La pasajera desconocida.
Un viernes después de una semana cansada en la oficina fui a traer a mi mujer. Había un tráfico intenso y yo tenía dolor de cabeza. Me estacioné en la calle frente al edificio en donde trabajaba y apenas distinguí su uniforme y su silueta quité el seguro de la puerta del copiloto. Entró, nos dijimos hola y arranqué. Estaba tan agotado que me pareció que era una sombra la que entraba. Ella dijo que estaba muy cansada. Media hora después sonó el celular; era el número de mi mujer. Hasta entonces me di cuenta de que no era mi esposa a quien llevaba conmigo.
Lo primero que pensé cuando vi el número fue que el teléfono estaba funcionando mal. Luego volteé al asiento del copiloto y vi a una mujer dormida que no era mi esposa. No tenía idea de quién era. Contesté el celular y mi mujer me dijo que me estaba esperando. No podía decirle que me había equivocado y ahora llevaba a otra persona, así que le dije que iba para la casa porque tenía dolor de cabeza, que me disculpara. Dijo algo que no recuerdo y colgó molesta.
Después de colgar el teléfono me eché a reír. La mujer que me acompañaba no parecía ser peligrosa y supuse que ella también se había confundido con el carro de su novio o marido. La vi tan plácidamente dormida que no quise despertarla. La sorpresa me quitó el dolor de cabeza y el cansancio. Volteaba a ver a la durmiente de al lado y me reía solo. Ya había oído de gente que olvida a su pareja en una gasolinera, pero no que se confundieran así.
La pasajera desconocida era una mujer veinteañera, de pelo y pestañas largas, delgada y de buen porte, como mi mujer. Despertó asustada, como si hubiera despertado de una pesadilla. Me preguntó quién era, qué quería con ella y qué había pasado. Le pedí que se calmara, que respirara profundo y que me escuchara. Cuando lo hizo y entendió todo, se echó a reír y hubo un momento en que los dos reíamos sin parar. ¡Pero qué bruta soy!, decía entre carcajadas. ¡Qué bruta!
Se llamaba Andrea y trabajaba en la misma empresa de mi mujer, aunque dijo no conocerla. Su novio tenía un carro muy parecido al mío y se subió como hacía todos los días, sin fijarse en detalles. También había tenido una semana muy cansada en el trabajo. Su casa me quedaba en el camino, así que decidimos que ya que estábamos en el tráfico yo pasaría dejándola. Resultó ser una mujer simpática. Los dos coincidimos en que la situación era cómica. Llamó a su novio y le dijo que una amiga le había dado jalón y había aprovechado. El novio se molestó porque la estaba esperando frente al edificio de donde yo la había recogido. La había llamado varias veces pero ella no había contestado. Tenía su celular en su bolsa y en vibrador.
El tráfico estaba muy pesado. Después de una hora y media dejamos de avanzar y el tráfico se paralizó totalmente. Ya era de noche. La gente apagó sus carros y comenzó a bajar a estirar un poco las piernas. Las noticias en la radio indicaban que habían habido al menos dos accidentes graves y varios menores, que la situación era inédita en la ciudad. Un policía de tránsito en moto pasó diciendo por un altavoz que tuviéramos paciencia, que al menos pasarían dos horas antes de que la situación comenzara a mejorar.
A la par de mi carro había un grupo de muchachos universitarios en una camioneta agrícola. Algunos de ellos eran músicos que iban a una fiesta. Sacaron sus guitarras y percusiones y se formó un pequeño grupo de gente. No sé de dónde salieron las cervezas que se repartieron entre los que estábamos por ahí. Una panel que iba a un evento puso a la venta la comida que llevaba, a sabiendas de que no llegaría a su destino en buen estado. En general la gente se estaba tomando relajadamente el extraordinario embotellamiento.
Supe que Andrea había emigrado del interior a la capital para estudiar en la universidad y que sus metas eran viajar algún día a París, tener una familia, una casa muy grande y un empleo bien pagado. Era una mujer determinada, soñadora e ingenua, como suelen ser los veinteañeros. Su novio estudiaba en la universidad con ella los fines de semana. Vivían juntos y pensaban casarse. No quise decirle que lo más probable era que en diez años ya no tuviera tantos sueños. Quizás y ella sí lo lograría y al lograrlo fuera tal como lo había imaginado.
El grupo que se había formado era de veinteañeros, sólo los de la comida y yo teníamos más de treinta. Cantaban con entusiasmo, daba gusto verlos cantar. Andrea estaba contenta y en algún momento de la noche me sacó a bailar. El grupo creció cuando comenzamos a bailar. De pronto el tráfico pesado se había transformado en una pequeña fiesta.
Estuvimos tres horas bailando, cantando, platicando y tomando cerveza. Hasta yo hice de músico desafinado y canté un par de canciones que me sabía en guitarra. Justo cuando se acabó la cerveza, un policía de tránsito en moto pasó diciendo por altavoz que en poco tiempo volvería a fluir el tráfico, que regresáramos a nuestros carros. Nos despedimos de nuestros nuevos amigos, no sin intercambiar números de teléfono y prometer que nos reuniríamos de nuevo para repetir la fiesta en otro lugar. Y por supuesto, nunca repetimos.
¿Qué cool estuvo, verdad? dijo Andrea cuando subimos al carro y comenzamos a avanzar. Puse música y ella bailaba feliz en el asiento del copiloto. La dejé en su casa y acordamos no enterar a su novio ni a mi mujer de lo que había pasado. A mi mujer le dije que había tomado dos cervezas y había dormido todo el embotellamiento.
Poco tiempo después hubo una fiesta por el aniversario de la empresa en la que trabajaba mi mujer. Fui invitado. Asistí esperando encontrarme de nuevo con Andrea. La vi en el vestíbulo del hotel en que se celebraba la fiesta. Me contó que un día vio mi carro estacionado frente al edificio y tuvo la tentación de subirse de nuevo. Coincidimos con una sonrisa en que fue mejor que no lo hiciera.
No volví a ver a Andrea. Ahora tengo cuidado de verificar que sea mi esposa la que se sube a mi carro.
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