EL HOMBRE QUE SALTÓ DE LAS TORRES GEMELAS
Un reportaje de Tom Junod, sobre una fotografía de
Richard Drew
En la
fotografía, él parte de esta tierra como una flecha.
Aunque no ha escogido su destino, parece como si en los últimos
instantes de su vida se hubiera abrazado a él. Si no estuviese cayendo, bien
podría estar volando.
Parece relajado, precipitándose por los aires. Parece cómodo en garras
del inimaginable movimiento. No parece intimidado por la succión divina de la
gravedad o por lo que le espera más abajo. Sus brazos están a los costados,
sólo ligeramente abiertos. Su pierna izquierda está doblada en la rodilla, casi
de manera casual. Su camisa blanca –o casaquilla o sotana– se ondula libremente
fuera de sus pantalones negros. Todavía tiene sus zapatillas de bota alta en
sus pies.
En todas las demás fotografías, la gente que hizo lo mismo que él, es
decir saltar, resulta insignificante ante el telón de fondo de las torres, que
asoman como colosos, y ante los sucesos propiamente dichos. Algunos están sin camisa.
Sus zapatos salen volando mientras ellos se agitan y caen. Parecen confundidos,
como si estuvieran tratando de nadar por el costado de una montaña, colina
abajo.
El hombre de la fotografía, en cambio, está en perfecta posición
vertical, y también lo está de acuerdo con las líneas de los edificios detrás
de él. Él los separa, los divide en dos. Todo lo que queda a la izquierda de la
foto es la Torre Norte del World Trade Center. Todo lo que está a la derecha,
la Torre Sur. Aunque no es consciente del balance geométrico que ha logrado, él
es el elemento esencial en la creación de una nueva bandera, un estandarte
compuesto sólo por barras de acero que brillan al Sol.
Algunas personas que miran la foto ven en ella estoicismo, fuerza de
voluntad, un retrato de la resignación. Otras ven algo más, algo discordante y,
por lo tanto, terrible: libertad. Hay algo casi subversivo en la posición del
hombre, como si una vez frente a lo inevitable de la muerte hubiera decidido
seguirle el paso. Como si él fuera un misil, una lanza, decidido a alcanzar su
propio fin.
Quince minutos después de las 9:41 a.m. EST, en el momento en que se
tomó la foto, él está, en términos de física pura, acelerando a una velocidad
de novecientos ochenta centímetros por segundo elevado al cuadrado. Pronto
estará viajando por encima de los doscientos cuarenta kilómetros por hora, y
aparece de cabeza.
En la foto está congelado. En su vida fuera del encuadre está cayendo y
seguirá cayendo hasta desaparecer.
El fotógrafo no es ajeno a la historia. Él sabe que se trata de algo que
sucederá después. En el momento real en que la historia se va creando lo hace
en medio del terror y la confusión, de modo que depende de gente como él,
testigo pagado, tener la serenidad de asistir a su creación. Este fotógrafo
posee esa serenidad y la tuvo siempre, desde que era joven. A los veintiún años
estuvo parado justo detrás de Bobby Kennedy en el momento en que le dispararon
en la cabeza. Su casaca se manchó con la sangre de Kennedy, pero él saltó sobre
una mesa y tomó fotos de los ojos abiertos y abatidos de Kennedy, y luego de
Ethel Kennedy agachándose sobre su marido y rogando a los fotógrafos –rogándole
a él– que no tomaran fotos.
Richard Drew nunca ha hecho algo así. Aunque ha conservado su casaca
manchada con la sangre de Kennedy, nunca ha dejado de tomar una fotografía,
nunca ha desviado su mirada. Trabaja para la agencia de noticias Associated
Press. Es periodista. No depende de él rechazar las imágenes que aparecen
dentro de su encuadre porque uno nunca sabe cuándo se hace la historia hasta
que uno la hace. Ni siquiera depende de él distinguir si un cuerpo está vivo o
muerto, porque la cámara no se ocupa de tales distinciones y su negocio es
fotografiar cuerpos, como todos los fotógrafos. De hecho él estaba
fotografiando cuerpos aquella mañana del 11 de setiembre del 2001. Por encargo
de AP, Drew fotografiaba un desfile de modas de ropa de maternidad en Bryant
Park, notable, según él, «porque desfilaban modelos realmente embarazadas».
Tenía cincuenta y cuatro años. Usaba anteojos. Era de escasa cabellera, barba
canosa y cabeza dura.
Durante toda una vida de tomar fotografías, él ha encontrado la manera
de ser una persona de modales suaves y bruscos al mismo tiempo, paciente y muy,
muy rápido. Ese día estaba haciendo lo que siempre hace en los desfiles de
modas, delimitando su territorio, cuando un camarógrafo de la CNN con un
audífono en el oído dijo que un avión se había estrellado contra la Torre Norte
y el editor de Drew llamó a su celular. Él empacó su equipo en un bolso y se
las ingenió para tomar el metro hacia el centro de la ciudad.
Aunque el metro todavía estaba en funcionamiento, Drew fue el único que
lo utilizó. Se bajó en la estación Chambers Street y vio que ambas torres se
habían convertido en chimeneas. Caminó hacia el oeste, donde las ambulancias se
estaban reuniendo, porque los enfermeros «no suelen echarnos del lugar de los
hechos». Luego escuchó los gritos ahogados de la gente. La gente en tierra
lanzaba gritos ahogados porque algunas personas estaban saltando del edificio.
Empezó a tomar fotografías con su lente de doscientos milímetros. Estaba
parado entre un policía y un asistente de emergencias, y siempre que uno de
ellos gritaba «Allí viene otro», su cámara encontraba el cuerpo cayendo y lo
seguía hacia abajo durante una secuencia de unas nueve a doce fotografías.
Fotografió entre diez y quince de estas personas antes de escuchar el estruendo
en la Torre Sur y presenciar su colapso a través de la exclusividad de su
lente. Se vio atrapado en una ruina móvil, pero cogió una máscara de una
ambulancia y fotografió la parte más alta de la Torre Norte mientras «explotaba
como un hongo» y llovían escombros. Entonces descubrió que sí existe aquello de
estar demasiado cerca y decidió que había completado sus obligaciones
profesionales. Richard Drew se unió a la horda de cenicienta humanidad rumbo al
norte y caminó hasta llegar a su oficina en Rockefeller Center.
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