lunes, 4 de abril de 2016

Los difuntos.

Los difuntos.


Una noche de cervezas surgió la idea de organizar nuestros funerales en vida. Cada uno, por turnos, iba a tener su propio funeral. Se invitaría gente, habría un ataúd y se hablaría de todo lo bueno que era el difunto y de lo mucho que se le iba a extrañar. Todo sería como en cualquier funeral, salvo que en este caso el difunto iba a estar vivo. No sé a quién se le ocurrió la idea, pero todos estuvimos de acuerdo y brindamos por eso. Éramos jóvenes y chingones y con la excusa del funeral nos reuniríamos el último viernes de cada mes para celebrar nuestros funerales. Yo pensé que era una de esas tantas bromas que se hacen entre amigos y que nunca llegan a realizarse, pero un día me llamó Carlos para anunciarme que yo sería el primer difunto.
Éramos un grupo de cinco universitarios, todos menores de veinte años. Como todos los jóvenes, íbamos a conquistar el mundo. Nos reuníamos a tomar cerveza con cualquier excusa. A veces éramos más, pero siempre considerábamos a los otros como visitantes. Nuestras familias y novias se conocían. A veces, cuando había dinero, íbamos a bares y a clubes de estrípers. Nos habíamos hecho amigos en el bachillerato. Carlos estudiaba derecho, igual que Luis. Los demás estudiábamos ingeniería. Alberto, química; Juan, civil; y yo, industrial. Nunca fuimos muy aplicados que digamos, pero íbamos pasando cursos.
Carlos y yo ya habíamos conseguido trabajo. A los demás los sostenían todavía sus papás. El que más se preocupaba de mantener al grupo unido era Alberto, a quien todos llamábamos para saber cuándo y dónde sería la próxima reunión. Él organizaba todo y decidía quién se encargaría de la comida, quién de la cerveza, quién pondría la casa. Durante algún tiempo intentamos ser una banda de rock, pero no éramos tan buenos músicos que digamos. Eso sí, el par de conciertos que dimos los llenamos con todos nuestros amigos y familia. Juan era el músico, siempre sacaba la guitarra y se sabía todas las canciones. Cantaba genial. Aún hoy creo que toca en una banda de rock.
Fue una noche de enero que surgió la idea de los funerales. Sonaba divertido ir a tu propio funeral. Esa noche, recuerdo bien, hubo una pelea entre Juan y Luis, éste último andaba colgado de una su novia que estaba bien buena. Juan, ya borracho, le dijo que su novia estaba rica. Luis se enfureció y empezó a golpearlo antes de que reaccionáramos. Los separamos, se calmaron y Luis hasta terminó pidiéndole disculpas a Juan. No me acuerdo si antes o después de la pelea fue que hablamos de lo de los funerales.
La idea era olvidarse de que la muerte era triste y además tener una excusa para pasársela bien. Lo peor de todo, decía Carlos, es que en las funerarias siempre se cuentan chistes y el difunto no se puede ya reír. Alberto dijo que tenía un tío que tenía funeraria y que podía ver lo de conseguir un ataúd. Acordamos que se invitaría a las novias, amigos y familia que quisieran participar en la broma. Luis haría el acta de defunción. Juan iba a prestar una de las casas de su papá que estaba vacía y no conseguía inquilinos. Yo me encargaría crear el evento en las redes sociales y promocionar el funeral entre nuestros conocidos.
A pesar de todo lo que se habló yo pensé que nunca lo haríamos. Estaba bien como broma, pero llevarlo a la realidad era un poco tétrico, pensaba. A la siguiente reunión yo no llegué pero los demás siguieron con la idea y sortearon los turnos. Dicen que me llamaron al celular, pero yo no recuerdo haber tenido ninguna llamada perdida. Así que al día siguiente Carlos fue el encargado de notificarme que yo sería el primer difunto. Después seguía él, luego Juan, después Luis y por último Alberto. Yo pensé al principio que Carlos bromeaba, pero después llamé a Alberto y me confirmó que sí haríamos los funerales, pero que si después del primero no nos gustaba la cosa ya no continuaríamos con los demás.
Yo debía vestir adecuadamente para la ocasión. El único tacuche que tenía en ese tiempo lo usé para mi funeral en vida. En cuanto a la organización no debía preocuparme mucho, sólo debía colaborar con algo de dinero para la cerveza y la comida. Eso sí, debía invitar por las redes sociales de internet para que la gente fuera a mi funeral. Hubo un par de gentes que lo consideraron macabro, una tía me llamó para preguntarme si estaba bien, si acaso quería suicidarme. No tía, contesté, sólo es mi funeral en vida. Colgó el teléfono como si le hubiera hablado un espanto. En casa a mi mamá le pareció una idea de mal gusto y me dijo que en lugar de estar haciendo tonteras mejor fuera a la iglesia. Mi papá, más divertido, sólo me aconsejó no beber demasiado para no morirme de verdad.
Llegada la noche del funeral yo estaba un poco nervioso. De alguna manera yo iba a ser el centro de atención y eso me incomodaba un poco. El carro funerario, prestado por la funeraria del tío de Alberto, llegó a casa a las ocho de la noche. Los muchachos me mostraron el ataúd en donde sería llevado. Debo admitir que me provocó escalofrío, pero logré disimular y seguir el juego. Me metí al ataúd y me trasladaron al carro funerario. Yo sentí sofocarme cuando cerraron la puerta de la caja. Pero luego pensé en que era sólo una broma y, que en todo caso, cuando me tocara de verdad, yo ni me iba a enterar.
Logré deshacerme de mis miedos y al llegar a la fiesta fúnebre fui ovacionado. Había habido una buena convocatoria, casi todos los compañeros del colegio y de la universidad estaban por ahí. Algunos más creo que por la curiosidad de la broma que porque tuvieran algún tipo de aprecio por mí. Habían preparado un repertorio musical con toda la música que me gustaba, mi novia pronunció un discurso tan sentido que hizo llorar a las mujeres del salón. Me emocionó mucho escucharla. Un año después se estaría casando con otro.
Los amigos del grupo fueron pasando al micrófono y contaron anécdotas de nuestra vida juntos. Yo estaba acostado en el ataúd con la tapa superior abierta para que pudiera escuchar a todos. Quise sentarme, pero me lo impidieron. Alberto recordó la primera vez que nos emborrachamos. Luis me agradeció haberlo alojado en mi casa cuando la suya se quemó. Carlos se recordó la vez que lo ayudé a estudiar matemáticas, casi todo un diciembre, para que pudiera ganar su retrasada. Juan estaba muy agradecido conmigo porque fui el único que lo acompañó, a las tres de la mañana, a dar serenata a su exnovia que al otro día se casaría con otro tipo. Todos recordaron buenos momentos, y al final de cada discurso, cada orador invitaba al brindis respectivo.
Hablaron también un par de primos y algunos amigos. Me enteré de que una amiga había estado enamorada de mí durante algún tiempo; ella misma lo admitió. Se acercó al ataúd y me estampó un beso en los labios, ante la celosa mirada de mi novia. Al final de los panegíricos hubo un acto religioso. Por supuesto no había cura real, era uno de mis amigos del colegio el que se había prestado para disfrazarse y decir algo. Bendijo a todo mundo y contó algunos chistes de Pepito sobre la muerte. Todo mundo rió de buena gana. Después de todo esto me permitieron salir del ataúd e inició la verdadera fiesta, que duró hasta el amanecer.
El siguiente turno fue el de Carlos, a cuyo funeral incluso asistió su familia. La familia de Carlos era particular, todos eran bromistas. El propio Carlos era el más serio y eso era ya mucho decir. Su funeral fue el más alegre y parecía más un concurso de chistes. A todos nos dolió el estómago de tanto reírnos. Esa vez fue tanta la algarabía que se rompió en dos el ataúd cuando un par de sus primas se subió en él para bailar mientras todos gritábamos mucha ropa. Lo pagamos entre todos.
Los funerales de Juan y Luis no los recuerdo con tanto detalle. El de Juan fue amenizado por un grupo de rock en el que Juan era el cantante. Fue más una fiesta normal que un funeral bromista como los anteriores. En el de Luis la nota destacada fue que su mamá pronunció el primer discurso y lloró sentidamente. La señora sabía hablar en público y emocionar a la audiencia. El mismo Luis salió del ataúd y la abrazó, ante el aplauso de todos.
El funeral que nunca se llevó a cabo fue el de Alberto. Nos habíamos preparado mejor que para todos los demás, porque aparte de ser el último, Alberto era una gran persona, el alma del grupo. Todos habíamos preparado un buen discurso. Habíamos planificado todo para que fuera una gran fiesta, habrían muchos invitados, música en vivo, mucha comida y por supuesto, mucho alcohol. Hicimos que más gente participara en la preparación y hasta íbamos a cobrar entrada. Sin embargo, un par de días antes de la fiesta fúnebre, Alberto tuvo un accidente. Murió su papá y un hermano. Alberto pasó internado en el hospital durante una semana.
Lo visitamos en el hospital todos los días. Como era joven y tenía buena salud, se recuperó más rápido de lo que habían predicho los médicos. Cuando por fin pudo hablarnos, nos contó que vio el túnel que dicen los que han estado a punto de morir. Nos pidió que nos olvidáramos para siempre de nuestra broma funeraria. No era bueno burlarse de la muerte, nos dijo. Coincidimos con él.
Tiempo después le envié por correo electrónico el discurso que yo iba a pronunciar. Nunca me respondió. A raíz del accidente se alejó del grupo. Como Alberto era el alma del grupo, los demás también nos fuimos dispersando y espaciando las reuniones, hasta que pasó tanto tiempo que perdimos contacto. Con el único que me encontrado un par de veces es con Carlos, pero nos saludamos como evitándonos, como si al entrar otra vez en contacto amistoso, pudiéramos provocar otra tragedia.

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