viernes, 8 de abril de 2016

El marido vengador.

El marido vengador.


Hacía un día lindo y soleado cuando Mario se enteró de que su mujer lo engañaba con el ginecólogo. Los vio en un mcdonalds besándose y sonriendo, muy felices. Él pasaba de casualidad a comprar comida para llevar; afortunadamente no lo habían visto. Lo sospechaba desde hacía algunos meses y ahora lo confirmaba. La muy cabrona lo estaba engañando. Furioso, al regresar a la oficina ya no tuvo hambre para comerse la comida que había comprado. En vez de comer, empezó a buscar tiendas de armas en la guía telefónica y decidió que esa misma tarde iría a comprar el arma con la cual se vengaría.
Salió a la calle con la excusa de una visita a un cliente y se dirigió a una armería. En el camino fantaseaba sobre su venganza. Pensaba en cómo le dispararía a la frente a la adúltera, en cómo rogaría ella por su vida llorando y pidiendo perdón. El otro hombre, el ginecólogo de segunda, lloraría como mujer, arrepentido ya sin esperanza, antes del tiro definitivo. Sólo de esa manera, pensaba, era posible restaurar su honor. Ningún hombre que se precie debería tolerar tal traición. A plena luz del día, como burlándose y regodeándose de su fechoría, cual sinvergüenzas, estaban exhibiéndose en un lugar público. Así los había visto y eso no podía quedar impune de ninguna manera. Por momentos, al pensar en los detalles de la venganza, Mario sonreía.
Sin embargo, una cosa es fantasear y otra cosa es la realidad. Mario nunca había sido un tipo violento, sus amigos lo conocían por su tremenda paciencia y su don de gentes. Nunca había disparado arma alguna. Al llegar a la armería y ver el primer revólver que le mostró el vendedor, sintió miedo. Matar no iba con su naturaleza, y ahí frente a un entusiasmado vendedor que no paraba de alabar las virtudes de las armas que vendía, lo comprendió con tristeza. Disculpándose, salió de la tienda y le pareció que a pesar de ser una linda tarde, todo estaba nublado y el día era gris.
Mario se había casado con Valentina hacía siete años. Pese a intentarlo, no habían tenido hijos. Buscando alternativas y consultando con amigos, habían llegado hasta el ginecólogo, el ahora amante de su mujer. Pero en lugar de ayudar a la pareja a tener hijos, el muy cabrón había decidido ayudar sólo a Valentina, mientras sus honorarios los pagaba el marido cornudo. ¿Con qué palabras la habría seducido el matasanos? O peor aún, ¿fue ella quien lo sedujo?
Con estos pensamientos se atormentaba el pobre marido traicionado, cuando sonó su celular. Era Valentina, la vulgar adúltera, que llamaba desde su celular. Preguntaba, como suelen hacer las mujeres, que dónde estaba. Ese mecanismo de control que antes le gustaba ahora lo puso de peor humor.
—¿Qué querés? —preguntó.
—Cuando vengás para la casa, traete café y azúcar, que ya se van a acabar. También servilletas.
—Comprálas vos —le gritó, y cortó la llamada.
Al terminar la llamada Mario estaba temblando de la cólera. ¿Ya había regresado de enmotelarse con aquel hombre? ¿Lo había llamado desde el mismo motel? ¿O en su propia casa los descarados le ponían cuernos? Por su cabeza nuevamente cruzaron los pensamientos homicidas. Algo tenía que hacer, tal ofensa no podía quedar sin ser vengada. De alguna manera la haría arrepentirse. Pasó a un bar a echarse un par de tragos, mientras la tarde, ahora sí, se ponía realmente nublada.
En el bar habían dos mesas ocupadas. Una con un grupo de ejecutivos y otra con un hombre de mediana edad y barba recortada al que veía y saludaba cada vez que iba al lugar. ¿A cuántos de aquellos hombres los engañarían sus mujeres?, pensó. Pidió un whisky. Después del segundo whisky, fue a pedir otro a la barra y el hombre de la barba le dio conversación. ¿Penas en el amor?, le dijo sonriendo. ¿Tanto así se nota?, le preguntó Mario, sonriendo a su vez. Luego de que el bartender le sirviera el trago fueron a sentarse a la misma mesa y empezaron a conversar.
—Yo ya sé cuando miro a un hombre traicionado —dijo el barbudo—. El orgullo herido se nota de inmediato.
—Supongo que se me nota en los cuernos —respondió riéndose Mario.
—La vida, mi estimado, se encarga de poner las cosas en su lugar.
—O la muerte.
—¿No me diga que usted quiere despacharse a su mujer?
—No, sólo digo que también se muere la gente, a veces.
Así fueron conversando los nuevos amigos, riéndose por momentos a carcajadas. Al barbudo también le habían puesto los cuernos, pero como su mujer era la del dinero, exigió el divorcio y plata en desagravio. De esa cuenta no necesitaba trabajar. Y por esas casualidades de la vida, la mujer del barbudo también se había ido con un doctor, pero este era cardiólogo.
Después de varias horas de plática y whisky, los amigos se despidieron. Afuera llovía. Mario recordó con un poco de amargura que a Valentina le gustaba ver los reflejos de las luces en las calles mojadas de la ciudad; le parecía romántico. No quería regresar a casa y fue a un club de desnudistas, de donde salió de madrugada. Al llegar a casa se tendió en el sofá de la sala y se quedó dormido.
Al día siguiente, con la resaca de la noche anterior, todo parecía haber sido un sueño. A duras penas tomó una ducha y se fue a trabajar. Evitó encontrarse con Valentina. Ya en la oficina, recordó la escena de su mujer besándose con el ginecólogo y se volvió a amargar. Sin embargo, al recordarse de todo lo que había pensado para vengarse, se echó a reír. Él, que nunca había disparado un arma en su vida, pensando en matar a alguien. Era ridículo. Además corría el riesgo de ir preso y perder ya no sólo a su mujer, sino todo lo que había logrado.
Salió al mediodía para ver si encontraba de nuevo a su mujer y al amante en el mismo lugar, pero no los encontró. En el camino de regreso a la oficina los vio en el carro del ginecólogo. Los siguió. Se bajaron en una tienda de conveniencia a comprar comida. Mientras hacían la cola para pagar, se besaban como novios enamorados. Mario se bajó del carro y se acercó a una distancia prudencial. Sacó el celular que llevaba al cinto y les tomó fotos.
Al regresar a la oficina subió las fotos al Facebook, etiquetó a su mujer y al amante y las publicó. Por la tarde fue con un abogado de divorcios para asesorarse. Su mujer marcó veinte veces su número, pero Mario no contestó en toda la tarde. Al salir del despacho del abogado, hacía una linda tarde.

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