martes, 12 de enero de 2016

Batir de alas.

Batir de alas.

1.
Cuando la punta curva de un esquí se cruza con la otra, uno cae hacia delante. La nieve se le mete por las mangas, le escalda la piel y no resulta fácil volver a ponerse en pie. Kern, que hacía mucho tiempo que no esquiaba, empezó a sudar con el esfuerzo. Un poco mareado, se quitó de un tirón el gorro de lana que le hacía sentir un picor en las orejas y se limpió con él la nieve húmeda que le había quedado prendida en las pestañas.
Todo era alegría y azul delante del hotel de seis pisos. Los árboles se elevaban incorpóreos en el resplandor del ambiente. Las huellas de innumerables esquís cubrían como una melena de cabellos oscuros el dorso de las colinas nevadas. Y, envolviéndolo todo, una gigantesca blancura se precipitaba hacia el cielo y brillaba, libre, en el firmamento.
Los esquís de Kern crujían mientras trataba de remontar la pendiente. Al observar la fortaleza de sus hombros, su perfil aquilino, y el brillo robusto de sus pómulos, la joven inglesa que había conocido el día anterior, al tercer día de su llegada, le había tomado por un compatriota. Isabel, Isabel la Voladora, como la habían bautizado una pandilla de jóvenes morenos y delgados, de tipo argentino que corrían a todas partes detrás de ella: al salón de baile del hotel, por las escaleras, por las nevadas pendientes en un ballet de polvo brillante. Su aspecto era impetuoso y deportista, tenía una boca tan roja que parecía que el Creador hubiera extraído de la tierra un puñado de tórrido carmín y se lo hubiera pasado por la parte inferior del rostro. En sus ojos chispeantes había un apunte de risa. En su pelo negro y brillante como el satén se erguía una peineta española, tiesa como una ola e hincada en una onda profunda de su pelo. Así era como Kern la había visto ayer, a la puerta de su habitación, la treinta y cinco, cuando el timbre ligeramente sordo del gong la convocó a cenar. Y el hecho de que fueran vecinos, y que el número de la habitación de la joven coincidiera exactamente con el de los años que él tenía en ese momento, así como la circunstancia de que ella estuviera sentada frente a él en la gran table d’hôte, tan alta, vivaracha, con un traje negro escotado, y una estola de seda negra en su cuello desnudo, todo esto le pareció a Kern tan significativo que le abrió una fisura en la aburrida melancolía que le llevaba sofocando durante los últimos seis meses.
Fue Isabel quien le abordó, pero él no se mostró sorprendido. En este inmenso hotel que resplandecía, aislado, en una grieta entre las montañas, la vida palpitaba ligera y un poco achispada después de los años muertos de la guerra. Además, a ella, a Isabel, nada le estaba prohibido, ni el seductor juego de pestañas, ni la melodía de risa en su voz, cuando decía, alcanzándole el cenicero a Kern: «Creo que usted y yo somos los únicos ingleses aquí», para luego acercársele hasta casi tocarle con su hombro translúcido tan sólo sujeto por una cinta negra, y añadir: «Sin contar, claro está, a una media docena de ancianas y a aquel personaje sentado más allá con el cuello vuelto del revés».
Kern contestó: «Está equivocada. Yo no tengo patria. Es verdad que he pasado una serie de años en Londres. Además…».
A la mañana siguiente, tras seis meses de apatía completa, sintió de nuevo inesperadamente el placer de entrar en el cono ensordecedor de una ducha fría como el hielo. A las nueve, después de un desayuno copioso y prudente, salió haciendo crujir con sus esquís la arena rojiza que habían esparcido sobre el resplandor desnudo del camino delante de la terraza del hotel. Cuando hubo subido por la pendiente nevada, haciendo espiga, como hacen los buenos esquiadores, allí, entre pantalones de cuadros y rostros rubicundos, estaba Isabel.
Ella le saludó a la inglesa —se limitó a concederle un asomo de sonrisa. Los esquís de Isabel irradiaban un dorado color oliva. La nieve se agarraba a las intrincadas fijaciones que le sujetaban los pies. Había una cierta energía poco femenina en sus pies y en sus piernas, bien proporcionadas a pesar de las rudas botas y las polainas que las envolvían y apretaban. Una sombra púrpura se deslizó tras ella por la superficie crujiente, cuando con las manos desenfadadamente enfundadas en los bolsillos de su chaqueta de cuero, con el esquí izquierdo ligeramente avanzado, se lanzó ladera abajo, cada vez más rápido, con la bufanda al viento entre chorros de nieve en polvo. De pronto, a toda velocidad, hizo un giro con una rodilla muy flexionada, se volvió a estirar, y se lanzó pendiente abajo, dejando atrás los abetos y la pista de patinaje turquesa. Un par de jóvenes abrigados con jerseys de vivos colores y un famoso deportista sueco con cara de terracota y cabello incoloro, peinado hacia atrás, fueron tras ella a toda velocidad.
Un poco más tarde, Kern se la volvió a encontrar, cerca de una pista azulada por la que se deslizaba la gente con un débil chasquido, bocabajo en sus trineos chatos como si fueran ranas velludas. Con un destello de sus esquís, Isabel desapareció tras un montículo de nieve, y cuando Kern, avergonzado de sus torpes movimientos, la alcanzó en una vaguada entre heladas ramas de plata, ella le saludó con un gesto de los dedos, se dio impulso con sus esquís y desapareció de nuevo. Kern se detuvo un momento entre las sombras violetas, y de repente sintió una bocanada de aquel miedo al silencio que tan bien conocía. El encaje de las ramas en el aire esmaltado tenía la frialdad de un cuento de terror. Los árboles, las intrincadas sombras, sus propios esquís, todo parecía participar extrañamente de una calidad como de juguete. Se dio cuenta de que estaba cansado, de que tenía una ampolla en el talón y, tras agarrarse a unas ramas para ayudarse a dar la vuelta, inició el retorno. Los patinadores se deslizaban mecánicamente por el suave turquesa de la pista. En la ladera nevada, el Sueco de terracota ayudaba a levantarse a un tipo larguirucho, todo cubierto de nieve, con gafas de montura de concha, que estaba caído entre el polvo resplandeciente como si fuera un torpe pájaro. Como un ala que se hubiera desprendido, un esquí que se le había soltado del pie se deslizaba colina abajo.
En su habitación, Kern se cambió y al oír el hueco sonido del gong, llamó al timbre y pidió rosbif frío, unas uvas y una botella de Chianti.
Tenía un dolor persistente en la espalda y en los muslos.
Quién le mandaba a él perseguirla, pensó. Un hombre se pone un par de tablas en los pies y procede a saborear la ley de la gravedad. Ridículo.
Hacia las cuatro bajó al amplio salón de lectura, donde la chimenea exhalaba un calor naranja y una serie de gente invisible reposaba, oculta tras sus periódicos, en unos inmensos sillones de piel, con las piernas extendidas que surgían debajo de un lugar de nadie hecho de letra impresa. Sobre una larga mesa de roble había un montón de revistas desordenadas, llenas de anuncios de perfumería, de chicas de cabaret y de chisteras parlamentarias. Kern cogió un ejemplar algo estropeado del Tatler de junio anterior y durante largo rato estuvo examinando la sonrisa de la mujer que durante siete años había sido su esposa. Recordó su rostro muerto, convertido en algo
Tan frío y tan duro, y algunas cartas que había encontrado en una pequeña caja.
Dejó a un lado la revista, y la uña chirrió contra el brillo de la página.
Luego, echó a andar con esfuerzo, dando bocanadas a su pipa, hasta llegar a la enorme terraza cubierta, donde tocaba una orquesta helada y la gente bebía un té muy fuerte, arropada con bufandas de vivos colores, dispuesta a salir de nuevo corriendo al frío, a las pistas que brillaban con insistente luz trémula a través de los grandes ventanales. Con ojos escrutadores, recorrió la terraza con la mirada. La mirada curiosa de alguien le traspasó como cuando una aguja alcanza el nervio de una muela. Abandonó el lugar de inmediato.
Entró en la sala de billar, empujando con el hombro la puerta de roble que cedió a su paso y se encontró a Monfiori, un tipo bajo, pálido y de pelo rojo que sólo respetaba la Biblia y las carambolas de billar, que se inclinaba sobre el tapete verde, moviendo su taco, apuntando a una bola. Kern lo acababa de conocer y el hombre le abrumó con citas de las Sagradas Escrituras. Dijo que estaba escribiendo un libro importante en el que demostraba que, si analizamos el Libro de Job de una cierta manera, entonces… Pero Kern dejó de escucharle, porque su atención quedó repentinamente prendida en las orejas de su interlocutor, puntiagudas, llenas de polvo de color canario, con una pelusilla rojiza en las puntas.
Las bolas chocaron y se dispersaron. Enarcando las cejas, Monfiori le invitó a jugar. Tenía unos ojos melancólicos, ligeramente bulbosos, cabrunos…
Kern ya había aceptado, e incluso había frotado un poco de tiza en la punta de su taco, pero de repente sintió una ola de hastío tremendo que le provocó un inmenso dolor de estómago y un estrépito en sus oídos, y entonces dijo que le dolía el codo, luego contempló al pasar por una ventana el brillo azucarado de los montes, y volvió a la sala de lectura.
Allí, con las piernas cruzadas y aguantándose el daño que le hacía uno de sus zapatos de charol, volvió a examinar la fotografía gris perla, los ojos infantiles y los sombreados labios de la belleza londinense que había sido su mujer. La primera noche después de su suicidio, siguió a una mujer que le sonrió en una esquina en la noche de niebla y se vengó de Dios, del amor, y del destino.
Y ahora venía Isabel con aquella herida roja de su boca. Si uno pudiera…
Apretó los dientes y los músculos de su poderosa mandíbula se tensaron. Toda su vida anterior parecía una inestable hilera de biombos de colores tras los que se había escudado para protegerse de las corrientes cósmicas. Isabel no era sino el último panel, el más brillante, de su biombo. ¡Cuántos jirones de seda como éste había tenido y cuántos había tratado de colgar contra el agujero negro y voraz! Viajes, libros encuadernados con exquisitez y siete años de un éxtasis de amor. Estos jirones se mecían al compás del viento de fuera, se rasgaban, se caían uno a uno. El vacío no se puede ocultar, el abismo respira y lo succiona todo. Esto lo comprendió cuando el detective con sus guantes de cabritilla…
Kern sintió como una sacudida y le pareció que una pálida joven de cejas rosas le estuviera mirando escondida tras una revista. Cogió un Times de la mesa y abrió sus gigantescas páginas. El papel se interponía como una sábana contra el abismo. La gente se inventa crímenes, museos, juegos, sólo para escapar del desconocido y vertiginoso firmamento. Y ahora, esta Isabel…
Dejó a un lado el periódico, se llevó a la frente su puño enorme y de nuevo sintió la mirada de alguien fija en su persona. Entonces salió despacio de la habitación, esquivando las piernas lectoras, por delante de la mandíbula abierta y naranja de la chimenea. Se perdió por los pasillos ruidosos, y se encontró inesperadamente en un salón donde las patas blancas y curvas de las butacas se reflejaban en el parquet del suelo, y donde colgaba un gran cuadro de Guillermo Tell haciendo blanco en la manzana que su hijo sostenía en la cabeza; a continuación examinó con detenimiento la tristeza de su rostro recién afeitado, las venillas rojas de sus ojos, su pajarita de cuadros, en un cuarto de baño resplandeciente donde el agua borboteaba musicalmente y una colilla dorada abandonada por alguien flotaba en el fondo de porcelana.
Al otro lado de los ventanales, las nieves comenzaban a empañarse y a volverse azules. El cielo se iluminaba con delicadas tonalidades. Los batientes de la puerta giratoria que conducía al estruendoso vestíbulo centelleaban lentos a medida que daban entrada a las nubes de vapor que acompañaban a los esquiadores, que llegaban sin resuello y con rostros arrebolados, fatigados de sus juegos nevados. Las escaleras respiraban con cada pisada, con cada grito y con cada risotada. Luego, el hotel se quedó en silencio: todo el mundo se vestía para la cena.
Kern, que se había quedado vagamente adormecido en el sillón de su habitación a la luz del crepúsculo, se despertó con las vibraciones del gong. Feliz con su renovada energía, encendió las luces, se puso los gemelos en una camisa limpia y recién almidonada sacó un par de pantalones negros del ropero. Cinco minutos más tarde, ya mucho más ligero y seguro de sí mismo al comprobar su atuendo, el pelo firme y peinado en su cabeza, el más mínimo detalle de su ropa perfectamente planchada, bajó al comedor.
Isabel no estaba allí. Sirvieron la sopa, a continuación el pescado, pero ella seguía sin aparecer.
Kern examinaba con repugnancia a aquellos jóvenes bronceados y mates, el rostro aladrillado de una mujer mayor que se había pintado una peca para disimular un grano, a un hombre con ojos de cabra, y dejó que su mirada melancólica se posara en una pequeña pirámide espiral de jacintos que surgía de una maceta verde.
Ella no se dignó aparecer hasta que, en el salón que presidía Guillermo Tell, comenzaron a aullar y a retumbar los instrumentos de una banda de negros.
Olía al frío del aire y a perfume. Su pelo parecía mojado. Había algo en su rostro que le dejó pasmado.
Le dedicó una gran sonrisa y se arregló la cinta negra que cruzaba sus hombros transparentes.
—Acabo de llegar. Apenas he tenido tiempo de cambiarme y tomarme un sandwich a toda prisa.
Kern le preguntó:
—¿No me dirá que ha estado esquiando todo este tiempo? Pero si está completamente oscuro allí fuera.
Ella le dedicó una intensa mirada, y Kern se dio cuenta entonces de lo que le había chocado en ella: sus ojos, que brillaban centelleantes como si los cubriera el polvo del hielo.
Isabel comenzó a resbalar planeando como una paloma por las vocales del inglés:
—Desde luego. Ha sido extraordinario. Me he lanzado como un rayo por las pendientes en la oscuridad, he volado por encima de los badenes. He llegado hasta las estrellas.
—Podía haberse matado —dijo Kern.
Y ella, entrecerrando la suavidad de sus ojos, repitió:
—Hasta las estrellas —y añadió, con un destello en el hombro—, pero ahora quiero bailar.
La banda de músicos negros gritaba y aullaba en el vestíbulo. Unas linternas japonesas flotaban llenas de color. De puntillas, alternando los pasos cortos con otros largos y detenidos, sus manos juntas, Kern avanzaba de la mano de Isabel, sus cuerpos juntos. Un paso más, y la maravillosa pierna de aquella mujer se pegaría a su cuerpo, otro más, y ella se le entregaría sin resistencia. La frescura fragante de su pelo le hacía cosquillas en la sien, y sentía, bajo la hoja de su mano, las curvas sinuosas y flexibles de su espalda desnuda. En silencio, entraba en los quiebros de la música, para a continuación deslizarse de compás en compás… En su entorno flotaban los rostros intensos de parejas de rasgos angulosos con miradas perversamente ausentes. Y el patrón de un ritmo primitivo puntuaba sobre el sonido opaco de las cuerdas.
La música se aceleró, creció en volumen y se interrumpió con estrépito. Todo se detuvo. Y entonces estalló el aplauso, pidiendo más de lo mismo. Pero los músicos habían decidido tomarse un descanso.
Kern sacó un pañuelo de la manga y se limpió el sudor, antes de seguir a Isabel, quien, con un leve golpe de su abanico negro, se dirigía ya hacia la puerta. Se sentaron uno junto a otro en unas grandes escaleras.
Sin mirarle, ella le dijo:
—Lo siento… tenía la sensación de que todavía estaba entre la nieve y las estrellas. Ni siquiera me di cuenta de si bailaba bien.
Kern la miró como si no la oyera, como si de verdad ella estuviera inmersa en sus brillantes pensamientos, pensamientos desconocidos para él.
Unos escalones más abajo, un joven vestido con una chaqueta muy estrecha descansaba acompañado de una joven muy delgada con una marca de nacimiento en la espalda. Cuando la música volvió a sonar de nuevo, el joven invitó a Isabel a bailar un Boston. Kern tuvo que bailar con la joven flaca. Olía a lavanda ligeramente amarga. En el salón de baile los remolinos de serpentinas de colores se enredaban en torno a los bailarines. Uno de los músicos llevaba un bigote blanco, postizo y, por alguna razón, Kern sintió vergüenza ajena. Cuando acabó aquella pieza, abandonó a su pareja y se fue corriendo en busca de Isabel. No estaba por ninguna parte… ni en el bufé, ni en la escalera.
Claro, ya era hora de irse a dormir, pensó Kern conciso.
De nuevo en su habitación retiró la cubierta de la cama antes de acostarse y, sin pensar, se puso a contemplar la noche. Las ventanas se reflejaban en la oscuridad de la nieve delante del hotel. En la distancia, las cumbres metálicas flotaban en un resplandor fúnebre.
Tuvo la sensación de que había estado contemplando la muerte. Cerró las cortinas de tal modo que no pudiera entrar ni el más mínimo rayo de la noche en la habitación. Pero cuando apagó la luz y se tumbó, notó un destello en el filo de un estante de cristal. Se levantó y se entretuvo arreglando las cortinas junto a la ventana, maldiciendo las salpicaduras de la luz de la luna. El suelo estaba frío como el mármol.
Cuando por fin Kern se soltó el cordón del pijama y cerró los ojos, las laderas y pendientes empezaron a desfilar vertiginosas bajo sus pies. En su corazón comenzó un golpeteo intenso, como si a lo largo del día se hubiera esforzado en silenciarlo y ahora quisiera aprovecharse del silencio reinante. Empezó a asustarse a medida que escuchaba este golpeteo. Se acordó de cómo, hace mucho tiempo, en un día de mucho viento, al pasar con su mujer por delante de una carnicería, una res muerta se balanceó en su gancho golpeando en la pared con un ruido sordo. Esa misma era la sensación que ahora se había aposentado en su corazón. Su mujer, mientras tanto, había entrecerrado los ojos contra el viento y se sujetaba el sombrero, mientras decía que el viento y el mar la estaban volviendo loca, que tenían que irse, tenían que irse…
Kern se dio la vuelta, con cuidado, para que no le explotara el pecho con aquellos golpes internos.
—No puedo seguir así —murmuró a la almohada, doblando las piernas desolado. Se quedó quieto, tumbado de espaldas y mirando al techo, a los pálidos destellos que habían penetrado en la habitación, tan cortantes como sus costillas.
Cuando cerró los ojos de nuevo, unas chispas silenciosas comenzaron a deslizarse delante de él, y luego dieron paso a espirales transparentes que se iban desenrollando sin cesar. Los ojos de nieve de Isabel y también su ardiente boca destellaron a su paso, y luego, de nuevo volvieron las chispas y las espirales. Por un momento su corazón se contrajo en un nudo lacerante. Luego, se relajó y dio un fuerte latido.
No puedo seguir así, me voy a volver loco. Sin futuro, nada más que un muro negro. No queda nada.
Tenía la impresión de que las serpentinas de colores se iban deslizando por su rostro, crujiendo y rasgándose en jirones estrechos. De que las linternas japonesas circulaban en ondas de colores por el parquet. Y él mismo estaba bailando, avanzando un poco más.
Si tan sólo pudiera aflojarla, abrirla… Luego…
Y la muerte le pareció un sueño que planeaba, una caída complaciente. Sin pensamientos, sin palpitaciones, sin dolor.
Los rayos de luna que formaban vigas en el techo se habían desplazado imperceptiblemente. Unos pasos cruzaron silenciosos el pasillo, en algún lugar chirrió una cerradura, se oyó un débil zumbido; y de nuevo, pasos, el murmullo y el susurro de los pasos.
Eso quiere decir que el baile ha terminado, pensó Kern. Le dio la vuelta a su almohada para ventilarla.
Ahora, todo era un inmenso silencio que gradualmente iba adquiriendo tonos gélidos. Sólo se movía su corazón, tenso y pesado. Kern tanteó la mesilla, localizó la jarra de agua, y bebió un trago directamente del pico de la jarra. Un chorro helado le escaldó el cuello y la clavícula.
Empezó a pensar en métodos para conciliar el sueño. Se imaginó unas olas que se montaban rítmicamente hacia la orilla de la costa. Y luego unas ovejas grises y gordas que muy despacio iban saltando y cayendo por una cerca. Una oveja, dos, tres…
Isabel está durmiendo en la puerta de al lado, pensó Kern. Isabel está despierta, y lleva probablemente un pijama amarillo. El amarillo le sienta bien. Un color español. Si rascara con las uñas la pared me oiría. Malditas palpitaciones…
Se quedó dormido justo en el momento en que había empezado a decidir si valía o no la pena encender la luz y ponerse a leer un rato. Tengo una novela francesa ahí encima del sillón. El cuchillo de marfil se desliza cortando las páginas. Una, dos…
Se despertó en mitad de la habitación; le despertó una sensación de terror insoportable. El terror le había hecho saltar de la cama. Había estado soñando que la pared contra la que se apoyaba su cama empezaba a derrumbarse despacio sobre su cuerpo, y había saltado como una exhalación para librarse del desplome.
Kern encontró el cabecero al tacto y habría vuelto a la cama inmediatamente de no haber sido por el ruido que oyó a través de la pared. De momento no sabía muy bien de dónde procedía el ruido, y la misma acción de escuchar con atención hizo que su conciencia, presta a deslizarse por las pendientes del sueño, recobrara abruptamente la lucidez. El ruido se produjo de nuevo: un tañido vibrante, seguido por la rica sonoridad de las cuerdas de una guitarra.
Kern recordó que era Isabel la que ocupaba la habitación vecina. Y de pronto, como si respondiera a sus pensamientos, llegó hasta él una carcajada de su risa. Dos veces, tres, la guitarra sonó, vibrante; luego calló. A continuación se oyó un extraño ladrido, intermitente. Luego, cesó.
Sentado en su cama, Kern escuchaba maravillado. Se imaginó una escena pintoresca: Isabel con una guitarra y un inmenso gran danés mirándola con ojos beatíficos. Apoyó el oído contra la pared helada. De nuevo el ladrido, la guitarra que sonaba como si le hubieran propinado un capirotazo y luego empezó a oírse un susurro ondulante como si un gran viento se arremolinara allí mismo, en el cuarto de al lado. El susurro se fue convirtiendo en un silbido y de nuevo la noche se llenó de silencio. Finalmente se oyó un golpe de la ventana contra el marco: Isabel la había cerrado.
Una chica incansable, pensó —el perro, la guitarra, las corrientes heladas.
Ahora todo estaba en silencio. Probablemente, Isabel, tras haber expulsado todos aquellos ruidos de su cuarto, se había ido a la cama y ahora ya dormía.
—¡Maldita sea! No entiendo nada. No tengo ni la más mínima pista. ¡Maldita sea! ¡Maldita! —se lamentaba Kern, enterrándose en la almohada. Una pesada fatiga le atenazaba las sienes. Le dolían las piernas y sentía un picor insoportable. Gimió en la oscuridad durante largo rato, sin parar de dar vueltas. Los rayos del techo hacía tiempo que habían desaparecido.
2.
Al día siguiente Isabel no apareció hasta la hora del almuerzo.
Desde por la mañana el cielo había estado deslumbrantemente blanco y el sol se había mostrado con la forma y claridad de la luna. Luego la nieve comenzó a caer, despacio y verticalmente. Los densos copos, como topos que decoraran un velo blanco, enmarcaban en su caída la vista de las montañas, los abetos cargados de nieve, el apagado turquesa de la pista de patinaje. Las suaves y sordas partículas de nieve crujían en susurro contra los cristales de la ventana, mientras caían y caían y no dejaban de caer. Si uno se las quedaba mirando durante un rato, tenía la impresión de que todo el hotel había empezado una lenta ascensión hacia las alturas.
—Estaba tan cansada ayer —le decía Isabel a su vecino de mesa, un joven de amplia frente color oliva y ojos penetrantes—, tan cansada que decidí quedarme hasta muy tarde en la cama.
—Hoy estás guapísima —dijo cansinamente el joven, con una cortesía que resultaba exótica.
Ella hizo un gesto de desprecio.
Mirándola a través de los jacintos, Kern le dijo fríamente:
—No sabía, Isabel, que tuviera en su habitación un perro, ni tampoco una guitarra.
Sus suaves ojos parecieron encerrarse en sí mismos como defendiéndose de un cierto sentimiento de vergüenza. Pero al momento su expresión se rompió en una sonrisa, toda ella carmín y marfil.
—Ayer por la noche, Kern, se excedió usted en la pista de baile —contestó. El joven oliváceo y el tipo bajito que sólo respetaba la Biblia y el billar se rieron, el primero con una risa abierta y cordial, y el segundo como en sordina, y con una expresión de sorpresa en su mirada.
Kern dijo frunciendo el ceño.
—Le pediría que no tocara la guitarra por la noche. Me cuesta mucho dormirme.
Isabel le abofeteó la cara con una mirada desafiante, lúcida.
—Sería mejor que se lo pidiera a sus sueños, no a mí.
Y empezó a hablar con su vecino de mesa acerca del campeonato de esquí que iba a tener lugar al día siguiente.
En los últimos minutos Kern había sentido que sus labios, incontrolados, se estiraban hasta adoptar una mueca involuntaria de sarcasmo. Las comisuras de su boca se crisparon con dolor, y de repente sintió ganas de tirar del mantel y de estampar los jacintos contra la pared.
Se levantó de la mesa tratando de ocultar el temor insoportable que le poseía, y, sin ver a nadie, salió de la habitación.
—¿Qué me está pasando? —se preguntó con angustia—. ¿Qué está pasando aquí?
Abrió de un golpe la maleta y empezó a hacer el equipaje. Inmediatamente se sintió mareado. Dejó lo que estaba haciendo y comenzó a pasear por el cuarto. Irritado, llenó la pipa. Se sentó en el sillón junto a la ventana, al otro lado de la cual la nieve seguía cayendo con nauseabunda regularidad.
Había venido a este hotel, a este elegante refugio invernal llamado Zermatt, para fundir la sensación de blanco silencio con el placer que le proporcionarían una serie de encuentros diversos y despreocupados, porque si en estos momentos temía algo, eso era la soledad absoluta. Pero ahora comprendía que los rostros humanos también le resultaban intolerables, que la nieve le trastornaba la mente, y que carecía de la genial vitalidad y de la tierna perseverancia sin las cuales la pasión es impotente. En cuanto a Isabel, probablemente, su vida consistía en una maravillosa carrera de esquí continua, en una risa impetuosa, en un perfume y también en el aire helado.
¿Quién es? ¿Una diva solar, que ha roto sus cadenas? ¿O la hija fugitiva de un lord arrogante y malhumorado? ¿O sencillamente, una de esas mujeres parisinas…? ¿Y de dónde procede su dinero? Un poco vulgar, sin embargo…
Pero, por mucho que diga, tiene un perro, y es inútil que ella lo niegue. Será un gran danés de pelo sedoso. Con orejas calientes y morro frío. Y sigue nevando, además, Kern pensó, casualmente. Y en mi maleta —y justo en ese momento, algo pareció abrirse, con un chasquido, en su cerebro— tengo una Parabellum.
Hasta la noche estuvo deambulando por el hotel, o dedicado al crujido seco de las páginas de los periódicos en el salón de lectura. Desde la ventana del vestíbulo vio a Isabel, al Sueco y a varios jóvenes con sus chaquetas sobre gruesos jerseys de rayas, que se montaban sobre un trineo con curvas de cisne. Los caballos ruanos hacían sonar sus arneses alegres. La nieve caía silenciosa y densa. Isabel, salpicada toda de pequeñas estrellas blancas, gritaba y se reía entre sus compañeros. Y cuando el trineo se puso en marcha con una sacudida y empezó a acelerar, ella se echó atrás, dando palmas en el aire con sus manos enguantadas en piel.
Kern se apartó de la ventana.
Sigue con tu juego, diviértete con tu paseo… Me es igual.
Luego, durante la cena, trató de no mirarla. Ella estaba dominada por una alegría festiva y un punto achispada, y no le hizo ningún caso. A las nueve, la música negra comenzó a gemir y a sonar con estrépito. Kern, en un estado de languidez enfermiza, se quedó de pie en el quicio de la puerta, contemplando las parejas agarradas y el abanico rizado de Isabel.
Una voz dulce le dijo al oído:
—¿Te apetece ir al bar?
Se volvió y vio los ojos de melancolía cabruna, las orejas con su pelusilla rojiza.
En la penumbra carmesí del bar, las mesas de cristal reflejaban los pliegues de las pantallas.
Había tres hombres sentados en los taburetes de la barra metálica, los tres con polainas, y las piernas recogidas, sorbiendo las pajas de tres bebidas de colores chillones. Detrás de la barra, donde botellas de distintos colores brillaban en las estanterías como una colección de escarabajos convexos, un hombre corpulento y sensual, con bigote negro, vestido con un esmoquin color cereza, mezclaba cócteles con una destreza extraordinaria. Kern y Monfiori eligieron una mesa escondida en las profundidades de terciopelo del bar. Un camarero les tendió una carta abierta con una larga lista de bebidas, reverente y cautelosamente, como si fuera un anticuario exhibiendo un libro raro.
—Vamos a tomar todos los cócteles, una copa de cada, copa tras copa —dijo Monfiori en su voz melancólica y ligeramente cavernosa—, y cuando lleguemos al final, volveremos a empezar eligiendo los que más nos hayan gustado. Quizá lleguemos a uno que nos guste mucho y nos detengamos saboreándolo durante un largo rato. Y luego, volveremos de nuevo al principio.
Le dirigió al camarero una mirada pensativa.
—-¿Está claro?
Y el camarero, o mejor, la raya de su pelo, se volcó en una inclinación.
—A eso se le llama la ronda de Baco —le dijo Monfiori a Kern con una risita lastimera—. Hay gente que aborda su vida diaria de la misma manera.
Kern contuvo un bostezo trémulo.
—Ya sabes que todo esto acaba por hacerte vomitar.
Monfiori suspiró, bebió un par de tragos, chasqueó los labios y marcó con un portaminas una X en la primera bebida de la lista. Dos surcos profundos corrían a lo largo de su rostro, desde las aletas de la nariz hasta su fina boca.
Después de su tercera copa, Kern encendió un cigarrillo en silencio. Después de su sexta copa —un brebaje de chocolate y champán demasiado dulce—, sintió la imperiosa necesidad de hablar.
Exhaló un megáfono de humo. Entornando los ojos, dio unos golpecitos a la ceniza de su cigarrillo con una uña amarillenta.
—Dime, Monfiori, ¿qué piensas de… de, cómo se llama, Isabel?
—No conseguirás nada con ella —contestó Monfiori—. Pertenece a una especie escurridiza. Todo lo que busca es un contacto fugaz.
—Pero toca la guitarra por la noche y se entretiene con su perro. Eso no está bien, ¿no crees? —dijo Kern, mirando su copa con ojos desencajados.
Con otro suspiro, Monfiori dijo:
—Por qué no te olvidas de ella. Después de todo…
—Eso me suena a envidia… —empezó a decir Kern.
El otro le interrumpió con suavidad:
—Es una mujer. Y yo, como ves, tengo otras inclinaciones —y aclarándose la garganta con una cierta modestia, marcó otra X en la carta.
Las copas de rubí fueron reemplazadas por otras doradas. Kern tenía la sensación de que la sangre se le estaba volviendo dulce. Una especie de bruma se le iba instalando en el cerebro. Las polainas blancas abandonaron el bar. Los ritmos y melodías de la distante música cesaron.
—Dices que hay que ser selectivo… —su voz era espesa y hablaba como con desmayo—, mientras que yo he llegado a un punto en que… Mira, por ejemplo, yo estuve casado una vez. Se enamoró de otro. Y resultó ser un ladrón. Robaba coches, collares, pieles… Y ella se quitó la vida. Con estricnina.
—¿Y crees en Dios? —le preguntó Monfiori con el aire de un hombre que por fin va a atacar su tema favorito—. Después de todo, Dios existe.
Kern se rió artificiosamente.
—El Dios de la Biblia… un vertebrado gaseoso… No soy creyente.
—Eso es de Huxley —observó insinuante Monfiori—. Y, sin embargo, hubo un Dios bíblico… Lo que pasa es que El no es el único; hay numerosos dioses bíblicos… Innumerables. Mi favorito es… «Estornudó y se hizo la luz. Sus ojos son como las pestañas de la aurora», ¿entiendes lo que esto quiere decir? ¿Lo entiendes? Y aún hay más: «… las partes carnales de su cuerpo están sólidamente conectadas, y no se moverán jamás». ¿Qué te parece? ¿Qué te parece? ¿Entiendes?
—Espera un segundo —gritó Kern.
—No, no, tienes que meditarlo. «¡Transforma el mar en un ungüento hirviente; deja tras de sí un rastro de resplandor; el abismo se asemeja a una mancha de cabello gris!»
—Espera, quieres esperar —le interrumpió Kern—. Quiero decirte que he decidido matarme…
Monfiori se le quedó mirando impertérrito, con atención, cubriendo su copa con la mano. Se quedó un rato en silencio.
—Justo lo que yo pensaba —comentó con inesperada amabilidad—. Esta noche, cuando estabas mirando cómo bailaba la gente, e incluso antes, cuando te levantaste de la mesa… Había algo en tu cara… Ese surco entre las cejas… Tan especial… Lo comprendí al momento… —se quedó callado, acariciando el borde de la mesa.
—Escucha lo que voy a decirte —continuó, cerrando sus pesados párpados violáceos cuyas pestañas parecían verrugas—. Voy por todas partes buscando a los que son como tú, en hoteles de lujo, en trenes, en lugares de veraneo, en los muelles de las grandes ciudades, por la noche —una sonrisa de ensueño burlón pasó fugazmente por sus labios.
—Me acuerdo que una vez en Florencia… —alzó sus ojos de liebre—. Escucha, Kern, me gustaría estar presente cuando lo hagas. ¿Te importaría?
Kern, en un golpe de desmayo y parálisis, sintió un escalofrío en el pecho bajo su camisa almidonada. Los dos estamos borrachos, fueron las palabras que cruzaron por su mente, y además este tipo es peligroso.
—¿Te importaría? —repitió Monfiori con una mueca—. Guapísimo, por favor (y le rozó con su manita velluda y pegajosa).
Kern dio un salto y tambaleándose inseguro se levantó de la silla.
—¡Vete al infierno! Déjame marchar… Estaba bromeando.
La mirada atenta de los ojos de sanguijuela de Monfiori no pestañeó, inmutable.
—¡Ya estoy harto de ti! ¡Estoy harto de todo! —Kern se fue corriendo, haciendo un gesto como si quisiera quitarse las salpicaduras de lodo con las manos. La mirada de Monfiori, como obedeciendo a un golpe seco, perdió su inmutabilidad.
—¡Basura! ¡Muñeca! ¡No son más que palabras! ¡Basta!
Se golpeó la cadera contra el filo de la mesa y se hizo daño. Aquel tipo gordo color de cereza que estaba detrás de la barra vacilante se ahuecó la pechera de la camisa y empezó a flotar, como en un espejo curvo, entre sus botellas. Kern atravesó las olas deslizantes de la alfombra, y empujó con el hombro la puerta de cristal.
El hotel estaba completamente dormido. Subió las alfombradas escaleras con dificultad y localizó su habitación. Alguien se había dejado la llave puesta en la puerta contigua. Se había olvidado de encerrarse. Las flores serpenteaban en la pálida luz del pasillo. Ya en su habitación pasó un buen rato buscando a tientas en la pared el interruptor de la luz. A continuación se desplomó en un sillón junto a la ventana.
Se le ocurrió entonces que tenía que escribir algunas cartas, cartas de despedida. Pero las bebidas almibaradas le habían debilitado. Tenía en los oídos un hueco clamor denso, y unas olas gélidas se derramaban por su frente. Tenía que escribir una carta y había algo más, algo que le preocupaba. Como si se hubiera marchado de casa sin la cartera. La negrura de espejo de la ventana le devolvía el reflejo de su cuello de rayas y de su frente pálida. Tenía que escribir aquella carta… no, ¡no era eso! De pronto, algo se encendió en los ojos de su mente. ¡La llave! La llave en la cerradura de la puerta de al lado…
Kern se levantó con esfuerzo y salió al pasillo débilmente iluminado. De la llave enorme colgaba una placa brillante con el número treinta y cinco. Se detuvo delante de aquella puerta blanca. Un temblor ávido agitaba sus piernas.
Un viento helado le azotó la frente. La ventana de la habitación, espaciosa y completamente iluminada estaba abierta de par en par. Y en la cama, vestida con un pijama amarillo escotado, estaba tumbada Isabel. Una mano pálida, con un cigarrillo encendido entre los dedos, colgaba a un lado de la cama. Se debía de haber quedado dormida sin darse cuenta.
Kern se acercó a la cama. Se golpeó la rodilla contra una silla y una guitarra soltó un débil tañido. El cabello azul de Isabel se extendía en círculos precisos sobre la almohada. Se quedó mirando sus oscuras pestañas, la sombra delicada entre sus pechos. Tocó la manta. Sus ojos se abrieron inmediatamente. Entonces, inclinándose suplicante como un jorobado, Kern le dijo: «Necesito tu amor. Mañana me voy a pegar un tiro».
Nunca hubiera soñado que una mujer, incluso sorprendida, pudiera asustarse tanto. De entrada, Isabel se quedó inmóvil, pero luego reaccionó como con una embestida y, sin apartar los ojos de la ventana abierta, se bajó al instante de la cama y pasó corriendo delante de Kern con la cabeza baja como si intentara esquivar un golpe.
La puerta se cerró de repente. Unas hojas de papel volaron de la mesa.
Kern se quedó de pie en medio de la gran habitación iluminada. En la mesilla unas uvas brillaban en oros y violetas.
—Está loca —dijo para que se le oyera.
Se estiró con cierto esfuerzo. Temblaba como un corcel de frío en un escalofrío prolongado. Luego, súbitamente, se quedó inmóvil y helado.
Al otro lado de la ventana, se acercaba una especie de alegre ladrido que iba hinchándose y creciendo en espasmos violentos. En un abrir y cerrar de ojos el cuadrado de negra noche del vano de la ventana se llenó y se inflamó en un tumulto de pieles sólidas y bulliciosas. Con un único y ruidoso movimiento aquel tosco pelaje ocultó por completo el cielo nocturno, enmarcado en la ventana. Al momento siguiente, aquello creció, se estiró, e irrumpió de través por la ventana, desplegándose luego. Y entre el ruido y la agitación de aquella maraña de pieles desplegadas se dejó ver el resplandor de un pálido rostro. Kern agarró la guitarra por el mástil y, con toda su fuerza, golpeó aquel rostro blanco que volaba ante sus ojos. Como si se tratara de una tempestad de pelo, la nervadura de un ala de aquel gigante le tumbó de un golpe al suelo. Estaba abrumado por el olor de aquel animal. Kern se levantó dando bandazos.
En el centro de la habitación había un ángel inmenso.
Ocupaba toda la habitación, todo el hotel, todo el mundo. Su ala derecha se había quebrado, y la apoyaba en ángulo contra el armario de luna. La izquierda no dejaba de mecerse imponente, enredándose en las patas de una butaca volcada en el suelo. La butaca se balanceaba, rítmicamente, en el suelo. El pelo pardo de las alas humeaba, irisado con la escarcha. Ensordecido por el golpe, el ángel se apoyaba en las palmas de sus manos como una esfinge. En sus manos blancas latían bien visibles e hinchadas unas venas azules, y en los hombros, junto a la clavícula se veían zonas de sombras. Sus ojos alargados y miopes, verde pálido como el aire que precede a la aurora, contemplaban a Kern sin pestañear desde el fondo de unas cejas unidas y absolutamente rectas.
Asfixiado con el penetrante olor a piel mojada, Kern se quedó de pie e inmóvil con la absoluta indiferencia que produce el terror límite, contemplando al gigante, sus alas humeantes y su rostro blanco.
Un ruido hueco comenzó a oírse al otro lado de la puerta, en el pasillo y Kern se vio dominado por una emoción distinta: una vergüenza desgarradora. Estaba avergonzado hasta el dolor, hasta el horror de pensar que en cualquier momento alguien pudiera llegar hasta allí y encontrarle con semejante criatura, tan absolutamente increíble.
Con un ruidoso jadeo el ángel se esforzó por moverse. Pero tenía los brazos débiles y se desplomó sobre el pecho. Una de sus alas dio unas cuantas sacudidas. Castañeteando, tratando de no mirar, Kern se inclinó sobre él, agarró aquella masa de piel maloliente y húmeda, sujetándola por los hombros pegajosos. Notó con un horror de náusea que los pies del ángel eran pálidos y no tenían huesos, y que le resultaría imposible mantenerse en pie. El ángel no se resistió. Kern, a toda prisa, lo empujó hacia el armario, abrió de par en par la puerta de luna y se dispuso a meter dentro aquellas alas, que crujían al verse apretadas en el fondo del armario. Las cogió por los nervios, tratando de doblarlas y meterlas dentro. Pero las alas pugnaban por desplegarse, y pelos y piel no dejaban de golpearle con sus aletazos en el pecho. Por fin consiguió cerrar la puerta de un buen golpe. En aquel instante se oyó un grito lacerante, insoportable, el grito de un animal aplastado por una rueda. Al cerrar la puerta de golpe había pillado un ala, eso era. Una puntita del ala sobresalía por una rendija. Kern abrió ligeramente la puerta y remetió la cuña sinuosa con su propia mano. Cerró con llave.
Todo se quedó muy tranquilo. Kern sintió que unas lágrimas ardientes le corrían por la cara. Respiró hondo y salió corriendo al pasillo. Isabel estaba junto a la pared, un montón de encogida seda negra. La recogió en sus brazos, la llevó a su habitación y la depositó en la cama. A continuación cogió la pesada Parabellum de su maleta, le quitó el seguro, salió corriendo casi sin respirar e irrumpió en la habitación treinta y cinco.
Las dos mitades de una fuente rota yacían, blancas, en la alfombra. Las uvas estaban esparcidas aquí y allá.
Kern se vio en el espejo del armario: un mechón de cabello sobre la ceja, una pechera de camisa almidonada y manchada de rojo, el destello alargado del cañón de su arma.
—Tengo que rematarlo —exclamó con voz apagada, y abrió el armario.
No había nada salvo una ráfaga, de pelusa maloliente. Unos grasientos mechones pardos se arremolinaban por el suelo de la habitación. El armario estaba vacío. En el suelo, una sombrerera blanca aplastada.
Kern se acercó a la ventana y miró. Unas nubéculas peludas se deslizaban contra la luna y proyectaban en su entorno apagados arco iris. Cerró los cajones, volvió a poner la butaca en su sitio, y empujó a patadas los mechones pardos bajo la cama. Luego, con cautela salió al pasillo. Estaba tan tranquilo como antes. La gente duerme como un tronco en los hoteles de montaña.
Y cuando volvió a su habitación lo que vio fue a Isabel con los pies desnudos colgando fuera de la cama, temblando, con la cabeza entre las manos. Sintió vergüenza, como unos minutos antes, cuando el ángel le estaba mirando con sus extraños ojos verdosos.
—-Dime ¿dónde está? —le preguntó Isabel con ansiedad.
Kern se dio la vuelta, fue hasta el escritorio, se sentó, abrió el secante y respondió:
—No lo sé.
Isabel encogió sus pies desnudos y los metió en la cama.
—¿Me puedo quedar aquí contigo? Estoy tan asustada…
Kern asintió en silencio. Dominando el temblor de su mano, empezó a escribir. Isabel comenzó a hablar de nuevo, con una voz apagada y agitada, pero por alguna razón Kern pensó que su miedo era un miedo femenino, terrenal.
—Lo conocí ayer cuando volaba en la noche sobre mis esquís. Ayer por la noche vino hasta mí.
Tratando de no escuchar lo que Isabel decía, Kern escribió con mano resuelta:
«Querido amigo, ésta será mi última carta. Nunca olvidaré cómo me ayudaste cuando el desastre cayó sobre mí. Probablemente él viva en el pico de alguna montaña donde caza águilas alpinas y se alimenta con su carne…»
Volviendo en sí, rompió lo que acababa de escribir y tomó otra hoja de papel. Isabel sollozaba con el rostro escondido en la almohada.
—¿Y qué voy a hacer ahora? Volverá y me perseguirá para vengarse… Oh, Dios mío…
«Mi querido amigo», escribió Kern deprisa, «ella buscó caricias inolvidables y ahora dará a luz a una pequeña bestia con alas…». ¡Maldita sea! Y arrugó la hoja que acababa de escribir.
—Trata de dormirte —se dirigió a Isabel por encima del hombro—. Y mañana vete. A un monasterio.
Y al oírlo Isabel se encogió de hombros. A continuación se quedó quieta y callada.
Kern escribía. Ante él sonreían los ojos de la única persona en el mundo con la que podía hablar con toda libertad o quedarse callado si así lo prefería. Le escribió a esa persona que la vida estaba acabada, que últimamente había empezado a pensar que, en lugar de un futuro, lo que se perfilaba, cada vez más próximo, era un muro negro, y que ahora había ocurrido algo terrible, tras lo cual un hombre no puede ni debe seguir viviendo. «Mañana, a las doce, moriré», escribió Kern, «mañana, porque quiero morir en pleno uso de mis facultades, a la sobria luz del día. Y ahora me encuentro en un estado de profundo shock».
Cuando hubo acabado se sentó en el sillón junto a la ventana. Isabel seguía durmiendo, su respiración apenas se oía. Un cansancio agobiante le atenazaba la espalda. El sueño descendió sobre él como la suave niebla.
3.
Le despertó un golpe en la puerta. Por la ventana se derramaba un azul de escarcha.
—Entre —dijo estirándose.
El camarero depositó silenciosamente una bandeja con una taza de té encima de la mesa y, con una inclinación, se retiró.
Riéndose de sí mismo, Kern pensó: «Y aquí sigo yo a estas horas con un esmoquin todo arrugado».
Y entonces, al momento, recordó lo que había sucedido durante la noche. Se puso a temblar y contempló la cama. Isabel se había ido. Debía haber vuelto a su habitación con la llegada de la mañana. Y a aquellas horas ya se habría ido, sin duda… Tuvo una visión fugaz de las derrotadas alas pardas. Se levantó deprisa y abrió la puerta del pasillo.
—Escuche —llamó al camarero que ya se iba dándole la espalda—. Tengo una carta para que la lleve al correo.
Fue al escritorio y empezó a buscar desordenadamente. El tipo le esperaba en la puerta. Kern comprobó sus bolsillos y miró debajo del sillón.
—Puede irse. Se la daré al conserje más tarde.
La raya del pelo se inclinó y la puerta se cerró con suavidad.
Kern estaba disgustado por haber perdido la carta. Aquella carta precisamente. Lo había formulado tan bien, tan sencilla y llanamente, todo lo que necesitaba ser dicho. Y ahora no podía recordar las palabras. Sólo le venían frases sin sentido. Sí, aquella carta había sido una obra maestra.
Empezó a escribir de nuevo, pero resultó fría y retórica. Selló la carta y copió la dirección con esmero.
Se sintió ligero, como aliviado. Se mataría de un tiro a las doce; después de todo, un hombre que ha decidido matarse es un dios.
La nieve azucarada resplandecía al otro lado de la ventana. Se sintió atraído por ella, por última vez.
Las sombras de los árboles cubiertos de escarcha reposaban sobre la nieve como plumas azules. Las campanillas de los trineos tintineaban en algún lugar, divertidas y densas. Había mucha gente, chicas con gorros de piel que se movían timoratas y torpes sobre sus esquís, jóvenes que exhalaban nubes de risa al llamarse los unos a los otros, gente madura, rubicunda con el esfuerzo, y algún vigoroso anciano de ojos azules que arrastraba un trineo cubierto de terciopelo. Kern pensó al pasar, por qué no darle al tipo un golpe en la cara, con el dorso de la mano, simplemente para divertirse, porque ahora todo estaba permitido. Rompió a reír. Hacía tiempo que no se sentía tan bien.
Todo el mundo se encaminaba a la zona donde acababa de empezar la competición de saltos. El lugar consistía en un descenso escarpado que a mitad de camino se transformaba en una plataforma nevada que se terminaba abruptamente, proyectándose en ángulo recto. Un esquiador se deslizó por la sección empinada y saltó al aire volando por la rampa que se proyectaba al aire azul. Volaba con los brazos extendidos, aterrizó de pie en la pista de nieve que se extendía bajo la rampa, y se deslizó por la misma. El Sueco acababa de romper su propio récord, y, más abajo, en un remolino de polvo de plata, hizo un brusco giro extendiendo una de sus piernas doblada.
Otros dos, con jerseys negros, pasaron a toda velocidad, saltaron y con la máxima flexibilidad golpearon el suelo.
—A continuación va a saltar Isabel —dijo una voz suave a espaldas de Kern. Kern pensó rápidamente, No me digas que todavía está aquí… Pero cómo puede… y se quedó mirando a la persona que había hablado. Era Monfiori. Con la chistera encajada en sus salientes orejas, y un pequeño abrigo negro con tiras de terciopelo ajado en el cuello, se destacaba divertido entre los espectadores vestidos de lana. ¿Debería decírselo?, pensó Kern.
Rechazó con asco las pardas alas malolientes; no debía pensar en eso.
Isabel subió la colina. Se volvió a decirle algo a su compañero, alegre, tan alegre como siempre. Esta alegría le produjo a Kern un sentimiento de miedo. Entrevió lo que parecía ser una fugaz visión momentánea de algo ahí encima de las nieves, encima del hotel de cristal, encima de la gente tan minúscula —un escalofrío, un resplandor trémulo…
—¿Y cómo te encuentras hoy? —preguntó Monfiori, frotándose las manos inertes.
Y justo en ese momento unas voces exclamaron junto a ellos: «¡Isabel!, ¡Isabel la Voladora!».
Kern volvió la cabeza. Venía lanzada por la empinada pendiente. Por un instante vio su rostro resplandeciente, sus relucientes pestañas. Con un suave silbido pasó rozando por el trampolín, voló y se quedó colgada inmóvil, crucificada en medio del aire. Y entonces…
Nadie, desde luego, podía haberlo esperado. En pleno vuelo Isabel se desplomó en un espasmo, cayó como si fuera una piedra, y empezó a rodar entre las ráfagas de nieve que producían sus esquís al dar tumbos.
Inmediatamente quedó oculta por las espaldas de la gente que corrió hacia ella. Kern se acercó lentamente, encorvado. Lo contempló vivido en su mente, como si lo hubieran escrito en grandes letras: venganza, batir de alas. El Sueco y el tipo larguirucho de gafas de montura de hueso se inclinaron sobre Isabel. Con gestos profesionales el hombre de las gafas palpaba su cuerpo sin vida. Murmuró: «No lo puedo entender, tiene la caja torácica aplastada…».
Alzó la cabeza tratando de verla. Sólo vislumbró fugazmente su rostro muerto, y aparentemente desnudo.
Kern se volvió con un crujido de talones y se encaminó a paso decidido hasta el hotel. Junto a él trotaba Monfiori, que se le adelantaba, queriéndole arrancar a hurtadillas lo que sus ojos decían.
—Ahora voy a subir a mi habitación —dijo Kern, tratando de tragarse su risa y sus sollozos, tratando de contenerlos—. Arriba… si deseas acompañarme…
La risa se acercó a su garganta y estalló. Kern subía las escaleras como si estuviera ciego. Monfiori le ayudaba, manso y desbocado.

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