La palinodia.
Autor: Emilia Pardo Bazán
El cuento que voy a referir no es mío, ni de nadie, aunque corre impreso; y puedo decir ahora lo que Apuleyo en su Asno de oro: Fabulam groecanica incipimus: es el relato de una fábula griega. Pero esa fábula griega, no de las más populares, tiene el sentido profundo y el sabor a miel de todas sus hermanas; es una flor del humano entendimiento, en aquel tiempo feliz en que no se había divorciado la razón y la fantasía, y de su consorcio nacían las alegorías risueñas y los mitos expresivos y arcanos.
Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde y haciendo antes una libación a las Euménides con agua de pantano en que se habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz contra Helena, esposa de Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el vate con una prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea el divino Homero, las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal belleza de la Tindárida: los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos, los guerreros que en el verdor de sus años habían descendido a la región de las sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun lograra los honores de la pira fúnebre; y trazado este cuadro de desolación, vaciaba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando a Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola de ignominia y vergüenza a la faz de Grecia toda.
Con gran asombro de Estesícoro, los griegos, conformes en lamentar la funesta influencia de Helena, no aprobaron, sin embargo, la sátira. Acaso su misma virulencia desagradó a aquel pueblo instintivamente delicado y culto; acaso la piedad que infunde toda mujer habló en favor de la culpable hija de Tíndaro. Su detractor se ganó fama de procaz, lengüilargo y desvergonzado; Helena, algunas simpatías y mucha lástima. En vista de este resultado, Estesícoro, con las orejas gachas, como suele decirse, se encerró en su casa, donde permaneció atacado de misantropía y abrazado a su fea y adusta musa vengadora.
El sueño había cerrado sus párpados una noche, cuando a deshora creyó sentir que una diestra fría y pesada como el mármol se posaba en su mejilla. Despertó sobresaltado y, a la claridad de la estrella que refulgía en la frente de la aparición, reconoció nada menos que al divino Pólux, medio hermano de Helena. Un estremecimiento de terror serpeó por las venas del satírico, que adivinó que Pólux venía a pedirle estrecha cuenta del insulto.
-¿Qué me quieres? -exclamó alarmadísimo.
-Castigarte -declaró Pólux-; pero antes hablemos. Dime por qué has lanzado contra Helena esa sátira insolente; y sé veraz, pues de nada te serviría mentir.
-¡Es cierto! -respondió Estesícoro-. ¡En vano trataría un mortal de esconder a los inmortales lo que lleva en su corazón! Como tú puedes leer en él, sabes de sobra que la indignación por los males que ocasionó tu hermana y el dolor de ver a la patria afligida, me dictaron ese canto.
-Porque leo en lo oculto sé que pretendes engañarme -murmuró con desprecio Pólux-. Y sin poseer mi perspicacia divina, los griegos, han sabido también conocer tus móviles y tus intenciones. No existe ejemplo, ¡oh poeta!, de satírico que tenga por musa el bien general: siempre esta hipócrita apariencia oculta miras personales y egoístas. Tú viste la belleza de mi hermana; tú la codiciaste, y no pudiste sufrir que otro cogiese las rosas cuyo aroma te enloquecía.
-Tu hermana ha ultrajado a la santa virtud -declaró enfáticamente Estesícoro.
-Mi hermana no recibió de los dioses el encargo de representar la virtud, sino la hermosura -replicó Pólux, enojado-. Si hubiese un mortal en quien se encarnasen a un mismo tiempo la virtud, la hermosura y la sabiduría, ése sería igual a los inmortales. ¿Qué digo? Sería igual al mismo Jove, padre de los dioses y los hombres; porque entre los demás que se nutren de la ambrosía, los hay, como la sacra Venus, en quienes sólo se cifra la belleza, y otros, como la blanca Diana, en quienes se diviniza la castidad. Si tanto te reconcomía el deseo de zaherir a los malos, debiste hacer blanco de tu sátira a algunas de las infinitas mujeres que en Grecia, sin poder alardear de la integridad y pureza de Diana, carecen de las gracias y atractivos de Venus. La hermosura merece veneración; la hermosura ha tenido y tendrá siempre altares entre nosotros; por la hermosura, Grecia será celebrada en los venideros siglos. Ya que has perdido el respeto a la hermosura, pierde el uso de los
sentidos, que no sirven para recrearte en ella por la contemplación estética.
Y vibrando un rayo del astro resplandeciente que coronaba su cabeza, Pólux reventó el ojo derecho de Estesícoro. Aún no se había extinguido el ¡ay! que arrancó al poeta el agudo dolor, y apenas había desaparecido Pólux, cuando apareció el otro Dióscuro, Cástor, medio hermano también de Helena, hijo de Leda y del sagrado cisne; y pronunciando palabras de reprobación contra el ofensor de su hermana, con una chispa desprendida de la estrella que lucía sobre sus cabellos, quemó el ojo izquierdo del satírico, dejándole ciego. Alboreó poco después el día, mas no para el malaventurado Estesícoro, sepultado en eterna y negra noche. Levantándose como pudo, buscó a tientas un báculo, y pidiendo por compasión a los que cruzaban la calle que le guiasen, fue a llamar a la puerta de su amigo el filósofo Artemidoro, y derramando un torrente de lágrimas, se arrojó en sus brazos, clamando, entre gemidos desgarradores:
-¡Oh Artemidoro! ¡Desdichado de mí! ¡Ya no la veré más! ¡Ya no volveré a disfrutar de su dulce vista!
-¿A quién dices que no verás más? -interrogó sorprendido el filósofo.
-¡A Helena, a Helena, la más hermosa de las mujeres! -gritó el satírico llorando a moco y baba.
-¿A Helena? ¿Pues no la has rebajado tú en tus versos? -pronunció Artemidoro, más atónito cada vez-. ¿No la has estigmatizado y flagelado en una sátira quemante?
-¡Ay! ¡Por lo mismo! -sollozó Estesícoro, dejándose caer al suelo y revolcándose en él-. Ahora comprendo que mi sátira era un himno a su hermosura… un himno vuelto del revés, pero al fin un himno. Los celestes gemelos me han castigado privándome de la vista, y las tinieblas en que he de vivir son más densas, porque no veré a la encarnación humana de la forma divina, al ideal realizado en la tierra.
-No te aflijas y espera -dijo Artemidoro-; tal vez consiga yo salvarte.
Cuando la incomparable Helena supo de Artemidoro que su detractor Estesícoro sólo lamentaba estar ciego por no poder admirar sus hechizos, sonrió, halagada la insaciable vanidad femenil, y murmuró con deliciosa coquetería:
-Realmente, Artemidoro, ese vate es un infeliz, un ser inofensivo; nadie le hace caso en Grecia y yo, menos que nadie. No merece tanto rigor y tanta desventura. Anúnciale que voy a sanarle los ojos.
Y tomando en sus manos ebúrneas una copa llena de agua de la fuente Castalia, bañó con su linfa las pupilas hueras del satírico, que al punto recobró la luz. Como el primer objeto que vio fue Helena, se arrodilló transportado prorrumpiendo en una oda sublime de gratitud y arrepentimiento, que se llamó Palinodia.
Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde y haciendo antes una libación a las Euménides con agua de pantano en que se habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz contra Helena, esposa de Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el vate con una prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea el divino Homero, las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal belleza de la Tindárida: los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos, los guerreros que en el verdor de sus años habían descendido a la región de las sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun lograra los honores de la pira fúnebre; y trazado este cuadro de desolación, vaciaba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando a Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola de ignominia y vergüenza a la faz de Grecia toda.
Con gran asombro de Estesícoro, los griegos, conformes en lamentar la funesta influencia de Helena, no aprobaron, sin embargo, la sátira. Acaso su misma virulencia desagradó a aquel pueblo instintivamente delicado y culto; acaso la piedad que infunde toda mujer habló en favor de la culpable hija de Tíndaro. Su detractor se ganó fama de procaz, lengüilargo y desvergonzado; Helena, algunas simpatías y mucha lástima. En vista de este resultado, Estesícoro, con las orejas gachas, como suele decirse, se encerró en su casa, donde permaneció atacado de misantropía y abrazado a su fea y adusta musa vengadora.
El sueño había cerrado sus párpados una noche, cuando a deshora creyó sentir que una diestra fría y pesada como el mármol se posaba en su mejilla. Despertó sobresaltado y, a la claridad de la estrella que refulgía en la frente de la aparición, reconoció nada menos que al divino Pólux, medio hermano de Helena. Un estremecimiento de terror serpeó por las venas del satírico, que adivinó que Pólux venía a pedirle estrecha cuenta del insulto.
-¿Qué me quieres? -exclamó alarmadísimo.
-Castigarte -declaró Pólux-; pero antes hablemos. Dime por qué has lanzado contra Helena esa sátira insolente; y sé veraz, pues de nada te serviría mentir.
-¡Es cierto! -respondió Estesícoro-. ¡En vano trataría un mortal de esconder a los inmortales lo que lleva en su corazón! Como tú puedes leer en él, sabes de sobra que la indignación por los males que ocasionó tu hermana y el dolor de ver a la patria afligida, me dictaron ese canto.
-Porque leo en lo oculto sé que pretendes engañarme -murmuró con desprecio Pólux-. Y sin poseer mi perspicacia divina, los griegos, han sabido también conocer tus móviles y tus intenciones. No existe ejemplo, ¡oh poeta!, de satírico que tenga por musa el bien general: siempre esta hipócrita apariencia oculta miras personales y egoístas. Tú viste la belleza de mi hermana; tú la codiciaste, y no pudiste sufrir que otro cogiese las rosas cuyo aroma te enloquecía.
-Tu hermana ha ultrajado a la santa virtud -declaró enfáticamente Estesícoro.
-Mi hermana no recibió de los dioses el encargo de representar la virtud, sino la hermosura -replicó Pólux, enojado-. Si hubiese un mortal en quien se encarnasen a un mismo tiempo la virtud, la hermosura y la sabiduría, ése sería igual a los inmortales. ¿Qué digo? Sería igual al mismo Jove, padre de los dioses y los hombres; porque entre los demás que se nutren de la ambrosía, los hay, como la sacra Venus, en quienes sólo se cifra la belleza, y otros, como la blanca Diana, en quienes se diviniza la castidad. Si tanto te reconcomía el deseo de zaherir a los malos, debiste hacer blanco de tu sátira a algunas de las infinitas mujeres que en Grecia, sin poder alardear de la integridad y pureza de Diana, carecen de las gracias y atractivos de Venus. La hermosura merece veneración; la hermosura ha tenido y tendrá siempre altares entre nosotros; por la hermosura, Grecia será celebrada en los venideros siglos. Ya que has perdido el respeto a la hermosura, pierde el uso de los
sentidos, que no sirven para recrearte en ella por la contemplación estética.
Y vibrando un rayo del astro resplandeciente que coronaba su cabeza, Pólux reventó el ojo derecho de Estesícoro. Aún no se había extinguido el ¡ay! que arrancó al poeta el agudo dolor, y apenas había desaparecido Pólux, cuando apareció el otro Dióscuro, Cástor, medio hermano también de Helena, hijo de Leda y del sagrado cisne; y pronunciando palabras de reprobación contra el ofensor de su hermana, con una chispa desprendida de la estrella que lucía sobre sus cabellos, quemó el ojo izquierdo del satírico, dejándole ciego. Alboreó poco después el día, mas no para el malaventurado Estesícoro, sepultado en eterna y negra noche. Levantándose como pudo, buscó a tientas un báculo, y pidiendo por compasión a los que cruzaban la calle que le guiasen, fue a llamar a la puerta de su amigo el filósofo Artemidoro, y derramando un torrente de lágrimas, se arrojó en sus brazos, clamando, entre gemidos desgarradores:
-¡Oh Artemidoro! ¡Desdichado de mí! ¡Ya no la veré más! ¡Ya no volveré a disfrutar de su dulce vista!
-¿A quién dices que no verás más? -interrogó sorprendido el filósofo.
-¡A Helena, a Helena, la más hermosa de las mujeres! -gritó el satírico llorando a moco y baba.
-¿A Helena? ¿Pues no la has rebajado tú en tus versos? -pronunció Artemidoro, más atónito cada vez-. ¿No la has estigmatizado y flagelado en una sátira quemante?
-¡Ay! ¡Por lo mismo! -sollozó Estesícoro, dejándose caer al suelo y revolcándose en él-. Ahora comprendo que mi sátira era un himno a su hermosura… un himno vuelto del revés, pero al fin un himno. Los celestes gemelos me han castigado privándome de la vista, y las tinieblas en que he de vivir son más densas, porque no veré a la encarnación humana de la forma divina, al ideal realizado en la tierra.
-No te aflijas y espera -dijo Artemidoro-; tal vez consiga yo salvarte.
Cuando la incomparable Helena supo de Artemidoro que su detractor Estesícoro sólo lamentaba estar ciego por no poder admirar sus hechizos, sonrió, halagada la insaciable vanidad femenil, y murmuró con deliciosa coquetería:
-Realmente, Artemidoro, ese vate es un infeliz, un ser inofensivo; nadie le hace caso en Grecia y yo, menos que nadie. No merece tanto rigor y tanta desventura. Anúnciale que voy a sanarle los ojos.
Y tomando en sus manos ebúrneas una copa llena de agua de la fuente Castalia, bañó con su linfa las pupilas hueras del satírico, que al punto recobró la luz. Como el primer objeto que vio fue Helena, se arrodilló transportado prorrumpiendo en una oda sublime de gratitud y arrepentimiento, que se llamó Palinodia.