martes, 22 de marzo de 2016

Café a las seis de la tarde.

Café a las seis de la tarde.


Nuestras citas consistían en reunirnos en un macdonalds que quedaba cerca de la oficina. Elisa trabajaba en un edificio cercano al mío y para evitar el tráfico de regreso a casa platicábamos con un café de por medio. La conocí en un seminario de informática y ahí supimos que trabajábamos cerca uno del otro y yo propuse reunirnos al día siguiente. Se volvió costumbre el café a las seis de la tarde y era aburrido cuando ella no aparecía. A veces le proponía que al pasar el tráfico en lugar de ir a casa, fuéramos a algún motel.
A la invitación ella respondía con evasivas o jugando a decir que sí. Lo cierto es que cada uno terminaba yéndose solo en su carro después una plática amena. Porque podíamos platicar por horas sin que se sintiera el tiempo. Yo creo que nunca le gusté más que para eso y que siempre estuve condenado a ser el amigo escuchador e interesante con que jamás se acostaría.
Cuando vi a Elisa en el seminario de informática, la vi de espaldas. Se soltaba el pelo para reacomodárselo con una cola y me pareció que alguien con ese cabello sólo podía ser agradable. Y así fue, y además era guapa. No tanto como para que estuviera fuera de mi alcance, lo que me atrajo todavía más.
A los dos nos aburrió el seminario de informática porque ya sabíamos de qué se trataba todo, teníamos empleos en los que los lenguajes de programación eran nuestro pan de cada día. Los demás eran estudiantes que se quedaban confundidos ante temas que para ellos eran nuevos. Pero la empresa lo pagaba y había que ir. La gente de recursos humanos decidió que yo tenía que actualizar mis conocimientos y mi jefe al parecer ni vio de qué se trataba el asunto.
Los dos estamos cerca de los treinta años, ya nuestros sueños de adolescencia se chocaron con la realidad. No tenemos malos empleos, pero ya empezamos a entender que es muy difícil que seamos protagonistas de las historias de éxito de emprendedores de internet que se hacen ricos. Yo había fracasado al intentar poner una tienda en línea y había aceptado el empleo para pagar mis deudas. Elisa pensaba al principio llegar a ser gerente de algo, pero no lo miraba claro en la empresa en donde estaba, donde ya había dejado cinco años de su vida.
Ninguno de los dos teníamos pareja; pero a pesar de mi insistencia nunca aceptó salir conmigo en fin de semana. Elisa esperaba que al fin sucediera algo, a veces era el regreso de un antiguo novio, a veces era que el vendedor guapo que le coqueteaba en su oficina al fin la invitase a salir. Nada de eso sucedía, según me contaba los lunes, y los fines de semana se la pasaba saliendo con sus amigas. Yo por mi parte, me la pasaba viendo tele y leyendo algo y a veces saliendo a cervecear con los cuates.
Lisa, le decía, ¿cuándo vas a dejar de hacerme sufrir? ¿Qué te cuesta ir a enmotelarnos un día? A veces se hacía la ofendida, otras veces lo tomaba a broma y se reía de mí. Vos no sufrís, vos nomás sos un caliente, decía, riéndose coqueta.
Un día vino diciendo muy convencida que le gustaba eso del lesboterrorismo, que se haría lesbiana sólo por llevarle la contraria al sistema, como forma de protestar contra el heteropatriarcado que oprimía a las mujeres. La escuché sorprendido y le pregunté que quién le estaba enseñando palabras tan largas. Se ofendió. No se fue, pero dejó de hablarme durante el resto del café y se fue diciendo fríamente adiós, hasta mañana.
Al siguiente día le llevé una rosa. Le dije que si consideraba que aceptarla era transar con el heteropatriarcado, se la regalaría a la cajera guapa que me había vendido el café. Es linda, gracias, dijo sin verme a los ojos. Ya que transaste, le dije, te dedicaré una canción de amor.
Puse en el celular una canción vieja, de los 60s, conecté los audífonos y se la di a escuchar. Ella la oyó sin decir palabra, sólo dejó asomar una sonrisa. Cuando terminó la canción y ella me devolvía los audífonos, me acerqué a su oído y le propuse una visita al motel. Para mi sorpresa, respondió que sí. Casi pegué un brinco de la felicidad, la tomé de la mano y salimos del restaurante.
Quisiera contar lo contrario, pero nos fue mal en el motel. No hubo clic, ella sólo se tendió en la cama como esperando resignada. La hice mía, pero ella no correspondió. Fue un poco triste. Antes de despedirnos le pregunté si nos veríamos al día siguiente. No contestó.
Esperé en el macdonalds de siempre durante dos semanas, pero Elisa no se asomó. Ahora ya no tomo café a las seis de la tarde, ni espero a que pase el tráfico. Me voy directo a casa.

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