Dioses.
Autor: Vladimir Nabokov
Esto es lo que veo ahora mismo en tus ojos: una noche lluviosa, una calle angosta, unas farolas que se pierden en la distancia. El agua se desliza vertiginosa por las laderas de los tejados empinados hasta los desagües. Debajo de la boca de serpiente de cada uno de los desagües hay un cubo con un aro verde. Las hileras de cubos bordean las paredes negras a ambos lados de la calle. Yo los observo mientras se van llenando de mercurio frío. El mercurio pluvial va creciendo hasta desbordarse. Las bombillas desnudas brillan en la distancia, sus rayos erizados en la lluviosa oscuridad. Los cubos ya se están desbordando.
Y así logro entrar en tus ojos nublados, hasta llegar a una callejuela angosta de negra luz tenue donde la lluvia nocturna borbotea y susurra. Sonríeme. ¿Por qué me miras con expresión tan sombría y siniestra? Ya es de mañana. Las estrellas no han cesado de chillar con sus voces infantiles toda la noche mientras que en el tejado alguien laceraba y acariciaba un violín con un arco afilado. Mira, el cielo cruza la pared lentamente como una vela al viento. Tú emanas una niebla ahumada que todo lo envuelve. El polvo comienza a tejer remolinos en tus ojos, millones de palabras doradas. ¡Sonreiste!
Salimos al balcón. Es primavera. Abajo, en medio de la calle, un chico de rizos amarillos trabaja a toda prisa, dibujando a un dios. El dios se extiende de una a otra acera. El chico agarra un trozo de tiza en la mano, un trocito de carboncillo blanco, y en cuclillas, sin dejar de dar vueltas, dibuja con amplios trazos en el suelo. Este dios blanco tiene grandes botones también blancos y los pies abiertos. Crucificado en el asfalto, mira hacia el cielo con ojos abiertos. Su boca es tan sólo y también un simple arco blanco. Un puro, del tamaño de un leño, ha aparecido en su boca. Con trazos helicoidales el chico dibuja unas espirales que quieren representar el humo. Contempla su obra, brazos en jarras. Añade un nuevo botón… El marco de una ventana suena en algún lugar; y una voz de mujer, enorme y feliz, llama al muchacho. El niño se desprende de la tiza con una patada y corre a casa. El dios blanco, geométrico, queda abandonado en el asfalto violeta, mirando al cielo.
Y de nuevo tus ojos se volvieron tenebrosos. En seguida me di cuenta de lo que recordaban. En un rincón de nuestro dormitorio, bajo el icono, hay una pelota de goma de colores. A veces salta suave y triste de la mesa y cae rodando hasta el suelo.
Vuélvela a poner en su sitio bajo el icono y luego ¿por qué no vamos a dar un paseo?
Aire de primavera. Un poco velloso. ¿Ves esos tilos que bordean la calle? Negras ramas cubiertas con húmedas lentejuelas verdes. Todos los árboles del mundo están viajando hacia algún lugar. Un peregrinaje continuo. ¿Recuerdas, cuando estábamos de camino hacia aquí, hacia esta ciudad, los árboles que corrían a lo largo de las ventanillas de nuestro vagón de tren? Y antes de eso, en Crimea, vi una vez un ciprés que se inclinaba sobre un almendro en flor. En tiempos, el ciprés había sido un deshollinador muy alto, grande, con un escobón y una escalera bajo el brazo. Completamente enamorado, pobre hombre, de una pequeña lavandera, rosa como los pétalos del almendro. Su delantal rosa se hincha con la brisa; él se inclina tímidamente hacia ella, como si todavía le preocupara la posibilidad de mancharla de hollín. Una fábula de primera clase.
Todos los árboles son peregrinos. Tienen su Mesías, al que van buscando. Su Mesías es un regio cedro del Líbano, o quizás sea un árbol pequeño, un pequeño matorral absolutamente discreto de la tundra…
Hoy unos tilos pasan por la ciudad. Se hizo un intento de detenerlos. Se construyeron unas vallas circulares alrededor de sus troncos. Pero se mueven igual…
Los tejados relumbran como espejos oblicuos cegados por el sol. Una mujer con alas está de pie en el alféizar de una ventana, limpiando los cristales. Se inclina, hace unas muecas, se quita un mechón de pelo llameante de la cara. El aire huele levemente a gasolina y a tilos. ¿Quién podrá decir, hoy en día, qué efluvios saludaban al viajero que entraba en un atrio de Pompeya? Dentro de medio siglo nadie conocerá los olores que triunfan hoy en nuestras calles y en nuestras habitaciones. Excavarán la estatua de algún héroe militar de piedra, de las que se encuentran a cientos en cualquier ciudad, y suspirarán por el Fidias de antaño. Todo en el mundo es bello, pero el Hombre sólo reconoce la belleza si la ve con poca frecuencia o desde lejos… Escucha… ¡Hoy, somos dioses! Nuestras sombras azules son enormes. Nos movemos en un mundo gigantesco, alegre. La columna de la esquina está envuelta en lonas mojadas, en las que un pincel ha esparcido remolinos de colores. La anciana que vende periódicos tiene unas canas grises en la barbilla, y unos ojos azules con un punto de locura. Los periódicos en rebujo se le escapan desordenadamente de la bolsa donde los lleva. Sus grandes tipos me llevan a pensar en cebras voladoras.
Un autobús se detiene en su parada. Arriba, el revisor golpea con la mano en la regala de hierro. El timonel da un giro de ciento ochenta grados al timón. Un creciente lamento trabajoso, un breve chirrido. Las anchas ruedas han dejado huellas de plata en el asfalto. Hoy, en este día soleado, todo es posible. Mira, un hombre ha saltado de un tejado a un cable y está caminando por él, partiéndose de risa, con los brazos extendidos, sobre la calle que es puro movimiento. Mira, dos edificios acaban de jugar armoniosamente a la pídola; el número tres acabó entre el uno y el dos; no cayó en el lugar preciso. Vi un espacio vacío, una estrecha banda de sol. Y una mujer se detuvo en mitad de una plaza, echó atrás la cabeza, y empezó a cantar; un grupo de gente le hizo corro, y luego se marcharon: hay un vestido vacío en el asfalto, y en el cielo una nubecilla transparente.
Te estás riendo. Cuando ríes, quiero que todo el mundo se transforme para que te refleje como un espejo. Pero tus ojos se apagan al instante. Dices, apasionada, temerosamente: «¿Te gustaría ir… allí? ¿No te importa? Se está tan bien allí, todo está en flor…».
Es cierto, todo está en flor, es cierto que iremos. Porque ¿no somos dioses tú y yo? Siento en mi sangre la rotación de universos inexplorables…
Escucha, quiero correr durante toda mi vida, gritando a pleno pulmón. Que toda la vida sea un aullido desbordado. Como la multitud que saluda al gladiador.
No te pares a pensar, no interrumpas el grito, respira, libera el éxtasis de la vida. Todo está en flor. Todo vuela. Todo grita, y se atraganta con sus gritos. Risa. Carreras. Suéltate el pelo. Eso es todo en lo que consiste la vida.
Llevan a unos camellos por la calle, el circo los devuelve de nuevo al zoo. Sus pesadas jorobas se escoran y se balancean. Sus rostros alargados y amables se alzan ligeramente, soñadores. ¿Cómo va a existir la muerte si hay alguien que conduce unos camellos por la calle de primavera? En la esquina, una bocanada inesperada de flores rusas; un mendigo, una monstruosidad divina, contorsionado, con pies que le crecen en las axilas, ofrece, con una pata mojada y peluda, un ramo de verduscos lirios del valle… Me tropiezo con un transeúnte… Colisión momentánea de dos gigantes. Jovialmente intenta golpearme magnífico con su bastón lacado. La punta, en su trayecto de vuelta, rompe un escaparate detrás de él. Cruzan el cristal una serie de zigzags. No —sólo es el chapoteo de la luz del sol que se refleja en mis ojos. ¡Mariposa, mariposa! Negra con rayas rojas… Un trozo de terciopelo… irrumpe en el asfalto, se eleva sobre un coche que pasa y sobre un edificio muy alto, hasta llegar al azul húmedo de un cielo de abril. Otra mariposa idéntica se posó en una ocasión en el borde blanco de un circo; Lesbia, la hija del senador, grácil, de ojos oscuros, con una cinta de oro en la frente, extasiada por las alas palpitantes, se perdió el segundo preciso, el remolino de polvo cegador, en el que el cuello de toro de uno de los gladiadores se rompió bajo la rodilla desnuda del otro.
Hoy tengo el alma llena de gladiadores, de sol, del ruido del mundo…
Bajamos por una amplia escalera y llegamos a una cámara bajo tierra, alargada, oscura. Las baldosas resuenan vibrantes bajo nuestras pisadas. Las figuras de unos pecadores ardiendo adornan las paredes grises. En la distancia, los truenos negros se hinchan en pliegues de terciopelo. Todo estalla a nuestro alrededor. Corremos, como si esperáramos a un dios. Estamos encerrados dentro de un brillo de cristal. Adquirimos velocidad. Nos precipitamos a una sima negra y corremos en un estruendo seco hasta las profundidades bajo tierra, colgados de cinchas de cuero. Con una detonación las lámparas ámbar se extinguen por un segundo durante el cual unos glóbulos frágiles se queman en luz cálida en la oscuridad —los ojos saltones de los demonios o quizás los puros de nuestros compañeros de viaje.
Vuelven las luces. Mira, mira allí, el hombre alto del abrigo negro junto a la puerta de cristal del coche. Apenas reconozco aquel rostro estrecho, amarillento, el grueso puente de su nariz. Labios finos apretados, el surco atento entre las tupidas cejas, escucha una explicación que está dando otro hombre, pálido como una máscara de escayola, con una pequeña barba esculpida, circular. Estoy seguro de que están hablando en terza rima. Y tu vecina, aquella señora con aquel abrigo pálido sentada con los ojos bajos: ¿podría ser la Beatriz de Dante? Emergemos del malsano y húmedo infierno de nuevo a la luz del sol. El cementerio está lejos, en las afueras. Los edificios son cada vez más escasos. Hay vacíos entre los mismos, de un verde apagado. Me acuerdo del aspecto de esta ciudad en los grabados antiguos.
Caminamos contra el viento a lo largo de vallas que impresionan. En un día como éste, soleado y trémulo, emprenderemos viaje al norte, a Rusia. Habrá pocas flores, sólo las estrellas amarillas de los dientes de león a lo largo de las zanjas. Los postes de telégrafo color ala de paloma cantarán cuando nos acerquemos. Cuando, tras la curva que tan bien conocemos, mi corazón se vea asaltado por los abetos, por la arena roja, por la esquina de la casa, tropezaré y me caeré de bruces.
¡Mira! Por encima de las extensiones vacías de tierra verde, en las alturas del cielo, un avión progresa con un tañido como un arpa eólica. Sus alas de cristal relucen. ¿Hermoso, no te parece? Oh, escucha, esto ocurrió en París, hace ciento cincuenta años. Una mañana temprano —era otoño, y los árboles flotaban en suaves masas naranjas a lo largo de los bulevares elevándose hacia el cielo—, una mañana temprano, los comerciantes se reunieron en la plaza del mercado; los puestos estaban rebosantes de manzanas relucientes y húmedas; había ráfagas de miel y de heno fresco. Un tipo algo mayor con canas en las orejas se ocupaba en disponer lentamente unas jaulas que contenían diversos tipos de aves, que no paraban de moverse en el aire helado; luego se reclinó soñoliento en una estera, porque la niebla de la aurora todavía oscurecía las manos doradas de la esfera negra del reloj del Ayuntamiento. Apenas se había dormido cuando alguien empezó a tirarle de la manga. De un saltó se levantó el anciano y vio ante sí a un joven sin aliento. Era larguirucho, enjuto, con la cabeza pequeña y una nariz puntiaguda. Su chaleco, plateado con rayas negras, estaba mal abotonado, la cinta de su coleta estaba suelta, una de sus medias blancas le caía toda arrugada sobre el zapato. «Necesito un pájaro, cualquier ave me basta… un pollo servirá», dijo el joven, después de lanzar una precipitada mirada a las jaulas todo nervioso. El anciano sacó cautelosamente una pequeña gallina blanca de la jaula y la depositó, no sin un combate de plumas, en las manos renegridas del joven. «¿Qué le pasa… está enferma?», preguntó el joven, como si estuviera discutiendo la compra de una vaca. «¿Enferma? Será de comer pescado», juró el vejete sin demasiada convicción.
El joven le lanzó una moneda reluciente y corrió por entre los puestos apretando la gallina contra el pecho. Luego se detuvo, rehízo bruscamente su camino con la coleta volando al viento y corrió hasta el viejo comerciante.
—También necesito la jaula —dijo.
Cuando por fin se marchó, con la jaula en la mano extendida, separada del cuerpo y equilibrando el paso con el otro brazo que balanceaba como si llevara un cubo, el viejo dio un bufido y volvió a tenderse sobre su estera. Lo que vendiera aquel día o lo que le ocurriera después no es asunto que deba interesarnos para nada.
En cuanto al joven, era nada más y nada menos que el hijo del famoso físico Charles. Charles miró por encima de sus lentes a la gallina, dio un breve golpe a la jaula con sus uñas amarillas y dijo: «Está bien… ahora también tendremos un pasajero». Luego, con un severo destello de sus gafas, añadió: «En cuanto a ti y a mí, hijo mío, nos tomaremos nuestro tiempo. Sólo Dios sabe cómo será el aire ahí arriba entre las nubes».
Aquel mismo día a la hora fijada en los Campos de Marte, ante una multitud atónita, una cúpula enorme, liviana, bordada con arabescos chinos, que llevaba atada con cuerdas de seda una barquilla dorada, se fue hinchando lentamente a medida que se iba llenando de hidrógeno. Charles y su hijo trabajaban entre corrientes de humo que el viento hacía a un lado. La gallina miraba entre los alambres de su jaula con sus ojos pequeños, y la cabeza ladeada. En torno suyo, se movían caftanes de colores y lentejuelas, ligeros vestidos de mujer, sombreros de paja; y cuando la esfera inició su marcha ascendente, el viejo físico la siguió con la mirada, y luego rompió a llorar en el hombro de su hijo, y cientos de manos empezaron a saludar por todos lados con pañuelos y cintas. Unas nubes frágiles flotaban por el cielo soleado y tierno. La tierra se iba alejando, temblorosa, verde clara, cubierta por sombras que corrían vertiginosas y por las manchas encendidas de los árboles. Abajo pasó corriendo un jinete de juguete… pero pronto la esfera desapareció de la vista. La gallina seguía mirando hacia la tierra con uno de sus ojillos.
El vuelo duró todo el día. El día terminó con una gran e intensa puesta de sol. Cuando cayó la noche, la esfera comenzó a descender lentamente. En tiempos, en un pueblo a la ribera del Loira, vivía un campesino amable y astuto. Sale al campo con las luces del alba. En medio del campo ve un prodigio: un montón inmenso de seda de colores. Cerca, volcada, hay una pequeña jaula. Un pollo, todo blanco, como si estuviera moldeado en nieve, sacaba la cabeza por la malla y movía el pico intermitentemente, como si buscara algún insecto entre la hierba. Al principio, el campesino se llevó un susto, pero luego se dio cuenta de que era sencillamente un regalo de la Virgen María, cuyo cabello flotaba en el aire como las telas de araña en el otoño. La seda la vendió su mujer poco a poco en la ciudad cercana, la pequeña barquilla dorada se convirtió en una cuna para su primer nacido envuelto en todo tipo de pañales, y el pollo fue enviado al corral.
Escucha.
Pasó algún tiempo, y un buen día, al pasar junto a una montañita de barcias en la puerta del corral, el campesino oyó un cloqueo de felicidad. Se detuvo. La gallina se destacó del polvo verde y miró hacia el sol mientras caracoleaba rápidamente no sin cierto orgullo. Entretanto, entre las barcias, calientes y lustrosos, lucían cuatro huevos dorados. ¡No es de extrañar! A merced del viento, la gallina había atravesado el arrebol entero del atardecer, y el sol, un gallo encendido con cresta carmesí, había batido sus alas sobre ella.
No sé si el campesino lo entendió. Durante mucho tiempo se quedó inmóvil, abriendo y cerrando los ojos ante tal brillantez, sosteniendo en las palmas de las manos los huevos todavía calientes, enteros, dorados. Luego, arrastrando los zuecos, corrió por el patio dando tales aullidos que el mozo pensó que se debía haber cortado un dedo con el hacha…
Ni que decir tiene que todo esto pasó hace mucho, mucho tiempo, mucho antes de que el aviador Latham, tras caerse con su avión en mitad del Canal de la Mancha, se sentara en la cola de libélula de su Antoinette mientras se sumergía en las aguas, a fumarse un cigarrillo que amarilleaba al viento, mientras observaba cómo, arriba en el cielo, su rival Blériot, en su asco de máquina de alas rechonchas, volaba por primera vez desde Calais hasta las costas azucaradas de Inglaterra.
Pero no consigo vencer tu angustia. ¿Por qué tus ojos se han vuelto a llenar de oscuridad? No, no digas nada. Lo sé todo. No debes llorar. Seguro que ha oído mi fábula, no hay duda de que puede oírla. Es a él a quien va dirigida. Las palabras no tienen fronteras. ¡Trata de entender! Me miras de una forma tan oscura y tan siniestra. Recuerdo la noche después del funeral. No pudiste quedarte en casa. Tú y yo salimos al fango brillante de la nieve derretida. Nos perdimos. Acabamos en una calle extraña, angosta. No conseguí distinguir su nombre, pero lo que sí advertí es que estaba del revés, como en un espejo, en el cristal de una farola. Las luces se perdían en la distancia. De los tejados caía persistente el agua. Los cubos que se alineaban a ambos lados de la calle, a lo largo de las paredes negras, se llenaban de mercurio negro. Se llenaban y se derramaban. Y de repente, extendiendo las manos indefensa, hablaste.
—Pero era tan pequeño, tan cálido…
Perdóname si soy incapaz de llorar, sencillamente de llorar, eso tan humano, perdóname si en su lugar no hago más que cantar y correr hacia algún sitio, agarrándome a cualquier ala que pasa, alto, despeinado, con un ligero bronceado en la frente. Perdóname. Así debe ser.
Caminamos despacio a lo largo de las vallas. El cementerio ya está cerca. Allí está, un islote de blanco y verde invernal entre unos polvorientos solares vacíos. Ahora ve tu sola. Te esperaré aquí. Tus ojos apuntan una fugaz sonrisa un punto tímida. Me conoces tan bien… El portillo de entrada rechinó, y luego se cerró de golpe. Yo me he quedado solo, sentado entre la hierba dispersa. A pocos pasos hay un huerto con coles moradas. Al otro lado del solar, fábricas, monstruos de ladrillo que flotan en la niebla azul. A mis pies, una lata aplastada reluce oxidada en un embudo de arena. A mi alrededor, silencio y una especie de vacío primaveral. No hay muerte. El viento me sorprende a mi espalda, cae sobre mí como una muñeca fláccida y me hace cosquillas en el cuello con su pata velluda. No puede haber muerte.
Mi corazón, también, ha planeado en las alturas a través de la aurora. Tú y yo tendremos un hijo nuevo, dorado, una creación de tus lágrimas y de mis fábulas. Hoy he entendido la belleza de los cables que se cruzan en el cielo, y el mosaico nebuloso de las chimeneas de las fábricas, y esta hojalata oxidada con su tapa del revés, medio cortada y aserrada. La pálida hierba corre, corre hacia algún lugar, entre las olas polvorientas del solar. Alzo los brazos. La luz del sol resbala por mi piel. Mi piel está cubierta por chispas de muchos colores.
Y quiero levantarme, abrir los brazos en un abrazo inmenso, dirigir un discurso largo y luminoso a la multitud invisible. Empezaría así:
—Oh dioses color del arco iris…
Y así logro entrar en tus ojos nublados, hasta llegar a una callejuela angosta de negra luz tenue donde la lluvia nocturna borbotea y susurra. Sonríeme. ¿Por qué me miras con expresión tan sombría y siniestra? Ya es de mañana. Las estrellas no han cesado de chillar con sus voces infantiles toda la noche mientras que en el tejado alguien laceraba y acariciaba un violín con un arco afilado. Mira, el cielo cruza la pared lentamente como una vela al viento. Tú emanas una niebla ahumada que todo lo envuelve. El polvo comienza a tejer remolinos en tus ojos, millones de palabras doradas. ¡Sonreiste!
Salimos al balcón. Es primavera. Abajo, en medio de la calle, un chico de rizos amarillos trabaja a toda prisa, dibujando a un dios. El dios se extiende de una a otra acera. El chico agarra un trozo de tiza en la mano, un trocito de carboncillo blanco, y en cuclillas, sin dejar de dar vueltas, dibuja con amplios trazos en el suelo. Este dios blanco tiene grandes botones también blancos y los pies abiertos. Crucificado en el asfalto, mira hacia el cielo con ojos abiertos. Su boca es tan sólo y también un simple arco blanco. Un puro, del tamaño de un leño, ha aparecido en su boca. Con trazos helicoidales el chico dibuja unas espirales que quieren representar el humo. Contempla su obra, brazos en jarras. Añade un nuevo botón… El marco de una ventana suena en algún lugar; y una voz de mujer, enorme y feliz, llama al muchacho. El niño se desprende de la tiza con una patada y corre a casa. El dios blanco, geométrico, queda abandonado en el asfalto violeta, mirando al cielo.
Y de nuevo tus ojos se volvieron tenebrosos. En seguida me di cuenta de lo que recordaban. En un rincón de nuestro dormitorio, bajo el icono, hay una pelota de goma de colores. A veces salta suave y triste de la mesa y cae rodando hasta el suelo.
Vuélvela a poner en su sitio bajo el icono y luego ¿por qué no vamos a dar un paseo?
Aire de primavera. Un poco velloso. ¿Ves esos tilos que bordean la calle? Negras ramas cubiertas con húmedas lentejuelas verdes. Todos los árboles del mundo están viajando hacia algún lugar. Un peregrinaje continuo. ¿Recuerdas, cuando estábamos de camino hacia aquí, hacia esta ciudad, los árboles que corrían a lo largo de las ventanillas de nuestro vagón de tren? Y antes de eso, en Crimea, vi una vez un ciprés que se inclinaba sobre un almendro en flor. En tiempos, el ciprés había sido un deshollinador muy alto, grande, con un escobón y una escalera bajo el brazo. Completamente enamorado, pobre hombre, de una pequeña lavandera, rosa como los pétalos del almendro. Su delantal rosa se hincha con la brisa; él se inclina tímidamente hacia ella, como si todavía le preocupara la posibilidad de mancharla de hollín. Una fábula de primera clase.
Todos los árboles son peregrinos. Tienen su Mesías, al que van buscando. Su Mesías es un regio cedro del Líbano, o quizás sea un árbol pequeño, un pequeño matorral absolutamente discreto de la tundra…
Hoy unos tilos pasan por la ciudad. Se hizo un intento de detenerlos. Se construyeron unas vallas circulares alrededor de sus troncos. Pero se mueven igual…
Los tejados relumbran como espejos oblicuos cegados por el sol. Una mujer con alas está de pie en el alféizar de una ventana, limpiando los cristales. Se inclina, hace unas muecas, se quita un mechón de pelo llameante de la cara. El aire huele levemente a gasolina y a tilos. ¿Quién podrá decir, hoy en día, qué efluvios saludaban al viajero que entraba en un atrio de Pompeya? Dentro de medio siglo nadie conocerá los olores que triunfan hoy en nuestras calles y en nuestras habitaciones. Excavarán la estatua de algún héroe militar de piedra, de las que se encuentran a cientos en cualquier ciudad, y suspirarán por el Fidias de antaño. Todo en el mundo es bello, pero el Hombre sólo reconoce la belleza si la ve con poca frecuencia o desde lejos… Escucha… ¡Hoy, somos dioses! Nuestras sombras azules son enormes. Nos movemos en un mundo gigantesco, alegre. La columna de la esquina está envuelta en lonas mojadas, en las que un pincel ha esparcido remolinos de colores. La anciana que vende periódicos tiene unas canas grises en la barbilla, y unos ojos azules con un punto de locura. Los periódicos en rebujo se le escapan desordenadamente de la bolsa donde los lleva. Sus grandes tipos me llevan a pensar en cebras voladoras.
Un autobús se detiene en su parada. Arriba, el revisor golpea con la mano en la regala de hierro. El timonel da un giro de ciento ochenta grados al timón. Un creciente lamento trabajoso, un breve chirrido. Las anchas ruedas han dejado huellas de plata en el asfalto. Hoy, en este día soleado, todo es posible. Mira, un hombre ha saltado de un tejado a un cable y está caminando por él, partiéndose de risa, con los brazos extendidos, sobre la calle que es puro movimiento. Mira, dos edificios acaban de jugar armoniosamente a la pídola; el número tres acabó entre el uno y el dos; no cayó en el lugar preciso. Vi un espacio vacío, una estrecha banda de sol. Y una mujer se detuvo en mitad de una plaza, echó atrás la cabeza, y empezó a cantar; un grupo de gente le hizo corro, y luego se marcharon: hay un vestido vacío en el asfalto, y en el cielo una nubecilla transparente.
Te estás riendo. Cuando ríes, quiero que todo el mundo se transforme para que te refleje como un espejo. Pero tus ojos se apagan al instante. Dices, apasionada, temerosamente: «¿Te gustaría ir… allí? ¿No te importa? Se está tan bien allí, todo está en flor…».
Es cierto, todo está en flor, es cierto que iremos. Porque ¿no somos dioses tú y yo? Siento en mi sangre la rotación de universos inexplorables…
Escucha, quiero correr durante toda mi vida, gritando a pleno pulmón. Que toda la vida sea un aullido desbordado. Como la multitud que saluda al gladiador.
No te pares a pensar, no interrumpas el grito, respira, libera el éxtasis de la vida. Todo está en flor. Todo vuela. Todo grita, y se atraganta con sus gritos. Risa. Carreras. Suéltate el pelo. Eso es todo en lo que consiste la vida.
Llevan a unos camellos por la calle, el circo los devuelve de nuevo al zoo. Sus pesadas jorobas se escoran y se balancean. Sus rostros alargados y amables se alzan ligeramente, soñadores. ¿Cómo va a existir la muerte si hay alguien que conduce unos camellos por la calle de primavera? En la esquina, una bocanada inesperada de flores rusas; un mendigo, una monstruosidad divina, contorsionado, con pies que le crecen en las axilas, ofrece, con una pata mojada y peluda, un ramo de verduscos lirios del valle… Me tropiezo con un transeúnte… Colisión momentánea de dos gigantes. Jovialmente intenta golpearme magnífico con su bastón lacado. La punta, en su trayecto de vuelta, rompe un escaparate detrás de él. Cruzan el cristal una serie de zigzags. No —sólo es el chapoteo de la luz del sol que se refleja en mis ojos. ¡Mariposa, mariposa! Negra con rayas rojas… Un trozo de terciopelo… irrumpe en el asfalto, se eleva sobre un coche que pasa y sobre un edificio muy alto, hasta llegar al azul húmedo de un cielo de abril. Otra mariposa idéntica se posó en una ocasión en el borde blanco de un circo; Lesbia, la hija del senador, grácil, de ojos oscuros, con una cinta de oro en la frente, extasiada por las alas palpitantes, se perdió el segundo preciso, el remolino de polvo cegador, en el que el cuello de toro de uno de los gladiadores se rompió bajo la rodilla desnuda del otro.
Hoy tengo el alma llena de gladiadores, de sol, del ruido del mundo…
Bajamos por una amplia escalera y llegamos a una cámara bajo tierra, alargada, oscura. Las baldosas resuenan vibrantes bajo nuestras pisadas. Las figuras de unos pecadores ardiendo adornan las paredes grises. En la distancia, los truenos negros se hinchan en pliegues de terciopelo. Todo estalla a nuestro alrededor. Corremos, como si esperáramos a un dios. Estamos encerrados dentro de un brillo de cristal. Adquirimos velocidad. Nos precipitamos a una sima negra y corremos en un estruendo seco hasta las profundidades bajo tierra, colgados de cinchas de cuero. Con una detonación las lámparas ámbar se extinguen por un segundo durante el cual unos glóbulos frágiles se queman en luz cálida en la oscuridad —los ojos saltones de los demonios o quizás los puros de nuestros compañeros de viaje.
Vuelven las luces. Mira, mira allí, el hombre alto del abrigo negro junto a la puerta de cristal del coche. Apenas reconozco aquel rostro estrecho, amarillento, el grueso puente de su nariz. Labios finos apretados, el surco atento entre las tupidas cejas, escucha una explicación que está dando otro hombre, pálido como una máscara de escayola, con una pequeña barba esculpida, circular. Estoy seguro de que están hablando en terza rima. Y tu vecina, aquella señora con aquel abrigo pálido sentada con los ojos bajos: ¿podría ser la Beatriz de Dante? Emergemos del malsano y húmedo infierno de nuevo a la luz del sol. El cementerio está lejos, en las afueras. Los edificios son cada vez más escasos. Hay vacíos entre los mismos, de un verde apagado. Me acuerdo del aspecto de esta ciudad en los grabados antiguos.
Caminamos contra el viento a lo largo de vallas que impresionan. En un día como éste, soleado y trémulo, emprenderemos viaje al norte, a Rusia. Habrá pocas flores, sólo las estrellas amarillas de los dientes de león a lo largo de las zanjas. Los postes de telégrafo color ala de paloma cantarán cuando nos acerquemos. Cuando, tras la curva que tan bien conocemos, mi corazón se vea asaltado por los abetos, por la arena roja, por la esquina de la casa, tropezaré y me caeré de bruces.
¡Mira! Por encima de las extensiones vacías de tierra verde, en las alturas del cielo, un avión progresa con un tañido como un arpa eólica. Sus alas de cristal relucen. ¿Hermoso, no te parece? Oh, escucha, esto ocurrió en París, hace ciento cincuenta años. Una mañana temprano —era otoño, y los árboles flotaban en suaves masas naranjas a lo largo de los bulevares elevándose hacia el cielo—, una mañana temprano, los comerciantes se reunieron en la plaza del mercado; los puestos estaban rebosantes de manzanas relucientes y húmedas; había ráfagas de miel y de heno fresco. Un tipo algo mayor con canas en las orejas se ocupaba en disponer lentamente unas jaulas que contenían diversos tipos de aves, que no paraban de moverse en el aire helado; luego se reclinó soñoliento en una estera, porque la niebla de la aurora todavía oscurecía las manos doradas de la esfera negra del reloj del Ayuntamiento. Apenas se había dormido cuando alguien empezó a tirarle de la manga. De un saltó se levantó el anciano y vio ante sí a un joven sin aliento. Era larguirucho, enjuto, con la cabeza pequeña y una nariz puntiaguda. Su chaleco, plateado con rayas negras, estaba mal abotonado, la cinta de su coleta estaba suelta, una de sus medias blancas le caía toda arrugada sobre el zapato. «Necesito un pájaro, cualquier ave me basta… un pollo servirá», dijo el joven, después de lanzar una precipitada mirada a las jaulas todo nervioso. El anciano sacó cautelosamente una pequeña gallina blanca de la jaula y la depositó, no sin un combate de plumas, en las manos renegridas del joven. «¿Qué le pasa… está enferma?», preguntó el joven, como si estuviera discutiendo la compra de una vaca. «¿Enferma? Será de comer pescado», juró el vejete sin demasiada convicción.
El joven le lanzó una moneda reluciente y corrió por entre los puestos apretando la gallina contra el pecho. Luego se detuvo, rehízo bruscamente su camino con la coleta volando al viento y corrió hasta el viejo comerciante.
—También necesito la jaula —dijo.
Cuando por fin se marchó, con la jaula en la mano extendida, separada del cuerpo y equilibrando el paso con el otro brazo que balanceaba como si llevara un cubo, el viejo dio un bufido y volvió a tenderse sobre su estera. Lo que vendiera aquel día o lo que le ocurriera después no es asunto que deba interesarnos para nada.
En cuanto al joven, era nada más y nada menos que el hijo del famoso físico Charles. Charles miró por encima de sus lentes a la gallina, dio un breve golpe a la jaula con sus uñas amarillas y dijo: «Está bien… ahora también tendremos un pasajero». Luego, con un severo destello de sus gafas, añadió: «En cuanto a ti y a mí, hijo mío, nos tomaremos nuestro tiempo. Sólo Dios sabe cómo será el aire ahí arriba entre las nubes».
Aquel mismo día a la hora fijada en los Campos de Marte, ante una multitud atónita, una cúpula enorme, liviana, bordada con arabescos chinos, que llevaba atada con cuerdas de seda una barquilla dorada, se fue hinchando lentamente a medida que se iba llenando de hidrógeno. Charles y su hijo trabajaban entre corrientes de humo que el viento hacía a un lado. La gallina miraba entre los alambres de su jaula con sus ojos pequeños, y la cabeza ladeada. En torno suyo, se movían caftanes de colores y lentejuelas, ligeros vestidos de mujer, sombreros de paja; y cuando la esfera inició su marcha ascendente, el viejo físico la siguió con la mirada, y luego rompió a llorar en el hombro de su hijo, y cientos de manos empezaron a saludar por todos lados con pañuelos y cintas. Unas nubes frágiles flotaban por el cielo soleado y tierno. La tierra se iba alejando, temblorosa, verde clara, cubierta por sombras que corrían vertiginosas y por las manchas encendidas de los árboles. Abajo pasó corriendo un jinete de juguete… pero pronto la esfera desapareció de la vista. La gallina seguía mirando hacia la tierra con uno de sus ojillos.
El vuelo duró todo el día. El día terminó con una gran e intensa puesta de sol. Cuando cayó la noche, la esfera comenzó a descender lentamente. En tiempos, en un pueblo a la ribera del Loira, vivía un campesino amable y astuto. Sale al campo con las luces del alba. En medio del campo ve un prodigio: un montón inmenso de seda de colores. Cerca, volcada, hay una pequeña jaula. Un pollo, todo blanco, como si estuviera moldeado en nieve, sacaba la cabeza por la malla y movía el pico intermitentemente, como si buscara algún insecto entre la hierba. Al principio, el campesino se llevó un susto, pero luego se dio cuenta de que era sencillamente un regalo de la Virgen María, cuyo cabello flotaba en el aire como las telas de araña en el otoño. La seda la vendió su mujer poco a poco en la ciudad cercana, la pequeña barquilla dorada se convirtió en una cuna para su primer nacido envuelto en todo tipo de pañales, y el pollo fue enviado al corral.
Escucha.
Pasó algún tiempo, y un buen día, al pasar junto a una montañita de barcias en la puerta del corral, el campesino oyó un cloqueo de felicidad. Se detuvo. La gallina se destacó del polvo verde y miró hacia el sol mientras caracoleaba rápidamente no sin cierto orgullo. Entretanto, entre las barcias, calientes y lustrosos, lucían cuatro huevos dorados. ¡No es de extrañar! A merced del viento, la gallina había atravesado el arrebol entero del atardecer, y el sol, un gallo encendido con cresta carmesí, había batido sus alas sobre ella.
No sé si el campesino lo entendió. Durante mucho tiempo se quedó inmóvil, abriendo y cerrando los ojos ante tal brillantez, sosteniendo en las palmas de las manos los huevos todavía calientes, enteros, dorados. Luego, arrastrando los zuecos, corrió por el patio dando tales aullidos que el mozo pensó que se debía haber cortado un dedo con el hacha…
Ni que decir tiene que todo esto pasó hace mucho, mucho tiempo, mucho antes de que el aviador Latham, tras caerse con su avión en mitad del Canal de la Mancha, se sentara en la cola de libélula de su Antoinette mientras se sumergía en las aguas, a fumarse un cigarrillo que amarilleaba al viento, mientras observaba cómo, arriba en el cielo, su rival Blériot, en su asco de máquina de alas rechonchas, volaba por primera vez desde Calais hasta las costas azucaradas de Inglaterra.
Pero no consigo vencer tu angustia. ¿Por qué tus ojos se han vuelto a llenar de oscuridad? No, no digas nada. Lo sé todo. No debes llorar. Seguro que ha oído mi fábula, no hay duda de que puede oírla. Es a él a quien va dirigida. Las palabras no tienen fronteras. ¡Trata de entender! Me miras de una forma tan oscura y tan siniestra. Recuerdo la noche después del funeral. No pudiste quedarte en casa. Tú y yo salimos al fango brillante de la nieve derretida. Nos perdimos. Acabamos en una calle extraña, angosta. No conseguí distinguir su nombre, pero lo que sí advertí es que estaba del revés, como en un espejo, en el cristal de una farola. Las luces se perdían en la distancia. De los tejados caía persistente el agua. Los cubos que se alineaban a ambos lados de la calle, a lo largo de las paredes negras, se llenaban de mercurio negro. Se llenaban y se derramaban. Y de repente, extendiendo las manos indefensa, hablaste.
—Pero era tan pequeño, tan cálido…
Perdóname si soy incapaz de llorar, sencillamente de llorar, eso tan humano, perdóname si en su lugar no hago más que cantar y correr hacia algún sitio, agarrándome a cualquier ala que pasa, alto, despeinado, con un ligero bronceado en la frente. Perdóname. Así debe ser.
Caminamos despacio a lo largo de las vallas. El cementerio ya está cerca. Allí está, un islote de blanco y verde invernal entre unos polvorientos solares vacíos. Ahora ve tu sola. Te esperaré aquí. Tus ojos apuntan una fugaz sonrisa un punto tímida. Me conoces tan bien… El portillo de entrada rechinó, y luego se cerró de golpe. Yo me he quedado solo, sentado entre la hierba dispersa. A pocos pasos hay un huerto con coles moradas. Al otro lado del solar, fábricas, monstruos de ladrillo que flotan en la niebla azul. A mis pies, una lata aplastada reluce oxidada en un embudo de arena. A mi alrededor, silencio y una especie de vacío primaveral. No hay muerte. El viento me sorprende a mi espalda, cae sobre mí como una muñeca fláccida y me hace cosquillas en el cuello con su pata velluda. No puede haber muerte.
Mi corazón, también, ha planeado en las alturas a través de la aurora. Tú y yo tendremos un hijo nuevo, dorado, una creación de tus lágrimas y de mis fábulas. Hoy he entendido la belleza de los cables que se cruzan en el cielo, y el mosaico nebuloso de las chimeneas de las fábricas, y esta hojalata oxidada con su tapa del revés, medio cortada y aserrada. La pálida hierba corre, corre hacia algún lugar, entre las olas polvorientas del solar. Alzo los brazos. La luz del sol resbala por mi piel. Mi piel está cubierta por chispas de muchos colores.
Y quiero levantarme, abrir los brazos en un abrazo inmenso, dirigir un discurso largo y luminoso a la multitud invisible. Empezaría así:
—Oh dioses color del arco iris…