viernes, 26 de febrero de 2016

El coro navideño.

El coro navideño.

Cuando estaba en tercer año de secundaria entré a formar parte del coro del colegio, no porque me interesara tanto el arte sino para no volver a casa temprano por las tardes. Como era un colegio bilingüe, para fin de año había siempre una presentación especial con villancicos navideños en inglés. En el coro estaba Alicia, una muchacha bonita que era genial para cantar y de quien aprendí a entender y a disfrutar la música y la vida.
Nunca he sido muy entonado para cantar solo, pero puedo seguir a otros que canten, así que no hubo problema para adaptarme. Mi mamá estaba feliz de saber que yo era miembro del coro y no paraba de contárselo a la familia y a los amigos. Como nunca fui muy aplicado para estudiar, al tener una gracia como el canto dejaba de ser ordinario y esto la hacía sentirse orgullosa.
Durante la primera mitad del año tuvimos un profesor de música algo aburrido que nos hacía cantar música que no nos gustaba. Pero a mitad de año apareció la maestra Catalina una señora simpática con más energía que todos los del coro juntos. Disfrutaba mucho el canto y enseñar. Muchas de las canciones no las conocíamos, pero ella era tan entusiasta que nos contagiaba y nos terminaban gustando.
Alicia era de las alumnas más aplicadas y además tenía una gran voz. Era solista en varias de los temas que cantábamos. Antes de que yo entrara al coro apenas me saludaba, pero después siempre me preguntaba si iba a ir al ensayo y si había practicado en casa. Siempre le decía que sí. Creo que era condescendiente conmigo porque yo era el único que no andaba tras ella. Yo no andaba tras ella porque pensaba que igual no me haría caso, entonces para qué hacer la lucha. Ella no sólo era la mejor para cantar, era también una de las mejores estudiantes.
Lo que me gustaba de los ensayos era verla sonreír al cantar. Ella me explicó después que para poder sonreír y transmitir que te gusta la canción, primero debes aprendértela bien, debes dominarla. Y cuando la interpretas, tampoco te debes dejar llevar por el sentimiento, porque en la emoción puedes confundirte. A mí me lo decía, que apenas si podía afinar. Yo no entendía cómo desperdiciaba tan buenos consejos en un idiota como yo.
Un día que el ensayo terminó temprano me pidió que consiguiera cigarros y que fumáramos juntos. Fui a una tienda que quedaba cerca del colegio y fumamos en el patio. Era una tarde fresca, soleada. No había nadie, así que no había problema. El patio del colegio siempre estaba lleno de carros, y cuando se habían ido casi todos parecía enorme.
—Jorge, vos cantás lindo, tenés buena voz —me dijo de repente.
Yo me eché a reír y después le dije, Alicia, yo canto horrible, vos sos la que canta lindo y tenés la voz más preciosa que yo haya escuchado. Ella echó una bocanada al cigarro y sin mirarme me dijo, gracias. Nos terminamos el cigarro en silencio y después cada quien se fue a casa.
De bruto que fui no entendí que ella solo quería decirme algo bonito. Y que tal vez sí le gustaba mi voz, que más. A veces es más difícil recibir halagos que darlos, sobre todo cuando no creés merecerlos.
Cuando comenzamos a ensayar para el concierto navideño, nos hicimos un poco más cercanos. Alicia me ayudó un poco en álgebra cuando le conté que yo iba mal y mi papá había amenazado con pasarme a instituto público si no ganaba todas las clases. Yo a veces la invitaba a un cigarro.
La maestra Catalina nos puso a ensayar una canción que a todos nos gustó. Creo que nos gustó porque no era lo que siempre oíamos y porque ella realmente nos motivaba. Se oye lindo, decía, pero ustedes lo pueden hacer mejor. Para el concierto ella iba a traer a un grupo de jazz para que nos acompañara.
La primera estrofa iba así:
God rest you merry, gentlemen
Let nothing you dismay
Remember Christ our Saviour
Was born on Christmas day
To save us all from Satan’s power
When we were gone astray.
—Alice, ¿ya viste qué gruesa esa canción?
—¿Por qué decís?
—Porque dice Satan’s power.
—Sho mejor.
Años después encontré en Youtube una versión muy parecida a la que cantábamos en el colegio. Las líneas de las estrofas se alternan entre voces masculinas y femeninas y en el coro se unen. Era como un diálogo. Alicia disfrutaba mucho y ella y yo nos mirábamos cuando cantábamos. Ella siempre encantadora, afinada y dueña de la canción. Yo haciendo lo mejor que podía. Ahora sí ensayaba en la casa al nomás llegar del colegio.
Una semana antes del concierto navideño, con el que también se cerraba el año escolar, Alicia me pidió que llegara su casa por la tarde, que era muy importante. Me dijo que el año entrante iba a irse a una escuela en Estados Unidos, porque su papá quería que estudiara allá. Me preguntó si la iba a extrañar, le dije que por supuesto, que cómo no.
Fumamos unos cigarros en su patio, en silencio. ¿Sabés una cosa?, me dijo después del silencio, dicen que sólo podemos querer realmente a cinco personas, que el cerebro no nos da para más. Vos sos una de esas personas. Vos sos muy especial para mí.
Me dio un beso torpe pero inolvidable en los labios.
En esa semana fui el hombre más feliz de la tierra. Le escribí un par de poemas malos, tan malos como pueden ser los de un adolescente iletrado enamorado. Llegaba todos los días a su casa y reíamos mucho y éramos felices.
Quiero que en el concierto cantés What child is this? para mí. Es una canción triste, me explicó, que no era de navidad. Fue una canción de amor que Enrique VIII le compuso a Ana Bolena. Yo también la voy a cantar para vos.
Para el concierto navideño Alicia usó un vestido negro muy elegante, se veía hermosa. Yo iba con un traje prestado, y ella me dijo al verme que me miraba cool. El ambiente en general era bueno, era el último día que nos veríamos los del coro y por todos lados los compañeros decían que nos iban a extrañar y todas esas cosas que se dicen los adolescentes que creen que todo es para siempre.
El grupo de jazz que la maestra llevó resultó ser bastante bueno. Cuando cantamos God rest you merry, gentlemen, en la parte que hablaba del poder de Satán yo hice muecas de diablito y casi hago que Alicia se confunda. Me lo reclamó después. Cantamos varias canciones tradicionales y casi al final cantamos What child is this? 
Las dos últimas líneas del coro las cantábamos así:
Greensleeves was my heart of joy
And who but my lady Greensleeves
Como se supone que se la cantaba Enrique VIII a Ana Bolena hace 450 años.
Cuando terminó la canción rodaban lágrimas en las mejillas de Alicia. Yo tenía un nudo en la garganta, pero faltaban un par de canciones más, así que respiré profundo. Ella también lo hizo y se limpió las lágrimas. El bajista del grupo de jazz nos miró a los dos y se dio cuenta de todo. En un gesto solidario hacia mí, asintió la cabeza e hizo un guiño.
Después del concierto todo transcurrió muy rápido y no nos pudimos ver mucho. Compartimos en navidad y la pasamos bien. A los pocos días se fue y de común acuerdo no fui al aeropuerto a despedirla.
Cuando ya estaba instalada en Texas, el estado a donde fue, hablábamos mucho por chat y en un par de ocasiones en que regresó a Guatemala nos vimos. Pero ella poco a poco fue desconectando la relación y me quedé yo solo enviando mensajes y correos electrónicos que nunca contestó. Tal vez ni siquiera los leía. Por algo de cortesía, supongo, nunca me dijo directamente que dejara de escribirle.
Supe que había seguido con la música y formaba parte de un importante coro. Yo por mi parte aprendí a tocar el bajo y ocasionalmente toco en un grupo de jazz. El año pasado terminé la universidad. Supongo que ella también.
A veces, cuando escucho en temporada navideña What child is this?, vienen los recuerdos bonitos de aquella época. Otras veces, como hoy que escuché de nuevo esa canción con un coro de adolescentes, siento un dolorcito sordo en el pecho y un nudo en la garganta que, joder, cómo cuesta que se alivie.

jueves, 25 de febrero de 2016

La venganza del Barrio.

La venganza del Barrio.

Una llamada llegó exigiendo una colaboración para el Barrio, una pandilla peligrosa. La voz que llamaba dijo los tres nombres de los hijos de Antonio, quien sudó frío al escucharlos. Sabían a qué hora salían de casa, a qué hora llegaban y además dijo que la Caty era una niña muy linda y que sería una pena que alguien le hiciera daño. La misma voz dijo que conocían su pasado y que ni pensara en hacer denuncia. Antonio conocía muy bien qué era lo que le esperaba porque él mismo, hacía algunos años, hacía esas llamadas.
En su adolescencia Tono, como conocían a Antonio en su colonia, había sido pandillero del Barrio. Era un tipo moderado, que nunca había matado a nadie y en cambio había perdonado algunas vidas. Cuando estuvo en la cárcel por un asalto a mano armada, era uno de los encargados de hacer llamadas para extorsionar a la gente. Le pasaban una lista de teléfonos de casa o de celulares y se pasaba todo el día llamando. Amenazaba con hacer daño, pero nunca se cumplió la amenaza. No había necesidad, la gente con miedo hacía los pagos requeridos. Una y otra vez.
Cuando salió de prisión decidió retirarse de la vida pandillera. Aunque se dice que nadie sale de la pandilla, a algunos los dejan en paz. Al principio pareció que ese era el caso de Tono. Se trasladó a vivir a otro lugar, escondía los pocos tatuajes que tenía y consiguió un empleo como ayudante de bodega gracias a un familiar. Pasó algún tiempo, conoció a una mujer con la que se casó y tuvo tres hijos. Dos varones y una nena. A veces parecía que su pasado lo había perdonado y lo había dejado hacer una vida.
Con el tiempo, Tono hizo negocio con el transporte de muebles. Compró su propio camión y servía a varias fábricas que hacían envíos dentro y fuera de la capital. Sus hijos crecían e iban a colegios privados. La más pequeña era Catalina, que casi sin darse cuenta, estaba a punto de cumplir doce años.
Tono y su familia tenían las dificultades de cualquier hogar de clase media, pero él y su esposa trabajaban duro y hasta habían logrado ahorrar un poco.
Pero esto no iba a durar para siempre. En una de las entregas que hacía se encontró a un ex compañero del Barrio, que lo reconoció inmediatamente. El ex compañero no hizo más que lanzar una mirada amenazante y darle un abrazo, pero Tono sabía que estaba condenado. Dos semanas después del encuentro, recibía la llamada. Lo habían estado vigilando y ahora le exigían dinero para no hacerle daño. Al contrario que en su época de pandillero, estaba seguro de que no saldría ileso.
Al día siguiente de la llamada por la mañana un niño tocó la puerta y le tiró a Tono en la cara un celular, diciendo que debía contestar cuando lo llamaran. La primera llamada llegó a los pocos minutos y le indicó que en una hora lo llamarían para arreglar lo de la entrega del dinero.
Tono llamó un taxi y metió a toda su familia con la ropa que les dio tiempo a meter en una maleta. Los envió a la casa de sus suegros y les dijo que todo iba a estar bien. Caty era la que más lloraba y cuando se alejaba el taxi de la casa desde el asiento de atrás se despedía de él con la mano derecha y lágrimas en los ojos, a través del vidrio trasero.
Llegó la segunda llamada, le exigían una cantidad de dinero que no podía pagar. Había tomado algunos tragos de ron para agarrar valor. Les respondió que si querían el dinero tendrían que llegar a su casa por él. Y que tendrían que pelear. Colgó y ya no volvió a responder el teléfono.
La casa sin sus hijos ni su esposa estaba triste. Tono entró a los dormitorios de sus hijos y al observar su ropa sintió mucha tristeza. Su pasado lo estaba alcanzando, no lo había perdonado. Antes de la cárcel había intentado salirse de la pandilla varias veces, pero sus intentos terminaban siempre en grandes palizas de las que todavía tenía algunas cicatrices en el cuerpo.
Poco después de las seis de la tarde, cuando ya empezaba a oscurecer, tocaron a la puerta. Tono alistó un par de cuchillos y un revólver. Venían por él. Somataban insistentemente la puerta. Cuando abrió la puerta, tres sujetos se lanzaron sobre él, luchó por algunos instantes pero no pudo hacer casi nada y rápido lo desarmaron. Los primeros golpes y puñaladas dolieron, pero después se fue como adormeciendo, recordando algunos pasajes de su vida y a su hija Caty, que le decía adiós con la mano derecha y lágrimas en los ojos desde la parte trasera del taxi que se la llevaba.

miércoles, 24 de febrero de 2016

El chat al mediodía.

El chat al mediodía.

A Eduardo lo dejó su novia y se quedó sin trabajo al mismo tiempo. Se hundió en la depresión y cuando se dio cuenta se había acabado sus ahorros y tuvo que empezar a vender sus muebles. Cuando llamaba a sus padres o amigos tenía que pedir que lo llamaran de vuelta porque no tenía saldo en el teléfono. Su apartamento se lo rentaba su tía, a quien ya le debía tres meses. Lo único que lo ilusionaba un poco eran las conversaciones que sostenía por chat con Laura, a quien sólo conocía de una red social de internet.
No siempre le fue mal. Era muy bueno en su trabajo, que consistía en manejar publicidad en internet. Trabajó para varias agencias y sus resultados siempre fueron satisfactorios. Una serie de problemas en la última empresa donde trabajó y un mercado laboral poco dinámico, lo alejaron de la actividad productiva. La ruptura con su novia coincidió y Eduardo no pudo reaccionar correctamente. A todo mundo le decía que estaba bien, que ya lo habían llamado de alguna empresa, que pronto estaría de nuevo en la jugada. No era cierto, no buscaba ni respondía llamadas ni correos electrónicos. No quería saber nada del mundo.
Solía emborracharse varias veces a la semana. El dinero ahorrado se fue esfumando poco a poco, hasta terminarse. Le cortaron su línea de celular, el cable y el internet de la casa. Compraba alcohol barato y bebía solo en su apartamento. Pasaba días sin salir, comía poco y mal. Los amigos y familia que lo buscaban dejaron de llamarlo o visitarlo. Comenzó a vender sus muebles, su tablet, su computadora y la televisión. Su única distracción era el radio y sus libros. Estaba cada día más flaco.
A veces iba a un centro comercial cercano en donde había conexión wifi libre y revisaba su correo electrónico en su teléfono por simple curiosidad porque no le contestaba a nadie. En una de esas ocasiones, al mediodía, abrió una red social de las que no conoce mucha gente y una mujer llamada Laura apareció en el chat. Había sido una confusión, ella le dio un clic equivocado. Eduardo respondió y le dijo que no había problema por la confusión, que lo entendía. Por cierto, dijo Eduardo, hay frío hoy. Ese fue el inicio casual de la amistad.
Al día siguiente Eduardo fue de nuevo al comercial y chateó con Laura. Ella vivía en una ciudad a 250 kilómetros, trabajaba en una tienda de ropa y al mediodía ella aprovechaba para distraerse con el celular. Era su forma de evadirse leer lo que escribían los demás. Eduardo le contó que estaba desempleado, pero que ya encontraría algo. Fue la primera vez en mucho tiempo que lo dijo sinceramente. Las conversaciones continuaron, siempre al mediodía. Eduardo incluso se arreglaba para ir al comercial y dejó de beber. Pensaba en sus chats con Laura como una terapia.
Laura tenía un novio a quien quería, pero no se sentía correspondida lo suficiente. A veces estaban muy bien, luego peleaban. Eduardo le contaba que había decidido salir de su depresión y que ahora hacía ejercicio diario y había enviado correos electrónicos a sus conocidos para ponerse a la disposición. No le contó que se alimentaba casi solo de arroz y pan.
Dos semanas después a Eduardo lo contrataron para hacer un trabajo temporal y logró pagar algunas deudas y comprar pollo para comer. Ahora los chats al mediodía con Laura eran más alegres, habían bromas, se compartían música y algunas lecturas, porque ella era también una buena lectora.
Eduardo siempre cumplía con su asistencia al chat al mediodía. A veces Laura no podía hablar mucho, o no estaba de humor, pero él siempre preguntaba por ella. Durante el día pensaba en alguna ocurrencia para compartirla, y cuando tenía acceso a wifi para navegar un poco, buscaba fotos bonitas o graciosas y artículos interesantes.
Con este nuevo impulso, Eduardo consiguió más trabajo, casi siempre como freelance, pero con los ingresos lograba vivir mejor. Logró subir de peso y se miraba mucho mejor que al principio. Siempre tenía de tristeza, pero ahora ya era más llevadera, más controlada. Y por supuesto, las conversaciones con Laura eran importantes.
Laura dejó a su novio, con gran tristeza. Eduardo le enviaba mensajes para levantar el ánimo. Laura le contaba de cómo ella había hecho lo posible, pero el novio se volvió insoportable. No podía más.
Poco tiempo después, Eduardo consiguió empleo, con mejor sueldo del anterior. Volvió a frecuentar a sus amigos, comenzó a visitar de nuevo a sus padres y le pagó el alquiler a su tía. Había logrado salir del agujero, había vuelto de nuevo.
Un día de tantos, sin razón aparente volvió a sentirse feliz. Quiso compartirlo con Laura, pero ella no respondió. Eduardo intentó comunicarse durante varios días pero no obtuvo respuesta.
Su último mensaje fue:
Querida Laura: No sé si leerás esto. No sabés lo importante que han sido los chats con vos. Nunca nos conocimos, pero sé que fuimos buenos amigos y que esa amistad me ayudó a volver a ser lo que yo era. Deseo lo mejor para vos, donde quiera que estés.
No hubo respuesta.
Eduardo se sintió un poco triste, pero no tenía tiempo para pensar en ello porque el nuevo trabajo era muy exigente. Algunas semanas depués de enviar el último mensaje, Eduardo cambió de celular porque estaba fallando. Guardó el viejo en una gaveta de su closet y se olvidó por un tiempo de él. Un par de meses después, bajó a su nuevo teléfono la aplicación de la red social donde platicaba con Laura, pero no se acordaba del usuario ni de la clave. Buscó el celular viejo, pero al quererlo encender ya no funcionó.

sábado, 20 de febrero de 2016

La doble trampa mortal.

La doble trampa mortal.

He aquí el asunto, teniente Ferrain: usted tendrá que matar a una mujer bonita.
 El rostro del otro permaneció impasible. Sus ojos desteñidos, a través de las vidrieras, miraban el tráfico que subía por el bulevar Grenelle hacia el bulevar Garibaldi. Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en los escaparates. El jefe del Servicio de Contraespionaje observó el ceniciento perfil de Ferrain, y prosiguió:
—Consuélese, teniente. Usted no tendrá que matar a la señorita Estela con sus propias manos. Será ella quien se matará. Usted será el testigo, nada más.
Ferrain comenzó a cargar su pipa y fijó la mirada en el señor Demetriades. Se preguntaba cómo aquel hombre había llegado hasta tal cargo. El jefe del servicio, cráneo amarillo a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba en un traje rabiosamente nuevo. Visto en la calle, podía pasar por un funcionario rutinario y estúpido. Sin embargo, estaba allí, de pie, frente al mapa de África, colgado a sus espaldas, y perorando como un catedrático:
—Posiblemente, usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que está condenada la señorita Estela; pero créame, ella no le importaría de usted si se encontrara en la obligación de suprimirlo. Estela le mataría a usted sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. No tenga lástima jamás de ninguna mujer. Cuando alguna se le cruce en el camino, aplástele la cabeza sin misericordia, como a una serpiente. Verá usted: el corazón se le quedará contento y la sangre dulce.
El teniente Ferrain terminó de cargar su pipa. Interrogó:
—¿Qué es lo que ha hecho la señorita Estela?
—¿Qué es lo que ha hecho? ¡Por Cosme y Damián! Lo menos que hace es traicionarnos. Nos está vendiendo a los italianos. O a los alemanes. O a los ingleses. O al diablo. ¿Qué sé yo a quién? Vea: la historia es lamentable. En Polonia, la señorita Estela se desempeñó correctamente y con eficiencia. Esto lo hizo suponer al servicio que podía destacarla en Ceuta. Los españoles estaban modernizando el fuerte de Santa Catalina, el de Prim, el del Serrallo y el del Renegado, cambiando los emplazamientos de las baterías; un montón de diabluras. Ella no sólo tenía que recibir las informaciones, sino trabajar en compañía del ingeniero Desgteit. El ingeniero Desgteit es perro viejo en semejantes tareas. Con ese propósito, el ingeniero compró en Ceuta la llave de un acreditado café. Estela hacía el papel de sobrina del ingeniero. El bar, concurrido por casi toda la oficialidad española, fue modernizado. Se le agregaron sólidos reservados. Un consejo, mi teniente: no hable nunca de asuntos graves en un reservado. Cada reservado estaba provisto de un micrófono. Consecuencia: los oficiales iban, charlaban, bebían. Estela, en el otro piso, a través de los micrófonos, anotaba cuanta palabra interesante decían. Este procedimiento nos permitió saber muchas cosas. Pero he aquí que el mecanismo informativo se descompone. El ingeniero Desgteit encuentra con su cabeza una bala perdida que se escapa de un grupo de borrachos. Supongamos que fueron borrachos auténticos. Mahomet “el Cojo”, respetable comerciante ligado estrechamente a la cabila de Anghera, cuyos hombres trabajaban en las fortificaciones, es asaltado por unos desconocidos. Estos lo apalean tan cruelmente, que el hombre muere sin recobrar el sentido. Y, finalmente, como epílogo de la fiesta, nos llega un mensaje de la señorita Estela. . . ¡Y con qué novedad! Un incendio ha destruido al bar. Por supuesto, toda la documentación que tenía que entregarnos ha quedado reducida a cenizas.
El teniente Ferrain movió la cabeza.
—Evidentemente, hay motivos para fusilarla cuatro veces por la espalda.
El señor Demetriades se quitó una vírgula de tabaco de la lengua, y prosiguió:
—Yo no tengo carácter para acusar sin pruebas; pero tampoco me gusta que me la jueguen de esa manera. Estela es una mujer habilísima. Naturalmente, ordené que la vigilaran, y ella lo supone.
—¿Por qué presume usted que ella se supone vigilada?
—Son los indicios invisibles. Se sabe condenada a muerte, y está buscando la forma de escaparse de nuestras manos. Por supuesto, llevándose la documentación. Ahora bien; ella también sabe que no puede escaparse. Por tierra, por aire o por agua, la seguiríamos y atraparíamos. Ella lo sabe. Pero he aquí de pronto una novedad: la señorita Estela descubre una forma sencillísima para evadirse. He aquí el procedimiento: me escribe diciéndome que siente amenazada su vida, y de paso solicita que un avión la busque para conducirla inmediatamente a Francia; pero nos avisa (aquí está la trampa) que en Xauen la espera un agente de Mahomet “el Cojo” para entregarle una importantísima información. ¿Qué deduce usted, teniente de ello?
—¿Intentará escaparse en Xauen?
El jefe del servicio se echó a reír.
—Usted es un ingenuo y ella una mentirosa. La información que ella tiene que recibir en Xauen es un cuento chino. Vea, teniente.—El señor Demetriades se volvió hacia el mapa y señaló a Ceuta.—Aquí está Ceuta.—Su dedo regordete bajó hacia el Sur.—Aquí, Xauen. Observe este detalle, teniente. A partir de Beni Hassan, usted se encuentra con un sistema montañoso de más de mil quinientos metros de altura. Nidos de águilas y despeñaperros, como dicen nuestros amigos los españoles. Después de Beni Hassan, el único lugar donde puede aterrizar un avión es Xauen. Ahora bien: el proyecto de esta mujer es tirarse del avión cuando el aparato cruce por la zona de las grandes montañas. Como ella llevará paracaídas, tocará tierra cómodamente, y el avión se verá obligado a seguir viaje hasta Xauen. Y la señorita Estela, a quien sus compinches esperarán en Dar Acobba, Timila o Meharsa, nos dejará plantados con una cuarta de narices. Y nosotros habremos costeado la información para que otros la aprovechen. Muy bonito, ¿no?. . .
—El plan es audaz.
El señor Demetriades replicó:
—¡Qué va a ser audaz! Es simple, claro y lógico, como dos y dos son cuatro. Más lógico le resultará cuando se entere de que la señorita Estela es paracaidista. Lo he sabido de una forma sumamente casual.
El teniente Ferrain volvió a encender su pipa.
—¿Qué es lo que tengo que hacer?
—Poco y nada. Usted irá a Ceuta en un avión de dos asientos. El aparato llevará los paracaídas reglamentarios; pero el suyo estará oculto, y el destinado al asiento de ella, tendrá las cuerdas quemadas con ácido; de manera que aunque ella lo revise no descubrirá nada particular. Cuando se arroje del avión, las cuerdas quemadas no soportarán el peso de su cuerpo, y ella se romperá la cabeza en las rocas. Entonces usted bajará donde esa mujer haya caído, y si no se ha muerto, le descarga las balas de su pistola en la cabeza. Y después le saca todo lo que lleve encima.
—¿Con qué queman las cuerdas del paracaídas?
Con ácido nítrico diluido en agua. ¿Por qué?
—Nada. El avión se hará pedazos.
—Naturalmente. Ahora, véalo al coronel Desmoulin. Él le dará algunas instrucciones y la orden para retirar el aparato. Tendrá que estar a las ocho de la mañana en Ceuta. Le deseo buena suerte.
El teniente Ferrain se levantó y estrechó la mano del jefe de servicio. Luego tomó su sombrero y salió. Ambos ignoraban que no se verían nunca más.
El teniente Ferrain llegó a las ocho de la mañana al aeródromo de la Aeropostale, piloteando un avión de dos asientos. Miró en derredor, y por el prado herboso vio venir a su encuentro una joven enlutada. La acompañaba el director del aeródromo. Ferrain detuvo los ojos en la señorita Estela. La muchacha avanzaba ágilmente, y su continente era digno y reservado. Algunos ricitos de oro escapaban por debajo de su toca. Tenía el aspecto de una doncella prudente que va a emprender un viaje de vacaciones a la casa de su tía.
El director del aeródromo hizo las presentaciones. Ferrain estrechó fríamente la mano enguantada de la muchacha. Ella le miró a los ojos, y pensó: “Un hombre sin reacciones. Debe ser jugador”.
Quizá la muchacha no se equivocaba; pero no era aquel el momento de pensar semejantes cosas de Ferrain. El aviador estaba profundamente disgustado al verse mezclado en aquel horrible negocio. El mecánico se acercó al director, y éste se alejó. Estela, que miraba las plateadas alas del avión reposando como un pez en la pradera verde, volvió sus ojos a Ferrain.
—¿Ha estado usted con el señor Demetriades?
—Sí.
—Supongo que estará enterado de todo.
—Me ha dicho que me ponga por completo a sus órdenes.
—Entonces iremos primero a Xauen, y luego tomaremos rumbo a Melilla.
—¿Sus documentos están en orden?
—Por completo… ¿Conoce usted Xauen?
—He estado dos veces.
—De Xauen podemos salir después de almorzar. Esta noche cenaremos juntos en París. ¿Conforme?
—¡Encantado!
—¿Cuándo salimos?
—Cuando usted diga.
—Me pondré el overol, entonces.—Ya ella se marchaba para la toilette del aeródromo con su bolso de mano; pero bruscamente se volvió. Sonreía, un poco ruborizada, como si se avergonzara de una posible actitud pueril. Dijo:—Teniente Ferrain, no se vaya a reír de mí ¿Tiene usted paracaídas?
Ferrain permaneció serio.
—Puede usar el mío, si quiere. Yo jamás he necesitado de ese chisme. —Es que soy supersticiosa. Hoy he visto un funeral. Y la primera inicial del paño fúnebre era la letra “E”.
Ferrain la miró sorprendido:
—¡Es curioso! Yo me llamo Esteban. ¿Por quién sería el augurio? . . .

jueves, 18 de febrero de 2016

La duquesa y el joyero.;

La duquesa y el joyero

Oliver Bacon vivía en lo alto de una casa junto a Green Park. Tenía un piso; las sillas estaban colocadas de manera que el asiento quedaba perfectamente orientado, sillas forradas en piel. Los sofás llenaban los miradores de las ventanas, sofás forrados con tapicería. Las ventanas, tres alargadas ventanas, estaban debidamente provistas de discretos visillos y cortinas de satén. El aparador de caoba ocupaba un discreto espacio, y contenía los brandys, los whiskys y los licores que debía contener. Y, desde la ventana central, Oliver Bacon contemplaba las relucientes techumbres de los elegantes automóviles que atestaban los atestados vericuetos de Piccadilly. Difícilmente podía imaginarse una posición más céntrica. Y a las ocho de la mañana le servían el desayuno en bandeja; se lo servía un criado; el criado desplegaba la bata carmesí de Oliver Bacon; él abría las cartas con sus largas y puntiagudas uñas, y extraía gruesas cartulinas blancas de invitación, en las que sobresalían de manera destacada los nombres de duquesas, condesas, vizcondesas y Honourable Ladies. Después Oliver Bacon se aseaba; después se comía las tostadas; después leía el periódico a la brillante luz de la electricidad.
Dirigiéndose a sí mismo, decía: «Hay que ver, Oliver… Tú que comenzaste a vivir en una sucia calleja, tú que…», y bajaba la vista a sus piernas, tan elegantes, enfundadas en los perfectos pantalones, y a sus botas, y a sus polainas. Todo era elegante, reluciente, del mejor paño, cortado por las mejores tijeras de Savile Row. Pero a menudo Oliver Bacdn se desmantelaba y volvía a ser un muchacho en una oscura calleja. En cierta ocasión pensó en la cumbre de sus ambiciones: vender perros robados a elegantes señoras en Whitechapel. Y lo hizo. «Oh, Oliver», gimió su madre. «¡Oh, Oliver! ¿Cuándo sentarás la cabeza?»… Después Oliver se puso detrás de un mostrador; vendió relojes baratos; después trasportó una cartera de bolsillo a Amsterdam… Al recordarlo, solía reír por lo bajo… el viejo Oliver evocando al joven Oliver. Sí, hizo un buen negocio con los tres diamantes, y también hubo la comisión de la esmeralda. Después de esto, pasó al despacho privado, en la trastienda de Hatton Garden; el despacho con la balanza, la caja fuerte, las gruesas lupas. Y después… y después… Rió por lo bajo. Cuando Oliver pasaba por entre los grupitos de joyeros, en los cálidos atardeceres, que hablaban de precios, de minas de oro, de diamantes y de informes de África del Sur, siempre había alguno que se ponía un dedo sobre la parte lateral de la nariz y murmuraba «hum-m-m», cuando Oliver pasaba. No era más que un murmullo, no era más que un golpecito en el hombro, que un dedo en la nariz, que un zumbido que recorría los grupitos de joyeros en Hatton Garden, un cálido atardecer —¡Hacía muchos años…! Pero Oliver todavía lo sentía recorriéndole el espinazo, todavía sentía el codazo, el murmullo que significaba: «Miradle — el joven Oliver, el joven joyero, — ahí va.» Y realmente era joven entonces. Y comenzó a vestir mejor y mejor; y tuvo, primero, un cabriolé; después un automóvil; y primero fue a platea y después a palco. Y tenía una villa en Richmond, junto al río, con rosales de rosas rojas; y Mademoiselle solía cortar una rosa todas las mañanas, y se la ponía en el ojal, a Oliver.
«Vaya», dijo Oliver, mientras se ponía en pie y estiraba las piernas. «Vaya…»
Y quedó en pie bajo el retrato de una vieja señora, encima del hogar, y levantó las manos. «He cumplido mi palabra», dijo juntando las palmas de las manos, como si rindiera homenaje a la señora. «He ganado la apuesta.» Y no mentía; era el joyero más rico de Inglaterra; pero su nariz, larga y flexible, como la trompa de un elefante, parecía decir medíante el curioso temblor de las aletas (aunque se tenía la impresión de que la nariz entera temblara, y no sólo las aletas) que todavía no estaba satisfecho, todavía olía algo, bajo la tierra, un poco más allá. Imaginemos a un gigantesco cerdo en un terreno fecundo en trufas; después de desenterrar esta trufa y aquella otra, todavía huele otra mayor, más negra, bajo la tierra, un poco más allá. De igual manera, Oliver siempre husmeaba en la rica tierra de Mayfair otra trufa, más negra, más grande, un poco más allá.
Ahora rectificó la posición de la perla de la corbata, se enfundó en su elegante abrigo azul, y cogió los guantes amarillos y el bastón. Balanceándose, bajó la escalera, y en el momento de salir a Piccadilly, medio resopló, medio suspiró, por su larga y aguda nariz. Ya que, ¿acaso no era todavía un hombre triste, un hombre insatisfecho, un hombre que busca algo oculto, a pesar de que había ganado la apuesta?
Siempre se balanceaba un poco al caminar, igual que el camello del zoológico se balancea a uno y otro lado, cuando camina por entre los senderos de asfalto, atestados de tenderos acompañados por sus esposas, que comen el contenido de bolsas de papel y arrojan al sendero porcioncillas de papel de plata. El camello desprecia a los tenderos; el camello no está contento de su suerte; el camello ve el lago azul, y la orla de palmeras a su alrededor. De igual manera el gran joyero, el más grande joyero del mundo entero, avanzaba balanceándose por Piccadilly, perfectamente vestido, con sus guantes, con su bastón, pero todavía descontento, hasta que llegó a la oscura tiendecilla que era famosa en Francia, en Alemania, en Austria, en Italia, y en toda América —la oscura tiendecilla en el street de Bond Street.
Como de costumbre, cruzó la tienda sin decir palabra, a pesar de que los cuatro hombres, los dos mayores, Marshall y Spencer, y los dos jóvenes, Hammond y Wicks, se irguieron y le miraron, con envidia. Sólo por el medio de agitar un dedo, enfundado en guante de color de ámbar, dio Oliver a entender que se había dado cuenta de la presencia de los cuatro. Y entró y cerró tras sí la puerta de su despacho privado.
A continuación, abrió la cerradura de las rejas que protegían la ventana. Entraron los gritos de Bond Street; entró el distante murmullo del tránsito. La luz reflejada en la parte trasera de la tienda se proyectaba hacia lo alto. Un árbol agitó seis hojas verdes, porque corría el mes de junio. Pero Mademoiselle se había casado con el señor Pedder, de la destilería de la localidad, y ahora nadie le ponía a Oliver rosas en el ojal.
«Vaya», medio suspiró, medio resopló, «vaya…»
Entonces oprimió un resorte en la pared, y los paneles de madera resbalaron lentamente a un lado, revelando, detrás, las cajas fuertes de acero, cinco, no, seis, todas ellas de bruñido acero. Dio la vuelta a una llave; abrió una; luego otra. Todas ellas estaban forradas con grueso terciopelo carmesí, y en todas reposaban joyas —pulseras, collares, anillos, tiaras, coronas ducales, piedras sueltas en cajitas de cristal, rubíes, esmeraldas, perlas, diamantes. Todas seguras, relucientes, frías pero ardiendo, eternamente, con su propia luz comprimida.
«¡Lágrimas!», dijo Oliver contemplando las perlas.
«¡Sangre del corazón!», dijo mirando los rubíes.
«¡Pólvora!», prosiguió, revolviendo los diamantes de manera que lanzaron destellos y llamas.
«Pólvora suficiente para volar Mayfair hasta las nubes, y más arriba, más arriba, más arriba.» Y lo dijo echando la cabeza atrás y emitiendo sonidos como los del relincho del caballo.
El teléfono emitió un zumbido de untuosa cortesía, en voz baja, en sordina, sobre la mesa. Oliver cerró la caja de caudales.
«Dentro de diez minutos», dijo. «Ni un minuto antes.» Se sentó detrás del escritorio y contempló las cabezas de los emperadores romanos grabadas en los gemelos de la camisa. Una vez más se desmanteló y otra vez volvió a ser el muchachuelo que jugaba a canicas, en la calleja donde se venden perros robados, los domingos. Se transformó en aquel voluntarioso y astuto muchachito, con labios rojos como cerezas húmedas. Metía los dedos en montones de tripa; los hundía en sartenes llenas de pescado frito; escabullándose salía y penetraba en multitudes. Era flaco, ágil, con ojos como piedras pulidas. Y ahora… ahora… las saetas del reloj seguían avanzando al son del tic-tac, uno, dos, tres, cuatro… La Duquesa de Lambourne esperaba, por el placer de Oliver; la Duquesa de Lambourne, hija de cien vizcondes. Esperaría durante diez minutos, en una silla junto al mostrador. Esperaría, por placer de Oliver. Esperaría hasta que Oliver quisiera recibirla. Oliver contemplaba el reloj alojado en su caja forrada de cuero. La saeta avanzaba. Con cada uno de sus tic-tacs, el reloj entregaba a Oliver —esto parecía— páté de foie gras, una copa de champaña, otra de brandy viejo, un cigarro que valía una guinea. El reloj lo iba dejando todo sobre la mesa, a su lado, mientras transcurrían los diez minutos. Entonces, oyó suaves y lentos pasos, acercándose; un rumor en el pasillo. Se abrió la puerta. El señor Hammond quedó pegado a la pared.
El señor Hammond anunció: «¡Su Gracia, la Duquesa!»
Y esperó allí, pegado a la pared.
Y Oliver, al ponerse en pie, oyó el rumor del vestido de la Duquesa, que se acercaba por el pasillo. Después la Duquesa se cernió sobre él, ocupando el vano de la puerta por entero, llenando el cuarto con el aroma, el prestigio, la arrogancia, la pompa, el orgullo de todos los duques y de todas las duquesas, alzados en una sola ola. Y, de la misma forma que rompe una ola, la Duquesa rompió, al sentarse, avanzando y salpicando, cayendo sobre Oliver Bacon, el gran joyero, y cubriéndolo de vivos y destellantes colores, verde, rosado, violeta; y de olores; y de iridiscencias; centellas saltaban de los dedos, se desprendían de las plumas, rebrillaban en la seda; ya que la Duquesa era muy corpulenta, muy gorda, prietamente enfundada en tafetán de color de rosa, y pasada ya la flor de la edad. De la misma manera que una sombrilla con muchas varillas, que un pavo real con muchas plumas, cierra las varillas, pliega las plumas, la Duquesa se apaciguó, se replegó, en el momento de hundirse en el sillón de cuero.
«Buenos días, señor Bacon», dijo la Duquesa. Y alargó la mano que había salido por el corte rectilíneo de su blanco guante. Y Oliver se inclinó profundamente, al estrechar la mano. En el instante en que sus manos se tocaron volvió a formarse una vez más el vínculo que les unía. Eran amigos, y, al mismo tiempo, enemigos; él era amo, ella era ama; cada cual engañaba al otro, cada cual necesitaba al otro, cada cual temía al otro, cada cual sabía lo anterior, y se daba cuenta de ello siempre que sus manos se tocaban, en el cuartito de la trastienda, con la blanca luz fuera, y el árbol con sus seis hojas, y el sonido de la calle a lo lejos, y las cajas fuertes a espaldas de los dos.
«Ah, Duquesa, ¿en qué puedo servirla hoy?», dijo Oliver en voz baja.
La Duquesa le abrió su corazón, su corazón privado, de par en par. Y, con un suspiro, aunque sin palabras, extrajo del bolso una alargada bolsa de cuero, que parecía un flaco hurón amarillo. Y por la apertura de la barriga del hurón, la Duquesa dejó caer perlas, diez perlas. Rodando cayeron por la apertura de la barriga del hurón —una, dos, tres, cuatro—, como huevos de un pájaro celestial.
«Son cuanto me queda, mi querido señor Bacon», gimió ia Duquesa. Cinco, seis, siete— rodando cayeron por las pendientes de las vastas montañas cuyas laderas se hundían entre las rodillas de la Duquesa, hasta llegar a un estrecho valle, la octava, la nona, y la décima. Y allí quedaron, en el resplandor del tafetán del color de la flor del melocotón. Diez perlas.
«Del cinto de los Appleby», dijo dolida la Duquesa. «Las últimas… Cuantas quedaban…»
Oliver se inclinó y cogió una perla entre índice y pulgar. Era redonda, era reluciente. Pero, ¿era auténtica o falsa? ¿Volvía la Duquesa a mentirle? ¿Sería capaz de hacerlo otra vez?
La Duquesa se llevó un dedo rollizo a los labios. «Si el Duque lo supiera…», murmuró. «Querido señor Bacon, una racha de mala suerte…»
¿Había vuelto a jugar, realmente?
«¡Ese villano! ¡Ese sinvergüenza!», dijo la Duquesa entre dientes.
¿El hombre con el pómulo partido? Mal bicho, ciertamente. Y el Duque, que era recto como una vara, con sus patillas, la dejaría sin un céntimo, la encerraría allá abajo… Qué sé yo, pensó Oliver, y dirigió una mirada a la caja de caudales.
«Araminta, Daphne, Diana», gimió la Duquesa. «Es para ellas.»
Las ladies Araminta, Daphne y Diana, las hijas de la Duquesa. Oliver las conocía; las adoraba. Pero Diana era aquella a la que amaba.
«Sabe usted todos mis secretos», dijo la Duquesa mirando de soslayo a Oliver. Lágrimas resbalaron; lágrimas cayeron; lágrimas como diamantes, que se cubrieron de polvo en las veredas de las mejillas de la Duquesa, del color de la flor del cerezo.
«Viejo amigo», murmuró la Duquesa, «viejo amigo.»
«Viejo amigo», repitió Oliver, «viejo amigo», como si lamiera las palabras.
«¿Cuánto?», preguntó Oliver.
La Duquesa cubrió las perlas con la mano.
«Veinte mil», murmuró la Duquesa.
Pero, ¿era auténtica o falsa, aquella perla que Oliver tenía en la mano? El cinto de los Appleby, ¿pero es que no lo había vendido ya, la Duquesa? Llamaría a Spencer o a Hammond. «Tenga y haga la prueba de autenticidad», diría Oliver, Se inclinó hacia el timbre.
«¿Vendrá mañana?», preguntó la Duquesa en tono de encarecida invitación, interrumpiendo así a Oliver. «El Primer Ministro… Su Alteza Real…» La Duquesa se calló. «Y Diana…», añadió.
Oliver alejó la mano del timbre.
Miró por encima del hombro de la Duquesa las paredes traseras de las casas de Bond Street. Pero no vio las casas de Bond Street, sino un río turbulento, y truchas y salmones saltando, y el Primer Ministro, y también se vio a sí mismo con chaleco blanco, y luego vio a Diana. Bajó la vista a la perla que tenía en la mano. ¿Cómo iba a someterla a prueba, a la luz del río, a la luz de los ojos de Diana? Pero los ojos de la Duquesa le estaban mirando.
«Veinte mil», gimió la Duquesa. «¡Es mi honor!»
¡El honor de la madre de Diana! Oliver cogió el talonario; sacó la pluma.
«Veinte…», escribió. Entonces dejó de escribir. Los ojos de la vieja mujer retratada le estaban mirando, los ojos de aquella vieja que era su madre.
«¡Oliver!», le decía su madre. «¡Un poco de sentido común! ¡No seas loco!»
«¡Oliver!», suplicó la Duquesa (ahora era Oliver y no señor Bacon). «¿Vendrá a pasar un largo final de semana?»
¡A solas en el bosque con Diana! ¡Cabalgando a solas en el bosque con Diana!
«Mil», escribió, y firmó el talón.
«Tenga», dijo Oliver.
Y se abrieron todas las varillas de la sombrilla, todas las plumas del pavo real, el resplandor de la ola, las espadas y las lanzas de Agincourt, cuando la Duquesa se levantó del sillón. Y los dos viejos y los dos jóvenes, Spencer y Marshall, Wicks y Hammond, se pegaron a la pared, detrás del mostrador, envidiando a Oliver, mientras éste acompañaba a la Duquesa, a través de la tienda, hasta la puerta. Y Oliver agitó su guante amarillo ante las narices de los cuatro, y la Duquesa conservó su honor —un talón de veinte mil libras, con la firma de Oliver— firmemente en sus manos.
«¿Son auténticas o son falsas?», preguntó Oliver, cerrando la puerta de su despacho privado. Allí estaban, las diez perlas sobre el papel secante, en el escritorio. Fue con ellas a la ventana. Con la lupa las miró a la luz… ¡Aquella era la trufa que había extraído de la tierra! Podrida por dentro…
«Perdóname, madre», suspiró Oliver, levantando la mano, como si pidiera perdón a la vieja retratada. Y, una vez más, fue un chicuelo en la calleja en donde vendían perros robados los domingos.
«Porque», murmuró juntando las palmas de las manos, «será un fin de semana largo.»

miércoles, 17 de febrero de 2016

Huitzilopoxtli.

Huitzilopoxtli.

Tuve que ir, hace poco tiempo, en una comisión periodística, de una ciudad frontera de los Estados Unidos, a un punto mexicano en que había un destacamento de Carranza. Allí se me dio una recomendación y un salvoconducto para penetrar en la parte de territorio dependiente de Pancho Villa, el guerrillero y caudillo militar formidable. Yo tenía que ver un amigo, teniente en las milicias revolucionarias, el cual me había ofrecido datos para mis informaciones, asegurándome que nada tendría que temer durante mi permanencia en su campo.
Hice el viaje, en automóvil, hasta un poco más allá de la línea fronteriza en compañía de mister John Perhaps, médico, y también hombre de periodismo, al servicio de diarios yanquis, y del Coronel Reguera, o mejor dicho, el Padre Reguera, uno de los hombres más raros y terribles que haya conocido en mi vida. El Padre Reguera es un antiguo fraile que, joven en tiempo de Maximiliano, imperialista, naturalmente, cambió en el tiempo de Porfirio Díaz de Emperador sin cambiar en nada de lo demás. Es un viejo fraile vasco que cree en que todo está dispuesto por la resolución divina. Sobre todo, el derecho divino del mando es para él indiscutible.
-Porfirio dominó -decía- porque Dios lo quiso. Porque así debía ser.
-¡No diga macanas! -contestaba mister Perhaps, que había estado en la Argentina.
-Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad… ¡Al que no respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero…
Aquí en México, sobre todo, se vive en un suelo que está repleto de misterio. Todos esos indios que hay no respiran otra cosa. Y el destino de la nación mexicana está todavía en poder de las primitivas divinidades de los aborígenes. En otras partes se dice: “Rascad… y aparecerá el…”. Aquí no hay que rascar nada. El misterio azteca, o maya, vive en todo mexicano por mucha mezcla social que haya en su sangre, y esto en pocos.
-Coronel, ¡tome un whisky! dijo mister Perhaps, tendiéndole su frasco de ruolz.
-Prefiero el comiteco- respondió el Padre Reguera, y me tendió un papel con sal, que sacó de un bolsón, y una cantimplora llena de licor mexicano.
Andando, andando, llegamos al extremo de un bosque, en donde oímos un grito:
“¡Alto!”. Nos detuvimos. No se podía pasar por ahí. Unos cuantos soldados indios, descalzos, con sus grandes sombrerones y sus rifles listos, nos detuvieron.
El Viejo Reguera parlamentó con el principal, quien conocía también al yanqui. Todo acabó bien. Tuvimos dos mulas y un caballejo para llegar al punto de nuestro destino. Hacía luna cuando seguimos la marcha. Fuimos paso a paso. De pronto exclamé dirigiéndome al viejo Reguera:
-Reguera, ¿cómo quiere que le llame, Coronel o Padre?
-¡Como la que lo parió! – bufó el apergaminado personaje.
-Lo digo- repuse- porque tengo que preguntarle sobre cosas que a mí me preocupan bastante.
Las dos mulas iban a un trotecito regular, y solamente mister Perhaps se detenía de cuando en cuando a arreglar la cincha de su caballo, aunque lo principal era el engullimiento de su whisky.
Dejé que pasara el yanqui adelante, y luego, acercando mi caballería a la del Padre Reguera, le dije:
-Usted es un hombre valiente, práctico y antiguo. A usted le respetan y lo quieren mucho todas estas indiadas. Dígame en confianza: ¿es cierto que todavía se suelen ver aquí cosas extraordinarias, como en tiempos de la conquista?
-¡Buen diablo se lo lleve a usted! ¿Tiene tabaco?
Le di un cigarro.
-Pues le diré a usted. Desde hace muchos años conozco a estos indios como a mí mismo, y vivo entre ellos como si fuese uno de ellos. Me vine aquí muy muchacho, desde en tiempo de Maximiliano. Ya era cura y sigo siendo cura, y moriré cura.
-¿Y…?
-No se meta en eso.
-Tiene usted razón, Padre; pero sí me permitirá que me interese en su extraña vida. ¿Cómo usted ha podido ser durante tantos años sacerdote, militar, hombre que tiene una leyenda, metido por tanto tiempo entre los indios, y por último aparecer en la Revolución con Madero? ¿No se había dicho que Porfirio le había ganado a usted?
El viejo Reguera soltó una gran carcajada.
-Mientras Porfirio tuvo a Dios, todo anduvo muy bien; y eso por doña Carmen…
-¿Cómo, padre?
-Pues así… Lo que hay es que los otros dioses…
-¿Cuáles, Padre?
-Los de la tierra…
-¿Pero usted cree en ellos?
-Calla, muchacho, y tómate otro comiteco.
-Invitemos -le dije- a míster Perhaps que se ha ido ya muy delantero.
-¡Eh, Perhaps! ¡Perhaps!
No nos contestó el yanqui.
-Espere- le dije, Padre Reguera; voy a ver si lo alcanzo.
-No vaya- me contestó mirando al fondo de la selva. Tome su comiteco
El alcohol azteca había puesto en mi sangre una actividad singular. A poco andar en silencio, me dijo el Padre:
-Si Madero no se hubiera dejado engañar…
-¿De los políticos?
-No, hijo; de los diablos…
-¿Cómo es eso?
-Usted sabe.
-Lo del espiritismo…
-Nada de eso. Lo que hay es que él logró ponerse en comunicación con los dioses viejos…
-¡Pero, padre…!
-Sí, muchacho, sí, y te lo digo porque, aunque yo diga misa, eso no me quita lo aprendido por todas esas regiones en tantos años… Y te advierto una cosa: con la cruz hemos hecho aquí muy poco, y por dentro y por fuera el alma y las formas de los primitivos ídolos nos vencen… Aquí no hubo suficientes cadenas cristianas para esclavizar a las divinidades de antes; y cada vez que han podido, y ahora sobre todo, esos diablos se muestran.
Mi mula dio un salto atrás toda agitada y temblorosa, quise hacerla pasar y fue imposible.
-Quieto, quieto- me dijo Reguera.
Sacó su largo cuchillo y cortó de un árbol un varejón, y luego con él dio unos cuantos golpes en el suelo.
-No se asuste -me dijo-; es una cascabel.
Y vi entonces una gran víbora que quedaba muerta a lo largo del camino. Y cuando seguimos el viaje, oí una sorda risita del cura…
-No hemos vuelto a ver al yanqui le dije.
-No se preocupe; ya le encontraremos alguna vez.
Seguimos adelante. Hubo que pasar a través de una gran arboleda tras la cual oíase el ruido del agua en una quebrada. A poco: “¡Alto!”
-¿Otra vez? – le dije a Reguera.
-Sí -me contestó-. Estamos en el sitio más delicado que ocupan las fuerzas revolucionarias. ¡Paciencia!
Un oficial con varios soldados se adelantaron. Reguera les habló y oí contestar al oficial:
-Imposible pasar más adelante. Habrá que quedar ahí hasta el amanecer.
Escogimos para reposar un escampado bajo un gran ahuehuete.
De más decir que yo no podía dormir. Yo había terminado mi tabaco y pedí a Reguera.
-Tengo -me dijo- , pero con mariguana.
Acepté, pero con miedo, pues conozco los efectos de esa yerba embrujadora, y me puse a fumar. En seguida el cura roncaba y yo no podía dormir.
Todo era silencio en la selva, pero silencio temeroso, bajo la luz pálida de la luna. De pronto escuché a lo lejos como un quejido largo y aullante, que luego fue un coro de aullidos. Yo ya conocía esa siniestra música de las selvas salvajes: era el aullido de los coyotes.
Me incorporé cuando sentí que los clamores se iban acercando. No me sentía bien y me acordé de la mariguana del cura. Si sería eso…
Los aullidos aumentaban. Sin despertar al viejo Reguera, tomé mi revólver y me fui hacia el lado en donde estaba el peligro.
Caminé y me interné un tanto en la floresta, hasta que vi una especie de claridad que no era la de la luna, puesto que la claridad lunar, fuera del bosque era blanca, y ésta, dentro, era dorada. Continué internándome hasta donde escuchaba como un vago rumor de voces humanas alternando de cuando en cuando con los aullidos de los coyotes.
Avancé hasta donde me fue posible. He aquí lo que vi: un enorme ídolo de piedra, que era ídolo y altar al mismo tiempo, se alzaba en esa claridad que apenas he indicado. Imposible detallar nada. Dos cabezas de serpiente, que eran como brazos o tentáculos del bloque, se juntaban en la parte superior, sobre una especie de inmensa testa descarnada, que tenía a su alrededor una ristra de manos cortadas, sobre un collar de perlas, y debajo de eso, vi, en vida de vida, un movimiento monstruoso. Pero ante todo observé unos cuantos indios, de los mismos que nos habían servido para el acarreo de nuestros equipajes, y que silenciosos y hieráticamente daban vueltas alrededor de aquel altar viviente.
Viviente, porque fijándome bien, y recordando mis lecturas especiales, me convencí de que aquello era un altar de Teoyaomiqui, la diosa mexicana de la muerte. En aquella piedra se agitaban serpientes vivas, y adquiría el espectáculo una actualidad espantable.
Me adelanté. Sin aullar, en un silencio fatal, llegó una tropa de coyotes y rodeó el altar misterioso. Noté que las serpientes, aglomeradas, se agitaban; y al pie del bloque ofídico, un cuerpo se movía, el cuerpo de un hombre: Mister Perhaps estaba allí.
Tras un tronco de árbol yo estaba en mi pavoroso silencio. Creí padecer una alucinación; pero lo que en realidad había era aquel gran círculo que formaban esos lobos de América, esos aullantes coyotes más fatídicos que los lobos de Europa.
Al día siguiente, cuando llegamos al campamento, hubo que llamar al médico para mí.
Pregunté por el Padre Reguera.
-El Coronel Reguera -me dijo la persona que estaba cerca de mí- está en este momento ocupado. Le faltan tres por fusilar.

martes, 16 de febrero de 2016

Historia del señor Jefries y Nassin el egipcio.

Historia del señor Jefries y Nassin el egipcio.

No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries. Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger y por qué maté a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a la magia.
Historia ésta que ya había olvidado si no reactivara su recuerdo una película de Boris Karloff, titulada “La momia”, que una noche vimos y comentamos con varios amigos.
Se entabló una discusión en torno de Boris Karloff y de la inverosimilitud del asunto del film, y a ese propósito yo recordé una terrible historia que me enganchó en Tánger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos que el argumento de “La momia” podía ser posible, y sin más, achacándosela a otro, les conté mi aventura, porque yo no podía, personalmente, enorgullecerme de haber asesinado a tiros a Nassin el Mago.
Todo aquello ocurrió a los pocos meses de haberme hecho cargo del consulado de Tánger.
Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba su atolondramiento bajo una capa de gravedad sumamente endeble.
La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin el Egipcio.
Nassin el Mago vivía en la calle de los Ni-Ziaguin, y mercaba yerbas medicinales y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado de la tienda, pero le pertenecía, así como el comercio de yerbas medicinales atendido por un negro gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro del antro una transparente cortinilla de gasa roja.
Nassin el Egipcio era un hombre alto. Al estilo de sus compatriotas, mostraba una espalda anchurosa y una cintura de avispa. Se tocaba con un turbante de razonable diámetro y su rostro amarillo estaba picado de viruelas, mejor dicho, las viruelas parecían haberse ensañado particularmente con su nariz, lo que le daba un aspecto repugnante. Cuando estaba excitado o encolerizado, su voz se tornaba sibilante y sus ojos brillaban como los de un reptil. Como para contrarrestar estas condiciones negativas, sus modales eran seductores y su educación exquisita. No se alteraba jamás visiblemente; por el contrario, cuanto más colérico se sentía contra su interlocutor, más fina y sibilante se tornaba su voz y más brillaban sus ojos.
Él fue el hombre con quien mi desdichado destino me hizo trabar relaciones.
Me detuve una vez a comprar tabaco en su tienda; iba a marcharme porque nadie atendía el mostrador, cuando súbitamente asomó por encima de las cajas de tabaco la cabeza de reptil del egipcio. Al verle aparecer así, bruscamente, quedé alelado, como si hubiera puesto la mano sobre el nido de una cobra. El egipcio pareció darse cuenta del efecto que su súbita presencia causó sobre mi sensibilidad, porque cuando me marché “sentí” que él se me quedó mirando a la nuca, y aunque experimentaba una tentación violenta de volver la cabeza, no lo hice porque semejante acto hubiera sido confirmarle a Nassin su poder hipnótico sobre mí.
Sin embargo, al otro día volvió a repetirse el endiablado juego. Deseaba vencer ese complejo de timidez que nacía en mí en presencia del maldito egipcio. Violentando mi naturaleza, fui a comprar otra vez cigarrillos a la tienda de Nassin. Como de costumbre, no había nadie en el mostrador; iba a retirarme, cuando, como si la disparara un resorte fuera de una caja de sorpresas, apareció la cabeza de serpiente del egipcio.
Me entregó la cajetilla de tabaco saludándome con una exquisita inclinación, y yo me retiré sin atreverme a volver la cabeza entre la multitud que pasaba a mi lado, porque sabía que allá lejos, en el fondo de la calle, estaba el egipcio con la mirada clavada en mí.
Era aquella una situación extraña. Antes de terminar violentamente, debía complicarse. No me equivoqué. Una mañana me detuve frente al puesto de Nassin. Éste asomó bruscamente la cabeza por encima del mostrador. Como de costumbre, quedé paralizado. Nassin notó mi turbación, la parálisis de mi corazón, la palidez de mi rostro, y aprovechando aquel shock nervioso apoyó dulcemente sus manos entre mis manos y teniéndome así, como si yo fuera una tierna muchacha y no un robusto socio del Tánger Tenis Club, me dijo:
—¿No vendréis esta noche a tomar té conmigo? Os mostraré una curiosidad que os interesará extraordinariamente.
Le entregué las monedas que en justicia le correspondían por su tabaco, y sin responderle me retiré apresuradamente de su puesto. Estaba avergonzado, como si me hubieran sorprendido cometiendo una mala acción. Pero ¿qué podía hacer? Había caído bajo la autoridad secreta del egipcio.
No me convenía engañarme a mí mismo. Nassin el Mago era el único hombre sobre la tierra que podía ejercer sobre mí ese dominio invisible, avergonzador, torturante que se denomina “acción hipnótica”. No me convenía huir de él, porque yo hubiera quedado humillado para toda la vida. Además, mi cargo de cónsul no me permitía abandonar Tánger a capricho. Tenía que quedarme allí y desafiar la cita del egipcio y vencerlo, además.
No me quedaba duda:
Nassin quería dominarme. Convertirme en un esclavo suyo. Para ello era indispensable que yo le obedeciera ciegamente, como si fuera un negro que él hubiera comprado a una caravana de árabes. Su invitación para que fuera a la noche a tomar té con él era la última formalidad que el egipcio cumplía para remachar la cadena con que me amarraría a su tremenda y misteriosa voluntad.
Impacientemente esperé durante todo el día que llegara la noche. Estaba angustiado e irritado, como si dos naturalezas opuestas entre sí combatieran en mí. Recuerdo que revisé cuidadosamente mi pistola automática y engrasé sus resortes. Iba a librar una lucha sin cuartel; Nassin me dominaría, y entonces yo caería a sus pies y besaría el suelo que él pisaba, o triunfaba yo y le hacía volar la cabeza en pedazos. Y para que, efectivamente, su cabeza pudiera volar en pedazos, recuerdo que llevé a lo de un herrero las balas de acero de mi pistola y las hice convertir en dum-dum. Quería ver volar en pedazos la cabeza de serpiente del egipcio.
A las diez de la noche puse en marcha mi automóvil, y después de dejar atrás la playa y las murallas de la época de la dominación portuguesa, me detuve frente a la tienda del egipcio. Como de costumbre, no estaba allí, pero de pronto su cabeza asomó tras el mostrador y sus ojos brillantes y fríos se quedaron mirándome inmóviles, mientras sus manos arrastrándose sobre los paquetes de tabaco, tomaban las mías. Se quedó mirándome, así, un instante, tal si yo fuera el principio y el fin de su vida; luego, precipitadamente abandonó el mostrador, abrió una portezuela, y haciéndome una inmensa inclinación, como si yo fuera el Comendador de los Creyentes, me hizo pasar al interior de la tienda; apartó una cortinilla dorada y me encontré en un pasadizo oscuro. Un negro gigantesco, más alto que una torre, ventrudo como una ballena, me tomó de una mano y me condujo hasta una sala. El negro era el que atendía la tienda de las hierbas medicinales.
Entré en la sala. El suelo estaba allí cubierto de tapices, cojines, almohadones, colchonetas. En un rincón humeaba un pebetero; me senté en un cojín y comencé a esperar.
Cuánto tiempo permanecí ensimismado, quizá por el efecto aromático de las hierbas que humeaban y se consumían en el pebetero, no lo sé. Al levantar los párpados sorprendí al egipcio sentado también frente a mí, en cuclillas. Me miraba en silencio, sin irritación ni malevolencia, pero era la suya una mirada fría, tan ultrajante por su misma frialdad que me producía rabiosos deseos de execrarle la cara con los más atroces insultos. Pero no abrí los labios y seguí con los ojos una señal de su dedo índice: me señalaba una bola de vidrio.
La bola de vidrio parecía alumbrada en su interior por un destello esférico que crecía insensiblemente a medida que se hacía más y más oscura la penumbra de la sala. Hubo un momento en que no vi más al egipcio ni a las espesas colgaduras de alrededor, sino la bola de vidrio, un vidrio que parecía plomo transparente, que se transformaba en una lámina de plata centelleante y única en la infinitud de un mundo negro. Y yo no tenía fuerzas para apartar los ojos de la bola de vidrio, hasta que de pronto tuve conciencia de que el egipcio me estaba transmitiendo un deseo claro y concreto:
“Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita.”
Me puse de pie; el negro gigantesco se inclinó frente a mí al correr la cortina dorada que me permitía salir a la tabaquería, subí a mi automóvil, y, sin vacilar, me dirigí al cementerio.
¿Era una idea mía lo que yo creía un deseo de Nassin? ¿Estaba yo trastornado y atribuía al egipcio ciertas monstruosas fantasías que nacían de mí?
Los procedimientos de la magia negra son, a pesar de la incredulidad de los racionalistas, procesos de sugestión y de acrecentamiento de la propia ferocidad. Los magos son hombres de una crueldad ilimitada, y ejercen la magia para acrecentar en ellos la crueldad, porque la crueldad es el único goce efectivo que les es dado saborear sobre la tierra. Claro está; ningún mago puede poner en juego ni hacerse obedecer por fuerzas cósmicas.
“Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita.” ¿Era aquélla una orden del mago o una sugestión nacida de mi desequilibrio?
Tendría la prueba muy pronto.
Encaminé mi automóvil hacia el cementerio cristiano. Era lunes, uno de los cuatro días de la semana que no es fiesta en Tánger, porque el viernes es el domingo musulmán; el sábado, el domingo judío, y el domingo el domingo cristiano.
Llegando frente al cementerio, detuve el automóvil parte de la muralla derribada hacía pocos días por un camión que había chocado allí; aparté unas tablas y, tomando una masas y un cortafrío de mi cajón de herramientas, comencé a vagar entre las tumbas. Dónde estaba sepultada la jovencita, yo no lo sabía; caminaba al azar hasta que de pronto sentí una voz que me murmuraba en mi oído:
“Aquí.”
Estaba frente a una bóveda cuya cancela forcé rápidamente. Derribé, valiéndome de mi maza, varias lápidas de mármol dejé al descubierto un ataúd. Sin vacilar, cargué el cajón fúnebre a mi espalda (fue un milagro que no me viera nadie, porque la luna brillaba intensamente), y agobiado como un ganapán por el peso del ataúd, salí vacilante, lo deposité en mi automóvil y me dirigí nuevamente a casa del egipcio.
Voy a interrumpir mi relato con esta pregunta:
—¿Qué harían ustedes si un cliente les trajera a su noche, un muerto dentro de su ataúd?
Estoy seguro de que lo rechazarían con gestos airados, ¿no es así? De ningún modo permitirían ustedes que el cliente se introdujera en su hogar con el cadáver del desconocido.
Pues bien; cuando yo me detuve frente a la casa del mago egipcio, éste asomó a la puerta y, en vez de expulsarme, me recibió atentamente.
Era muy avanzada la noche, y no había peligro de que nadie nos viera. Apresuradamente el egipcio abrió las hojas de la puerta, y casi sin sentir sobre mí la tremenda carga del ataúd, deposité el cajón del muerto en el suelo y con un pañuelo, tranquilamente, me quedé enjugando el sudor de mi frente.
El egipcio volvió armado de una palanca, introdujo su cuña entre las juntas de la tapa y el cajón, y de pronto el ataúd entero crujió y la tapa saltó por los aires.
Cometida esta violación, el egipcio encendió un candelabro de tres brazos, cargado de tres cirios negros, los colocó sesgadamente en dirección a La Meca, y luego, revistiéndose de una estola negra bordada con signos jeroglíficos, con un cuchillo cortó la fina cubierta de estaño que cerraba el ataúd.
No pude contener mi curiosidad. Asomándome sobre su espalda, me incliné sobre el féretro y descubrí que “casualmente” yo había robado del cementerio un ataúd que contenía a una jovencita.
No me quedó ninguna duda:
El egipcio se dedicaba a la magia. Él era quien me había ordenado mentalmente que robara un cadáver. Vacilar era perderme para siempre. Eché mano al bolsillo, extraje la pistola, coloque su cañón horizontalmente hacia la nuca de Nassin y apreté el disparador. La cabeza del egipcio voló en pedazos; su cuerpo, arrodillado y descabezado, vaciló un instante y luego se derrumbó.
Sin esperar más salí. Nadie se cruzó en mi camino.
Al día siguiente, al pasar frente a la tabaquería del egipcio, vi que estaba cerrada. Un cartelito pendía del muro:
“Cerrada porque Nassin el egipcio está de viaje”.

lunes, 15 de febrero de 2016

Dioses.

Dioses.

Esto es lo que veo ahora mismo en tus ojos: una noche lluviosa, una calle angosta, unas farolas que se pierden en la distancia. El agua se desliza vertiginosa por las laderas de los tejados empinados hasta los desagües. Debajo de la boca de serpiente de cada uno de los desagües hay un cubo con un aro verde. Las hileras de cubos bordean las paredes negras a ambos lados de la calle. Yo los observo mientras se van llenando de mercurio frío. El mercurio pluvial va creciendo hasta desbordarse. Las bombillas desnudas brillan en la distancia, sus rayos erizados en la lluviosa oscuridad. Los cubos ya se están desbordando.
Y así logro entrar en tus ojos nublados, hasta llegar a una callejuela angosta de negra luz tenue donde la lluvia nocturna borbotea y susurra. Sonríeme. ¿Por qué me miras con expresión tan sombría y siniestra? Ya es de mañana. Las estrellas no han cesado de chillar con sus voces infantiles toda la noche mientras que en el tejado alguien laceraba y acariciaba un violín con un arco afilado. Mira, el cielo cruza la pared lentamente como una vela al viento. Tú emanas una niebla ahumada que todo lo envuelve. El polvo comienza a tejer remolinos en tus ojos, millones de palabras doradas. ¡Sonreiste!
Salimos al balcón. Es primavera. Abajo, en medio de la calle, un chico de rizos amarillos trabaja a toda prisa, dibujando a un dios. El dios se extiende de una a otra acera. El chico agarra un trozo de tiza en la mano, un trocito de carboncillo blanco, y en cuclillas, sin dejar de dar vueltas, dibuja con amplios trazos en el suelo. Este dios blanco tiene grandes botones también blancos y los pies abiertos. Crucificado en el asfalto, mira hacia el cielo con ojos abiertos. Su boca es tan sólo y también un simple arco blanco. Un puro, del tamaño de un leño, ha aparecido en su boca. Con trazos helicoidales el chico dibuja unas espirales que quieren representar el humo. Contempla su obra, brazos en jarras. Añade un nuevo botón… El marco de una ventana suena en algún lugar; y una voz de mujer, enorme y feliz, llama al muchacho. El niño se desprende de la tiza con una patada y corre a casa. El dios blanco, geométrico, queda abandonado en el asfalto violeta, mirando al cielo.
Y de nuevo tus ojos se volvieron tenebrosos. En seguida me di cuenta de lo que recordaban. En un rincón de nuestro dormitorio, bajo el icono, hay una pelota de goma de colores. A veces salta suave y triste de la mesa y cae rodando hasta el suelo.
Vuélvela a poner en su sitio bajo el icono y luego ¿por qué no vamos a dar un paseo?
Aire de primavera. Un poco velloso. ¿Ves esos tilos que bordean la calle? Negras ramas cubiertas con húmedas lentejuelas verdes. Todos los árboles del mundo están viajando hacia algún lugar. Un peregrinaje continuo. ¿Recuerdas, cuando estábamos de camino hacia aquí, hacia esta ciudad, los árboles que corrían a lo largo de las ventanillas de nuestro vagón de tren? Y antes de eso, en Crimea, vi una vez un ciprés que se inclinaba sobre un almendro en flor. En tiempos, el ciprés había sido un deshollinador muy alto, grande, con un escobón y una escalera bajo el brazo. Completamente enamorado, pobre hombre, de una pequeña lavandera, rosa como los pétalos del almendro. Su delantal rosa se hincha con la brisa; él se inclina tímidamente hacia ella, como si todavía le preocupara la posibilidad de mancharla de hollín. Una fábula de primera clase.
Todos los árboles son peregrinos. Tienen su Mesías, al que van buscando. Su Mesías es un regio cedro del Líbano, o quizás sea un árbol pequeño, un pequeño matorral absolutamente discreto de la tundra…
Hoy unos tilos pasan por la ciudad. Se hizo un intento de detenerlos. Se construyeron unas vallas circulares alrededor de sus troncos. Pero se mueven igual…
Los tejados relumbran como espejos oblicuos cegados por el sol. Una mujer con alas está de pie en el alféizar de una ventana, limpiando los cristales. Se inclina, hace unas muecas, se quita un mechón de pelo llameante de la cara. El aire huele levemente a gasolina y a tilos. ¿Quién podrá decir, hoy en día, qué efluvios saludaban al viajero que entraba en un atrio de Pompeya? Dentro de medio siglo nadie conocerá los olores que triunfan hoy en nuestras calles y en nuestras habitaciones. Excavarán la estatua de algún héroe militar de piedra, de las que se encuentran a cientos en cualquier ciudad, y suspirarán por el Fidias de antaño. Todo en el mundo es bello, pero el Hombre sólo reconoce la belleza si la ve con poca frecuencia o desde lejos… Escucha… ¡Hoy, somos dioses! Nuestras sombras azules son enormes. Nos movemos en un mundo gigantesco, alegre. La columna de la esquina está envuelta en lonas mojadas, en las que un pincel ha esparcido remolinos de colores. La anciana que vende periódicos tiene unas canas grises en la barbilla, y unos ojos azules con un punto de locura. Los periódicos en rebujo se le escapan desordenadamente de la bolsa donde los lleva. Sus grandes tipos me llevan a pensar en cebras voladoras.
Un autobús se detiene en su parada. Arriba, el revisor golpea con la mano en la regala de hierro. El timonel da un giro de ciento ochenta grados al timón. Un creciente lamento trabajoso, un breve chirrido. Las anchas ruedas han dejado huellas de plata en el asfalto. Hoy, en este día soleado, todo es posible. Mira, un hombre ha saltado de un tejado a un cable y está caminando por él, partiéndose de risa, con los brazos extendidos, sobre la calle que es puro movimiento. Mira, dos edificios acaban de jugar armoniosamente a la pídola; el número tres acabó entre el uno y el dos; no cayó en el lugar preciso. Vi un espacio vacío, una estrecha banda de sol. Y una mujer se detuvo en mitad de una plaza, echó atrás la cabeza, y empezó a cantar; un grupo de gente le hizo corro, y luego se marcharon: hay un vestido vacío en el asfalto, y en el cielo una nubecilla transparente.
Te estás riendo. Cuando ríes, quiero que todo el mundo se transforme para que te refleje como un espejo. Pero tus ojos se apagan al instante. Dices, apasionada, temerosamente: «¿Te gustaría ir… allí? ¿No te importa? Se está tan bien allí, todo está en flor…».
Es cierto, todo está en flor, es cierto que iremos. Porque ¿no somos dioses tú y yo? Siento en mi sangre la rotación de universos inexplorables…
Escucha, quiero correr durante toda mi vida, gritando a pleno pulmón. Que toda la vida sea un aullido desbordado. Como la multitud que saluda al gladiador.
No te pares a pensar, no interrumpas el grito, respira, libera el éxtasis de la vida. Todo está en flor. Todo vuela. Todo grita, y se atraganta con sus gritos. Risa. Carreras. Suéltate el pelo. Eso es todo en lo que consiste la vida.
Llevan a unos camellos por la calle, el circo los devuelve de nuevo al zoo. Sus pesadas jorobas se escoran y se balancean. Sus rostros alargados y amables se alzan ligeramente, soñadores. ¿Cómo va a existir la muerte si hay alguien que conduce unos camellos por la calle de primavera? En la esquina, una bocanada inesperada de flores rusas; un mendigo, una monstruosidad divina, contorsionado, con pies que le crecen en las axilas, ofrece, con una pata mojada y peluda, un ramo de verduscos lirios del valle… Me tropiezo con un transeúnte… Colisión momentánea de dos gigantes. Jovialmente intenta golpearme magnífico con su bastón lacado. La punta, en su trayecto de vuelta, rompe un escaparate detrás de él. Cruzan el cristal una serie de zigzags. No —sólo es el chapoteo de la luz del sol que se refleja en mis ojos. ¡Mariposa, mariposa! Negra con rayas rojas… Un trozo de terciopelo… irrumpe en el asfalto, se eleva sobre un coche que pasa y sobre un edificio muy alto, hasta llegar al azul húmedo de un cielo de abril. Otra mariposa idéntica se posó en una ocasión en el borde blanco de un circo; Lesbia, la hija del senador, grácil, de ojos oscuros, con una cinta de oro en la frente, extasiada por las alas palpitantes, se perdió el segundo preciso, el remolino de polvo cegador, en el que el cuello de toro de uno de los gladiadores se rompió bajo la rodilla desnuda del otro.
Hoy tengo el alma llena de gladiadores, de sol, del ruido del mundo…
Bajamos por una amplia escalera y llegamos a una cámara bajo tierra, alargada, oscura. Las baldosas resuenan vibrantes bajo nuestras pisadas. Las figuras de unos pecadores ardiendo adornan las paredes grises. En la distancia, los truenos negros se hinchan en pliegues de terciopelo. Todo estalla a nuestro alrededor. Corremos, como si esperáramos a un dios. Estamos encerrados dentro de un brillo de cristal. Adquirimos velocidad. Nos precipitamos a una sima negra y corremos en un estruendo seco hasta las profundidades bajo tierra, colgados de cinchas de cuero. Con una detonación las lámparas ámbar se extinguen por un segundo durante el cual unos glóbulos frágiles se queman en luz cálida en la oscuridad —los ojos saltones de los demonios o quizás los puros de nuestros compañeros de viaje.
Vuelven las luces. Mira, mira allí, el hombre alto del abrigo negro junto a la puerta de cristal del coche. Apenas reconozco aquel rostro estrecho, amarillento, el grueso puente de su nariz. Labios finos apretados, el surco atento entre las tupidas cejas, escucha una explicación que está dando otro hombre, pálido como una máscara de escayola, con una pequeña barba esculpida, circular. Estoy seguro de que están hablando en terza rima. Y tu vecina, aquella señora con aquel abrigo pálido sentada con los ojos bajos: ¿podría ser la Beatriz de Dante? Emergemos del malsano y húmedo infierno de nuevo a la luz del sol. El cementerio está lejos, en las afueras. Los edificios son cada vez más escasos. Hay vacíos entre los mismos, de un verde apagado. Me acuerdo del aspecto de esta ciudad en los grabados antiguos.
Caminamos contra el viento a lo largo de vallas que impresionan. En un día como éste, soleado y trémulo, emprenderemos viaje al norte, a Rusia. Habrá pocas flores, sólo las estrellas amarillas de los dientes de león a lo largo de las zanjas. Los postes de telégrafo color ala de paloma cantarán cuando nos acerquemos. Cuando, tras la curva que tan bien conocemos, mi corazón se vea asaltado por los abetos, por la arena roja, por la esquina de la casa, tropezaré y me caeré de bruces.
¡Mira! Por encima de las extensiones vacías de tierra verde, en las alturas del cielo, un avión progresa con un tañido como un arpa eólica. Sus alas de cristal relucen. ¿Hermoso, no te parece? Oh, escucha, esto ocurrió en París, hace ciento cincuenta años. Una mañana temprano —era otoño, y los árboles flotaban en suaves masas naranjas a lo largo de los bulevares elevándose hacia el cielo—, una mañana temprano, los comerciantes se reunieron en la plaza del mercado; los puestos estaban rebosantes de manzanas relucientes y húmedas; había ráfagas de miel y de heno fresco. Un tipo algo mayor con canas en las orejas se ocupaba en disponer lentamente unas jaulas que contenían diversos tipos de aves, que no paraban de moverse en el aire helado; luego se reclinó soñoliento en una estera, porque la niebla de la aurora todavía oscurecía las manos doradas de la esfera negra del reloj del Ayuntamiento. Apenas se había dormido cuando alguien empezó a tirarle de la manga. De un saltó se levantó el anciano y vio ante sí a un joven sin aliento. Era larguirucho, enjuto, con la cabeza pequeña y una nariz puntiaguda. Su chaleco, plateado con rayas negras, estaba mal abotonado, la cinta de su coleta estaba suelta, una de sus medias blancas le caía toda arrugada sobre el zapato. «Necesito un pájaro, cualquier ave me basta… un pollo servirá», dijo el joven, después de lanzar una precipitada mirada a las jaulas todo nervioso. El anciano sacó cautelosamente una pequeña gallina blanca de la jaula y la depositó, no sin un combate de plumas, en las manos renegridas del joven. «¿Qué le pasa… está enferma?», preguntó el joven, como si estuviera discutiendo la compra de una vaca. «¿Enferma? Será de comer pescado», juró el vejete sin demasiada convicción.
El joven le lanzó una moneda reluciente y corrió por entre los puestos apretando la gallina contra el pecho. Luego se detuvo, rehízo bruscamente su camino con la coleta volando al viento y corrió hasta el viejo comerciante.
—También necesito la jaula —dijo.
Cuando por fin se marchó, con la jaula en la mano extendida, separada del cuerpo y equilibrando el paso con el otro brazo que balanceaba como si llevara un cubo, el viejo dio un bufido y volvió a tenderse sobre su estera. Lo que vendiera aquel día o lo que le ocurriera después no es asunto que deba interesarnos para nada.
En cuanto al joven, era nada más y nada menos que el hijo del famoso físico Charles. Charles miró por encima de sus lentes a la gallina, dio un breve golpe a la jaula con sus uñas amarillas y dijo: «Está bien… ahora también tendremos un pasajero». Luego, con un severo destello de sus gafas, añadió: «En cuanto a ti y a mí, hijo mío, nos tomaremos nuestro tiempo. Sólo Dios sabe cómo será el aire ahí arriba entre las nubes».
Aquel mismo día a la hora fijada en los Campos de Marte, ante una multitud atónita, una cúpula enorme, liviana, bordada con arabescos chinos, que llevaba atada con cuerdas de seda una barquilla dorada, se fue hinchando lentamente a medida que se iba llenando de hidrógeno. Charles y su hijo trabajaban entre corrientes de humo que el viento hacía a un lado. La gallina miraba entre los alambres de su jaula con sus ojos pequeños, y la cabeza ladeada. En torno suyo, se movían caftanes de colores y lentejuelas, ligeros vestidos de mujer, sombreros de paja; y cuando la esfera inició su marcha ascendente, el viejo físico la siguió con la mirada, y luego rompió a llorar en el hombro de su hijo, y cientos de manos empezaron a saludar por todos lados con pañuelos y cintas. Unas nubes frágiles flotaban por el cielo soleado y tierno. La tierra se iba alejando, temblorosa, verde clara, cubierta por sombras que corrían vertiginosas y por las manchas encendidas de los árboles. Abajo pasó corriendo un jinete de juguete… pero pronto la esfera desapareció de la vista. La gallina seguía mirando hacia la tierra con uno de sus ojillos.
El vuelo duró todo el día. El día terminó con una gran e intensa puesta de sol. Cuando cayó la noche, la esfera comenzó a descender lentamente. En tiempos, en un pueblo a la ribera del Loira, vivía un campesino amable y astuto. Sale al campo con las luces del alba. En medio del campo ve un prodigio: un montón inmenso de seda de colores. Cerca, volcada, hay una pequeña jaula. Un pollo, todo blanco, como si estuviera moldeado en nieve, sacaba la cabeza por la malla y movía el pico intermitentemente, como si buscara algún insecto entre la hierba. Al principio, el campesino se llevó un susto, pero luego se dio cuenta de que era sencillamente un regalo de la Virgen María, cuyo cabello flotaba en el aire como las telas de araña en el otoño. La seda la vendió su mujer poco a poco en la ciudad cercana, la pequeña barquilla dorada se convirtió en una cuna para su primer nacido envuelto en todo tipo de pañales, y el pollo fue enviado al corral.
Escucha.
Pasó algún tiempo, y un buen día, al pasar junto a una montañita de barcias en la puerta del corral, el campesino oyó un cloqueo de felicidad. Se detuvo. La gallina se destacó del polvo verde y miró hacia el sol mientras caracoleaba rápidamente no sin cierto orgullo. Entretanto, entre las barcias, calientes y lustrosos, lucían cuatro huevos dorados. ¡No es de extrañar! A merced del viento, la gallina había atravesado el arrebol entero del atardecer, y el sol, un gallo encendido con cresta carmesí, había batido sus alas sobre ella.
No sé si el campesino lo entendió. Durante mucho tiempo se quedó inmóvil, abriendo y cerrando los ojos ante tal brillantez, sosteniendo en las palmas de las manos los huevos todavía calientes, enteros, dorados. Luego, arrastrando los zuecos, corrió por el patio dando tales aullidos que el mozo pensó que se debía haber cortado un dedo con el hacha…
Ni que decir tiene que todo esto pasó hace mucho, mucho tiempo, mucho antes de que el aviador Latham, tras caerse con su avión en mitad del Canal de la Mancha, se sentara en la cola de libélula de su Antoinette mientras se sumergía en las aguas, a fumarse un cigarrillo que amarilleaba al viento, mientras observaba cómo, arriba en el cielo, su rival Blériot, en su asco de máquina de alas rechonchas, volaba por primera vez desde Calais hasta las costas azucaradas de Inglaterra.
Pero no consigo vencer tu angustia. ¿Por qué tus ojos se han vuelto a llenar de oscuridad? No, no digas nada. Lo sé todo. No debes llorar. Seguro que ha oído mi fábula, no hay duda de que puede oírla. Es a él a quien va dirigida. Las palabras no tienen fronteras. ¡Trata de entender! Me miras de una forma tan oscura y tan siniestra. Recuerdo la noche después del funeral. No pudiste quedarte en casa. Tú y yo salimos al fango brillante de la nieve derretida. Nos perdimos. Acabamos en una calle extraña, angosta. No conseguí distinguir su nombre, pero lo que sí advertí es que estaba del revés, como en un espejo, en el cristal de una farola. Las luces se perdían en la distancia. De los tejados caía persistente el agua. Los cubos que se alineaban a ambos lados de la calle, a lo largo de las paredes negras, se llenaban de mercurio negro. Se llenaban y se derramaban. Y de repente, extendiendo las manos indefensa, hablaste.
—Pero era tan pequeño, tan cálido…
Perdóname si soy incapaz de llorar, sencillamente de llorar, eso tan humano, perdóname si en su lugar no hago más que cantar y correr hacia algún sitio, agarrándome a cualquier ala que pasa, alto, despeinado, con un ligero bronceado en la frente. Perdóname. Así debe ser.
Caminamos despacio a lo largo de las vallas. El cementerio ya está cerca. Allí está, un islote de blanco y verde invernal entre unos polvorientos solares vacíos. Ahora ve tu sola. Te esperaré aquí. Tus ojos apuntan una fugaz sonrisa un punto tímida. Me conoces tan bien… El portillo de entrada rechinó, y luego se cerró de golpe. Yo me he quedado solo, sentado entre la hierba dispersa. A pocos pasos hay un huerto con coles moradas. Al otro lado del solar, fábricas, monstruos de ladrillo que flotan en la niebla azul. A mis pies, una lata aplastada reluce oxidada en un embudo de arena. A mi alrededor, silencio y una especie de vacío primaveral. No hay muerte. El viento me sorprende a mi espalda, cae sobre mí como una muñeca fláccida y me hace cosquillas en el cuello con su pata velluda. No puede haber muerte.
Mi corazón, también, ha planeado en las alturas a través de la aurora. Tú y yo tendremos un hijo nuevo, dorado, una creación de tus lágrimas y de mis fábulas. Hoy he entendido la belleza de los cables que se cruzan en el cielo, y el mosaico nebuloso de las chimeneas de las fábricas, y esta hojalata oxidada con su tapa del revés, medio cortada y aserrada. La pálida hierba corre, corre hacia algún lugar, entre las olas polvorientas del solar. Alzo los brazos. La luz del sol resbala por mi piel. Mi piel está cubierta por chispas de muchos colores.
Y quiero levantarme, abrir los brazos en un abrazo inmenso, dirigir un discurso largo y luminoso a la multitud invisible. Empezaría así:
—Oh dioses color del arco iris…