El marido penitente o el camino del paraíso
Autor: Giovanni Boccaccio
He oído decir que, cerca del convento de San Brancasio, vivía, en otro tiempo, un sujeto, bueno y rico, llamado Puccio di Rinieri. Habiendo dado este hombre en la más fanática devoción, se afilió en la Orden de San Francisco, bajo el nombre de hermano Puccio. No teniendo que mantener sino a su mujer y un criado, y, por otra parte, estando muy acomodado, podía disponer de todo su tiempo para entregarse a los ejercicio espirituales. Así, pues, no se movía de la iglesia; y, como era sencillote y carecía de instrucción, toda su devoción consistía en rezar Padrenuestros, ir a los sermones y oír varias misas. Ayunaba casi todos los días, y se disciplinaba tan a menudo, que todos suponían pertenecía a la cofradía de los bostezadores; a lo menos, ésta era la voz que corría en el barrio. Su mujer, llamada Isabel, era linda, fresca como una rosa, regordeta, y sólo contaba veintiocho años. No era muy de su agrado, que digamos, la devoción del hermano Puccio, pues a menudo le hacía observar abstinencias un poco largas y no muy soportables para una mujer de su edad. Cuando la daban ganas de dormir, o más bien de pasar un rato agradable con él, el buen hombre gastaba el tiempo hablándola de los sermones del hermano Nastagio, de las estaciones de la Magdalena o de cosas parecidas, lo cual sentaba bastante mal a la señora.
Un fraile llamado Félix, conventual de San Brancasio, acababa de llegar de París, adonde fuera para asistir a un capítulo general de su orden. El padre Félix, era joven, buen mozo, hombre de ingenio y muy sabio; el hermano Puccio trabó conocimiento con él, no tardando en quedar ligados con la más estrecha amistad, puesto que el fraile le esclarecía cuantas dudas se le ofrecían, y parecíale tan devoto como ilustrado. Nuestro buen hombre no tuvo dificultad alguna en abrirle las puertas de su casa, donde solía regalarle de vez en cuando con alguna botella de excelente vino. Isabel le recibía con mucho agasajo, para complacer al marido. El religioso no pudo menos de admirar la frescura y buenas carnes de aquella mujer, no tardando en notar lo que le hacía falta, y, como hombre caritativo que era, hubiera querido poder dejar satisfecha a la señora. La cosa no era muy fácil, mas tampoco le pareció imposible. Durante mucho tiempo se valió de los ojos para manifestar lo que sentía, y supo llevar tan bien el asunto, que acabó por inspirar a la dama los mismos deseos que’ le consumían. Cuando estuvo bien seguro de eso, encontró una ocasión de tener una entrevista a solas con ella, amonestándola para que correspondiera a su amor. Encontróla bien dispuesta a acordarle lo que solicitaba, pero, al mismo tiempo, muy decidida a no aceptar ninguna cita fuera de su casa, ni comparecer a su lado en ningún otro sitio: cosa que imposibilitaba casi por completo la realización del negocio, puesto que Puccio apenas abandonaba su domicilio.
Contento, por un lado, de que la bella fuese sensible a su amor, y desesperado, por otro, de no poder acariciarla, no sabía cómo salir airoso del paso. Los frailes son ingeniosos en todas sus cosas, y sobre todo en aquellas que se refieren a la carnalidad. Este, pues, imaginó un expediente bien singular y muy digno de la honestidad de un hombre de sotana. He aquí el plan diabólico que puso en ejecución para gozar de su querida en su propia casa y casi a la vista del marido, sin que el buen hombre pudiese tener la más leve sospecha. Un día que se paseaba con el bendito devoto:
—Veo, querido Puccio —le dice—, que sólo os ocupáis de vuestra salvación, conducta muy digna de elogio; pero habéis emprendido un camino bien penoso y bien largo. El papa, los cardenales y demás prelados siguen uno mucho más corto y más fácil; empero, no quieren que se enseñe a los fieles, pues esto perjudicaría a los hombres de sotana, que, como sabéis, viven de limosna. Si los particulares lo conociesen, el oficio de clérigo perdería todo su valor: se daría muy poco a la Iglesia, y nosotros, frailes, no tardaríamos en morirnos de hambre. Mas como sois mi amigo y quisiera probaros de alguna manera lo agradecido que estoy a vuestras atenciones, os lo enseñaría sin ningún reparo, si pudiese contar con vuestra discreción.
El hermano Puccio, impaciente en exceso por saber tan precioso secreto, ruega a su amigo que se lo confíe, y le jura, por cuanto hay de más sagrado en el mundo, no divulgarlo.
—De esta suerte, nada puedo negaros —contesta el padre Félix—; sabed, pues, mi caro amigo, que el camino más corto e infalible para llegar a la mansión de los bienaventurados es, según los sagrados doctores de la Iglesia, hacer la penitencia que voy a indicaros. Sin embargo, no vayáis a creer que, una vez hecha, dejéis de ser pecador: todos los mortales pecamos constantemente, en este pobre mundo; empero, podéis estar seguro de que todos los pecados que hubieseis cometido hasta el momento de hacer la penitencia os serán redimidos o perdonados, y que aquellos que podáis cometer en lo sucesivo sólo se considerarán como veniales, y, por lo tanto, incapaces de condenaros, pudiéndolos borrar unas cuantas gotas de agua bendita. Para cumplir tan saludable penitencia, debéis comenzar confesándoos muy escrupulosamente; luego, ayunar y hacer abstinencia por espacio de cuarenta días durante los cuales es preciso, no sólo no tocar a la mujer del prójimo, sino ni a la vuestra. Además, se necesita que haya una habitación en vuestra casa desde donde podáis contemplar el cielo todas las noches. Os encaminaréis allí a la hora de completas, teniendo la precaución de poner en dicha habitación una tabla ancha y alta, de suerte que podáis sentaros encima y que vuestros pies toquen al cielo. Luego os tenderéis sobre esa tabla, ponéis los brazos en forma de cruz, y los ojos fijos en el firmamento; permaneceréis en aquella postura hasta la aurora, sin moveros. Si fueseis un hombre instruído, estaríais obligado a recitar algunas oraciones que os enseñaría de memoria; pero, como no lo sois, bastará que recéis trescientos Padrenuestros y otras tantas Avemarías en honor de la Santísima Trinidad. Al mirar las estrellas, tendréis siempre presente en vuestra memoria que Dios ha creado el cielo y la tierra; y los brazos en forma de cruz os inducirán a meditar sobre la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo. A la primera campanada de maitines podéis abandonar aquella estancia de meditación y echaros sobre vuestro lecho a descansar. Luego por la mañana trataréis de rezar otros cincuenta Pater y cincuenta Avemarías, y, si os sobra tiempo, lo emplearéis en vuestros negocios. Después de la comida, no faltaréis a las vísperas en nuestro templo, os haréis varias oraciones mentales, sin las cuales todo lo demás sería inútil. Luego regresaréis a vuestro domicilio, y a la hora de completas volveréis a empezar de nuevo la susodicha penitencia, por espacio de cuarenta días. En otro tiempo, yo la cumplí, y, si os sentís en estado de seguir mi ejemplo, puedo aseguraros que antes del término de los cuarenta días sentiréis los efectos de la beatitud eterna, como me aconteció a mí mismo.
—¡Cuánto os agradezco, mi reverendo, lo que acabáis de noticiarme! —contestó Puccio—. La cosa no me parece muy difícil, ni muy larga. El domingo próximo espero, ayudado de la gracia de Dios, comenzar tan saludable penitencia.
Y antes de abandonar al fraile volvió a darle las gracias por el servicio que acababa de prestarle.
Apenas Puccio hubo regresado a su casa, cuando contó a su mujer la conversación que había tenido con el fraile, la cual, menos sencillota que él, comprendió al instante que era una astucia del religioso para lograr la ocasión de poder pasar ratos muy agradables en su compañía. La inventiva le pareció ingeniosa y asaz conforme al ánimo de un devoto imbécil; por lo tanto, dijo a su marido que estaba muy complacida de los progresos que iba a hacer para merecer el cielo, y que, al objeto de tomar parte en su penitencia, quería ayunar con él, mientras aguardaba la ocasión de practicar ella misma iguales mortificaciones.
El domingo siguiente, el hermano Puccio no descuidó comenzar su penitencia, y el padre Félix, de acuerdo con la mujer, tampoco faltó en hacerla compañía, recreándose los dos de lo lindo, mientras el marido estaba en contemplación. El buen fraile llegaba cada noche un poco después que el devoto había comenzado sus oraciones; cenaba, la mayor parte de las veces, con su querida, antes de meterse en la cama, la que no abandonaba hasta cerca del toque de maitines.
Como el sitio que Puccio había elegido para hacer penitencia sólo estaba separado por un pequeño tabique del dormitorio de su mujer, sucedió que una noche el bribonzuelo del fraile, más apasionado que de costumbre, y no pudiendo moderar sus transportes, se agitaba de tal manera en brazos de su damisela, que hacía crujir la cama y temblar el suelo. El hermano Puccio, que rezaba devotamente sus Pater, sorprendido de semejantes movimientos, que le distraían, interrumpió su rezo y, sin moverse, preguntó a su mujer por qué se meneaba de aquel modo. La buena señora, alegre por naturaleza, y que en aquel instante cabalgaba sin freno, le contestó que se meneaba tanto como podía.
—¿Y por qué te meneas así? —pregunta el marido—. ¿Qué significan esas sacudidas?
—¿Podéis preguntarme eso? —repuso ella, riéndose, muy a gusto, de la simpleza de su marido—. ¿No os he oído decir mil veces que cuando uno se acuesta sin cenar, se menea toda la noche?
El buen hombre/creyendo que efectivamente la pretendida abstinencia de su cara mitad era la causa de su agitación, por no poder conciliar el sueño:
—Ya te advertí, amiga mía, que no ayunaras —repuso enseguida—; pero, puesto que no quisiste seguir mi consejo, trata de dormir y no menearte más, pues la cama se agita de tal suerte, que se comunican sus movimientos a esta habitación y tiembla el suelo.
—No os ocupéis de eso, querido amigo, que yo sé muy bien lo que me hago; pensad en vuestros asuntos y dejad que haga los míos.
El hermano Puccio no volvió a replicar, continuando sus Padrenuestros.
Sin embargo, no queriendo nuestros enamorados estar tan cerca del penitente, para que a la larga no entrara en sospechas, buscaron otra habitación distante de su oratorio. La mujer mandó colocar una cama en aquel sitio, en la cual, como es fácil comprender, pasaron muy buenos ratos. Apenas el fraile abandonaba la casa de Isabel, cuando ésta se dirigía a su cama habitual, donde descansaba el hermano Puccio, terminado su penoso ejercicio. Las cosas siguieron así mientras duró la penitencia. Isabel decía con frecuencia al avispado padre Félix:
—¿No causa risa que hagáis hacer penitencia a mi marido, mientras nosotros gozamos las delicias del paraíso? Aficionóse tanto la picaruela a la ambrosía que le propinaba su enamorado galán, que, antes que privarse de ella, consintió, terminados los cuarenta días, en verle en otro sitio que no fuera su casa.
El compadre la dio por el gusto a su sabor, con tanta más liberalidad cuanto que ambos disfrutaban igualmente en el asunto; y esto prueba cuan verdad es lo que dije al principio de mi cuento, pues mientras el pobre hermano Puccio creía penetrar en el paraíso, con su cruel penitencia, no hizo más que abrir las puertas a su mujer y al fraile que le había enseñado el camino más corto.
Un fraile llamado Félix, conventual de San Brancasio, acababa de llegar de París, adonde fuera para asistir a un capítulo general de su orden. El padre Félix, era joven, buen mozo, hombre de ingenio y muy sabio; el hermano Puccio trabó conocimiento con él, no tardando en quedar ligados con la más estrecha amistad, puesto que el fraile le esclarecía cuantas dudas se le ofrecían, y parecíale tan devoto como ilustrado. Nuestro buen hombre no tuvo dificultad alguna en abrirle las puertas de su casa, donde solía regalarle de vez en cuando con alguna botella de excelente vino. Isabel le recibía con mucho agasajo, para complacer al marido. El religioso no pudo menos de admirar la frescura y buenas carnes de aquella mujer, no tardando en notar lo que le hacía falta, y, como hombre caritativo que era, hubiera querido poder dejar satisfecha a la señora. La cosa no era muy fácil, mas tampoco le pareció imposible. Durante mucho tiempo se valió de los ojos para manifestar lo que sentía, y supo llevar tan bien el asunto, que acabó por inspirar a la dama los mismos deseos que’ le consumían. Cuando estuvo bien seguro de eso, encontró una ocasión de tener una entrevista a solas con ella, amonestándola para que correspondiera a su amor. Encontróla bien dispuesta a acordarle lo que solicitaba, pero, al mismo tiempo, muy decidida a no aceptar ninguna cita fuera de su casa, ni comparecer a su lado en ningún otro sitio: cosa que imposibilitaba casi por completo la realización del negocio, puesto que Puccio apenas abandonaba su domicilio.
Contento, por un lado, de que la bella fuese sensible a su amor, y desesperado, por otro, de no poder acariciarla, no sabía cómo salir airoso del paso. Los frailes son ingeniosos en todas sus cosas, y sobre todo en aquellas que se refieren a la carnalidad. Este, pues, imaginó un expediente bien singular y muy digno de la honestidad de un hombre de sotana. He aquí el plan diabólico que puso en ejecución para gozar de su querida en su propia casa y casi a la vista del marido, sin que el buen hombre pudiese tener la más leve sospecha. Un día que se paseaba con el bendito devoto:
—Veo, querido Puccio —le dice—, que sólo os ocupáis de vuestra salvación, conducta muy digna de elogio; pero habéis emprendido un camino bien penoso y bien largo. El papa, los cardenales y demás prelados siguen uno mucho más corto y más fácil; empero, no quieren que se enseñe a los fieles, pues esto perjudicaría a los hombres de sotana, que, como sabéis, viven de limosna. Si los particulares lo conociesen, el oficio de clérigo perdería todo su valor: se daría muy poco a la Iglesia, y nosotros, frailes, no tardaríamos en morirnos de hambre. Mas como sois mi amigo y quisiera probaros de alguna manera lo agradecido que estoy a vuestras atenciones, os lo enseñaría sin ningún reparo, si pudiese contar con vuestra discreción.
El hermano Puccio, impaciente en exceso por saber tan precioso secreto, ruega a su amigo que se lo confíe, y le jura, por cuanto hay de más sagrado en el mundo, no divulgarlo.
—De esta suerte, nada puedo negaros —contesta el padre Félix—; sabed, pues, mi caro amigo, que el camino más corto e infalible para llegar a la mansión de los bienaventurados es, según los sagrados doctores de la Iglesia, hacer la penitencia que voy a indicaros. Sin embargo, no vayáis a creer que, una vez hecha, dejéis de ser pecador: todos los mortales pecamos constantemente, en este pobre mundo; empero, podéis estar seguro de que todos los pecados que hubieseis cometido hasta el momento de hacer la penitencia os serán redimidos o perdonados, y que aquellos que podáis cometer en lo sucesivo sólo se considerarán como veniales, y, por lo tanto, incapaces de condenaros, pudiéndolos borrar unas cuantas gotas de agua bendita. Para cumplir tan saludable penitencia, debéis comenzar confesándoos muy escrupulosamente; luego, ayunar y hacer abstinencia por espacio de cuarenta días durante los cuales es preciso, no sólo no tocar a la mujer del prójimo, sino ni a la vuestra. Además, se necesita que haya una habitación en vuestra casa desde donde podáis contemplar el cielo todas las noches. Os encaminaréis allí a la hora de completas, teniendo la precaución de poner en dicha habitación una tabla ancha y alta, de suerte que podáis sentaros encima y que vuestros pies toquen al cielo. Luego os tenderéis sobre esa tabla, ponéis los brazos en forma de cruz, y los ojos fijos en el firmamento; permaneceréis en aquella postura hasta la aurora, sin moveros. Si fueseis un hombre instruído, estaríais obligado a recitar algunas oraciones que os enseñaría de memoria; pero, como no lo sois, bastará que recéis trescientos Padrenuestros y otras tantas Avemarías en honor de la Santísima Trinidad. Al mirar las estrellas, tendréis siempre presente en vuestra memoria que Dios ha creado el cielo y la tierra; y los brazos en forma de cruz os inducirán a meditar sobre la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo. A la primera campanada de maitines podéis abandonar aquella estancia de meditación y echaros sobre vuestro lecho a descansar. Luego por la mañana trataréis de rezar otros cincuenta Pater y cincuenta Avemarías, y, si os sobra tiempo, lo emplearéis en vuestros negocios. Después de la comida, no faltaréis a las vísperas en nuestro templo, os haréis varias oraciones mentales, sin las cuales todo lo demás sería inútil. Luego regresaréis a vuestro domicilio, y a la hora de completas volveréis a empezar de nuevo la susodicha penitencia, por espacio de cuarenta días. En otro tiempo, yo la cumplí, y, si os sentís en estado de seguir mi ejemplo, puedo aseguraros que antes del término de los cuarenta días sentiréis los efectos de la beatitud eterna, como me aconteció a mí mismo.
—¡Cuánto os agradezco, mi reverendo, lo que acabáis de noticiarme! —contestó Puccio—. La cosa no me parece muy difícil, ni muy larga. El domingo próximo espero, ayudado de la gracia de Dios, comenzar tan saludable penitencia.
Y antes de abandonar al fraile volvió a darle las gracias por el servicio que acababa de prestarle.
Apenas Puccio hubo regresado a su casa, cuando contó a su mujer la conversación que había tenido con el fraile, la cual, menos sencillota que él, comprendió al instante que era una astucia del religioso para lograr la ocasión de poder pasar ratos muy agradables en su compañía. La inventiva le pareció ingeniosa y asaz conforme al ánimo de un devoto imbécil; por lo tanto, dijo a su marido que estaba muy complacida de los progresos que iba a hacer para merecer el cielo, y que, al objeto de tomar parte en su penitencia, quería ayunar con él, mientras aguardaba la ocasión de practicar ella misma iguales mortificaciones.
El domingo siguiente, el hermano Puccio no descuidó comenzar su penitencia, y el padre Félix, de acuerdo con la mujer, tampoco faltó en hacerla compañía, recreándose los dos de lo lindo, mientras el marido estaba en contemplación. El buen fraile llegaba cada noche un poco después que el devoto había comenzado sus oraciones; cenaba, la mayor parte de las veces, con su querida, antes de meterse en la cama, la que no abandonaba hasta cerca del toque de maitines.
Como el sitio que Puccio había elegido para hacer penitencia sólo estaba separado por un pequeño tabique del dormitorio de su mujer, sucedió que una noche el bribonzuelo del fraile, más apasionado que de costumbre, y no pudiendo moderar sus transportes, se agitaba de tal manera en brazos de su damisela, que hacía crujir la cama y temblar el suelo. El hermano Puccio, que rezaba devotamente sus Pater, sorprendido de semejantes movimientos, que le distraían, interrumpió su rezo y, sin moverse, preguntó a su mujer por qué se meneaba de aquel modo. La buena señora, alegre por naturaleza, y que en aquel instante cabalgaba sin freno, le contestó que se meneaba tanto como podía.
—¿Y por qué te meneas así? —pregunta el marido—. ¿Qué significan esas sacudidas?
—¿Podéis preguntarme eso? —repuso ella, riéndose, muy a gusto, de la simpleza de su marido—. ¿No os he oído decir mil veces que cuando uno se acuesta sin cenar, se menea toda la noche?
El buen hombre/creyendo que efectivamente la pretendida abstinencia de su cara mitad era la causa de su agitación, por no poder conciliar el sueño:
—Ya te advertí, amiga mía, que no ayunaras —repuso enseguida—; pero, puesto que no quisiste seguir mi consejo, trata de dormir y no menearte más, pues la cama se agita de tal suerte, que se comunican sus movimientos a esta habitación y tiembla el suelo.
—No os ocupéis de eso, querido amigo, que yo sé muy bien lo que me hago; pensad en vuestros asuntos y dejad que haga los míos.
El hermano Puccio no volvió a replicar, continuando sus Padrenuestros.
Sin embargo, no queriendo nuestros enamorados estar tan cerca del penitente, para que a la larga no entrara en sospechas, buscaron otra habitación distante de su oratorio. La mujer mandó colocar una cama en aquel sitio, en la cual, como es fácil comprender, pasaron muy buenos ratos. Apenas el fraile abandonaba la casa de Isabel, cuando ésta se dirigía a su cama habitual, donde descansaba el hermano Puccio, terminado su penoso ejercicio. Las cosas siguieron así mientras duró la penitencia. Isabel decía con frecuencia al avispado padre Félix:
—¿No causa risa que hagáis hacer penitencia a mi marido, mientras nosotros gozamos las delicias del paraíso? Aficionóse tanto la picaruela a la ambrosía que le propinaba su enamorado galán, que, antes que privarse de ella, consintió, terminados los cuarenta días, en verle en otro sitio que no fuera su casa.
El compadre la dio por el gusto a su sabor, con tanta más liberalidad cuanto que ambos disfrutaban igualmente en el asunto; y esto prueba cuan verdad es lo que dije al principio de mi cuento, pues mientras el pobre hermano Puccio creía penetrar en el paraíso, con su cruel penitencia, no hizo más que abrir las puertas a su mujer y al fraile que le había enseñado el camino más corto.