En la zona de Ten-Ten Mahuida, hoy conocido como
Cerro Tronador, habitaba la tribu Vuriloche, cuyo nombre luego se
deformaría para denominar esa bella comarca andina.
Quintral, el hijo del
cacique de la tribu, era admirado por las jóvenes debido a su valentía y fortaleza.
Entre todas ellas había una que, además de admiración, sentía un profundo
amor por él, pero su condición humilde le impedía siquiera imaginar la
posibilidad de que el joven se fijara en ella. Amancay, tal era el nombre de la hermosa
joven, no era indiferente a Quintral. Muy por el contrario, él sentía que
su corazón se inflamaba cada vez que la morena joven se encontraba cerca,
pero sabía que su padre jamás aceptaría que él la desposara.
Un día, varios integrantes de la tribu comenzaron a morir a causa de una
extraña enfermedad. La epidemia no tardó en extenderse, y también Quintral
cayó gravemente enfermó. Aquellos que aún se encontraban sanos comenzaron
un éxodo que les permitiera alejarse de los malos espíritus que estaban
diezmando a su gente.
Quintral empeoraba cada vez más, y en medio del
delirio y la fiebre no dejaba de pronunciar el nombre de su amada Amancay. Su padre
consultó a su consejero y este le contó sobre el amor profundo y silencioso
que existía entre ambos jóvenes. Viendo el grave estado de su hijo, el
cacique envió a sus mejores guerreros a buscar a la muchacha.
Mientras tanto, Amancay
había consultado a una Machi para que la ayudara a encontrar una cura para
su amado Quintral. La anciana le reveló que la única forma de salvar al
joven era prepararle una infusión con una flor amarilla que crecía en la
cumbre del Ten-Ten Mahuida, y
Amancay no dudó
en ir en su busca. El ascenso no fue sencillo, pero ella no cejó en su
esfuerzo. Por fin logró llegar a la cima de la montaña y encontrar la bella
flor, pero no se percató de que el gran cóndor la observaba desde las
alturas.
Tan pronto como Amancay arrancó la
delicada flor, el cóndor descendió junto a ella y le recriminó haber tomado
aquella flor que pertenecía a los dioses. Con voz de trueno dijo que los
dioses lo habían puesto como
guardián de las cumbres y todo lo que en ellas se encontraba, y a pesar de
que la joven pidió disculpas y explicó la situación en la que se encontraba
Quintral, el imponente ser no quiso escuchar razones. Al ver que las
lagrimas brotaban de los ojos de la muchacha, el cóndor le propuso
entregarle la flor a cambio de que ella le diera su propio corazón. Amancay no dudó. Después
de todo, ¿de qué le serviría su corazón si no tenía a nadie a quien amar?
La joven se arrodilló frente al ave y sintió como
el potente pico habría su pecho en busca del
delicado corazón. Sus labios se abrieron y una débil voz pronunció por
última vez el nombre de su amado Quintral. El cóndor, conmovido por el amor
que hasta último momento demostró la joven, con delicadeza tomó el corazón
con una garra y la flor amarilla con la otra para luego elevarse
majestuosamente.
El cóndor voló hasta la morada de los dioses, sin darse cuenta que gotas
de la sangre de Amancay
salpicaban no sólo el camino sino también la delicada flor. Una vez en su
destino, imploró que le permitieran llevar la cura para Quintral y que
crearan un recordatorio para que el sacrificio de la joven no fuese
olvidado. Ambas cosas fueron concedidas, y de cada gota de sangre que cayó
en los valles y las montañas nació una bella flor amarilla con gotas rojas
que se convirtió en símbolo del
amor incondicional. Desde ese día, quien regala una flor de Amancay te entrega su
corazón.
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