Un día de estos
[Cuento: Texto completo.]
Gabriel García Márquez
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martes, 30 de septiembre de 2014
Un día de estos.
lunes, 29 de septiembre de 2014
LOS CAMINOS DEL VIENTO.
LOS CAMINOS DEL VIENTO.
El escritor
uruguayo Eduardo Galeano
recibirá el Premio Stig Dagerman, en Suecia, el 12 de septiembre de 2010.
Este es
el texto que escribió ante la ocasión:
“Querido Stig: Ojalá seamos dignos de tu desesperada esperanza.
Ojalá podamos tener el coraje de estar solos y la valentía de
arriesgarnos a estar juntos, porque de nada sirve un diente fuera de la boca,
ni un dedo fuera de la mano.
Ojalá podamos ser desobedientes, cada vez que recibimos órdenes que
humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común.
Ojalá podamos merecer que nos llamen locos, como han sido llamadas locas
las Madres de Plaza de Mayo, por cometer la locura de negarnos a olvidar en los
tiempos de la amnesia obligatoria.
Ojalá podamos ser tan porfiados para seguir creyendo, contra toda
evidencia, que la condición humana vale la pena, porque hemos sido mal hechos,
pero no estamos terminados.
Ojalá podamos ser capaces de seguir caminando los caminos del viento, a
pesar de las caídas y las traiciones y las derrotas, porque la historia
continúa, más allá de nosotros, y cuando ella dice adiós, está diciendo: hasta
luego.
Ojalá podamos mantener viva la certeza de que es posible ser compatriota
y contemporáneo de todo aquel que viva animado por la voluntad de justicia y la
voluntad de belleza, nazca donde nazca y viva cuando viva, porque no tienen
fronteras los mapas del alma ni del tiempo”.
EDUARDO GALEANO:
domingo, 28 de septiembre de 2014
Salomón y Azrael.
Salomón y Azrael
[Minicuento. Texto completo.]
Yalal Al-Din Rumi
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jueves, 25 de septiembre de 2014
Un día de estos.
Un día de estos[Cuento: Texto completo.]Gabriel García Márquez | |
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miércoles, 24 de septiembre de 2014
El sur.
El sur[Cuento. Texto completo.]Jorge Luis Borges | |
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martes, 23 de septiembre de 2014
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS.
Horacio Quiroga
(1879-1937)
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)
(1879-1937)
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
lunes, 22 de septiembre de 2014
Veneno.
Veneno
Poison, 1920
El
correo estaba atrasado. Cuando regresamos de nuestro paseo después del almuerzo
aún no había llegado.
-Pas encore, Madame -dijo Annette mientras acudía corriendo a sus tareas en la cocina.
Llevamos los paquetes al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre la imagen de una mesa puesta para dos -solamente para dos personas-, y aún puesta, tan perfecta que no había espacio posible para un tercero; daba una rara sensación, a la vez fugaz, como si me hubiese impactado la luz plateada que reverberaba sobre el mantel blanco, los cristales, la sombra del bowl con fresias.
-¡Echa al cartero! No me importa lo que le haya pasado -dijo Beatrice- Deja esas cosas, querido.
-¿Dónde te gustaría? -alzó la cabeza; sonrió dulce y burlona.
-En cualquier lugar, tonto.
Pero yo sabía muy bien que no existía tal lugar para ella; y habría permanecido meses, años, parado cargando la pesada botella de licor y los dulces, en vez de correr el riesgo de darle otro pequeño ataque de nervios a su exquisito sentido del orden.
-Aquí, yo los tomo. -los dejó caer sobre la mesa con sus guantes largos y una canasta de higos.
-El almuerzo, un cuento de… de… -tomó mi brazo- Vamos a la terraza -y la sentí temblar -Ca sent de la cuisene… -dijo suavemente.
Con el tiempo noté (habíamos estado viviendo en el sur por dos meses) que cuando quería hablar de la comida, del clima o, en broma, del amor que sentía por mí, lo hacía siempre en francés.
Nos colgamos de la balaustrada bajo el toldo. Beatrice se apoyó mirando hacia abajo, hacia la calle blanca con los guardias de cactus filosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, su maravilla era tal, que hubiera podido ir desde ésta hasta el vasto brillo del mar abajo y decir con la voz entrecortada “Ya sabes, su oreja. Tiene orejas que son simplemente únicas”.
Estaba vestida de blanco, con perlas alrededor de la garganta y azucenas por dentro del cinturón. En el dedo mayor de su mano izquierda usaba un anillo con una perla; no era una alianza.
-¿Por qué debería, mon ami? ¿Por qué debería fingir? ¿A quién podría importarle?
Por supuesto que estuve de acuerdo, aunque en privado; en lo profundo de mi corazón, hubiese dado mi alma por estar parado junto a ella en un gran sí, en una importante y moderada iglesia, atiborrada de gente, con los viejos curas, con “The Voice that breathed o´er Eden”, con palmas y el aroma del perfume, y saber que había una alfombra roja y papelitos de colores esperándonos afuera, y champagne, un zapato forrado en satén para arrojar desde el auto; si hubiese podido colocarle la alianza en su dedo…
No era que me preocupara semejante exposición, sino que sentía que tal vez hubiese sido posible que desacelerara esta horrenda sensación de absoluta libertad, de su absoluta libertad, por supuesto.
Por Dios, qué tortuosa era la felicidad; qué angustiosa… Alzaba la vista hacia la villa, hacia las ventanas de nuestro dormitorio que estaban misteriosamente escondidas detrás de la persiana de fresas verdes. ¿Era posible que siempre apareciera moviéndose a través de la luz verde y brindando esa sonrisa secreta, lánguida, brillante que era sólo para mí? Ponía el brazo alrededor de mi cuello; la otra mano peinaba suavemente mi cabello hacia atrás.
Quién eres… Quién era… Ella era una mujer.
… Durante la primera tarde cálida de la primavera, cuando las luces brillaban como perlas a través del aire lila y las voces murmuraban en el fresco jardín florecido, era ella quien cantaba en la gran casa con cortinas de tul. A medida que uno se adentraba en la luz de la noche por la ciudad foránea, su sombra era la que se percibía a través del oro reverberante de los postigos. Cuando la lámpara estaba encendida, pasaba cerca de la puerta con la tranquilidad de un bebé. Buscaba en el crepúsculo del otoño, pálida, con su abrigo de piel, a medida que el coche desaparecía…
En resumen, para ese entonces yo tenía 34. Cuando ella se tendía boca arriba, con las perlas amontonadas en su mentón, y suspiraba “Mi querido, tengo 30 años. Donne-moi un orange”, con gusto me hubiera lanzado de cabeza a la boca de un cocodrilo para quitarle una naranja (si los cocodrilos comieran naranjas).
“Si tuviera un par de alitas livianas
y fuera un pajarito liviano…”,
cantaba Beatrice.
Le saqué la mano:
-Yo no me iría volando.
-No lejos, no más allá del final del camino.
-¿Por qué diablo allí?
-”Él no vino, dijo ella…” -citó Beatrice.
-¿Quién? ¿El tonto del cartero? Pero si no esperas correspondencia…
-No, pero es igualmente molesto… ¡ah! -de repente rió y se apoyó sobre mí -Ahí está, mira, parece un escarabajo azul.
Apretamos nuestras mejillas y observamos cómo el escarabajo azul empezaba a trepar.
-Mi querido- exhaló Beatrice. La palabra pareció quedar suspendida en el aire, vibrar como la nota de un violín.
-¿Qué es esto?
-No lo sé -sonrió ligeramente -Un gesto de… de afecto, supongo. -La abracé.
-¿Entonces no te irás volando? -Y contestó de manera rápida y suave.
-No, no, imposible… en verdad, no. Amo este lugar. Disfruté estar aquí. Podría quedarme años, creo. No he sido tan feliz hasta estos últimos dos meses, y tú has sido tan perfecto para mí, en todo sentido.
Era tanta felicidad, tan extraordinario y único el oírla hablar de ese modo que traté de tomármelo en broma.
-No. Parece que te estuvieras despidiendo.
-Puras tonterías. No se dicen esas cosas ni en broma -deslizó su mano pequeña por debajo de mi chaqueta blanca y tomó mi hombro.
-¿Fuiste feliz, verdad?
-¿Feliz? ¡Por Dios! Si supieras lo que siento justo en este momento. ¡Feliz! ¡Mi maravilla! ¡Mi alegría!
Me dejé caer a la balaustrada y la abracé alzándola en mis brazos, y mientras la levantaba apreté mi cara contra su pecho y murmuré “¿Eres mía?”; y por primera vez en todos esos meses desesperantes en que la conocí, incluso el último mes, indudablemente paradisíaco, creí en ella de manera absoluta cuando respondió “Sí, soy tuya”.
El chillido de la puerta de entrada y los pasos del cartero sobre el pedregal nos distrajo. Comenzaba a sentirme mareado. Me quedé parado allí sólo sonriendo y me sentí algo estúpido. Beatrice se dirigió hacia las sillas de mimbre.
-Ve tú; ve por la correspondencia -dijo. Salí casi disparando, pero llegué tarde. Annette venía corriendo.
-Pas de lettres!- dijo.
Quizá la sorprendió mi sonrisa sin sentido como respuesta cuando me entregaba el periódico. Sentí desbordarme de alegría. Tiré el periódico por el aire y grité “¡No hay cartas, querida!”, y fui hacia un amplio sillón.
Por un instante no dijo nada, y luego, al tiempo que quitaba el envoltorio del periódico, dijo muy despacio “El mundo olvida, el mundo ha olvidado”.
Hay momentos en los que un cigarrillo es lo único que puede ayudar a sobrellevar una situación; es más que un cómplice, es un perfecto amigo secreto que te conoce y entiende de manera absoluta. Mientras fumas, lo miras, sonríes o frunces el ceño, depende de la ocasión; inhalas profundamente y exhalas el humo con un suave soplido. Era uno de esos momentos. Caminé hacia las magnolias y las respiré hasta llenarme. Luego regresé y me eché sobre sus hombros; rápidamente apartó el periódico y con un giro lo colocó sobre la piedra.
-No hay nada en él, nada. Sólo hay algo sobre un juicio por envenenamiento; sobre si un hombre envenenó a su mujer o no, y 20.000 personas acudieron cada día a la corte y 2 millones de palabras se publicaron en todo el mundo después de cada proceso.
-¡Qué mundo tonto! -dije hundiéndome en otro sillón. Quería olvidarme del periódico y regresar de manera sutil, claro, al momento antes de que llegara el cartero. Pero cuando ella respondió supe que ese momento había terminado por ahora. No importa; ahora que lo sabía, estaba dispuesto a esperar quinientos años si era necesario.
-No tan tonto -contestó Beatrice-. Después de todo, las 20.000 personas no lo hacen por morbosa curiosidad.
-¿Y qué es, querida? -Dios sabe que no me interesaba.
-¡Culpa! ¡Culpa!- gritó- No te diste cuenta. Se sienten cautivados igual que se sienten los enfermos ante cualquier cosa. Ni un mísero artículo acerca de sus propios casos. El hombre acusado puede ser inocente, pero las personas en la corte son todas un poco envenenadoras. ¿Nunca pensaste -estaba pálida y eufórica- en la cantidad de envenenadores que jamás se descubren?. Es la excepción encontrar matrimonios que no se envenenen el uno al otro (matrimonios y noviazgos) La cantidad de tazas de té, de café, de copas de vino que están contaminadas. La cantidad que yo misma he bebido, incluso sabiéndolo… y arriesgándome. La única razón por la que tantas parejas sobreviven es que uno de ellos teme darle al otro la dosis fatal. ¡La dosis fatal enerva! Pero llega, tarde o temprano, porque una vez que se ha administrado la primera dosis ya no hay vuelta atrás. ¿Es el principio del fin, no lo crees? ¿Entiendes lo que quiero decir?
No esperó a que contestara. Se quitó las orquillas con azucenas y se echó hacia atrás pasándolas frente a sus ojos.
-Mis dos maridos me envenenaron. -continuó Beatriz- el primero me dio inmediatamente una buena dosis, pero el segundo era un artista en este sentido. Sólo una diminuta gotita una y otra vez, inteligentemente administrada, hasta que una mañana desperté y había minúsculos granitos de veneno en cada partícula de mi cuerpo, hasta en la punta de mis dedos. Estaba lista…
Odiaba oírla hablar de sus maridos tan tranquila, en especial en días así; me lastimaba. Iba a hablar pero de pronto dijo con tristeza:
-¿Por qué? ¿Por qué me tuvo que pasar a mí? ¿Qué hice? ¿Por qué he sido la elegida para eso toda mi vida? Es una conspiración.
Traté de decirle la razón: ella era demasiado perfecta, exquisita y refinada, para este mundo horrible, y eso asustaba a las personas. Hice una broma inocente:
-Pero yo no voy a envenenarte. – Beatriz rió de extraña manera y golpeó el tallo de la azucena.
-¡Tu no matarías ni a una mosca!
Raro; sin embargo el comentario me hirió terriblemente.
Justo después Annette fue por un aperitivo. Beatrice se inclinó para tomar una copa de la bandeja y alcanzármela. Noté el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Cómo podría herirme su comentario?
-Y tú -le dije tomando la copa -no has envenenado a nadie.
Eso me dio una idea; traté de explicar.
-Tú haces lo opuesto. Cómo se le llama a alguien que, como tú, en vez de envenenar, completa a las personas, a cualquier persona, al cartero, al chofer que nos trajo hasta aquí, al que conduce nuestro bote, al vendedor de flores, a mí; los completas con vida renovadora, con algo de tu propio brillo, de tu belleza….
Sonrió como en un ensueño y así me miró.
-¿En qué estabas pensando, mi dulce?
-Me preguntaba -contestó Beatrice- si después del almuerzo no podrías ir al correo y ver qué pasó con las cartas de la tarde. ¿Podrías, amor? No es que esté esperando correspondencia, pero sólo pensaba que tal vez sería tonto no tener las cartas si es que están en el correo, no crees. Sería tonto tener que esperar hasta mañana.
Hizo girar la copa entre sus dedos tomándola del tallo. Su hermosa cabeza estaba hacia un lado. Tomé mi copa y bebí, casi a sorbos, muy lentamente, observando su cabeza oscura y pensando en carteros y escarabajos azules, y despedidas que no eran en verdad despedidas…
¡Bueno, dios! ¿No es extraño? No, no es extraño. El trago sabía asquerosamente amargo, raro.
-Pas encore, Madame -dijo Annette mientras acudía corriendo a sus tareas en la cocina.
Llevamos los paquetes al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre la imagen de una mesa puesta para dos -solamente para dos personas-, y aún puesta, tan perfecta que no había espacio posible para un tercero; daba una rara sensación, a la vez fugaz, como si me hubiese impactado la luz plateada que reverberaba sobre el mantel blanco, los cristales, la sombra del bowl con fresias.
-¡Echa al cartero! No me importa lo que le haya pasado -dijo Beatrice- Deja esas cosas, querido.
-¿Dónde te gustaría? -alzó la cabeza; sonrió dulce y burlona.
-En cualquier lugar, tonto.
Pero yo sabía muy bien que no existía tal lugar para ella; y habría permanecido meses, años, parado cargando la pesada botella de licor y los dulces, en vez de correr el riesgo de darle otro pequeño ataque de nervios a su exquisito sentido del orden.
-Aquí, yo los tomo. -los dejó caer sobre la mesa con sus guantes largos y una canasta de higos.
-El almuerzo, un cuento de… de… -tomó mi brazo- Vamos a la terraza -y la sentí temblar -Ca sent de la cuisene… -dijo suavemente.
Con el tiempo noté (habíamos estado viviendo en el sur por dos meses) que cuando quería hablar de la comida, del clima o, en broma, del amor que sentía por mí, lo hacía siempre en francés.
Nos colgamos de la balaustrada bajo el toldo. Beatrice se apoyó mirando hacia abajo, hacia la calle blanca con los guardias de cactus filosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, su maravilla era tal, que hubiera podido ir desde ésta hasta el vasto brillo del mar abajo y decir con la voz entrecortada “Ya sabes, su oreja. Tiene orejas que son simplemente únicas”.
Estaba vestida de blanco, con perlas alrededor de la garganta y azucenas por dentro del cinturón. En el dedo mayor de su mano izquierda usaba un anillo con una perla; no era una alianza.
-¿Por qué debería, mon ami? ¿Por qué debería fingir? ¿A quién podría importarle?
Por supuesto que estuve de acuerdo, aunque en privado; en lo profundo de mi corazón, hubiese dado mi alma por estar parado junto a ella en un gran sí, en una importante y moderada iglesia, atiborrada de gente, con los viejos curas, con “The Voice that breathed o´er Eden”, con palmas y el aroma del perfume, y saber que había una alfombra roja y papelitos de colores esperándonos afuera, y champagne, un zapato forrado en satén para arrojar desde el auto; si hubiese podido colocarle la alianza en su dedo…
No era que me preocupara semejante exposición, sino que sentía que tal vez hubiese sido posible que desacelerara esta horrenda sensación de absoluta libertad, de su absoluta libertad, por supuesto.
Por Dios, qué tortuosa era la felicidad; qué angustiosa… Alzaba la vista hacia la villa, hacia las ventanas de nuestro dormitorio que estaban misteriosamente escondidas detrás de la persiana de fresas verdes. ¿Era posible que siempre apareciera moviéndose a través de la luz verde y brindando esa sonrisa secreta, lánguida, brillante que era sólo para mí? Ponía el brazo alrededor de mi cuello; la otra mano peinaba suavemente mi cabello hacia atrás.
Quién eres… Quién era… Ella era una mujer.
… Durante la primera tarde cálida de la primavera, cuando las luces brillaban como perlas a través del aire lila y las voces murmuraban en el fresco jardín florecido, era ella quien cantaba en la gran casa con cortinas de tul. A medida que uno se adentraba en la luz de la noche por la ciudad foránea, su sombra era la que se percibía a través del oro reverberante de los postigos. Cuando la lámpara estaba encendida, pasaba cerca de la puerta con la tranquilidad de un bebé. Buscaba en el crepúsculo del otoño, pálida, con su abrigo de piel, a medida que el coche desaparecía…
En resumen, para ese entonces yo tenía 34. Cuando ella se tendía boca arriba, con las perlas amontonadas en su mentón, y suspiraba “Mi querido, tengo 30 años. Donne-moi un orange”, con gusto me hubiera lanzado de cabeza a la boca de un cocodrilo para quitarle una naranja (si los cocodrilos comieran naranjas).
“Si tuviera un par de alitas livianas
y fuera un pajarito liviano…”,
cantaba Beatrice.
Le saqué la mano:
-Yo no me iría volando.
-No lejos, no más allá del final del camino.
-¿Por qué diablo allí?
-”Él no vino, dijo ella…” -citó Beatrice.
-¿Quién? ¿El tonto del cartero? Pero si no esperas correspondencia…
-No, pero es igualmente molesto… ¡ah! -de repente rió y se apoyó sobre mí -Ahí está, mira, parece un escarabajo azul.
Apretamos nuestras mejillas y observamos cómo el escarabajo azul empezaba a trepar.
-Mi querido- exhaló Beatrice. La palabra pareció quedar suspendida en el aire, vibrar como la nota de un violín.
-¿Qué es esto?
-No lo sé -sonrió ligeramente -Un gesto de… de afecto, supongo. -La abracé.
-¿Entonces no te irás volando? -Y contestó de manera rápida y suave.
-No, no, imposible… en verdad, no. Amo este lugar. Disfruté estar aquí. Podría quedarme años, creo. No he sido tan feliz hasta estos últimos dos meses, y tú has sido tan perfecto para mí, en todo sentido.
Era tanta felicidad, tan extraordinario y único el oírla hablar de ese modo que traté de tomármelo en broma.
-No. Parece que te estuvieras despidiendo.
-Puras tonterías. No se dicen esas cosas ni en broma -deslizó su mano pequeña por debajo de mi chaqueta blanca y tomó mi hombro.
-¿Fuiste feliz, verdad?
-¿Feliz? ¡Por Dios! Si supieras lo que siento justo en este momento. ¡Feliz! ¡Mi maravilla! ¡Mi alegría!
Me dejé caer a la balaustrada y la abracé alzándola en mis brazos, y mientras la levantaba apreté mi cara contra su pecho y murmuré “¿Eres mía?”; y por primera vez en todos esos meses desesperantes en que la conocí, incluso el último mes, indudablemente paradisíaco, creí en ella de manera absoluta cuando respondió “Sí, soy tuya”.
El chillido de la puerta de entrada y los pasos del cartero sobre el pedregal nos distrajo. Comenzaba a sentirme mareado. Me quedé parado allí sólo sonriendo y me sentí algo estúpido. Beatrice se dirigió hacia las sillas de mimbre.
-Ve tú; ve por la correspondencia -dijo. Salí casi disparando, pero llegué tarde. Annette venía corriendo.
-Pas de lettres!- dijo.
Quizá la sorprendió mi sonrisa sin sentido como respuesta cuando me entregaba el periódico. Sentí desbordarme de alegría. Tiré el periódico por el aire y grité “¡No hay cartas, querida!”, y fui hacia un amplio sillón.
Por un instante no dijo nada, y luego, al tiempo que quitaba el envoltorio del periódico, dijo muy despacio “El mundo olvida, el mundo ha olvidado”.
Hay momentos en los que un cigarrillo es lo único que puede ayudar a sobrellevar una situación; es más que un cómplice, es un perfecto amigo secreto que te conoce y entiende de manera absoluta. Mientras fumas, lo miras, sonríes o frunces el ceño, depende de la ocasión; inhalas profundamente y exhalas el humo con un suave soplido. Era uno de esos momentos. Caminé hacia las magnolias y las respiré hasta llenarme. Luego regresé y me eché sobre sus hombros; rápidamente apartó el periódico y con un giro lo colocó sobre la piedra.
-No hay nada en él, nada. Sólo hay algo sobre un juicio por envenenamiento; sobre si un hombre envenenó a su mujer o no, y 20.000 personas acudieron cada día a la corte y 2 millones de palabras se publicaron en todo el mundo después de cada proceso.
-¡Qué mundo tonto! -dije hundiéndome en otro sillón. Quería olvidarme del periódico y regresar de manera sutil, claro, al momento antes de que llegara el cartero. Pero cuando ella respondió supe que ese momento había terminado por ahora. No importa; ahora que lo sabía, estaba dispuesto a esperar quinientos años si era necesario.
-No tan tonto -contestó Beatrice-. Después de todo, las 20.000 personas no lo hacen por morbosa curiosidad.
-¿Y qué es, querida? -Dios sabe que no me interesaba.
-¡Culpa! ¡Culpa!- gritó- No te diste cuenta. Se sienten cautivados igual que se sienten los enfermos ante cualquier cosa. Ni un mísero artículo acerca de sus propios casos. El hombre acusado puede ser inocente, pero las personas en la corte son todas un poco envenenadoras. ¿Nunca pensaste -estaba pálida y eufórica- en la cantidad de envenenadores que jamás se descubren?. Es la excepción encontrar matrimonios que no se envenenen el uno al otro (matrimonios y noviazgos) La cantidad de tazas de té, de café, de copas de vino que están contaminadas. La cantidad que yo misma he bebido, incluso sabiéndolo… y arriesgándome. La única razón por la que tantas parejas sobreviven es que uno de ellos teme darle al otro la dosis fatal. ¡La dosis fatal enerva! Pero llega, tarde o temprano, porque una vez que se ha administrado la primera dosis ya no hay vuelta atrás. ¿Es el principio del fin, no lo crees? ¿Entiendes lo que quiero decir?
No esperó a que contestara. Se quitó las orquillas con azucenas y se echó hacia atrás pasándolas frente a sus ojos.
-Mis dos maridos me envenenaron. -continuó Beatriz- el primero me dio inmediatamente una buena dosis, pero el segundo era un artista en este sentido. Sólo una diminuta gotita una y otra vez, inteligentemente administrada, hasta que una mañana desperté y había minúsculos granitos de veneno en cada partícula de mi cuerpo, hasta en la punta de mis dedos. Estaba lista…
Odiaba oírla hablar de sus maridos tan tranquila, en especial en días así; me lastimaba. Iba a hablar pero de pronto dijo con tristeza:
-¿Por qué? ¿Por qué me tuvo que pasar a mí? ¿Qué hice? ¿Por qué he sido la elegida para eso toda mi vida? Es una conspiración.
Traté de decirle la razón: ella era demasiado perfecta, exquisita y refinada, para este mundo horrible, y eso asustaba a las personas. Hice una broma inocente:
-Pero yo no voy a envenenarte. – Beatriz rió de extraña manera y golpeó el tallo de la azucena.
-¡Tu no matarías ni a una mosca!
Raro; sin embargo el comentario me hirió terriblemente.
Justo después Annette fue por un aperitivo. Beatrice se inclinó para tomar una copa de la bandeja y alcanzármela. Noté el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Cómo podría herirme su comentario?
-Y tú -le dije tomando la copa -no has envenenado a nadie.
Eso me dio una idea; traté de explicar.
-Tú haces lo opuesto. Cómo se le llama a alguien que, como tú, en vez de envenenar, completa a las personas, a cualquier persona, al cartero, al chofer que nos trajo hasta aquí, al que conduce nuestro bote, al vendedor de flores, a mí; los completas con vida renovadora, con algo de tu propio brillo, de tu belleza….
Sonrió como en un ensueño y así me miró.
-¿En qué estabas pensando, mi dulce?
-Me preguntaba -contestó Beatrice- si después del almuerzo no podrías ir al correo y ver qué pasó con las cartas de la tarde. ¿Podrías, amor? No es que esté esperando correspondencia, pero sólo pensaba que tal vez sería tonto no tener las cartas si es que están en el correo, no crees. Sería tonto tener que esperar hasta mañana.
Hizo girar la copa entre sus dedos tomándola del tallo. Su hermosa cabeza estaba hacia un lado. Tomé mi copa y bebí, casi a sorbos, muy lentamente, observando su cabeza oscura y pensando en carteros y escarabajos azules, y despedidas que no eran en verdad despedidas…
¡Bueno, dios! ¿No es extraño? No, no es extraño. El trago sabía asquerosamente amargo, raro.
Sobre
la autora
Katherine Mansfield es el pseudónimo que usó Kathleen Beauchamp (Wellington, Nueva Zelanda, 14 de octubre de 1888 – Fontainebleau, Francia, 9 de enero de 1923), una destacada escritora modernista de origen neozelandés.
Katherine Mansfield es el pseudónimo que usó Kathleen Beauchamp (Wellington, Nueva Zelanda, 14 de octubre de 1888 – Fontainebleau, Francia, 9 de enero de 1923), una destacada escritora modernista de origen neozelandés.
viernes, 19 de septiembre de 2014
Cuántas mujeres han conseguido el prestigioso premio Nobel?
¿Cuántas mujeres han conseguido el prestigioso premio Nobel?
Las malas lenguas cuentan que la mujer deAlfred Nobel le fue infiel con un matemático, y que por esa razón decidió ignorar a esa disciplina en sus famosos premios. Es una razón más que entendible para dejar sin galardón a los cerebritos de las mates, peronunca se llegó a confirmar.
La clave suele estar en lo más simple, y dejando a un lado temas amorosos, lo más lógico es que a Nobel no le interesaran nada las matemáticas, y esto sí que está comprobado. Nobel fue ingeniero químico,inventó la dinamita, fabricó armas y también tuvo una faceta de empresario, lo que le llevó a amasar una gran fortuna gracias a sus muchas patentes (registró 350). Los únicos números que le importaron en su vida fueron los del dinero.
Con su inmensa fortuna dejó la orden en su testamento de premiar a las personas que más hubieran contribuido el año anterior a ciertas disciplinas, las más afines a sus intereses, y entre ellos, no se encontraban las matemáticas.
Cada año se otorga este premio para las categorías de física, química, medicina, economía, literaturay paz. A los galardonados los elige un selecto comité formado por personalidades y organizaciones de prestigio, que tras realizar una exclusiva criba entre cientos de candidatos propuestos también por diferentes organizaciones, deciden quienes son los que más han contribuido el año anterior en cada área.
Desde 1901 se llevan otorgando estos galardones, pero los matemáticos no trabajan sin reconocimiento, de eso se encargó John C. Fields. El canadiense puso el dinero para que esta disciplina obtuviera su merecido prestigio. Esta tarea la empezó en 1936 otorgando dos medallas, que posteriormente pasaron a ser cuatro.
Se entregan cada cuatro años de forma que coincidan con los congresos internacionales dematemáticas, dónde se da a conocer el nombre de los afortunados. El único requisito que deben de tener estos genios aspirantes al premio es ser menor de 40 años a día 1 de enero del año del congreso. Quién decide en este caso quienes son los merecedores del premio es la Unión Internacional de Matemáticas.
jueves, 18 de septiembre de 2014
EL HOMBRE QUE SALTÓ DE LAS TORRES GEMELAS.
EL HOMBRE QUE SALTÓ DE LAS TORRES GEMELAS
Un reportaje de Tom Junod, sobre una fotografía de
Richard Drew
En la
fotografía, él parte de esta tierra como una flecha.
Aunque no ha escogido su destino, parece como si en los últimos
instantes de su vida se hubiera abrazado a él. Si no estuviese cayendo, bien
podría estar volando.
Parece relajado, precipitándose por los aires. Parece cómodo en garras
del inimaginable movimiento. No parece intimidado por la succión divina de la
gravedad o por lo que le espera más abajo. Sus brazos están a los costados,
sólo ligeramente abiertos. Su pierna izquierda está doblada en la rodilla, casi
de manera casual. Su camisa blanca –o casaquilla o sotana– se ondula libremente
fuera de sus pantalones negros. Todavía tiene sus zapatillas de bota alta en
sus pies.
En todas las demás fotografías, la gente que hizo lo mismo que él, es
decir saltar, resulta insignificante ante el telón de fondo de las torres, que
asoman como colosos, y ante los sucesos propiamente dichos. Algunos están sin camisa.
Sus zapatos salen volando mientras ellos se agitan y caen. Parecen confundidos,
como si estuvieran tratando de nadar por el costado de una montaña, colina
abajo.
El hombre de la fotografía, en cambio, está en perfecta posición
vertical, y también lo está de acuerdo con las líneas de los edificios detrás
de él. Él los separa, los divide en dos. Todo lo que queda a la izquierda de la
foto es la Torre Norte del World Trade Center. Todo lo que está a la derecha,
la Torre Sur. Aunque no es consciente del balance geométrico que ha logrado, él
es el elemento esencial en la creación de una nueva bandera, un estandarte
compuesto sólo por barras de acero que brillan al Sol.
Algunas personas que miran la foto ven en ella estoicismo, fuerza de
voluntad, un retrato de la resignación. Otras ven algo más, algo discordante y,
por lo tanto, terrible: libertad. Hay algo casi subversivo en la posición del
hombre, como si una vez frente a lo inevitable de la muerte hubiera decidido
seguirle el paso. Como si él fuera un misil, una lanza, decidido a alcanzar su
propio fin.
Quince minutos después de las 9:41 a.m. EST, en el momento en que se
tomó la foto, él está, en términos de física pura, acelerando a una velocidad
de novecientos ochenta centímetros por segundo elevado al cuadrado. Pronto
estará viajando por encima de los doscientos cuarenta kilómetros por hora, y
aparece de cabeza.
En la foto está congelado. En su vida fuera del encuadre está cayendo y
seguirá cayendo hasta desaparecer.
El fotógrafo no es ajeno a la historia. Él sabe que se trata de algo que
sucederá después. En el momento real en que la historia se va creando lo hace
en medio del terror y la confusión, de modo que depende de gente como él,
testigo pagado, tener la serenidad de asistir a su creación. Este fotógrafo
posee esa serenidad y la tuvo siempre, desde que era joven. A los veintiún años
estuvo parado justo detrás de Bobby Kennedy en el momento en que le dispararon
en la cabeza. Su casaca se manchó con la sangre de Kennedy, pero él saltó sobre
una mesa y tomó fotos de los ojos abiertos y abatidos de Kennedy, y luego de
Ethel Kennedy agachándose sobre su marido y rogando a los fotógrafos –rogándole
a él– que no tomaran fotos.
Richard Drew nunca ha hecho algo así. Aunque ha conservado su casaca
manchada con la sangre de Kennedy, nunca ha dejado de tomar una fotografía,
nunca ha desviado su mirada. Trabaja para la agencia de noticias Associated
Press. Es periodista. No depende de él rechazar las imágenes que aparecen
dentro de su encuadre porque uno nunca sabe cuándo se hace la historia hasta
que uno la hace. Ni siquiera depende de él distinguir si un cuerpo está vivo o
muerto, porque la cámara no se ocupa de tales distinciones y su negocio es
fotografiar cuerpos, como todos los fotógrafos. De hecho él estaba
fotografiando cuerpos aquella mañana del 11 de setiembre del 2001. Por encargo
de AP, Drew fotografiaba un desfile de modas de ropa de maternidad en Bryant
Park, notable, según él, «porque desfilaban modelos realmente embarazadas».
Tenía cincuenta y cuatro años. Usaba anteojos. Era de escasa cabellera, barba
canosa y cabeza dura.
Durante toda una vida de tomar fotografías, él ha encontrado la manera
de ser una persona de modales suaves y bruscos al mismo tiempo, paciente y muy,
muy rápido. Ese día estaba haciendo lo que siempre hace en los desfiles de
modas, delimitando su territorio, cuando un camarógrafo de la CNN con un
audífono en el oído dijo que un avión se había estrellado contra la Torre Norte
y el editor de Drew llamó a su celular. Él empacó su equipo en un bolso y se
las ingenió para tomar el metro hacia el centro de la ciudad.
Aunque el metro todavía estaba en funcionamiento, Drew fue el único que
lo utilizó. Se bajó en la estación Chambers Street y vio que ambas torres se
habían convertido en chimeneas. Caminó hacia el oeste, donde las ambulancias se
estaban reuniendo, porque los enfermeros «no suelen echarnos del lugar de los
hechos». Luego escuchó los gritos ahogados de la gente. La gente en tierra
lanzaba gritos ahogados porque algunas personas estaban saltando del edificio.
Empezó a tomar fotografías con su lente de doscientos milímetros. Estaba
parado entre un policía y un asistente de emergencias, y siempre que uno de
ellos gritaba «Allí viene otro», su cámara encontraba el cuerpo cayendo y lo
seguía hacia abajo durante una secuencia de unas nueve a doce fotografías.
Fotografió entre diez y quince de estas personas antes de escuchar el estruendo
en la Torre Sur y presenciar su colapso a través de la exclusividad de su
lente. Se vio atrapado en una ruina móvil, pero cogió una máscara de una
ambulancia y fotografió la parte más alta de la Torre Norte mientras «explotaba
como un hongo» y llovían escombros. Entonces descubrió que sí existe aquello de
estar demasiado cerca y decidió que había completado sus obligaciones
profesionales. Richard Drew se unió a la horda de cenicienta humanidad rumbo al
norte y caminó hasta llegar a su oficina en Rockefeller Center.
miércoles, 17 de septiembre de 2014
Mentir con pies de barro....
Mentir con pies de barro
Yo no soy un hombre,
soy dinamita.
Ecce Homo - Friedrich Nietzsche
La credibilidad de las cosas no tiene nada que ver con su veracidad. Toda mentira debe obedecer a ciertas formas para que pueda ser creíble, pero nunca podrá pretender ser verdad. La credibilidad de una mentira dependerá entonces de su coherencia con la realidad y las posibilidades lógico-racionales que se desprenden de cierto estado verdadero. Es decir, toda mentira debe ser desprendida de una verdad posible. Por ello, el mentiroso debe tener cierta inteligencia para disfrazar de veraz y posible la mentira que propone como hecho verdadero. El mentiroso debe tener la capacidad de engaño, cualidad que resulta inexistente en el gobierno venezolano.
Quizás es allí donde más ha fallado el héroe ridículo y su gobierno: el arte de mentir. Sus mentiras son tan inverosímiles que nadie puede comerse eso sin atragantarse y vomitar indignación. Ellos han pretendido doblar las fronteras de lo posible para proponer una realidad artificial construida por mentiras que no se relacionan entre sí, ni fungen como piezas orgánicas de un todo. Se les derrite la máscara en las manos y los idiotas caen con la pala aun en la mano al abismo que ellos mismos han cavado.
No han podido manejar el tiempo, porque ya se ha abollado la cuarta república hasta su hundimiento para con ella ahogarse los culpables ya gastados y rehusados; y ahora viene el cadivismo y la corrupción de todavía-no-queda-claro-quién y la necesidad de una habilitante para-no-queda-claro-qué y cuidado con el boogeyman o el Butzemann si es que les gusta más en alemán, porque cuidadito con el inglés y el imperio que se nos viene encima con palo cochinero y Fidel que nos defienda.
Que no se nos olvide el socialismo, la mentira que engloba a todas las demás. Para ello debo darle paso al escritor de Ecce Homo: "La última cosa que yo prometería sería la de mejorar la humanidad. Yo no levanto ídolos nuevos; dejen a los ídolos viejos aprender lo que significa tener piernas de barro. [...] La realidad ha sido privada de su valor (¡!), su significado, su veracidad ha sido comparada con la de un mundo ideal que ha sido fabricado ... el mundo real y el mundo aparente [...] La mentira del ideal hasta ahora sido la maldición sobre la realidad, a través de ella, la humanidad misma se ha vuelto mendaz y falsa hasta lo más profundo de sus instintos –al punto de adorar los valores inversos a los que realmente garantizarían la prosperidad, el futuro, el exaltado derecho al futuro".
Así Nietzsche los pone en evidencia, porque con su ídolo falso del socialismo han querido desafiar la realidad y han querido quitarle su valor intrínseco como estándar del individuo para garantizar su prosperidad. Han querido mentir y fabricar un mundo aparente. No obstante, ya la realidad se les ha vuelto infranqueable. Pronto entenderán los que es tener pies de barro.
ANDRÉS VOLPE |
soy dinamita.
Ecce Homo - Friedrich Nietzsche
La credibilidad de las cosas no tiene nada que ver con su veracidad. Toda mentira debe obedecer a ciertas formas para que pueda ser creíble, pero nunca podrá pretender ser verdad. La credibilidad de una mentira dependerá entonces de su coherencia con la realidad y las posibilidades lógico-racionales que se desprenden de cierto estado verdadero. Es decir, toda mentira debe ser desprendida de una verdad posible. Por ello, el mentiroso debe tener cierta inteligencia para disfrazar de veraz y posible la mentira que propone como hecho verdadero. El mentiroso debe tener la capacidad de engaño, cualidad que resulta inexistente en el gobierno venezolano.
Quizás es allí donde más ha fallado el héroe ridículo y su gobierno: el arte de mentir. Sus mentiras son tan inverosímiles que nadie puede comerse eso sin atragantarse y vomitar indignación. Ellos han pretendido doblar las fronteras de lo posible para proponer una realidad artificial construida por mentiras que no se relacionan entre sí, ni fungen como piezas orgánicas de un todo. Se les derrite la máscara en las manos y los idiotas caen con la pala aun en la mano al abismo que ellos mismos han cavado.
No han podido manejar el tiempo, porque ya se ha abollado la cuarta república hasta su hundimiento para con ella ahogarse los culpables ya gastados y rehusados; y ahora viene el cadivismo y la corrupción de todavía-no-queda-claro-quién y la necesidad de una habilitante para-no-queda-claro-qué y cuidado con el boogeyman o el Butzemann si es que les gusta más en alemán, porque cuidadito con el inglés y el imperio que se nos viene encima con palo cochinero y Fidel que nos defienda.
Que no se nos olvide el socialismo, la mentira que engloba a todas las demás. Para ello debo darle paso al escritor de Ecce Homo: "La última cosa que yo prometería sería la de mejorar la humanidad. Yo no levanto ídolos nuevos; dejen a los ídolos viejos aprender lo que significa tener piernas de barro. [...] La realidad ha sido privada de su valor (¡!), su significado, su veracidad ha sido comparada con la de un mundo ideal que ha sido fabricado ... el mundo real y el mundo aparente [...] La mentira del ideal hasta ahora sido la maldición sobre la realidad, a través de ella, la humanidad misma se ha vuelto mendaz y falsa hasta lo más profundo de sus instintos –al punto de adorar los valores inversos a los que realmente garantizarían la prosperidad, el futuro, el exaltado derecho al futuro".
Así Nietzsche los pone en evidencia, porque con su ídolo falso del socialismo han querido desafiar la realidad y han querido quitarle su valor intrínseco como estándar del individuo para garantizar su prosperidad. Han querido mentir y fabricar un mundo aparente. No obstante, ya la realidad se les ha vuelto infranqueable. Pronto entenderán los que es tener pies de barro.
ANDRÉS VOLPE |
martes, 16 de septiembre de 2014
La Tienda del Cielo
La Tienda del Cielo
Con motivo de la Navidad fui de compras buscando cuales serían los
regalos que necesitaba adquirir para mis seres queridos. Buscaba algo
diferente este año. Un regalo que al recibirlo les causara alegría,
satisfacción y que pudieran utilizar por toda su vida.
Finalmente, después de varios días de estar buscando vi un letrero
que
decía LA TIENDA DEL CIELO, me fui acercando y la puerta se fue
abriendo. Cuando me di cuenta ya estaba adentro. Me recibió un Ángel
dándome
una canasta y me dijo "compra con cuidado", todo lo que un cristiano
necesita, estaba en aquella tienda. Y agregó el Ángel: "lo que no
puedas
llevar ahora, lo podrás llevar después". Primero compré PACIENCIA,
también el AMOR, estaba en la última estantería, más abajo estaba el,
para
estar siempre alegre. Compre dos cajas de PAZ para mantenerme
tranquilo y
dos bolsas repletas de FE para los retos de próximo año. Recordé que
necesitaba mostrar BENIGNIDAD, BONDAD y MANSEDUMBRE con mis
semejantes;
así mismo, no podía olvidarme la TEMPLANZA necesaria para controlar
mi
temperamento en todo momento de modo que compre una de cada una.
Llegué por fin a la salida y le pregunté al Ángel ¿cuánto le debo?,
él
me sonrió y me respondió:
"Hijo Mío, ¡JESÚS pagó TU DEUDA hace mucho tiempo!"
Hijo, tu eres la tienda y puedes abrirla todos los días, el Ángel soy
Yo, el Espíritu Divino que mora dentro de ti, y los regalos son el
fruto
del Espíritu. Antes que despiertes de tu sueño quiero compartirte el
verdadero sentido de la Navidad. Escucha con cuidado. Estos regalos
son
especiales para esta ocasión, pero si los abres durante todo el año,
te
producirán gran gozo a ti y a los que se los compartas. Más
importante
aún. Te has dado cuenta que tu hijo (a) hace más caso de lo que le
enseñas con el ejemplo de que lo que le dices que haga. Bueno, si tú
empiezas abrir estos regalos durante todo el año, él (ella) te va
empezar a
imitar y así sus hijos y los hijos de sus hijos.
POR QUE A PESAR DE TODO
DIOS
AUN TE TENGO FE
Con motivo de la Navidad fui de compras buscando cuales serían los
regalos que necesitaba adquirir para mis seres queridos. Buscaba algo
diferente este año. Un regalo que al recibirlo les causara alegría,
satisfacción y que pudieran utilizar por toda su vida.
Finalmente, después de varios días de estar buscando vi un letrero
que
decía LA TIENDA DEL CIELO, me fui acercando y la puerta se fue
abriendo. Cuando me di cuenta ya estaba adentro. Me recibió un Ángel
dándome
una canasta y me dijo "compra con cuidado", todo lo que un cristiano
necesita, estaba en aquella tienda. Y agregó el Ángel: "lo que no
puedas
llevar ahora, lo podrás llevar después". Primero compré PACIENCIA,
también el AMOR, estaba en la última estantería, más abajo estaba el,
para
estar siempre alegre. Compre dos cajas de PAZ para mantenerme
tranquilo y
dos bolsas repletas de FE para los retos de próximo año. Recordé que
necesitaba mostrar BENIGNIDAD, BONDAD y MANSEDUMBRE con mis
semejantes;
así mismo, no podía olvidarme la TEMPLANZA necesaria para controlar
mi
temperamento en todo momento de modo que compre una de cada una.
Llegué por fin a la salida y le pregunté al Ángel ¿cuánto le debo?,
él
me sonrió y me respondió:
"Hijo Mío, ¡JESÚS pagó TU DEUDA hace mucho tiempo!"
Hijo, tu eres la tienda y puedes abrirla todos los días, el Ángel soy
Yo, el Espíritu Divino que mora dentro de ti, y los regalos son el
fruto
del Espíritu. Antes que despiertes de tu sueño quiero compartirte el
verdadero sentido de la Navidad. Escucha con cuidado. Estos regalos
son
especiales para esta ocasión, pero si los abres durante todo el año,
te
producirán gran gozo a ti y a los que se los compartas. Más
importante
aún. Te has dado cuenta que tu hijo (a) hace más caso de lo que le
enseñas con el ejemplo de que lo que le dices que haga. Bueno, si tú
empiezas abrir estos regalos durante todo el año, él (ella) te va
empezar a
imitar y así sus hijos y los hijos de sus hijos.
POR QUE A PESAR DE TODO
DIOS
AUN TE TENGO FE
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