La dama de las llamadas.
Estuve un año desempleado y en ese tiempo lo único bueno fueron las llamadas de una mujer que nunca llegué a conocer. Sólo llamaba de lunes a viernes, en horario de trabajo, casi siempre al mediodía. Me contaba un poco de su vida y colgaba. No estaba muy interesada en lo que yo hacía. Me confundía con otra persona, y aunque algunas veces intenté explicarle que estaba equivocada, nunca me creyó.
Cuando me despidieron de la empresa en donde trabajaba yo no tenía nada ahorrado y tuve que recurrir a la caridad de mi padre para tener en dónde vivir. Pasé un par de semanas en su casa y luego me habilitó uno de los apartamentos que tenía en alquiler. Mi padre siempre ha vivido de sus rentas y aunque siente algún tipo de estima por mí, no me quería en su casa. Tampoco me quería su mujer.
Mi madre murió cuando yo era adolescente. Mi padre me envió entonces a estudiar a otra ciudad y desde esa época vivimos separados. Siempre he admirado su espírito emprendedor y su habilidad de negociante, pero algo pasó y no heredé nada de eso.
La primera llamada de la mujer la recibí un viernes por la mañana. Pensé que me llamaban por una plaza a la que había aplicado y respondí con mi saludo formal. ¡Carlos!, soy yo, Elena, me dijo, cuando la confundí con otra persona. Yo no conocía a ninguna Elena, pero como me llamaba Carlos igual que el tipo a quien ella llamaba, seguí la conversación a modo de juego. Me contó que había sabido hace poco de mí y que buscando en internet había dado con mi teléfono. Me extrañó porque me estaba llamando al teléfono fijo del apartamento y que yo supiera nadie había vivido allí durante mucho tiempo.
Te voy a llamar todos los días, me dijo antes de colgar. Yo no pensé que hablara en serio porque no entendí para qué iba a llamar. Yo le dije que estaba bien. Sin embargo cumplió su palabra y continuó llamando, casi siempre al mediodía. Me contaba de sus problemas en el trabajo y de sus peleas con su padre, con quien vivía. Tenía una vida algo aburrida, como supongo que es la de toda la gente. Poco a poco entré en confianza y después de un par de semanas ya platicábamos como grandes amigos.
Supe que trabajaba como recepcionista en una clínica médica en la que habían varios médicos asociados. Ella atendía las llamadas de los médicos, agendaba citas y hacía recordatorios telefónicos. Había días en que tenía muchas llamadas y otros en los que había una o dos. Se llevaba bien con el gastroenterólogo y el traumatólogo, pero la nutrióloga creía que no hacía bien su trabajo y la llamaba a su clínica y le pedía la bitácora de llamadas y el libro de citas para revisarlos una y otra vez. Con el un odontólogo no había mucho contacto y era cordial pero no daba lugar a mucha plática. Y así con los demás médicos.
Cada día me contaba alguna anécdota sobre algún paciente curioso o sobre algún enfermo que le daba lástima. Habían tres hipocondríacos que solían llegar seguido. Casi nunca estaban enfermos realmente. Uno de ellos leía mucho sobre enfermedades en páginas de internet y llegaba a solicitar órdenes de exámenes para descartar las enfermedades más inverosímiles.
Yo me pasaba casi todo el día aburrido y no tenía cable ni conexión a internet. Su llamadas se convirtieron en mi teleserie diaria, de la que siempre esperaba un nuevo capítulo. Hoy era la feliz dueña de una cafetera nueva, ayer había hecho más llamadas que nunca. En algunas ocasiones llamaba sólo para decirme que no tenía ganas de hablar porque había amanecido deprimida.
Calculo que habrá tenido unos 25 años. Unas veces me la imaginaba guapa, algo regordeta, con pelo corto y una sonrisa discreta, algo tímida. Otras veces me la imaginaba guapa también, delgada, con pelo largo a los hombros, y una sonrisa cautivadora. A veces, pensaba, se haría la interesante con algún paciente atractivo y tendría algún detalle con los médicos a quienes servía.
Las veces que yo le pedí vernos me decía que ella era una dama y que además yo estaba casado, que cómo me atrevía. Yo no estoy casado, Elena, le decía. Pero el Carlos al que ella llamaba sí lo estaba y de ahí nunca la iba a sacar. De vez en cuando yo insistía, pero ella huía del tema y siempre me decía, enfáticamente, que ella era una dama.
Por sus indicaciones yo sabía en qué edificio trabajaba, pero era ridículo presentarse. Pasaría las de la Penélope de la canción, ella me diría que yo no soy quien ella espera.
Estuvimos hablando por teléfono durante varios meses. La conversación siempre era muy amena. Con el tiempo yo también le contaba qué hacía, que era muy poco. A veces, le contaba, voy a eventos de prensa, digo que tengo una página web y almuerzo de gratis. Hay muchos eventos a los cuales no van muchos periodistas y los organizadores agradecen que alguien llegue a hacer bulto. Los eventos suelen ser en hoteles y después me doy largos paseos a pie por la zona viva, miro a las mujeres bonitas que circulan por ahí y regreso a casa. Leo muchos libros que compro usados, generalmente de relatos cortos. Hago un poco de ejercicio para no perder la forma, hago la limpieza y la comida. No tengo mucho dinero, sólo voy pasando el día a día. Algunas veces me llama un amigo para hacer trabajos de uno o dos días y esos son los días en que no te contesto, Elena.
Pasó el tiempo y conseguí empleo. Le dije a Elena que ya no estaría para contestar sus llamadas. No te creo, me dijo, yo te seguiré llamando. Elenita, le decía yo, estaré trabajando, no podré contestarte. No te creo, vos te querés deshacer de mí. Le ofrecí mi número de celular, le sugerí que me llamara de noche o los fines de semana, pero no aceptó.
Empecé a trabajar en el nuevo lugar y mientras estuve en casa, no recibí ninguna llamada. Pensé entonces que ella se había olvidado del tema. Aunque la costumbre me había hecho esperar todos los días escucharla, en dos o tres semanas la rutina del nuevo trabajo me hizo olvidarla.
A los cuatro meses de estar de nuevo en el trabajo me dio una infección intestinal y no pude presentarme un lunes. Ese día ella llamó. Hola, soy Elena, dijo. A continuación escuché un largo suspiro. ¿Por qué no contestabas?, dijo después, con voz temblorosa. Elenita, le respondí, yo estoy trabajando, me quedé hoy en casa porque estoy enfermo. Oh, pobrecito, que sigas mejor. Y empezó a contarme lo que le había sucedido todo este tiempo. Te seguiré llamando todos los días, me dijo de nuevo al despedirse. Yo no mejoré y me quedé al día siguiente. Ella volvió a llamar y esa vez le dije que me despedía para siempre. Lloró, pero me dijo que seguiría llamando.
Volví al trabajo y ella, fiel a su costumbre, no me llamó en horas ni días inhábiles. Tiempo después mi padre me dijo que no tenía sentido una línea telefónica fija y que cortaría el servicio, que él pagaba. Bastaba con el celular, me dijo, y yo estuve de acuerdo.
Así terminó la comunicación con la dama de las llamadas. A veces, al mediodía, a la hora en que Elena me solía llamar, me pregunto si ya encontró a alguien que conteste sus llamadas, o si agarró valor y ya habló con el Carlos con quien ella pretendía comunicarse. Otras veces pienso que tal vez ella sólo buscaba alguien que la escuchara y se había inventado todo desde un principio. Y ahora estaría llamando a un montón de números hasta encontrar alguien que por fin la escuche.
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