto. A veces lo encontraban, y, a veces, sucio, sin cuello, con ojeras, aparecía en casa de madame Perov motu proprio; la dama, dulce y silenciosa, le metía en la cama, y dejaba pasar dos o tres días antes de telefonear a Sack para decirle que había encontrado a Bachmann.
Combinaba una especie de timidez misteriosa con la insolencia de un chaval maleducado. Apenas hablaba a madame Perov. Cuando ella se lo reprochaba y trataba de asir sus dedos, él se apartaba y la golpeaba en las manos con gritos estridentes como si el más mínimo contacto le causara un dolor impaciente, y se metía bajo la manta a sollozar durante un buen rato. Sack se presentaba entonces y decía que había llegado el momento de partir en dirección a Roma o a Londres y se llevaba a Bachmann consigo.
Su extraña relación duró tres años. Cuando finalmente un Bachmann más o menos reanimado se presentaba ante su público, madame Perov se encontraba invariablemente sentada en su butaca de la primera fila. En los viajes largos ocupaban habitaciones contiguas. Madame Perov vio a su marido varias veces durante este período. Por descontado, él, como todo el mundo, sabía de su pasión enfebrecida y fiel, pero no interfería para nada y llevaba su propia vida.
—Bachmann convirtió su existencia en un tormento —repetía Sack—. Es incomprensible cómo pudo amarle. ¡El misterio del corazón femenino! En una ocasión, cuando estaban juntos en casa de alguien, vi con mis propios ojos cómo el Maestro le enseñaba los dientes, como un mono, y ¿sabe por qué? Porque ella quería arreglarle la corbata. Pero en aquellos días, el genio habitaba en sus dedos cuando tocaba. De aquel período son su Sinfonía en Re menor y algunas de sus fugas más complejas. Nadie le vio componerlas. La más interesante es la denominada Fuga dorada. ¿La ha oído usted? Su desarrollo temático es absolutamente original. Pero le estaba contando sus caprichos y su creciente locura. Bien, así es como ocurrió. Pasaron tres años y entonces una noche, en Munich, donde tenía que dar un concierto…
Y a medida que Sack llegaba al final de su historia, iba apretando sus ojos con más tristeza y con más fuerza.
Parece que la noche en que llegó a Munich, Bachmann se escapó del hotel donde solía alojarse con madame Perov. Quedaban tres días para el concierto y Sack, como es natural, estaba prácticamente histérico. No había manera de encontrar a Bachmann. Era a finales de otoño y llovía mucho. Madame Perov cogió un catarro y tuvo que guardar cama. Sack, con dos detectives, siguió rastreando los bares.
El día del concierto la policía telefoneó para decir que Bachmann había sido localizado. Le habían encontrado en la calle por la noche y había dormido en la estación. Sin decir palabra, Sack le llevó desde la comisaría al teatro, lo entregó como si fuera un objeto a sus ayudantes y se fue al hotel a por el frac de Bachmann. A través de la puerta, le contó a madame Perov lo que había pasado. Luego, volvió al teatro.
Bachmann, con su sombrero negro hundido hasta las cejas, estaba sentado en su camerino, tamborileando con tristeza sobre la mesa con un solo dedo. La gente hablaba preocupada a su alrededor. Una hora más tarde, el público empezó a ocupar sus asientos en el auditorio. El escenario blanco y muy iluminado, adornado a cada lado con los cañones del órgano, el reluciente piano negro, con la cola levantada, y la humilde seta que constituía el asiento…, todo ello esperaba en su perezosa solemnidad a un hombre de manos suaves y húmedas, que en un momento podía despertar un huracán de sonidos en el piano, en el escenario y en la enorme sala de conciertos, donde, como gusanos pálidos, los hombros de las mujeres y las calvas de los hombres se movían y brillaban.
Y, finalmente, Bachmann entró trotando en el escenario. Sin prestar la más mínima atención al trueno de bienvenida que se inició como un cono compacto para disolverse después en aplausos dispersos, cada vez más débiles, empezó a hacer girar el disco del asiento, arrullándolo ávidamente y, tras acariciarlo, se sentó al piano. Mientras se limpiaba las manos, miró hacia la primera fila con su sonrisa tímida. Abruptamente, su sonrisa se desvaneció y Bachmann hizo una mueca. El pañuelo cayó al suelo. Su mirada atenta resbaló una vez más por la hilera de rostros y tropezó, por así decir, con la butaca vacía del centro. Bachmann cerró el piano de un golpe, se levantó, caminó hasta el mismo borde del escenario, y poniendo los ojos en blanco y levantando los brazos como una bailarina de ballet, ejecutó dos o tres pasos ridículos. El público se quedó de piedra. De los asientos posteriores surgió un conato de risa. Bachmann se detuvo, dijo algo que nadie oyó y, a continuación, con un gesto arrogante y teatral, enseñó la minga a todos los presentes.
—Ocurrió tan de repente —continuó Sack— que no me dio tiempo a llegar para hacer algo. Me tropecé con él cuando, tras el figo que no la fuga, abandonaba ya el escenario. Le pregunté: «Bachmann, ¿adonde vas?». Y él pronunció una obscenidad y desapareció en el camerino.
Y entonces el propio Sack salió a escena, en medio de un torrente de ira y de júbilo. Alzó la mano, consiguió imponer un cierto silencio, y les prometió solemnemente que el concierto tendría lugar. Al entrar en el camerino se encontró a Bachmann sentado como si no hubiera pasado nada, moviendo los labios mientras leía el programa.
Sack miró a los allí presentes, y enarcando las cejas significativamente, corrió al teléfono y llamó a madame Perov. Durante un tiempo no obtuvo respuesta; finalmente oyó un click y luego su débil voz.
—Venga al momento —farfulló Sack, golpeando el listín telefónico con la mano—. Bachmann se niega a tocar sin usted. ¡Es un escándalo terrible! El público está empezando a… ¿Qué? ¿Qué es eso?… Sí, sí, ya le digo que se niega. ¿Hola? ¡Maldita sea! ¡Se ha cortado…!
Madame Perov estaba peor. El médico, que la había visitado dos veces aquel día, había mirado con consternación el mercurio que tanto había subido en la roja escalera de su tubo de cristal. Al colgar el teléfono —lo tenía al pie de la cama—, probablemente sonrió feliz. Trémula e insegura todavía al andar, empezó a vestirse. Un dolor insoportable hendía su pecho, pero la felicidad la llamaba a través de la niebla y el murmullo de la fiebre. Me imagino que, por alguna razón, al ponerse las medias, la seda se le quedaba enroscada en los dedos de sus pies helados. Se arregló el cabello lo mejor que pudo, se arropó con un abrigo de piel marrón y salió con su bastón en la mano. Dijo al portero que llamara un taxi. La acera negra brillaba. La manecilla de la puerta del coche estaba mojada y fría como el hielo. Durante todo su viaje, aquella vaga sonrisa de felicidad debió de permanecer en sus labios, y el sonido del motor y el susurro de las ruedas se mezclaron con el cálido ruido de su mente. Cuando llegó al teatro, vio masas de gente que abrían sus paraguas airadas al ser vomitadas a la calle. Faltó poco para que la derribaran, pero consiguió abrirse paso entre la multitud. En el camerino, Sack se paseaba de un lado a otro sin parar, llevándose la mano tanto a la mejilla izquierda como a la derecha.
—¡Yo tenía un ataque de auténtica rabia! —continuó—. Mientras luchaba con el teléfono, el Maestro se escapó. Dijo que iba al servicio, y se nos escapó. Cuando llegó madame Perov salté enfadado contra ella, ¿por qué no estaba como siempre en el teatro? Entiéndame, ni me paré a pensar en el hecho de que estuviera enferma. Y ella me preguntó: «¿Pero entonces, ahora está en el hotel? Si es así, nos cruzamos en el camino». Yo estaba fuera de mí y grité: «Al diablo con los hoteles… estará en algún bar. ¡Algún bar! ¡Algún bar!». Y ya lo dejé estar y me fui corriendo. Tenía que prestar auxilio al hombre de la taquilla.
Y madame Perov, temblando y sin dejar de sonreír, se fue a buscar a Bachmann. Sabía más o menos dónde buscarle, y fue allí, a aquel oscuro y espantoso barrio donde la llevó un chofer atónito. Cuando llegó a la calle donde, según Sack, Bachmann había sido encontrado la noche anterior, despidió el coche, y apoyándose en su bastón, empezó a caminar por el piso irregular de la acera, bajo los rayos escorados de una lluvia negra. Entró en todos los bares, uno por uno. Las ráfagas de música estridente la ensordecían y los hombres la miraban con insolencia. Entraba en cada taberna y lo buscaba entre el humo y los colores chillones y vertiginosos y volvía a salir a los latigazos de la noche. Muy pronto empezó a pensar que no hacía más que entrar una y otra vez en el mismo bar y una desesperada debilidad comenzó a descender sobre sus hombros. Caminaba, cojeando y emitiendo unos gemidos apenas audibles, aferrando la empuñadura turquesa de su bastón con su mano helada. Un policía que llevaba cierto tiempo observándola, se acercó hasta ella lentamente, con aire profesional le preguntó dónde vivía y, a continuación, con firmeza pero con amabilidad la llevó hasta un coche de caballos que hacía servicio de noche. En las tinieblas malolientes y crujientes del coche, se quedó dormida y cuando despertó, se encontró con que la puerta estaba abierta y el cochero, con su capa de hule brillante, le daba golpecitos en el hombro con la punta de su fusta. Al encontrarse en el cálido pasillo del hotel, se vio invadida por un sentimiento de completa indiferencia por todo y por todos. Abrió de un golpe la puerta de su habitación y entró. Bachmann estaba en su cama, descalzo y en camisón, con una manta de cuadros en rebujo sobre los hombros. Tamborileaba con dos dedos en el mármol de la mesilla, mientras que con la otra mano garabateaba unos signos en un papel de música, con un lapicero de mina indeleble. Estaba tan absorto en lo que hacía que no se dio cuenta de que se había abierto la puerta. Ella dejó escapar un «ach» suave, como un gemido. Bachmann se asustó. La manta comenzó a deslizarse de sus hombros.
Creo que ésta fue la única noche feliz en la vida de madame Perov. Creo que esos dos, el músico medio loco y la mujer moribunda, encontraron aquella noche palabras que los más grandes poetas nunca han llegado a soñar. Cuando Sack, indignado, llegó al hotel a la mañana siguiente, Bachmann estaba allí sentado con una sonrisa extática y silenciosa, contemplando a madame Perov, que estaba tendida a lo ancho de la cama, inconsciente bajo la manta de cuadros. No había manera de saber lo que Bachmann pensaba mientras contemplaba el rostro ardiente de su amante y escuchaba su respiración espasmódica; probablemente, interpretaba a su manera la agitación de su cuerpo, la agitación y la fiebre, una enfermedad terminal ni siquiera le pasaba por la imaginación. Sack llamó al doctor. Al principio Bachmann les miró con desconfianza, con una sonrisa tímida; pero luego cogió al doctor por el cuello, se echó atrás para coger carrerilla, se dio un golpe en la frente y empezó a dar vueltas y más vueltas, rechinando los dientes. Ella murió aquel mismo día, sin recobrar la conciencia. La expresión de felicidad nunca abandonó su rostro. En la mesilla Sack encontró una hoja de papel toda arrugada, pero nadie fue capaz de descifrar los puntos violeta de música desperdigados por el papel.
—Me lo llevé inmediatamente de allí—continuó Sack—. Temía lo que pudiera suceder cuando llegara el marido, ya me entiende. El pobre Bachmann estaba fláccido como una muñeca de trapo y no paraba de meterse los dedos en los oídos. No dejaba de gritar como si alguien le estuviera haciendo cosquillas. «¡Parad de hacer ese ruido! ¡Ya vale, ya vale de música!» No puedo concebir qué es lo que le produjo semejante shock: entre nosotros, nunca amó a aquella desgraciada mujer. En cualquier caso, ella terminó con él. Después del funeral Bachmann desapareció sin dejar huella. Todavía se encuentra su nombre, de vez en cuando, en los anuncios de las casas de piano, pero, en términos generales, está completamente olvidado. Seis años más tarde el destino nos volvió a reunir. Por un instante, tan sólo. Yo esperaba un tren en una pequeña estación suiza. Era una tarde espléndida, recuerdo. Yo no estaba solo. Sí, una mujer… pero ése es otro libreto. Y entonces, no se lo creerá, veo un grupo de gente que se arremolina en torno a un hombre bajito que lleva un abrigo negro todo raído y un sombrero también negro. Metía una moneda en una pianola y no dejaba de llorar desconsoladamente. Metía otra moneda, escuchaba la melodía enlatada y lloraba. Y entonces, el rollo de la pianola, o lo que fuera, se rompió. Se puso a golpear la máquina, y a llorar aún más efusivamente, luego, desistió de su empresa y se fue. Lo reconocí inmediatamente, pero, como comprenderá, yo no estaba solo. Estaba con una dama, y había gente por allí, que miraban boquiabiertos. Hubiera resultado extraño acercarme a él y decirle: «Wiegeht’s dir, Bachmann?».


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