El chat al mediodía.
Por José Joaquín López
A Eduardo lo dejó su novia y se quedó sin trabajo al mismo tiempo. Se hundió en la depresión y cuando se dio cuenta se había acabado sus ahorros y tuvo que empezar a vender sus muebles. Cuando llamaba a sus padres o amigos tenía que pedir que lo llamaran de vuelta porque no tenía saldo en el teléfono. Su apartamento se lo rentaba su tía, a quien ya le debía tres meses. Lo único que lo ilusionaba un poco eran las conversaciones que sostenía por chat con Laura, a quien sólo conocía de una red social de internet.
No siempre le fue mal. Era muy bueno en su trabajo, que consistía en manejar publicidad en internet. Trabajó para varias agencias y sus resultados siempre fueron satisfactorios. Una serie de problemas en la última empresa donde trabajó y un mercado laboral poco dinámico, lo alejaron de la actividad productiva. La ruptura con su novia coincidió y Eduardo no pudo reaccionar correctamente. A todo mundo le decía que estaba bien, que ya lo habían llamado de alguna empresa, que pronto estaría de nuevo en la jugada. No era cierto, no buscaba ni respondía llamadas ni correos electrónicos. No quería saber nada del mundo.
Solía emborracharse varias veces a la semana. El dinero ahorrado se fue esfumando poco a poco, hasta terminarse. Le cortaron su línea de celular, el cable y el internet de la casa. Compraba alcohol barato y bebía solo en su apartamento. Pasaba días sin salir, comía poco y mal. Los amigos y familia que lo buscaban dejaron de llamarlo o visitarlo. Comenzó a vender sus muebles, su tablet, su computadora y la televisión. Su única distracción era el radio y sus libros. Estaba cada día más flaco.
A veces iba a un centro comercial cercano en donde había conexión wifi libre y revisaba su correo electrónico en su teléfono por simple curiosidad porque no le contestaba a nadie. En una de esas ocasiones, al mediodía, abrió una red social de las que no conoce mucha gente y una mujer llamada Laura apareció en el chat. Había sido una confusión, ella le dio un clic equivocado. Eduardo respondió y le dijo que no había problema por la confusión, que lo entendía. Por cierto, dijo Eduardo, hay frío hoy. Ese fue el inicio casual de la amistad.
Al día siguiente Eduardo fue de nuevo al comercial y chateó con Laura. Ella vivía en una ciudad a 250 kilómetros, trabajaba en una tienda de ropa y al mediodía ella aprovechaba para distraerse con el celular. Era su forma de evadirse leer lo que escribían los demás. Eduardo le contó que estaba desempleado, pero que ya encontraría algo. Fue la primera vez en mucho tiempo que lo dijo sinceramente. Las conversaciones continuaron, siempre al mediodía. Eduardo incluso se arreglaba para ir al comercial y dejó de beber. Pensaba en sus chats con Laura como una terapia.
Laura tenía un novio a quien quería, pero no se sentía correspondida lo suficiente. A veces estaban muy bien, luego peleaban. Eduardo le contaba que había decidido salir de su depresión y que ahora hacía ejercicio diario y había enviado correos electrónicos a sus conocidos para ponerse a la disposición. No le contó que se alimentaba casi solo de arroz y pan.
Dos semanas después a Eduardo lo contrataron para hacer un trabajo temporal y logró pagar algunas deudas y comprar pollo para comer. Ahora los chats al mediodía con Laura eran más alegres, habían bromas, se compartían música y algunas lecturas, porque ella era también una buena lectora.
Eduardo siempre cumplía con su asistencia al chat al mediodía. A veces Laura no podía hablar mucho, o no estaba de humor, pero él siempre preguntaba por ella. Durante el día pensaba en alguna ocurrencia para compartirla, y cuando tenía acceso a wifi para navegar un poco, buscaba fotos bonitas o graciosas y artículos interesantes.
Con este nuevo impulso, Eduardo consiguió más trabajo, casi siempre como freelance, pero con los ingresos lograba vivir mejor. Logró subir de peso y se miraba mucho mejor que al principio. Siempre tenía de tristeza, pero ahora ya era más llevadera, más controlada. Y por supuesto, las conversaciones con Laura eran importantes.
Laura dejó a su novio, con gran tristeza. Eduardo le enviaba mensajes para levantar el ánimo. Laura le contaba de cómo ella había hecho lo posible, pero el novio se volvió insoportable. No podía más.
Poco tiempo después, Eduardo consiguió empleo, con mejor sueldo del anterior. Volvió a frecuentar a sus amigos, comenzó a visitar de nuevo a sus padres y le pagó el alquiler a su tía. Había logrado salir del agujero, había vuelto de nuevo.
Un día de tantos, sin razón aparente volvió a sentirse feliz. Quiso compartirlo con Laura, pero ella no respondió. Eduardo intentó comunicarse durante varios días pero no obtuvo respuesta.
Su último mensaje fue:
Querida Laura: No sé si leerás esto. No sabés lo importante que han sido los chats con vos. Nunca nos conocimos, pero sé que fuimos buenos amigos y que esa amistad me ayudó a volver a ser lo que yo era. Deseo lo mejor para vos, donde quiera que estés.
No hubo respuesta.
Eduardo se sintió un poco triste, pero no tenía tiempo para pensar en ello porque el nuevo trabajo era muy exigente. Algunas semanas depués de enviar el último mensaje, Eduardo cambió de celular porque estaba fallando. Guardó el viejo en una gaveta de su closet y se olvidó por un tiempo de él. Un par de meses después, bajó a su nuevo teléfono la aplicación de la red social donde platicaba con Laura, pero no se acordaba del usuario ni de la clave. Buscó el celular viejo, pero al quererlo encender ya no funcionó.