jueves, 31 de marzo de 2016

Ahora seremos felices.

Ahora seremos felices.


Hace una tarde gris. Hace un par de horas, buscando canciones en internet, encontré la que te gustaba. Me hizo recordar cuando te escuchaba cantarla por las mañanas mientras te rasurabas. Siempre que estabas de buen humor la cantabas y hasta bailabas y sonreías. Te escuché cantarla desde que yo era niño, siempre por las mañanas. No recuerdo que cantaras otra canción de la misma manera.
Sin embargo no recuerdo haberte escuchado cantarla completa. Es probable que mi memoria me traicione. Recuerdo que cantabas sólo éste fragmento:
Yo tengo ya la casita, que tanto te prometí
Y llena de margaritas, para tí, para mí
será un refugio de amores, será una cosa ideal…
Nunca tuvimos un disco, cassette o cd con la canción. Muchas veces, cuando íbamos a algún restaurante y había algún músico o un trío, vos la pedías. Preguntabas si se sabían La casita. Al fin, después de pedirla a todo músico que encontrábamos, hubo uno que al decirle un poco de la letra, de casualidad se la sabía. Así fue como supimos que se llamaba Ahora seremos felices. Y la seguimos pidiendo a los lugares en donde encontrábamos músicos. Igual, muy pocos la habían escuchado, y casi nadie se la sabía.
Cuando empezó todo esto de internet algunas veces la busqué sin resultado. Por ahí alguna vez salió la letra, pero sin la música nos quedábamos igual.
Antes de haberla encontrado hoy en el Youtube la escuché en un restaurante, en un convivio navideño, hace un poco más de dos años. Mientras yo estaba en la reunión, se apareció un músico ya anciano, ofreciendo su cantar. No había que pagarle, porque el restaurante lo patrocinaba. Cantó un par de canciones y entonces yo le pregunté si sabía Ahora seremos felices. La sabía a medias, me dijo, y cantó lo que se sabía. Se sabía lo suficiente. Me recordé de vos y pensé que si hubieras estado ahí, te hubiera alegrado escucharla de nuevo. Le agradecí muy especialmente al músico por haber cantado algo tan especial para mí. Le di algo de propina.
Cuando salí de aquella reunión, de regreso a casa en el carro, empecé a llorar. A llorar amargamente. Esa canción que nadie se sabe es tuya, y la acababa de escuchar, y ya no estabas para contártelo, para decirte que había encontrado otro músico que se la sabía.
Hoy por fin la escucho así como debiste haberla escuchado en su tiempo. Mientras afuera hay truenos y parece que va a llover, la sigo escuchando, repitiéndola un montón de veces. Por momentos me siento alegre al recordarte bailando la canción. Por momentos triste, muy triste, porque ya hace casi cinco años que dejaste el mundo de los vivos, mi querido don Juaco. No importa cuántas veces la repita, vos ya no estás aquí para poder escucharla conmigo.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Fiesta de viernes.

Fiesta de viernes.


Tres meses después de cambiarme a mi nuevo apartamento, mi vecino, que me alquilaba el mismo, se ganó la lotería. Siempre me pareció una buena persona. Se llamaba Gabriel, a secas, como me pidió que lo llamara. Acababa de cumplir cuarenta y no trabajaba, vivía de algunas rentas. Con la noticia de que había ganado la lotería vi rondar la casa a varias personas que nunca había visto. Familiares y amigos que tenía tiempo de no ver se aparecían por su casa. Sin embargo, nadie le sacó dinero porque él tenía sus propios planes.
Cuando yo llegué para ver el apartamento me invitó a una cerveza que acepté encantado porque hacía calor, al tiempo que veíamos en la tele un partido de la Champions League. Después de hacer el papeleo, pagar el depósito y darme la llave, me dijo que si yo no hubiera aceptado la cerveza me hubiera mandado a la mierda. Este país está mal porque la gente no se sienta a tomar una cerveza tranquilamente. Mientras la gente se toma una cerveza y ve un partido de fútbol, afirmaba, no puede estar chingando a nadie.
Gabriel no era realmente un borracho, era un bebedor por placer. No recuerdo haberlo visto con resaca y rara vez se terminaba emborrachando. Por las mañanas salía en su bicicleta a dar vueltas y a veces no aparecía sino hasta el mediodía. Con el problema financiero resuelto, me dijo una vez, sólo falta no malgastar el dinero. No pude menos que estar de acuerdo.
Cuando yo llegué al vecindario su esposa lo acaba de dejar. La mujer no pudo soportar que el tipo no tuviera ambiciones, que no trabajara, que no aspirara a más. Pero también se había ido porque se había conseguido un amante. Eso me lo contó la señora de la tienda. Gabriel no hablaba del tema, y yo prudentemente nunca hice ningún comentario.
Al la semana de haber cambiado el dinero de la lotería, Gabriel organizó una primera fiesta un viernes por la noche. Pidió cerveza y comida, contrató a una discoteca e invitó a sus amigos, familia y algunos vecinos, entre los que me contaba yo. Sin conocer a nadie en la fiesta, después de un par de cervezas, de repente me vi conversando de fútbol en una amena rueda. En esa rueda estaba una mujer, Alicia, quien despertó mi interés porque le iba al equipo contrario al mío. También porque tenía veinte años, era guapa y tenía dos bellas piernas. Era una persona alegre, bromista, con ese especial acento salvadoreño que invita a la alegría.
Me hice amigo de Alicia al instante y poco tiempo después ya éramos amantes. Llegaba todos los viernes a las fiestas de Gabriel. En una de tantas reuniones, ya borracho, terminé hasta cantándole en un portugués lamentable unas canciones brasileñas de las que no sé cómo me acordaba de la letra. El viernes fue el día más deseado en esa época.
De vez en cuando a esas fiestas llegaban prostitutas. Gabriel las escogía de entre sus muy variadas amistades. No supe en ese tiempo si alguna (o la mayoría, o todas) estuvo a sueldo por ahí, pero es más que probable. Afuera, a veces, había uno o dos tipos fumando en actitud desafiante, esperando. Luego salía una de las mujeres y se iban juntos en su carro. Sólo probé una de esas mujeres una vez que no llegó Alicia, porque estaba peleando conmigo.
——¿Te acostaste con una de esas putas de las fiestas del Gabriel?
——No nena, estuve un rato, pero todo era aburrido sin vos.
Fueron seis meses de parrandas todos los viernes, a veces los sábados, hasta que la mujer de Gabriel reapareció. Estuvo en la casa un par de semanas. Los viernes llegaba la gente de siempre, pero el mismo Gabriel les decía que no iba a haber nada. Había regresado la Susan, les decía a todos. Algunos, sus más viejos amigos, lo entendían todo. Los demás se encogían de hombros, y cabizbajos, se iban de regreso a sus casas o a buscar algún bar. Alicia y yo fuimos a un par de discotecas y terminábamos en mi apartamento.
Pero así como Susan regresó, así se volvió a ir. Y regresaron las fiestas, ahora con más furia.
Empezó a llegar más gente y las fiestas ahora las solían animar grupos profesionales en vivo. Había más alcohol. Llegaba gente desconocida, que había sido invitada por el pariente de un amigo del invitado. Sin embargo, nunca hubo ningún incidente que lamentar, toda la gente que llegaba era pacífica.
Con Alicia bailábamos hasta la madrugada, aunque de vez en cuando en lugar de fiesta me hacía ir al cine con ella para ver películas románticas. Ella estudiaba en la universidad así que llegaba al apartamento a estudiar uno o dos días a la semana y se quedaba. Fue un poco como si hubiésemos vivido juntos, como si hubiéramos estado medio casados, pero no.
Gabriel casi siempre estaba con una mujer diferente los viernes. Fueron otros cinco meses de fiestas, ahora más bulliciosas y alegres. El grupo de las fiestas más tranquilas cambió un poco. El anfitrión, sin embargo, no cayó en el alcoholismo y siempre por las mañana su semblante era afable y tranquilo, siempre sin resaca. El comité de vecinos lo empezó a visitar y a preguntar por sus ahora más alegres fiestas. Las que más se oponían eran la secretaria y la tesorera del comité. Sus maridos habían sido vistos muy contentos con las mujeres que llegaban con Gabriel. Sin embargo, el presidente del comité era muy amigo de Gabriel y habitual en las fiestas, así que no pasó a más.
El único incidente que merece contarse fue cuando una vez un tipo, de los desconocidos que llegaban invitados por terceros, sacó su revólver y disparó al aire. Viendo que había asustado a todos, bajó el arma pero sin soltarla y todavía con el dedo en el gatillo. Por pura torpeza de borracho se le salió un tiro mientras trataba de calmar a la gente. El tiro entró por una de las ventanas de la casa pero no hirió a nadie. Ahí acabó la fiesta ese día, con el borracho llorando y pidiendo perdón.
——Te ahuevaste verdá ——me dijo Alicia riéndose al día siguiente——. Tenías que haber visto tu cara.
——Pero sólo fue por vos nena.
——Ja.
Un día, sin embargo, reapareció la Susan, un sábado. Esta vez con todas sus maletas. Entró muy temprano de la mañana. Esa vez la fiesta había durado más de lo habitual y habían todavía invitados y no tan invitados bebiendo alcohol y platicando. La casa era un tiradero. Gabriel dormía. Sin decir nada, Susan entró con sus maletas y las fue a dejar a uno de los dormitorios. Después despertó a Gabriel, quien junto a ella invitó amablemente a los presentes a retirarse a sus casas. Una vez los invitados se fueron, entre los que yo me incluía, la pareja se quedó limpiando la casa. No hubo gritos, reclamos, ni palabras de reproche.
Como era de esperarse, llegada la Susan se acabaron las fiestas de viernes. Algunos siguieron llegando, pero se iban de regreso a sus casas. La Susan volvió, les decía.
Alicia, por su parte, terminó sus estudios y se regresó a su casa. Prometió volver. Cuando no llamó ni se comunicó en varios días, me dejé ir a San Salvador. Alguna vez vi su documento de identidad y recordaba la colonia donde vivía, así que fui a buscarla y pregunté a los vecinos hasta dar con la casa. Para qué venís, me dijo, yo sólo te quise en Guatemala, y ya se acabó. Me cerró la puerta en la cara. Desesperado, le envié mensajes por teléfono, email, facebook, twitter, por todos lados. Le hablé a sus amigas del facebook, a su mamá, a su hermano. Nunca respondió y con el tiempo, la desesperación se fue diluyendo.
Surgió la oportunidad de otro empleo en el interior del país y la acepté. Fui a hablar con Gabriel para despedirme y pagar lo que debiera. Me invitó a tomar una cerveza en el jardín. Su mujer no estaba.
——La Susan regresó a tiempo ——dijo después de dar un sorbo de la botella——. De no ser por ella, me hubiera acabado todo el dinero de la lotería.
——Salud por eso ——respondí.
——Salud.

martes, 29 de marzo de 2016

Hikikomori.

Hikikomori.


Un día de tantos Adrián, mi único hijo, decidió encerrarse en su cuarto. Había perdido algunas materias en el colegio y le habíamos llamado la atención. Nos escuchó a su mamá y a mi sin decir palabra. Después de que terminamos de hablar se fue a su cuarto y jugó videojuegos en línea toda la noche. Al día siguiente no fue al colegio  y no volvió a salir para nada más que ir al baño. Pedía que se le llevara comida a su cuarto y apenas nos dirigía la palabra o respondía con monosílabos. Yo ya había escuchado de los hikikomoris, esos jóvenes japoneses que se encierran para no volver a salir. Cuando se cumplió un mes de su encierro, empecé a preocuparme de veras.
Muchos adolescentes al molestarse gritan, se ponen rebeldes, se enojan. Es normal. Pero Adrián nunca fue agresivo, y hasta donde yo recuerdo, tuvo una niñez feliz y si bien nunca fue un alumno destacado, ganaba los cursos sin mayor esfuerzo. Por eso nos sorpendió a su mamá y a mi que perdiera varias materias de repente. Al principio pensé que nos estaba castigando por haberlo regañado, y le dije desde afuera que esa manera de castigarnos me parecía demasiado y que no tenía razón.
——No es sólo eso, papá. Tengo miedo —me dijo después de insistir.
Por más que quise sacarle más información no pude. Le pasé notas por debajo de la puerta, le envié emails, mensajes de texto, todo lo que se me ocurrió. No decía nada más. ¿Miedo a qué? ¿Por qué? ¿Qué fue lo que te decidió a encerrarte? ¿Cuando saldrás? Te quiero, hijo. Después de algún tiempo tratando de comunicarme, desistí. Quizá no debí hacerlo.
Mientras tanto yo leía en internet todo lo que se podía acerca de los hikikomoris. Pasaron varias semanas y cuando cumplió dos meses de estar encerrado, supe que definitivamente tenía un hikikomori en casa. Del colegio llamaron varias veces, y les dijimos que pronto volvería. Un par de amigos de Adrián al verme por la calle preguntaron por él. Dije que había ido a visitar a sus abuelos en México. Con ellos tampoco se comunicaba.
Adrián se las arreglaba para salir al baño y ducharse cuando nadie estaba en casa. Sacaba la basura de su cuarto y los platos de comida. Al contrario de muchos de los casos de hikikomoris de la web, era aseado. Ese detalle era un alivio. Mi hijo se entretenía jugando videojuegos, viendo series y películas y navegando en la web. Supe que se había comunicado con un amigo del colegio y que sus compañeros de clase estaban enterados de su encierro voluntario. Pero no sabían nada más. Indagué en el colegio sobre su comportamiento, pero dijeron que era un muchacho normal, aunque algo tímido. Sus compañeros de clase se expresaron bien de él, según sus maestros no había acoso por parte de ninguno porque Adrián nunca se dejó de nadie.
Los vecinos, la familia y los amigos nos preguntaban por él. Mentíamos todo lo que podíamos, pero cuesta trabajo hacer que las mentiras cuadren y siempre había alguien que lograba sacarnos qué estaba pasando. No es que me diera vergüenza, es que cuando uno tiene un problema raro, o poco común, la gente cree saber cuál es la solución a tus problemas y te lo dice sin que se lo pidás. Y en muchas ocasiones sus grandes ideas no son más que tremendas estupideces.
Al cuarto mes de encierro decidí quitarle el cable e internet. Pensé en que al menos tendría una reacción, aunque fuera violenta, pero reacción al fin. Sin embargo no dijo nada. Siguió con los videojuegos, y en sus salidas furtivas por la noche o cuando no había nadie en casa, sacó libros de la biblioteca para leer en su encierro. A veces se desaparecía mi kindle.
Después intentamos con la comida. Le dijimos que ya no le llevaríamos comida y que para comer tendría que salir de su encierro. Vaciamos el refrigerador y las alacenas para evitar que en sus salidas tomara comida. No dijo nada. Simplemente no comía. Al tercer día su mamá no aguantó más y le pasó comida.
——Gracias mamá. No quiero salir, el miedo sigue ahí. Te quiero.
Mi mujer regresó llorando y me hizo prometer que nunca volveríamos a hacer algo así. En los comentarios de los reportajes de hikikomoris que hay en la web, no falta el listo que tiene la solución: abrir la puerta del cuarto del joven, derribarla si es el caso y sacarlo. A pesar de que pensé en hacerlo me aterraba pensar en su reacción, alguien podría salir herido, o podría afectar de alguna manera su ya dudosa salud mental. Sería algo muy desagradable, pensaba.
A Adrián lo visitaron un cura, un pastor evangélico y dos psicólogos. A nadie dejó entrar a su cuarto y lo único que les decía era gracias por venir, pero no tengo nada que decirle. Por la calle a veces notaba que los vecinos murmuraban al vernos pasar. Por la casa se respiraba un ambiente triste. Era un poco como si Adrián se hubiera muerto. En ocasiones, me da vergüenza admitirlo, habría preferido que de veras hubiese muerto.
Pasó un año. Fue un año muy largo. Para su cumpleaños por la puerta le pasamos una pizza y un pastel pequeño. Cantamos el happy birthday en la puerta y terminamos llorando. Adrián sólo dijo gracias. Creo que nos escuchó sollozar porque subió el volumen de su televisión. Su mamá lloró toda la noche, no encontraba consuelo. Empecé de nuevo a escribirle al email. Le escribía cartas largas. Escribía como su estuviéramos en países distintos y no hubiera teléfono, contándole el día a día. Le empecé a contar de cómo me iba en el trabajo, de sus primos y tíos. De las muertes entre la familia y los amigos. Escribiéndole de esa manera al fin encontré consuelo, y más cuando uno de esos correos electrónicos tuvo respuesta.
El día que me respondió el correo fue un día extraordinario, a pesar de que le anuncié que había muerto un amigo mío. Lo siento papá, me dijo, era una buena persona, comenzó a decir. Me explicó que su miedo tenía que ver con la situación en general. Nadie puede salir tranquilo en un país como el nuestro. Incluso navegar por las redes sociales es peligroso: nunca falta el que dice que matando se arregla todo. El día que me encerré, decía en el email, vi cómo mataban a un piloto de bus urbano. A nadie le importa, papá. Hacen campañas por el facebook en contra del bullying, que no está mal, pero no lo hacen para que no sigan matando gente. No es cool hablar de los muertos, la gente prefiere que no se mencione en los periódicos, para que los turistas extranjeros no se espanten. Que tenía miedo no sólo por él, sino también por nosotros.
Al terminar de leer su email, que era mucho más largo que lo que escribo aquí, respiré aliviado. No es normal que alguien se encierre así. Pero tampoco debería ser normal que mueran violentamente tantas personas, ante la indiferencia de muchos otros. Algo está mal en este país.
No sé cuándo saldrá de nuevo Adrián. Le escribí un email respondiéndole. Le dije que tenía razón, que yo también tengo miedo, que seguiré teniéndolo. Al día siguiente no fui al trabajo, me quedé en casa todo el día sin salir. Tampoco fui a trabajar toda la semana siguiente. Vi con mayor atención los noticieros en la tele, leí los diarios y entendí mejor a Adrián y sus miedos. Tuve la tentación de encerrarme yo también. Pero mi mujer me dijo que a la vida no se le huye, se le enfrenta. Y así, salí a enfrentarme de nuevo al día a día.

El héroe.

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Un día yo regresaba de la oficina en mi carro e iba por una avenida muy transitada cuando vi por la ventanilla a un hombre que asaltaba a una muchacha. Me encolericé y a pesar del tráfico me bajé y fui hasta donde estaba el tipo, le di una trompada, le quité la pistola y le devolví la bolsa a la muchacha. Lo hice tan rápido que el asaltante cayó al suelo y se quedó unos segundos sorprendido, como en shock. Después se levantó y salió corriendo. Yo regresé al carro y seguí mi ruta.
La sorprendida mujer apenas me sonrió; estaba temblando del susto. Se las habrá arreglado después como pudo, porque yo no me iba a quedar a asistirla, ya había hecho bastante. Aquel día regresé a casa tranquilo y satisfecho, y repasé mentalmente lo que había pasado y lo que había hecho. Pensé en que no era tan difícil hacer ese trabajo y que cada vez que hubiera algún ladronzuelo al que pudiera someter iba a entrar en acción. Sería una especie de superhéroe menor.
Sin embargo, aunque pareciera que los ladrones abundan en esta ciudad, pasaron dos semanas antes de que pudiese entrar en acción de nuevo. Caminaba al mediodía para ir a almorzar a un lugar cerca de la oficina, cuando escuché un grito y luego un tipo corriendo, con una mochila. Alguien gritó ¡ladrón! y yo fui corriendo tras él. Lo alcancé, y me barrí cual futbolista tacleador y el tipo cayó dando una voltereta muy peculiar en el aire. Le di una patada en la cara, agarré la mochila y se la dí al muchacho que había gritado. Antes revisé el contenido y le hice preguntas, para ver si él realmente era el dueño. Luego me fui a almorzar.
Se supone que después de acciones como esta los niveles de adrenalina suben un montón y debería pasar algún tiempo antes de recobrar el estado normal. No sucedía así en estos casos, y salvo la agitación por el esfuerzo físico, no habían más secuelas. Nadie en la oficina notó agitación en mi comportamiento; se enteraron al día siguiente. Un par de muchachas que nunca me habían prestado mucha atención me invitaron a almorzar.
El tercer caso en el que me desempeñé como superhéroe menor fue en un asalto a un banco. Creo que me extralimité, pero me dejé llevar por el ímpetu. Eran tres tipos. Al que apuntaba al cajero lo sometí de un codazo en la sien y afortunadamente era el único que tenía arma. Los otros dos salieron corriendo, pero los agentes de seguridad del banco los alcanzaron. Luego llegó la policía y se los llevaron. El gerente del banco me pagó el almuerzo y me ofreció abrir una cuenta, pero ya tenía una y no me interesaba otra.
A raíz de estos tres incidentes mi fama en el área cercana a la oficina creció. Nunca tuve tanta suerte con las mujeres ni tanta consideración de parte de mi jefe. El dueño de la empresa solía referirse a mí como “nuestro héroe”. La gente agregó otras aventuras que no tuve, algunos pensaban que yo había sido militar o policía o que era un agente encubierto. Otros decían que yo había sido narcotraficante entrenado por los zetas.
En un par de ocasiones más reduje a otros asaltantes, pero no recuerdo que hayan sido memorables. Lo cierto es que mi fama no dejó de crecer y no faltó quien me ofreciera pelea, aunque fuera sólo por joder. Un club de apostadores clandestino me contactó para que peleara por las noches en un parqueo privado, pero no les hice caso. Me ofrecieron un buen dinero, pero lo mío nunca fueron las peleas.
Me hablaron dos empresas de seguridad privada para asesorarlos, me citaron en la policía, me quisieron entrevistar en dos diarios, una radio y un noticiero de televisión. A todo dije que no, no porque yo sea modesto, sino porque todo eso me parecía pérdida de tiempo y no me interesaba.
Pero como todo lo que sube tiene que bajar, llegó el día en que mi exitosa carrera como superhéroe menor sufriría una debacle. Era un asalto común y corriente perpetrado por un carterista cualquiera que con cuchillo en mano y palabras soeces le pedía la bolsa a una señorita. Me acerqué e iba a hacer mi trabajo cuando me di cuenta de que era el hermano menor de un amigo y vecino mío. A ese muchacho yo lo había conocido desde que él era un niño, e incluso habíamos jugado al fútbol con él. Me quedé petrificado y él al darse cuenta quién era yo, tiró la bolsa al suelo y salió corriendo. Yo seguí entonces mi camino hacia la oficina, puesto que regresaba de almorzar. Me entristeció mucho ver al chavo haciendo eso, y después me enteré que había huido de su casa y tenía problemas de drogas.
La gente que había visto la escena esparció el rumor de que yo no me había enfrentado al ladrón y que había sufrido un ataque de pánico. Que me había acobardado, que no era el valiente héroe que todos habían conocido. El rumor fue degenerando hasta escucharse en las últimas versiones que el ladrón me había sometido e incluso me había robado a mí. Se acabó mi éxito con el sexo femenino, la estima de mi jefe y el respeto de mis compañeros. Ya no me saludaba tanta gente en la calle, ya no me buscaron más medios ni hubo más invitaciones a almorzar. Mi fama se había acabado.
La situación llegó a tal punto que tuve que darme de golpes con un compañero de oficina. No me había enterado de que me tuvieran envidia o estuvieran celosos de mi fama, así que la única manera de acabar eso era con una pelea, que por supuesto gané. Un viernes después de terminar el trabajo nos dimos unos buenos puñetazos en el parqueo del edificio. Nos suspendieron a los dos una semana sin goce de sueldo y el compañero perdedor renunció, pero no se despidió de mí con rencor ni nada, sólo insinuó que yo había tenido suerte.
Después de esa pelea la situación volvió a ser normal. Eso sí, nadie se mete conmigo. Desde entonces he evitado un asalto a un bus, derrotado a un par de carteristas e hice caer a un ladrón en moto. La gente de alrededor de la oficina parece ya no prestarme tanta atención. Sigo siendo un superhéroe menor, pero sin fama.

viernes, 25 de marzo de 2016

La novia.

La novia.


——Si no tenés nada que hacer el sábado, deberíamos casarnos ——dijo Yolanda, después de un breve silencio.
——Me parece bien ——respondí sonriendo.
Yo la visitaba en el hospital. Había tenido un accidente en su carro, le habían puesto varios clavos en la pierna derecha, tenía fracturado el brazo y un gran moretón en el pómulo. Sin embargo, sonreía como siempre. En parte sonreía por el vicodin que le dieron para calmar el dolor. Me dio mucha pena verla en ese estado.
La conocí en el primer año de universidad. Me llamo Yolanda, como la canción, me dijo. No había pasado mucho tiempo de conversación cuando de pronto me pidió que me casara con ella. Respondí que por supuesto, cuando vos dispongás. Me caés bien, dijo.
No era fea y estaba más que deseable, pero me pareció algo loca y no le presté mucha atención al principio. Después supe que a todos sus amigos les proponía matrimonio. Hubo algunos que se enamoraron, otros se ponían rojos como un tomate; los demás lo tomábamos como lo que era, una broma. Cuando salíamos en grupo a tomar cerveza con los amigos ella solía ser una de las pocas mujeres que iban, y a veces iba sola ella.
Dentro del grupo de la universidad nunca tuvo novio. Un par de cuates decían que se la habían cogido, pero por boca de ella no supimos nada. De sus aventuras amorosas fuera del grupo sí supimos. Yo mismo le conocí un par de novios. Le gustaban ejecutivos treintañeros. No importaba que no fueran guapos, decía, ella los quería de corbata y traje, trabajando todo el día en una oficina.
No era realmente loca como yo me había temido al principio. Era simplemente muy cariñosa y alegre. Su forma de decir que le caías bien, si eras hombre, era pedirte que te casaras con ella. A veces lo decía muy seria, mirándote a los ojos, y luego si alguno se enrojecía o no sabía qué decir, ella soltaba una buena carcajada. La novia, le decían de apodo. Sin embargo, nunca comentaba con nadie la forma en que reaccionaban los hombres a su propuesta, lo que sabíamos era por ellos mismos o por otras personas. Nunca la escuché burlarse de ninguno.
En el tiempo en que la conocí yo andaba todavía con mi novia de la secundaria. Pensaba casarme con ella, tener familia y ser feliz para siempre. Sin embargo al segundo año de universidad ella cortó conmigo y se fue con un tipo. Por supuesto, sobrevino el desastre total, el fin del mundo y una depresión que me encerró en mi dormitorio en un estado lamentable. Yolanda fue la única que me llamó.
——Sergio, ¿qué estás haciendo? ——preguntó un sábado por la tarde.
——Aquí, acostado ——respondí.
——Levantáte, bañáte y vestíte, en media hora estoy en tu casa. No te quiero encontrar sucio.
Fue tan imperativo su tono que no tuve otro remedio que hacer lo que ella dijera. Cuando llegó a casa, no tocó el timbre, llamó por el celular y me pidió que saliera. Me dijo que me subiera al carro y me llevó a tomar un café, a caminar por el centro histórico y a bailar a una disco. Ya olvidada momentáneamente mi pena, quise preguntarle si íbamos a un motel, pero cuando hice un acercamiento como queriendo besarla, me cortó las alas.
——Ni se te ocurra, cerdo malagradecido.
Esa vez ella no mencionó ni preguntó por mi problema de amores. Sólo se dedicó a ser como era conmigo, alegre y espontánea. Con ese gesto me ganó para siempre. Dejé de referirme a ella como la novia, como todos le decían, yo la llamaba Yolanda. Creo que entonces me enamoré un poco de ella.
Por eso cuando supe lo del accidente corrí a verla. Lamenté mucho verla así, tuve que respirar profundo y hacerme el valiente para no llorar. Al platicar con ella me tranquilicé. Por su hermana me enteré de que el accidente había sido porque ella andaba como zombi porque su novio la había dejado. Se había dormido al volante en la madrugada después de salir de un bar.
La visité en el hospital y en su casa. A veces le llevaba flores, y cuando las llevaba, me preguntaba sonriente ¿verdad que sí te querés casar conmigo? Por supuesto, Yola, respondía yo. Sin embargo, a pesar de hacer bromas y eventualmente reír, ella se había vuelto una persona triste. Tardó en recuperarse de las heridas y en volver a caminar de forma normal. A veces le ayudaba yo con la terapia, aunque esto no era muy seguido porque ella no quería.
Cuando se recuperó se fue para México. Pasó por mi casa despidiéndose. Sonreía, pero sin alegría. No la volví a ver en años, sólo le escribí algunas veces por email. Siempre respondió agradecida. Sos el único que me escribe, decía. Pero después le perdí la pista, o mejor dicho, le dejé de escribir.
Recién nos vimos una tarde el mes pasado en el centro histórico. Había vuelto a ser la de siempre, alegre, llena de vida. Andaba visitando familiares, me dijo que estaba por buscarme, partía en dos días. Se casó con un mexicano y tiene un hijo pequeño. Nos tomamos un café en el paseo de la sexta y charlamos un par de horas. Fue como si no hubiese pasado el tiempo, recordamos su accidente, mi depresión amorosa y un montón de anécdotas de los años universitarios.
——Si hubieras sido más insistente me habría casado con vos, Sergio ——dijo de repente.
——Estás bromeando de nuevo, Yola ——respondí.
——No, esta vez lo digo en serio, hace mucho que dejé de bromear con eso. Ya me casé.
Nos despedimos con un largo abrazo. Quedamos de acuerdo en no perder la comunicación, como quedan todos los amigos que se reencuentran. Cuando la vi irse caminando por el paseo de la sexta, esperé a que voltease. Eran los últimos minutos del día, empezaba a oscurecer. No sé si fue cosa mía, pero cuando finalmente volteó, creí ver una lágrima en su mejilla. Puso sus dedos en sus labios y alzó la mano. Le devolví el saludo. Yo tenía los ojos acuosos y un nudo en la garganta. Cuando volvió a su camino apresuró el paso hasta casi correr, como si estuviese huyendo. La seguí con la vista hasta que cruzó la esquina.

jueves, 24 de marzo de 2016

La cantante.

La cantante.


Siempre admiré la voz y energía de Pilar. La conocí cuando iba al conservatorio; ella siempre rodeada de admiradores porque era guapa, yo siempre ensayando. Componía sus propias canciones y soñaba triunfar con la música. Yo nunca tuve más aspiración que tocar todos los fines de semana, porque la música era mi vicio y yo estaba bien sabido de que yo no era ningún genio. Con vos quiero cantar, me dijo cuando me escuchó una tarde de ensayo.
Al principio íbamos a donde nos invitaran, sólo pedíamos transporte. Teníamos poco repertorio y sufríamos cuando nos pedían que tocáramos más tiempo porque todavía no estaba listo el siguiente artista o no había llegado el funcionario que iba a hablar después de nosotros. Poco a poco empezamos a tocar mejor y Pilar empezó a componer. Empezamos a tocar casi sólo canciones de ella. Después de un tiempo empezamos a cobrar y empezamos a odiar la cantaleta de que no nos pagarían pero nos ayudarían a darnos a conocer.
En las presentaciones importantes llevaba teclado y guitarra. En las menos importantes llevaba sólo la guitarra. Hubo un tiempo en el que había mucho trabajo. Fue en la época en que ella conoció a un promotor que nos llevaba a muchas municipalidades para las ferias patronales. Conocimos casi todo el país. Era fácil que la aceptaran porque Pilar cantaba bien y era bonita. Lo que no le gustaba al principio a la gente era que cantara sus propias canciones. Hubo que ceder en el camino y tocábamos temas populares además sus canciones.
La época de presentaciones frecuentes duró unos cuatro o cinco años. En ese tiempo tuvimos suerte y un tema de ella sonó en la radio. Entonces hubo un poco más de dinero, entrevistas, apariciones en radio y televisión y alguna que otra intervención como teloneros de artistas internacionales. Fuimos un par de veces a Los Ángeles y a España.
Tuvo muchos novios, pero como los fines de semana se mantenía ocupada, no le duraban. Además, un sólo desplante de celos de alguno de ellos era motivo suficiente para nunca más volverlos a buscar. De uno de ellos estuvo muy enamorada y la mayoría de sus mejores temas fueron escritos pensando en él, aún años después de haberlo cortado cuando lo sorprendió con una edecán en un evento que tuvimos en el puerto.
A estas alturas del relato supongo que el lector está esperando que yo declare que fuimos pareja, que nos enamoramos y fuimos felices. Siento decepcionarte, lector, pero no hubo nada de eso. Ella, guapa y todo, me gustaba, por supuesto. Pero desde el principio supe que estábamos en ligas diferentes y que nunca íbamos a coincidir. Las historias de amor donde el perdedor conquista a la bella damisela están bien para las películas pero no sucede en la vida real.
Eso sí, algunas veces tenía suerte y en los pueblos alguna muchacha se acercaba y yo me dejaba querer. Me fue mejor en la época en que me dejé el pelo largo. Las que participaban en concursos de reina y perdían también solían ser más amigables. Rara vez el romance trascendía el fin de semana, pero no puedo quejarme en cuanto a compañía femenina. Entiéndase también que yo no era demasiado exigente: la mujer que me gustaba era la que se sentía atraída hacia mí.
Cuando recién Pilar acaba de cortar con el novio del que estuvo enamorada, estábamos en Xela, después de un concierto. Llegó borracha a mi habitación de hotel a decirme que me quería, que yo era su mejor amigo, que era un gran músico, que por qué putas no se había enamorado de mí. Estuve tentado de hacerla pasar y cobrar premio, pero justo esa vez había tenido suerte y ya tenía compañía, una edecán, algo borracha también, a la que le había dicho que tenía buena voz sólo para ver qué sacaba. No la tenía, cantaba horrible.
Ese era el tiempo en que antes de las presentaciones Pilar lloraba sin parar. A veces me tocaba regañarla fuerte para que reaccionara. En otras ocasiones los otros compañeros músicos, cuando los había, la consolaban y la consentían un poco para que estuviera lista a la hora de presentarnos. Las canciones que habían sido escritas para su novio la hacían llorar en el escenario; era un espectáculo bello a la vez que triste.
No sé de quién fue la culpa, pero el promotor que nos llevaba a todos lados nos dejó y después de eso nos costaba mucho más conseguir contratos. Ella decía que el tipo se le había insinuado y que había querido besarla a la fuerza. Él decía que ella estaba loca. Lo cierto es que también Pilar era un poco diva, y eso pudo haber arruinado la situación.
Como no habían tantas presentaciones ni dinero, tocábamos sólo ella y yo. Tuve que conseguir un empleo de lunes a viernes como maestro de música para solventar la situación. En ese empleo conocí a mi mujer y me casé. Pilar nos compuso una muy buena canción, que tocamos en la fiesta de bodas.
Pocos meses después Pilar se fue a México a probar suerte. Aunque logró cantar en algunos lugares no fue suficiente, porque le tocaba pagar a los músicos que la acompañaban. Volvió un año después, justo cuando nacía mi hijo. Cuando regresó volvimos a tocar, pero esporádicamente. Ella consiguió empleo como visitadora médica y le iba mucho mejor que como cantante.
Pasaron otros tres años. Nos volvimos a reunir para tocar porque nos invitaron a un evento importante, y pedían que estuviésemos específicamente Pilar y yo. Como había escrito temas nuevos grabamos cinco de ellos. No sabemos cómo, un tema de esos llegó a la radio y le gustó a la gente. Creo que fue uno de los seguidores de Pilar el que se preocupó de hacerlo llegar. Se apareció otro promotor, volvieron las giras y los contratos y tuve que renunciar a mi empleo. Ya mi calvicie empieza a ser evidente, y tengo algunas libras de más. Pilar sigue guapa aunque ya no es la juvenil de antes.
Estuvimos de acuerdo en ahorrar todo lo que podamos, en disfrutarlo, a pesar de lo aburrido que a veces son los viajes y lo duro que son algunos públicos. Mi mujer forma parte del staff junto al sonidista. Pilar tiene un novio que nos acompaña a veces.
En la próxima feria patronal, deberás prestar atención, lector. Quizás estemos por ahí Pilar y yo. Una mujer guapa y un gordito algo calvo con los teclados. Siempre procuramos pasarla bien en el escenario. De repente no te gusta lo que hacemos, pero por favor, si nos reconocés, aplaudinos. Siempre tocamos para ganar algo más que sólo dinero.


Siempre admiré la voz y energía de Pilar. La conocí cuando iba al conservatorio; ella siempre rodeada de admiradores porque era guapa, yo siempre ensayando. Componía sus propias canciones y soñaba triunfar con la música. Yo nunca tuve más aspiración que tocar todos los fines de semana, porque la música era mi vicio y yo estaba bien sabido de que yo no era ningún genio. Con vos quiero cantar, me dijo cuando me escuchó una tarde de ensayo.
Al principio íbamos a donde nos invitaran, sólo pedíamos transporte. Teníamos poco repertorio y sufríamos cuando nos pedían que tocáramos más tiempo porque todavía no estaba listo el siguiente artista o no había llegado el funcionario que iba a hablar después de nosotros. Poco a poco empezamos a tocar mejor y Pilar empezó a componer. Empezamos a tocar casi sólo canciones de ella. Después de un tiempo empezamos a cobrar y empezamos a odiar la cantaleta de que no nos pagarían pero nos ayudarían a darnos a conocer.
En las presentaciones importantes llevaba teclado y guitarra. En las menos importantes llevaba sólo la guitarra. Hubo un tiempo en el que había mucho trabajo. Fue en la época en que ella conoció a un promotor que nos llevaba a muchas municipalidades para las ferias patronales. Conocimos casi todo el país. Era fácil que la aceptaran porque Pilar cantaba bien y era bonita. Lo que no le gustaba al principio a la gente era que cantara sus propias canciones. Hubo que ceder en el camino y tocábamos temas populares además sus canciones.
La época de presentaciones frecuentes duró unos cuatro o cinco años. En ese tiempo tuvimos suerte y un tema de ella sonó en la radio. Entonces hubo un poco más de dinero, entrevistas, apariciones en radio y televisión y alguna que otra intervención como teloneros de artistas internacionales. Fuimos un par de veces a Los Ángeles y a España.
Tuvo muchos novios, pero como los fines de semana se mantenía ocupada, no le duraban. Además, un sólo desplante de celos de alguno de ellos era motivo suficiente para nunca más volverlos a buscar. De uno de ellos estuvo muy enamorada y la mayoría de sus mejores temas fueron escritos pensando en él, aún años después de haberlo cortado cuando lo sorprendió con una edecán en un evento que tuvimos en el puerto.
A estas alturas del relato supongo que el lector está esperando que yo declare que fuimos pareja, que nos enamoramos y fuimos felices. Siento decepcionarte, lector, pero no hubo nada de eso. Ella, guapa y todo, me gustaba, por supuesto. Pero desde el principio supe que estábamos en ligas diferentes y que nunca íbamos a coincidir. Las historias de amor donde el perdedor conquista a la bella damisela están bien para las películas pero no sucede en la vida real.
Eso sí, algunas veces tenía suerte y en los pueblos alguna muchacha se acercaba y yo me dejaba querer. Me fue mejor en la época en que me dejé el pelo largo. Las que participaban en concursos de reina y perdían también solían ser más amigables. Rara vez el romance trascendía el fin de semana, pero no puedo quejarme en cuanto a compañía femenina. Entiéndase también que yo no era demasiado exigente: la mujer que me gustaba era la que se sentía atraída hacia mí.
Cuando recién Pilar acaba de cortar con el novio del que estuvo enamorada, estábamos en Xela, después de un concierto. Llegó borracha a mi habitación de hotel a decirme que me quería, que yo era su mejor amigo, que era un gran músico, que por qué putas no se había enamorado de mí. Estuve tentado de hacerla pasar y cobrar premio, pero justo esa vez había tenido suerte y ya tenía compañía, una edecán, algo borracha también, a la que le había dicho que tenía buena voz sólo para ver qué sacaba. No la tenía, cantaba horrible.
Ese era el tiempo en que antes de las presentaciones Pilar lloraba sin parar. A veces me tocaba regañarla fuerte para que reaccionara. En otras ocasiones los otros compañeros músicos, cuando los había, la consolaban y la consentían un poco para que estuviera lista a la hora de presentarnos. Las canciones que habían sido escritas para su novio la hacían llorar en el escenario; era un espectáculo bello a la vez que triste.
No sé de quién fue la culpa, pero el promotor que nos llevaba a todos lados nos dejó y después de eso nos costaba mucho más conseguir contratos. Ella decía que el tipo se le había insinuado y que había querido besarla a la fuerza. Él decía que ella estaba loca. Lo cierto es que también Pilar era un poco diva, y eso pudo haber arruinado la situación.
Como no habían tantas presentaciones ni dinero, tocábamos sólo ella y yo. Tuve que conseguir un empleo de lunes a viernes como maestro de música para solventar la situación. En ese empleo conocí a mi mujer y me casé. Pilar nos compuso una muy buena canción, que tocamos en la fiesta de bodas.
Pocos meses después Pilar se fue a México a probar suerte. Aunque logró cantar en algunos lugares no fue suficiente, porque le tocaba pagar a los músicos que la acompañaban. Volvió un año después, justo cuando nacía mi hijo. Cuando regresó volvimos a tocar, pero esporádicamente. Ella consiguió empleo como visitadora médica y le iba mucho mejor que como cantante.
Pasaron otros tres años. Nos volvimos a reunir para tocar porque nos invitaron a un evento importante, y pedían que estuviésemos específicamente Pilar y yo. Como había escrito temas nuevos grabamos cinco de ellos. No sabemos cómo, un tema de esos llegó a la radio y le gustó a la gente. Creo que fue uno de los seguidores de Pilar el que se preocupó de hacerlo llegar. Se apareció otro promotor, volvieron las giras y los contratos y tuve que renunciar a mi empleo. Ya mi calvicie empieza a ser evidente, y tengo algunas libras de más. Pilar sigue guapa aunque ya no es la juvenil de antes.
Estuvimos de acuerdo en ahorrar todo lo que podamos, en disfrutarlo, a pesar de lo aburrido que a veces son los viajes y lo duro que son algunos públicos. Mi mujer forma parte del staff junto al sonidista. Pilar tiene un novio que nos acompaña a veces.
En la próxima feria patronal, deberás prestar atención, lector. Quizás estemos por ahí Pilar y yo. Una mujer guapa y un gordito algo calvo con los teclados. Siempre procuramos pasarla bien en el escenario. De repente no te gusta lo que hacemos, pero por favor, si nos reconocés, aplaudinos. Siempre tocamos para ganar algo más que sólo dinero.

miércoles, 23 de marzo de 2016

La dama de las llamadas.

La dama de las llamadas.


Estuve un año desempleado y en ese tiempo lo único bueno fueron las llamadas de una mujer que nunca llegué a conocer. Sólo llamaba de lunes a viernes, en horario de trabajo, casi siempre al mediodía. Me contaba un poco de su vida y colgaba. No estaba muy interesada en lo que yo hacía. Me confundía con otra persona, y aunque algunas veces intenté explicarle que estaba equivocada, nunca me creyó.
Cuando me despidieron de la empresa en donde trabajaba yo no tenía nada ahorrado y tuve que recurrir a la caridad de mi padre para tener en dónde vivir. Pasé un par de semanas en su casa y luego me habilitó uno de los apartamentos que tenía en alquiler. Mi padre siempre ha vivido de sus rentas y aunque siente algún tipo de estima por mí, no me quería en su casa. Tampoco me quería su mujer.
Mi madre murió cuando yo era adolescente. Mi padre me envió entonces a estudiar a otra ciudad y desde esa época vivimos separados. Siempre he admirado su espírito emprendedor y su habilidad de negociante, pero algo pasó y no heredé nada de eso.
La primera llamada de la mujer la recibí un viernes por la mañana. Pensé que me llamaban por una plaza a la que había aplicado y respondí con mi saludo formal. ¡Carlos!, soy yo, Elena, me dijo, cuando la confundí con otra persona. Yo no conocía a ninguna Elena, pero como me llamaba Carlos igual que el tipo a quien ella llamaba, seguí la conversación a modo de juego. Me contó que había sabido hace poco de mí y que buscando en internet había dado con mi teléfono. Me extrañó porque me estaba llamando al teléfono fijo del apartamento y que yo supiera nadie había vivido allí durante mucho tiempo.
Te voy a llamar todos los días, me dijo antes de colgar. Yo no pensé que hablara en serio porque no entendí para qué iba a llamar. Yo le dije que estaba bien. Sin embargo cumplió su palabra y continuó llamando, casi siempre al mediodía. Me contaba de sus problemas en el trabajo y de sus peleas con su padre, con quien vivía. Tenía una vida algo aburrida, como supongo que es la de toda la gente. Poco a poco entré en confianza y después de un par de semanas ya platicábamos como grandes amigos.
Supe que trabajaba como recepcionista en una clínica médica en la que habían varios médicos asociados. Ella atendía las llamadas de los médicos, agendaba citas y hacía recordatorios telefónicos. Había días en que tenía muchas llamadas y otros en los que había una o dos. Se llevaba bien con el gastroenterólogo y el traumatólogo, pero la nutrióloga creía que no hacía bien su trabajo y la llamaba a su clínica y le pedía la bitácora de llamadas y el libro de citas para revisarlos una y otra vez. Con el un odontólogo no había mucho contacto y era cordial pero no daba lugar a mucha plática. Y así con los demás médicos.
Cada día me contaba alguna anécdota sobre algún paciente curioso o sobre algún enfermo que le daba lástima. Habían tres hipocondríacos que solían llegar seguido. Casi nunca estaban enfermos realmente. Uno de ellos leía mucho sobre enfermedades en páginas de internet y llegaba a solicitar órdenes de exámenes para descartar las enfermedades más inverosímiles.
Yo me pasaba casi todo el día aburrido y no tenía cable ni conexión a internet. Su llamadas se convirtieron en mi teleserie diaria, de la que siempre esperaba un nuevo capítulo. Hoy era la feliz dueña de una cafetera nueva, ayer había hecho más llamadas que nunca. En algunas ocasiones llamaba sólo para decirme que no tenía ganas de hablar porque había amanecido deprimida.
Calculo que habrá tenido unos 25 años. Unas veces me la imaginaba guapa, algo regordeta, con pelo corto y una sonrisa discreta, algo tímida. Otras veces me la imaginaba guapa también, delgada, con pelo largo a los hombros, y una sonrisa cautivadora. A veces, pensaba, se haría la interesante con algún paciente atractivo y tendría algún detalle con los médicos a quienes servía.
Las veces que yo le pedí vernos me decía que ella era una dama y que además yo estaba casado, que cómo me atrevía. Yo no estoy casado, Elena, le decía. Pero el Carlos al que ella llamaba sí lo estaba y de ahí nunca la iba a sacar. De vez en cuando yo insistía, pero ella huía del tema y siempre me decía, enfáticamente, que ella era una dama.
Por sus indicaciones yo sabía en qué edificio trabajaba, pero era ridículo presentarse. Pasaría las de la Penélope de la canción, ella me diría que yo no soy quien ella espera.
Estuvimos hablando por teléfono durante varios meses. La conversación siempre era muy amena. Con el tiempo yo también le contaba qué hacía, que era muy poco. A veces, le contaba, voy a eventos de prensa, digo que tengo una página web y almuerzo de gratis. Hay muchos eventos a los cuales no van muchos periodistas y los organizadores agradecen que alguien llegue a hacer bulto. Los eventos suelen ser en hoteles y después me doy largos paseos a pie por la zona viva, miro a las mujeres bonitas que circulan por ahí y regreso a casa. Leo muchos libros que compro usados, generalmente de relatos cortos. Hago un poco de ejercicio para no perder la forma, hago la limpieza y la comida. No tengo mucho dinero, sólo voy pasando el día a día. Algunas veces me llama un amigo para hacer trabajos de uno o dos días y esos son los días en que no te contesto, Elena.
Pasó el tiempo y conseguí empleo. Le dije a Elena que ya no estaría para contestar sus llamadas. No te creo, me dijo, yo te seguiré llamando. Elenita, le decía yo, estaré trabajando, no podré contestarte. No te creo, vos te querés deshacer de mí. Le ofrecí mi número de celular, le sugerí que me llamara de noche o los fines de semana, pero no aceptó.
Empecé a trabajar en el nuevo lugar y mientras estuve en casa, no recibí ninguna llamada. Pensé entonces que ella se había olvidado del tema. Aunque la costumbre me había hecho esperar todos los días escucharla, en dos o tres semanas la rutina del nuevo trabajo me hizo olvidarla.
A los cuatro meses de estar de nuevo en el trabajo me dio una infección intestinal y no pude presentarme un lunes. Ese día ella llamó. Hola, soy Elena, dijo. A continuación escuché un largo suspiro. ¿Por qué no contestabas?, dijo después, con voz temblorosa. Elenita, le respondí, yo estoy trabajando, me quedé hoy en casa porque estoy enfermo. Oh, pobrecito, que sigas mejor. Y empezó a contarme lo que le había sucedido todo este tiempo. Te seguiré llamando todos los días, me dijo de nuevo al despedirse. Yo no mejoré y me quedé al día siguiente. Ella volvió a llamar y esa vez le dije que me despedía para siempre. Lloró, pero me dijo que seguiría llamando.
Volví al trabajo y ella, fiel a su costumbre, no me llamó en horas ni días inhábiles. Tiempo después mi padre me dijo que no tenía sentido una línea telefónica fija y que cortaría el servicio, que él pagaba. Bastaba con el celular, me dijo, y yo estuve de acuerdo.
Así terminó la comunicación con la dama de las llamadas. A veces, al mediodía, a la hora en que Elena me solía llamar, me pregunto si ya encontró a alguien que conteste sus llamadas, o si agarró valor y ya habló con el Carlos con quien ella pretendía comunicarse. Otras veces pienso que tal vez ella sólo buscaba alguien que la escuchara y se había inventado todo desde un principio. Y ahora estaría llamando a un montón de números hasta encontrar alguien que por fin la escuche.

martes, 22 de marzo de 2016

Los resucitados.

Los resucitados.


Mi tío Luis, el sepulturero del pueblo, fue el primero que se dio cuenta de que la gente estaba resucitando. Temprano del día, de madrugada todavía, escuchó golpes en una de las tumbas de uno de los mausoleos más grandes del cementerio. Pensó que era un animal atrapado, pero luego escuchó la voz de una mujer. Sin pensarlo ni asustarse usó el pico, rompió la lápida y la pared del mausoleo, sacó la caja y liberó a la primera resucitada.
Vivíamos a la par del cementerio del pueblo. La tía Olga tenía una tienda y el tío Luis siempre trabajó en el cementerio. Por los muertos hay que sentir respeto, no miedo, decía siempre. Durante toda la niñez y parte de la adolescencia viví con ellos porque mi madre se había ido a Estados Unidos. Me recibieron y fui como su hijo. El tío era un hombre grande, sonriente y bonachón al que quise como padre. Tenía paciencia infinita con el Jorge, su hijo, y para mí siempre tuvo palabras de aliento y consejos sin imposición.
El día de la primera resucitada nos mandó al Jorge y a mí a buscar agua y comida, porque la señora dijo que tenía mucha hambre. Hacía tres meses que había muerto y no había comido nada. Para no tener problema con las autoridades, mi tío metió la caja vacía y reparó el mausoleo y la lápida. Llevamos a la resucitada a casa, se dio un baño y le dimos ropa limpia. Salió caminando para su casa, en donde la familia se sorprendió pero la recibió bien porque la querían. Después un doctor dictaminó que había sido catalepsia, esa enfermedad que hace que la gente parezca muerta sin estarlo. Sin embargo, nos dijo otro médico, tres meses era demasiado tiempo para que un cataléptico volviese a la vida.
A la tía Olga se le metió que eran cosas del demonio, pero el tío Luis le decía que el diablo no puede dar vida. El Jorge y yo estuvimos de acuerdo. Yo les conté a los cuates de la escuela y de la cuadra, pero nadie me creyó. De todos modos el Jorge y yo íbamos al cementerio todas las tardes con la excusa de ayudar al tío Luis, pero lo que queríamos era ver algún resucitado salir de su tumba. Algunas veces venían cuates del colegio, pero el tío les decía que no quería patojos huevones en el cementerio, que no había nada que ver.
Dos meses después de que saliera de la tumba la primera resucitada, salió el segundo. Era un chofer de bus que habían baleado tres semanas antes. Este fue más escandaloso, dijo mi tío, empezó a gritar y a maldecir al despertar. Era de madrugada también. El tío lo escuchó y le dijo que lo sacaría, pero que se calmara. Esta vez el tío Luis tuvo más cuidado con la lápida. También lo llevó a casa, le dimos agua, comida y ropa. No recordaba nada y no habían señales de las balas que lo habían matado. Cuando regresó a su casa, armaron fiesta y ahí sí se enteró todo el pueblo de que la gente estaba resucitando.
La gente empezó a llegar al cementerio todos los días. Algunos con la esperanza de que resucitara algún familiar, otros con el terror de que sucediera, sobre todo cuando ya los bienes se habían repartido. Empezaron a haber exhumaciones porque la gente quería ver que sus muertos estaban bien muertos. Algún vándalo nocturno rompió algunas tumbas, pero no se llevó nada de ellas, quería comprobar que sólo habían muertos. Hubo alguien que dijo que a los resucitados había que matarlos porque no había forma de ingresarlos otra vez al registro civil, no se les podía devolver la herencia y además igual se iban a morir de nuevo. Habían vigilias católicas y evangélicas, ceremonias religiosas, gente orando todo el tiempo.
Comenzaron a ordenar que las tumbas tuviesen puertas con llave que se pudiese abrir desde dentro, instalación eléctrica para luz y carga de celular. Hubo alguien que instaló una conexión de internet para que se comunicara su resucitado. La gente ya no lloraba tanto, ahora existía la probabilidad de que regresara el difunto.
Resucitaron dos personas más. Una mujer muy bonita, que había muerto una semana atrás en un accidente de tránsito, por culpa de un borracho. La habían enterrado con un celular y una batería de larga duración, así que ella llamó a su familia y para cuando el tío la había sacado, también de madrugada, ya toda la familia estaba en el lugar, junto a varios enamorados incrédulos y emocionados.
La otra persona resucitada fue un muchacho al que habían apuñalado por quitarle el celular, tres días antes. A este resucitado lo descubrimos el Jorge y yo, y fue el único en resucitar a media tarde. Escuchamos golpes en la tumba y una voz ahogada pidiendo ayuda. Emocionados fuimos corriendo con el tío y le ayudamos a liberar al resucitado. La madre no paraba de llorar cuando llegó al cementerio por el muchacho. Su familia lo recibió muy feliz.
No resucitó nadie más. Nadie se explicaba por qué había sucedido ni por qué había terminado. Los cuatro resucitados eran buena gente, pero no habían hecho nada extraordinario. La primera resucitada se aburrió de tanta gente que llegaba a su casa y la veneraba como una santa. Terminó cambiándose de pueblo. El chofer de bus se lo tomaba a broma, y a veces le decía a la gente que él no había sido el resucitado, sino su hermano que se había ido a la capital. La mujer bonita dejó a todos sus enamorados desairados y se casó con un extranjero que se la llevó a Europa. El muchacho resucitado se convirtió en un próspero comerciante.
Años después murió el tío Luis. Yo estaba en la universidad, en la capital, y regresé lo más pronto que pude. El Jorge estaba muy afectado. Al tío le dio una neumonía, no se cuidó y cuando ingresó al hospital ya estaba muy mal. A pesar de que le dijo al Jorge que lo enterraran normalmente, le dejamos puerta a la tumba con una llave adentro para que pudiese salir en caso de que despertara. La caja se podía desarmar fácilmente desde dentro. Acampamos en el cementerio durante semanas y por turnos nos quedábamos oyendo a ver si el tío resucitaba. Cuando vimos que no pasó nada, regresamos a casa.
A veces, me contaba el Jorge, cuando lo sueño por las noches, me levanto corriendo al cementerio para ver si resucitó. Cuando el tío cumplió un año de muerto, con la tía Olga y el Jorge acordamos que nos quitaríamos de la mente eso de la resurrección. Sin embargo, cada vez que visito al tío en su tumba para su cumpleaños, pego el oído a la tumba a ver si escucho su voz de nuevo.

Café a las seis de la tarde.

Café a las seis de la tarde.


Nuestras citas consistían en reunirnos en un macdonalds que quedaba cerca de la oficina. Elisa trabajaba en un edificio cercano al mío y para evitar el tráfico de regreso a casa platicábamos con un café de por medio. La conocí en un seminario de informática y ahí supimos que trabajábamos cerca uno del otro y yo propuse reunirnos al día siguiente. Se volvió costumbre el café a las seis de la tarde y era aburrido cuando ella no aparecía. A veces le proponía que al pasar el tráfico en lugar de ir a casa, fuéramos a algún motel.
A la invitación ella respondía con evasivas o jugando a decir que sí. Lo cierto es que cada uno terminaba yéndose solo en su carro después una plática amena. Porque podíamos platicar por horas sin que se sintiera el tiempo. Yo creo que nunca le gusté más que para eso y que siempre estuve condenado a ser el amigo escuchador e interesante con que jamás se acostaría.
Cuando vi a Elisa en el seminario de informática, la vi de espaldas. Se soltaba el pelo para reacomodárselo con una cola y me pareció que alguien con ese cabello sólo podía ser agradable. Y así fue, y además era guapa. No tanto como para que estuviera fuera de mi alcance, lo que me atrajo todavía más.
A los dos nos aburrió el seminario de informática porque ya sabíamos de qué se trataba todo, teníamos empleos en los que los lenguajes de programación eran nuestro pan de cada día. Los demás eran estudiantes que se quedaban confundidos ante temas que para ellos eran nuevos. Pero la empresa lo pagaba y había que ir. La gente de recursos humanos decidió que yo tenía que actualizar mis conocimientos y mi jefe al parecer ni vio de qué se trataba el asunto.
Los dos estamos cerca de los treinta años, ya nuestros sueños de adolescencia se chocaron con la realidad. No tenemos malos empleos, pero ya empezamos a entender que es muy difícil que seamos protagonistas de las historias de éxito de emprendedores de internet que se hacen ricos. Yo había fracasado al intentar poner una tienda en línea y había aceptado el empleo para pagar mis deudas. Elisa pensaba al principio llegar a ser gerente de algo, pero no lo miraba claro en la empresa en donde estaba, donde ya había dejado cinco años de su vida.
Ninguno de los dos teníamos pareja; pero a pesar de mi insistencia nunca aceptó salir conmigo en fin de semana. Elisa esperaba que al fin sucediera algo, a veces era el regreso de un antiguo novio, a veces era que el vendedor guapo que le coqueteaba en su oficina al fin la invitase a salir. Nada de eso sucedía, según me contaba los lunes, y los fines de semana se la pasaba saliendo con sus amigas. Yo por mi parte, me la pasaba viendo tele y leyendo algo y a veces saliendo a cervecear con los cuates.
Lisa, le decía, ¿cuándo vas a dejar de hacerme sufrir? ¿Qué te cuesta ir a enmotelarnos un día? A veces se hacía la ofendida, otras veces lo tomaba a broma y se reía de mí. Vos no sufrís, vos nomás sos un caliente, decía, riéndose coqueta.
Un día vino diciendo muy convencida que le gustaba eso del lesboterrorismo, que se haría lesbiana sólo por llevarle la contraria al sistema, como forma de protestar contra el heteropatriarcado que oprimía a las mujeres. La escuché sorprendido y le pregunté que quién le estaba enseñando palabras tan largas. Se ofendió. No se fue, pero dejó de hablarme durante el resto del café y se fue diciendo fríamente adiós, hasta mañana.
Al siguiente día le llevé una rosa. Le dije que si consideraba que aceptarla era transar con el heteropatriarcado, se la regalaría a la cajera guapa que me había vendido el café. Es linda, gracias, dijo sin verme a los ojos. Ya que transaste, le dije, te dedicaré una canción de amor.
Puse en el celular una canción vieja, de los 60s, conecté los audífonos y se la di a escuchar. Ella la oyó sin decir palabra, sólo dejó asomar una sonrisa. Cuando terminó la canción y ella me devolvía los audífonos, me acerqué a su oído y le propuse una visita al motel. Para mi sorpresa, respondió que sí. Casi pegué un brinco de la felicidad, la tomé de la mano y salimos del restaurante.
Quisiera contar lo contrario, pero nos fue mal en el motel. No hubo clic, ella sólo se tendió en la cama como esperando resignada. La hice mía, pero ella no correspondió. Fue un poco triste. Antes de despedirnos le pregunté si nos veríamos al día siguiente. No contestó.
Esperé en el macdonalds de siempre durante dos semanas, pero Elisa no se asomó. Ahora ya no tomo café a las seis de la tarde, ni espero a que pase el tráfico. Me voy directo a casa.